Se encuentra bien, miss Trant? —me dijo Frau Graben—. La veo un tanto extraña. ¿Es el calor?
—Me… me encuentro bien, gracias —respondí.
La música de la banda sonaba remota; parecía que la muchedumbre estuviera bamboleándose; miraba a los soldados que desfilaban al paso de la oca sin apenas verlos.
Nunca podría confundirle. Le conocía demasiado bien. Vestido de uniforme su aspecto era más esplendoroso que la primera vez que le viera, allá en el bosque. Pero le hubiera reconocido igual, independientemente del disfraz.
Era consciente de las miradas de ansiedad y excitación que me dirigía Frau Graben. Ahora estaba segura: ella sabía que algo me trastornaba, que no era todo consecuencia del calor.
El gentío avanzaba; la familia del duque y su séquito habían entrado en la iglesia. El oficio iba a empezar.
Frau Graben extrajo de un gran bolsillo de su falda las sales aromáticas.
—Aspire un poco, querida. Y tú, Fritz, corre y ve a llamar al posadero.
—Me encuentro perfectamente —repetí. Pero mi voz sonaba extrañamente temblorosa.
—Me parece que está algo mareada. ¿Quiere que regresemos ahora o prefiere esperar?
Dagobert hizo amago de protestar. Liesel refunfuñó: «¡No quiero volver a casa!». Fritz me miró con ansiedad.
—Prefiero quedarme.
Y era cierto. Deseaba volver a verle y cerciorarme de mi error. Me repetía sin cesar: «La primera vez que viste al conde, creíste por unos momentos que se trataba de Maximilian. Acaso ahora te hayas vuelto a equivocar». Pero no, no podía ser. Le hubiera reconocido en cualquier lugar y circunstancia. La semejanza entre él y el conde se explicaba por el hecho de ser primos; se habían criado juntos y lo único que tenían en común era la mirada.
Apareció el posadero y Frau Graben le pidió una copa de coñac. Al regresar éste momentos después, la mayordoma me dijo:
—Beba un poco, miss Trant. Le hará bien.
—Pero si no me pasa nada… —protesté.
—Tiene mala cara, querida.
Sonrió con cierta indulgencia, sin apartarme la mirada de encima.
—Así está mejor —dijo, una vez lo probé.
Me entraban deseos de gritar: «¡No importa, no es por culpa del calor! ¡He visto a Maximilian, y Maximilian es el príncipe de Rochenstein!».
Los niños discutían acaloradamente.
—Para mí lo mejor ha sido la cruz.
—A mí me han gustado más los soldados.
—A mí los tambores.
—¿Habéis visto a papá?
—Papá era el que estaba mejor. El más guapo.
Mientras iban desarrollando sus comentarios de esta suerte, yo estaba recelosa de que Frau Graben diera muestras de preocupación.
—Hubiéramos tenido que marcharnos —me susurró al oído.
—No, no… Todo irá bien.
—Ahora ya es tarde. La aglomeración cada vez es mayor. Nadie se moverá de aquí hasta que el desfile regrese a palacio.
Concluyó la ceremonia. La comitiva se puso nuevamente en marcha. Y entonces le vi de nuevo. Por un momento me figuré que, para corresponder a las aclamaciones del gentío, levantaría la vista hacia nosotros, pero no fue así.
Sentía desconcierto y vértigo, pero mi corazón cantaba alegremente. Había encontrado a Maximilian.
* * *
No despegué los labios en todo el trayecto, mientras el cochero Prinzstein nos llevaba de regreso a Klocksburg. Al llegar, Frau Graben dijo:
—Tengo que irme a descansar, querida. Es lo mejor después de un día como hoy.
No deseaba sino quedarme sola. Las ideas se me agolpaban en la mente. Tenía que verle. Maximilian debía enterarse de mi presencia. No importaba lo que pudiera haber ocurrido en los tres días siguientes a la Noche de la Séptima Luna, pues yo sabía que el príncipe era el hombre a quien había encontrado entre la niebla y el padre de mi hija.
Me vinieron a la memoria ciertos fragmentos de conversaciones sostenidas con Frau Graben. Los niños que se le habían encomendado fueron «únicos» para sus madres respectivas, quienes les veían con frecuencia y se encariñaron con ellos con tal intensidad que no permitieron que nada contrariase los deseos que expresaran. Tal era la impresión que el ama de llaves me había imbuido en la mente.
Recordé de pronto a la princesa Wilhelmina, la que se parecía a Ilse. ¡Era su esposa! ¿Pero cómo podía ser así si Maximilian estaba casado conmigo? A menos que ya estuvieran casados anteriormente. Pero no, me dije, recordando cierta frase de Frau Graben. El príncipe se había casado hacía cuatro años… a regañadientes… con una mujer procedente de un Estado más poderoso que el de Rochenstein. Se trataba de un buen partido. Tuvieron un hijo, el cual sin duda había desfilado en coche aparte, a continuación de sus padres. No me había fijado en él, pues no alcanzaba a ver nada ni a pensar en otra cosa que no fuera Maximilian.
Me invadió una terrible desolación. Habían transcurrido nueve años desde que nos conocimos. ¿Qué lugar ocupaba ahora yo en su vida?
Pero tenía que verle. Acaso ya no significara nada para él, pero debía verle. Debía averiguar lo que había ocurrido en aquellos seis días de mi vida.
¿Qué pasos hay que dar para ver a un príncipe? Desde luego que no podía presentarme en el Schloss directamente y preguntar por su persona. Habría que pedir audiencia. Mi vida estaba tomando a partir de entonces un nuevo sesgo de dramatismo fantástico.
Frau Graben llamó a la puerta.
—¡Ah, está descansando! ¡Eso es bueno! Mire, le he traído un vino especial mío para que lo pruebe.
—Es usted muy buena.
—¡Bah, no diga tonterías! —dijo, y se echó a reír como si recordara algo divertido—. Le vendrá bien, ya lo verá. Lo he fabricado yo misma con diente de león y un toque de endrina, pero no quiero revelar mis secretos, ni siquiera a usted, querida miss Trant. El pobre Fritzi está muy preocupado con usted. Se conoce que se ha ganado usted su corazón. Y eso que Fritzi no es persona que entregue su afecto así como así. Créame que me ha dado un buen susto.
Bebí unos sorbos. Aquel brebaje me provocaba ardor en la garganta.
—Dicen que llega hasta lo más profundo del corazón. ¿No es así? ¿Qué tal se siente ahora? Dígame, ¿qué le parece nuestro príncipe?
—Muy guapo…
—Creo que Fredi era el más guapo de los dos pero el pequeño Maxi tenía un encanto especial.
—¿Le llamaban Maxi?
—Se llama Carl Ludwig Maximilian, como su padre y como el pequeño. Cuando llegan al poder todos se hacen llamar Carl, aunque tienen sus propios nombres particulares de familia. Al pequeño le llaman Carl en familia y en público, como su abuelo. Me ha gustado ver a Maxi. Tenía buen aspecto después de su viaje a Berlín. Estoy segura de que ha venido encantado. Dicen que las muchachas de Berlín son muy distinguidas.
—¿Se fue a Berlín a ver muchachas?
Soltó una carcajada.
—Eso también, por supuesto. Pero además, debía asistir a la conferencia. Ahora tendrá que efectuar una gira de visita por este país. Apuesto a que marchará dentro de poco. Se ha pasado una buena temporada lejos de nosotros. ¿Le gustó el desfile? No existe nada como la realeza para arrastrar a las multitudes. Claro que un joven príncipe es siempre un foco de atracción. Ya sabe usted, el Príncipe Encantador. A nuestras gentes les gustaría tener un duque joven y su padre ya no puede durar mucho. El año pasado estuvo gravemente enfermo y se salvó de milagro. Fredi es un escollo. No quiere que su primo acceda al título. —Meneó la cabeza—. Fredi llevó siempre el diablo en el cuerpo, como su primo.
Mientras hablaba me observaba con su mirada luminosa y jovial, aunque vigilante. Tenía ganas de pedirle que se marchara y me dejara estar a solas con mis pensamientos.
Se acercó a la ventana.
—En la torre está izada su bandera. Es azul y verde con un águila en la punta. Es para anunciar su presencia. También se ve el pabellón del duque.
Me levanté y me asomé. Se veían dos banderas, como me había indicado Frau Graben.
—Fredi también tiene bandera propia y la iza en lo alto de su Schloss. Es muy parecida a la de Maxi. Fredi hizo alterar ligeramente el diseño para que no se notara la diferencia entre ambos pabellones. ¡Qué travieso es!
Observé por unos momentos el ondear de las banderas.
—Ha venido a tiempo para la Noche de la Séptima Luna —observó Frau Graben.
Me pasé la noche en vela. A la mañana siguiente resolví volver a verle cuanto antes. Si le escribía, ¿llegaría la misiva a sus manos? Seguramente tendría secretarios que le filtrarían la correspondencia. También pensé en presentarme en palacio diciendo: «Tengo que ver al príncipe. Soy una antigua amiga suya».
No sería fácil. Había guardias a la entrada del Schloss y no me dejarían pasar. Podía consultar con Frau Graben. Si con Maximilian guardaba la misma relación de confianza que con el conde, podría aconsejarme certeramente. Pero no estaba dispuesta a revelar mi historia a nadie.
Recordé el trastorno que me causó el contárselo a Anthony. Y eso que nadie hubiera podido mostrarse más comprensivo que él, que lo fue en demasía.
Antes de desayunar Frau Graben pasó por mi cuarto para saber cómo me encontraba. Me sugirió que me tomara un día de vacaciones. «Váyase con los niños al bosque. Le vendrá bien».
—¿Se puede visitar a la familia? —le espeté.
Me miró con desconcierto.
—Quiero decir si reciben…
—Se pasan la vida recibiendo gente.
—Quiero decir de forma espontánea. Si la gente les llama y…
—¡Llamarles! Pues no exactamente. Hay que esperar a que le inviten a uno a palacio, ¿no?
—Comprendo. Y me figuro que habrá secretarios y demás personal para protegerles.
—Pero vamos a ver, la gente que quiere visitar a la reina de Inglaterra, ¿se presenta sin más?
Le respondí que había que concertar previamente la visita.
Se acercó a la ventana.
—Han arriado la bandera del príncipe. Esto quiere decir que ha salido de viaje. Ya no le podré ver hasta que regrese. Quisiera tener con él una larga charla. Él ya sabe que tengo ganas de verle cuando viene de pasar una temporada fuera.
Me sentí frustrada. A punto estuve de contarle a Frau Graben que tenía proyectado ver al príncipe para tratar con él un asunto de la mayor importancia para mí. Pero comprendí que era más prudente guardar silencio. En cualquier caso no podría adelantar nada hasta su regreso. Acaso en los próximos días diera con la solución.
Así que continué con mi impaciencia y mis tristes cábalas, sólo alteradas por alguna racha de alegría que hacía imprevisibles mis reacciones. Fluctuaba entre la desesperación y la esperanza más desenfrenada e insensata.
* * *
Los niños, excitados ante la proximidad de la Noche de la Séptima Luna, me señalaban con el dedo nuestro satélite cuando éste no era más que una delgada franja semicircular que parecía suspendida encima del palacio ducal. Cuando fuera visible en su totalidad habría llegado la gran noche.
En los jardines de palacio se daría una exhibición de fuegos artificiales, que podrían verse desde el pueblo. Frau Graben nos aconsejó que nos instaláramos en la alcoba del torreón para verlos mejor.
—Los niños querrán bajar al pueblo —me dijo—. Pero no voy a permitírselo. En cuanto a usted, miss Trant, le recomiendo muy seriamente que se quede. No quisiera enterarme de que ha bajado usted allí. Esa noche la gente parece enloquecida. No sé si se percata.
—Sí, me hago cargo.
—Esa noche, aun los cristianos más cabales y decentes se comportan como unos bárbaros. Dicen que sucede algo raro cuando la luna está en su apogeo. Retrocedemos a los tiempos anteriores a la venida de Cristo. Entonces existía aquí otra religión, y éste es el país de Loke… el país del mal. Confieso que ya va siendo hora de que prohíban esa celebración. El duque ya lo intentó en una ocasión, pero el pueblo se resistió a obedecer. A pesar de la prohibición, todo el mundo salió a la calle con máscaras y disfraces. Muchas jóvenes arruinan su vida en la Noche de la Séptima Luna.
—Con mucho gusto presenciaré el espectáculo desde la alcoba del torreón —le contesté.
Sonrió aprobatoria.
—Estaré más tranquila si sé que está usted entre nosotros.
* * *
A lo largo del día la tensión fue en aumento. La tarde anterior había regresado el príncipe. Antes de acostarme vi ondear su bandera en lo alto del torreón.
No alcanzaba a explicar mis sentimientos, que fluctuaban entre la desesperación y el júbilo, entre la frustración y la esperanza. Un solo pensamiento ocupaba mi mente: debía verle cuanto antes.
Por la tarde Frau Graben, los niños y yo bajamos al pueblo a observar los preparativos. De las ventanas de las casas colgaban multitud de banderas y las macetas estaban repletas de flores. Algunas tiendas habían engalanado los escaparates. Hacía un sol abrasador; todos reían y bromeaban pensando en la noche que se avecinaba.
—Esta noche quiero venir a ver el baile —declaró Dagobert.
—Te quedarás en casa a ver los fuegos artificiales —le replicó Frau Graben con energía.
—Yo también quiero venir —terció Liesel, que secundaba en todo a Dagobert.
—¡Vamos, vamos! —zanjó Frau Graben sonriendo—. Los fuegos artificiales van a ser fantásticos.
—Pues pienso salir, y me pondré la máscara y montaré a caballo —exclamó Dagobert.
—Eso lo harás en sueños, muchacho —le contestó Frau Graben—. A ver, ¿quién quiere ir a La casa del Príncipe a comer bollos salados? —Dijo, dándome un codazo—. Suena bien, ¿verdad? Me refiero a la posada, claro, no al palacio.
Se rió entre dientes de su propio chiste, mientras yo tomaba la decisión de bajar al pueblo al día siguiente, cuando los niños estuvieran en clase con el pastor, y, llegando a palacio, les diría a los guardias que anunciaran al príncipe la visita de Helena Trant. Si no podía verle, sabría al menos la manera más fácil de lograr la entrevista.
Mientras los niños discutían acerca de los bollos salados, Frau Graben propuso que regresáramos. No tardaría en llegar el gentío y nos exponíamos a quedar atrapados.
Llegó la noche. Yo pensaba sin cesar en el largo día que acababa de vivir, acariciaba la idea de regresar al pueblo —otro pueblo, ciertamente, aunque aquella tarde me impresionara la semejanza entre ambos—, de perder de vista a Ilse y sumergirme de nuevo en la fantasía.
Se autorizó a los niños para que se acostaran algo más tarde que de costumbre y poder ver los cohetes. «Con tal de que cuando terminen, os vayáis a la cama sin protestar», advirtió Frau Graben.
Al anochecer subimos todos a la alcoba del torreón, los niños, Frau Graben y yo. A ambos lados de la chimenea colgaban sendas bujías y sobre la mesa encerada ardía un pequeño candelabro. El efecto era fascinante.
Nos acomodamos junto a la ventana y en seguida comenzaron los fuegos.
La demostración se celebraba en los terrenos del palacio ducal, que constituían un lugar estratégico, visible desde todas partes. Los niños chillaron de entusiasmo al aparecer las primeras tracas en el cielo, y, al terminar el espectáculo, refunfuñaron desilusionados, pero Frau Graben se los llevó sin miramientos. En el momento de marcharse, me susurró al oído:
—Quédese aquí. Luego nos veremos. Quiero enseñarle algo.
Así que no me moví. Me puse a examinar la estancia, recordando a la desdichada mujer que se había arrojado por aquella ventana y cuyo espíritu seguía rondando la alcoba. A la luz de las velas tenía un aspecto fantasmagórico. Cuál no sería su desconsuelo, pensé, para tomar semejante decisión… En aquellos momentos sus sentimientos se perfilaban nítidamente en mi imaginación.
Sentía deseos de volver a mi confortable habitación del piso de abajo; aquí me sentía remota y aislada del resto del castillo, aunque sólo unos peldaños me separaran de él.
Me di la vuelta y me senté junto a la mesa. Unos pasos estaban subiendo la escalera de caracol, dos clases de pasos distintos. El corazón empezó a latirme con fuerza, sin que pudiera adivinar la causa exacta. Tenía la sensación de que algo tremendo iba a sucederme. Frau Graben estaba con los niños y no había tenido tiempo de acostarlos. En la fortaleza no había más que dos doncellas, y ellas no podían ser, pues los pasos sonaban firmes.
Se abrió la puerta y apareció Frau Graben, sonriente, el cabello ligeramente en desorden y las mejillas ruborosas.
—Aquí está —dijo, señalándome.
Y en aquel momento vi a Maximilian.
Permanecí inmóvil, tanteando la mesa con las manos en busca de apoyo. El príncipe entró y me miró con incredulidad. Al fin dijo:
—¡Lenchen! No puede ser. ¡Lenchen!
Me adelanté un trecho. Me cogió en sus brazos. Me abracé a él y sentí sus labios en mi frente y en mis mejillas.
—Lenchen… —repitió—. ¡Lenchen! No puede ser…
Frau Graben rió entre dientes.
—Ahí la tienes. No podía permitir que mi pequeño Relámpago siguiera sufriendo así…
Su risa se oía distante en medio de nuestra mutua sorpresa. Luego se cerró la puerta y quedamos solos.
—¿Estaré soñando? —empecé.
Tomó mi cabeza entre sus manos; sus dedos me acariciaban siguiendo el perfil de mi rostro.
—¿Dónde has estado todo este tiempo, Lenchen…?
—Pensé que no volvería a verte nunca más.
—Te creía muerta. Como estabas en el pabellón…
—Cuando regresé, el pabellón de caza había desaparecido. ¿Adónde fuiste? ¿Por qué no me fuiste a buscar?
—Estoy asustado, como si de un momento a otro fueras a desaparecer. ¡He soñado contigo tantas veces! Me desperté, pero mis brazos estaban vacíos y te habías ido… Me dijeron que habías muerto. Como sabía que estabas en el pabellón el día del atentado…
Meneé la cabeza. Sólo deseaba, por el momento, seguir abrazada a él. Luego hablaríamos.
—Ahora sólo sé pensar en una cosa: que estás a mi lado…
—Estamos juntos. Estás viva, Lenchen querida… estás viva y a mi lado. No me dejes más…
—¿Conque he sido yo quien te ha dejado…?
Y me eché a reír como nunca lo hiciera en años… con una risa abandonada y alegre… estaba enamorada de la vida.
En aquel momento no existía para nosotros nada más que el júbilo por aquel feliz encuentro. Estábamos juntos, sus brazos me rodeaban, sus labios besaban los míos… nuestros cuerpos se buscaban. Se agolparon en mi memoria centenares de recuerdos; recuerdos que nunca me habían abandonado, salvo que antes no me atrevía a evocar aquella dicha maravillosa, pues la idea de que se había marchado y la sospecha de que Max nunca había existido se me hacían insoportables.
Pero había un misterio entre nosotros.
—¿Dónde has estado? —quiso saber.
—¿Qué pasó la Noche de la Séptima Luna? —le repliqué.
Nos sentamos juntos en el sofá. Llegaba hasta nosotros el olor acre de las fogatas a través de la ventana abierta; a lo lejos, en el pueblo, se percibía el griterío de la muchedumbre.
—Empecemos por el principio —dije—. Quiero saberlo todo. ¿Te imaginas lo que significa creer que se han desvanecido seis días de tu vida, tres de ellos los más dichosos que hayas vivido? ¡Oh, Maximilian…! ¿Qué nos pasó? Empieza desde el principio. Nos encontramos entre la niebla. Me llevaste a tu pabellón de caza y allí me pasé una noche. Quisiste entrar en mi alcoba, pero la puerta estaba cerrada y Hildegarde me vigilaba. Eso es verdad y lo recuerdo. Luego está la segunda parte. Mi prima Ilse y su marido Ernst fueron a Oxford y me trajeron al Lokenwald.
—No era tu prima, Lenchen. Ernst formaba parte del personal a mi servicio. Era embajador en la corte de Klarenbock, la patria de la princesa.
—Ésa que dicen que es tu esposa. ¿Cómo es posible? Tu esposa soy yo.
—Lenchen querida —exclamó con pasión—. Mi esposa eres tú y nadie más que tú.
—Nos casamos, ¿no es cierto? Es verdad, tiene que ser verdad.
Me cogió ambas manos y me miró gravemente.
—Sí —dijo—, es verdad. Quienes me conocían se figuraban que estaba reanudando las prácticas de mis antepasados, que todavía se estilan en la actualidad, por desgracia. Pero en nuestro caso no fue así, Lenchen. Nuestro matrimonio era auténtico. Tú eres mi esposa legítima y yo soy tu marido.
—Sabía que así era. Otra cosa no me la hubiera creído. Pero cuéntame, querido esposo, cuéntamelo todo.
—Viniste conmigo al pabellón. Por la mañana Hildegarde te acompañó de regreso al Damenstift y así terminó nuestra pequeña aventura, o al menos yo lo creí así. Las cosas no salieron como yo me había figurado, pues me di cuenta de que eras aún muy joven, una colegiala. Pero aquel encuentro me afectó mucho: despertaste en mí unos sentimientos que nunca había experimentado. Y luego que te fuiste seguí pensando en ti y me propuse volver a verte. Intenta comprender cómo han ido las cosas. Acaso nunca me haya visto claramente rechazado, y te convertiste en una obsesión para mí. Fui a ver a Ernst y le hablé de ti. Él era hombre de edad, tenía mucho mundo, y apostó que si nuestras relaciones hubieran progresado, te habría olvidado al cabo de unas semanas, como en muchos casos anteriores. Trazamos juntos un plan para concertar una nueva cita contigo en el pabellón…
—Y entonces, Ilse…
—Se casó con Ernst cuando éste estaba de embajador en Klarenbock. Era hermana de la princesa, pero hermana natural y aquel matrimonio era provechoso para ella. Ernst estaba enfermo y necesitaba asistencia médica. Creyó oportuno irse a visitar con algún médico de Londres. Me aseguró que Ilse y él regresarían contigo. Así que se dirigieron a Oxford, se inventaron la historia esa del parentesco de Ilse con tu madre y te trajeron aquí.
—¡Una conspiración! —exclamé.
—Y no muy original, desde luego —asintió Maximilian.
—Pues yo no caí en la cuenta en ningún momento.
—Era lógico. La coartada era verosímil si consideras que tu madre era oriunda de aquí. Éste es el eje central del caso. Estos bosques y montañas tú los llevabas en la sangre. Me percaté de ello desde el primer momento en que te vi. Era algo que nos unía. No le fue difícil a Ilse fingir aquel parentesco. Sabía contar infinidad de anécdotas de la vida doméstica que decía haber compartido con tu madre. La vida diaria en hogares como el de tu madre es bastante igual en todas partes. El primer acto fue fácil de representar. Y por fin llegó la Noche de la Séptima Luna…
—Cuando llegaste a la plaza del pueblo tú me estabas esperando. Al verte Ilse, no le quedaba otra misión que desaparecer…
—Yo estaba allí. Mi intención era llevarte conmigo al pabellón y estarnos allí hasta que uno de nosotros deseara marcharse. Incluso acaricié la idea de que te quedaras a mi lado definitivamente. Confiaba en que así fuera si todo marchaba bien.
—Pero las cosas pasaron de otro modo.
—En efecto. Nunca me había ocurrido algo semejante. En cuanto te vi comprendí que todo sería distinto. Nada me importaba. Sabía que, ocurriera después lo que ocurriera, estábamos destinados el uno para el otro, y que me expondría a cualquier adversidad antes que perderte. Los obstáculos serían enormes, lo sabía, debido a mi posición. Pero me daba lo mismo. Sólo una cosa me importaba, iba a hacerte mi esposa.
—¡Y así fue! Ilse, Ernst y el doctor me engañaron… Me dijeron… algo vergonzoso… que un criminal me llevó al bosque por la fuerza y que regresé a casa en un estado desastroso. Me pusieron bajo tratamiento a base de calmantes para que no perdiera la razón…
—Pero ellos sabían la verdad.
—Entonces… ¿por qué? ¡Oh, Señor… por qué!
—Porque temían las consecuencias de mi acción. Pero ¿por qué? Como el resto de mis servidores, ellos creían que el nuestro había sido un matrimonio ficticio. No les cabía en la mente otra posibilidad. ¿Cómo iba a casarme yo, siendo heredero de mi padre, sino por razones de Estado? Pero me casé contigo, Lenchen, y lo hice porque te quería tanto que no podía pensar en otra posibilidad. No podía engañarte, amor mío. ¿Cómo iba a engañar a mi único amor auténtico? Yo ya sabía, y ellos también, que mi primo engañó una vez a una muchacha haciéndola creer que la tomaba por esposa, y el hombre que ofició la ceremonia era un falso sacerdote, y el matrimonio fue nulo, una mera parodia. Por eso creyeron que lo nuestro era lo mismo. Pero, Lenchen, yo te quería, no podía hacer eso…
—¡Soy tan dichosa! —exclamé—. Pero ¿por qué no me revelaste quién eras?
—No podía descubrir mi secreto, ni aun a ti misma, antes de tomar las medidas oportunas. Tenía que hablar a solas con mi padre, pues sabía que iba a chocar con grandes obstáculos. Llevaba tiempo apremiándome para que me casara por razones de Estado. No era el mejor momento para informarle de que acababa de contraer matrimonio sin recabar su opinión ni la de su consejo privado. Este ducado vivía momentos agitados. Mi tío Ludwig aguardaba la ocasión de derrocar a mi padre y podía alegar lo que él llamaba una mésalliance para destronarle y nombrar heredero a mi primo. De momento no podía darle la noticia a mi padre… y cuando se presentó la ocasión, te daba ya por muerta.
—Yo también he de contarte lo que ocurrió, pues veo que no estás enterado. Ilse y Ernst vinieron a buscarme al pabellón de caza y me dijeron que te habías marchado.
—Luego me contaron que tú estabas allí cuando la explosión.
—Vamos a reconstruir los hechos paso a paso. ¡Es todo tan increíble! Después de marcharte tú, Ilse y Ernst me llevaron hasta la casa que tenían alquilada en el pueblo. A la mañana siguiente desperté aturdida y me explicaron que llevaba seis días en estado inconsciente después de sufrir un asalto criminal en el bosque.
—¡No puede ser!
—Eso es lo que me contaron. Allí había un médico, y me explicó que me había tratado con sedantes para evitar que perdiera la razón, y que los días que creí haber pasado contigo los había pasado postrada en la cama.
—Pero ¿cómo esperaban que fueras a creértelo?
—Y es que no me lo creí, pero ellos tenían al médico delante, que atestiguaba lo contrario. Y cuando volví al pabellón de caza, éste ya no existía.
—Volaron el pabellón el mismo día que me marché. Hildegarde y Hans habían bajado al pueblo de compras. La explosión se produjo cuando estaban ausentes. Me figuré que se trataba de un complot contra mi vida. No era aquél el primer atentado, y el responsable de todos ellos era el tío Ludwig. No es la primera vez que mis familiares o yo salvamos la vida por milagro. Ernst vino a darme la noticia y me comunicó que tú estabas en el pabellón en el momento de su voladura.
—Volví a él y me encontré con un montón de ruinas. Se limitaron a destruirlo. ¡Ya ves cómo me engañaron!
—¡Pobrecita Lenchen! ¡Cuánto habrás sufrido! A veces habrás pensado que más te valía no haberme conocido nunca.
—¡No, no! —Repliqué con energía—. Nunca pensé eso… ni en los momentos más negros y desesperados.
Me cogió las manos y me las besó.
—¡Así que me quedé con ellos…! Cuidaron de mí y cuando nació mi hija…
—¡Tu hija!
—Sí, tuvimos una hija que murió al nacer. Nunca sufrí tanto como cuando recibí la noticia. Por lo menos la tendré a ella, pensaba, y buscaré empleo en el Damenstift… Y ya empezaba a hacer proyectos para nuestro futuro.
—Así que tuvimos una hija… —repitió—. ¡Oh, Lenchen mi pobre y dulce Lenchen! ¿Por qué, por qué hicieron eso Ilse y Ernst? Quiero averiguarlo.
—¿Dónde se encuentran ahora?
—Ernst falleció. Ya sabes que estaba enfermo… muy enfermo. Ilse regresó a Klarenbock. Oí decir que se volvió a casar. Pero ¿por qué tuvieron que decirme que habías muerto? ¿Qué motivo tenían? He de encontrar a Ilse. Quiero que me diga toda la verdad. Mandaré a alguien a buscarla a Klarenbock. Quiero oír de sus labios lo que esto significa.
—Alguna razón habrá tenido.
—Lo averiguaremos.
Se volvió hacia mí. Me acarició el cabello y el rostro como si quisiera asegurarse de mi presencia.
Era tan dichosa de estar a su lado que no quería pensar en nada, sino en el hecho maravilloso de que estábamos otra vez juntos. Me hallaba aturdida. Seguía andando a tientas en la oscuridad pero Maximilian estaba a mi lado y ello bastaba por el momento. Ahora ya sabía la verdad de lo ocurrido en la Noche de la Séptima Luna. Había recuperado aquellos seis días de mi vida: y me pertenecían, aunque me hubieran engañado arbitrariamente.
¿Qué móviles impulsaron a Ilse, Ernst y el doctor a montar la farsa? ¿Qué les llevó a engañarme de una forma tan perfecta hasta hacerme dudar de mi propia razón y persuadirme de que los hechos se desarrollaron según su propia versión?
¿Por qué…?
Pero ahí estaba Maximilian, y, tal como venía sucediéndome desde tiempo atrás, no podía pensar sino en él. Y mientras la luna bañaba con su luz la alcoba del torreón, me sentía feliz como nunca lo estuviera desde mi luna de miel.
* * *
Llamaron suavemente a la puerta y entró Frau Graben portando una bandeja con una minúscula vela encendida, una botella de vino y vasos y una fuente provista de sus pasteles favoritos.
—Os he traído algo de comida. Creo que tendréis hambre —dijo con el rostro iluminado por el gozo—. ¿Qué tal, señorito Relámpago? No me dirás que no eres el favorito de la vieja Frau Graben…
—Nunca he dicho tal cosa.
Depositó la bandeja sobre la mesa y dijo:
—Yo ya sabía lo impaciente que estaba él por verla, miss Trant. Desde entonces ya no volvió a ser el mismo. ¡Tan alegre que era…! Era la única persona alegre de la familia… siempre andaba haciendo travesuras, riéndose, gastando bromas… y luego cambió bruscamente. Habrá alguna mujer de por medio, pensé. Hasta que un día la pobre Hildegarde Lichen me lo contó todo. Se confió conmigo. Habíamos trabajado juntas de niñeras, ella estaba a mis órdenes. Con los chicos era muy mal pensada, especialmente con Relámpago. Y me lo contó todo, desde la llegada de la jovencita inglesa al pabellón de caza. También me dijo que Maxi nunca volvió a ser el de antes. Era una historia tan romántica… y con aquel final trágico de la explosión, para dar a entender que miss Trant había muerto allí…
—¿Hildegarde le contó eso? —Bramó Maximilian—. ¿Por qué no me lo dijiste? Di, ¿por qué?
—Hildegarde insistió en que se trataba de un secreto. Me lo dijo cuando murió. Y añadió: «No se lo digas a nadie a menos que sea preciso para la felicidad de Maxi. Vale más que crea que ella ha desaparecido».
—Siempre fuiste una vieja intrigante —dijo Maximilian—. Pero ¿cómo te atreviste a ocultármelo todo?
—No me vayas a reñir ahora. Te la he traído, ¿no? Lo pensé todo yo. Fui a verla a la librería y me hice pasar por una turista que revolvía libros. Todo quedó muy natural. No paraba de pensar: «¡Qué sorpresa que le voy a dar al señorito Relámpago!». Y ha resultado ser cierto. ¿Me dejáis tomar un vaso de vino con vosotros?
No esperó a que la invitáramos. Sirvió tres vasos y se sentó. Se puso a beber y a mordisquear una de sus tartas.
Luego habló de lo preocupada que se sintió Hildegarde por lo ocurrido en el pabellón de caza. Ella, Frau Graben, hizo que Hildegarde le contara todo lo que sabía, y ésta sabía un rato largo. Se había interesado por cualquier detalle relativo a la vida del príncipe, tanto más que la propia Frau Graben. Mantuvo los ojos bien abiertos. Se enteró de que aquella jovencita era alumna del Damenstift la primera vez que acudió al pabellón, y de que había regresado de Inglaterra de la mano de Ilse y Ernst, sabía que su padre poseía una librería en Oxford… Asimismo sabía su nombre.
—Tomé nota de todo —prosiguió Frau Graben—. Quería saber de lo que eran capaces mis muchachos y éste no era un asunto corriente. Hildegarde vio desde el principio que se trataba de un caso aparte, o al menos así me lo dijo. Por eso estaba tan alterada. No le hacía ninguna gracia, y menos aún le gustó la ceremonia matrimonial. Dijo que aquello no era justo, que la muchacha era demasiado inocente y creía de buena fe que el matrimonio era válido.
—Y así era, efectivamente.
Frau Graben le miró con asombro. Luego se volvió hacia mí.
—Mein Gott! ¡No es cierto! Ésa es otra de tus bromas, señorito Relámpago. Mira que te conozco bien…
—Querida Graben —declaró solemnemente—: Te juro que hace nueve años contraje matrimonio con Lenchen en el pabellón de caza.
Frau Graben meneó la cabeza y crispó los labios. Ella me había traído a Klocksburg y me presentó al príncipe, porque era amiga de provocar situaciones dramáticas. ¡Y encima resultaba que estábamos casados con todas las de la ley! Me imaginé el placer que le causaba pensar en las posibilidades que planteaba el caso; y por primera vez desde la entrada de Maximilian en la alcoba me di clara cuenta de la embarazosa situación en que andábamos metidos. Hasta entonces no había tenido tiempo sino de pensar en el hecho de que Maximilian se hallaba nuevamente a mi lado. Mi razón se había impuesto: fui víctima de una conspiración perversa pero mi mente no estaba trastornada. No había hecho cábala alguna: sencillamente, acababa de hallar a mi marido.
—¿Es cierto, pues? —musitó Frau Graben.
—Es cierto —contestó Maximilian.
—Y miss Trant es tu esposa.
—Así es, Graben.
—¿Y la princesa Wilhelmina?
El rostro de Max se ensombreció. Me pareció que se había olvidado de su existencia hasta entonces.
—No puede ser mi esposa desde el momento que llevo nueve años casado con Lenchen.
—Mein Gott! —volvió a exclamar Frau Graben—. Todo el país temblará. ¿Qué has hecho, Maxi? ¿Qué va a ser de nosotros ahora? —Rió entre dientes con cierto regocijo—. Pero no os importa, ¿verdad? Estáis confusos. No podéis ver más allá de vosotros dos. ¡Oh, Maxi! Tú la quieres, ¿verdad? ¡Cuánto me alegra veros juntos! No olvides que yo fui quien la encontró y la trajo hasta aquí.
—Vieja entrometida, nunca olvidaré lo que has hecho por mí —dijo Maximilian.
—Mañana —dijo Frau Graben, con mirada maliciosa— será el día de poner manos a la obra. —Se echó a reír—. Hoy es la Noche de la Séptima Luna. No debemos olvidarlo. Vais a estarme muy agradecidos los dos… Y pensar en todos estos años… ¡parece mentira! Y vosotros suspirando el uno por el otro. Recuerdo que le pedí a Hildegarde que me describiera aquella alcoba del pabellón, y me refirió hasta el último detalle, pues la conocía al dedillo. Así que me dije a mí misma: «Vas a montarles una alcoba idéntica. Haremos que los amantes vuelvan a estar juntos». La cámara nupcial os está esperando, jovencitos. No podréis decir que la vieja Graben no cuida de vosotros.
—Tú me trajiste a Lenchen y te guardaré gratitud mientras viva. Pero ahora quisiéramos estar solos.
—Por supuesto, en seguida me voy. Yo misma he preparado la cámara nupcial. —Hizo una mueca y se fue de puntillas hacia la puerta, volviendo la vista para dar a entender sus pocas ganas de marcharse—. Usted y yo, miss Trant, hicimos buenas migas en menos que canta un gallo, ¿verdad? Ya charlaremos…
Se cerró la puerta y nos fundimos en un abrazo. Ambos recordábamos los días que vivimos juntos y la intensidad de nuestro deseo era irresistible.
—Mañana hablaremos —dijo—. Empezaremos a hacer planes. Hay que considerar las cosas con detenimiento. De una cosa estoy seguro, y es que nadie volverá a separarnos, pase lo que pase. Pero eso queda para mañana…
Abrió la puerta. Frau Graben estaba aguardando fuera, con una palmatoria en la mano. La seguimos escaleras abajo hasta que abrió la puerta de una alcoba. La luz de la luna iluminaba el lecho de columnas. Aquélla era una réplica exacta de la estancia que ocupamos cuando nuestra luna de miel.
Y ahora, al cabo de nueve largos y enojosos años, volvíamos a estar juntos.
La luna lucía espléndida en el cielo y me sentía dichosa como nunca creí volver a serlo.
* * *
Nos despertamos con las primeras luces del día. Ambos experimentábamos la misma sensación. Temíamos que llegara el nuevo día por los problemas que iba a acarrearnos. No me quitaba de la mente la imagen fría y altanera de la mujer que creía ser su esposa.
Pero, a pesar de nuestros deseos, la noche mágica había concluido y nos hallábamos en un nuevo día.
—Lenchen —dijo Maximilian—, tendré que regresar al palacio de mi padre.
—¡Ya lo sé!
—¡Pero esta noche volveré!
Asentí.
—Si no me hubiera dejado convencer para que me casara con Wilhelmina, todo sería mucho más fácil. Tendré que hablar con ella. —Frunció el entrecejo—. Nunca lo comprenderá.
—Puedes demostrarle la verdad.
—Guardo la partida matrimonial, ¿recuerdas? Sacaron una copia para mí y otra para ti. Puedo hacer declarar al sacerdote.
—Mi copia me la quitaron.
—No será fácil, Lenchen. Además, mi padre está muy enfermo. No creo que dure mucho y esta noticia podría acelerar su muerte.
—Ya veo el escándalo que esto te va a suponer. ¡Ojalá hubieras sido abogado, médico, o un sencillo leñador que vive en su cabaña! ¡Qué feliz sería!
—¡Qué afortunadas son esas gentes! A ellos nadie les anda vigilando a cada paso. Sus actos nunca serán la chispa que encienda la hoguera de un gran conflicto. Estamos viviendo una de las épocas más negras de nuestra historia. La dinastía de Klarenbock se sentirá afrentada. Podríamos llegar a la guerra… y eso en unos momentos en que los franceses están amenazando con atacar a Prusia, lo que supondría la movilización de todos los Estados alemanes. He de tomarme un tiempo para reflexionar. Sólo de una cosa estoy seguro, Lenchen: te quiero. Has vuelto a mí y nada ni nadie nos separará.
—Y yo seré dichosa mientras te oiga decir esto, mientras pueda estar a tu lado.
—Tengo que aclarar las cosas lo antes posible, querida. No soporto esta incertidumbre. Ocurra lo que ocurra permaneceremos juntos… sin el menor secreto. Pero tengo que marcharme, me van a echar de menos…
Le acompañé afuera y le vi partir a lomos de su caballo.
Cuando subía hacia la cámara nupcial oí unos pasos a mis espaldas. Era Frau Graben, que se había puesto rulos en el cabello y llevaba un gorro de dormir. Los ojos le centelleaban y sonreía de regocijo para sus adentros pensando en nosotros y en ella misma. Tuve la sensación fugaz de que siempre había vivido por delegación a través de sus pupilos. Debía experimentar uno de los momentos más emocionantes de su vida.
—Así que se ha marchado ya.
Me acompañó hasta la habitación. Me senté en la cama y ella se acomodó en un sillón.
—Ahora vuelve a ser dichoso como no lo ha sido en nueve años. Usted, miss Trant, tiene una gran responsabilidad. En fin, no es éste el mejor momento de recordárselo, pero lo hago pensando en los viejos tiempos y en tanto en cuanto no le han reconocido a usted su título. Como le decía, tiene usted una responsabilidad enorme, la de hacerle feliz. —Se echó a reír y exclamó—: Jamás le había visto tan encantado de la vida! ¡Es algo increíble!
—Y usted sabía quién era yo desde el primer momento.
Una íntima sensación de alborozo la embargaba.
—Reconocerá que lo he hecho bien. Cuando entré en la librería le pedí que me despachara «un libro de lectura… o algo que me sirva de ayuda para entender la lengua». Y usted no sospechó ni tanto así. ¡Y qué susto se llevó cuando temió que me marchara sin repetirle mi oferta!
—Sí, desde luego —asentí.
—Y al venir usted aquí, estaba yo firmemente decidida a no darle confianzas. ¡Y Maxi estaba en Berlín! No podía esperar a su regreso. ¡Las cosas han salido mucho mejor de lo que calculaba! Hildegarde creía que no existía matrimonio y que todo sería más fácil así. Eso es algo que la gente puede comprender en seguida. ¡Pero que fuera usted la legítima esposa del heredero de la corona! ¡Y que Maxi estuviera casado por razones políticas con la princesa del poderoso Estado de Klarenbock, con el valor que tiene una alianza así…! —Se echó a reír y me observó—. Pero usted no tiene ganas de pensar en lo que puede ocurrir. Sólo sabe pensar en él y en que pronto estará a su lado. Pero habrá que dejar las cuentas claras. ¡Qué persona más extraordinaria nuestro pequeño Relámpago! Todavía andan comparándole con su tatarabuelo Maximilian Carl. Fue un gran duque y también un gran amante. Aquí es un nombre legendario. Cuando Maxi salía a cabalgar por el bosque o a practicar el tiro con arco o escopeta en el patio de palacio, yo solía decirle a Hildegarde: «Mira, Hildegarde, es la viva estampa de Maximilian Carl. Un personaje de leyenda». Y como tal le tendrán: el duque que se casó con una colegiala que encontró en el bosque. ¡Vaya historia! Y eso que aún no ha terminado. —Encogió los hombros con expresión regocijada—. Tenemos que esperar. ¿Qué va a ocurrir ahora? —Se le iluminó la mirada—. Ya lo veremos… cuando llegue el momento. Aunque todo esto va a costar de desenredar…
Los enredos estimulaban su fantasía. Nunca la había visto tan agitada como aquella noche.
—No va a dormir más, ¿verdad? Él tampoco, ni yo. En fin, ahora ya es de día. Algunos servidores de palacio le verán regresar. «Al parecer Su Alteza se ha pasado la noche fuera, —comentarán. Entonces se echarán a reír y, dándose de codazos, exclamarán—: Ahí tienes a otro Maximilian Carl». Lo que no sabrán es que ha pasado la noche con su mujer.
Traté de hablar con serenidad.
—Hay que esperar. Maximilian ya sabrá qué es lo que más conviene.
—Podría mantenerse en secreto. Usted viviría aquí o en algún castillo y él la vendría a visitar. Muy romántico. Nadie sabría que usted era la duquesa legítima… como así ocurrirá en breve. El duque está cada vez más débil y dentro de poco Maxi ocupará su lugar. ¿Qué pasará entonces con usted y Wilhelmina?
—Habrá que verlo. De momento lo mejor es que me vaya a dormir un par de horas.
Frau Graben recogió la insinuación y salió de la estancia.
No pude conciliar el sueño. Permanecí en vela pensando en aquella noche maravillosa que acababa de pasar y en el incierto futuro.
* * *
Acababa de levantarme cuando Frau Graben llamó a la puerta. Se había quitado los rulos y llevaba el pelo rizado. Sus mejillas estaban sonrosadas y su expresión era tan vivaz como de costumbre.
—No creí que pudiera usted dormir mucho —comentó con una risita—. Le traigo un mensaje de él. ¡A fe mía que está impaciente! Siempre está así cuando desea algo con verdadera pasión.
Me pasó la nota como si yo fuera una chiquilla y ella una niñera benévola que me ofreciera un trato de favor.
Se la arrebaté ansiosamente de las manos.
—Léalo —me dijo de forma totalmente innecesaria. Me constaba que ella lo había leído antes.
Querida Lenchen:
Estaré a las once en el bosque, en el primer recodo viniendo de Klocksburg, junto al río.
M.
Aquello parecía un decreto. Supuse, con indulgencia, que estaría acostumbrado al mando.
—Tiene dos horas —me dijo sonriendo Frau Graben.
—¿Y la clase?
Frau Graben me dio una palmada.
—¡Bah, qué más da! El pastor se ocupará de darles clase de historia.
Y se echó a reír con aires de conspiradora.
Me molestaba tener que presentar disculpas, pero la idea de volver a verle me embriagaba.
Me vestí con esmero, pensando que iba a ser la primera vez que me veía a la luz del día en nueve años. Pero la perspectiva de verle me hacía sentir radiante de alegría.
Ensillé mi yegua y me puse en marcha. Le encontré aguardándome en el lugar convenido montado en un caballo blanco. Me sentí transportada en el tiempo a nueve años de distancia, cuando apareció por primera vez.
—Casi no has cambiado —le dije.
—Tú estás más atractiva.
—¿Lo dices en serio?
—La experiencia ha dejado huellas. Estás más excitante. ¡Hay tantas cosas que me quedan por descubrir! La jovencita del Damenstift era una promesa… ahora la promesa se ha cumplido.
Saltó de su caballo y me ayudó a desmontar. Nos fundimos en un abrazo intenso y me sentí tan dichosa que hubiera querido detener aquel instante para siempre: los aromas del bosque, el suave murmullo de la brisa entre los árboles, el mugido remoto de las vacas y el campanilleo de los cencerros…
—Ya nada podrá separarnos —dijo Max.
—¿Qué va a pasar ahora, Maximilian?
—Aún no lo sé. Hay muchos aspectos que considerar. He intentado trazar un plan, pero anoche no podía pensar más que en ti.
—A mí me pasaba lo mismo.
Amarramos las monturas y, estrechamente abrazados, nos echamos a andar por el bosque.
Su situación era la siguiente: me creyó muerta, pues había visto los restos calcinados del pabellón y oyó el relato de Ernst, sin dudar de su veracidad. Luego ya no se preocupó más por saber lo que había sucedido pero aborrecía la idea de casarse de nuevo. Su padre trató de persuadirle, implorándole y amenazándole con perder el ducado si se negaba a contraer matrimonio. Klarenbock había sido desde siempre un Estado rival de Rochenstein y más poderoso que el pequeño ducado.
El tratado firmado entre ambas partes, actualmente en vigor, contenía una cláusula matrimonial, que unos años atrás él mismo se había visto obligado a aceptar.
—Ésta es la historia, Lenchen. Si hubiera sabido…
—Y mientras yo estaba en Oxford cuidando de tía Caroline, tú pensabas en mí, suspirabas por mí, y yo por ti…
—De haber ido a buscarte a Inglaterra te habría encontrado, como así ocurrió con Frau Graben. ¿Por qué no lo hice? Nunca podré perdonármelo.
—Pero las cosas estaban muy claras para ti. Tú confiabas en Ernst y además viste con tus propios ojos el pabellón carbonizado. Y yo, ¿no podía haber hecho algo? De nada sirve acusarse a sí mismo… es inútil mirar atrás. Ahora puedo olvidarlo todo.
—El pasado nos lo echaremos a la espalda, Lenchen. Lo importante es lo que nos toca vivir ahora. Mi padre está muy débil y un conflicto con Klarenbock en los momentos actuales podría sernos fatal. Los franceses están decididos a llegar a la guerra contra Prusia, según tengo entendido. Si así ocurriera, todos los Estados alemanes quedarían involucrados. Dicen que Napoleón III tiene el mejor ejército de Europa y que está resuelto a emprender la conquista.
—¿Significa que si hay guerra tendrás que ir a luchar?
—Yo soy el jefe supremo de nuestro ejército. ¡Oh, Lenchen, no te asustes! Tal vez no haya guerra. Confiemos que no. Pero no podemos perder más tiempo, que ya llevamos demasiado de separación. De todos modos, creo que los franceses están decididos a ir a la guerra. Ya conoces a nuestras gentes: son alegres y amantes de los placeres. Pero los habitantes de Rochenstein no somos representantes genuinos de nuestra raza. Los prusianos, a las órdenes de Bismarck, se han convertido en un pueblo belicoso. Su lema es de por sí bastante explícito: «sangre y hierro». Si los franceses nos atacan nosotros nos defenderemos, y en círculos militares europeos opinan que la guerra es inminente. Hemos firmado un tratado con Prusia. Estuve una larga temporada en Berlín para ratificarlo… Pero no quiero cansarte con tanta política…
—Es una de tus preocupaciones y, por tanto, también mía.
—Cierto —declaró con solemnidad—. Ahora que hemos vuelto a reunirnos, tú vas a compartir mi vida y mis cargas. Discutiremos juntos los asuntos de Estado. Pero ahora hemos de empezar a trazar planes. Estoy anhelando que puedas estar a mi lado en todo momento y a la luz del día. Aunque me temo que ahora no es el momento más indicado para revelar lo nuestro. Esta mañana, a punto estuve de contárselo todo a mi padre, pero se le veía tan enfermo… tan débil… Le abruman las responsabilidades del Estado. Teme a Napoleón. Esta misma mañana, refiriéndose a Klarenbock, comentó que, desde mi boda con Wilhelmina, no había que temer conflictos con ese Estado. Sospecho que a mi padre no le queda mucho tiempo por vivir.
Comprendía el efecto que podía causar la noticia de nuestra unión en un anciano abrumado por el peso de su cargo. De momento me bastaba con saber que había recuperado a Maximilian.
—Esperemos un poco más —le sugerí—. Esto no puede decidirse en unos minutos. Aunque está la princesa…
—Un matrimonio de conveniencias no es tal matrimonio…
—¿Cómo se lo va a tomar?
—No estoy seguro. Con Wilhelmina nunca he visto las cosas claras. Fue una boda de conveniencias para ambos. No cabe duda de que cuando sepa que su matrimonio es falso se va a sentir… degradada. Nos veremos en un aprieto. Pero hay que arrostrar los hechos. Hemos de calcular al detalle cómo vamos a actuar.
—Causando el menor daño posible a todos los interesados —repliqué, asintiendo a sus palabras.
Ansiaba volver a su lado, para compartir nuestras vidas en todo momento, pero no me podía sentir feliz del todo, ni él tampoco, si por revelar la verdad íbamos a ocasionar la muerte de su padre, anciano y enfermo, y el descrédito de la princesa. Sentía también unos extraños celos por aquella orgullosa mujer que entreviera un instante y que pasaba por su esposa. Siendo mujer de sangre real, de carácter frío y altivo, no se me ocultaba cuáles serían sus sentimientos cuando le revelaran la verdad: que ella, la princesa, no era la esposa legítima del príncipe heredero. Habría que andar con pies de plomo.
—De momento —dijo Maximilian—, lo mejor para nosotros será que guardemos el secreto. Esta noche volveré a verte en Klocksburg. No pensaré más que en ti y en los planes para arreglar nuestra vida futura. Estoy ansioso por vivir a tu lado.
—Entretanto debemos tomar precauciones. Hay que evitar que tu padre o la princesa conozcan la verdad por otras fuentes. Me visitarás a menudo… Prométemelo.
—Lo juro. Nunca he jurado nada con mayor gozo.
—Y nosotros, sigamos actuando como hasta ahora… como si nada hubiera sucedido.
—¡Qué gran consuelo eres para mí, Lenchen! —me dijo con dulzura.
—Ésta será mi misión en la vida… cuidar de ti, ofrecerte el mayor bienestar.
—¡Ah, cuando pienso en todos estos años perdidos…!
—No pienses más en ello. Lo pasado, pasado. Ahora tenemos el futuro por delante. Y acaso no hayan sido unos años totalmente perdidos. Algo nos han enseñado. Volver a estar contigo… haberte encontrado… eso es lo único que importa.
Nos abrazamos de nuevo; la separación se nos hacía insoportable. Maximilian se ofreció a acompañarme hasta Klocksburg, pero le advertí que sería una imprudencia, pues los niños se extrañarían de vernos juntos. El futuro asomaba tentador, pero para llegar hasta él tendríamos que perjudicar a terceros. Yo así lo deseaba y sabía que Maximilian quería causar el menor sufrimiento posible.
Nos despedimos, reiterando el compromiso de vernos por la noche.
* * *
Puse rumbo a Klocksburg. No deseaba marcharme del bosque todavía. Dábale vueltas al caso, tratando de hallarle una solución. En éstas estaba cuando me sorprendió un chasquido entre la maleza. Era el rumor inconfundible de un caballo al galope. Por un momento pensé que volvía Maximilian. De repente surgió la figura del conde entre la arboleda.
—¡Miss Trant! —exclamó—. ¡Qué alegría verla! ¿Cómo es que ha abandonado sus obligaciones para dar una vuelta por el bosque a estas horas de la mañana?
—Los niños están en clase con el pastor —repuse.
—Confío en que ello no irá en detrimento de su aprendizaje del inglés.
—Podrá advertir grandes progresos si les pone a prueba.
—Es curiosa, miss Trant, la confianza que tiene usted en sus propias capacidades.
—Para tener éxito en la enseñanza, la confianza es indispensable.
—Al igual que en otros campos, ¿no le parece?
—Cierto.
—Está usted simpática esta mañana, miss Trant.
—No creo que le caiga antipática a nadie.
—Digamos que de vez en cuando hay en usted cierto deje de aspereza.
—No había reparado en él.
—Yo sí. Tal vez porque era yo el blanco de esa antipatía. Me pregunto si con mi primo observa usted la misma actitud, aunque presumo que no, a juzgar por lo que vengo comprobando. Sí, les he visto. Parece ser que han trabado ustedes buena amistad en poco tiempo. A menos, claro es, que ya se conocieran de antes…
—¿Su primo y yo…? —murmuré para ganar tiempo.
—Su Alteza Real el príncipe. Me cabe el honor de ser su primo.
—¡Oh…! ¡La enhorabuena!
—Más bien tendría que darme el pésame. Imagínese que yo fuera el hijo del duque en vez de ser su sobrino…
—¿Y por qué voy a imaginármelo…?
—Porque así podría usted ponerme en su misma situación. Tal vez así sería tan amable conmigo como lo es con él.
Me preguntaba qué es lo que habría visto, desde dónde nos habría vigilado. Un hombre de la posición de Maximilian siempre tendría espías al acecho de sus movimientos.
—El príncipe y yo recordamos habernos conocido hace unos años. Yo era alumna de un Damenstift de este país.
—Con posterioridad ha regresado usted por estos lares. Éste es un detalle de agradecer, miss Trant, no le quepa duda. Le debió de gustar mucho nuestra tierra.
—Me parece sumamente interesante.
—Quisiera enseñarle mi castillo. Tráigase un día a los niños, o mejor, venga usted sola.
—Es usted muy amable.
—Pero usted lo estima improcedente…
—¿He dicho tal cosa?
—No hace falta que me exprese verbalmente lo que insinúa. Sus fríos modales ingleses lo dan a entender con suficiente claridad.
—Debe usted encontrarlos muy desagradables. Prefiero no molestarle con mi presencia…
—Todo lo contrario, sus maneras me parecen… interesantes y le aseguro a usted que si me molestara su compañía no se la requeriría.
—¿Me la ha requerido?
—La respuesta debe saberla usted.
—Me temo que no, señor conde.
—Me gustaría que nos conociéramos mejor. No veo por qué no íbamos a entablar usted y yo las mismas relaciones cordiales que imperan entre usted y mi primo. Somos muy parecidos, ya se habrá dado cuenta.
—Existe cierto parecido facial.
—Más que eso. Muchos no pueden distinguirnos por la voz. Y gastamos la misma arrogancia, ¿no le parece? Tenemos los mismos vicios. Él siempre fue algo más diplomático que yo. Dado el lugar que ocupa, es inexcusable que así sea. Él sufre unas limitaciones que a mí no me afectan. En cierto sentido es preferible ser sobrino del duque que hijo suyo.
—No deja de llevar razón.
Aproximó su montura a la mía y me asió del brazo.
—Yo tengo mayor libertad para hacer lo que quiera.
—Eso debe resultarle muy agradable… Bueno, tengo que marcharme.
—La acompaño.
No podía negarme, y regresamos juntos a Klocksburg.
—Será una sorpresa para los niños —dijo—. Les llevaré de paseo. Quiero comprobar sus progresos en inglés. A propósito, ¿cómo se encuentra su favorito?
—¿Qué insinúa?
—Vamos, miss Trant, no me venga con evasivas. Sabe muy bien que me refiero al señorito Fritz. Recordará que le preocupaba a usted que saliera de caza y que, después de su brillante defensa, yo accedí a su petición.
—Recuerdo que usted se hizo cargo de que el muchacho estaba resfriado y no podía salir de casa.
—Yo no me hice cargo de nada parecido. Y no puede tolerarse que un muchacho que quiere llegar a ser fornido varón se eche a perder por las zalamerías y el interés mal orientado de una profesora de inglés. Accedí a que se quedara en casa porque usted me lo pidió. Tenga presente, miss Trant, que estoy deseoso de complacerla, aunque si mis esfuerzos fuesen mal interpretados u olvidados, los daría por inútiles.
Sus labios esbozaban una sonrisa cruel. Temblé de indignación pensando en Fritz. Había algo sádico en aquel hombre que me aterraba. ¿Quería darme a entender que si no me ponía «amistosa» con él, descargaría en Fritz su frustración y su rabia para vengarse hiriéndome?
No se me ocurrió ninguna respuesta. No quería entrar en discusiones con él pues sabía que en tal caso me impondría condiciones.
Cuando llegamos a Klocksburg me sentí aliviada.
Los niños nos habían visto llegar y Dagobert acudió corriendo a saludar a su padre.
—¿Dónde ha estado, señorita? —quiso saber.
—La señorita ha estado gozando de la soledad del bosque —replicó el conde.
Llevé la jaca a la cuadra y regresé a la fortaleza. Quería ver a Fritz.
Le encontré en su habitación.
—Tu padre está aquí y va a llevaros a ti y a Dagobert a dar una vuelta a caballo —dije.
Me alegró ver que no estaba asustado. Yo le había ayudado a superar su miedo, asegurándole que si hay algo que nos causa temor, debemos mirarlo a la cara para superar ese temor. Estaba muy familiarizado con su jaca. Pero cuando Fritz se asustaba el animal lo advertía y reaccionaba. Si él se sentía tranquilo y seguro el animal se portaría bien. Ésta es la lección que le había inculcado.
Media hora más tarde estaba en la sala de estudio presenciando su partida, cuando entró Frau Graben.
—Ahí van… a cazar, me figuro. Fritz cada día monta mejor. Parece que le ha perdido el miedo a su padre.
Asentí sonriendo. De pronto la mayordoma dijo:
—La he visto a usted regresar con Fredi.
—Sí, me lo he encontrado en el bosque.
—Usted había quedado allí con Max.
—Sí.
—¿Y le ha visto?
Asentí.
—Supongo que no tardará en marchar de Klocksburg.
—Todavía no lo tengo pensado.
—Sí, lo hará —dijo confiada. La expresión se le enturbió y añadió—: ¿Le ha visto Fredi con Maxi?
—Sí.
Torció el labio inferior, en un ademán de consternación que le era habitual.
—Ándese con cuidado. Fredi envidia todo lo de Maxi. El hecho de que una cosa sea de su primo realza su valor a los ojos de Fredi. Este muchacho me ha traído muchos quebraderos de cabeza. Maxi tenía un caballo y una carroza de juguete que le regaló su madre por Navidades. La Navidad era el gran día para ellos. Se pasaban semanas enteras hablando de las fiestas. Cada uno tenía su árbol de Navidad con velitas encendidas. Los regalos estaban en el árbol grande, y a Maxi le tocó la carroza y el caballo. Era precioso. Estaba pintada imitando la carroza real, con la corona y las armas del duque. Fredi, en cuanto lo vio, lo quiso para sí. Por la noche se lo quitó y lo escondió. Lo encontramos en su armario y se lo devolvieron a Maxi. Al día siguiente encontramos el juguete destrozado. El muy truhán lo rompió antes de soportar que fuera para Maxi. Nunca lo he olvidado. No creo que haya cambiado mucho desde entonces.
Había cierto deje de ansiedad tras la plácida sonrisa de la mayordoma. Estaba asustada. Quería hacerme comprender que, dado el interés del conde hacia mí y enterado como estaba del amor existente entre Maximilian y yo, no vacilaría en hacerme su amante.
Quizás hubiera tenido yo que mostrar mayor prudencia pero no me tomé demasiado en serio aquella amenaza. Si procuraba no quedarme nunca a solas con él, nada habría que temer. Yo no era un tiro de caballos a quien pudiera destrozar, aunque, eso sí, podía hacerme la vida muy desagradable.
Me hallaba en mi dormitorio cuando llegaron. Me asomé a la ventana. Mi primera mirada fue para Fritz. Cabalgaba su jaca con expresión de felicidad.
Quería yo darle a entender que no se dejase vencer por el miedo. Al parecer había aprendido la lección.
Pero Frau Graben no tardó en explicarme que el conde había decidido que los muchachos abandonarían sus jacas y, en lo sucesivo, montarían a caballo. Había bajado a las cuadras para escogérselos.
Yo ya conocía aquellos caballos y cuando vi el que habían asignado a Fritz quedé horrorizada. Era uno de los más fogosos de la cuadra.
¿Qué clase de hombre era aquél, que ponía en peligro la vida de su hijo so pretexto de hacer de él un hombre y que al mismo tiempo mostraba su disgusto ante una mujer que no le hacía caso?
Intentaría hablar con él en su propio terreno. Acaso no acertara yo a comprender que aquella clase de hombre era fruto de una educación un tanto bárbara. Las perspectivas eran aquí muy distintas de las que se dan en una apacible aldea inglesa. Por ello todo cobraba cierto aire de fantasía e irrealidad. Aquellos hombres se apoderaban de las cosas al antojo de sus deseos sin tener en cuenta el precio que pagaron los demás. Eran tan implacables que, aunque amaran, engañaban con matrimonios falsos. ¿Qué no serían capaces de hacer si tan sólo les espoleaba la lujuria?
Los temores que sentía por Fritz atenuaban mis preocupaciones personales.
* * *
Aquella tarde me dirigí al pueblo mientras los niños asistían a clase de dibujo con un artista joven que subía al Schloss una vez por semana.
En el escaparate de una tienda vi un curioso sombrero. Luego pensé que sólo la fatalidad o el instinto o algo parecido pudo encaminar mis pasos a aquel establecimiento.
Era un sombrero infantil de color gris pálido, al estilo del sombrero hongo, pero con una pluma verde. Debajo había un letrero que rezaba: «Sombrero de protección para jinetes».
Franqueé la entrada. Se trataba efectivamente de un sombrero especialmente diseñado para proteger la cabeza contra los golpes. El sombrerero se había enterado aquel mismo día de que un muchacho había caído de su caballo y evitó un grave accidente gracias a su fieltro de seguridad.
Me decidí a comprarlo. Si iba a regalarle aquello a Fritz tendría que comprarles obsequios a los demás. La juguetería del pueblo hacía las delicias de la chiquillería. Había relojes de cuco y casas de muñecas amuebladas, trompas y caballos de juguete y látigos para jinetes. No me fue difícil encontrar algo. A Dagobert le compré un juguete que se llamaba detector atmosférico. Consistía en una casita de madera con dos figuras, un hombre vestido de oscuro y una mujer ataviada con colores claros. La mujer aparecía cuando iba a salir el sol, y el hombre cuando amenazaba lluvia. Estaba segura de que le encantaría. A Liesel le compré una muñeca con articulaciones dobles.
Cuando regresé al Schloss me encontré a los niños que volvían de la clase de arte, que se había desarrollado en el exterior. Se pusieron muy contentos con sus regalos.
Fritz se caló el sombrero.
—Es un sombrero de seguridad —le expliqué.
—¿Es mágico?
—Quiero decir que si lo llevas puesto irás mucho más seguro.
Lo miró con respeto. Dagobert estaba encantado con su casa-barómetro, pero la vista se le iba tras el sombrero de su hermano. Aquello era sorprendente. Yo siempre pensé que un juguete era un objeto mucho más deseable que una prenda de vestir, pero los muchachos parecían atribuirle al sombrero ciertas virtudes mágicas.
En su interior había una etiqueta de seda que llevaba escrito: «sombrero de seguridad». La leyeron con reverencia. Fritz se caló el fieltro y ya no se lo quiso quitar.
—Es para montar a caballo —le dije. Pero él insistía en llevarlo puesto.
Fue un error no comprarles uno a cada uno.
—¿Por qué es día de regalos hoy? —quiso saber Liesel.
—Tenía ganas de compraros regalos —les dije.
—¿En Inglaterra se hacen regalos cualquier día del año? —preguntó Fritz.
—Sí, cualquier día es bueno para hacer un regalo.
—Yo quiero ir a Inglaterra —declaró Dagobert.
* * *
Estaba asomada en el cuarto del torreón esperando la llegada de Maximilian. A través del valle distinguía las luces del palacio ducal, y pensé en la mujer, que según la leyenda, se arrojó por aquella ventana al descubrir el engaño de su matrimonio, pues la amargura no la dejaba vivir. ¡Cuán distinta era mi situación! Estaba jubilosa porque sabía que él me amaba y que había comprometido su futuro por mí. Llevaba viviendo lo bastante en aquella comunidad para comprender la vida feudal. Los gobernantes pertenecían al pueblo; eran unos señores todopoderosos pero contaban con la aquiescencia de sus súbditos.
Nunca podría soportar que Maximilian sufriera por mí.
Cuando se casó conmigo (y me estremecía al pensar con qué facilidad pudo haber seguido la costumbre de sus antepasados arrastrándome a una ceremonia fingida) me demostró que sentía por mí un amor total. Yo le daría pruebas de reciprocidad.
Y por fin le vi. Venía solo, sin su séquito. Me asomé al precipicio y contuve la respiración. ¡Cuál no habría sido la desesperación de aquella mujer infortunada!
Oí unos pasos en la escalera. Salí a recibirle a la puerta y nos fundimos en un abrazo.
* * *
A la mañana siguiente, a primera hora, antes de despedirnos, volvimos a hablar de nuestro futuro.
Estaba dudoso de sincerarse con Wilhelmina y llegó a la conclusión de que informaría a su padre antes que a nadie.
—A punto he estado de contarle la verdad en varias ocasiones. Quiero llevarte a que le veas. He de explicárselo todo. Pero me asustan las consecuencias de la impresión que pueda causarle a mi padre la noticia.
—¿Y Wilhelmina? —le dije—. Pienso mucho en ella.
—El nuestro fue un matrimonio de conveniencias. Desde que nació nuestro hijo siempre hemos vivido separados. Di las gracias al cielo cuando vino el niño… y ella también porque eso significaba que ya no tendríamos que vivir juntos.
—Me había olvidado de vuestro hijo.
—Las complicaciones son muchas —prosiguió Maximilian—. Me estoy volviendo loco. ¡Todo habría sido tan distinto…! Una vez estuve a punto de contarle a mi padre todo lo ocurrido y darle a entender que había encontrado a la única mujer que podía amar, y que estaba casado con ella. Entonces él lo habría soportado. Hubiéramos tenido complicaciones porque yo te creía muerta y no tenía motivos para dudarlo. Pero nos han engañado a los dos. ¿Por qué? Pronto lo sabré, cuando me la traigan a mi presencia. Haremos un careo y saldrá la verdad.
—¿Crees que vendrá?
—Mi primo tiene que ir a Klarenbock por razones de Estado. Le he dicho que me traiga a Ilse si es que aún vive.
—¿Tu primo?
—El conde Frederic.
Me inquieté. La mera mención del conde me provocaba malestar.
—¿Y sabe por qué motivo quieres ver a Ilse?
—¡No, por Dios! Para una cosa así no me fiaría de Frederic. Es seguro que se aprovecharía. Me está causando tantos problemas a mí como su padre se los causó al mío.
—¿Y le vas a pedir a él que te traiga a Ilse?
—Ilse no tendrá más remedio que obedecerle. Creerá que la llama su hermanastra Wilhelmina. No le he dicho expresamente que me interesara a mí.
—¡Ojalá estuviera ya aquí! Quisiera verla cara a cara. Tengo muchas cosas que preguntarle. ¡Estaba tan amable conmigo! No entiendo por qué quiso arruinar mi vida.
—Ya lo sabremos —dijo Maximilian.
Amanecía. Maximilian tenía que marchar. ¡Qué felices éramos, aunque tan sólo nos quedara un día por delante para vernos y nuestro problema siguiera sin solución!
* * *
Al día siguiente Frieda, la mujer de Prinzstein, el cochero, acompañada por las dos doncellas de la fortaleza, me trajo correspondencia de Inglaterra: una carta de Anthony, otra de tía Matilda y otra de la señora Greville.
Anthony quería saber noticias mías. Hacía tiempo que no nos comunicábamos.
¿Todo va bien, Helena? Si no es así, déjalo todo y ven. Te echo mucho de menos. No puedo hablar con nadie como hablaba contigo. Mis padres son muy buenos pero con ellos todo es distinto. Cada día estoy esperando carta tuya. Quisiera saber que has dicho basta. Vuelve aquí. Comprendo que estés intranquila. Es fácil entenderlo si se piensa en cuanto te ha ocurrido ahí. ¿No crees que darle vueltas al pasado sólo sirve para mantenerlo vivo? ¿No sería mejor que trataras de olvidarlo? Vuélvete a Inglaterra, que haré todo lo posible por hacerte feliz.
Te quiere como siempre,
Anthony.
Aquellas palabras rezumaban calma: evocaban la nueva rectoría con sus verdes prados de doscientos años de antigüedad, cuya planta representaba la letra E, al estilo de muchas casas de la época de la reina. Una casa fascinante con su despensa y su sala de visitas, su jardín tapiado que se vestía de rosa y blanco en el mes de mayo. ¡Cuán lejos quedaba de aquel castillo en la montaña!
¿Escribiría a Anthony contándole la verdad? En cierto modo me sentía obligada. No quería que siguiera pensando en mi regreso. Pero era demasiado pronto todavía. Primero habría que hablar con el padre de Maximilian.
La carta de tía Matilda decía así:
¿Qué tal te va, Helena? ¿Te has cansado ya de tus clases? Albert calcula que volverás antes de que termine el verano. El invierno debe de ser crudo ahí. Me han dicho que nieva mucho. Cuidado con los pulmones. Hay quien dice que las montañas van bien para los pulmones, pero nunca se sabe. Te echamos de menos en la librería. Los días de trajín, Albert suele decir: «Con Helena todo sería más fácil, especialmente en la sección extranjera». Trabaja como un esclavo, y eso no puede sentarle bien teniendo un solo riñón…
¡Qué evocadoras eran aquellas cartas! La de la señora Greville decía así:
Te encontramos mucho a faltar. ¿Cuándo piensas volver? Hemos tenido una primavera espléndida. Si vieras los arbustos del jardín del párroco…
La hierba quedó toda pisoteada después de la fiesta, pero fue un gran éxito. Hemos tenido muchos colaboradores voluntarios. Cerca de casa ha venido a instalarse una tal señora Chartwell, que es muy agradable de trato. El otro día Anthony la elogiaba mucho. También es muy bonita de cara, se llama Grace Chartwell, tiene una personalidad adorable y se ha hecho amiga de todos…
Me sonreí. En otras palabras, era la perfecta esposa para un párroco. Capté el sentido de las insinuaciones de la señora Greville: «Vuelve antes de que sea tarde».
* * *
El pueblo, el palacio ducal y las montañas habían enmudecido. El duque se hallaba gravemente enfermo.
Había una nota de Maximilian para mí en la que me avisaba que no podía abandonar el Schloss. Los médicos hacían guardia permanente junto al lecho de su padre y se temía un pronto desenlace.
Frau Graben no podía ocultar su excitación.
—Nuestro Maxi pronto será duque —me susurró.
Rehuí su mirada.
Los niños se sintieron afectados por la solemnidad del momento, pero no tardaron en olvidarlo.
A Fritz casi nunca se le veía sin su sombrero, pero Dagobert ya estaba harto de enseñar su ingenioso juguete y a la muñeca de Liesel le faltaba una pierna.
Más me hubiera valido regalarles un sombrero a cada uno.
En los días sucesivos el estado del duque se mantuvo estacionario. Flotaba por las calles un silencio sepulcral; por las esquinas las gentes cuchicheaban formando corrillos.
Había sido un buen gobernante, se decía, pero estuvo enfermo la mitad de su vida. Era una suerte tener un príncipe joven y fuerte, habida cuenta que el país y los Estados vecinos estaban bastante revueltos.
Pero aquellos días de ansiedad por el estado del duque no habían de interferir en la vida del castillo.
En el patio los niños tiraban al arco dos veces por semana, acompañados por otros muchachos de familias nobles, y a menudo se reunían más de diez. Se pensó que así habría más rivalidad. En el patio se percibía gran actividad y bullicio a todas horas del día.
Me hallaba en mi habitación cuando Fritz entró corriendo. Llevaba en la mano el sombrero con un dardo clavado en él.
—Me dio en la cabeza —dijo—, pero me salvé gracias al sombrero. Habrá que sacar la flecha con cuidado para que no se rompa. Herr Gronken me dijo que se lo trajera a usted para que me la sacara. Señorita, tenga cuidado con mi sombrero mágico…
Lo cogí en mis manos. Vi claro que, de no ser por el sombrero, hubiera resultado herido en la cabeza.
Extraje el dardo con sumo cuidado y lo dejé sobre la mesa.
Examinamos el sombrero. El tejido estaba perforado.
—No importa —le dije a Fritz—. Así queda más interesante, más personal. Las heridas de guerra son señales de honor.
Mis palabras le complacieron. Se caló el sombrero de nuevo y salió para terminar la clase.
Recogí el dardo. La punta era afiladísima, como así tenía que ser para haber acertado en el blanco. Lo que me extrañó fue observar una mancha desteñida en el extremo. ¿Qué sería?
No pensé más en ello, pues pocas horas después llegó la noticia de la muerte del duque. Todas las banderas del pueblo ondeaban a media asta.
—Tenía que suceder —dijo Frau Graben—. Esto supondrá grandes cambios en la vida de nuestro príncipe. ¡Dios mío! Va a estar bien ajetreado estos días. Y luego el entierro. Ése será un gran momento, con toda seguridad.
* * *
Ocurrió un incidente desagradable. A la tarde siguiente Dagobert se dirigió al bosque montado en su nuevo caballo. Llevaba una hora de ausencia y no sentíamos especial inquietud. Pero en cuanto oscureció sin haber regresado, nos alarmamos.
Frau Graben mandó a los sirvientes en su busca. Herr Prinzstein, el cochero, formaba parte de la expedición, que se dividió en dos, para iniciar la batida en distintas direcciones.
Nos sentamos en el saloncito de Frau Graben y empezamos a discutir con ansiedad lo que había podido ocurrirle.
De pronto entró Fritz y exclamó:
—¡Mi sombrero ha desaparecido! He perdido mi sombrero mágico. Lo he buscado por todas partes.
—No puedes preocuparte por un sombrero cuando tu hermano se ha perdido —dijo Frau Graben.
—Creo que me lo ha cogido él —respondió Fritz.
—Fritz, ¿por qué dices eso? —le interpelé.
—Siempre anda tras él.
—No te preocupes por el sombrero —le dije—. Pensemos en Dagobert. ¿Tienes idea de dónde ha ido?
—Le gusta ir a caballo hacia la Isla de los Muertos.
Mientras dábamos vueltas al misterio de la desaparición de Dagobert se oyó un grito procedente del exterior.
—¡Aquí está!
Salimos precipitadamente. Allí estaba Dagobert, sin sombrero y con aspecto avergonzado. Tenía una larga historia que contarnos. Le habían raptado.
—No te preocupes por eso ahora. Vienes mojado —le dijo Frau Graben.
—Había mucha niebla —dijo Dagobert.
—Quítate esa ropa y te prepararé un baño caliente de sales. No me lo irás a rechazar… Y luego te tomarás una taza de caldo con cordial.
Dagobert reventaba por contar sus aventuras pero tiritaba de frío, así que dejó que le metieran en el baño de sales. Más tarde, arropado en una cálida bata y después de ingerir el caldo, empezó su relato.
—Estaba en el bosque cuando aparecieron dos hombres que se me acercaron. Iban enmascarados. Uno de ellos me rodeó y sujetó el caballo por la brida. Yo no me asusté. «¿Quién eres?, —le dije—. Si me tocas te mato». Desenvainé la espada y…
—Por favor, Dagobert —dijo Frau Graben—. No nos cuentes historias. Queremos saber lo que te ha pasado.
—Era algo así como una espada…
—Ya sabes que no era nada de eso. Ahora dinos la verdad.
—Me hicieron bajar del caballo y perdí… mi sombrero, y dije que tenía que encontrarlo como fuera…
—Tu padre querrá saber la verdad —dijo Frau Graben—. Será mejor que hagas memoria. Y no salgas con historias de espadachines, porque es mentira.
Dagobert nos miraba altanero.
—Se llevaron mi caballo hacia dentro del bosque, a lo más espeso… cerca del lago… y creo que iban a matarme, sinceramente, miss… Frau Graben. Estaba asustado porque había perdido el sombrero mágico y no tenía protección…
—¿Llevabas puesto el sombrero de Fritz?
—Creí que no le importaría mucho que se lo cogiera por una vez… y me dije: «He perdido el sombrero de Fritz. Miss Trant se lo ha comprado a él. Tengo que encontrarlo porque no es mío. Sólo lo he cogido de prestado. —Y ellos me dijeron—: Tú eres Fritz y este sombrero es tuyo. —Y les contesté—: No, soy Dagobert…». Entonces murmuraron algo y al cabo de un buen rato me soltaron.
—¡Dios mío! —exclamó Frau Graben—. Aquí hay alguien que está jugando con nosotros. Hay quien se divierte con estas cosas. ¡Los desollaría vivos! ¡Asustar así a la gente!
—Yo no me asusté —dijo Dagobert—. Les hubiera matado. Me escapé en seguida. Si he llegado tarde es porque me he perdido en la niebla.
Le dejamos pavonearse a sus anchas. Frau Graben y yo guardábamos silencio.
Un súbito temor hizo presa de mí.
* * *
Cuando los niños se hubieron acostado, bajé al saloncito de Frau Graben.
Ésta estaba sentada junto a la chimenea, con la mirada absorta en las llamas.
—¡Ah, miss Trant! —Dijo con aquella sonrisita que solía dibujar cuando pronunciaba mi nombre—. Ahora mismo pensaba subir a su cuarto.
—¿Qué le parece el caso? —pregunté.
—Con Dagobert nunca se sabe. A lo mejor no quería regresar todavía, se olvidó de la hora y tuvo que inventarse esa historia de los hombres enmascarados como pretexto.
—Yo no lo creo así.
—¿Cree usted que le atacaron dos hombres enmascarados? ¿Con qué objeto?
—Porque le confundieron con Fritz.
Me miró asombrada y palideció.
—Pero ¿qué querían hacer con Fritz?
—No lo sé. El caso es que Dagobert llevaba el sombrero de Fritz. Desde que se lo regalé no se ha desprendido de él. Es posible que esos hombres, al ver entrar a Dagobert en el bosque con el sombrero puesto, le confundieran con Fritz.
—Es probable, pero ¿por qué iban a llevarse a Fritz?
—No lo comprendo. Venga a mi habitación, Frau Graben. Quiero enseñarle algo.
Una vez allí abrí un cajón y, sacando la flecha, la dejé sobre la cama.
—¿Qué es esto?
—Es la flecha que dispararon con intención de darle a Fritz. No le penetró gracias al sombrero que le compré.
—Es una de las flechas que usan cuando practican tiro.
—Sí, y se la dispararon a Fritz mientras se ejercitaban en el patio.
—¿Quién fue?
—No lo sé. ¡Ojalá lo supiera!
—No creo que pudieran hacerle mucho daño.
—En algunos casos pueden ser dañinas.
—La veo un tanto misteriosa, miss Trant.
—Fíjese en la punta. Es la parte que penetró en el sombrero de Fritz.
Se inclinó y, cuando levantó la vista hacia mí, su expresión había perdido su simpatía habitual.
—Está impregnada de algo.
—¿Sabe qué es?
—Me es familiar. Recuerdo que hace tiempo, cuando cazaban jabalíes y ciervos, impregnaban la punta de la flecha con una especie de solución…
—Veneno —dije.
Asintió.
—Las he visto. Suelen dejar una mancha así.
Me sentía inquieta.
—Si alguien le apuntó deliberadamente una flecha envenenada, si dos hombres trataron de secuestrarlo, ¿qué significa esto?
—Dígamelo usted, miss Trant, que yo no lo sé.
—Ojalá lo supiera yo.
—A lo mejor andamos equivocadas con respecto a esa mancha. Pudo ser otra cosa. A veces los niños apuntan a tontas y a locas. Alguien pudo alcanzar a Fritz sin intención.
—¿Y luego tratar de secuestrarlo?
—Pero era Dagobert.
—Era Dagobert, pero le confundieron con Fritz.
—Señorita, eso me suena un tanto novelesco.
—Para mí que esos dos acontecimientos son demasiada coincidencia.
—¿Qué podemos hacer?
—Hay que vigilar a Fritz. Hemos de asegurarnos de que no se repita el atentado con éxito. El sombrero que le compré le ha salvado la vida un par de veces. Para nosotros ha sido una advertencia, al parecer. Y si nos equivocamos… y la flecha no era más que un proyectil extraviado y la mancha no era debida a la acción del veneno, si sólo eran dos bandidos que decidieron raptar a uno de los hijos del conde y luego se amedrentaron… entonces no hay nada que temer.
—Veo que está preocupada de veras, miss Trant. Confíe usted en que haré lo que esté en mi mano por vigilar a Fritz.
* * *
Recibí carta de Maximilian. Quería verme en el palacio real y me pedía que fuera acompañada de Frau Graben. Así levantaríamos menos sospechas.
Frau Graben entró en mi alcoba. Sonreía complacida.
—Orden del duque —rió entre dientes—. Ya me lo esperaba. Saldremos dentro de media hora. El pastor Kratz se quedará aquí con los niños esta mañana, y Frieda es buena muchacha. Puede usted confiar en ella. Siempre es mejor tener a un matrimonio trabajando en la misma casa. Así se consigue cierta estabilidad… o al menos ésa es mi experiencia.
Y me explicó que Prinzstein, el cochero, había solicitado plaza para su esposa Frieda y que ella, Frau Graben, consideró que había trabajo para ambos en la fortaleza pues ella demostró rara habilidad para elaborar vino y cordiales y podría dedicarse a estos menesteres.
Saqué la impresión de que la cháchara de Frau Graben no tenía otro objetivo que el de irritarme, pues bien sabía cuan impaciente estaba yo por salir cuanto antes.
Rodeamos el pueblo y tomamos la carretera que ascendía hasta el palacio ducal. Nunca lo había visto tan de cerca antes. Sólo lo había divisado de lejos desde las ventanas de Klocksburg y desde el pueblo.
Según nos aproximábamos el palacio iba asomando en todo su esplendor. Parecía surgir de en medio del bosque y uno de sus muros semejaba una prolongación de la montaña. Avistamos a lo alto las torres y torreones inexpugnables, cuyas piedras grises habían resistido el paso de los siglos. Contemplé el Katzenturm y me imaginé las ollas de aceite hirviendo que arrojaban contra los invasores.
A las puertas del castillo montaban guardia soldados uniformados. Al principio nos miraron con ferocidad, hasta que Frau Graben exclamó:
—Hola, sargento. —Entonces se relajaron visiblemente—. Venimos aquí cumpliendo órdenes —añadió con una risita.
Cruzamos el portalón y entramos en un patio.
—¡Dios mío! —rió Frau Graben—. Esto me recuerda los viejos tiempos. ¿Ve usted esa ventana? En aquel cuarto estaba instalada yo con los muchachos.
Y yo pensé para mis adentros: «Ahora hay un niño en lo alto del castillo. ¡Su niño! Estará al acecho de nuestra llegada. Ahora él es el heredero de todo esto».
Frau Graben andaba con la desenvoltura de quien conoce el camino. Junto a la gran puerta de roble unos soldados montaban guardia en posición de firmes. Nos observaron fijamente. Frau Graben les sonrió y éstos le correspondieron. La posición que disfrutó tiempo atrás en palacio le otorgaba privilegios especiales.
—Hemos recibido órdenes de venir aquí —declaró con satisfacción.
Se acercó un soldado. Reconocí en él al sargento Franck que estuvo presente cuando me enseñaron la cruz procesional.
Nos saludó con una reverencia.
—Por aquí, señoras —indicó.
Frau Graben asintió.
—¿Y cómo están los niños? —preguntó—. ¿Y el pequeño?
—Todos están bien.
—¿Y Frau Franck?
—Muy bien, gracias.
—¿Le fue bien el parto?
—Fue muy cómodo. Y es que esta vez no estaba tan asustada.
Frau Graben asintió.
—Ésta es la sala de los cazadores.
Saltaba a la vista. Colgaban de la pared útiles y motivos de caza, como escopetas, lanzas y cabezas de animales disecados. La sala del Randhausburg de Klocksburg es una réplica de ésta. Cruzamos un par de salas más, altas de techo, con artesonado gótico y ventanas circulares, algunas de ellas provistas de asientos adosados, desde donde la vista alcanzaba hasta el pueblo y más allá del valle. Al fondo se divisaba el castillo de Klocksburg.
En la Rittersaal había una enorme columna y en ella, un árbol pintado con gran verismo. Observé una inscripción grabada en caracteres rojos y verdes.
Advirtiendo mi curiosidad, Frau Graben explicó:
—Es el árbol genealógico de la familia. La línea masculina está en rojo y la femenina en verde.
Si no hubiera estado ansiosa por ver a Maximilian me hubiera entretenido examinando el árbol. Pero pensé que en un futuro próximo no me faltarían ocasiones de hacerlo y que mi nombre también figuraría en la lista.
Subimos una escalera. Frente a nosotros había una puerta que llevaba pintadas las armas reales y la bandera del país.
Eran los aposentos del duque.
El sargento Franck abrió la puerta y pasamos a un pasillo cubierto por una gruesa alfombra. A Frau Graben la hicieron entrar en una estancia aparte, y así lo hizo, rezongando. Yo me quedé a solas con el sargento Franck.
Éste me acompañó pasillo abajo hasta una puerta. Llamó con los nudillos. Maximilian ordenó que pasara. La puerta se abrió y el sargento Franck, dando un taconazo e inclinándose en ágil reverencia, anunció mi presencia.
La puerta se cerró tras de mí y acudí presurosa a los brazos de Maximilian, quedando ambos extasiados.
—Tenía que verte —dijo lentamente—. Ello explica toda esta ceremonia. Nada va a impedir que nos veamos.
Su presencia disipó en mí la ligera depresión que me había producido el recorrido por la fortaleza. Al atravesar el portón de entrada con sus guardias uniformados y cruzar las salas espaciosas había sentido el peso de la añeja tradición. Comprendí lo difícil que le resultaría a Maximilian proclamarme su esposa cuando su pueblo le creía desposado con Wilhelmina. Y comprendí que era de rigor, especialmente en aquellos momentos, guardar el secreto.
Me atrajo hacia sí.
—Lenchen, se me ha hecho tan largo…
—Un día y una noche se me antoja un año cuando no estás a mi lado.
—No será así por mucho tiempo. Después de los funerales actuaré.
—Ten cuidado, amor mío. Recuerda que ahora eres jefe del Estado.
—Es un Estado muy pequeño, Lenchen. No es como Francia… ni siquiera como Prusia.
—Pero para estas gentes es tan importante como Francia para los franceses o Prusia para los prusianos.
—En estos momentos la situación es explosiva, como ocurre siempre que muere un jefe de Estado y le sucede otro. Se producen unos cambios inevitables y la gente recela. Temen al gobernante joven hasta que demuestre ser un digno sucesor. Mi padre era muy popular. Ya sabrás que mi tío se sublevó contra él y trató de derrocarle. Esto ocurrió cuando tú y yo nos casamos. Recordarás que los partidarios de Ludwig volaron el pabellón de caza en el momento más inoportuno. Si no lo hubieran hecho, nuestras vidas habrían sido muy distintas.
Le así del brazo, temiendo súbitamente por él.
—Ándate con cuidado —le dije.
—Lo tendré ahora más que nunca —me aseguró—. Ahora tengo muchos motivos para querer vivir. Mi primo ha vuelto sin haber encontrado a Ilse. Al parecer ésta ha desaparecido como por ensalmo. Nadie supo dar razón de ella.
—Tal vez haya muerto.
—Nos habríamos enterado. En cuanto pueda iré a buscarla yo mismo, averiguaré lo que ha sido de ella y si está viva haré que me cuente toda la verdad.
—Acaso no sea esto lo más importante ahora que nos hemos encontrado.
—¡Oh, Lenchen! ¡Cuánto deseo que estés aquí conmigo! Cada vez que salgo montado en mi caballo suspiro por tenerte a mi lado. Aquí todo te parecerá muy ceremonioso. La nuestra no es una vida fácil.
—Si estamos juntos no desearé otra.
La conversación concluyó de inmediato. No podía ser de otro modo. Me percataba de que su situación había cambiado y que ya no gozaba de la misma libertad que antes.
La despedida fue dolorosa. Maximilian prometió ir a Klocksburg aquella misma noche. En caso de haber impedimento, nos pondríamos de acuerdo para que Frau Graben me acompañara al palacio ducal, aunque el abuso de las visitas daría pábulo a comentarios y él no estaba dispuesto a que la gente sacara conclusiones enojosas. Quería proclamar públicamente que yo era su legítima esposa y nada podría darle mayor satisfacción que eso.
Yo también lo deseaba, pero me percataba como él de lo delicado del asunto y de que había que actuar con suma discreción.
Frau Graben me esperaba impaciente y el sargento Franck nos escoltó hasta el coche:
—Dígale a su esposa que me alegro de que todo le fuera bien. Tengo una botella de cordial para ella. Se la entregaré uno de estos días.
El sargento Franck dio las gracias a Frau Graben. Subimos al coche y regresamos a Klocksburg.
* * *
La capilla ardiente se hallaba instalada en la iglesia. Me llevé a los niños a visitarla. El catafalco estaba cubierto de terciopelo negro con el emblema del duque bordado con hilo de oro. Ardían cirios en los ángulos del féretro y la iglesia estaba saturada de aroma de flores.
La luz exterior se filtraba por los ventanales policromados y el público desfilaba junto al catafalco en medio de la penumbra.
Los muchachos tenían un aire solemne y, cuando salimos de nuevo a la luz del día, se sintieron aliviados. Las gentes formaban corrillos y murmuraban:
—¡Qué impresionante!
—¡Pobre Carl! Llevaba tanto tiempo entre la vida y la muerte…
—El príncipe tendrá que sentar la cabeza ahora que es duque.
—Siempre ha sido una persona seria. Que goce de la vida ahora que es joven.
—¡Las mujeres! Siempre andáis buscándole excusas. Claro que tendrá que sentar la cabeza. Si hay guerra…
Ante tal idea un temor frío asaltó mi corazón. Maximilian tendría que salir al campo de batalla al frente de su ejército. Me estremecí. No podía soportar la idea de perderle en el combate.
Los niños no tardaron en recuperarse del agobio producido por la atmósfera lóbrega de la iglesia.
—Vamos a mirar tiendas —propuso Dagobert.
—¿En Inglaterra se hacen regalos en esta época? —quiso saber Liesel.
Le repuse que la época de los regalos eran las Navidades o la celebración de los cumpleaños. También se regalaban huevos pascuales por Semana Santa.
—Pero ahora no estamos en Semana Santa —observó Fritz.
Les propuse comprarles a todos un sombrero de seguridad.
—Sólo había uno mágico —suspiró tristemente Fritz—. Y Dagobert lo perdió.
—No lo perdí. Vino un duende y se me lo llevó.
—No existen los duendes, ¿verdad, señorita? —protestó Fritz.
—Desaparecieron hace mucho tiempo.
—Dagobert me perdió el sombrero.
—Yo quiero un sombrero mágico —protestó Liesel.
Les respondí que compraríamos uno para cada uno. Y al final quizá resultaría que todos eran mágicos.
Así que marchamos a comprar sombreros. Incluso la pequeña Liesel tuvo el suyo, y los niños gozaron pavoneándose con ellos, y mirándose en los escaparates de las tiendas. Cruzaban entre sí jocosas cuchufletas y tuve que recordarles que el pueblo estaba de luto por la muerte del duque.
—No es auténtico luto —me replicó Dagobert—, porque ahora hay nuevo duque. Es más o menos tío mío.
—También mío —dijo Fritz.
—Y mío —insistió Liesel.
—Por supuesto —murmuró Dagobert—. El duque tendría que ser mi padre.
—Eso sería traición, Dagobert —dije.
Fritz pareció alarmarse, pero a Dagobert le complacía la perspectiva de la traición. ¿De dónde había sacado la idea de que su padre debería ocupar el lugar de Maximilian?
Cuando llegamos a Klocksburg se entretuvieron con un nuevo juego: jugaban a cadáveres yacentes. Dagobert decidió representar el papel del duque en el féretro, pero se aburrió y prefirió jugar a salteadores de caminos.
* * *
Durante toda la mañana oí el redoblar de las campanas desde mi habitación. Las banderas del palacio real ondeaban a media asta, y asimismo, la del pabellón de Klocksburg.
Los niños estaban excitados, aunque silenciosos. Se les había contagiado la solemnidad ambiental. Frau Graben y yo les llevamos al pueblo para presenciar el paso de la comitiva fúnebre.
—Iremos temprano —dijo—. Dentro de unas horas el pueblo estará abarrotado.
Veríamos el cortejo desde la ventana de la posada en donde nos habíamos instalado cuando el desfile que se celebró para festejar el regreso de Maximilian.
Todos íbamos de luto. El caballo que guiaba nuestro carruaje llevaba asimismo un crespón negro.
Durante el trayecto Liesel se puso a cantar pero Fritz le reprendió severamente.
—En un funeral no se canta —le dijo. Y por una vez Dagobert estuvo de acuerdo con su hermano.
Frau Graben en cierto modo nos dio la sensación de hallarnos en una celebración festiva. No podía ocultar su emoción. Echaba vivas ojeadas aquí y allá pero se comportaba con una seguridad sorprendente.
El gentío ya estaba ocupando la Oberer Stadtplatz; muchos se guardaban el sitio en las escaleras que llevaban a la fuente central de la plaza; colgaban de las ventanas crespones negros. Las banderas ondeaban a media asta y el pueblo daba la impresión de hallarse de riguroso luto.
—Iremos a la posada en cuanto podamos —dijo Frau Graben.
Una vez en ella, me sentí aliviada. Alguien se hizo cargo del carro y los caballos. Nos acodamos junto a la ventana, en el mismo lugar que ocupáramos la vez anterior.
El posadero vino a darnos conversación sobre el difunto duque Carl y su joven sucesor.
—Los tiempos están revueltos —murmuró—. Añoramos los viejos tiempos. Esperemos que el joven duque tenga un reinado largo y pacífico, aunque hay que reconocer que las trazas son pesimistas.
Inquieta, le repliqué:
—¿Qué noticias hay?
—Dicen que Napoleón se está poniendo cada vez más belicoso.
—¿Y cree usted que va a declararnos la guerra?
—Las cosas van por ahí.
Dagobert hizo ademán de cargar un fusil imaginario.
—¡Bang, bang, bang! —exclamó—. ¡Todos muertos!
—Esperemos que las cosas no lleguen tan lejos —dijo el posadero.
Dagobert se puso a dar vueltas arriba y abajo, a paso de marcha y saludándonos militarmente al pasar por nuestro lado. Fritz se puso en fila y Liesel le siguió.
—¡Vamos, niños! —dijo Frau Graben con voz jovial—. Que todavía no estamos en guerra…
—Yo me voy a la guerra —dijo Dagobert—. ¡Bang! Os voy a llevar al campo de batalla. Mi padre vendrá con nosotros.
—Él no es el jefe supremo —dijo Fritz.
—Sí que lo es.
—Que no. Es el duque.
—No, lo que pasa es que deja que el duque fanfarronee. Si quisiera, sería el duque.
—¡Vamos, niños! —dijo Frau Graben—. No digáis tonterías.
—No son tonterías. Mi padre…
—No hablemos más de armas, de guerras ni de duques, o no irás al funeral. Vamos, Liesel, vente aquí conmigo que si no, no verás nada.
Nos acomodamos junto a la ventana y el posadero nos sirvió vino a Frau Graben y a mí; los niños tomaron una bebida dulce y las inevitables tortas de especias.
Desde la torre del palacio real una salva de disparos anunció el comienzo del desfile. La comitiva fue descendiendo lentamente por la montaña en dirección al pueblo camino de la iglesia donde estuvieron expuestos los restos del duque.
Había un coche destinado a transportar el ataúd y que sería llevado hasta la orilla del lago, desde donde Caronte se encargaría de trasladarlo en barca; en esta última etapa sólo estarían presentes algunos de los parientes más próximos, encabezados por Maximilian y el conde Frederic.
La cruz procesional resplandecía al sol y Maximilian aparecía como un remoto héroe del bosque, instalado en su coche, ataviado con su uniforme oficial de terciopelo púrpura ribeteado de armiño. Al verle me pregunté si aquel hombre era efectivamente mi marido. Pero cuando levantó la vista sonriéndome, pues sabía de antemano de mi presencia, ya no era tan remoto, y ni siquiera los sones de la siniestra marcha fúnebre, ni los guardias con sus penachos negros en los sombreros en lugar de las habituales plumas azules lograron enturbiar mi alegría. Iban desfilando lentamente.
—Ahí está mi padre —dijo Dagobert con un susurro temeroso.
Y efectivamente, allí se hallaba el conde en persona vestido con uniforme militar cubierta la pechera de medallas rutilantes y con una pluma negra en el casco.
También él levantó la vista para mirarme y advertí en su ademán una sonrisa desdeñosa.
La ceremonia religiosa se les antojó interminable a los muchachos. Dagobert quiso ocupar el sitio de Fritz, pues creía que era mejor que el suyo y que le correspondía a él por ser el mayor. Trató de desalojarle a codazos pero Frau Graben, serenamente, controló sus movimientos.
Por fin concluyó la ceremonia. Depositaron el ataúd en el coche para su último viaje a la isla. La banda empezó a tocar los acordes de una marcha fúnebre y lentamente los caballos, ataviados con terciopelo negro y penachos negros en la cabeza, se abrieron paso por las calles. Los soldados marchaban a ambos lados de la comitiva.
Las multitudes guardaban silencio mientras el cortejo proseguía su camino tortuoso a través del pueblo en dirección al bosque y al lago. Cuando regresara el coche que transportaba los restos mortales el ataúd estaría vacío y el cortejo se habría disuelto; la cruz procesional sería devuelta a la iglesia y guardada bajo llave en la cripta.
Dagobert declaró que quería ir a la isla para visitar la tumba de su madre.
—Hoy ya sabes que no permiten a nadie la entrada en la isla —dijo Frau Graben—. Si eres bueno te llevaré a ver la tumba del duque.
—¿Cuándo? —quiso saber Dagobert.
—Hoy no porque no te dejarían pasar. Hoy es el día del entierro.
—Cuando se muera mi padre los funerales serán mejores —dijo Dagobert.
—¡Válgame Dios, qué cosas de decir!
—Yo no quiero que se muera —dijo Dagobert avergonzado—. Sólo quiero que tenga unos funerales más solemnes.
—No hay funerales más solemnes que los del duque —dijo Fritz.
—¿Por qué no? —insistió Dagobert.
—No habléis más de funerales o yo sé de alguien que no irá a ver la tumba del duque.
Esta advertencia les calmó los ánimos un poco, aunque permanecían intranquilos.
Les propuse un juego de adivinanzas con el que estuvimos entretenidos sin prestar demasiada atención a la ceremonia, hasta que volvió a pasar la cruz procesional y la muchedumbre empezó a dispersarse.
Frau Graben creía que nos marcharíamos pronto pero cuando bajamos al vestíbulo el gentío era tan espeso que apenas podíamos movernos.
—Intentaremos llegar al establo —dijo Frau Graben—. Cuando lleguemos no estará tan abarrotado.
Dagobert se escabulló del patio de la posada para ir a mirar a la muchedumbre y yo estaba ansiosa recordando lo que le había sucedido en el bosque. Así que marché tras él, llamándole a voces.
Entonces vi al sargento Franck que había cogido a Dagobert por el brazo. Le acompañó hasta mí.
El sargento Franck se cuadró y me saludó.
—Está abarrotado ahí fuera —dijo—. Esperen unos diez minutos y estará más despejado. Vayan con cuidado con los rateros y mendigos en un día como hoy. Vienen de varias millas a la redonda.
Apareció Frau Graben y el sargento Franck repitió su saludo.
—Estaba diciéndole a la señorita que será mejor esperar unos minutos. ¿Por qué no entran a dar un vistazo a Gretchen y a los niños? A ella le alegraría verles.
Frau Graben aceptó la idea, lamentando no haberle traído el cordial que le había prometido.
—No se preocupe, que le causará mayor placer verla a usted que todo el cordial de Rochenstein.
—No es usted muy amable con mi cordial —sonrió Frau Graben.
—Mis palabras han sido muy lisonjeras para usted.
El sargento Franck nos abrió paso entre la multitud hasta que salimos de la calle mayor. Nos llevó por una hermosa callejuela lateral adornada con macetas en las ventanas; era como un pequeño patio.
Frau Graben me dijo que los guardias casados vivían en plazuelas como ésta y los solteros, en cuarteles anejos al palacio.
La puerta de una de las casas estaba abierta. Una de ellas se abría directamente sobre el salón. Había dos niños sentados en el suelo; uno tendría unos seis años y estaba dibujando; el otro, de unos cuatro, jugaba a construcciones.
—Tenemos visita, Gretchen —dijo el sargento Franck—. Y ahora tengo que volver al trabajo. Frau Graben, haga usted misma las presentaciones.
—Puede fiarse de mí —respondió ésta.
Y añadió algo que no pude oír. Miré con asombro y sobresalto a Gretchen Franck. La reconocí en seguida: era la misma persona que viera en la clínica cuando iba a dar a luz, la muchacha que me dijeron que había muerto después de grandes sufrimientos.
Me saludó con una reverencia, pero, por su expresión asustada, comprendí que me había reconocido.
Frau Graben sonreía y nos observaba como si fuéramos dos arañas atrapadas en un cuenco.
—¿Qué tal está el nene? —empezó.
—Está durmiendo —repuso Gretchen.
—Me han dicho que es igualito que su padre. Así que no vino usted al funeral, Gretchen…
—No podía llevarme a los niños —repuso Gretchen, sin quitarme la vista de encima.
—Pudo haber venido con nosotros a la posada. Sobraba el sitio. Si lo hubiera sabido le hubiese traído ese cordial. ¿Se encuentra bien? Parece algo…
—Me encuentro muy bien —repuso Gretchen precipitadamente—. Y la señora…
—La señorita Trant —corrigió Frau Graben.
—Señorita Trant —sus ojos me desafiaban—, ¿quiere usted algún refresco?
—Hemos tomado vino en la posada. A lo mejor los niños quieren algo.
—Sí —dijo Dagobert—. Nos gustaría tomar algo.
Mientras traía los refrescos pensé que tenía que hablar con ella a solas.
Cuando volvió depositó una bandeja sobre la mesa y sirvió el vino. Sus ojos sostuvieron mi mirada mientras me alargaba el vaso. Sin duda me reconocía, a juzgar por su elocuente expresión, aunque no lo declarase abiertamente para no azorarme.
A los niños les sirvieron cordial y las inevitables tartas de especias. Dagobert dijo a sus compañeros:
—Dos bandidos intentaron secuestrarme pero yo les ahuyenté.
Los niños escucharon atentamente sus aventuras imaginarias en el bosque.
—Llevaba mi sombrero mágico y lo perdió —dijo Fritz.
Empezaron a discutir sobre el sombrero mágico.
Frau Graben escuchaba en silencio. Al cabo de un rato inquirió:
—¿Qué tal sus rosas, Gretchen?
—Muy hermosas —replicó ésta.
—Voy a darles un vistazo —dijo Frau Graben—. No, no se moleste en acompañarme. Ya sé dónde están.
Gretchen me miraba. Momentos después se levantó y se dirigió a la cocina. La seguí.
—La he conocido en seguida —dijo en voz baja.
—Y yo a ti. Pero no podía creérmelo. Me dijeron que habías muerto y que tu abuela se había quedado con el pequeño…
—Fue mi hija la que murió —dijo, meneando la cabeza.
—Entonces, ¿por qué…?
Meneó nuevamente la cabeza.
—No entiendo por qué el doctor Kleine tuvo que mentirme deliberadamente.
Parecía desconcertada.
—¿Y usted? ¿Qué le ocurrió?
—Mi hija murió. La vi en su ataúd. Una carita blanca con una gorra blanca.
—La mía era igual. Soñé con ella mucho tiempo.
—¿Pero qué ocurrió?
—Mi abuela me llevó consigo y regresé a casa. Hans era el mejor amigo de Franz y me cortejó. Me dijo que Franz hubiera querido que se ocupase de mí y dijo también que siempre nos había tenido cariño a los dos. Así que nos casamos, y mi abuela se quedó muy contenta porque Hans estaba en la guardia del duque. Poco a poco me olvidé de aquella pesadilla y volví a ser feliz. Y usted, ¿qué hizo?
—Regresé a Inglaterra.
—¿No se volvió a casar?
Meneé la cabeza.
—Es lástima. Cuando tuvimos a nuestro primer hijo dejé de soñar con aquella carita enfundada en su gorro blanco. Se lo comenté a Hans y le dije que aquel día hubiera deseado matarme. Y le hablé también de aquella extraña muchacha inglesa que había entrado en mi habitación y le dije que gracias a ella no había desfallecido. Nunca la he olvidado. ¡Qué raro fue nuestro encuentro!
—Yo regresé aquí para dar clases de inglés a los hijos del conde. Frau Graben había ido a Inglaterra. Allí la conocí y me ofreció este trabajo.
—¡Qué curiosa es la vida! —dijo.
—Todo es tan desconcertante…
Me cogió suavemente de la mano.
—Nunca olvidaré lo que hizo usted por mí. Me hubiera arrojado por la ventana… de no haber venido usted aquel día. No sé exactamente lo que le sucedía. Sabía que había pasado una tragedia muy grande, igual que yo. Pero no quería usted hablar de ella. Había en usted algo estoico que me dio ánimos… y a usted le debo la felicidad de que disfruto ahora. He hablado mucho de usted con Hans… pero no tema; nunca revelaré que la he visto… ni siquiera se lo diré a Hans. Me parece que lo prefiere usted así.
Asentí.
—No se lo diré a nadie.
—Quiero saber por qué me dijo el doctor Kleine que usted había muerto —dije.
—Tal vez me confundiera con alguien. Había muchas personas en su clínica.
—No lo creo así. No pudo haber error. Me dijo expresamente que usted había muerto y que su abuela se había quedado con la niña. Y además… ¿Por qué?
—¿Es importante?
—No estoy segura, pero sospecho que pudiera ser muy importante.
Frau Graben se hallaba inmóvil junto a la puerta.
—¡Qué agradable charla! Ya sabía que os haríais buenas amigas. Sí, querida Gretchen, las rosas están muy hermosas. Pero ten cuidado con los pulgones.
Sonrió maliciosamente. ¿Cuánto rato llevaría escuchando?
* * *
Estaba impaciente esperando que llegara Maximilian para explicarle mi descubrimiento. Éste era otro aspecto extraño del misterio que planeaba sobre mi vida.
Instalada junto a la ventana del torreón, le vi aparecer cabalgando por el camino. Lancé un suspiro de alivio.
Subió las escaleras y me saludó abrazándome. Desgraciadamente llevaba el tiempo contado. Había venido del palacio ducal a toda prisa para informarme de que tenía que marchar hacia Klarenbock sin tardanza con algunos de sus ministros. Se estaba creando una situación muy tensa, por lo que parecía inevitable la guerra con los franceses. Había ciertas cláusulas en el tratado con Klarenbock que debían ponerse en claro en caso de guerra. Aquel viaje era imprescindible.
La idea de su marcha me aterró. Mi excesiva ansiedad se debía al recuerdo de haberlo perdido anteriormente.
Me aseguró que estaría de vuelta en cuestión de días, una semana como máximo, y que nada más volver vendría a verme.
Según se alejaba me fue invadiendo una terrible sensación de tristeza e inseguridad. Acaso fuera inevitable y me ocurriría lo mismo cada vez que se marchase, siquiera fuese por poco tiempo.
Poco después caí en la cuenta de que había olvidado hablarle de mi descubrimiento relativo a Gretchen Franck. Y para no entristecerme pensando en aquella separación, planeé dirigirme a la clínica a ver al doctor Kleine por si éste podía arrojar alguna luz sobre lo ocurrido.
Cuanto más pensé en esta idea, más atractiva me pareció. Tendría que informar a Frau Graben, aunque no deseaba explicarle el motivo. Ésta era demasiado curiosa y no podría soportar sus preguntas.
Le dije que había encontrado a ciertas personas en el pueblo de Klarengen y que me gustaría tener noticias de ellas.
—¿Ya les ha escrito? —me preguntó.
—No, pero quisiera visitarlas.
—Hay un tren que la llevará allá en cosa de una hora. No quisiera que viajara sola. Piense que si le ocurriera algo, yo sería responsable ante Su Alteza. No, no quiero que vaya sola.
—Puedo pedirle a Gretchen Franck que me acompañe.
—¿Por qué a Gretchen Franck?
—La excursión le vendrá bien. Está muy preocupada con todas esas habladurías sobre la guerra. Le aterra pensar que Hans tenga que marchar al frente.
Frau Graben asintió pensativa.
—Le vendrá bien. Me alegro de que se hicieran amigas. Yo iré a recoger a sus niños y los traeré aquí. Cuidaré de ellos mientras estén ustedes fuera.
—El niño debe de ser muy pequeño.
—¿Cree usted que no sé tratar a un niño pequeño?
* * *
Gretchen se sorprendió al principio cuando le propuse el viaje, pero cuando Frau Graben se ofreció para cuidar de sus niños aceptó la idea sin pestañear.
No entendía mis deseos de volver allá y yo no podía explicarle mis motivos. Me limité a decirle que deseaba visitar la tumba de mi hija y me contestó que ella también deseaba ver a su pequeña, enterrada allí.
Tomamos el tren de las diez. Prinzstein me condujo hasta el pueblo, donde recogimos a Gretchen. Durante el viaje atravesamos una espléndida región montañosa que, de no haber estado absorta en mis pensamientos, me hubiera alegrado los ánimos.
Al apearnos fuimos a almorzar a una posada. El pueblo era muy pequeño y sólo había dos mesones. El que escogimos estaba prácticamente vacío. Aquí, igual que en Rochenburg, el gran tema de conversación era la guerra que se avecinaba.
Llegamos a la clínica. Gretchen levantó la vista a la ventana con un escalofrío y yo sabía que estaba recordando el día en que planeó suicidarse. Reconocí el lugar en donde había encontrado a las señoritas Elkington.
—Vamos a ver al doctor Kleine —dije.
—Pero ¿por qué? —preguntó Gretchen.
—Tengo que preguntarle dónde está enterrada mi hija.
No puso objeciones y subimos las escaleras exteriores. Abrió una doncella y le pregunté por el doctor Kleine.
Esperaba que me respondiera que éste ya no vivía allá, en cuyo caso mi viaje habría sido en balde, pero, con gran alivio mío nos hicieron pasar a la sala de espera.
—Quiero que esperes aquí, Gretchen —le dije—, mientras entro a ver al doctor.
Al cabo de unos diez minutos me condujeron hasta la sala de visitas del doctor Kleine. La recordaba bien: Ilse me había traído allí nada más llegar al pueblo.
—Siéntese, por favor —dijo cordialmente.
Tomé asiento.
—No me recordará usted, doctor Kleine. Soy Helena Trant.
No acertó a disimular la impresión recibida. Le había pillado por sorpresa, pues en el momento de entrar apenas si me había mirado y llevaba muchos años sin verme.
Enarcó las cejas y repitió mi nombre. Pero yo sentía de alguna forma que me recordaba perfectamente.
—Mistress Helena Trant —dijo.
—Miss… —le corregí.
—Me temo…
—Di a luz a una niña en esta clínica —le dije.
—Verá, miss Trant, tengo tantos clientes… ¿Cuántos años hace?
—Nueve.
Suspiró.
—Son muchos años. ¿Y ahora vuelve usted a estar…?
—No.
—¿Acaso su visita obedece a otro motivo?
—Sí. Quiero ver la tumba de mi hija. Quiero comprobar si está debidamente conservada.
—¿Por primera vez en nueve años?
—No he regresado aquí hasta hace muy poco.
—¡Ah!
—¿Me recuerda ahora, doctor Kleine?
—Creo que sí.
—Había una tal señorita Swartz en la clínica por entonces.
—Ah, sí, ahora recuerdo.
—Usted me dijo que murió y que su abuela adoptó a la criatura.
—Sí, ya lo recuerdo. Dio lugar a muchos comentarios. La muchacha quedó en un estado lamentable.
—Trató de suicidarse —dije.
—Ya recuerdo. No es de extrañar que no sobreviviera al parto. Nos sorprendió mucho que su criatura saliera con vida.
—Pero sobrevivió, doctor Kleine… Fue la criatura quien murió.
—No. Estoy seguro de que se equivoca.
—¿Podría usted comprobarlo?
—Quisiera saber, miss Trant, ¿cuál es el propósito de su visita?
—Ya se lo he explicado. Quiero ver la tumba de mi hija y confirmar lo que ocurrió con Gretchen Swartz. Vivía en este lugar y…
—Querría usted volver a verla. Pero ha fallecido.
—¿Podría usted consultar sus archivos y confirmármelo? Tengo especial empeño en saberlo.
Mi corazón latía con violencia, sin que supiera exactamente por qué. Presentía que tendría que usar mucha cautela si quería averiguar la verdadera historia de Ilse. Si lograba encontrarla daría con la clave del misterio que aún oscurecía mi pasado. De una cosa estaba segura: el doctor Kleine no decía la verdad. Sabía quién era yo y le inquietaba mi regreso.
—No es correcto facilitar información sobre los pacientes —dijo.
—Pero si han fallecido no tiene importancia, ¿verdad?
—Pero si la señorita Swartz falleció, ¿cómo podrá usted verla? De nada sirve ir a visitar a la abuela. Me dijeron que había muerto también y que la criatura fue adoptada por determinadas personas que posteriormente emigraron del país.
Cada vez se sentía más molesto y sus explicaciones se volvían enrevesadas por momentos.
—Si me asegura usted que Gretchen Swartz falleció repentinamente, me daré por satisfecha —concluí.
Lanzó un suspiro. Vaciló unos momentos y tiró de la cuerda del timbre. Apareció una enfermera. El doctor le solicitó un determinado libro del registro.
Mientras aguardábamos me preguntó por mis actividades durante los últimos años. Le conté que había regresado a Inglaterra, y que había vivido allí hasta que se me presentó la oportunidad de venir a dar clases de inglés.
—¿Y fue entonces cuando pensó que le gustaría visitar la tumba de su hija?
—Sí —le respondí.
—Una tumba de estas características, al no estar atendida, se hace difícil de encontrar. En el cementerio verá usted numerosos pequeños túmulos cuyas huellas están casi borradas por el tiempo.
Entró la enfermera con el libro del registro.
—Ah, aquí está. Gretchen Swartz murió en el parto. Su hijo fue adoptado.
—Ese registro está equivocado, doctor Kleine —dije.
—¿Qué quiere usted decir?
—Gretchen Swartz no murió.
—¿Cómo puede estar segura de lo que dice?
—Puedo asegurárselo. La he visto.
—¿La ha visto usted?
—Sí. Ahora está casada con un tal sargento Franck y vive en Rochenburg.
Tragó saliva. Hubo unos instantes de silencio. Por fin balbuceó:
—Eso es imposible.
Me puse en pie.
—No, señor. Es cierto. Me pregunto por qué ha registrado usted la muerte de Gretchen Swartz y la adopción de su hijo. ¿Qué motivo tenía?
—¿Motivo? No la comprendo. Habrá habido algún error.
—Ha habido un error —precisé—. Permítame un momento. Tengo una amiga que deseo presentarle.
Antes de que pudiera protestar me dirigí a la sala de espera y regresé al lado de Gretchen.
—Quiero que salude usted al doctor Kleine —le dije a Gretchen.
Se la quedó mirando de hito en hito.
—¿Quién…? ¿Qué…?
—Le presento a Frau Franck —le dije—. Usted la recuerda como Gretchen Swartz. Pero usted la daba por muerta, o por lo menos, eso me dijo. Puede comprobar que está viva.
—Ambas dimos a luz en su clínica, doctor Kleine.
—No lo comprendo. Usted y ella… juntas aquí. ¿Planearon ustedes esto?
—Sí, claro…
—Usted me ha dicho que el hijo de Gretchen nació con vida y fue adoptado.
—Aquí ha habido un equívoco. Usted no me dijo que Fräulein Swartz estaba aquí.
—Ahora es Frau Franck. Pero usted me ha asegurado que había fallecido. Sus registros lo certifican.
—Es evidente que se trata de un error de copia. Me alegro de que Fräulein Swartz no muriera pero, como ya le digo, todo ocurrió hace ya tanto tiempo…
—¿Cómo pudo cometer tal error en sus registros?
Se encogió de hombros. Casi había recuperado la compostura.
—Siempre pueden deslizarse errores, como usted comprenderá, miss Trant. Me temo que no puedo ayudarla más.
—Tal vez sí —le dije—. Acaso pueda usted indicarme la dirección de Frau Gleiberg.
Frunció el ceño en una mueca de sorpresa que no consiguió engañarme.
—¿No era amiga suya?
—He perdido el contacto con ella.
—Yo también. Y ahora, miss Trant, comprenderá usted que soy un hombre muy ocupado. Lamento no poder ayudarla.
Me acompañó hasta la puerta de la clínica con presteza. Me sentía excitada por una repentina sospecha que me asaltó. De la misma forma que el doctor me había engañado al hacerme creer que el hijo de Gretchen vivía, ¿no sería también falsa la noticia de la muerte de mi hija?
Pero no podía ampliarme detalles, ni siquiera indicarme el sitio exacto de la tumba de mi hija.
Aguardé impaciente el retorno de Maximilian. Teníamos tantas cosas que explicarnos…
* * *
Llegó una carta de Anthony en los siguientes términos:
Las cosas están un tanto desapacibles en Alemania. No me entusiasma la idea de que sigas ahí. Los franceses están muy belicosos y son viejos enemigos de los prusianos. Si hubiera problemas —y parece que los habrá, por lo que aquí comentan— no me gustaría saber que estás en medio del conflicto. Si me lo pides iré a buscarte…
Me parecía incorrecto seguirle engañando acerca de Maximilian. Le profesaba cariño a Anthony y quería que dejara de pensar en mí. Confiaba en que la muchacha de quien me hablara su madre pudiera darle todo cuanto necesitaba de una esposa y deseaba de todo corazón que se enamorara de ella y me olvidase.
En cuanto pudiera le contaría la verdad.
* * *
Frau Graben entró en la sala de estudio presa de excitación. Estábamos en clase y yo trataba de centrar mi atención en lo que hacía. Pero no resultaba fácil. Pensaba inevitablemente en la visita a la clínica y en el significado de aquella conversación. Cada vez estaba más segura de que se ocultaba algún misterio tras la muerte de mi hija.
Cada vez que oía pisadas de caballos en el patio me sobresaltaba, anhelando con desespero que llegara Maximilian. Suspiraba por hablar con él, por discutir juntos las razones de la extraña conducta del doctor Kleine y el misterio impenetrable que me rodeaba.
—Es la duquesa Wilhelmina —anunció Frau Graben.
Con voz que sonó altanera debido al nerviosismo, le respondí:
—¿Qué quiere?
—Ha venido a verla.
—¡A verme a mí!
—Eso ha dicho. Está esperando en la Rittersaal.
—¿Viene con el duque? —preguntó Dagobert.
—No —respondió Frau Graben—. Viene sola… por lo menos en la Rittersaal está ella sola. En el coche la esperan dos de sus doncellas.
—En seguida voy —dije—. No comprendo por qué querrá verme.
Les dije a los niños que siguieran leyendo el libro de cuentos de hadas que nos servía de texto.
Cuando quedé a solas con Frau Graben, ésta me miró con excitación y se encogió de hombros.
—¿A qué viene esto? —susurró.
—¿Quería verme a mí precisamente?
—Así es. Y mira de una forma…
—¿Qué clase de mirada tiene?
—Recuerda los icebergs —dijo Frau Graben—. Y no es que haya visto ningún iceberg. Pero es una mirada muy fría, estremecedora, diría yo. Y me han dicho que en los icebergs hay mucho más hielo del que se ve en la superficie.
—Me pregunto si…
—¿Si sabe algo? No lo sé. Las noticias se filtran… especialmente las malas, y ésta puede ser una mala noticia para ella. En fin, ya verá. Trátela siempre de Alteza y mantenga el debido respeto. Así todo irá bien.
Me di cuenta de que temblaba. Había visto a aquella mujer una o dos veces, pero siempre a distancia. El hecho de que creyera ser la esposa de Maximilian la hacía, como mínimo, peligrosa. Tenía la sensación de que le estaba causando un agravio, lo cual no era cierto. Si nos hallábamos en aquella situación, ni ella ni yo teníamos la culpa.
Estaba sentada a la mesa cuando Frau Graben abrió la puerta.
—Aquí está miss Trant, Alteza —dijo.
Entré en la sala. Me di cuenta de que Frau Graben no cerraba la puerta. Se quedaría escuchando arrimada a la puerta. Casi agradecía aquella vigilancia.
—¿Es usted miss Trant?
Me escudriñó. Aquéllos eran los ojos azules de mirada más fría que había visto en mi vida. Carecían de expresión y era imposible adivinar lo que sabía a través de ellos. Era bella dentro de su estilo, pensé, no sin ciertos celos. ¡Qué sensación más absurda! Maximilian me quería a mí y nunca amó a aquella mujer. Su belleza era la de una estatua, remota y fría. Su rubia cabellera enmarcaba un rostro de tez pálida y un tanto alargado, la nariz era aguileña y patricia; la boca hacía juego con los ojos: nunca sonreía. Llevaba una capa de terciopelo echada hacia atrás que dejaba al descubierto los volantes de encaje del cuello y las muñecas. Lucían los diamantes en sus dedos y en el volante del cuello. Armonizaban con su figura. No podía imaginar en ella una pasión ardiente. Aunque conmigo mantenía las distancias, había en ella algo inerte que le confería apariencia de serpiente.
Mostró gran interés por mí, mayor del que habría manifestado por una simple maestra de inglés. Algo sabía, pensé, aunque no lo sospechara todo.
—Me han dicho que les enseña usted inglés a los muchachos.
—Así es.
—¿Son buenos alumnos?
Le respondí que estaba satisfecha.
—Puede sentarse. —E indicándome una silla cercana, agregó—: Ahí. ¿Cuánto tiempo lleva en Klocksburg?
Respondí a su pregunta.
—¿Por qué vino usted aquí?
—Frau Graben y yo nos encontramos en Inglaterra. Creyó que serviría para maestra de inglés.
—¡Frau Graben! ¿A santo de qué había de decidir ella si a los niños se les va a enseñar o no el inglés?
—Tal vez ella pueda decírselo.
Alzó las cejas de forma imperceptible. Esperaba no haber sido impertinente. Ello no entraba en mis intenciones. Pero estaba terriblemente nerviosa, pues sabía que ella ocupaba la posición que a mí me correspondía y que creía ser la esposa legítima de Maximilian. No acertaba a imaginar cuál sería su reacción cuando supiera la verdad. Era orgullosa y altanera y se sentiría humillada. La pérdida de dignidad significaría mucho para ella.
—Estamos viviendo tiempos difíciles, miss Trant. No estaría mal que regresara usted a su país.
Creí percibir en su mirada un deje de frialdad aún mayor.
«¡Lo sabe!, —pensé—. Me está diciendo que me vaya». Tenía la impresión de que me estaba planteando la disyuntiva de marcharme o atenerme a las consecuencias.
«¡Márchate! ¡Deja a Maximilian!». Como si esto fuera posible… ¿No era él mi esposo? Pero sentía pena por ella. Como sentiría pena por cualquier mujer que estuviera en su situación, ya fuera una orgullosa princesa o la hija de un humilde leñador.
En aquel momento sabía que iba a luchar por defender lo que era mío. Aún estaba reciente en mi memoria la visita al doctor Kleine, pensaba en los hijos que tendría; y el heredero de Maximilian sería mi hijo y no el de ella. Para mí no pedía grandes riquezas. Yo hubiera sido más feliz si mi marido no ocupara una posición tan elevada, pero lucharía por mis hijos como cualquier madre.
—No tengo intención de regresar a mi país —dije—. Pienso quedarme aquí.
Inclinó la cabeza. ¡Cuántos secretos ocultaban aquellos ojos! Aquella mujer era como una serpiente. Los ojos miraban fijamente; la boca era fría; se tenía la sensación de que la flecha envenenada estaba al acecho, aguardando la ocasión.
—Podemos entrar en guerra en cualquier momento. Mi marido el duque está sumamente preocupado.
Se me subieron los colores a la cara. Tenía ganas de gritar: «¡No! ¡Es mi marido! ¿Y cree usted que no estoy al tanto de sus preocupaciones?».
Aquello era insensato. No me comportaba de forma razonable. La duquesa no tenía idea de que yo fuera la esposa de Maximilian. Aquella actitud suya fría y escudriñadora era la única apropiada para tratar con personas a quienes ella consideraba inferiores.
—Yo aconsejaría a todos los extranjeros que se marchasen —dijo—, pero usted no quiere. Usted está embelesada con su trabajo.
Contrajo los labios, pero sus ojos no expresaban sonrisa alguna; parecía como si se inhibiera frente a la insensatez advirtiéndome que me marchara si era prudente o, en caso contrario, que me atuviera a las consecuencias.
—Prefiero quedarme. Su Alteza es muy amable al preocuparse por mí.
Mis palabras eran hipócritas. Bien sabía yo que su solicitud no auguraba nada bueno. Mi bienestar no la inquietaba en absoluto, sino que era otra cosa lo que buscaba.
—Ya que se queda usted —dijo—, voy a solicitar su ayuda.
Comprendía que estaba jugando conmigo, atormentándome de algún modo. Por unos instantes me convencía de que estaba enterada de todo, y al momento siguiente me decía a mí misma que todo eran fantasías.
—La guerra puede llegar de un momento a otro —prosiguió—. No cabe la menor duda. He pensado transformar uno de los palacetes en hospital. Vamos a necesitar la colaboración de todos aquéllos que puedan ayudarnos. ¿Está usted dispuesta a cooperar con nosotros?
Quedé estupefacta. ¡Qué imaginaciones más absurdas! Así que sólo pretendía que la ayudase a organizar el hospital… ¡Y yo que me figuraba que estaba proyectando asesinarme!
Me sentí enormemente aliviada. La duquesa debió de advertirlo.
—Haré lo que haga falta para ayudarles —dije con calor—. Pero debo precisar a Su Alteza que no tengo ninguna experiencia como enfermera.
—Muy pocas de nosotras la tenemos. Tendremos que ir aprendiendo. Así pues, ¿podemos contar con su ayuda?
—Si estalla la guerra estaré ansiosa de prestar mis servicios.
—Gracias, miss Trant. Es usted muy buena. Estoy pensando en el Schloss. Se denomina el Landhaus porque el gobierno solía reunirse allí años atrás. ¿Lo ha visitado?
Le respondí negativamente.
—Está situado al otro lado de la montaña y es de fácil acceso. Confío en que no hayamos de necesitarlo pero conviene estar preparados. —Sus ojos fríos me miraron con detenimiento—. Más vale adelantarse a los acontecimientos. Estará de acuerdo conmigo…
—Sí, por supuesto…
Hizo un ademán imperioso con la mano para dar a entender que la entrevista había concluido. Me levanté y me dirigí a la puerta.
Ya iba a franquear el umbral, cuando me dijo:
—Requeriré su ayuda… dentro de poco.
Le contesté que me encontraría bien dispuesta en cualquier momento.
Al salir de la estancia casi me di de narices con Frau Graben.
—Venga a mi cuarto. Le daré una taza de té.
La seguí hasta sus aposentos. El té estaba a punto.
—¿Qué le ha parecido? —empezó Frau Graben, al tiempo que me servía una taza.
No valía la pena preguntarle cómo se había enterado de nuestra conversación. Sabía que se había pasado todo el rato escuchando, y ella sabía que yo lo sabía.
—Lo más prudente es estar preparados. Si estalla la guerra se producirán bajas y es mejor tener los hospitales en condiciones.
—¿A qué habrá venido?
—Va a necesitar muchas colaboradoras.
—Ya lo sé. Pero ¿por qué ha venido a verla a usted precisamente? ¿Es que Su Alteza tiene que entrevistar personalmente a todos los que van a prestarle sus servicios?
—A lo mejor cree que, siendo extranjera, mi caso es distinto. Primero me recomendó que me marchara, ya lo oyó usted.
Frau Graben frunció el ceño:
—Me pregunto qué es lo que sabe. Tienen espías por todas partes. Ya puede usted suponer que controlan todas las visitas de Max. Se preguntarán el motivo de estas visitas, y cuando se preguntan algo así, la respuesta es siempre la misma: una mujer.
—No ha dado indicios de saber nada.
—¡Pues no faltaría más! Es cerrada y fría como el hielo. Pero ¿qué hay debajo de la superficie? ¿Qué piensa hacer? Si cree que usted es una mujer más, tal vez la atormente una temporada, pero si supiera que es usted la esposa legítima de Maxi… —Frau Graben soltó una carcajada burlona.
—Parece ser que esto la divierte —comenté con frialdad—. A veces me parece usted malvada.
—Tengo mi parte buena y mi parte mala, como todo el mundo. Nunca se puede estar seguro de la gente, ¿verdad?
¡Cuánta razón tenía! Nunca se puede estar seguro ni de los seres más próximos.
«¡Oh, Maximilian, vuelve pronto!», exclamé suplicante.
* * *
Al día siguiente llegó un emisario del conde. Venía en carruaje oficial con escudo de armas. Éstas eran tan similares a las del duque que por un momento pensé que había regresado Maximilian. La desilusión fue grande.
Frau Graben vio llegar el coche y averiguó la razón de tal visita.
—Viene de parte de Fredi —me dijo—. Tendrá que ir a su palacio. Quiere consultarla sobre las clases.
La miré consternada. Frau Graben me miró con severidad.
—No podemos desobedecer las órdenes del conde… al menos hasta que no la reconozcan a usted oficialmente. —Emitió una risa ahogada—. Pero no ha concretado si había de ir sola o no. Aunque no dudo de cuáles son sus maquinaciones, pues conozco a Fredi. Mejor será que la acompañe.
La presencia del ama de llaves me era grata; Frau Graben siempre daba a las cosas un tono de intrascendencia. Su interés apasionado por aquella historia y su decisión de apurar hasta la última gota las emociones del caso se hacían contagiosos.
—A Fredi no le hará mucha gracia verme a mí —dijo, haciendo un mohín—. Pero Maxi me ha confiado su custodia, recuérdelo. Y yo no soy persona que falte a sus obligaciones.
Los ojos le bailaban de emoción. Comprendí que preferiría presenciar una tragedia a que no pasara nada.
Llegamos al palacio del conde. Éste era bastante parecido al del duque sólo que algo más pequeño.
—Fredi se figura que el duque es él —gruñó Frau Graben—. Como ya le he dicho más de una vez hace años, mientras insista en esas fantasías no voy a discutir con él.
Pasamos frente a los centinelas, quienes conocían todos a Frau Graben, y entramos luego en la Rittersaal, donde un mayordomo uniformado con una espléndida librea de la casa condal —tan magnífica como la tradicional del duque y casi idéntica a ella— nos introdujo en la antesala.
Por fin apareció el conde. Al ver a Frau Graben torció el gesto.
—¡Ah, usted aquí, vieja entrometida!
—Recuerda con quién estás hablando, Fredi.
—Yo no he pedido por usted.
—Pues yo he venido, como era natural. No puedo permitir que una señorita de mi casa venga sin escolta.
Aunque el conde estaba irritado, se echaba de ver que Frau Graben ejercía cierta autoridad sobre él. Con una sola palabra o una simple mirada hacía que el conde y aun el mismo Maximilian volvieran a la infancia. Como niñera debió gozar de grandes poderes, y esas facultades persistían. Lo cual confirmaba sin lugar a duda la veracidad de las observaciones de Frau Graben sobre las personas en general. Efectivamente, hay en la gente muy diversos aspectos de carácter, y el conde, que era sin duda un hombre sin escrúpulos, podía recordar el afecto que sintiera por su niñera.
—Querías ver a miss Trant… Pues ahí la tienes.
—Usted esperará aquí —le dijo el conde—. Miss Trant se viene conmigo.
La mayordoma no pudo replicar y yo marché tras el conde. Pero era para mí un gran alivio saber que ella me aguardaba.
El conde cerró la puerta con energía y me condujo por una escalera hasta una pequeña estancia decorada con paneles. Había un ventanal con asientos adosados desde el que se divisaba un magnífico panorama.
—Siéntese, miss Trant, por favor.
Me acercó una silla que me colocó de tal forma que la clara luz del día me diera en pleno rostro. Él se sentó en una de las sillas adosadas a la ventana, de espaldas a la luz del día. Cruzó los brazos y me examinó detenidamente.
—¿Qué tal les van las clases a los niños?
Y yo pensé que no era esta pregunta el motivo de su llamada.
Le respondí que adelantaban mucho.
—Me he interesado mucho por sus estudios… desde que llegó usted.
Su rostro expresaba una punta de ironía. Quería darme a entender que estaba interesado por mí.
—Klocksburg está muy lejos y yo soy un hombre atareado. Quisiera verles más a menudo, así que voy a proponerles que vengan aquí.
—Creo que sería un error trasladarlos —contesté apresuradamente.
—¿Lo cree usted así? ¿Por qué?
—Klocksburg ha sido siempre su hogar. Los sirvientes ya les son familiares.
—Pueden visitar Klocksburg siempre que quieran y no es mi deseo que se hallen muy vinculados con el servicio.
—Se sienten muy seguros con Frau Graben.
—No lo dudo —dijo con severidad—. Pero yo quiero que los muchachos se hagan hombres, no que se conviertan en pollitos agazapados bajo el ala de una vieja gallina. Además sería muy agradable verla más a menudo, miss Trant. Es usted una mujer muy interesante.
—Gracias.
—No me dé las gracias a mí. Déselas a las fuerzas superiores que la hicieron así.
Me puse en pie.
—Me parece que me voy a marchar.
—¡Pero si habla como una duquesa! Tiene todo el aire… desde que está aquí. Claro que siempre ha estado usted bien dispuesta a expresar su desaprobación. ¿Se acuerda de la primera vez que nos vimos? Pero luego ha cambiado usted. Desde el regreso de mi primo.
Me dirigí hacia la puerta pero el conde estaba a mi lado y me sujetaba la mano.
—Celebraría que me soltara la mano.
—Vamos, miss Trant, que no es la primera vez que la tocan…
—¡Insolente!
—¡Perdón, duquesa!
Me acercó su rostro.
—Yo sé muchas cosas de usted, ¿sabe?
No me soltaba el brazo. Percibí de forma directa y desagradable su virilidad brutal. Pensé con gratitud en Frau Graben.
—Si no me suelta ahora mismo…
—¿Qué va a hacer?
—Iré a ver al duque…
—Mi noble primo está lejos. Cuando vuelva le dirá usted que he osado poner mis manos en su propiedad. ¿Es así? —Su rostro de expresión cruel casi me rozaba—. Sé muchas cosas de usted, mi querida duquesa de mentirijillas. Conoció usted a nuestro Maximilian hace años, ¿no? Y ha venido aquí en su busca. Quería usted renovar aquel interesante romance que hubo entre ustedes hace muchos años. A usted le parece una historia insólita pero entre nosotros es muy corriente. Yo mismo la he vivido. Una sencilla campesina ignorante de las costumbres del mundo que conserva su virtud como algo sagrado… en estos casos se impone un falso matrimonio.
—Se equivoca —repliqué compulsivamente—. No hubo falso matrimonio.
—¿Todavía se engaña, miss Trant?
—¿Usted cómo puede saber esto?
—Querida miss Trant, cuando quiero saber algo tengo mis propios métodos para enterarme. Mis espías trabajan bien. ¡No irá usted a creer que mi primo es su esposo legítimo! —Guardé silencio y prosiguió—: Pero veo que sigue engañada. ¿Cómo puede creer que mi primo iba a estar tan loco, aunque fuera él? Con lo fácil que es… usted no lo sabe bien. Una sencilla ceremonia, un amigo que amablemente se presta a hacer de cura… Querida miss Trant, esto ha ocurrido miles de veces en el pasado y seguirá ocurriendo mil veces más.
—No voy a discutir esta cuestión.
—Por más que quiera complacerla, no siempre hemos podido hablar de temas que le agraden.
—¿Me ha traído usted aquí para decirme eso?
—Eso sólo ha sido de paso. La he traído aquí para comunicarle que los niños van a instalarse aquí y que usted, en su calidad de maestra de inglés, tendrá que acompañarles. Puedo asegurarle que su estancia aquí será tan agradable como en Klocksburg. ¿Qué me dice usted?
—No tengo nada que decir.
—Eso significa que debe usted estar dispuesta a marchar de Klocksburg de inmediato.
—No pienso irme de Klocksburg.
—¿Quiere decir que renuncia a su empleo?
—Lo haré si insiste en que los niños vengan aquí.
—¿Y qué me dice de Fritz… su protegido especial?
Me acobardé sin poder evitarlo. Vislumbraba lo que podía representar para aquel muchacho el trato sádico del conde. Acaso por la misma alegría del retorno de Maximilian me había olvidado de Fritz.
No temía por mí. Maximilian me protegería de las garras de aquel hombre, pero aunque no hubiera ya necesidad de seguir manteniendo en secreto nuestro matrimonio, Fritz no dejaría de estar en sus manos. Me había llegado a sentir muy vinculada a aquel niño. Me necesitaba y yo sabía que le había apoyado mucho.
El conde me miraba con astucia, leyendo mis pensamientos. Acercó su rostro al mío.
—Siente usted gran afecto por este hijo mío, miss Trant —dijo—. Me gusta, pues ello me demuestra que es usted mujer de gran corazón. Ello hace que la admire más aún. Si viene usted aquí podrá seguir cuidando de él. No hay motivo para que usted y yo no seamos muy buenos amigos. Si cree usted que trato al niño con excesiva dureza, podemos discutir la cuestión. Usted podía aplicar sus instintos maternales… ¿no? ¡Oh, miss Trant, es usted una mujer maravillosa! Le diré sinceramente que la adoro…
—Deseo marcharme.
—Considere mi propuesta. No le dé muchas vueltas a ese pequeño incidente ocurrido entre nosotros. Max y yo somos muy parecidos. Siempre lo hemos sido. Nos criamos juntos y hemos adquirido unos gustos similares. Esa diabólica Graben se lo confirmará. En cuanto a lo del pabellón de caza, sea razonable. No quisiera que le atribuyera usted demasiada importancia. Antiguamente solían pasar esas cosas y aún hoy se dan estos casos. Y figúrese por un momento que el matrimonio no fuera fraudulento. ¿Qué consecuencias traería ello consigo? ¡Desgracias, tremendas desgracias! Y sobre todo, graves conflictos con Klarenbock. ¿Se imagina usted que ese Estado aceptaría impávido la degradación de su princesa? Y aunque así fuera, ¿cuál sería la reacción de las gentes de aquí? Jamás la aceptarían a usted… una extranjera sin ningún rango, por más atractiva que pueda ser. ¿Sabe lo que sucedería? Sería el fin de Maximilian. En el mejor de los casos le harían abdicar. Y no querrá usted que le ocurra esta desgracia a él… ni a nuestro pequeño Rochenstein. Pero, gracias a Dios, las cosas no ocurrieron así. La ceremonia del pabellón de caza fue como otras tantas que se celebraron antes. Y si aquéllas no hicieron temblar a este ducado, esta vez tampoco será así.
El secreto ya no era exclusivamente nuestro. Era del dominio público y había llegado a conocimiento de quien, estaba segura, era nuestro más peligroso enemigo.
Necesitaba retirarme a reflexionar.
—A su debido tiempo enviaré un coche a buscarla a usted y a los niños —le oí decir—. Espero poder darle la bienvenida. Entonces podremos reanudar cómodamente nuestra interesante amistad. Ello me causará el más vivo placer.
* * *
Una vez en el coche, camino de Klocksburg, le relaté a Frau Graben nuestra conversación.
—¡Llevarse a los niños! Jamás oí cosa igual.
—Dice que está decidido. ¡Y además está enterado de la ceremonia del pabellón de caza! ¡Ha dicho que se trataba de un falso matrimonio!
—Miente. Maxi nunca ha sido un embustero. Fredi contaría cualquier mentira para salirse de un aprieto. Le conozco bien.
—Ha estado muy ofensivo conmigo y temo por Fritz.
—Va detrás de usted porque Maxi la quiere. Siempre ha sido así. Él tenía que tener lo mismo que tenía Maxi. Esto le obsesionaba. Pero usted no irá a su Schloss.
—No —le aseguré—. Pero ¿qué será de Fritz?
Frau Graben miró ceñuda.
—No se llevará a los niños allá. La condesa nunca lo consentiría. Ella es la única persona a quien teme y nunca admitiría en su Schloss a los hijos ilegítimos de su marido. Estoy convencida. Este Fredi es un fanfarrón.
—Sabe lo de la ceremonia. ¿Cómo lo ha podido averiguar?
—Por sus espías… están en todas partes. Es tan fastidioso como su padre. Vamos a tener problemas con él. No fui lo bastante severa con él cuando le hice de niñera.
—Siente por usted cierto respeto que no siente por nadie más.
Asintió sonriendo.
—Y además —añadí— dice que si se supiera que yo era la esposa de Maximilian estallaría la revuelta. Nadie me aceptaría y Maximilian sería destronado.
—¡Pues claro! Y el señorito Fredi se haría señor del ducado, ¿verdad?
—Eso no se atrevió a decirlo.
—Pero lo piensa. Esa idea siempre le ha rondado la cabeza… amargándole la vida. Eso es lo que persigue y nada le detendrá hasta que lo consiga. También la persigue a usted, a usted y al ducado. Todo lo que es de Maxi debe ser suyo. Por cierto, he oído decir que ya se ha cansado de la hija del posadero. Éste ha sido uno de sus amoríos más largos. Al padre de ella no le hacía ni así de gracia, pobre hombre. La adoraba; es su única hija. Pero apareció Fredi y tuvo que salirse con la suya. ¡Pobre muchacha! ¡Oh, tenemos que vigilar al señorito Fredi!
—Estoy deseando que vuelva Maximilian.
—Está bien —respondió con su tierna sonrisa—, eso es justo y es natural, ya que él es su legítimo, esposo. Todo lo que podemos hacer es esperar. Pronto va a pasar algo. Lo presiento en mis entrañas, y va a ser algo gordo.
Se rió entre dientes. Pocas veces la había visto tan excitada.
* * *
Estaba ansiosa por evitar que los niños supieran la noticia de su próximo traslado a Klocksburg. Cuantas más vueltas le daba al caso más conforme estaba con Frau Graben. La condesa, a quien había visto por breves momentos, parecía una mujer muy resuelta, y no creía que Frau Graben se equivocara al afirmar que nunca aceptaría a los hijos ilegítimos del conde en el Schloss en el que se estaba criando su propio hijo. Estaba claro que el conde fanfarroneaba. Pero indudablemente había oído algo, y ese algo era la ceremonia celebrada entre Maximilian y yo hacía ya muchos años.
Los niños pedían alborotadamente que les llevaran a ver la tumba real y, al día siguiente de mi entrevista con el conde, por la tarde, salimos hacia la Isla de los Muertos. Liesel no venía con nosotros, pues se había quedado al lado de Frau Graben.
Había una barca en el amarradero y los muchachos insistieron en remar ellos mismos sin esperar a que viniera el viejo Caronte. Discutieron acaloradamente para decidir quién llevaría los remos.
Propuse que echáramos una moneda al aire para saber quién remaría a la ida y quién a la vuelta. Dagobert salió vencedor y se encargó de llevarnos en el viaje de ida, mientras Fritz le vigilaba atentamente para asegurarse de que sus movimientos eran perfectos.
Mientras desembarcábamos dificultosamente, nos salió al encuentro Caronte, que había salido de su casa para saludarnos. Se plantó delante de nosotros, escudriñándonos con sus ojillos de arrugados párpados.
—Ha ocurrido algo triste desde la última vez que vinieron —dijo, mirándome.
Me tendió la mano, fría y seca que tanto me impresionó la primera vez que la vi.
—Han venido a visitar la tumba real… —Recordé el timbre cavernoso de su voz—. Últimamente hemos tenido bastantes visitas. Siempre pasa lo mismo cuando muere alguien de la familia.
Ahora yo ya formaba parte de ella, y posiblemente algún día mis restos recibirían sepultura en la isla.
—Vengan conmigo —dijo Caronte—. Vamos, jovencitos. Les voy a enseñar la sepultura del duque, que en paz descanse.
Echamos a andar, el viejo a mi lado y los niños detrás. Éstos tenían un aire especialmente solemne. Sin duda tenían la misma sensación que yo, de hallarse en presencia de la muerte.
—¿Ya ha encontrado a alguien preparado para ocupar su lugar, Franz? —dijo Dagobert.
—Estoy solo en la isla, como lo he estado desde hace muchos años.
—Me pregunto quién se va a ocupar de todos esos muertos cuando falte usted.
—Eso ya se solucionará —respondió Caronte.
—Todos esos muertos —musitó Dagobert—. Necesitan alguien que cuide de ellos. Reconozco que a todo el mundo le debe dar miedo vivir aquí… menos a usted, Franz. ¿Tiene usted miedo?
—Hace ya mucho tiempo que los muertos son mis compañeros y ya no les temo.
—¿Te gustaría quedarte solo aquí al anochecer, Fritz? —quiso saber Dagobert. Fritz vaciló y Dagobert añadió en tono acusador—: Ya sabes que no. Te espantarías y te pondrías a chillar cuando los espíritus salieran de sus tumbas.
—A ninguno de vosotros os gustaría quedaros solos de noche. Y como no va a darse el caso, no vale la pena insistir en el tema —atajé.
—A mí no me importaría —se jactó Dagobert—. Me sentaría en la lápida y diría: «Venid aquí, miradme. ¡No me dais miedo!».
—Y estarías tan asustado como nosotros —le repliqué.
—Ellos también deben de estarlo —dijo Fritz—. No me gustaría estar metido ahí dentro con un montón de tierra encima.
—Ésa no es manera de hablar —le amonesté—. Esas flores son muy hermosas.
—Las plantaron horas antes del entierro de Su Alteza —dijo Franz.
Llegamos a la avenida principal. Allí estaba la nueva sepultura cubierta de flores. Aún no estaban colocadas las grandes efigies y estatuas.
Los niños se detuvieron a contemplarla con aire solemne.
—¿Han enterrado a alguien vivo? —preguntó Dagobert.
—¡Vaya pregunta! ¿A quién iba a ocurrírsele enterrar a alguien antes de morir? —dije como al descuido.
—A algunas personas las han enterrado vivas. En los monasterios solían emparedar hombres vivos.
—Ahora que ya habéis visto la tumba del duque, ¿no queréis visitar las de vuestras madres?
Asintieron y nos encaminamos al otro cementerio. Caronte nos acompañaba; su aspecto era el mismo que debía de tener el barquero de la laguna Estigia, con el traje de ceremonia flotando al viento y los mechones grises que le asomaban por debajo de la gorra. Parecía un mensajero de la muerte.
—Vayan con cuidado con la nueva tumba —dijo.
—¡La nueva tumba! —A Dagobert se le encendieron los ojos—. ¿De quién?
—La he cavado esta mañana —dijo Caronte.
—¿Podemos verla? —preguntó Fritz. Caronte señaló con el dedo.
—Está muy cerca. Hay una pasarela de tablones en medio.
—¿Podemos verla? —insistió Fritz.
—Tengan cuidado, señoritos. No fueran a caerse y se rompieran una pierna.
Estaban ansiosos de verla. Les seguí hasta la tumba y Caronte levantó los tablones, quedando al descubierto un gran boquete oscuro.
Sentí que se me ponía la carne de gallina. Supongo que sería por la idea de que no tardarían en bajar un ataúd y otra vida habría terminado. Sentía, como dicen en mi país, que alguien andaba sobre mi tumba.
—¿A quién van a enterrar ahí? —pregunté.
—A una joven —repuso Caronte meneando la cabeza—. Era demasiado joven para morir. Es la hija del posadero del pueblo.
Ya la conocía: era otra de aquellas desdichadas mujeres a quienes el conde había favorecido pasajeramente para repudiarlas después. Sabía que se había quitado la vida y que el favor recibido era el causante de que ahora la enterraran en la Isla de los Muertos.
Sentía unas ganas terribles de marcharme de aquel lugar.
* * *
En el transcurso de aquel día la tensión pareció ir en aumento. Esperaba algo y no sabía qué. De algo sí estaba segura: las cosas no podían seguir mucho tiempo así. Estaba atenta a cualquier rumor de caballos que viniera de la carretera. Maximilian podía venir. ¡Cuánto le añoraba! Y no sólo por la alegría que me procuraba su compañía sino porque deseaba desesperadamente confiarle mis temores cada vez más intensos. ¿Y qué iba a hacer yo cuando oyera acercarse el coche enviado por el conde con orden de recoger a los niños? Yo no pensaba marcharme, pero ¿cómo permitir que Fritz se fuera sin mí? Mi mente trazaba febriles planes para retener a Fritz en el castillo.
Fingiría que estaba enfermo. Pero no, esta excusa ya no daría resultado. Sea como fuere, debía encontrar una solución.
—¡Dios mío! —exclamó Frau Graben—. ¡Pero si está asustada!
—Estoy pensando que el conde va a llevarse a los niños.
—Y yo le digo que no se atreverá. La condesa no lo permitiría, y menos ahora que hay un escándalo reciente. Esa amante del conde, la hija del posadero, estaba embarazada y se ha quitado la vida.
—Vi su tumba… estaba recién cavada —dije.
—¡Pobrecilla! Ha sido el fin para ella. ¡Y qué forma de morir! Se arrojó desde el desván más alto de la posada, cayendo al patio. Dicen que él fue quien encontró su cadáver. Está casi enloquecido. Era su única hija.
—¡Qué horrible tragedia!
—Ha sido una insensata. El conde se hubiera hecho cargo de ella y del hijo, por más que repudiara a la muchacha. ¡Pobres chicas! Al principio todo es tan romántico hasta que llega la hora de la verdad…
—Para él aún no ha llegado —dije con resentimiento.
—Para Fredi se trata de un derecho. Y ella lo sabía desde el primer momento. A otras les pasó lo mismo antes. ¡Pobrecita niña! Pero la cosa tenía que acabar. Fredi no le sería fiel eternamente. Ahora todo terminó: que sirva de aviso a las jovencitas. Ahora, ¡ánimo! Le aseguro que el conde no se lleva a los niños. ¿Cómo iba a hacerlo? La condesa nunca aceptará que vivan bajo el mismo techo que el futuro conde. Los muchachos permanecerán aquí, ya lo verá. Por ahora nuestra única misión es esperar a que vuelva Maxi.
¡Cómo anhelaba que llegara este momento!
* * *
Sería poco después de medianoche. Me había retirado a mis aposentos a la hora acostumbrada y dormía profundamente cuando me desperté y vi a Frieda, en pie al lado de mi cama, sosteniendo una palmatoria encendida.
—¡Miss Trant! —exclamó—. Despierte. Fritz no está en su cama.
Me levanté sobresaltada y me puse las zapatillas y el batín.
—Habrá salido a dar vueltas una vez más, miss Trant. He entrado en su cuarto porque me pareció oír un ruido… y ya no estaba. La cama está vacía.
Frieda estaba tan agitada que se le cayó la caja de cerillas que llevaba en la base de la palmatoria. La recogió con dedos temblorosos.
—Mejor será que le busquemos —dije.
—Sí, señorita.
Salí corriendo de mi alcoba. Frieda me siguió aguantando en alto la palmatoria.
Me encaminé a la habitación de Fritz. La cama estaba vacía.
—No puede estar lejos —dije.
—Señorita —dijo Frieda—, hay una corriente de aire que viene de la escalera del torreón. No me lo explico…
—¡Una corriente! Esto quiere decir que había alguna ventana abierta.
Eché a correr escaleras arriba hacia el torreón. En seguida me percaté de lo que aquello significaba. Si la puerta estaba cerrada no podía pasar la corriente, salvo que la ventana estuviera abierta.
Estaba despavorida. Fritz andando sonámbulo… podía haber entrado en la alcoba del torreón, yendo luego hacia la ventana… aquella ventana por la que se arrojara la pobre Gerda hacía tantos años. La historia de Gerda había hecho mella en su imaginación. Yo creía haber eliminado de las mentes de los niños el malsano temor a los espíritus, pero ¿cómo averiguar lo que ocurría en lo más recóndito de sus almas? Y si Fritz estaba andando en sueños…
Subí corriendo las escaleras; la puerta estaba abierta; no cabía duda que la corriente venía de la ventana abierta.
Frieda me pisaba los talones, llevando la palmatoria, especialmente útil en aquella noche oscura; en el aire flotaba algo de niebla, pero la luz de la vela me permitió ver la alcoba con la ventana abierta, la ventana por la que se arrojara Gerda y que se hallaba sobre una pendiente escarpada que bajaba hasta el valle.
Me acerqué a ella apresuradamente y me asomé. Apenas si pude distinguir la forma oscura de la ladera de la montaña. Noté una presencia a mis espaldas. Un aliento cálido parecía tocarme el cuello. En aquel momento pensé que alguien se disponía a hacerme saltar por la ventana.
Se oyó un súbito alarido y una ráfaga de luz iluminó la alcoba. Vi a Frieda que se encogía contra la pared. Se le había caído la vela y miraba con horror el tapete de terciopelo que estaba ardiendo. Me olvidé de mis terrores inmediatos. Me abalancé a coger una manta y empecé a sacudir el fuego.
Apareció Frau Graben con una vela en la mano, el cabello cubierto de rulos bajo el gorro de dormir.
—Mein Gott! —exclamó—. ¿Qué ocurre?
Seguí sacudiendo los restos humeantes del mantel. Tenía la boca seca y por unos momentos no acerté a hablar.
—A Frieda se le ha caído la vela… —dije al fin— y creo que había alguien más aquí. Frieda, ¿ha visto a alguien?
Meneó la cabeza.
—Se me cayó la vela… ardieron las cerillas… toda la caja.
—¿Dónde estaba usted, Frau Graben? —pregunté—. ¿Ha visto a alguien? Seguro que sí.
—En la escalera no había nadie.
—Habrá sido el espectro —gritó Frieda.
—Está temblando como una hoja —me dijo Frau Graben—. Pero ¿por qué han subido ustedes aquí?
—¡Fritz! —exclamé—. Me olvidaba de Fritz. Vine a buscarle. Vuelve a andar sonámbulo.
—Aquí no está —dijo Frau Graben.
Miré la ventana con temor.
—Tenemos que buscar por todas partes… ¡por todas partes! —grité con frenesí.
—Vamos, pues —dijo Frau Graben—. Frieda, moje el tapete si es necesario. Asegúrese de que no hay peligro.
Bajamos a la alcoba de Fritz. La puerta estaba abierta. Comprobé con gran alivio que estaba acostado.
—¡Fritz! —exclamé, reclinándome hacia él—. ¿Estás bien?
—Hola, miss Trant —dijo con voz soñolienta.
Le di un beso y sonrió feliz. Le cogí la mano y la tenía caliente. Recordé que la otra ocasión en que le sorprendí sonámbulo tenía las manos y los pies helados.
—He salido a ver un caballo —susurró—. Era todo reluciente y había un hombre montado que llevaba una corona de oro en la cabeza.
—Has estado soñando, Fritz —le dije.
—Sí —murmuró, cerrando los ojos.
Frau Graben dijo:
—Más vale que vayamos a acostarnos.
Me acompañó a mi habitación.
—Ha sufrido una terrible impresión, miss Trant —dijo—. No quería hablar mucho delante de Frieda. Estaba al borde de la histeria. ¿Dijo que había alguien detrás de usted?
—Sí.
—Pues Frieda no vio nada.
—No lo comprendo. Pero todo fue en cuestión de segundos. Se le cayó la vela y ardieron las cerillas. Eso me salvó, me parece a mí.
—Luego dirán que era el fantasma. Por eso teníamos la alcoba cerrada. Decían que si alguien subía y se asomaba a la ventana no podría resistir el impulso de lanzarse.
—Eso es una tontería. Había alguien allí… detrás de mí.
—¿Está segura? ¿Aunque Frieda no viera a nadie?
—¿Cree que me lo he imaginado?
—No sé qué decir, pero más vale que no le dé vueltas al asunto. Le voy a dar un trago de cordial caliente; la ayudará a dormir. Si cierra la puerta con llave se sentirá más segura. Después de una noche descansada podrá pensar mejor qué es lo que ocurrió en realidad.
Salió apresuradamente y no tardó en volver con la copa de cordial caliente y reconfortante. Cuando la hube apurado se la llevó, me encerré en mi cuarto, y, con gran sorpresa mía, me dormí en el acto. El cordial debía de ser muy fuerte.
* * *
Por la mañana me desperté con la cabeza pesada. Me lavé y me vestí apresuradamente, pensando en el terrorífico incidente de la noche anterior. A la luz del día aquello no tenía nada de fantástico; había pasado un momento de ansiedad, figurándome que tenía alguien a mis espaldas y que, a no ser por la torpeza de Frieda, me habrían arrojado por la ventana. Ésta me parecía la conclusión más lógica. Estaba impresionada por la muerte de la hija del posadero, que se había arrojado por una ventana. ¿Me estaba volviendo fantasiosa? No era éste un rasgo de mi carácter, ciertamente, pero acaso fuera la explicación.
Me dije que debía conservar la calma y comportarme con normalidad. Así que me dirigí a la sala de estudio, donde me encontré a Fritz y Liesel solos. Me dijeron que Dagobert aún no se había levantado.
—Es un gandul —dijo Fritz.
—No —le contradijo Liesel, saliendo en defensa de su hermano como de costumbre—. Está un poco dormilón esta mañana.
Dije que yo misma le despertaría.
—Ya hemos desayunado —dijo Liesel—. Fritz ha estado muy travieso.
—No es verdad —le replicó Fritz.
—Sí que es verdad, se ha dejado la mitad del vaso de leche.
—Siempre me dejo la mitad. Ya sabes que luego se la bebe Dagobert.
—Se la bebe por ti.
—No. Se la bebe porque le gusta.
Les dejé discutiendo y me dirigí al cuarto de Dagobert. El muchacho estaba tumbado pesadamente boca arriba. Me recosté hacia él y sentí un gran temor.
—¡Dagobert! —grité—. ¡Despierta, Dagobert!
No abrió los ojos. Me recliné y le examiné atentamente. Aquella manera de dormir no era normal.
Me dirigí presurosa a la sala de estar de Frau Graben.
Ésta se estaba comiendo una de aquellas rebanadas de pan de centeno adornada con semillas de alcaravea, que tanto le gustaban. Nada de lo que ocurriera le afectaba al apetito.
—Frau Graben —le dije—, estoy preocupada por Dagobert. Por favor, venga a verlo un momento.
—¿No está levantado?
—No. Está durmiendo de una forma un tanto extraña.
Dejó su desayuno y me acompañó. Echó un vistazo a Dagobert y le tomó el pulso.
—Mein Gott! —exclamó—. ¿Qué pasa aquí? Le han adormecido.
—¡Adormecer a Dagobert…! —exclamé. Meneó la cabeza gravemente.
—Está pasando algo raro —dijo—. No me gusta. Quisiera saber quién es el responsable de esto.
—¿Qué vamos a hacer?
—Dejarle que acabe de dormir. Les diremos a los niños que Dagobert no se encuentra bien, que se pasará toda la mañana en la cama y que no le molesten.
—¿Tendrá esto algo que ver con lo de anoche?
—¿Qué relación puede haber? ¿Lo sabe usted, miss Trant?
—No tengo ni la más remota idea. Lo único que sé cierto es que anoche alguien me aguardaba en la alcoba del torreón para matarme.
—¿Se figura quién podría ser?
—No. Pero tiene algo que ver con mi relación con Maximilian.
—Pero, bueno: no vamos a lanzar teorías y fantasías hasta que estemos seguras, ¿verdad?
—Estoy muy intranquila.
—Buena señal. Así se pondrá en guardia.
—Están pasando unas cosas tan raras… Fritz andando sonámbulo…
—Ya le ha pasado otras veces.
—¿Y qué me dice de Dagobert?
—El muy diablillo debió de encontrar una botella de láudano y echaría un par de tragos. A nadie le sorprendería. Ya sabemos cómo es, que se mete por todas partes.
—Es una explicación demasiado fácil —repliqué—. Sobre todo, después de lo que me pasó a mí.
—Le dejaremos que acabe de dormir. Despertará antes de anochecer.
Regresamos a la sala de estudio.
Fritz estaba diciendo a Liesel:
—Y soñé que alguien entraba, me cogía y me llevaba lejos, muy lejos… y estaba en otro país y había un caballo… un caballo montado por un hombre que llevaba una corona en la cabeza… era un animal resplandeciente.
* * *
Aquella tarde me hallaba en mi alcoba cuando alguien llamó a la puerta. Le respondí que pasara y entró Prinzstein.
—Tengo el coche esperando abajo, miss Trant —dijo—. La duquesa me ha mandado aviso de que la lleve al Landhaus. Está celebrando una reunión con sus futuras colaboradoras del hospital.
—A mí no me han mandado ningún recado —repliqué.
—Hace ya varios días. Le dije a Frieda que se lo transmitiera a usted. Pero creo que Frau Graben la hizo marchar para que le hiciera no sé qué recado, y se habrá olvidado. Confió en que no se enfadará con ella. Es de carácter nervioso y el incendio de la alcoba del torreón la ha trastornado. Aún no se ha recuperado.
—Me hago cargo, pero en estos momentos no estoy preparada.
—Hágalo lo antes posible, miss Trant. No podemos hacer esperar a Su Alteza.
La idea de encontrarme de nuevo con aquella mujer me consternaba. Aunque esta vez estarían presentes otras personas, sus colaboradoras. Ya sabía que la guerra era inminente. A la sazón parecía inevitable, y sin duda quería tener el hospital a punto lo antes posible.
Me cambié el vestido y me peiné. Deseaba estar lo más atractiva posible. Esto me daría ánimos para comparecer ante la mujer que creía ser la esposa de Maximilian.
Al cabo de un cuarto de hora nos encaminábamos hacia el Landhaus. Pasamos por el pueblo y luego cruzamos el valle hasta el otro lado de la montaña. Apareció ante nosotros un castillo de colores ocres, más pequeño que Klocksburg aunque bellamente encaramado a la ladera de la montaña entre pinares. Pasamos bajo las torres almenadas, y cruzando los portalones, entramos en un patio.
Nos dirigimos al interior del castillo. La Rittersaal había sido transformada en sala de hospital y en ella se alineaban varias hileras de camas.
Prinzstein me condujo hasta una pequeña estancia con una mesa central y varias sillas a su alrededor. Encima de la mesa había una botella de vino y varias copas, junto con un plato de tartas de especias.
—Parece que no he llegado tarde al fin y al cabo —dije.
—Su Alteza y las restantes damas aún no han llegado. O a lo mejor están inspeccionando otra parte del castillo. Cada día están trayendo nuevo material. Su Alteza me ha dado instrucciones de que le sirviera algún refresco cuando usted llegara.
—Gracias. Prefiero esperar a las demás.
—Su Alteza insistió en que bebiera ahora. Se disgustará si usted rechaza su invitación. Este vino es de Klarenbock. Le tiene gran aprecio y le advierto que desea que se lo elogien. Le pedirá su opinión, no cabe duda. Dice que éste es el mejor producto de la zona vinícola del distrito francés del Mosela.
—Prefiero esperar.
Escanció una copa.
—Sólo un trago —dijo—, y así, cuando la vea, podrá ponderarle las excelencias de su aroma.
Bebí un sorbo. El sabor no tenía nada de especial. Me ofreció una tarta de especias. Eran parecidas a las que devoraba Frau Graben. Decliné la invitación.
Prinzstein prosiguió la conversación. Según él, la guerra era inminente. Él tendría que incorporarse. Se producirían grandes cambios. Las guerras eran algo terrible.
Me dejó bebiendo el vino y dijo que iba a esperar a las visitas. Permanecí sola unos momentos en el salón y cuando regresó me anunció que había llegado Su Alteza, dirigiéndose directamente a los aposentos superiores, que eran los destinados a los heridos leves; la duquesa deseaba recibirnos allí.
Prinzstein abrió la marcha precediéndome. Subimos por una amplia escalera hasta llegar a un rellano y continuamos por una escalera de caracol, muy similar a la de Klocksburg. Entré en una habitación que resultaba sorprendentemente idéntica a la alcoba del torreón.
Allí estaba la duquesa. Me extrañé de encontrarla sola. Había cambiado algo de su aspecto. Tenía la misma expresión fría de la última ocasión pero esta vez se ocultaba la excitación tras ella. Parecía estar conteniendo una fuerte emoción interior.
—¡Ah, miss Trant! —dijo—. Ha sido muy amable al venir tan puntual.
—No quería hacerla esperar. Ya sé que ha convocado a varias de las futuras colaboradoras del hospital.
—Ya ha empezado a venir gente: hay una dama que se reunirá con nosotras en breve. Tal vez quisiera dar usted un vistazo al paisaje mientras esperamos. Hay una puerta que conduce al torreón. Se llama la Torre de los Gatos. Estoy segura de que ya habrá visto usted torres similares. Desde ellas se arrojaba aceite hirviendo y proyectiles contra los invasores, que hacían un ruido similar al chillido de los gatos. Ya se lo debe de imaginar, miss Trant…
—Sí.
—La vista es magnífica, ¿verdad? Se ve hasta el valle, ahí abajo de la falda más escarpada de la montaña. Se preguntará usted qué se siente al arrojarse desde ahí hasta… morir…
—No se me había ocurrido pensar en eso.
—¿De veras? Es una forma de morir. Supongo que ya conoce la leyenda de Klocksburg. Hace años una joven se precipitó al vacío desde ese castillo. Se dice que por aquella alcoba rondan los espíritus.
—Sí… ya lo sé.
—Usted conoce bien Klocksburg. Pero no es supersticiosa. Es una persona práctica… el tipo de persona que necesito en mi hospital. Aquella muchacha se suicidó porque la habían engañado… celebró un matrimonio ficticio con uno de los duques. De alguna forma se comprende. ¿Lo comprende usted, miss Trant?
Se acercó a mí y su mirada era impasible; y volví a tener la alarmante sensación de hallarme en grave peligro. Me así con fuerza a la balaustrada. La duquesa se detuvo a observar mis puños apretados.
—Hace una tarde extraña, ¿se da cuenta? El aire está húmedo. ¿No tiene usted sueño?
Le respondí que estaba bien despierta.
—Entremos un momento —dijo—. Tengo algo que decirle.
Me tranquilicé. Pasamos al interior. La duquesa se sentó y me indicó una silla con un gesto de la mano. Una vez sentadas, empezó:
—Ya sabe, miss Trant, que estoy al corriente de muchas cosas relativas a usted.
—No tengo ni idea de lo que sabe usted de mí.
—De usted… y de mi marido. Me he enterado de que hubo cierta ceremonia en un pabellón de caza. ¿Cree usted sinceramente que aquel matrimonio fue legítimo?
Tenía que hablar ahora.
—En efecto —respondí—. Yo soy su esposa.
—Y en ese caso, ¿quién soy yo?
—Usted no es su esposa.
—Es impensable que una princesa de Klarenbock se halle en la situación que usted insinúa.
—Es posible. Pero es un hecho.
Se le encogió la mirada.
—Quiero decir que es impensable que aceptemos semejante baldón en la honra de nuestra casa. ¿Se percata de que está usted corriendo grave peligro?
Me levanté.
—Creo que no debemos discutir hasta que regrese Maximilian.
—Vamos a zanjar la cuestión ahora.
—¿Y cómo vamos a hacerlo sin él? Maximilian se propone hablar con usted. Si nos encontramos en esta situación no es por culpa de él, de usted ni mía.
—No me importan las culpas. Sólo le digo que las cosas no pueden seguir así.
—Bueno, pero… dado que son así…
—Pueden ser así ahora y dejar de ser así mañana mismo. ¿Qué le ha parecido el vino? En Klarenbock estamos orgullosos de él.
Me miraba fijamente y, en aquel momento, abrigué una terrible sospecha.
—Sí —prosiguió—, hemos echado un narcótico en el vino. No vaya a creer que la hemos envenenado. De eso nada. Sólo que está soñolienta… eso es todo. Cuando quede totalmente adormecida la llevarán a la Torre de los Gatos y la arrojarán al valle con la mayor delicadeza.
—¡Esto es una locura! —grité.
—La locura sería dejarla vivir, miss Trant.
Me quedé mirándola fijamente sin poder evitarlo, aunque mi primer impulso era el de echarme a correr escaleras abajo, y salir al encuentro de Prinzstein, que me aguardaba con el coche.
—Se repetirá la vieja historia —dijo pausadamente—. La mujer engañada… que se quita la vida arrojándose al vacío. Es el pan de cada día. Actualmente hasta las hijas de los posaderos hacen eso.
Rió de forma extraña. Luego me miró y agregó:
—El vino está empezando a hacerle efecto.
—Apenas lo he probado —le respondí.
—Una pequeña dosis es suficiente. No notará nada. Es un final cómodo. Más cómodo de lo que pudo ser, porque esta vez no se enterará de nada. Debieron actuar mejor con lo sencillo que era… Frieda es bastante estúpida.
—Quiere decir que Frieda lo sabía…
—A veces ciertas personas están enteradas, miss Trant. ¿Por qué no se sienta? Debe notarse algo rara. —Se pasó la mano por los ojos y murmuró—: ¡Qué necios! Pudieron hacerlo mejor. Pero ¿adónde va, miss Trant? —Me encontraba al lado de la puerta, dispuesta a salir, cuando añadió—: Es inútil, Prinzstein no la dejará salir. En el torreón de Klocksburg falló, pero ahora no fallará.
—¡Prinzstein…! —balbuceé—. Es un servidor fiel.
—Fiel a mí. Siempre me ha servido con lealtad y anoche habría pasado igual a no ser, en el último momento, por la estúpida de su mujer.
Tenía la mano en el pomo de la puerta. Traté de girarlo pero fue en vano. Me asaltó la espantosa sospecha de que estaba encerrada. Pero me equivocaba. Si la puerta no se abría era porque alguien empujaba por fuera, girando el pomo y tratando de entrar.
—¿Quién es? —pregunté.
Se abrió la puerta y apareció Ilse.
—¡Ilse!
Se acercó renqueando hacia mí apoyada en su bastón. La miré atónita y en los primeros momentos no acertaba a creer que se tratara de Ilse en persona.
—Sí —dijo—. Es verdad, Helena.
—¿Qué hace usted aquí? ¡Tengo tantas cosas que decirle…!
—Por supuesto, Helena. Ya ves que me he quedado algo inválida desde la última vez que nos vimos. Ando con dificultad.
Se sentó en la silla que yo había dejado libre.
—¡Cuántas ganas tenía de verla! —exclamé.
Miró a la duquesa, que tenía la mirada fija en el vacío con expresión extraña. Ilse le sonrió afectuosamente pero la otra no parecía enterarse de su presencia.
—Es mi hermana —dijo Ilse—, mi hermanastra. Yo soy el resultado de una de esas aventuras amorosas que se estilan entre la nobleza. Me criaron a la sombra de palacio, pero nunca formé parte de la familia. Eso sí: siempre quise a mi hermanita. Tiene quince años menos que yo.
—Me parece que está indispuesta.
—Ha ingerido una fuerte dosis de narcótico. Se ha bebido la parte destinada a ti. Tendrías que estar tú sentada ahí, Helena. El plan era éste. Tenías que quedar inconsciente, en estado de estupor, y luego te llevaríamos hasta lo alto del torreón y te lanzaríamos al vacío. A Prinzstein le encargaron que cumpliera esta misión en la alcoba del torreón de Klocksburg. Allí hubiera sido lo más apropiado. Pero desperdiciaron la ocasión. Su Alteza se puso furiosa con ellos.
—No lo comprendo —dije—. ¿Me ha traído usted aquí para asesinarme?
—Acertaste, Helena. Te han traído aquí para acabar contigo. Pero yo no soy una asesina, ellos dirían que por debilidad.
—Está usted hablando de forma enigmática —repuse—. Explíquese. Ella me quiere ver muerta porque soy la esposa de Maximilian. Eso me consta que es cierto. Me trajo aquí para matarme.
—No debes juzgarla con severidad. Ella no lo considera un asesinato. Las cosas no pueden seguir así. Ella… ¡convertida en amante del duque! Inimaginable. No puede tolerarse que el duque estuviera ya casado con otra. Ella diría que es una cuestión de Estado. A veces alguien tiene que morir por esta razón en extrañas circunstancias. Ella planeaba que, después de morir tú, el duque se casaría con ella en secreto, y pocos sabrían lo ocurrido anteriormente. A mí me educaron con más rigor. A mí la muerte premeditada de una persona a manos de otra me parece un asesinato. Así que voy a cuidar de vosotras. Una vez ya velé por ti… no sé si te haces cargo de lo que hice por ti. ¡Con qué facilidad hubiera podido… liquidarte entonces! Pero no lo hice: sino que velé por ti, te facilité todo…
—¡Facilitar! Conque facilitar, ¿eh? Oiga, Ilse, quiero saber lo que ocurrió exactamente… desde el principio.
—Te lo voy a contar. A mí me buscaban marido y encontraron a Ernst, embajador de Rochenstein. Me casé con él y le convencí de que trabajara para mi país, Klarenbock. Esto implicaba, en algunos casos, conspirar contra Rochenstein. Antes de ir a Klarenbock, Ernst era amigo del príncipe Maximilian y cuando regresó a Rochenstein, casado ya conmigo, obtuvo un puesto en la corte del príncipe. Se enteró de aquel encuentro entre tú y Maximilian y de la obsesión que le embargaba. Ernst tuvo que ir a Londres a consultar con un especialista del corazón y se ofreció a traerte aquí consigo.
—Y usted hizo ver que era mi prima.
—El hecho de que tu madre era oriunda de esta región facilitaba las cosas. Te trajimos aquí y nos las arreglamos para que Maximilian y tú os encontrarais en la Noche de la Séptima Luna. Entonces fue la boda. Creímos que sería una ceremonia ficticia con un cura falso, y cuando descubrimos que Maximilian estaba tan enloquecido que se había casado con todas las de la ley, nos dimos cuenta de que aquello era un desastre para el tratado que se estaba negociando entre Rochenstein y Klarenbock. Yo trabajaba para mi país y tenía que actuar rápido. Después de una breve luna de miel, el príncipe se ausentó, porque estaba maquinándose una rebelión y tenía que estar junto a su padre. Yo te hubiera tenido que dejar en el pabellón de caza para que desaparecieras en el atentado pero no me sentí capaz: mi hermana dice que éste ha sido el mayor error de mi vida. Desde su punto de vista creo que es verdad, pero yo tenía que velar por ti como si fueras mi primita. Te tenía cariño. Creía que podría llevarte a Inglaterra y nadie se enteraría de nada. Así que destruí todas las pruebas del enlace —la partida matrimonial y el anillo—; y con la colaboración de un médico que trabajaba con nosotros intentamos convencerte de que habías perdido seis días de tu vida, cuando en realidad habías perdido la virtud. No sé cómo lo conseguimos.
—Nunca lo consiguieron —dije—. Nunca me convencieron.
—Ya me lo temía. Y luego descubriste que ibas a tener un hijo. ¡Un hijo que iba a ser el heredero legítimo del ducado! Ernst dijo que era una insensata. En primer lugar hubiera tenido que dejarte en el pabellón de caza cuando lo hicimos volar; al fin y al cabo, si lo destruimos, fue para convencer a Maximilian de tu muerte. Pero tendrías que haber muerto de verdad. Yo preferí aprovechar la oportunidad de inventar toda esa fábrica de mentiras, como lo llamas tú. Pero cuando quedaste encinta y empezaron a surgir terribles complicaciones, yo misma me eché a temblar. Pero te salvé, Helena. A la sazón hubiera sido muy fácil deshacerme de ti. Pero yo no lo podía hacer, y como teníamos personas estratégicamente situadas por todo el país, que podrían ser utilizadas en cualquier momento para el servicio de Klarenbock, creí que lograría engañarte y así salvarte la vida.
—Ha sido muy buena conmigo, Ilse.
—No sé si te percatas bastante. Mi hermana nunca me perdonará. Te salvé la vida cuando permití que se casara —o que contrajera aparentemente matrimonio— sabiendo que existías tú. No voy a consentir que te mate ahora. Maximilian y tú debéis proclamar la verdad sin tardanza, sean cuales fueren las consecuencias. Por tu bien y el del muchacho…
—¿El muchacho?
—Tu hijo.
—¿Mi hijo? Yo no tengo ningún hijo. Tuve una hija, según me han dicho, que murió.
—Ya sabes que no es verdad. Fuiste a ver al doctor Kleine. Éste me informó en seguida de tu visita y comprendí que las cosas habían llegado a un límite. Mi hermana descubrió la verdad de lo ocurrido. Frederic también lo sabe. Tu hijo y tú estáis en grave peligro. Hoy te he salvado yo. Antes la buena fortuna os salvó a ambos. Ahora ya no será así: nadie podrá salvarte.
—Mi hijo… —repetí.
—Fritz.
—¡Fritz… mi hijo! Yo tenía una hija. Y sería más joven que Fritz.
—Él es tu hijo. Tuvimos que fingir que era mayor para que nadie le relacionara con la clínica del doctor Kleine. Si te hubieras quedado en Inglaterra esto no habría pasado nunca. El hijo de mi hermana habría heredado, la boda del pabellón de caza hubiera sido un episodio sin importancia. Pero, como soy una mujer sentimental y te tomé cariño, como, aun siendo una espía, nunca he matado ni soy capaz de matar, he arruinado la vida de mi hermana.
—¿Qué sucederá ahora? —quise saber.
—Si eres prudente tendrás que tomar las máximas precauciones. Protegerás tu vida como nunca. Vigilarás a tu hijo porque ahora corre más peligro que nunca.
—Han atentado contra la vida de Fritz.
—No siempre fallarán. Mi hermana estaba resuelta a quitarte de en medio, pero hay una fuerza más poderosa que trata de eliminar a tu hijo.
La miré muda de horror.
—¡El conde Frederic! —dijo—. Le han contado la verdad. Ha descubierto al cura que ofició la ceremonia. Tiene espías por todas partes… tantos como nosotros. De un tiempo a esta parte ha venido abrigando sospechas. Ahora tratará de desprestigiar a Maximilian, tal vez ayudado por mi padre. No sé si se saldrá con la suya. Mi padre es hombre honrado pero cuando sepa lo que le pasó a su hija se soliviantará. Frederic creerá que es inútil derrocar a Maximilian si tiene un hijo que puede sucederle. Frederic quiere adueñarse del ducado. Siempre lo ha ambicionado… como su padre; y es muy probable que en vista del escándalo que esto traerá consigo inevitablemente, el pueblo de Rochenstein rechace a Maximilian. Pero entonces Fritz será proclamado duque, pues es el heredero directo. El muchacho es demasiado joven para gobernar y es posible que su padre sea nombrado regente. Esto no le gustaría a Frederic. Si después de destronar a Maximilian no se interpusiera Fritz en su camino, es casi seguro que el ducado pasaría a manos de Frederic. Tienes que hacerte cargo de la importancia de toda esta política, pues estás metida dentro de ella, y tu hijo también. ¡Por el amor de Dios, vigílale! Corre peligro inminente por parte del hombre más implacable de Rochenstein.
—Tengo que regresar a Klocksburg —dije—. Le diré a Fritz que soy su madre. Cuidaré de él. No le perderé de vista ni un instante.
Ilse asintió.
—Le diré a Prinzstein que te lleve allí inmediatamente.
Miré a la duquesa.
—Yo cuidaré de ella —dijo Ilse, suavizando la expresión—. ¡Oh, Helena! ¡Cuántos problemas se hubieran evitado si no te hubieras extraviado en la niebla aquel día de la merienda escolar!
Llamó a Prinzstein. Éste estaba estupefacto. Le pilló de sorpresa recibir orden de llevarme a mi casa cuando esperaba asistir a mi defenestración desde la Torre de los Gatos Chillones.
* * *
El coche entró con estrépito en el patio, y ya Frau Graben estaba esperándome. Me salió al encuentro presurosa.
—Es usted. ¿Dónde ha estado? Maxi ha vuelto.
El corazón me dio un vuelco de alegría. En aquel momento me habría olvidado de todo, pensando sólo que Maximilian estaba de regreso y que estaríamos juntos bajo el mismo techo con nuestro hijo.
—¿Dónde está? —exclamé.
—Venga —repuso Frau Graben—. Y cálmese. Ya le he dicho que ha regresado, pero ha regresado a Rochenstein. No he dicho que estuviera en Klocksburg. Ha estado aquí y luego salió a buscarla a usted.
—Pero ¿dónde está ahora?
—Dagobert dijo que había oído que Prinzstein la invitaba a usted a ir al Landhaus de parte de la duquesa. ¡Dios mío! Maxi se estremeció. Estaba tan agitado como usted. No quiso perder un minuto y salió disparado.
—Hubiera llegado tarde si…
Me miró de forma extraña.
—Entre y siéntese. Le haré una taza de té.
—Ahora no. No podría.
Tenía que hablar con alguien. Tenía que explicar la noticia de que tenía un hijo, que éste estaba vivo y que le amaba con ternura. Hubiera querido hablar con Maximilian pero Frau Graben me serviría de auditorio.
—Me acabo de enterar de que Fritz es mi hijo —empecé bruscamente.
—¡Cómo! —dijo sonriendo—. Ya lo había adivinado. Todos los detalles encajan, ¿verdad? Sabía muchas cosas pero no estaba segura de otras. Siéntese y sosiéguese unos momentos. Está impresionada o aturdida o algo le ocurre. ¿Qué ha pasado en el Landhaus? Ella la mandó a buscar. Yo estaba preocupada y Maxi también, a juzgar por su aspecto. No podía perder un minuto. Se marchó sin explicaciones. Sí, ya adiviné lo de Fritzi. Hildegarde me terminó de poner las cosas en su sitio. Ella sabía que el matrimonio era legal, me temo, y creyó preferible que la despacharan a Inglaterra y que Maxi se olvidara de usted. Esto le pareció lo mejor para Maxi, y lo mejor para él era lo que ella quería.
Apenas escuchaba. Sólo pensaba en la llegada de Maximilian al Landhaus. Encontraría a su mujer narcotizada e indefensa… y a Ilse. Ésta le explicaría todo y le haría volver a Klocksburg. Sólo cabía esperar su llegada. Pero tenía que ver a Fritz y contarle que tenía una madre. Acaso fuera mejor que se lo dijéramos Maximilian y yo juntos. Los tres compartiríamos aquel momento maravilloso:
Frau Graben prosiguió:
—Hildegarde se llevó a Fritz cuando éste nació. Ya sabía quién era y le amaba tiernamente. Fue cómplice en el asunto de la pólvora y antes de morir me confesó muchas cosas. Entonces fue cuando me encargué de Fritz. Y entonces empecé a saber cosas. ¡Vaya situación! —Emitió una risa ahogada. Le gustaba mucho entrometerse en la vida de los demás, crear situaciones dramáticas y observar las reacciones de las personas—. Usted era para Maxi… de eso no cabe duda. Después de perderla sufrió un gran cambio. Una noche estaba enfermo… enfebrecido… deliraba. Usted era el centro de sus divagaciones… su nombre… la librería y el pueblo en que vivía. Yo lo fui asimilando poco a poco y pensé: «Mi Maxi ya no volverá a ser el de antes sin ella». Por eso la traje aquí, a su lado, fue el regalo que le hice a Maxi para la Noche de la Séptima Luna. Lo planeé así para que viviera usted feliz en algún pequeño Schloss. Nadie hubiera sabido la verdad… menos yo. Usted hubiera sido su verdadero amor. Los príncipes llevan una vida oficial con una esposa oficial y luego tienen amores secretos. ¿Por qué Maxi va a ser una excepción?
—¡Oh, Frau Graben, cómo se ha entrometido en nuestras vidas! —exclamé.
—Pero no le he causado más que satisfacciones. ¿O no? ¿Y qué ocurrirá ahora? Pudieran surgir conflictos con Klarenbock. Ellos dirán que hemos humillado a su princesa. Pero Maxi nunca la quiso. Era más fría que el hielo, una pésima esposa para él. Creí que todos seríamos felices juntos, que estarían los niños, y nadie más que yo sabría la verdad, y ¡cómo me divertiría! Arriba, en palacio, estaría la duquesa y su hijo y heredero, ninguno de los dos sabría la verdad. Así lo había proyectado. Pero luego empezaron a ocurrir cosas. Hubo el atentado —el dardo que le dispararon a Fritz y que le alcanzó en el sombrero— y los bandidos que raptaron a Dagobert por equivocación, y el torpe incidente de la alcoba del torreón, que les acabó de ahuyentar. Le pusieron un calmante a Fritzi en la bebida pero éste sólo se tomó unos sorbos de leche y no consiguieron dormirlo. Dagobert se tomó el resto y quedó en estado de sopor. Luego Fritz salió con lo del caballo y el hombre de la corona. Ya sé que lo tiene en su alcoba, se trata de una talla que esculpió Prinzstein con sus propias manos y está orgulloso de ella. Prinzstein la estaba esperando allí arriba cuando Frieda la hizo subir, pero la insensata dejó caer la vela y las cerillas ardieron. Si usted hubiera dado la vuelta y sorprendido a Prinzstein, el juego habría quedado al descubierto. Así que huyó. Cuando yo subí estaba oculto detrás de la puerta y bajó sigilosamente las escaleras tras de mí. Pero yo ya sabía lo que había ocurrido. Sospechaba que trabajaba para Klarenbock y que la necia de Frieda actuaría siguiendo todo lo que él le dijera.
—Iban a matarme —le dije—, y ella lo hubiera hecho esta tarde. Ojalá volviera ya Maximilian.
—Cuando sepa que acaba usted de salir del Landhaus vendrá directamente aquí.
—Tengo que ver a Fritz. No puedo esperar más: se lo contaré todo. ¡Será tan feliz!
—La quiere. Juraría que si pudiera escoger a su madre la escogería a usted. Son los sueños que se hacen realidad. Usted le tomó cariño desde el principio, ¿no? ¿Será verdad que las madres reconocen a sus hijos sea cual sea el tiempo transcurrido desde su separación?
—Me sentía impulsada hacia él y él hacia mí. Tengo que dar con él. Voy a buscarlo.
Me marché y Frau Graben me siguió hasta el Randhausburg, dentro de la fortaleza. Subí al dormitorio de Fritz. No estaba allí ni estaba en la fortaleza.
Cuando bajamos las escaleras y salimos al patio vi a Dagobert.
—¿Has visto a Fritz? —le pregunté.
—Sí, se ha marchado. No ha estado nada bien.
—¿Qué es lo que no ha estado nada bien?
—Mi padre nos llevó a dar una vuelta a caballo por el bosque y a mí me ha mandado volver solo.
Sentí que se me helaba la sangre.
—Te ha mandado volver solo… —repetí maquinalmente.
—Sí, y Fritz tenía que ir solo a la Isla de los Muertos… a la tumba vacía cubierta con tablones.
—¿Por qué? —balbuceé.
—Porque es un cobarde y tiene que aprender a ser valiente. Tiene que ir remando solo hasta allá y esperar hasta que se haga de noche en la isla.
No quise saber nada más. Eché a correr hacia las cuadras.
Frau Graben estaba detrás de mí.
—¿Adónde va? —quiso saber.
—A la Isla de los Muertos. Dígale a Maximilian que no hay ni un momento que perder. Fritz puede estar en peligro.
* * *
Eché a cabalgar por el bosque con la imagen de Fritz, mi hijo, clavada en mi mente, una figura desamparada y abandonada en medio de la Isla de los Muertos con un hombre resuelto a matarle. Yo misma había arrostrado la muerte dos veces en muy breve espacio de tiempo. Acaso ahora la volvía a tener frente a frente. Pero no me importaba. Sólo pensaba en mi hijo.
—¡En la Isla de los Muertos… y solo! —estas palabras resonaban sin cesar en mis oídos.
¡Fritz, hijo mío! ¡Haz que llegue a tiempo de salvarte!
No me preguntaba cómo podría salvarle de las manos de un hombre dispuesto a matarlo. Sólo pensaba que tenía que acudir a su lado. Si Maximilian no se hubiera marchado al Landhaus… si hubiera aguardado mi llegada… Pero ¿cómo iba a aguardar si me creía en peligro?
Llegué a la orilla del lago. No había ninguna barca a la vista. Miré consternada en dirección a la isla. Entonces vi a Caronte salir de su casa.
—¡Franz! ¡Franz! —grité.
Caronte me oyó e hizo visera para mirarme. Le hice señales con ademán frenético. Por fin se subió a una barca y empezó a remar lentamente hacia mí.
—¡Cómo! ¡Pero si es miss Trant!
—Tengo que ir a la isla en seguida —grité.
Hizo un ademán de asentimiento.
—¿Dónde están las barcas? —dijo—. Siempre suele haber una. Se ve que están todas en el otro lado. Tendría que quedar siempre una disponible. Aunque poca gente viene con prisas a visitar las tumbas.
«¡Si supieras, Caronte!». Estaba sentado, inclinado el cuerpo sobre los remos, vestido con la túnica oscura y mirando escrutadoramente con sus ojillos de grises y pobladas cejas.
—¿Por qué tiene tanta prisa, Fräulein?
—¿Has visto a Fritz? —le respondí con impaciencia.
Meneó la cabeza.
—Hoy hay visitantes en la isla. No les veo pero tengo esa sensación. A veces se nota esa paz de los difuntos… y luego todo cambia, y aunque no haya visto a nadie, sé que hay visitas. Nunca me equivoco. Hoy no hay paz. Quizá porque mañana es día de entierro.
—¿Mañana hay un entierro?
—La hija del posadero. Se mató, la pobre, pero tiene derecho a ocupar un sitio en el cementerio. Esperaba un hijo… un hijo de la familia real…
—¡Pobre muchacha! —dije.
—Ya ha sufrido todo lo que le tocaba en esta vida. Ahora descansará en su tumba y le plantaré una flor. Un romero, para demostrarle que hay alguien que la recuerda.
Habíamos llegado a la otra orilla. Desembarqué de un brinco.
—Voy a buscar a Fritz —dije a modo de explicación.
Me eché a correr como una flecha hacia el cementerio y al lugar donde estaban cavando la nueva tumba. El hoyo oscuro seguía cubierto de travesaños.
—¡Fritz! —exclamé—. ¿Dónde estás, Fritz? He venido a buscarte…
No hubo respuesta. ¿Acaso habría desobedecido las órdenes del conde y no había venido? No tendría tal audacia. Además tendría ganas de demostrar que no era un cobarde.
—Fritz, ¿dónde estás? ¡Fritz!
Ni el más leve rumor. ¡Nada! Ahora ya no veía a Caronte.
Habría regresado a su casa. Tenía la sensación de hallarme sola en la Isla de los Muertos…
No sabía qué dirección tomar y permanecí inmóvil por unos momentos contemplando la tumba en la que al día siguiente sería enterrada una jovencita.
Entonces me di cuenta de que no estaba sola. Me volví bruscamente. A unos cuantos pasos de distancia se hallaba el conde. Tuve la impresión de que había estado acechando mi llegada oculto tras una de las grandes lápidas.
—¿Dónde está Fritz? —pregunté.
—¿Se figura que lo sé?
—Le dijeron que se reuniera aquí con usted.
—¿Quién le ha dicho eso?
—Dagobert. Usted le dijo a Fritz que viniera aquí solo. Quiero saber dónde está.
—Eso quisiera saber yo también. El pequeño cobarde no se ha presentado. Era incapaz. Tenía miedo.
—Más miedo le tenía a usted que a los muertos. Creo que está en alguna parte de la isla.
—¿Dónde? Le ruego me lo indique.
—Yo diría que usted lo sabe mejor que yo.
—¿Por qué vamos a preocuparnos por ese dichoso niño? Aquí estamos usted y yo juntos… El sitio es silencioso. No hay nadie en toda la isla salvo el anciano, y éste no cuenta. Un extraño lugar de reunión… pero al menos no nos molestarán. En cualquier caso, el viejo Franz está más que medio muerto.
—He venido aquí a buscar a Fritz.
—Y me ha encontrado a mí. Mucho más interesante, se lo aseguro.
—Para mí, no. Se lo vuelvo a preguntar: ¿dónde está el niño?
—Y yo le repito que no tengo ni idea. Ni me importa. Iba a darle una lección, pero prefiero dársela a usted.
Eché a andar pero el conde me cerraba el paso. Me asió del brazo.
—Me he cansado ya de la persecución. Ahora ha terminado.
Traté de desasirme en vano. Arrimó su avieso rostro al mío.
—Trajo usted aquí a mi hijo con engaño.
Su expresión cambió bruscamente. El ademán de lascivia adquirió un deje de aprensión.
—Hoy he sabido quién era Fritz —continué—. Ya sé lo que está pensando: quedarse con la herencia de Maximilian. Confía en desacreditarle por el asunto de su matrimonio conmigo. Pero a su hijo no puede desprestigiarle. Le ha hecho venir aquí con engaño. ¿Qué ha hecho con él? He venido para llevármelo y ponerlo a buen recaudo. Soy su madre.
—Está histérica —dijo.
—Quiero a mi hijo.
—Y yo la quiero a usted. Me pregunto quién va a obtener satisfacción. No parece que quepan muchas dudas. ¿Se da cuenta, mi querida duquesa, de que está sola en esta isla conmigo y que no puede contar con ese hombre débil y anciano para que la ayude? Le arrojaría al lago si se metiera donde no le importa.
—Le desprecio a usted —dije.
—Eso no tiene importancia. Está usted atrapada. No tiene escapatoria. Si es sensata lo reconocerá.
—Por favor, apártese.
—¿Por qué, si lo que deseo es estar a su lado?
—¡Malvado! ¿Sabe usted a quién está destinada esta fosa? A una muchacha que confió en usted, a quien usted traicionó, una muchacha que se quitó la vida porque usted se la hizo insoportable. ¡Cómo se atreve! ¿Cómo es capaz… aquí, junto a su tumba?
—Ella le da un sabor picante.
—Me repugna usted.
—También eso me divierte.
Estaba temblorosa. Miré hacia la orilla. No se veía un alma. Sabía que si intentaba escapar me alcanzaría. Lucharíamos, y aunque empleara todas mis fuerzas, el conde podría conmigo.
—¡Quiero a Fritz! ¿Qué ha hecho de él? —grité.
—Se está poniendo pesada…
—Insisto…
—¿Insiste usted? No sé a título de qué. Vamos, seamos amigos antes de que llegue la hora de morir.
—Antes… de morir…
—Hoy no está usted tan sagaz como de costumbre. Me ha acusado de traición. La traición se castiga con la muerte. No deseo morir, y por lo tanto no voy a permitir que siga viviendo después de hacerme tamaña acusación.
—Está usted loco —dije. Y luego grité presa de un súbito temor—: ¡Ha matado usted a mi hijo!
—Y ahora me va usted a obligar a matarla. No me apetece nada. Detesto tener que matar a una mujer a la que admiro, y más aún si en realidad nunca la he conocido tal como es y nunca me he hartado de ella.
—No siente ningún remordimiento por la muerte de otras que le han hartado, ¿verdad? Dígame —grité de nuevo—: ¿Ha matado usted a Fritz?
Sin aflojar la presión sobre mi brazo me arrastró hacia la tumba.
—Al fin y al cabo es usted una estúpida —dijo—. Acaso me hubiera hartado pronto de usted. Así no hubiera tenido que morir nunca. Podía haber vivido apartada con Max. Eso sí lo habría permitido.
—¡Está usted loco! —exclamé.
Y así era en efecto. Estaba loco de ambición, loco por su amor al poder y el deseo ardiente de arrebatar a su primo todo cuanto le pertenecía.
—No podrá usted verme reinar en Rochenstein, pero antes de quitarle la vida voy a enseñarle la clase de amante que usted ha rechazado. Luego la mataré y se reunirá usted con su hijo.
Mientras me sujetaba apartó de un puntapié uno de los travesaños que cubrían la fosa. Miré al interior de la tumba. Allí yacía Fritz.
—¡Dios mío! —grité, tratando de desasirme. Deseaba bajar al fondo de la tumba, sacar de allí a mi hijo, a quien habían arrebatado de mis manos al nacer y, ahora que había vuelto a mí, yacía en la tumba.
Oí un grito procedente del embarcadero.
—¡Lenchen! ¡Lenchen!
—¡Gracias a Dios! —exclamé—. Es Maximilian.
—Demasiado tarde, primo —murmuró el conde—. Cuando llegues aquí me habré convertido en amante y asesino de tu mujer. Entonces me ocuparé de ti. Un triple funeral con todos los honores… y en la avenida real.
Me agarró. Forcejeé con vigor. De pronto sonó una detonación. La presión del brazo del conde aflojó súbitamente. Pegué un salto atrás y le vi tambalearse como un borracho antes de caer. El césped se tiñó de sangre roja y opulenta.
—Maximilian —susurré—. Le has matado.
Eché a correr hacia la orilla. Maximilian estaba desembarcando. Caí en sus brazos y me estrechó contra sí. Permanecí inmóvil por unos momentos. Luego balbuceé unas palabras sobre mi hijo Fritz, que yacía en la tumba.
* * *
Es difícil recordar con claridad lo que ocurrió después. Me hallaba en un estado de conmoción tal que no pude calibrar exactamente lo que ocurría. Maximilian bajó a la tumba y cogió a Fritz; luego apareció otro hombre en escena. Llevaba una escopeta que dejó en el césped para recoger a Fritz de manos de Maximilian.
Lo sentó en el suelo cuidadosamente y Maximilian se me acercó, arrodillándonos ambos junto a nuestro hijo.
En aquel momento me di cuenta de que el hombre que nos acompañaba era el posadero.
—No ha muerto —dijo Maximilian—. Le vamos a llevar a Klocksburg sin tardanza.
—Le haremos una camilla —dijo el posadero—. Me alegro de haber estado aquí.
—Le has acertado en el corazón —dijo Maximilian.
—Y volvería a hacerlo —replicó el posadero—. Llevaba intención de cazarlo y lo conseguí.
Recogimos a Fritz. Afortunadamente el conde no tenía intención de matar al muchacho de forma inmediata, pues en tal caso lo hubiera conseguido fácilmente. Había golpeado a Fritz hasta dejarle inconsciente y luego le arrojó a la fosa, para que le descubrieran al día siguiente cuando trajeran el ataúd de la hija del posadero para darle sepultura. Para entonces Fritz habría muerto de los golpes, la intemperie y la fiebre. Y si aún vivía los espías del conde hallarían algún medio de quitarlo de en medio. Daría la impresión de que el muchacho se había caído a la tumba, quedando gravemente herido.
No le perdería de vista más. Cuando volvió en sí me hallaba al lado de la cama y fui la primera persona que vio al abrir los ojos. Acerqué mi rostro al suyo y susurré:
—Fritz, estoy aquí contigo. Vamos a estar siempre juntos. —Me miró con asombro y proseguí—: Siempre quisiste tener una madre, Fritz. Ahora tienes una. Yo soy tu madre.
No creo que comprendiera mis palabras, pero éstas tuvieron la virtud de tranquilizarle. Esperaba que llegase el momento que comprendiese plenamente el significado de aquel acontecimiento maravilloso.
* * *
Al día siguiente del asesinato del conde los franceses declaraban la guerra a los prusianos y todos los Estados alemanes quedaban involucrados en el conflicto.
Ante esta noticia, todo lo demás perdía importancia. En su calidad de jefe supremo del ejército, Maximilian tuvo que organizar los preparativos para marchar al frente de forma inmediata. Yo me quedé sola y el hecho de atender a Fritz para ayudarle a recobrar la salud fue mi único aliciente en aquellos días tristes. Cuando Fritz supo que yo era su madre, la noticia fue para él tan maravillosa que aceleró su mejoría.
El príncipe de Klarenbock, a quien Maximilian había contado toda la historia durante su visita a aquel Estado, se comportó con magnanimidad. Dijo que su hija debía regresar a Klarenbock y así lo hizo en compañía de Ilse; más tarde supe que Wilhelmina había ingresado en un convento, confiando expiar allí su pecado de tentativa de asesinato.
Poco después de estallar la guerra, el posadero fue llevado a juicio por el asesinato del conde. Maximilian pidió que se le juzgara con especial benevolencia, pues como padre de la muchacha seducida y abandonada por el conde —y que se había suicidado de resultas de esto—, el posadero había obrado bajo fuerte provocación.
Estábamos en guerra, dijo Maximilian, y en el frente se necesitaba a todos los hombres útiles. Él respondería personalmente del posadero.
Y así lo hizo.
Mientras atendía a Fritz le hablaba de los tiempos maravillosos que nos esperaban una vez concluida la guerra, cuando volviéramos a estar juntos él, su padre y yo.
Utilizamos el Landhaus como hospital. Aquéllos fueron días de preocupación y ansiedad en los que era preferible tener gran actividad; pero cuando empezaron a llegar heridos graves me aterroricé al pensar que algún día podrían traer a Maximilian. No sé lo que habría hecho sin la presencia de Frau Graben. Desde entonces comprendí lo mucho que debía a aquella mujer.
* * *
Finalmente llegó la noticia de la gran victoria y repicaron las campanas desde lo alto de la Pfarrkirche. Los franceses se batieron en retirada y el emperador fue apresado en Sedán.
El día que Maximilian llegó a su patria desfilando ante sus gentes fue de un júbilo indescriptible.
Volvíamos a estar juntos. Ahora yo era la primera en saludarle abiertamente. Ya no había más secretos ahora. La historia de nuestro matrimonio, la muerte del conde, el ingreso de Wilhelmina en un convento, el descubrimiento de nuestro hijo, todo esto eran leyendas del pasado. Habían quedado absorbidas por el gran acontecimiento bélico.
¡Maximilian había regresado! ¡Qué gran alegría tenerles juntos a él y a Fritz! Mi hijo no sólo tenía madre, sino también padre a quien amar y respetar.
El día que pude decirle a mi hijo: «Fritz, éste es tu padre, —y comprendí lo que sería vivir a su lado, exclamé—: Éste es el día más feliz de mi vida».
—Hasta ahora —añadió Maximilian.