III

Fueron los niños quienes me llevaron por primera vez a la Isla de los Muertos. Durante mi primera semana en Klocksburg salíamos al bosque todos los días, ellos montados en sus jacas, y yo con la yegua. Me agradaban estas excursiones porque me permitían conocer mejor a los niños, y el bosque me fascinaba más que nunca; cada vez que salía me sentía como si estuviera al borde de la aventura. Como estábamos en verano las laderas de las montañas aparecían bañadas por una niebla azul y rosada, que era color de las gencianas y orquídeas que allí florecían por aquellas épocas del año. En medio del verde resultaban arrebatadoras.

Aquel día los niños me habían llevado al pie de las montañas, y, al llegar a una zona donde el terreno se allanaba, entramos en un bosquecillo tan frondoso que nos enzarzábamos en sus ramas según cabalgábamos. Por fin llegamos a un claro y, con gran sorpresa por mi parte, descubrí un lago con una isla en medio. Junto a la orilla se divisaban dos barcas de remos.

Supuse que me habían llevado adrede a aquel paraje, con el fin de mostrarme algo de lo que se sentían orgullosos.

Amarramos nuestros caballos a un árbol y los dos chicos se pusieron a recoger flores y hojas que crecían a la vera del agua.

Dagobert, haciendo bocina con las manos, se puso a gritar:

—¡Franz, Franz!

Le pregunté a quién estaba llamando y ambos se miraron con una sonrisa de complicidad. Dagobert dijo:

—Espere y verá.

Respondí que quería saber dónde nos encontrábamos, y recurrí a Fritz.

Éste señaló la isla situada en el centro del lago y vi arrastrar una barca. Un hombre saltó a su interior y comenzó a remar hacia nosotros.

—Es Franz —me dijo Fritz.

Dagobert estaba decidido a ser él quien nos revelara el secreto.

—Franz es el guarda de Gräber Insel. Va a llevarnos allá para que pongamos flores en las tumbas de nuestras madres. Si quiere puede ir remando usted sola, pero a Franz le gusta que se soliciten sus servicios.

Desde la ribera hasta la Isla de los Muertos mediaba una distancia de menos de medio kilómetro. El barquero era un anciano encorvado; le caía por el rostro una mata de cabellos grises; éste aparecía casi cubierto por la barba. Apenas se le veía algo más que los ojos, rodeados de arrugas.

—¡Franz! —Gritó Dagobert—. Queremos enseñar la isla a miss Trant.

El viejo Franz arrastró la barca hasta tierra firme.

—¡Vamos hasta allá, jóvenes! Os estaba esperando.

Su voz sonaba hueca y llevaba una túnica negra como el hábito de un monje. Cubría su cabeza una minúscula gorra negra. Sus ojillos me escrutaban.

—Me dijeron que había llegado usted, Fräulein —dijo—. Tiene que venir a ver mi isla.

—Quiere ver las tumbas —dijo Dagobert.

No recordaba haber formulado tal deseo, pero parecía un desaire decírselo claramente al guarda.

—Ya era hora que vinierais, jóvenes.

Me cogió de la mano para ayudarme a embarcar. Era la suya una mano seca, rugosa y fría. Había algo en él que me hacía estremecer. Pensé en Caronte, el barquero de la laguna Estigia. Fritz estaba arrimado a mi vera, como para protegerme. Era conmovedor.

Dagobert embarcó de un salto.

—¿Está asustada, señorita? —preguntó con regocijo, esperando una respuesta afirmativa.

—¿Por qué me lo preguntas? ¿Crees que sí?

—Franz vive solo en la Gräber Insel, ¿no es así, Franz? La mayor parte de la gente viene bastante asustada pues en este lugar no hay nadie más que Franz y los muertos. No sé si usted va a tener miedo. Franz no se asusta. Vive allí solo con los muertos, ¿no es así, Franz?

—Llevo ya setenta años —respondió—. Setenta años en la isla. Mi padre fue guarda antes que yo y yo le sucedí. —Hizo un mohín de tristeza—. No tengo hijos que puedan sucederme.

—¿Qué pasará cuando usted muera, Franz? —quiso saber Dagobert.

El viejo Franz meneó la cabeza.

—Traerán a otro de fuera. Hasta ahora se había transmitido de padres a hijos.

—A los muertos esto no les va a hacer gracia, Franz. Apuesto a que sus almas rondarán al sucesor hasta que tenga que marcharse.

—Este tema es muy morboso —dije—. Estoy segura de que tendremos a Franz de guarda por muchos años.

Franz me miró con aprobación.

—Mi abuelo vivió noventa años. Mi padre, noventa y tres. Dicen que los muertos conceden a sus guardianes el don de la longevidad.

—Sí, pero usted, Franz, no tiene un hijo para sucederle —le recordó Dagobert—. Esto va a disgustarles a los muertos.

—¿Por qué te divierte tanto la perspectiva, Dagobert? —le pregunté.

—Porque así saldrán a perseguir al sucesor de Franz.

Los remos chapoteaban mansamente en el agua. La isla se perfilaba ya con nitidez. Se veían las alamedas y los arbustos en flor. Era muy hermoso. En medio de los árboles destacaba una casita diminuta que me recordaba la vivienda de pan de azúcar de Hansel y Gretel. Me sentía como si entrara de nuevo en el mundo de los cuentos de hadas.

La barca atracó y desembarcamos.

—Enséñele primero las tumbas de los duques —le pidió Dagobert.

—Venga por aquí —dijo Franz.

Los muchachos se encaminaron hacia las tumbas de sus madres a depositar las flores y yo seguí a Franz por una de las veredas flanqueadas de flores y árboles. Las tumbas estaban primorosamente atendidas y repletas de flores; las estatuas de mármol eran bellísimas, y también los ángeles que hacían guardia junto a los sepulcros; algunos de ellos llevaban arquillas doradas y ornamentaciones de hierro dorado y labrado. Todo era muy hermoso.

—Éstas son las tumbas de la familia —me dijo Franz—. Después de los funerales y las ceremonias del entierro yo me encargo de dar a los difuntos sepultura definitiva. A veces vienen aquí personas de la familia, pero raras veces jóvenes. Los jóvenes no piensan en la muerte. Estos dos sí que suelen venir, en cambio. Es porque sus madres están enterradas aquí… aunque no en las grandes avenidas ducales. Aquí hay dos cementerios, el de los duques y sus familias legítimas y el de las demás personas a quienes ellos han honrado, como suelen decir… Algunos dirían más bien deshonrado. Los niños vienen porque les gusta recordarse a sí mismos que tienen lazos de parentesco con la familia. Luego les enseñaré las demás sepulturas. Mire primero las de la familia. Ésta es la de Ludwig. Es el hermano del duque Carl y el traidor. Le dieron muerte los amigos del duque en el momento justo, pues de lo contrario él habría matado al duque.

—He oído hablar algo de Ludwig.

—No se le olvidará fácilmente. Y también está el conde Frederic, dispuesto a seguir los pasos de su antecesor. Problemas turbulentos…

—¿Por qué ha de haber problemas entre el duque y el conde Frederic?

—Suele haberlos siempre… especialmente en nuestras viejas familias alemanas. Antiguamente, cuando las tierras eran tan pobres, los hermanos echaban suertes para decidir quién sería el heredero. Una propiedad hubiera dado muy poco fruto repartida entre varios hermanos —y a veces eran muchos—, y la única solución era echar suertes y que el ganador arramblara con todo. Este sistema ha venido provocando problemas a lo largo de los siglos. Los que se han quedado sin herencia opinan que su posición actual la deben a la mala fortuna de sus antepasados. Muchos tratan de recuperar mediante la traición lo que la suerte les ha negado. Ludwig era uno de ésos. Quiso destronar a Carl para hacerse dueño y señor de Rochenstein.

—¿Y el padre de los niños es hijo de Ludwig?

—Sí, efectivamente. El conde Frederic tendrá que andarse con cuidado. Tendrá que enfrentarse con el príncipe. Pero Frederic es hábil y sabrá esperar el momento propicio.

—Entonces, éstos son los muertos… —dije—. Si tanto sufrieron cuando vivían, por lo menos ahora se les ha rendido el debido homenaje. Las sepulturas son muy hermosas.

—Para mí es un orgullo conservarlas —dijo Franz, y se le iluminó el rostro con una sonrisa—. Juraría que no hay en toda Europa sepulturas tan hermosas como las mías.

Bajé hasta la hilera de sepulcros y leí las inscripciones. Estaban las de los duques de Rochenstein y Dorrenig y las de los condes de Lokenburg. «Todos ellos son títulos de la familia», murmuró Franz. Al leer aquel nombre recordé como siempre el pabellón de caza y la ceremonia en que Maximilian deslizaba el anillo en mi dedo… anillo que desapareció a la par que mis sueños… y el árbol genealógico, en el que yo aparecía como su esposa, ya no tenía la menor validez.

Había varias avenidas, todas ellas exquisitamente cuidadas, con la hierba escardada y las flores en plena lozanía.

Los niños me llamaron y el viejo Franz me llevó hasta ellos. Pasé por una puerta y me encontré en un cementerio tapiado. Aquí las tumbas eran simples túmulos coronados por pequeñas lápidas grises algunos de ellos.

—Éstas son las tumbas de los que han sido enterrados aquí con autorización de algún miembro de la familia —explicó Franz.

—Le enseñaré la tumba de mi madre —dijo Dagobert.

Le seguí con pasos cautelosos hasta una tumba cubierta por una lápida más trabajada. En ella podía leerse el nombre de la condesa de Plinschen y la fecha de su muerte: 1855. Dagobert dijo:

—Murió al nacer yo…

—¡Cuánto lo siento…! —murmuré, conmovida al ver la devoción con que se disponía a depositar las orquídeas rosas en la tumba.

Fritz dijo:

—Mi madre también murió. ¿Quiere ver su tumba?

Me cogió de la mano y nos alejamos del grupo. Me daba cuenta de que Fritz me seguía con la mirada y pensé que aquél era un lugar horripilante y que era una lástima que la familia, como la llamaban ellos, no hubiera enterrado a sus muertos en un cementerio normal.

Me conmovió profundamente ver a Fritz arrodillándose junto a la tumba. En la lápida figuraba escuetamente el nombre de Luisa Freundsberg.

—Me quería mucho —dijo Fritz—, pero yo debía de serle un engorro.

—Querido Fritz —le repliqué—, para ella habrás sido una gran alegría.

El dolor le contrajo súbitamente las facciones y dijo:

—No me acuerdo de ella. Sólo me acuerdo de Frau Lichen y luego ya tuve a Frau Graben.

—Estoy segura de que te han querido mucho.

—Sí —reconoció tímidamente—, pero no es lo mismo eso que una madre.

—En la vida habrá otras personas que te quieran —le aseguré. Ello pareció contentarle.

Regresamos al lado de los demás.

Franz nos ofreció refrescos y nos invitó a entrar en su casita de pan de jengibre. Bajamos hasta una sala donde se veían diversos tipos de tiestos con flores. El aroma era casi irresistible. Nos sentamos a la mesa y sacó de un barril unas cuantas jarras de lo que parecía ser cerveza. Yo no le presté mucha atención a la bebida, pero los niños la engulleron con fruición.

Franz me contó que la había elaborado por su propia cuenta y él mismo la cuidaba. Nunca ponía los pies en tierra firme. Las provisiones se las traía la familia una vez por semana y a veces transcurrían semanas enteras sin que se presentara ser viviente. Los niños visitaban regularmente la isla una vez al mes. Los cadáveres los traían de noche para depositarlos acto seguido en sus sepulturas.

Era jardinero y albañil. Tiempo atrás la vida le era más cómoda. Había ayudado a su padre, su madre murió cuando aún era niño. Las mujeres no le tenían apego a Gräber Insel. Estuvo casado y tuvo que desplazarse a tierra firme para buscar esposa, confesaba con tristeza. Se la trajo consigo y esperaron un hijo que no llegó. Ella solía decir que la isla la horripilaba. No podía vivir en ella, y una noche, mientras él dormía, se fugó en la barca hasta tierra firme. A la mañana siguiente, al despertar, observó su desaparición. Desde entonces nada más se supo de ella, y él fue incapaz de casarse de nuevo, aunque podía haber encontrado una compañera con quien compartir su vida solitaria en la Isla de los Muertos.

Sentí alivio al embarcar. Había algo misterioso en Gräber Insel y no podía apartar de mi mente la imagen del viejo Caronte, barquero de los muertos.

* * *

Aquella noche me desperté sobresaltada. De unos años a esta parte venía soñando con frecuencia, pero nunca tanto ni tan intensamente como en los últimos tiempos, desde que vivía en Klocksburg, excepto, claro está, en los meses inmediatamente posteriores a mis aventuras.

Imaginé que estaba en la Isla de los Muertos y en la avenida hallaba una inscripción con la leyenda «Maximilian», conde de Lokenburg, y mientras miraba, se alzaba la losa de mármol y Maximilian salía de la tumba. Se acercaba a mí y me cogía en sus brazos. Su abrazo era helado. «¿Estás muerto?», exclamaba yo… En aquel momento desperté.

Sábanas y mantas yacían en el suelo. Temblaba como una azogada. La ventana estaba abierta al aire de montaña de par en par. Encendí una palmatoria. Me esperaba un buen rato de estar desvelada, y lo sabía.

Los recuerdos renacían con gran intensidad como solía ocurrirme después de soñar, y sentía de nuevo aquella tristeza punzante que ya me era familiar y, al mismo tiempo, una terrible sensación de desamparo de la que nunca podría recuperarme. Nadie podría ocupar el lugar que él ocupara en mi vida.

Oí unos pasos en el rellano de mi habitación. Consulté con el reloj. Acababa de dar la una. ¿Quién podía andar por aquí a aquellas horas? En la fortaleza sólo vivían los niños y dos doncellas, pues los demás se alojaban en el Randhausburg.

Los pasos eran furtivos, como si alguien tratara de penetrar cautelosamente en mi alcoba. De pronto se detuvieron y el pomo de la puerta giró con lentitud. Recordé que había cerrado con llave. Desde mi aventura de aquel día, en medio de la niebla, había adquirido esta costumbre y, aun en mi propia casa, cerraba siempre la puerta de mi dormitorio.

—¿Quién es? —pregunté.

No hubo respuesta. Escuché por unos momentos y volví a oír los pasos, que ahora se alejaban. Me pareció que alguien subía la escalera. Se me puso la piel de gallina; si era cierto que aquellos pasos se dirigían escaleras arriba, ello quería decir que alguien se encaminaba hacia el cuarto embrujado del torreón.

A las doncellas y a los niños les causaba pánico entrar en ella. ¿De quién serían aquellos pasos sigilosos?

Me pudo más la curiosidad que el miedo. Desde mi llegada al castillo había adquirido la firme convicción de que iba a realizar algún descubrimiento sensacional. No podía por menos de sentirme extraña a mí misma, y así debía ser hasta cierto punto, pues ni yo misma sabía si aquella gran aventura de mi vida la había vivido realmente o fue tan sólo un ensueño. Sabía que en tanto no pudiera cerciorarme de la verdad de lo ocurrido en la Noche de la Séptima Luna, jamás llegaría a comprenderme a mí misma ni hallar la auténtica paz espiritual.

¿De qué me iba a servir investigar unas misteriosas pisadas procedentes de la escalera? Era algo que ni yo misma podía responder. Sólo sabía que aquellos pinares eran el escenario de seis días borrados de mi vida y allí debía dar con la llave del secreto. Por lo tanto, no podía pasar por alto ni el menor detalle, por más remota que fuera, aparentemente, su relación con mi caso personal.

Me puse la bata apresuradamente y encendí una palmatoria; abrí la puerta y observé atentamente el rellano y la escalera de caracol. En lo alto de la misma se distinguía claramente rumor de pasos.

Aceleré la marcha, sujetando la vela con manos temblorosas. Había alguien allí. ¿Sería el espíritu de la mujer que, engañada por su amante, se arrojó por la ventana del torreón?

La luz de la vela parpadeaba y sus destellos iluminaban los peldaños de piedra, desgastados en su parte central por el paso de los siglos. Me aproximé al torreón. Avisté la ventana. El corazón se me disparó aterrado, la vela estaba ladeada y se me iba de las manos. Había una figura erguida junto a la entrada de la alcoba embrujada.

Una mano aferró la empuñadura de la puerta. Entonces vi de quién se trataba.

—¡Fritzi! —murmuré, empleando el diminutivo cariñoso.

No reaccionó.

Me acerqué a él, ya sin temor.

Mutter —susurró.

Se volvió hacia mí con la mirada fija, pero sin reparar en mí. Entonces lo comprendí todo. Fritzi andaba sonámbulo.

Le así la mano con firmeza. Le llevé escaleras abajo hasta su habitación. Le acosté, le arropé y le besé con ternura en la frente.

—No pasa nada, Fritzi —susurré—. Estoy a tu lado.

Mutter? Mutter meine

Me senté al borde de la cama. Estaba sereno y al cabo de un rato dormía apaciblemente. Regresé a mi alcoba. Estaba aterida de frío y traté de calentarme.

Aquella noche dormí poco; tenía el oído atento en espera de oír nuevamente rumor de pasos. Por la mañana decidí consultar el caso con Frau Graben.

* * *

—Siempre ha sido un muchacho nervioso —me dijo, mirándome con una sonrisa.

En su salita tenía el fuego encendido casi todo el día con una olla puesta a hervir. Tenía asimismo un puchero con el que obtenía una sopa de aroma suculento.

Me preparó té. Siempre solía realizar esta operación con mal disimulada complacencia en sí misma, como si quisiera demostrarme lo mucho que me mimaba.

Entretanto le expuse las peripecias de la noche anterior.

—No es la primera vez que anda sonámbulo —me aclaró.

—Puede ser peligroso.

—Dicen que los sonámbulos raras veces se hacen daño al andar. Una vez una doncella… ya ve usted que la historia se repite… se salió por la ventana y echó a andar por la cornisa del torreón sin que nada le ocurriera.

Me estremecí.

—No, Fritzi nunca se ha hecho daño en sus paseos nocturnos. Dicen que los sonámbulos saben esquivar todos los obstáculos que encuentran por su camino.

—Pero para andar en sueños debe estar algo alterado, ¿no le parece?

—¡Pobre Fritzi! Es el más sensible de los hermanos. Las cosas le afectan más a él que a los demás.

—Ayer me llevaron a ver la Isla de los Muertos.

—Eso le habrá trastornado. Siempre le pasa. A mí no me gusta que vayan pero ellos se empeñan en hacerlo. Al fin y al cabo es justo que veneren a sus madres, que en paz descansen.

—Es una lástima que se haya comentado tanto lo de la alcoba embrujada, creo yo. El hecho de tenerla cerrada hace que la gente se imagine que allí dentro suceden las cosas más horrendas. ¿Los niños han entrado alguna vez?

—No.

—No es de extrañar que estén amedrentados. El hecho de que Fritz subiera allí demuestra que siempre tiene presente esa alcoba y que la relaciona con su difunta madre, pues ayer fue a visitar la Isla de los Muertos.

—Me parece que se siente mejor desde que vino usted. Le gusta estudiar inglés o quizás es que congenia con usted. Parece que se ha encaprichado con usted, y usted con él. —Me lanzó una de sus miradas furtivas—. Reconozco que es su favorito y me alegro por Fritzi.

—Siento interés por él. Es un muchacho inteligente.

—Soy de la misma opinión.

—A mi juicio, lo que le vendría bien es estar en una familia numerosa, sin grandes complicaciones.

—Eso dicen que ocurre con todos los niños.

—Y, ¿cómo es la alcoba secreta?

—Es un cuarto como otro cualquiera. Al estar en lo alto del torreón es de forma redonda y tiene varias ventanas con celosías que abren hacia fuera. A aquella joven no le fue difícil arrojarse al vacío.

—Y, claro está, la alcoba ha permanecido varios años cerrada.

—No lo creo. La fortaleza apenas se usó antes de que viniera el conde Frederic con los niños. Luego surgieron las historias de embrujos y creí oportuno cerrar la puerta.

No quería discutirle sus prerrogativas y permanecí callada, pero ella insistió:

—Entonces, ¿cree usted que es un error tenerlo cerrado?

—Si consideráramos ese cuarto como uno más la gente olvidaría la historia —dije—. Esas historias lo mejor es olvidarlas, como es evidente.

Se encogió de hombros y dijo:

—¿Quiere que la deje abierta?

—Creo que es mejor. Luego intentaré quitarle todo el misterio que la envuelve y algún día subiré allí con los niños.

—Acompáñeme y vamos a abrirla.

Llevaba las llaves prendidas en el cinturón, como buena châtelaine. Ello la hacía feliz. Representaban para ella un signo de autoridad.

Dejé la taza y subimos hasta la alcoba secreta. Abrió la puerta. Al entrar contuve el aliento, aunque sin saber por qué. Había algo misterioso en aquella alcoba; las ventanas estaban muy altas y entraba mucha luz. El suelo de madera estaba cubierto de vistosas alfombras, había asimismo una mesa, unas cuantas sillas, un sofá y un escritorio. Daba la impresión de haber estado ocupada recientemente.

—Esta alcoba no se ha usado desde… —dijo Frau Graben.

—Es muy hermoso —dije.

—Si quiere, puede utilizarla.

A la sazón aún ignoraba yo que quisiera utilizarla. Su único acceso era la angosta escalera de caracol que conducía al torreón; por lo demás estaba aislada, y aunque podía uno sentirse cómodo en ella durante las horas del día, con compañía, recordé la sensación de zozobra que me embargara la noche anterior cuando llegué a aquella alcoba siguiendo los pasos de Fritz.

—Tal vez podamos usarla más adelante… —dije.

Me imaginaba lo que serían las clases de inglés en medio de aquel escenario; agotadoras conversaciones sobre la belleza del paisaje y la espléndida vista que se disfrutaba desde todas las ventanas del castillo.

—¿Por dónde se arrojó aquella joven? —quise saber. Me llevó hasta el otro extremo de la estancia.

—Por esta ventana.

La abrió y me asomé. Dirigí la mirada hacia abajo. En muchos castillos de la región las laderas de la montaña servían de defensa natural. La pendiente era muy pronunciada y la vista abarcaba todo el valle.

Frau Graben se me acercó.

—¡Qué insensata fue! —susurró.

—Debió de morir antes de llegar al fondo del valle —comenté.

—¡Insensata! —repitió—. ¡Con lo que hubiera salido ganando y prefirió matarse…!

—Debió de ser muy desgraciada.

—Pues no tenía motivo. El castillo era su hogar. Si hubiera sabido estar en su sitio hubiera sido dueña y señora de Klocksburg.

—Salvo cuando el dueño venía en compañía de su esposa.

—Debió ser más sensata. A él le gustaba, pues de lo contrario nunca la hubiera traído aquí. La hubiera protegido. Pero no… tuvo que echarse por la ventana.

—¿Está enterrada en la Isla de los Muertos?

—Sí. Hay una tumba con una lápida que reza «Gerda». Dicen que allí está enterrada. ¡Qué chica más necia! Fue una desgracia. De todas formas les servirá de lección a otras muchachas.

—Para que se aseguren de que sus amantes son de fiar.

Esbozó una sonrisa, al tiempo que me daba un codazo.

—O para aceptar las cosas como vienen y sacarles partido. Si un conde se enamora de una hasta el punto de llevarla a vivir a su castillo, ¿de qué va una a quejarse?

—Pues a ella no le satisfizo.

—Otras ha habido más sensatas.

Me aparté de la ventana. No quería seguir pensando en aquella muchacha que había descubierto el engaño de su amante. Comprendía con claridad meridiana cuáles fueron sus sentimientos.

Frau Graben también comprendía los míos.

—¡Insensata! —Insistió una vez más—. No se entristezca mucho por ella. En su lugar usted habría sido más sensata, ya lo sé. —Sonrió de nuevo maliciosamente—. Es una habitación preciosa. Preferirá usted tenerla abierta para subir aquí de vez en cuando. Sí, tiene razón, así está mejor.

* * *

Aquella alcoba me fascinaba. Empecé a sentir deseos de subir a solas. Confieso que la primera vez que lo hice sentí cierta aversión, que dio paso a un vago ardor. Era una habitación encantadora, acaso la más atractiva de todo el castillo. Desde sus ventanas resaltaba aún más la magnificencia del paisaje. Abrí el celaje por donde, decían, se había arrojado Gerda. Chirrió como un gemido. Habrá que engrasar esta ventana, me dije, tratando de ser práctica.

El castillo ducal ofrecía un aspecto grandioso. Era una fortaleza poderosa e inexpugnable que guardaba la villa. A través de lo que me habían repetido los niños en sus conversaciones sobre su visita al castillo en una ocasión especial, fui reconociendo las características por ellos descritas. Distinguí los muros con sus torreones laterales y la fortaleza de la puerta central, que databa en algunas de sus partes del siglo XII, y que dominaba la villa y era apta para defenderse de los intrusos. ¡Qué vida más azarosa no habrían llevado sus gentes siglos atrás, cuando la mayor preocupación era defenderse del exterior! Me habían descrito la grandeza de la Rittersaal y de los tapices que engalanaban sus muros, había jardines con fuentes y estatuas que, al decir de su padre, eran iguales que los de Versalles, pues era deseo de todos y cada uno de los príncipes y nobles alemanes seguir el ejemplo del Rey Sol y sentirse iguales en poder al monarca francés dentro de sus reducidos territorios.

Recordé a los niños lo que había sido de la monarquía francesa y Dagobert repuso:

—Sí, el viejo Kratz ya nos habló de eso.

Mirando a lo largo del valle hasta la villa y volviendo de nuevo la vista al castillo real, distinguí los edificios anexos del Randhausburg, en donde suponía se alojaban muchos de los sirvientes. En medio de estos edificios estaba el cuartel. Por las mañanas resonaba a lo largo y ancho del valle la corneta que llamaba a diana; solía oír sus toques poco después del amanecer, y a veces, cuando daba el viento de cara, oía la banda de música que tocaba en los jardines ducales.

Pero, sentada en medio de la alcoba secreta, mis pensamientos se iban hacia la infeliz muchacha que había decidido poner fin a su vida. Me imaginaba su hermosa y dorada cabellera como salida de aquel álbum de retratos de ensueño que mi madre me trajera de su tierra. La veía sentada junto a la ventana aguardando la llegada de su amante hasta que un día apareció aquella otra mujer, la esposa del conde, cuando ella creía ser su esposa.

El desespero, el abatimiento y el horror debieron de ser abrumadores. Se habría sentido literalmente repudiada. Sintiéndose deshonrada, la única salida a tanta infamia era poner fin a su vida.

¡Pobre Gerda! Acaso cuando una persona alcanza tanta desdicha deja tras de sí cierta aura de su pasado. ¿Será éste el significado popular del embrujamiento?

Pero ¡qué desatino! Podía tratarse de una simple leyenda. Acaso cayó por simple accidente. Nos gusta establecer hipótesis dramáticas para explicar sucesos perfectamente vulgares.

Decidí conjurar a los espíritus y usar aquella estancia como si fuera otra cualquiera, de forma que en poco tiempo nadie percibiera diferencia alguna entre la alcoba secreta y las demás, salvo que ésta era la más bella de Klocksburg.

Al día siguiente subí con los niños a dar clase en la alcoba secreta. Al principio se sintieron intimidados pero luego, al ver que se trataba de una habitación como las demás, Dagobert y Liesel se olvidaron de los espíritus. Fritz, en cambio, miraba con recelo y no se apartaba de mi lado. Era el más sensible de los tres.

Les llevé hasta la ventana y les señalé los puntos más destacados del paisaje dándoles sus nombres en inglés. Éste era siempre un buen sistema de enseñarles y daba resultados satisfactorios. Fritz era, con mucho, el mejor de los tres, y esto me complacía porque estaba segura de que le daría la confianza en sí mismo que tanto necesitaba. Liesel tenía un gran sentido mímico y, aunque no siempre recordara las palabras, tenía buena pronunciación. Dagobert andaba un tanto rezagado y pensé que esto no le haría ningún daño, pues era de por sí algo jactancioso.

Una vez estuve a solas con Fritz en la sala de estudio le dije:

—Fritz, no hay nada que temer en el cuarto del torreón.

Frunció el ceño perplejo.

—Una señora se tiró por la ventana.

—Eso no es más que un cuento.

—¿Quiere decir que nunca ocurrió?

—Quizá sí pero no es seguro.

—Una señora se echó por la ventana —dijo, meneando la cabeza. Y me miró como preguntando si podía confiar en mí.

—Sí, Fritz —le dije con ternura.

—Creo que fue mi madre.

—No, Fritz. Suponiendo que sea verdad, hace mucho tiempo que ocurrió. Es imposible que fuera tu madre.

—Se murió —dijo.

—Por desgracia hay personas que mueren jóvenes… pero tú no te preocupes, que tienes a Frau Graben, a tu padre y ahora me tienes a mí.

Me asió la mano con fuerza y asintió. Me conmoví al pensar lo que yo significaba para él.

—No hay nada que temer —dije—. No es más que un cuento. Puede que sea falso, y si es cierto, ocurrió hace muchos años.

Tuve la sensación de que, aunque mi presencia le consolara, no creía en mis palabras.