IV

Los ojos de Dagobert brillaban de excitación.

—Hay cacería de ciervos. Vamos a ir. ¡Qué emocionante! ¡Bang, bang!

—¿Vas a cazar ciervos tú?

—Es una ocasión especial. Mi padre también irá.

Me volví hacia Fritz.

—¿Piensas ir tú?

Fritz no respondió y Dagobert exclamó:

—Claro que va a ir. Liesel no, que es demasiado pequeña.

Liesel protestó.

—Puede ir en mi lugar —dijo Fritz.

—¡No, no puede! —Gritó Dagobert—. El que tú tengas miedo no quiere decir que ella tenga edad para ir.

—Yo no tengo miedo —dijo Fritz.

—¡Sí!

—¡Que no!

—¡Miedoso, miedoso, miedoso…!

Y Dagobert, burlón, inició los pasos de una danza salvaje. Fritz se le encaró.

—¡Basta, por favor! —dije—. Es de mala educación pelearse delante de la profesora.

Dagobert calló unos momentos y saltó:

—¿Es más correcto que nos peleemos a sus espaldas, señorita?

—Te estás poniendo impertinente, Dagobert —le respondí—. Y eso también es incorrecto. Venga, no hagáis más tonterías. ¿Dónde va a ser la cacería?

—En el bosque, allí donde están los ciervos.

—En el bosque de Klocksburg.

—¿Queréis decir que vosotros también vais a salir a cazar?

Dagobert se rió con disimulo y Fritz explicó:

—Es un tipo de cacería distinta, señorita; los ciervos vienen juntos, en manada, entonces se abre fuego y…

—¡Bang, bang, bang! —exclamó Dagobert.

No iba a poder sacarles la información que quería, conque me fui a ver a Frau Graben.

Estaba sentada en un sillón con un cuenco en las manos; se sonrió al entrar yo. En una mesita colocada junto a sí había un pedazo de tarta de especias a las que era tan aficionada y que guardaba habitualmente en el armario de su alcoba dentro de un bote, junto con otras provisiones que ofrecía en ocasiones especiales. Raras veces se sentaba a comer en una mesa, pero andaba siempre picando golosinas.

Al entrar yo dejó el cuenco y pude observar su contenido. Con gran sorpresa mía descubrí que, en vez de contener sopa, había en su interior un par de arañas. Ante mi expresión de desconcierto, rió alegremente:

—Me gusta experimentar el comportamiento de las arañas metidas en un cuenco —dijo—. Ahora están explorando el terreno y no saben cómo moverse en medio de este extraño mundo blanco que las rodea. Luego se atacarán seguramente. Se matarán.

—Pero ¿por qué?

—Me gusta ver cómo se las componen. Se las pone juntas y a ver cómo reaccionan. Las arañas son muy interesantes. Aquellas telas maravillosas… Un día presencié un combate entre una abeja y una araña grande. —Los ojos le centelleaban excitados—. La abeja quedó atrapada en la telaraña. Tendría que haber visto usted cómo se movía la araña; envolvió a la abeja en sus espesos hilos, pero ésta era más fuerte y la tela no resistió. Se soltó y empezó a revolotear persiguiendo a la araña. A menudo me pregunto cómo debió de acabar aquello. Es lo mismo que ocurre con las personas. Las metes juntas en algún sitio y a ver qué pasa. Pero no soy más que una vieja estúpida. Me temo que sólo eso. Usted es una linda y simpática jovencita y va a decirme que no pero no me conoce, ¿verdad?, y mis arañas la sorprenden… Pero no me haga caso. —Se sonrió alegremente—. Ya ve usted, querida miss Trant, que me intereso por todo el mundo… Sí, por todo el mundo… incluso por las arañas.

—Me han dicho los niños que se van a cazar ciervos. ¿Es verdad? —inquirí.

—Es una forma de cazar. En fin, ya lo verá, porque supongo que les acompañará.

—¿Yo a una cacería?

—No consiste en cazar ciervos. Ya verá de qué va. El conde quiere que los niños también vayan. Mañana se celebra un festival de caza. Es lástima que el príncipe esté ausente y no pueda asistir. Siempre le ha entusiasmado la Schützenfest.

—¿Y qué me tocará hacer a mí?

—Nada. Irá allí para atender a los niños. Le encantará ver la procesión. Es muy linda. Nosotros les tenemos mucho apego a estas fiestas.

—¿Así que no habrá cacería?

—No, no la habrá. Los jóvenes explicarán sus historias.

Sonrió con alegre sencillez, dándome a entender que todo iría bien.

* * *

Nos pusimos en camino a la mañana siguiente. No pude lograr que los niños sentaran la cabeza. Dagobert estaba muy excitado y corría dando voces y cazando ciervos imaginarios. Fritz estaba silencioso y algo apurado.

Como no podríamos volver a casa a la hora del almuerzo, Frau Graben nos indicó que parásemos a comer en una de las posadas de la villa, en donde dejaríamos nuestros caballos. La hija del posadero, una linda muchacha, nos sirvió una especie de sidra, fresca y abundante, y un plato denominado Schinkenbrot, compuesto de varias tajadas de tocino hervido acompañado de pan moreno y mantequilla.

Mientras comíamos, el gentío empezaba a invadir la Oberer Stadtplatz; iban entrando carros repletos de flores procedentes de la región circundante presididos por muchachas ataviadas con faldas negras y delantales de raso amarillo, seguidas a pie por hombres vestidos con trajes de diversos colores, rojos, azules, negros y amarillos, que interpelaban a las muchachas. Algunos iban a caballo, había también un grupo de violinistas y muchos cantaban.

Dagobert propuso que fuéramos al Schützenhaus sin demora para llegar a tiempo al paso del desfile. Nosotros teníamos un sitio especial reservado por su padre.

Precedidos por Dagobert nos encaminamos a un edificio cercano al ayuntamiento. Al entrar nos abordó un hombre uniformado. Debía de conocer a los muchachos, porque inmediatamente nos condujo a la tribuna donde tomamos asiento.

Según se aproximaba la comitiva se iban oyendo los cánticos y los acordes de la banda de música. Dagobert me miraba atentamente, observando mis reacciones. La sala empezaba a quedar concurrida. Un individuo vestido con jubón verde entró con un séquito de hombres armados tras de sí. Dagobert me susurró al oído que aquél era el Schützenkönig. Para este cargo se elegía anualmente al hombre que demostrara mayor destreza en el manejo del rifle, el cual era rey durante un año; las medallas que llevaba en el jubón las recibía de los reyes de años anteriores. Empezaron a desfilar por la sala representantes de las aldeas vecinas, venidos expresamente para asistir al concurso de tiro. Aunque seguían entrando sin cesar hombres y mujeres ataviados con vistosos atuendos, el centro de la sala y el espacio situado al otro extremo de la misma frente al estrado permanecían libres. En este espacio había puesta una estaca en cuya parte superior se veía una especie de ave.

Fritz me explicó que no era un pájaro de verdad, sino que estaba hecho de madera, con alas postizas. Cada año traían un pájaro distinto para conmemorar la fiesta.

Empezaron a sonar las trompetas que anunciaban la llegada inminente de la comitiva ducal. Mi emoción era grande. Iba a ver al conde, al padre de los niños, quien, a través de ellos, se había convertido para mí en figura legendaria. El resonar de las trompetas les causó gran impacto y permanecieron inmóviles en medio de un silencio religioso.

En aquel momento se abrió de par en par una puerta cuya existencia no había advertido. Entraron dos heraldos de unos catorce años vestidos de azul y púrpura, que representaban los colores del uniforme ducal. A un toque de trompeta todos los asistentes se pusieron en pie. Cuando el duque hizo su entrada reconocí en él al hombre cuyo retrato había visto tantos años atrás. Incluso la capa que vestía era idéntica a la del retrato. Era de terciopelo azul forrado. Un hombre y dos mujeres le seguían. El corazón empezó a latirme con violencia, la sala empezó a dar vueltas a mi alrededor, y por un instante creí que iba a desmayarme. Me figuré que había encontrado a Maximilian. Era su viva imagen… la misma altura e igual complexión. Pero no era él. Me había equivocado. Durante aquellos tres días había llegado a conocerle tan bien que todos los detalles de su rostro me eran ya familiares y los guardaba grabados en mi memoria de forma indeleble. Nunca, nunca le olvidaría… ni le confundiría con otra persona más allá de dos segundos. Lo que estaba viendo no era sino una réplica. Una de las mujeres de su acompañamiento me recordaba a Ilse, aunque, mirándola más de cerca, el parecido no era ni mucho menos tan acentuado como entre el conde y Maximilian.

Me encontraba como en sueños. Iba a despertar de un momento a otro. En la sala el calor se volvía sofocante pero yo estaba tiritando. Sentí la mano de Fritz en la mía y me tranquilicé: no estaba soñando.

Observé a los muchachos: tenían la mirada absorta en el hombre a quien momentáneamente confundiera con Maximilian. Comprendí en seguida que se trataba de su padre, el sobrino del duque.

Entonces pensé: «Todo eso son imaginaciones mías. Existe un ligero parecido y nada más; pero como estoy ansiosa de volver a ver a Maximilian le he confundido con este hombre porque tiene el mismo porte altivo y ambos son de la misma estatura y complexión».

El duque y su comitiva se sentaron en el estrado. Yo no quitaba la mirada de encima del conde. Ahora apreciaba mejor las diferencias: era algo más moreno que Maximilian, de constitución más rolliza, la expresión era distinta: había en ella un toque de crueldad que nunca había observado en Maximilian. Pero ¿fue cierta o falsa mi impresión de Maximilian? Al conde le faltaba la expresión festiva que me subyugara en Maximilian. La nariz era más larga y la boca, más delgada. Cierto que existía un fuerte parecido entre ambos, pero éste era menor cuanto más atentamente le observaba. Y la mujer que le acompañaba recordaba lejanamente a Ilse, pero eso era todo.

Dagobert me miró fugazmente. Quería que le demostrara mi admiración por su padre.

—¿Quién es la dama que está sentada al lado del duque? —le susurré.

—Es la princesa Wilhelmina, la esposa del príncipe.

—¿Dónde está el príncipe?

—No está aquí. Mi padre es su primo y ocupa su lugar cuando está ausente.

Comenzó la ceremonia. Se trataba de premiar al mejor tirador del año. El Schützenkönig del año anterior hizo pasar a los contendientes, presentándoles ante el duque, y éstos empezaron a disparar contra el ave de madera a fin de hacerla caer de lo alto de la estaca.

Sonaron los primeros disparos. Sólo dos de los concursantes acertaron a abatir el ave y sus esfuerzos fueron saludados con una cerrada ovación. A continuación repusieron al ave en su lugar para dar comienzo a la segunda eliminatoria. Uno de los concursantes fue proclamado Schützenkönig para el año siguiente. Desde el estrado la familia le felicitó y concluyó la fiesta, aunque la parte más importante de la misma aún estaba por comenzar, según me explicó Dagobert. El séquito ducal abandonó la sala. Al pasar por nuestro lado el conde dirigió la vista a los muchachos, y luego hacia mí, de una forma que me irritó y provocó mi indignación. Me sentía alterada. Por unos momentos creí haber hallado a aquél a quien venía buscando desde lejanas tierras y en seguida recibí un amargo desengaño. Tal vez por ello sentía tal indignación y veía algo insultante en aquella mirada superficial.

—Ahora vamos a ir al bosque a cazar de verdad —dijo Dagobert.

—No me encuentro bien —dijo Fritz.

Le miré con ansiedad.

—Quizá será mejor que regresemos a casa.

—¡No! —exclamó Dagobert—. ¡No se te ocurra, Fritz! Nuestro padre se enfadaría, ya lo sabes.

—Sí, es verdad —reconoció Fritz.

—Si Fritz no se encuentra bien debemos volver a Klocksburg —dije—. Yo os acompañaré y cargaré con toda la responsabilidad.

—Yo no pienso ir —dijo Dagobert.

—Yo tampoco —agregó Fritz.

Pero me daba perfecta cuenta de que sus palabras no eran sinceras.

Nos encaminamos a la posada, en donde estaban abrevando los caballos. Montamos en ellos y nos pusimos en marcha. En el bosque encontramos un nutrido gentío. Al cabo de una milla y media de trayecto llegamos a un paraje en donde se apiñaba una multitud. Un guardabosque se hizo cargo de las monturas. Al parecer todos conocían a los muchachos y se apartaban a nuestro paso. Entonces divisé lo que parecía ser una gran tienda de campaña. Sus cuatro paredes de lona encerraban un espacio abierto al aire libre y, al acercarnos, un hombre que podía ser el guardián levantó la lona y nos acompañó al interior del recinto. En el centro se alzaba una especie de pabellón bellamente engalanado con flores y hojas, algunas de éstas en forma de guirnaldas y cotonas, que causaban un efecto maravilloso.

Nos acomodaron en sendos asientos.

—¿Qué va a pasar? —susurré.

Dagobert se llevó un dedo a los labios pidiendo silencio, pero vi qué Fritz palidecía. Sabía que ocurriría algo que iba a trastornarle.

Me volví para hablar con él pero en aquel momento se oyó nuevamente la música de la orquesta. Otras personas entraban en el recinto. Esta vez sin la presencia del duque, aunque allí estaban el padre de los muchachos y las dos mujeres, una de las cuales me había recordado a Ilse, encabezando el grupo. El conde volvió a echarme una fugaz mirada de aprobación e instintivamente pensé que aquélla era su forma de mirar a todas las mujeres. Pensé también en las madres de aquellos dos muchachos y de la pequeña Liesel, quienes con toda certeza fueron elegidas y valoradas por el mismo método, e instintivamente sentí aversión por aquel hombre que osara suscitar mis esperanzas para luego hacerme descubrir que no era él a quien buscaba.

Fritz se arrimó a mí. Busqué su mano y se la estreché. Los ojos de Dagobert, centelleantes, miraban fijos a su padre. Todos los asientos estaban ya ocupados y el conde dio unas palmadas. Todos los presentes, armados de escopetas, se pusieron en pie. Algunos, inmóviles junto a la lona de entrada, prorrumpieron en alaridos estremecedores. Alzaron la tela y una manada de ciervos entró precipitadamente en el recinto. Se oyeron disparos y los bellos animales iban cayendo tendidos en el suelo. No podía apartar la vista del espectáculo. Eché un vistazo a Fritz. Tenía los ojos cerrados y la expresión contraída; el cuerpo le temblaba ligeramente.

Entonces oí mi propia voz, sin percatarme siquiera de que hablaba:

—¡Es espantoso! ¡Esto es una carnicería!

Cogí a Fritz de la mano y nos alejamos del escenario de la matanza.

Había olvidado a Dagobert. Sólo pensaba en Fritz, cuyos sentimientos eran también los míos. Raras veces en mi vida había sentido una conmoción semejante a la que estaba viviendo a la vista de aquellos bellos animales inocentes que corrían hacia la muerte.

Llegamos adonde los caballos. El guardián me miró con extrañeza.

—Regresamos a Klocksburg —le expliqué—. Vaya usted a decir al señorito Dagobert que venga con nosotros en seguida.

* * *

Fritz estaba temblando visiblemente cuando montó en su jaca; yo trataba de ocultar mis sentimientos lo mejor que podía. Al cabo de breves momentos llegó un guardabosque en compañía de Dagobert. Éste daba muestras de asombro.

—Mi padre está muy enfadado —dijo.

Traté de disimular mi zozobra. Los niños me observaban fijamente, Fritz como se mira a un salvador aunque no se tenga mucha confianza en sus poderes; Dagobert, como a una desconocida que se comporta de forma desconsiderada más por ignorancia que por valor.

El regreso a Klocksburg se efectuó en el más completo silencio.

Nada más llegar fui directamente a mi habitación, y no había transcurrido mucho rato cuando Frau Graben llamó a la puerta.

—¡Cómo! ¿Ha salido usted del pabellón? ¡Pero si nadie puede ausentarse de él antes que la familia del conde…!

—Nosotros lo hemos hecho así —le repliqué.

Aunque me acusaba de una falta imperdonable no podía ocultar cierto regocijo en su fuero interno. Tenía la misma expresión que le sorprendí cuando observaba las arañas atrapadas en el cuenco.

—Ha sido una suerte que no estuviera el duque.

—Ello habría constituido un delito de lesa majestad, me imagino.

—Hubiera sido un caso muy grave.

—¿Qué habría ocurrido? ¿Me habrían mandado a un pelotón de fusilamiento?

—No sé cómo va a terminar esto —dijo sonriendo—. Ya lo veremos. He oído decir a Dagobert que su padre está soliviantado. A mis pequeños solía llamarlos yo Donner y Blitzen. Nunca he visto ataques de furia como los del joven Fredi. ¡Aquello era peor que el trueno! Y el príncipe era como el relámpago, se metía en todo, se entusiasmaba con furia y al momento se olvidaba. Sí, así les motejaba: Donner y Blitzen.

—Supongo que me despedirán.

—Ya veremos —repuso Frau Graben.

Y empezó a hablar de sus tiempos de niñera a cargo de los primos, el conde y el príncipe. Según ella no había niños iguales a ellos. ¡Lo que tuvo que batallar para que no hicieran travesuras! Saqué la impresión de que su favorito era el príncipe. El pequeño Relámpago era algo más simpático que el joven Trueno.

Pero yo no le prestaba atención; tan sólo barruntaba qué ocurriría a continuación. Era casi seguro que me despedirían. El conde no consentiría que quien le había faltado al respeto abiertamente fuera maestra de sus hijos.

Subí hasta la alcoba del torreón. De alguna manera esperaba encontrar en ella cierto alivio. Dirigí la vista al valle y al pueblo, en donde habíamos presenciado la Schützenfest aquella tarde, y hacia el bosque donde tuviera lugar la repugnante matanza. Me embargó una terrible depresión. Si me marchaba ahora nunca hallaría respuesta a lo que buscaba. La forma en que se había presentado Frau Graben en la librería y mi llegada aquí se me antojaban una premonición y me recordaban también la aparición de Ilse. Había algo misterioso en el caso. Se parecía a alguna de aquellas aventuras fantásticas que sólo los dioses y los héroes del bosque son dignos de protagonizar. Desde mi llegada había cambiado mucho, me parecía cada vez más a la alegre muchacha que se perdió en la niebla y presentía que estaba a punto de descifrar el misterio y de realizar el descubrimiento que mi paz espiritual anhelaba. Si me despedían todo habría terminado.

Acaso pudiera dirigirme al Damenstift y ofrecerme como profesora de inglés como pensé anteriormente. Pero deseaba quedarme aquí, pues había empezado a cobrar afecto a los muchachos, especialmente a Fritz. La limitada vida de un convento carecía de atractivo, su única ventaja radicaba en la proximidad del bosque encantado por donde tiempo atrás caminara en sueños… ¿o acaso también en la realidad?

Me pasé la noche en vela y a la mañana siguiente, cuando me hallaba con los muchachos en la alcoba del torreón, junto a la ventana, efectuando prácticas de vocabulario, vimos pasar un piquete de hombres a caballo que subían en dirección a Klocksburg.

—¡Es mi padre! —exclamó Dagobert.

Se me encogió el corazón. No habían perdido el tiempo.

Ordené a los niños que bajaran a sus aposentos a lavarse las manos y que se prepararan para recibirle. Regresé a mi alcoba, dispuesta a oír lo peor.

* * *

Me convocaron en la Rittersaal. Salí de la fortaleza, atravesé el patio y entré en el Randhausburg. Me temblaban las rodillas pero mantenía la cabeza alta y sentía el rubor en mis mejillas. Traté de disimular mi agitación. Para tranquilizarme me decía: «Te van a despedir, pero si no quieren que sigas con ellos, puedes irte a cualquier posada de la montaña donde podrás vivir modestamente y luego tal vez encontrarás trabajo en el Damenstift».

Estaba sentado en medio de la sala y al entrar yo se puso en pie. Inclinó el cuerpo hasta la cintura y efectuó un taconazo, al estilo de los muchachos. Llevaba el uniforme de la guardia del duque, que le confería magnífica prestancia. Me sentía como un pollito en presencia del pavo real.

Miss… —empezó.

—Trant —contesté en tono de súplica.

Miss Trant, ayer nos vimos por primera vez.

Hablaba un inglés muy correcto, con ligerísimo acento. El tono de su voz me intimidaba: era idéntica a la de Maximilian.

—Usted vino aquí para dar clases de inglés a mis hijos —prosiguió.

—Así es.

—No parece que hayan adelantado mucho.

—Al revés, yo diría que están realizando grandes progresos. Cuando llegué no sabían más allá de una o dos palabras, y este aspecto de su formación estaba totalmente descuidado.

Me mostré insolente. Sabía que nada tenía que perder si había decidido deshacerse de mí, y como su mirada insolente me parecía ofensiva no pude evitar que mi voz adquiriera una firmeza que sabía que sería interpretada como osadía.

Se sentó a la mesa del refectorio, que estaba guarnecida con utensilios de estaño.

—Puede sentarse —dijo.

Tomé asiento porque, aunque me molestaba el hecho de que me diera autorización, permanecer en pie me pondría en desventaja.

—Conque los muchachos le han parecido ignorantes a usted… —dijo.

—En inglés, por supuesto que sí.

—Y desde que vino usted han realizado tales progresos en esta materia que, cuando les he pedido que me contaran en inglés sus impresiones de la jornada de ayer, se han quedado sin habla.

—Puede ser que la respuesta superara sus posibilidades del momento.

—En cambio, no estaba fuera de sus posibilidades el explicarnos usted sus propias impresiones.

—Creo haberle dado suficientes indicios.

—No nos ha dejado la menor duda de que nos considera un país de bárbaros.

Esperó mi respuesta pero, a la vista de mi silencio, volvió a la carga.

—¿Es eso cierto?

—El espectáculo me pareció repulsivo.

—¿De veras?

—¿Tan extraño le parece?

—¡Ah, las susceptibilidades de los ingleses! A su reina tampoco le causó buena impresión… quizá la impresionó en exceso. Cuando asistió al espectáculo yo estuve presente. Hizo idénticas observaciones. Exclamó: «¡Qué carnicería…!».

—Veo que me pone usted en buenas y nobles compañías.

—No parece darle usted mucha importancia al hecho. Ayer estaba usted en presencia de nobles compañías y se comportó en forma sumamente descortés. Si no fuera por el hecho de que es usted forastera y puede alegar ignorancia, cabría darle una severa reprimenda.

—He faltado al protocolo. Le ruego me disculpe.

—¡Eso sí que es gracioso!

—Si hubiera sabido de lo que se trataba no hubiera asistido al espectáculo.

—Le ordenaron que acudiera.

—Aun así, me habría negado.

—Quienes están a nuestro servicio no pueden negarse a obedecer una orden.

—Así es. Y por lo tanto, cuando uno cree que las órdenes son inaceptables, no le queda otro recurso que renunciar al servicio.

—¿Va usted a hacer eso, miss Trant?

—Si tal es su deseo, no tengo otra alternativa.

—Aún queda otra alternativa. Puede usted solicitar perdón. Yo podría alegar que es usted forastera e ignora nuestro protocolo. Habría que pedir disculpas a la princesa, la condesa y otros miembros de la corte. Podrían perdonarla en base a la ignorancia, siempre que se comprometiera usted a no reincidir en la falta.

—Yo no puedo prometer tal cosa. Si tuviera que volver a presenciar ese repugnante espectáculo me vería obligada a decir que no.

—Si fuera por su cuenta y riesgo tal vez sí. Pero usted venía acompañada de mis hijos. ¿O es que se imagina que voy a consentir que les inculque usted ideas perjudiciales para su virilidad?

Ahora veía claro hasta qué punto coaccionaban a Fritz a asistir a aquellas escenas, a fin de hacer de él un hombre, según palabras del conde. No era de extrañar que el pobre chiquillo estuviera nervioso y anduviera sonámbulo. Estaba dispuesta a dar la batalla por Fritz como no lo hiciera ni conmigo misma.

—Fritz es un muchacho sensible —le dije con toda seriedad.

—¿Y eso por qué? —exclamó—. ¿Porque ha estado siempre en manos de mujeres?

—Porque es de naturaleza muy impresionable.

—Mire usted, miss Trant, las naturalezas impresionables pueden con mi paciencia. Lo que yo quiero es hacer de él un hombre.

—¿Y es propio de hombres recrearse en la matanza de hermosos animales?

—¡Qué ideas más estrambóticas tiene usted! Haría usted muy buen papel en una academia para jovencitas selectas.

—Puede que sí —le repliqué—. ¿Me da a entender que estoy despedida? Si así es, voy a hacer los preparativos para marcharme en seguida.

Se levantó y avanzó hacia mí. Se sentó en la mesa a muy poca distancia de mí.

—Tiene usted un carácter muy impulsivo, miss Trant. No creo que una persona impetuosa pueda ser una buena maestra.

—Muy bien. Entonces me marcharé.

—Personalmente nada tengo contra esa forma de ser.

—Me alegra saber que no le desagrado en todos los aspectos.

—No es usted la que me desagrada, miss Trant, sino su actitud de ayer.

Hice ademán de ponerme en pie. Me alarmaba su virilidad en aquella situación de cuerpo a cuerpo. Era casi idéntico a Maximilian y sin embargo se advertía entre ellos una diferencia sutil. Si hubiera estado con él aquella noche en el pabellón de caza no me hubieran dejado estar sola ni un instante fuera de mis aposentos. Lo sabía por instinto.

—Comprendo que le he ofendido —dije precipitadamente—. No hay necesidad alguna de prolongar esta entrevista. Me marcharé.

—Tiene usted por costumbre despedirse de forma inesperada. Con las personas que están a mi servicio es costumbre que les dé mi permiso antes de marcharse.

—Como presumo que ya no estoy a su servicio, eso no reza conmigo.

Me di la vuelta. Pero él estaba allí, a mi lado, y sentía su aliento cálido en la nuca. Me asió del antebrazo con fuerza.

—Usted se va a quedar —dijo. Y se sonrió, brillándole la mirada mientras me observaba—. He decidido darle otra oportunidad.

Me encaré con él.

—Quiero advertirle que en análogas circunstancias volveré a actuar de la misma forma.

—Eso ya lo veremos —fue su respuesta.

Aparté precipitadamente la mano que me oprimía el brazo. Quedó tan sorprendido que no trató de retenerme.

—Siempre que desee que abandone el servicio, le agradeceré que me lo diga —concluí.

Salí de la estancia y, cruzando el patio, entré en la fortaleza. Estaba temblorosa pero al mismo tiempo, contenta, como si hubiera ganado una batalla. Lo cual no dejaba de ser cierto, ya que por lo menos no había perdido mi empleo en Klocksburg.

* * *

Estaba sentada junto a la ventana de mi alcoba dejando que el aire refrescara mis mejillas. Aquella entrevista me había afectado mucho, pues había leído en la mirada insolente del conde que éste me tenía señalada como víctima. Por experiencia podía adivinar sus intenciones. Estaba sorprendida. Había dejado de pensar en mí misma como una mujer atractiva. Pensé en mi adolescencia, en aquel optimismo frívolo que me caracterizaba, en aquellos mechones negros de cabello y, por encima de todo, en aquella expresión vivaz. Pero cuando llegué a creer que estaba casada y di a luz (por lo menos de esto estaba segura), perdiendo finalmente a mi hija, me transformé por completo. El cambio fue notorio, pues la señora Greville y tía Matilda solían insistir en el tema: «Nunca he visto a nadie cambiar tanto como tú desde que volviste del extranjero».

Mi alegría se había eclipsado; la duda tremenda persistía. Había amado a mi marido y a mi hija y les había perdido. ¿Podía seguir siendo la misma después de haber pasado aquel trance?

Bien es verdad que Anthony me había pedido en matrimonio. Desde que marchara de Inglaterra apenas había pensado en él. Me había mandado un par de cartas, en las que me contaba toda suerte de detalles de su trabajo. Poco antes, aún me habría interesado por el tema, pero ahora se me escapaba la atención aunque tuviera la misiva entre mis manos.

Desde el primer momento que llegué a Klocksburg sentí una agitación olvidada ya por mí desde la mañana en que me despertaron para comunicarme que mi boda no había sido sino un sueño, resultado del tratamiento del doctor Carlsberg. Creía firmemente que si en algún lugar iba a dar con la clave de mi propio misterio, sería precisamente aquí.

Por unos momentos creí haberla encontrado ante la presencia del conde. Pero fue una ilusión. Y a la sazón este mismo conde era un obstáculo en mi camino.

Me imaginaba lo que ocurriría. Yo era una mujer con el suficiente mundo como para comprender el tipo de hombre que tenía delante. Y, siendo él prepotente en su mundillo, habría encontrado pocas resistencias y, en caso de hallarlas, ello le habría seducido, aunque sólo por una breve temporada. Pronto dejaría de agradarle. Quizá lo más sensato por mi parte fuera iniciar las gestiones para buscar trabajo en el Damenstift.

En medio de mis cavilaciones oí unas voces procedentes del exterior, pues el aire límpido del monte transmitía los sonidos con claridad.

—Ahora, señorito Fredi, va usted a portarse bien. No voy a tolerar ninguna de sus bromas.

Era Frau Graben, que se expresaba con su risa jovial de costumbre.

Era el conde. Aquel hombre arrogante y poderoso permitía que Frau Graben se le dirigiera en tono de desparpajo. Pero la vieja niñera gozaba de privilegios especiales.

—Ya era hora de que a sus hijos les dieran un poco más de instrucción.

—La tenían. Para eso no nos hacía falta una remilgada señorita inglesa.

—No tan remilgada, señorito Fredi. Eso se lo prometo.

—¿Y quién es usted para hacerme promesas a mí?

—Ya recordará usted cuáles eran sus modales, señorito Fredi, siempre tenía que estar amonestándole.

—¡Válgame Dios, mujer, que ahora no estoy bajo su tutela!

—Por lo que a mí respecta siempre estará bajo mi tutela y lo mismo digo de su noble y poderoso primo.

—Él siempre ha sido su favorito.

—Eso lo dirá usted. Yo nunca he tenido favoritos. Los dos eran iguales y ni entonces ni ahora he consentido que me tomaran el pelo.

—Hace ya tiempo que debí haberla expulsado de Klocksburg.

—Entonces, ¿quién cuidará de sus retoños?

—Pero ¡cómo! ¡Vieja bruja! Las hay a centenares que están deseando una ocasión así.

—Pero usted tiene confianza en su vieja nana, ¿eh?

—Tengo tanta fe en usted como en la destrucción del Randhausburg.

—Escúcheme, señorito Fredi, va usted a olvidarse de miss Trant.

—Usted la trajo aquí.

—Pero no para que usted se divirtiera.

—Yo decidiré dónde y cuándo voy a divertirme.

—Aquí no, señorito.

—¿Quién me lo va a impedir? ¿Usted?

—Yo no, pero ella sí. No es para usted.

—¿Quién ha dicho que esté interesado por ella?

—Usted siempre se ha interesado por las caras jóvenes y atractivas. Y su primo también. ¿No voy a conocerles yo? La vieja nana quiere que ustedes se diviertan, pero no con miss Trant, señorito Fredi. Ella está bajo mi responsabilidad. Así que dedíquese usted a la hija del mesonero, que ya me han llegado rumores…

—Se entera usted de todo.

Emitió una risa ahogada.

—Deje usted de darme órdenes, vieja maliciosa.

Penetraron en el Randhausburg y ya no oí más.

Me indignaba que hablara de mí en este modo. Ya tenía yo una vaga idea de cuáles eran las intenciones del conde —las mismas que abrigaba respecto a cualquier otra mujer—, pero lo que me asombraba era el tono familiar en que se le dirigía Frau Graben y la confirmación de que el proyecto al traerme al castillo en calidad de maestra de inglés era fruto de la mente del ama de llaves.

* * *

Al marchar el conde me dirigí al Randhausburg y llamé a la puerta del aposento de Frau Graben. Persistía en ella la emoción; parecía como si viniera de presenciar un espectáculo divertido, cuyo recuerdo todavía saboreaba.

—Entre, querida —dijo.

Estaba sentada en una mecedora mordisqueando una tarta de especias.

—Siéntese. ¿Quiere tomar té?

Me daba la impresión de que trataba de apaciguarme. ¡El té! A los ingleses siempre se les puede calmar con una taza de té.

—No, gracias.

—Entonces, un vaso de vino. Tengo uno muy bueno que nos han mandado del valle del Mosela.

—No quiero refrescos, gracias. Tengo que hablar seriamente con usted.

—Es usted demasiado seria, miss Trant.

—Una mujer que está sola tiene que ser seria.

—Pero usted no está sola. Tiene a su encantadora tía, a sus amigos de la librería y a aquel reverendo.

Me dirigió una mirada astuta de complicidad. Empecé a pensar que sabía más cosas de mi vida de las que me figuraba. Claro es que había estado en Oxford y que, durante su paso por dicha ciudad, debió de entablar conversación con los dueños de la librería, con la gente del hotel en que se alojaba y con cualquier otra persona que pudiera darle información de mí. Pero ¿cómo era posible que supiera tanto si apenas hablaba inglés?

—¿Cómo se ha enterado?

—Estas cosas se van recogiendo. Debió de contarme usted algo durante nuestras charlas.

—¿Decidió usted que era una buena idea traerme aquí de profesora de inglés? Quiero decir si la idea partió únicamente de usted…

—Ya se había tocado el tema. Y durante mi estancia en Inglaterra pensé que sería usted la persona indicada. —Se inclinó hacia mí, mordisqueando un trozo de tarta—. Me encapriché con usted. No quería perderla. Quería tenerla aquí. Al fin y al cabo nos hemos llevado estupendamente… desde el momento en que nos conocimos.

Aquellos hombres poderosos que la tuvieron de niñera debían de sentir gran cariño por ella, pues de lo contrario nunca le habrían permitido conquistar una posición tan fuerte. Recordé el tono en que se dirigiera al conde, tan altanero él; y ahora parecía como si Frau Graben tuviera poderes suficientes para introducir en casa de éste a una profesora de inglés sin consultarle.

Evidentemente, había en la naturaleza del conde una faceta de mayor debilidad y ternura desde el momento en que estaba encariñado con su vieja niñera.

—Entonces, ¿a usted se la considera de la casa?

—Yo he sido una madre para ellos. Las personas como ellos no siempre tienen tiempo o ganas suficientes para ocuparse de sus hijos. Y así, las niñeras vienen a ser como una madre. En realidad somos una raza de sentimentales. Para nosotros una persona que ha representado el papel de la madre significa mucho.

Estaba sorprendida. Siempre creí que mi presencia aquí se debía a la acción de Frau Graben, pero nunca pensé que las cosas fueran tan absolutamente diáfanas.

—No se preocupe —me dijo la mujer—. Yo velaré por usted.

Sus palabras eran tranquilizadoras, pero no dejaba de advertir aquel destello en sus ojos, aquella expresión cavilosa y divertida que apreciara en ella cuando se entretenía jugando con las arañas.

* * *

El conde no tardó mucho tiempo en venir a Klocksburg. Nos hallábamos en la alcoba del torreón, adonde llevaba a diario a los niños, no para efectuar los ejercicios escritos, sino para las clases de conversación. Les pedía que me hablasen del palacio ducal y luego traducía sus palabras al inglés. Como sentían gran interés por el palacio y cuanto en él sucedía, la charla acaparaba toda su atención.

Al entrar el conde los niños se pusieron en pie, saludando los varones con una inclinación de cabeza, mientras Liesel ejecutaba una graciosa reverencia. Con un gesto de la mano indicó que se sentaran.

—Siga usted, por favor, miss Trant —dijo—. Quiero ver cómo van las clases.

Estaba resuelta a no dejar entrever la turbación que me causaba su presencia, si podía evitarlo.

—Ahora —dije— estamos viendo la torre de vigía. A ver, Fritz, ¿quieres decírmelo en inglés?

Contestó balbuceando pero su respuesta me satisfizo.

A continuación pedí a Dagobert que me señalara el emplazamiento de los cuarteles y me explicara quién vivía en ellos. Los soldados le interesaban de modo especial, así que me sentí sobre seguro.

Luego pedí a Liesel que me mostrara la campana grande y que me explicara en qué ocasiones la tocaban.

Después de oír sus respuestas balbuceantes seguí con la clase, pero advertí que los muchachos se sentían muy incómodos. Dagobert trataba de presumir, Fritz se estaba poniendo nervioso y Liesel se había quedado embobada. El conde se sentó sonriendo desdeñosamente. Era evidente que la prueba no le había gustado.

—Tendréis que hablar mejor —dijo— si queréis que os presenten a Su Majestad la reina Victoria cuando se digne volver a visitarnos.

—¿Va a volver pronto, señor?

—Estuvo con nosotros hace unos años. No pueden abrigarse grandes esperanzas de tan augusta persona. No dudo que miss Trant os habrá dicho que su país es el más poderoso del mundo y que nosotros, comparados con ellos, no somos más que un Estado insignificante.

Dagobert me miró boquiabierto y Fritz balbuceó:

Miss… miss Trant no nos ha dicho eso. A ella le gusta nuestro país.

Quedé conmovida. El pequeño trataba de protegerme. Respondí con aspereza:

—Señor conde, no he venido a enseñar política, sino inglés.

—Dando por supuesto, naturalmente, que el mundo entero reconoce la superioridad de la Gran Bretaña sin necesidad de que los ingleses vengan a explicárselo.

—Nos hace usted un gran cumplido —dije.

—Se dijo que ustedes hicieron lo mismo al permitir que su reina contrajera matrimonio con un miembro de nuestras casas reales.

—Ello sirvió para aproximar a nuestros dos países —dije.

—Y aportó grandes beneficios.

—Tal vez para ambas partes.

—Se ha empeñado usted en ser graciosa.

—Así la vida social se hace mucho más cómoda.

—¿Aun cuando uno no diga exactamente lo que quiere decir?

—Yo trato siempre de decir lo que pienso.

—Y sólo tergiversa las cosas cuando le conviene. Creo que ésa es una vieja virtud inglesa.

—Suele considerarse una costumbre diplomática, a mi entender.

Consulté con mi reloj.

—El pastor Kratz os estará esperando —dije, volviéndome hacia los niños.

Quedaron sorprendidos. Se suponía que hasta que el conde no nos lo indicara no podíamos abandonar la estancia. El pastor Kratz podía pasarse la mañana esperando, si era preciso.

Me levanté. Con gran sorpresa mía el conde hizo otro tanto.

—Sabe usted hablar el alemán mejor que enseñar el inglés —me dijo.

—Es imprudente juzgar con tan pocas pruebas —le repliqué—. Mi alemán podría ser mejor y creo que dentro de unas semanas sus hijos tendrán unas nociones elementales de inglés.

Cogí a Liesel de la mano y la acompañé hasta la puerta. El conde salió a continuación, con los muchachos tras él.

Entramos en la sala de estudio donde estaba esperando el pastor Kratz. Quería intercambiar unas palabras con él y el conde hizo pasar a los niños tras de mí.

Cuando salí ya se había marchado.

Mis encuentros con él me alteraban. Estaba resuelto a no dejar de criticarme y al mismo tiempo se interesaba por mí. Nuestras chanzas le divertían. En aquellas conversaciones yo siempre conseguía mantener mi postura y cuando me aguijoneaban sentía que aumentaban mis fuerzas. Disfrutaba con mis batallas verbales, incluso con la de aquella mañana, pues creía haber salido bien librada.

Sabía lo que ocurría. Debía parecerle distinta de las mujeres que solía tratar. Por algún motivo resultaba una extraña, y por ello pretendía avasallarme. Sin duda le había impresionado la dignidad de nuestra reina con motivo de su visita a Sajonia-Coburgo, Leiningen y los Estados circundantes. ¿A quién no? Nunca una persona tan diminuta fue capaz de inspirar tanta majestad. Eso es lo que me causaba mayor impresión siempre que la veía, lo que no ocurría muy a menudo, pues desde la muerte del príncipe consorte se había recluido en palacio y apenas aparecía ante sus súbditos. Pero me constaba que había estado en Alemania después de morir él. Me imaginaba el efecto que en un hombre como el conde habría causado aquella dignidad real inconsciente. Más aún, era la gran reina de un Imperio en expansión, y él era el sobrino del duque de un Estado insignificante. ¡Cómo habría gozado el conde ocupando el lugar de la reina! Y es que no se daba cuenta de que era la aceptación natural de su condición lo que otorgaba prestancia a la reina.

¿Cómo podía saber yo tanto sobre el conde? Sin duda porque era una persona transparente. Y estaba convencida de que proyectaba seducirme. Sus intenciones eran manifiestas. Estaba dispuesto a demorar las cosas un tiempo, muy poco tiempo. Al principio le complacería verse rechazado, pero luego sería distinto. Pensé en aquellos hermosos ciervos, cazar a los más veloces e inasequibles era motivo de gran regocijo. Pero el conde pronto se cansaría de la persecución. Y entonces se irritaría, me encontraría fallos, me despediría. Eso ya le había ocurrido a una amiga mía, una compañera del Damenstift. Era excepcionalmente hermosa. Carecía de recursos y empezó a trabajar de institutriz. El dueño de la casa la perseguía y cuando ella le rechazó, al principio se sintió intrigado, pero muy pronto tuvo que buscar trabajo en otra parte y el dueño le extendió una carta de recomendación en términos muy fríos.

Desde la aparición del conde la vida se había vuelto muy incómoda.

* * *

Había en el Randhausburg un jardín, cercado por abetos achaparrados, con césped y una fuente en su centro. Aquí venían los muchachos una vez por semana a tirar al arco. A un extremo comenzaba una aguda pendiente que venía de la altiplanicie, pero el parapeto de abetos frondosos que lo protegía permitía que pudiera caminar por ella cualquier persona sin peligro, incluso la pequeña Liesel. Era uno de mis lugares favoritos y solía ir allí a menudo. Aquella mañana cogí unos cuantos libros con ánimo de preparar la próxima lección, aunque lo que realmente deseaba era meditar sobre mi propia situación y pensar cuándo tendría que empezar las gestiones para encontrar trabajo en el Damenstift.

Estaba sentada de espaldas a la puerta que habían instalado en el seto cuando oí girar el picaporte. Instintivamente supe de quién se trataba.

—¡Vaya por Dios! Es usted, miss Trant…

A pesar de su fingida sorpresa, era obvio que me había visto llegar.

—¿Tiene algún inconveniente en que me siente a su lado? —me preguntó con una ironía que yo fingí ignorar.

—Siéntese si así lo desea.

—Es agradable este jardín —continuó.

—Muy agradable.

—Me alegro de que así lo crea. ¿Y qué le parece nuestro pequeño Klocksburg?

—Yo no diría que sea tan pequeño.

—Pero no puede compararse con el castillo de Windsor, el palacio de Buckingham o el de Sandringham… ¿Se llama así?

—Hay un palacio con este nombre pero ninguno de los tres puede compararse con Klocksburg. Son muy distintos.

—Y mucho más grandiosos, ¿no?

—Me resulta difícil establecer este tipo de comparaciones. Personalmente vivo en una casita al lado de una librería. Puedo asegurarle que nada tiene que ver con Klocksburg.

—Una casita junto a una librería… —dijo—. Pero es una casita extraordinaria junto a una librería fuera de lo corriente.

—La casa me gustaba porque era mi hogar. La librería tampoco está mal.

—¿Piensa con nostalgia en su hogar, miss Trant?

—Todavía no. Será porque no llevo mucho tiempo fuera.

—Presumo que les tiene afición a nuestras montañas.

Respondí afirmativamente.

La conversación transcurría en tono monótono.

—Es curioso que haya usted decidido abrir la alcoba embrujada —apuntó el conde.

—Creí que era más sensato abrirla que tenerla cerrada. Frau Graben estuvo de acuerdo conmigo.

—Aquel aposento ha permanecido cerrado varios años, pero usted ha arrumbado nuestras tradiciones con un gesto imperativo de su mano inglesa.

—Quisiera explicarme sobre este punto.

—Estoy aguardando sus explicaciones, miss Trant.

—La alcoba la tenían cerrada —dije—. Ello le confería cierto ambiente de misterio. Creí yo que si la abríamos desaparecería como por ensalmo la idea del embrujo. Quedaría claro que tan sólo se trataba de una habitación normal y corriente. Que es lo que ahora se ha conseguido.

—¡Bravo! —exclamó—. San Jorge y el dragón… sólo que esta vez se trata de santa Georgina. Con la escoba de su imperturbable sentido común viene y barre las telarañas de nuestras supersticiones medievales. ¿Me equivoco?

—Ya era hora de empezar a barrer esa telaraña.

—Ya sabe que nosotros somos fieles a nuestras fantasías. Se dice que tenemos muy poca imaginación, ¿es eso cierto? Dígamelo usted, miss Trant, ya que tantas cosas sabe de nosotros.

—Debo ponerlo en duda.

Hice ademán de levantarme.

—¿No irá usted a marcharse?

El tono era interrogante pero su mirada expresaba prohibición.

Me cogió de la muñeca y la sujetó con tal firmeza que no pude desasirme. Como no quería forcejear, me senté de nuevo.

—Dígame cómo vino usted a parar aquí.

Le conté la llegada de Frau Graben a la librería y nuestra conversación, que se desarrolló en alemán porque su inglés era muy deficiente.

—Nos hicimos amigas —dije—. Ella creyó que sería una buena idea instalarme aquí como profesora de inglés, conque me decidí a venir.

—¿Qué estará tramando?

—Debió de creer que era el mejor sistema para enseñar a los niños.

—No es difícil encontrar profesores de inglés —dijo burlón.

Frau Graben creyó que sería más indicada una persona nativa.

Concentró la mirada y dijo:

—Me alegro de que la trajera a usted.

—Creía que no sentía usted gran admiración por mi capacidad docente.

—Pero hay ciertas cosas que admiro de usted.

—Gracias —dije, levantándome de nuevo—. Discúlpeme.

—No —dijo—. No voy a disculparla. Le he dicho bien a las claras que deseo hablar con usted.

—Pues no veo de qué tenemos que hablar, salvo de los progresos que hacen los niños en las clases de inglés y este tema ya lo hemos discutido.

—No es un tema demasiado sugestivo —dijo—. Estoy seguro de que hay otros puntos de mayor interés. Me divierte usted.

Enarqué las cejas.

—Eso es lo que yo llamo una sorpresa fingida —prosiguió el conde—. Ya sabe usted que me hace gracia. No veo razón alguna para que no seamos buenos amigos.

—Yo veo muchas razones.

—¿Cuáles?

—Su elevada posición, en primer lugar. ¿No es usted sobrino del duque? Ya se percató usted de mi desconocimiento del protocolo.

—El protocolo se aprende fácilmente.

—Lo aprenderán con facilidad aquéllos a quienes su posición se lo permita. Como profesora de inglés, y aunque el padre de mis alumnos goce de elevada posición, no creo que el protocolo de la nobleza sea algo que me afecte.

—Lo sería si usted quisiera.

—Pero sin duda eso sería cometer una nueva infracción del código social. Al fin y al cabo ni siquiera soy la maestra de sus hijos legítimos.

Se inclinó hacia mí.

—¿Le interesaría? Podría arreglarse…

—Estoy satisfecha con mi situación actual.

—Me encantan sus modales de inglesa imperturbable. Se comporta usted como si yo fuera uno de sus clientes de… la librería, ¿no?

—Nuestra relación no es muy diferente. Yo le vendo mis servicios como maestra y usted, como patrón, me los compra.

—Claro que la nuestra es una transacción más duradera.

—Se sorprendería si le dijera cuántos clientes frecuentan habitualmente nuestra librería.

—Creo que usted y yo podemos entablar una relación más personal. ¿Qué le parece? ¿O todavía no ha pensado en ello?

—No tengo mucho que pensar. Nuestras posiciones y caracteres respectivos hacen imposible una relación más íntima.

Retrocedió ligeramente y comprendí que la victoria era mía. En aquel preciso momento la puerta se abrió y apareció la figura de Frau Graben sonriéndonos.

—Sabía que estaban aquí —dijo—. Miss Trant, el pastor Kratz quiere hablar con usted… de algo relativo a un cambio de horario en las clases de mañana. Fredi, quería hablar contigo.

El conde la miró con el ceño fruncido.

—Míreme como quiera, Herr Donner. Ya sabe que no me voy a enfadar.

Mientras salía apresuradamente, pude apreciar la sonrisa jovial de la mayordoma, que se preparaba para dar la batalla al conde. Recordé a Hildegarde, la que fuera mi ángel guardián en el pabellón de caza.

* * *

Durante el resto del día diversas ideas me dieron vueltas a la cabeza en forma de torbellino. Conocía la tenacidad implacable de los hombres como el conde Frederic. Me lo imaginaba en sus paseos a caballo por la campiña, escogiendo a las mujeres que le caían en gracia momentáneamente. Sin duda había creído poder subyugarme con su prestigio y seducirme con su atractivo masculino, haciendo de mí su próxima víctima. Si pese a mi actitud seguía esperando vencer mi resistencia, se equivocaba de medio a medio.

Volvió a mi mente con mayor fuerza que nunca el recuerdo de Maximilian el día que surgió de en medio de la niebla. ¿Podía ser cierto que fuera un hombre del mismo estilo que el conde? Habían transcurrido diez años y ya no era yo igual que aquella muchacha que quedó tan profundamente impresionada, que se enamoró del héroe del bosque hasta el punto de no poder olvidarlo jamás, aunque a veces temía que sólo se tratara de un aventurero atrevido. Posiblemente le atribuía virtudes de los héroes legendarios de su país. ¿Es que la imagen que había guardado en mi interior durante tantos años era obra exclusiva de mi fantasía? Si diez años atrás hubiera compartido mi aventura con el conde le habría atribuido las mismas cualidades con que adornara a Maximilian.

Cuando entré en la sala de estudio, luego que el conde se marchó, encontré a los niños en estado de gran agitación. Al día siguiente saldrían a cazar con el conde.

—¿Quién os ha dicho eso? —quise saber.

—El conde —dijo Dagobert—. Vendrá a buscarnos a las nueve.

A Dagobert le brillaba la mirada de excitación, no exenta de temor. Sin duda le inquietaba no mostrarse a la altura de las esperanzas que su padre había depositado en él. Fritz estaba aterrado. Era evidente que Fritz, después de lo ocurrido en el pabellón con motivo de la matanza de ciervos, tendría que demostrar su hombría, como quería su padre. No me extrañaría que fuera éste el único objeto de la cacería que se preparaba. El niño se daba cuenta de ello y la idea le turbaba grandemente.

Por supuesto, Liesel se quedaría en casa, aunque saldría a despedirlos. Formarían parte de una cuadrilla y saldrían a cazar jabalíes, las fieras más peligrosas del bosque. Los jabalíes pueden ser unos animales muy crueles, me explicó Dagobert.

—A mi padre le gusta cazar jabalíes.

—Dilo en inglés, por favor, Dagobert —le respondí automáticamente.

* * *

Aquella noche volvió a despertarme un rumor de pasos furtivos frente a mi puerta. Esta vez pensé inmediatamente en Fritz. Escuché atentamente. No se dirigían a la alcoba del torreón.

Encendí una vela apresuradamente, me puse las zapatillas y me eché la bata encima. Los pasos habían cesado. Pero sabía que alguien bajaba las escaleras. Empecé a subir por los angostos peldaños. Una corriente de aire frío me indicó el camino. Habían abierto una puerta.

Apreté a correr y de pronto vi una pequeña figura que caminaba resueltamente en dirección a la cuadra.

Aceleré el paso.

Fritz se hallaba junto a la puerta de la cuadra y trataba de abrirla.

Me acerqué a él. Su rostro tenía la expresión de los sonámbulos.

Le cogí suavemente de la mano y le llevé hasta la fortaleza. Aunque era verano y los días eran calurosos, la temperatura solía descender mucho por las noches y encontré su mano helada. Le acompañé hasta sus aposentos con sumo cuidado. Temblaba como un azogado y sus pies estaban ateridos de frío; no llevaba más ropa que la camisa de dormir. Susurraba: «No, no… ¡por favor!». Había tanto temor en sus palabras que estaba segura de saber lo que le inquietaba.

Al día siguiente tenía que salir a cazar jabalíes con su padre y esto le atemorizaba. Por este motivo había bajado a las cuadras.

Sentí indignación contra aquel hombre insensible que no comprendía que tenía un hijo que podía ser una persona brillante. Desde el primer momento aprecié la capacidad mental de Fritz. Era imaginativo de una forma que no podían comprender hombres como el conde.

Me incliné hacia Fritz y le dije:

—No pasa nada, Fritz.

Abrió los ojos y susurró:

Mutter… —y corrigió en seguida—: Miss

—Hola, Fritz. Aquí estoy.

—¿Estaba dando vueltas?

—Sí…

Se echó a temblar.

—Es normal. Le pasa a mucha gente. He oído tus pasos y te he traído a la cama.

—La última vez usted me oyó. Dagobert ha oído que ellos hablaban de mí.

—Yo tengo unos oídos especiales para ti.

Se echó a reír.

—Mañana, Fritz, no irás a cazar.

—¿Lo ha dicho mi padre?

—Lo he dicho yo.

—Usted no puede, señorita.

—Sí que puedo. Tienes los pies helados. Te voy a poner una manta más. Y mañana por la mañana te estarás en cama. Estás algo resfriado. No te levantarás hasta que ya sea tarde para ir de caza.

—¿De verdad, señorita? ¿Quién ha dicho que…?

—Lo digo yo —atajé con firmeza.

De algún modo me había ganado su confianza. Fritz creía en mí. Me quedé junto a su cama hasta que, al cabo de breves minutos, se durmió apaciblemente.

Regresé a mis aposentos y traté de conciliar el sueño.

Debía estar preparada para la batalla que sin duda tendría que librar a la mañana siguiente.

* * *

Estuve aguardando la llegada del conde y su comitiva y, cuando aparecieron subiendo la pendiente del castillo, me armé de valor y, bajando las escaleras, me encaminé hacia el gran Randhausburg. Dagobert ya se encontraba allí con su equipo de montar.

Mientras éste saludaba a su padre, entré rápidamente en la Rittersaal. Prefería esperar allí al conde, para librar mi batalla sin testigos. Si había espectadores saldría derrotada, pues era de la clase de hombres que nunca ceden cuando se sienten observados.

Me había visto entrar y, tal como yo esperaba, vino en seguida hacia mí.

—Buenos días, miss Trant —dijo—. Ha sido muy simpático por su parte venir a saludarnos.

—Es que quería hablarle de Fritz.

—Supongo que el muchacho estará preparándose para venirse con nosotros.

—No, le he dicho que se pase la mañana en cama. Anoche cogió un resfriado.

Me miró con asombro.

—¡Conque un resfriado…! —exclamó—. ¡Y está en cama! Miss Trant, ¿qué quiere usted decir?

—Exactamente lo que he dicho. Anoche Fritz anduvo sonámbulo. Por lo que tengo observado, esto suele pasarle cuando está preocupado. Es un muchacho sensible, más estudioso que atlético.

—Razón de más para que se ejercite en estas actividades. Dígale que se levante en seguida y que estoy muy disgustado de que no esté listo para marchar y ansioso de venir a cazar con nosotros.

—¿Quiere usted que finja unos sentimientos que no tiene?

—Quiero que aprenda a disimular su cobardía y que sea más valiente.

—No es un cobarde —repliqué con energía.

—¿Ah, no? ¿Entonces por qué se esconde en las faldas de su maestra?

—Quiero aclararle una cosa. Yo le ordené que se quedara en cama esta mañana.

—¿Así que es usted quien da las órdenes aquí, miss Trant?

—Es misión del maestro decirles a sus alumnos lo que tienen que hacer.

—¿Aunque se trate de desobedecer a su padre?

—Nunca pensé que un padre obligara a un niño enfermo a salir de la cama.

—¡Qué dramática es usted, miss Trant! No creía que el dramatismo fuese una característica de los ingleses.

—No, ciertamente, pero debo precisar que Fritz es muy distinto de Dagobert. Éste irá a cazar con ilusión y no se verá atormentado por una imaginación arrolladora. Podrá hacer usted de él la clase de hombre que usted admira, alguien a su imagen y semejanza.

—Gracias por juzgar mi carácter, miss Trant.

—Como comprenderá, no voy a pretender juzgar su carácter cuando apenas nos hemos tratado. Yo vine aquí para dar clases de inglés a los niños y…

—Y para enseñarme cómo debo tratar a mis hijos. Mi carácter no es algo que le incumba, dice usted, pero en la práctica desmiente esta afirmación, pues ahora me está echando en cara la actitud que tengo con mi hijo.

—Hágalo por mí —le rogué. Su expresión se transformó. Se me acercó y, mientras yo levantaba la mano en ademán defensivo, agregué—: No insista en que Fritz salga a cazar hoy. Le ruego que me dé una oportunidad con él. Es un muchacho nervioso, y la única manera de corregir esta tendencia consiste no en agravar sus temores sino en mitigarlos, para demostrarle que no son sino producto de su mente en buena parte.

—Habla usted como esos doctores que están de moda actualmente. Pero resulta un buen abogado. ¿Qué ha hecho Fritz para merecer tantas solicitudes?

—Es un muchacho que necesita comprensión. ¿Me dará usted libertad para que actúe con él como crea conveniente?

—Tengo la impresión, miss Trant, de que es usted una mujer acostumbrada a actuar a su aire.

—Anda equivocado en esto.

—En tal caso debería estarme agradecido.

Sentí una alegría súbita al pensar en el alivio que sentiría Fritz cuando viera marchar a la comitiva.

—Está usted encantadora cuando sonríe. Me complace haber sido la causa de esa sonrisa.

—Se lo agradezco —respondí.

Hizo una inclinación de cabeza y, cogiéndome la mano, me la besó. Me desasí rápidamente y el conde se marchó riendo.

Subí a la alcoba de Fritz. Al verme entrar se sobresaltó.

—Se están marchando ya —dije—. ¿Quieres verles desde la ventana?

Me miró como si fuera un hada.

Se acercó a la ventana y observó los jinetes hasta que se adentraron en el bosque.

* * *

Me senté junto a la cama de Fritz y comenzamos la lección de inglés. Éste se puso a estornudar y bajé al cuarto de Frau Graben para comunicarle que el muchacho había pillado un resfriado. La mayordoma subió con una copa de cordial fabricado por ella misma. Se tomó una cucharada lamiéndose los labios de gusto.

—¡Qué rico está! —dijo con una sonrisa radiante.

Fritz conocía bien aquel remedio casero y se lo bebió con avidez. Se durmió en seguida. Salí de la estancia para dar un paseo por el bosque, pero sin alejarme mucho del castillo, pues no tenía ganas de encontrarme con los cazadores.

Pasé una tarde muy agradable. Al volver de mi paseo, me senté en el jardín a fin de preparar la lección del día siguiente. Aquél era un lugar apacible, aislado del exterior por una espesa cortina de abetos.

Al cabo de un rato vino a buscarme Ella, una de las sirvientas que nos atendían, quien me rogó de parte de Frau Graben que subiera a sus aposentos. Tenía ésta encendida una lamparilla de petróleo que solía usar en verano. La tetera hervía al fuego.

—¿Quiere un poco de té? —dijo una vez más, como si yo fuera una chiquilla a quien ofrecía una recompensa extraordinaria.

Advertí un elemento nuevo en aquella estancia. Era una jaula azul con un canario.

—¡Mire mi angelito! —dijo—. Se llama Ángel. Es un tesoro. Lo encontré ayer en una tienda de la Untererstadtplatz. No pude resistir la tentación y lo compré. Dicen que hay canarios que hablan. Sería maravilloso que éste pudiera hablar. Ven aquí, angelito. Dime: «Frau Graben…», «hola, miss Trant». Eres testarudo, ¿eh? Ya veremos, pequeño.

—¿Le gustan a usted…? —iba a decir «los animales», pero no me atrevía a dar ese nombre a los canarios ni a las arañas…—. ¿Le gustan a usted los seres vivos?

Sus ojos centellearon.

—Me gusta observar lo que hacen. Siempre dan sorpresas. Prefiero observarlos personalmente.

—¿Qué ocurrió con sus arañas?

—Una mató a la otra.

—¿Y después?

—Dejé en libertad a la vencedora. Me pareció la única solución justa. Supuse que habría ocurrido lo mismo de forma espontánea, aunque nunca se sabe… Los seres vivos hacen a veces exactamente lo contrario de lo que hicieron otros en su misma situación. ¡Hola, angelito! Vamos, dile algo a Frau Graben.

El canario emitió unas cuantas notas, causando las delicias del ama de llaves.

—¡Más! —exclamó—. Lo que yo quería era hacerte hablar. —Se volvió hacia mí y me sonrió—. Tal vez ahora no quiere hablar pero más adelante lo conseguiremos. Por cierto, ya está hirviendo el té. Espere un momento que lo sirva y nos instalaremos cómodamente.

Nos sentamos. Frau Graben dijo:

—Así que Fritz no ha ido a cazar… Me ha dejado asombrada. ¿Qué le ha dicho Fredi?

—Le dije que Fritz es un muchacho sensible. Me preocupa que ande sonámbulo. Esto le pasa cuando está excitado. Anoche estaba nervioso pensando en la cacería de hoy. Es un muchacho muy inteligente. Hay que evitarle trastornos.

—¿Y le contó usted todo eso a Fredi?

—Sí.

—Y él cedió… Mala señal. Quiere decir que usted le gusta.

—¿Tan mal está que yo le guste al conde?

—Si es usted joven, puede ser peligroso. Es un libertino de mucho cuidado. Para ellos es su forma de vida. Han oído las historias de sus padres y abuelos. Somos una nación fuerte, miss Trant, y estamos divididos en una serie de Estados que le parecerán pequeños pero cuyos gobernantes son muy poderosos… junto con sus familias. Eso no es bueno para los jóvenes. Antiguamente tenían derecho de pernada con las doncellas del pueblo. A los jóvenes les han educado con esta idea. La historia de nuestras familias reinantes es la historia de sus diversas e ingeniosas formas de seducción. Una de las más populares fue en el siglo pasado el matrimonio fingido. De ahí la leyenda de la alcoba embrujada que usted decidió romper. ¿Ve lo que quiero decir cuando le hablo del peligro de caerle en gracia al conde? En un caso así ninguna joven está segura.

—Yo no soy especialmente joven.

—¡Vamos, miss Trant! Tampoco puede decirse que sea usted una vieja… Y si se acerca a los treinta años lleva ventaja en el favor del conde. Pero debo prevenirla contra algunos de nuestros caballeros.

—Me parece que ya sé tratarlos.

—Fredi puede ser muy tenaz.

—Me parece que ya sabré cómo actuar.

Frau Graben pareció satisfecha. Sonrió alegremente y me ofreció los pasteles. Cogí uno y lo probé. Estaba suculento.

—Pronto la convocarán al palacio del duque —agregó—. Va a venir el príncipe. A su llegada se celebrará un desfile extraordinario hasta la iglesia para darle la bienvenida. Será dentro de una semana aproximadamente.

—¿Dónde ha estado? —pregunté.

—Ha ido a Berlín para participar en una conferencia sobre la actitud a tomar frente a los desmanes de los franceses.

—¿Y Rochenstein lucharía al lado de Prusia?

—Si los franceses nos atacaran, todos los alemanes auténticos formaríamos una piña. Las gestiones del príncipe han ido en este sentido. Podrá verle cuando se dirija a la iglesia, montado a caballo, para asistir al oficio de acción de gracias. Será una efeméride.

—Me imagino que será muy pronto.

—En cuanto vuelva, el chambelán ultimará los preparativos. Habrá allí verdaderas muchedumbres. Estoy segura de que querrá asistir al desfile, que se dirigirá desde la villa hasta la iglesia, para regresar a palacio.

—¿Es muy popular el príncipe?

—Ya se sabe lo que pasa con la realeza. Sus personajes a veces son muy queridos y otras no. Un día les verá recorrer las calles entre aclamaciones y al día siguiente les arrojarán una bomba.

—¿Ocurre esto a menudo?

—Digamos que puede suceder. No se sienten seguros. Yo siempre me asustaba cuando mis chicos salían a acompañar a sus padres. En el primer coche iba el duque con su esposa, y en el segundo iban Ludwig, hermano del duque, y Fredi. Claro que Ludwig era un traidor y acabó mal. Fredi juró lealtad, aunque reconozco que la mayor parte de la gente sólo se jura lealtad a sí misma. Tendrá usted que ir a ver el oficio de acción de gracias. Sacarán la cruz procesional y eso será toda una ceremonia.

—Ya pude comprobarlo cuando me la enseñaron. ¡Cómo la vigilaban! Había allí un soldado muy amable. Creo que era el sargento Franck. Alguien mencionó su nombre.

—Sí que le conozco. Es un tipo muy simpático. Le hicieron soldado de pequeño y recuerdo lo orgullosa que estaba su familia cuando se incorporó a la guardia del duque. Luego se casó con aquella mujer. Ella ha cambiado. ¡La de cosas que pueden pasar…! Cuando se casó con Franck no era más que una chiquilla timorata. Algo había en su pasado… Pero Franck la tomó a su cargo y ahora tienen dos hijos y ella está muy contenta. ¡Lo que cambian las personas! Es algo que me da risa. Está uno en una situación determinada y la vida viene a buscarle, le cambia de sitio y le junta con otra persona. Y así ven pasar la vida desde su nueva posición.

—Como las arañas —respondí.

—Las personas son mucho más interesantes que las arañas.

Asentí.

—Siempre que viene el príncipe tengo un alegrón —prosiguió—. Ahora es el momento oportuno, si quiere que le diga mi opinión. Max es único. Fredi siempre anda diciendo que Max era mi favorito, y yo le contesto que nunca he tenido favoritos. Pero no era del todo verdad. A Trueno y Relámpago, como yo les llamaba, no puedo imaginármelos el uno sin el otro. El fogonazo y el bramido. Siempre me dieron esta impresión. Me gustaría volver a los días de su niñez. ¡Cuánto alegraron mi vida! Ludwig, el hermano menor del duque, quería que el pequeño Fredi se criara en palacio. Sin confesarlo creía tener los mismos derechos que el duque. Fredi es la viva estampa de Ludwig. Siempre ha querido sobresalir en todo, y así como Ludwig estaba ansioso por desbancar al duque, Fredi deseaba hacer las cosas mejor que su primo el príncipe. Todos los juguetes de ése los quería para sí. Me tenía asustada. «Ahora son los juguetes el motivo de su envidia —me decía a mí misma—, pero cuando sean mayores, ¿qué ocurrirá? Se pelearán por cosas más importantes». Esta mañana se ha salido usted con la suya con el pequeño Fritzi. Usted sí que ha hecho algo bueno por el chiquillo, válgame Dios… Usted comprende a los niños. Es extraño siendo soltera… —sus ojos sonrientes me miraban con fijeza—. Una soltera que nunca ha tenido un hijo propio…

No pude evitar que el rubor invadiera mis mejillas. Frau Graben acababa de despertar en mí con toda claridad la visión de aquella clínica, de aquellas mujeres embarazadas conversando en medio del césped y de la pobre muchacha muerta… Gretchen creo que se llamaba. Gretchen Swartz.

Vacilé por unos segundos demasiado largos; aquellos ojos sonrientes de mirar suave raras veces se equivocaban.

—Comprender a los niños es una facultad congénita, seguramente.

—Sí, por supuesto. Pero cuando una mujer tiene un hijo, algo se transforma en ella. Lo tengo comprobado.

—Tal vez —respondí con frialdad.

—Por cierto, el príncipe estará de regreso para la Noche de la Séptima Luna. No sabrá usted lo que es eso… Somos muy fieles a nuestras tradiciones. Éste es el Lokenwald, el país de Loke. Dentro de dos semanas hay luna llena. Será la noche del maleficio. Loke era el dios del mal y durante esa noche baja a la tierra. Esa noche, miss Trant, no la dejaré salir.

Me estremecí. Los recuerdos me abrumaban.

Se inclinó hacia mí y tomó mis manos entre las suyas, húmedas y cálidas.

—No, no le permitiré que salga. Puede ser peligroso. Esa noche a la gente se le mete algo en la cabeza. Es la luna de Loke, la séptima del año, y hay personas que son buenos cristianos todas las noches del año salvo la Noche de la Séptima Luna. Entonces vuelven a ser paganos como siglos atrás, antes de que los amansara el cristianismo. ¿La he asustado, miss Trant?

Traté de reír.

—Ya he oído hablar de eso. He leído las leyendas de los dioses y los héroes.

—¿Así que ya sabía algo de la Noche de la Séptima Luna?

—Sí, algo sabía.

* * *

La tarde era cálida y soleada.

—Bajaremos juntas —dijo Frau Graben—. Habrá mucho gentío y no quisiera que nos mataran a empujones.

—Ya será menos —repliqué.

—Están excitados con la noticia del regreso del príncipe.

Bajamos hasta el pueblo por caminos de montaña, siguiendo una ruta que siempre me había deleitado. Engalanaban las laderas de la montaña las orquídeas y gencianas en flor; de vez en cuando nuestro carruaje atravesaba una meseta y avistábamos una casa de labranza o percibíamos el retintín familiar de los cencerros. Abajo, en el pueblo, la luz del sol bañaba los aleros de los tejados. Repiqueteaban las campanas cuando entramos en la Obererstadtplatz y llamó nuestra atención el vistoso ondear de innumerables banderas. Se veían hombres y mujeres ataviados con sus trajes típicos, muchos de ellos procedentes de los pueblos vecinos de la comarca.

Me alegré de que Frau Graben viniera con nosotros, pues los niños estaban muy excitados y hubieran podido extraviarse o quedar contusionados en medio de la aglomeración.

Nos dirigimos a la posada donde en otra ocasión habíamos guardado nuestras caballerías. Allí teníamos reservada una ventana que miraba a la plaza de la iglesia. Desde ella veríamos pasar el desfile sin ser molestados.

El posadero trató a Frau Graben con gran respeto. Ésta debía de conocerle bien, pues le recabó noticias de su hija. Al oír mencionar su nombre se iluminaron los ojos de aquél. La idolatraba. «La muchacha más bonita de Rochenburg», comentó Frau Graben y sorprendí en ella una mirada furtiva e indagadora cuyo significado no alcancé a comprender.

Nos sirvieron vino y tartas de especias, a la vista de las cuales se iluminó la vista de Frau Graben. A los niños les sirvieron bebidas dulces.

Frau Graben sentía la misma agitación que los muchachos. Dagobert me iba explicando cuanto veíamos, Fritz no se apartaba de mi lado y me alegraba pensar lo mucho que disfrutaría el chico con aquel espectáculo, Liesel se movía sin cesar pero Frau Graben parecía absorta en una sensación de regocijo íntimo y dudaba entre guardarlo para sí o compartirlo con nosotros.

Se apreciaba por doquier un ambiente de expectación; hombres y mujeres se saludaban a voces. En las ventanas ondeaban alegremente las banderas. Reconocí la de Rochenstein y la de Prusia, aunque también estaban representados la mayoría de los Estados austríacos y alemanes. La banda de música inició sus acordes, mientras en la Obererstadtplatz el coro empezaba a cantar la conocida letra:

«Unsern Ausgang segne Gott…».

«Dios bendiga nuestra partida y nuestro retorno». Mi madre me lo había enseñado. Este himno lo cantaban cuando se trasladaban a una nueva casa. Esta vez aludía a la visita del príncipe a Prusia y a su regreso.

A lo lejos se oía la música de la banda militar.

—Ahora vendrán los de palacio. En seguida aparecerá la cruz procesional, miss Trant —exclamó satisfecha Frau Graben.

—La habrán sacado de la cripta con gran ceremonia.

—Sí, y su traslado hasta palacio también reviste gran solemnidad. El sargento Franck me ha estado hablando de esto.

—Preferiría que estuviera siempre expuesta al público. Supongo que nadie intentaría robarla.

Dagobert se excitó:

—Si lo hicieran perseguiría a los ladrones hasta matarlos y volvería con la cruz.

—¿Tullido de una mano? —le pregunté.

—Iría solo sin ayuda de nadie —prosiguió Dagobert—. Entonces el duque me mandaría buscar y declararía que yo soy su auténtico hijo y que tengo preferencia sobre Carl…

—¡Pobre Carl! —Dije como al descuido—. Sería duro para él… Mira que dejarle de lado por no haber recuperado la cruz. ¿Es eso justo?

—Nada es justo —repuso Dagobert—. Mi padre podría ser el príncipe…

—Ya basta de hablar de eso, Dagobert —dijo Frau Graben pacíficamente—. El príncipe es el hijo del duque y su legítimo heredero, y el pequeño Carl es el heredero del príncipe. Las cosas son así. Cada día te pareces más a tu padre. Pero ¡mirad! ¡Va a empezar la procesión! ¡Qué elegantes están los soldados con sus uniformes!

Y así era, efectivamente; los caballos iban ricamente engalanados con penachos al viento; los uniformes azules y dorados, el resplandor de los cascos, las marchas militares, el ondear de las banderas…

Se hizo un silencio momentáneo entre la muchedumbre y, a continuación, estallaron los aplausos.

Aparecieron en primer lugar los jinetes, en brillante cabalgata, seguidos por los eclesiásticos con sus hábitos negros y blancos. Un hombre de a caballo portaba la cruz procesional, que despedía destellos bajo la intensa luz del día; resplandecían las esmeraldas, rubíes y zafiros y los diamantes desprendían llamaradas rojas y azuladas. En medio del desfile y a plena luz resaltaba con todo su esplendor. Reconocí al sargento Franck que montado a caballo, flanqueaba la cruz. Al otro lado de la misma un fornido soldado completaba la escolta.

Al paso de la cruz se hizo un silencio reverencial.

El coche ducal venía a continuación. Guardaba cierto parecido con el coche de la reina de Inglaterra, tal como aparecía en los grabados que había visto. Los sobredorados eran primorosos. Ocho caballos blancos arrastraban el carruaje. En su interior se sentaba el duque; a su lado el príncipe y, al otro lado, la mujer que había visto en el pabellón y que me recordaba a Ilse.

Apenas distinguí al duque y a la princesa. Me sentí inmersa en un sueño fantástico. De pronto, fijé la mirada. Allí, sentado entre el duque y la princesa, se encontraba Maximilian.