II

Llegamos a Schloss Klocksburg de anochecida y hasta la mañana siguiente no pude inspeccionar sus contornos. Desperté a la luz del amanecer de una mañana de principios de verano cuyo resplandor se filtraba en mi alcoba a través de dos ranuras alargadas y estrechas a modo de ventana. Me embargó una emoción arrolladora y por unos momentos permanecí inmóvil diciéndome a mí misma: «Ya estoy aquí de nuevo».

Me levanté y me aproximé a la ventana. Desde allí divisaba la altiplanicie en donde se asentaba el castillo, sabía que nos hallábamos a gran altura pues recordaba el penoso trotar de los caballos la noche anterior; y barrunté que el castillo debió construirse el siglo XII o XIII como tantos otros que había descubierto por aquella región, en forma de fortaleza, con sucesivos añadidos. Sin duda, el castillo en que me alojaba tenía mayor antigüedad que las construcciones que más abajo se divisaban. Éstas eran conocidas con el nombre de Randhausburg, lo que significa castillo circundante.

A lo lejos, al fondo del valle, se avizoraba la villa de Rochenburg, capital de los dominios del duque Carl. Aparecía, espléndida, a la luz del alba, con sus suaves tejados en cresta sus torres y torreones. Algunas chimeneas humeaban. En lo alto del monte se divisaba otro castillo de apariencia imponente. Al igual que Schloss Klocksburg tenía una fortaleza cuyos torreones crecían abruptamente en el flanco de la montaña, proclamando su carácter inexpugnable. Distinguí también los frisos que engalanaban la torre de vigía y el torreón circular de tejado puntiagudo y las almenas desde las cuales antiguamente se arrojaba agua o aceite hirviendo contra los sitiadores. Era el castillo más impresionante de cuantos había visto.

Sonaron unos golpes en la puerta y me di la vuelta. Era una doncella provista con una jofaina de agua caliente. El desayuno llegaría al cabo de un cuarto de hora.

Me lavé y me vestí jubilosa. Me deshice la larga cabellera morena en la misma forma que tanto complació a Maximilian el día que desayunamos juntos en el pabellón de caza. La magia volvía a hacer presa de mí con tal intensidad que no me hubiera sorprendido verle entrar, pero a la segunda llamada apareció la doncella con la bandeja del desayuno: café, pan de centeno y abundante mantequilla fresca. Era apetitoso, y cuando empezaba con mi segunda taza de café, llamaron de nuevo y entró Frau Graben.

Le brillaban los ojos y miraba con expresión de sentirse orgullosa de sí misma.

—Así que ya la tenemos aquí —dijo.

Era reconfortante comprobar la alegría que le causaba mi presencia.

—Espero que sea feliz aquí —prosiguió—. Le he advertido a Dagobert que se porte bien y que es un gran honor que una dama inglesa haya venido hasta aquí para darle clases. Si tiene problemas con él, dígale que su padre podría disgustarse. Así le será dócil. Siempre ocurre igual.

—¿Cuándo podré ver a los niños?

—En cuanto esté lista. Quizá quiera charlar un rato con ellos acerca de las clases. No creo que vayan a empezar hoy. Cuando les haya visto la llevaré a visitar el castillo.

—Gracias. Tengo mucho interés en conocer el lugar. Desde mi ventana he visto un castillo enorme.

—Es la residencia del duque —replicó sonriendo—. Es mucho mayor que Klocksburg. Lo de aquí es más modesto, pero es suficiente. De niña estuve en el castillo real al cuidado de los pequeños. Aquello se convirtió en mi hogar. Más adelante el conde quiso que me instalara aquí. Eso fue cuando nació Dagobert, pues no sabía qué hacer con él. Luego se agregaron Fritz y Liesel. Pero, termínese el café, que se le va a enfriar. ¿Le gusta?

Le respondí que me parecía excelente.

—Veo que le hace mucha ilusión este lugar. Le ha venido bien poder venir.

Le respondí que confiaba darles satisfacción, si bien, hasta el momento, nunca había dado clases.

—No son unas clases corrientes —dijo con aquella amable complacencia un tanto seductora que le era característica—. Lo que importa es la conversación y que adquieran buen acento. Eso es lo que busca el conde.

—Tengo muchas ganas de verles.

—Ahora ya habrán acabado de desayunar. Voy a pedir que les hagan pasar a la sala de estudio.

Salimos de la alcoba y bajamos por una escalera de caracol que llevaba a una sala. «Ésta es la sala de estudios», indicó Frau Graben.

—¿Estamos en el Randhausburg?

—No, esto aún es la fortaleza. Los niños tienen sus aposentos aquí, justo debajo de los suyos, pero todos los demás viven en el Randhausburg.

Abrió la puerta.

—Aquí tiene la sala de estudio —dijo—. El pastor viene aquí a darles clase. Tendrá que ponerse de acuerdo con él para las clases de inglés.

—Lo mejor sería una clase diaria —dije—. Estoy convencida de que la regularidad es necesaria. Una hora al día quizá, y muy pronto espero poder conversar con ellos en inglés, y tal vez salir a pasear juntos de vez en cuando y darles las clases de un modo más sencillo.

—Es un programa excelente.

Entramos en el estudio. Era una sala muy grande con varias troneras orientadas hacia la villa y el castillo real. La vista desde allí era impresionante.

Había una mesa alargada, un tanto rascada en la superficie y con las patas desconchadas. Muchas generaciones de niños habían pateado aquella mesa. Los asientos adosados a las ventanas estaban cubiertos de libros.

Comenté que se trataba de una sala muy agradable para trabajar. Frau Graben consultó el reloj que llevaba prendido en la blusa.

—Estarán aquí en seguida. Espero que se porten bien.

Llamaron a la puerta y entró una de las doncellas. Llevaba a una niña de la mano y le seguían dos muchachos.

—Éste es Dagobert y éste, Fritz. Y aquí está Liesel —dijo Frau Graben.

Dagobert dio un taconazo y se inclinó hasta la cintura. Fritz, que observaba a su hermano, hizo otro tanto. Liesel hizo una reverencia.

—Os presento a miss Trant que ha venido a enseñaros inglés.

Good morning —dijo Dagobert en un inglés gutural.

Good morning —respondí.

Dagobert miró a sus hermanos como si esperara su aplauso.

Les sonreí.

—Dentro de muy poco hablaréis todos en inglés —dije en alemán.

—¿Es fácil?

—Cuando lo dominéis, sí —les aseguré.

—¿Yo también lo hablaré? —preguntó Liesel.

—Todos lo hablaréis.

Frau Graben dijo:

—Voy a dejarla con los niños para que les vaya conociendo. Podrían llevarla a visitar el castillo. Será una buena forma de hacerse amigos.

Le di las gracias. Era muy discreta. Por lo demás, no me cabía duda de que me sería más fácil ganarme la confianza de mis nuevos alumnos si me quedaba a solas con ellos para charlar un poco más.

Al salir Frau Graben, Liesel corrió hacia la puerta.

La niña se dio vuelta y me sacó la lengua.

—Vuelve aquí, Liesel, que aún no nos conocemos.

—No es más que la hija de una costurera —saltó Dagobert—. No sabe comportarse.

Liesel se puso a chillar:

—Sí que sé comportarme. Mi papá es el conde y te pegará. Mi papá me quiere.

—Nuestro padre no consentirá que pierdas los modales —dijo Dagobert—. Y aunque tengas la desgracia de ser hija de una vulgar costurera, tienes un padre noble y no debes deshonrarle.

—¡Le deshonras tú! —repuso Liesel.

—No le haga ningún caso, Fräulein Trant —dijo Dagobert volviéndose hacia mí. Sus ojos me miraban con desdén y me dio la impresión de que iba a causarme más problemas él que la caprichosa Liesel.

Entretanto Fritz —Fritzi para Frau Graben— no abría la boca. Me miraba con sus ojos oscuros y solemnes. Me percaté de que Dagobert era un fanfarrón y Liesel, una niña mimada, pero en cuanto a Fritz, no tenía aún opinión formada.

—Así que tú eres Fritz…

Asintió.

—No debes contestar moviendo la cabeza —le reprendió Dagobert—. Lo ha dicho papá. Has de contestar sí o no y de palabra.

—Vamos a aprender inglés. ¿Sabéis decir algo?

—Sé decir good afternoon, mister.

Good afternoon mistress —coreó Liesel.

Good afternoon, ladies and gentlemen! —remachó Dagobert, mirándome en busca de aplauso.

—Todo eso está muy bien —dije—. Pero con eso no llegaréis muy lejos. ¿Qué más sabéis?

God save the Queen! —exclamó Dagobert—. Lo gritábamos cuando venía la reina de Inglaterra. Todos llevábamos banderas y las hacíamos ondear. —Enarboló una bandera imaginaria y empezó a dar vueltas y más vueltas por la estancia exclamando—: God save the Queen!

—Estate quieto, Dagobert, por favor —dije—. La reina ya no está aquí y no es necesario. Ya me has contado cómo la aclamasteis cuando vino aquí. Ya estoy enterada.

Dagobert hizo una pausa.

—Pero yo quiero aclamar a la reina.

—Pero a lo mejor los demás no tenemos ganas de oírlo.

Los niños miraban con expectación. Dagobert dijo, astutamente:

—Pero usted ha venido a enseñarnos inglés y no a decirnos cuándo no podemos aclamar a la reina.

Los otros miraron a Dagobert con admiración. Me hacía cargo de la situación. Él era el gallito del grupo y, como los demás le tenían respeto, no era de extrañar que su insolencia fuera en aumento. Tenía una opinión demasiado elevada de sí mismo. Era preciso rebajarle los humos lo antes posible.

—Si voy a tener que darte clases he de tener alguna autoridad. No es una cosa muy admirable ni muy inteligente ponerse a dar vueltas por la habitación repitiendo la misma frase aunque ello demuestre sentimientos de hospitalidad hacia la reina de Inglaterra. Pretendía hablaros de las clases. Preferiría que no siguieses, Dagobert.

El muchacho estaba desconcertado. En seguida me di cuenta de que no estaba debidamente disciplinado y que necesitaba más mano firme él que los demás. Indudablemente, de Dagobert podían esperarse problemas.

—Mi padre fue a ver a la reina a Sajonia-Coburgo —me dijo Fritz tímidamente.

—Eso fue hace mucho tiempo —dijo Dagobert con desdén—. El príncipe Albert murió y la reina quedó viuda… God save the Queen, God

—No insistas, Dagobert —le advertí.

—Si quiero decirlo, lo diré.

—Pues entonces te quedarás solo —le respondí—. Voy a pedirles a Fritz y Liesel que me enseñen el castillo y hablaré con ellos de las clases de inglés.

Dagobert me retó fríamente con la mirada. Con las piernas a horcajadas, la cabeza echada hacia atrás, los ojos azules le centelleaban.

Me di la vuelta y dije:

—Fritz, Liesel… vamos.

—No, no os marchéis —aseveró Dagobert.

En el futuro, mi autoridad dependería de lo que ocurriera en los próximos instantes, así que cogí la mano de Liesel. Ésta trató de soltarse mas yo la sujeté con firmeza. Sus grandes ojos azules me observaban con una mezcla de asombro y temor. Fritz inclinó la balanza:

—Voy a guiarla yo, Fräulein —dijo.

—Gracias, Fritz.

Sus ojos eran grandes y expresivos. No había dejado de mirarme apenas desde que entró en el aula. Le sonreí y él me correspondió tímidamente.

Dagobert se puso a correr dando vueltas por la habitación y gritando «God save the Queen» pero le cerré enérgicamente la puerta, mientras, dirigiéndome a Fritz, le dije:

—En inglés no decimos Fräulein, Fritz. Decimos miss. Yo me llamo miss Trant.

Miss —repitió Fritz.

Asentí.

—Vamos a ver Liesel. Ahora dilo tú.

Miss —dijo Liesel, echándose a reír.

—Cada día daremos un ratito de clase —les dije—, y cuando estemos juntos hablaremos en inglés. Vuestro padre se va a llevar una sorpresa cuando vea cómo adelantáis. Ahora habladme del castillo. En inglés se dice castle. ¿Sabéis decir castle?

Ambos repitieron la palabra satisfactoriamente y con intenso placer. Evidentemente sin Dagobert todo hubiera sido más fácil.

Me fueron enseñando las distintas salas de la fortaleza, todas ellas con unas troneras con sus ventanucos alargados. Me llevaron hasta la torre que, según Fritz me contó, se llamaba el Katzenturm o torre de los gatos, pues los proyectiles que desde allí se arrojaban contra los invasores emitían un sonido parecido al maullido de los gatos. Nos detuvimos a contemplar la ciudad que se extendía a nuestros pies y las montañas. Fritz señaló el castillo del duque, en lo alto de la cuesta. Los edificios alargados que se distinguían por el lado este eran los cuarteles y en ellos se alojaba la guardia del duque. Presentaban una estampa curiosa.

—Siempre están de guardia —dijo Fritz—. ¿Verdad, Liesel?

La pequeña asintió.

—Llevan guerreras azules.

—Guerreras azul marino con orlas doradas en las mangas, y cascos relucientes. A veces los adornan con plumas. Están tan inmóviles que no parecen de carne y hueso.

—Me gustaría verlos.

—Se los enseñaremos, ¿verdad, Liesel?

Ésta asintió.

Todo marchaba a pedir de boca. Liesel estaba dispuesta a ir detrás de quien mandara, no cabía duda. Fritz era muy distinto de Dagobert. Aquél era mucho más bajo que éste, bien es verdad que se llevaban varios años. Sus ojos eran oscuros y los de Dagobert, azul claro. Era moreno y de cabello liso y Dagobert tenía la cabeza cubierta de rizos semejantes a un gorro de oro deslumbrante. Dagobert era el guapo pero a mí me interesaba más Fritz. La expresión de su rostro era sensible y delataba la carencia de madre, al decir de Frau Graben. La idea era atinada. Dagobert se bastaba a sí mismo; Fritz, no tanto. Pero estaba convencida de que Fritz resultaría ser mejor alumno que su hermano.

Ahora mi hija tendría un año menos que Fritz, pensé. Por unos momentos me imaginé lo maravilloso que hubiera sido que ella hubiese vivido y que todas las cosas hubiesen sucedido como yo llegué a figurármelas durante aquellos tres días mágicos. Si aquél fuera mi hogar y estuviera instalada en él con mis hijos…

Me sacudí las fantasías de la cabeza. Debía ser realista a toda costa. No debía consentir que la atmósfera de aquellos bosques me subyugara con su hechizo.

—Podríamos ir juntos al pueblo —propuse—. Os enseñaré los nombres de las cosas en inglés. Así os será más fácil y más divertido aprender.

—¿Dagobert vendrá con nosotros? —quiso saber Liesel.

—Si quiere, sí.

—Si no viene, ¿le azotarán? —Inquirió Fritz—. ¿Usted le azotaría?

No me imaginaba en semejante coyuntura. Contesté sonriendo:

—Me limitaré a no hacerle caso. Si no quiere aprender será un ignorante y el conde, cuando venga, le dirá: «A ver, ¿cuánto inglés habéis aprendido?». Liesel y tú le hablaréis en inglés y se pondrá contento, pero Dagobert no sabrá ni una sola palabra.

Liesel se echó a reír.

—Lo tendrá bien empleado.

* * *

Bajamos hasta el Randhausburg. Este conjunto arquitectónico databa de un período muy posterior, de los siglos XVI o XVII. Constaba de varios edificios coronados por torreones, asentados en la altiplanicie, al pie de la fortaleza. Los restantes dormitorios se hallaban en uno de estos edificios. En otro de ellos estaba la Rittersaal o sala de los caballeros, que se utilizaba en ocasiones solemnes. Al otro lado se hallaba la cocina, de suelo empedrado, con sus asadores y calderos, de los que emanaba un fuerte olor a choucroute y cebolla. Al pasar nos cruzamos con algunos sirvientes, quienes se deshicieron en reverencias cuando Fritz hizo las presentaciones.

En la Rittersaal encontramos a Dagobert; escuchó calmosamente mis palabras y trató de convencerme de que no se había movido de nuestro lado en todo el rato.

—Aquí es donde se reunían los caballeros —me dijo Fritz.

Dagobert dijo:

—Mire todas esas espadas que hay en la pared.

—Aquélla es la del conde —dijo Fritz.

—No, que es aquélla —le contradijo Liesel—. Es la mayor de todas.

—Pero si todas son del conde, bobos… —declaró Dagobert.

Liesel le sacó la lengua.

—Vamos a hablar en inglés y tú no te enterarás de nada. Lo ha dicho Fräulein Trant.

—No, eso no es verdad, Liesel —corregí—. Lo que he dicho es que si Dagobert no quiere estar con nosotros en las horas de clase no sabrá nada y vuestro padre querrá saber por qué no sabe hablar el inglés igual que tú y que Fritz.

—Yo hablaré el inglés mejor que todos —dijo Dagobert.

Me sonreí para mis adentros. La victoria había sido rápida.

—¿Será verdad? —preguntó Fritz casi ansiosamente. Y es que Fritz anhelaba tener oportunidad de desbancar al hermanastro que le superaba en casi todo cuanto hacía.

—El que trabaje más será el mejor —dije—. Es así de sencillo.

¡Había logrado la victoria! Había inculcado en mis alumnos el propósito de ser aplicados hasta triunfar.

Luego de visitar el Randhausburg regresamos a la fortaleza y los niños me enseñaron el pabellón de caza. Decoraban el techo de la sala grupos de animales disecados y cabezas igualmente disecadas colgaban de las paredes, entre armas de diversas clases.

—Aquí practicamos la caza —me dijo Dagobert—. Yo soy buen cazador. ¡Bang, bang! Cada tiro es mortal.

—¡Qué va! —Le cortó Fritz—. Los cartuchos son de fogueo.

—Lo que digo es cierto —insistió Dagobert—. ¡Bang, bang, bang!

—Tenemos clases de tiro con arco —me dijo Fritz.

—Hacemos prácticas en el patio —añadió Dagobert—. Siempre doy en el blanco.

—No es verdad —le corrigió Fritz.

—Si quisiera lo haría.

—Ya se verá otro día —concluí—. Ahora vamos a la sala de estudio, que tengo que ver allí al pastor.

—El pastor no viene hoy —dijo Dagobert, desdeñoso de mi ignorancia.

—Entonces vamos a hablar de las clases, lo que yo espero que va a ser nuestra hora diaria de inglés. Así podremos luego convenir los horarios con el pastor.

Estábamos subiendo por las escaleras y llegamos a una galería. Podía girar a derecha e izquierda. A un lado estaba mi alcoba, así que tomé la dirección opuesta y me encontré sola al pie de una escalera de caracol. Empecé a subir cuando Fritz me advirtió con urgencia:

—¡Fräulein Trant…!

Me disponía a corregirle —en inglés es Miss Trant— cuando, al darme la vuelta, advertí la expresión de terror de su rostro. Estaba inmóvil al pie de la escalera.

—¿Qué ocurre, Fritz? —quise saber.

—No debe usted subir.

Los otros se acercaron. En sus rostros había una mirada de excitación y miedo.

—¿Por qué no?

—Arriba está el cuarto embrujado —explicó Fritz.

—¿Embrujado? ¿Quién dice eso?

—Todo el mundo —respondió Dagobert—. Nadie sube allí.

—Los sirvientes suben a quitar el polvo —le contradijo Fritz.

—Nunca van solos. Si sube usted sola puede ocurrirle algo terrible. Se moriría y su cadáver permanecería allí arriba, rondando a los vivos.

Fritz se tornó pálido.

—Eso son tonterías —dije bruscamente—. ¿Cómo va a haber nadie?

—Está el duende —repuso Fritz.

—¿Le ha visto alguien? —quise saber.

Hubo un silencio. Subí un par de peldaños. Fritz insistió:

—Vuelva aquí, Fräulein… Miss

—No tenéis nada que temer, os lo aseguro…

Un impulso irresistible me incitaba a seguir adelante. Además, no quería que los niños, a quienes había causado buena impresión, creyeran que tenía miedo, especialmente Dagobert, quien, a medida que iba subiendo, se deslizaba tras de mí.

Me observaron atentamente.

La escalera terminaba en un pequeño rellano, con una puerta al fondo. Me encaminé hacia ella y toqué el pomo. A mis espaldas percibía una respiración entrecortada.

Di la vuelta a la empuñadura. La puerta estaba cerrada.

* * *

El resto del día transcurrió como en sueños; me esforzaba sin cesar por recordarme a mí misma dónde me encontraba. Almorcé con Frau Graben en una salita del Randhausburg que al decir de ella era su sancta-sanctórum. La alegría que le producía mi presencia me resultaba muy grata, pero me hacía temer que no podría colmar plenamente sus esperanzas. Con los niños no había tenido demasiado trabajo; y aunque nunca había pensado dedicarme a la enseñanza, cuando creía que iba a tener un hijo bajo mi tutela e Ilse me insinuó que me empleara de maestra en el Damenstift, la idea me pareció aceptable. Muchas veces había pensado en Ilse desde que me confirmaron mi venida a Alemania. Resultaba extraño que, después de haber estado tan unidas durante los meses de mi embarazo, se hubiera esfumado de mi vida. Pues, efectivamente, no tenía la menor idea de su paradero actual.

Aquella tarde me reuní con el pastor Kratz, hombrecillo apergaminado de ojos vivos y centelleantes. Le parecía una idea excelente las clases de inglés. Él mismo acarició la idea de incluir la asignatura en sus clases, pero su acento era defectuoso y tampoco dominaba la lengua. Nadie podía enseñar una lengua mejor que un nativo; y cuando el profesor domina además la lengua nativa del alumno, es la persona ideal para estos menesteres.

Yo daría media hora de clase todas las mañanas y la otra media hora por las tardes, poniendo mayor énfasis en las clases de conversación.

—El conde querrá progresos rápidos —dijo el pastor, con la mirada iluminada—. Es persona muy impaciente.

—Siempre lo ha sido. Peor aún que su propio primo —confirmó Frau Graben.

—¿Quién es su primo? —pregunté.

—El príncipe, hijo único y heredero del duque. Se criaron juntos de pequeños. ¡Vaya pareja! Puedo contarle lo que usted quiera… Yo fui su niñera.

El pastor me invitó a visitar la iglesia, donde me enseñaría la cruz procesional. Valía la pena, a decir de él. Sus vidrieras polícromas eran famosas en toda Europa. La cruz se hallaba celosamente guardada en un arca de roble que databa del siglo XII. Para verla había que avisar con antelación, pues las llaves del arca estaban escondidas en un lugar secreto que sólo conocía el pastor. Se trataba de un secreto transmitido de generación en generación. La costumbre se había mantenido durante siglos, pues la cruz, con sus incrustaciones de lapislázuli, o calcedonia, rubíes, perlas y diamantes, era de incalculable valor.

Le contesté que me encantaría poderla ver.

—Dígame un día y la sacaré expresamente. Mientras se la enseño, habrá en la iglesia dos guardias del duque de vigilancia.

—¿Tan valiosa es?

—Es una antigua costumbre. Siempre ha habido vigilancia en la iglesia cuando han sacado la cruz procesional. En este país las costumbres no se pierden fácilmente.

Le di las gracias al pastor, en la seguridad de que todo iría a pedir de boca. Era un hombrecillo de poco mundo pero de gran disposición a la jovialidad y ambas cualidades me resultaban simpáticas.

Por la tarde los niños me invitaron a dar una vuelta por la altiplanicie que rodeaba el castillo. El decorado era magnífico. Quedé fascinada con los pinos y abetos esbeltos y los riachuelos. Anduvimos un trecho montaña abajo y no tardó en quedar oculto el castillo de nuestra vista por los árboles. Todo me subyugaba: el impulso súbito de una cascada, los pinabetes y las píceas, las cabañas de los leñadores, la aparición de una aldea ante nuestra vista y el inesperado campanilleo de las esquilas que las vacas llevaban colgadas del cuello para orientar a los pastores cuando caía la niebla. Según íbamos andando, hablaba con los niños, explicándoles los nombres de las cosas en inglés. El juego les parecía muy divertido y Dagobert se envalentonaba a fin de demostrar que se sabía este juego tanto o mejor que los demás. Pero Fritz parecía asimilar con más facilidad y ello me complacía secretamente. Me atraía intensamente aquel muchacho sombrío y silencioso.

A nuestro regreso Frau Graben nos esperaba muy agitada.

—Me temí que la hubieran llevado demasiado lejos —dijo—. Ahora, niños, marchaos ya, que Ida os dará vuestro vaso de leche. Usted, miss Trant, venga conmigo, que tengo un regalo para usted.

El regalo era una taza de té.

—Sabemos la afición que le tienen al té ustedes los ingleses —dijo sonriendo. No podía yo esperar mejor acogida.

Fue un gran placer acudir a la pequeña alcoba de Frau Graben, que miraba a un patio diminuto empedrado de guijarros.

—Veo que las cosas van bien —dijo.

—Es curioso —respondí—. Si no hubiéramos coincidido aquel día en la librería…

—Pero no pensemos en ideas tan desastrosas —exclamó—. El caso es que está usted aquí y ello me hace feliz. ¿Qué le parecen los niños?

—Son muy interesantes.

—Todos ellos tienen unos orígenes muy fuera de lo corriente. Dagobert es hijo del conde y una dama de alcurnia. Se hubieran casado pero el conde Ludwig, su padre, no le dio permiso. No era el partido que deseaba para Frederic, y éste está tan vinculado al ducado que tuvo que cumplir. Así que tuvo que casarse con quien le correspondía y ahora tiene un niño de ocho años. Le presta mucha atención y me consta que confiaba en poder heredar algún día el ducado, dado que el príncipe era tan refractario a la idea de casarse.

—Este niño es el heredero, pues…

—Él no. Y ése es uno de los puntos conflictivos con el señor conde. El duque insistía en que el príncipe, su hijo, se casara, y éste no pudo resistirse indefinidamente. Era un matrimonio necesario, y una de las cláusulas del tratado que firmó Rochenstein con Klarenbock. Así que el príncipe se casó con la princesa Wilhelmina, hace cinco años. Tienen un niño de tres años, que es hijo y heredero. Nuestro príncipe cumplió, pues, con su deber.

—Supongo que con el tiempo llegaré a enterarme de toda la política local.

—Hay frecuentes disputas. En un país pequeño como éste la familia reinante vive muy cerca del pueblo.

—¿Podré ver a los príncipes?

Su expresión se tornó enigmática. Parecía como si tratara de disimular su regocijo.

—Nuestra familia reinante se deja ver, no como la realeza inglesa —dijo—. Solemos tener noticias de Inglaterra, por los estrechos lazos que nos unen con ella desde que la reina se casó con uno de nuestros príncipes. Al parecer vive completamente aislada desde que perdió a su marido y llora sin cesar, aunque de hecho habrán pasado ya… ¿cuánto hace que murió?

—Nueve años —respondí—. Ella le tenía una devoción absoluta.

—Pero nuestro duque no tiene derecho a aislarse. Baja del castillo hasta el pueblo para asistir a determinados actos y sale al bosque de cacería. En estos momentos el príncipe está ausente, en Berlín, en la corte de Prusia, representando a su padre en una conferencia. El conde de Bismarck anda siempre invitando a Berlín a los jefes de Estado. Opina que todos somos vasallos de la gran Prusia. Es propenso a olvidar que somos estados independientes, y eso es lo que el príncipe le estará recordando en estos momentos, con toda seguridad.

—Usted conocerá bien al príncipe…

—No puedo por menos. Fui su niñera. Él y el padre de los niños se criaron juntos. ¡Menuda papeleta, mantenerles a raya a esos dos! ¡Demonio! Se pasaban el rato peleando, aquel par. El príncipe es persona segura de sí misma y jugó a desempeñar el papel de gran duque desde su niñez y el conde Frederic decidió demostrar que valía tanto como su primo. Desde entonces siempre han estado igual entre sí. Pero no pienso enfadarme con ellos, como ya le tengo dicho. Sigo tratándolos como si fueran mis pupilos y por mayores que sean de cara a los demás, para mí sólo son mis dos niños.

Pregunté a Frau Graben si mis alumnos se parecían a su padre.

—Guardan cierto parecido —respondió—. Dagobert es casi igualito que él. Aquel asunto fue más serio que todos los demás. Liesel era hija de una modista que le cayó en gracia al conde.

—¿Y Fritz? —le interpelé.

—Fritz tenía dos años y medio cuando vino aquí. Su madre había muerto, decían. Era una señora de alcurnia y, después de nacer Fritz, desapareció. El conde anduvo loco una temporada, pero ya sabe usted cómo son esta clase de hombres. No tardó en buscarse otra mujer. La que fuera madre adoptiva de Fritz murió poco después. Yo la conocía; fue una de las niñeras que estuvieron a mis órdenes. Yo le traje aquí para que se criara junto con Dagobert. Pero Fritz no era ya un crío y recordaba que no siempre había estado entre nosotros. Esta idea creo que aún hoy sigue trastornándole. La mujer que cuidaba de él fue para Fritz como una madre y él la echó mucho de menos.

—El conde parece despreocuparse mucho de los niños que engendra.

—Querida miss Trant, el conde se limita a seguir la tradición. Ellos siempre les han tenido afición a las mujeres. Las conocen, se encaprichan de ellas, y ya no hay nada que les frene. Si una aventura trae consecuencias, les da lo mismo, y a ellas también. Piense en Liesel. Tiene todas las atenciones que quiere, recibe una instrucción adecuada, cuando se case encontrará un buen partido. Esto no sería así si su madre se hubiera casado con un leñador, pongamos por caso. En estos momentos la niña andaría por el bosque, buscando leña y sin saber qué comer al día siguiente.

Permanecí unos momentos en silencio.

—Espero poder enseñarles algo —dije al fin—. Me gustaría estar a su lado el mayor tiempo posible. Ya estoy haciendo planes para cuando dominen la lengua hablada.

—Un día u otro llegará. Ya verá como será un éxito. Estoy convencida de que el conde quedará satisfecho.

—De lo contrario, me volveré a Inglaterra.

Empecé a recordar: la librería, mi trabajo con el párroco, mi creciente apego a la seguridad que me ofrecía Anthony. Pero en aquellos momentos estaba en guerra contra todo eso, pues algo me decía que me hallaba a pocos pasos de realizar un gran descubrimiento, que la vida volvería a ser apasionante, aunque no dichosa, pues la pasión y la dicha no siempre corren parejas.

«O todavía no, Anthony», me dije. Y es que, aunque mentalmente le hubiera relegado a segundo término, me complacía pensar en él, imaginármelo allá en su tierra.

—No diga eso ahora que acaba de llegar. ¿Qué le parece Klocksburg?

—Es fascinante. En la época que pasé aquí conocí muchos castillos, pero nunca llegué a vivir en ninguno de ellos.

—Los niños ya le habrán enseñado lo más importante…

—Sí, me lo han enseñado todo… excepto una parte del castillo que estaba cerrada, al parecer.

—¡Ah, el cuarto embrujado! En todos los castillos los hay, como bien sabe.

—¿Qué se cuenta de él?

Titubeó unos momentos.

—Lo de siempre… historias de amor que acaban en tragedia. Una joven murió al arrojarse por la ventana.

—¿Por qué?

—Hace años de eso. Creo que fue el bisabuelo del actual duque quien la trajo aquí. Ella creía ser su esposa.

—¿Y no lo era?

—Hubo un simulacro de matrimonio, como entonces se estilaba, y aún hoy. El presunto sacerdote que ofició la ceremonia no era tal, sino un cortesano. El matrimonio no era válido y la muchacha fue víctima del engaño. Con la boda se aquietaron los escrúpulos de la muchacha y empezó la luna de miel. En estos casos, cuando el novio se cansa de la relación, desaparece por las buenas y ella comprende entonces toda la verdad. Así ha ocurrido muchas veces.

—Y entonces, aquella muchacha…

—Su amante se enamoró locamente de ella. El caso es que hubieran podido contraer matrimonio de no haber estado él casado, como lo reclamaba su posición.

—¿La engañó, pues?

—Engañar a las jovencitas era uno de los pasatiempos favoritos de nuestros antepasados. Para ellos era más importante que el gobierno del país. Pero con esta joven se comprometió más que de costumbre. Se la trajo a Klocksburg y vivieron juntos, creyendo ella ser la condesa legítima. Al principio el conde solía visitarla pero con el tiempo las visitas fueron espaciándose. Asomada a la ventana de la alcoba del torreón —la que ahora está clausurada—, se pasaba las horas buscándole con la mirada, según cuenta la historia. Y así permaneció días y más días, aguardando y vigilando. Hasta que el conde llegó por fin un buen día, pero con la condesa a su lado, pues ésta había insistido en acompañarle. La pobre muchacha se preguntó quién sería aquella dama, y cuando el conde entró en Klocksburg, lo primero que hizo fue subir a los aposentos de su amante. Parece ser que le contó la verdad y ella no podía creerle. Él insistió en que mantuviera en silencio la relación que les unía. Le dijo que se quedaría en el Randhausburg a título de castellana y con la misión de tener el castillo a punto para recibir las eventuales visitas de los condes. Cuando el conde se hubo marchado, ella se encerró en su alcoba y, abriendo la ventana de par en par, saltó al vacío. Ya ve cómo terminan estas historias.

—¡Pobre muchacha! —exclamé.

—Estaba loca —comentó Frau Graben frunciendo los labios—. Pudo haberse pasado el resto de su vida con comodidad. Los príncipes siempre han velado por sus favoritas.

—Me figuro que debe causar una fuerte impresión el imaginar que está una casada y enterarse luego de que no es así.

—Dicen que su espíritu ronda por el lugar. Algunos afirman incluso haberla visto. Si regresa debe de ser porque ha comprendido que matarse fue una estupidez. Hubiera podido seguir viviendo cómoda y tranquila.

—Comprendo lo que debió sentir.

—Ahora tengo la puerta cerrada. No quiero que las doncellas se vuelvan histéricas. Una vez por semana entro en la alcoba con una de ellas a fregar y quitar el polvo, y al marchar me cercioro de que ha quedado bien cerrado.

No podía quitarme de la mente la imagen de aquella muchacha que buscaba afanosamente a su amante, ni dejar de evocar el momento en que se enteró de que la habían engañado. Cuando hubo concluido su relato, Frau Graben mostraba una disimulada complacencia y su expresión era algo maliciosa. Por primera vez pensé que acaso no fuera la mujer cordial y afectuosa que imaginara. Parecía absurdo afirmar que había en ella algo siniestro, pero aquélla era la sensación que me embargaba.

Pero en seguida rechacé aquella idea como ridícula.

* * *

Aquella noche soñé con la joven del relato. Comprendía exactamente cuáles fueron sus sentimientos. Mis sueños eran tumultuosos, como todos los sueños, y yo estaba desempeñando su mismo papel. El hombre que veía cabalgar montaña arriba era Maximilian.

Los niños estaban sumamente excitados porque el pastor Kratz iba a enseñarme la cruz procesional. El trayecto hasta la aldea, por carretera, era de una milla aproximadamente, aunque había un sendero mucho más corto, que sólo podía recorrerse a pie o a caballo. En las cuadras había a mi disposición una pequeña yegua de paso firme y los niños contaban con sendas jacas. Frau Graben aconsejó que Liesel no hiciera todo el trayecto a caballo, pues no tenía mucha práctica, y, como la pequeña lanzara gemidos de protesta contra la idea de que la excluyera de la expedición, le prometió llevarla en la tartana mientras yo bajaba en la yegua con los niños.

Era una tarde hermosa; el sol lucía a través de los árboles y entre las peñas aparecían destellos de plata de los riachuelos. Dagobert iba en cabeza; le gustaba sentirse el jefe. Fritz no se apartaba de mi lado, como si hubiera de velar por mi persona. Aventajaba a Dagobert en el conocimiento del inglés, manifestando una notable capacidad de memorizar cuantas palabras iba aprendiendo. Dominaba ya un pequeño vocabulario, lo que resultaba muy satisfactorio.

Cuando el bosque empezaba a clarear divisamos las montañas más lejanas. Se me iba la mirada hacia el castillo real y pensaba en Frau Graben en su papel de joven niñera de aquellos mozalbetes a quienes idolatraba.

Al fondo aparecía el pueblo, que iba perfilándose con mayor claridad según nos acercábamos… una aldea que parecía sacada de los cuentos de hadas, con sus torres y torreones y tejados rojizos rodeados de bosque.

Aunque la mayor parte del pueblo estaba situado en el valle, parte de él se extendía por la ladera, y al pasar por primera vez por el Oberer Stadtplatz, con su fuente y sus tiendas cobijadas bajo los soportales, recordé vívidamente la visión de Lokenburg durante la Noche de la Séptima Luna. Ahora era junio y pronto se cumplirían los nueve años desde aquella noche. Preguntaría a Frau Graben si conmemoraban allí esa fecha.

Cruzamos estrechas callejuelas que descendían suavemente hasta la Unterer Stadtplatz, y allí estaba la iglesia con su cúpula barroca y sus muros góticos.

Dagobert me dijo que guardásemos los caballos en la posada del príncipe Carl, situada al lado mismo de la iglesia. Nos enseñó el camino, muy impuesto de su papel de guía. El posadero nos acogió con deferencia, pues conocía a los pequeños. Dagobert escuchó sus palabras de salutación con arrogancia y se hicieron cargo de los caballos. Entramos en la iglesia a pie, y allí estaban esperándonos Frau Graben y Liesel.

El pastor Kratz mostró gran satisfacción por el hecho de enseñarme la cruz procesional. Los soldados de palacio montaban guardia en la cripta, donde se albergaba el arca de roble.

—Me temo que les estamos causando muchas molestias —dije.

—¡No, no! —Exclamó el pastor—. Nos complace poder enseñar la cruz procesional a los visitantes. No suelen venir muchos, pero a usted, que forma parte de la casa del conde, no podemos hacerla esperar. Será un placer para mí enseñarle la iglesia antes que nada.

Y así lo hizo. Se trataba de una construcción vieja y esbelta, que databa del siglo XII. Las vidrieras polícromas eran el orgullo del pueblo, según me dijo el pastor, entusiasmado. Y eran magníficas: en tonalidades azules, rojas y doradas se narraba la historia de la crucifixión, y las cristaleras bañadas por la luz solar, presentaban un aspecto magnífico. Colgaban de las paredes tablas conmemorativas y podían leerse sus inscripciones: eran vástagos de viejas familias del distrito.

—La familia ducal no parece estar representada aquí —dije.

—Tienen capilla propia en el castillo —dijo Frau Graben.

—Pero vienen aquí cuando lo exigen razones de Estado —puntualizó el pastor—. Para las coronaciones, bautizos reales y acontecimientos similares.

—Deben de ser grandes efemérides para el pueblo —agregué.

—Por supuesto. Tenemos apego a nuestras ceremonias, como pasa en todo el mundo.

—La «familia», como nosotros la llamamos —explicó Frau Graben—, no está enterrada aquí. Tienen su propio panteón en una isla.

—He de llevar a Fräulein Trant a la Isla de los Muertos —terció Dagobert.

—A mí no me hace mucha gracia —dijo Fritz.

—Tú tienes miedo —le acusó Dagobert.

—Bueno, bueno —medió Frau Graben—, nadie va a obligar a nadie a ir a la Isla de los Muertos si no quiere.

—¡Qué nombre más extraño! —exclamé.

—A ver, niños, salid afuera, que veréis las lápidas sepulcrales —dijo Frau Graben.

—Pero eso no es como en la Isla —dijo Dagobert.

—Cómo va a ser lo mismo si no es una isla…

Los niños se detuvieron a observar una imagen de piedra. Dagobert leyó la inscripción. Frau Graben me llevó hasta allí y le pregunté:

—¿Qué es la Isla de los Muertos?

—Tiene usted que visitarla. La encontrará la mar de interesante. Pero no quiero que vaya Liesel, es demasiado joven. Es un paraje un tanto morboso. Es el único panteón de la familia. La isla está en medio de un lago y hay un barquero que vive en ella y transporta a los viajeros. Es el que se cuida de las tumbas.

—¿Están allí enterrados los miembros de la familia ducal?

—La familia y los más allegados.

—¿Se refiere a los sirvientes?

—No, no… personas más allegadas.

—¿Más allegadas?

—Los duques y condes solían tener amigas, y a veces tenían hijos con ellas. Una parte de la isla está reservada a esta clase de personas, allegadas a la familia, podría decirse, aunque no formen parte de ella.

La luz azulada que se filtraba por la vidriera polícroma se reflejaba en su rostro según hablaba, y volvió a impresionarme el fulgor ligeramente malévolo de su expresión, habitualmente sencilla y tranquila.

—Debe usted visitar la Isla de los Muertos —prosiguió—. Yo misma la llevaré.

—Me gustaría verla.

Ya sólo faltaba bajar a la cripta, y me sorprendió la falta de ceremonial con que la abrieron.

Se respiraba humedad; Fritz no se apartaba de mi lado, no sabía yo si para protegerme o para protegerse a sí mismo; la jactancia de Dagobert ya no era tan convincente. Había algo misterioso y horripilante en el lugar, acaso debido al olor a humedad y a la escasa iluminación. Resonaban nuestros pasos sobre el pavimento de piedra, como un eco. Apareció por fin el arca de roble, enorme y, a ambos lados de ella, un soldado con el uniforme azul y dorado de la guardia del duque.

Se cuadraron al tiempo que se acercaban tres soldados, uno de ellos con la llave en la mano.

Me sorprendía y me embarazaba un tanto todo aquel ceremonial que desplegaban en mi honor.

El pastor cogió el pesado manojo de llaves. Tardó un rato en abrir el cofre, pero al final la operación se coronó felizmente, aunque con lentitud. Era el tesoro de la iglesia. Vi las copas de plata, el cáliz y las cruces, que eran de plata y oro, con incrustaciones de piedras semipreciosas. Pero éstas no podían ni compararse con la cruz procesional que se guardaba aparte en un estuche de madera gruesa, que hubo que abrir para que, finalmente, pudiera apreciar su contenido.

Los muchachos contuvieron la respiración cuando la vieron, envuelta en terciopelo negro. Parecía reverberar con una luz misteriosa y estaba minuciosamente labrada en oro, esmalte y piedras preciosas. Cada una de las grandes piedras tenía su historia, me contaron. Todas ellas habían sido ganadas en el campo de batalla. En aquellos días el país era presa de la violencia más desenfrenada y los pequeños ducados y principados guerreaban entre sí constantemente. El diamante central y los dos rubíes situados a cada lado habían sido colocados para poner de manifiesto la invencibilidad de los duques de Rochenstein. Si alguien robaba la cruz sería el fin de la dinastía, al creer de todos. Por ello la guardaban tan celosamente, y no sólo por su valor real, sino también por la importancia legendaria que se le atribuía.

Me sentí aliviada cuando el arca y el estuche volvieron a cerrarse, y a los soldados les ocurrió otro tanto. Se relajaron de inmediato y abandonaron su pose de estatuas petrificadas. También los niños notaron el cambio; empezaron a hablar en voz alta, cuando hasta entonces todo eran susurros.

Conocían bien a los soldados. Uno llamado sargento Franck era un tipo especialmente jovial.

Salimos de la cripta y pronto nos encontramos a la luz del sol.

—Pues ya ha visto usted la cruz procesional —dijo Frau Graben—. Ya le enseñaremos todo lo demás a su debido tiempo.

Parecía divertirse en su fuero interno, y volví a preguntarme si verdaderamente la conocía tan bien como creía.