Tras la muerte de tía Caroline la vida se volvió más apacible. Tuve más tiempo para reflexionar. ¡Qué incomparable tranquilidad! Ellen trabajaba cantando. Los días eran muy densos. Yo acudía a diario a la librería y el trabajo me resultaba interesante. El resto del tiempo lo dedicaba, al principio, a colaborar en las cosas de la parroquia, pero con las Elkington de por medio esto ya no era posible, pues temía tropezármelas en todo momento. Me concentré en el trabajo de la librería. Allí fue donde conocí a Frau Graben.
Era ésta una dama rolliza, de mediana edad, cabello fino y agrisado que le sobresalía bajo un sencillo sombrero de fieltro. Iba vestida con una chaqueta de viaje a cuadros marrones y grises, no muy elegante, y una falda del mismo género. Yo estaba conversando con Amelia cuando nos abordó.
Hablaba en un inglés vacilante, con un acento que me era familiar y que hizo latir mi corazón:
—Necesito que me ayude. Quiero…
Inmediatamente me puse a hablarle en alemán. El resultado fue milagroso. Su cara rechoncha se iluminó, le brillaron los ojos y me contestó con locuacidad en su idioma. Por espacio de unos minutos me estuvo explicando que se hallaba en Inglaterra de visita y que apenas sabía hablar inglés —ambos hechos eran evidentes— y que buscaba un manual de lengua para mejorar la comprensión.
La acompañé a la sección alemana del departamento de literatura extranjera. Le dije que disponía de un manual de conversación que le resultaría útil y le recomendé asimismo que se comprara un diccionario.
Efectuó sus compras y me dio las gracias, pero parecía remisa a marcharse y, como no había mucho que hacer, entablamos amena conversación.
Había llegado a Inglaterra unos días antes, dirigiéndose a Oxford para visitar a una amiga que había estudiado allí. Tenía muchas ganas de conocer aquella ciudad de la que tanto había oído hablar. Le pregunté si le gustaba Inglaterra. Respondió que sí, admitiendo, empero, que la barrera lingüística le resultaba un obstáculo. Se sentía aislada y le parecía maravilloso haber encontrado a una persona que le hablara en su idioma.
Le conté que mi madre era bávara y solía hablar conmigo en su lengua nativa, y que yo había estudiado en un Damenstift, no lejos de Leichenkin.
Su rostro expresaba una gran alegría. Aquello era maravilloso. Ella conocía bien el Damenstift, que estaba relativamente cerca de su casa. No podía pedirse más.
Se marchó al cabo de media hora, pero al día siguiente volvió con ánimo de comprar otro libro. Nos quedamos a charlar una vez más.
Parecía tan triste a la hora de despedirse que la invité para el día siguiente a casa a tomar el té.
Llegó a la hora convenida y la hice pasar a un saloncito que parecía mucho más alegre desde la muerte de tía Caroline. Ellen entró con el té y las pastas que ella misma había elaborado. Aunque no llegaban a la calidad de las de tía Caroline ninguna de nosotras les prestó demasiada atención.
La conversación era apasionante, pues Frau Graben conocía a fondo la región de los bosques. Me explicó que vivía en un pequeño Schloss encaramado en la ladera de la montaña. Ella hacía de Schlossmutter: llevaba la casa y cuidaba de los niños. Prácticamente les hacía las veces de madre. Me dijo con orgullo que era responsable de la dirección de la casa.
Los niños a quienes tan afectuosamente se refería se llamaban Dagobert, Fritz y Liesel.
—¿Y los niños de quién son? —le pregunté.
—Del conde.
Me sentí aturdida por la excitación. Una excitación que no había cesado de crecer desde mi primer encuentro con Frau Graben.
—¿Del conde…? —repetí.
—Es el sobrino del duque, y es un joven de carácter muy alegre. Muchos creían que andaba metido en las intrigas de su padre. Pero ahora que el conde Ludwig ya no está, él es mi señor y nadie puede afirmar nada con certeza.
—¿Y la condesa?
—Es una buena esposa para él. Tienen un hijo.
—Pensé que me habló de tres niños…
—En realidad yo no vivo en casa del conde. Con este hijo no tengo ninguna relación. —Se encogió de hombros—. Me figuro que sabrá de qué va… aunque tal vez no. El señor andaba siempre detrás de las faldas; con Ludwig pasaba otro tanto. Es algo de familia. Decían que Ludwig tenía muchos más hijos de los que vivían en su casa. Y se notan rasgos familiares en los pequeños que andan jugando por aquellos pueblos.
—¿Y los tres que me ha dicho antes?
—A éstos los tiene reconocidos. Sus madres habrán sido sus favoritas especiales. Y además al conde le gusta que se presten atenciones a quienes llevan su sangre. Les quiere a su manera y acude a verles de vez en cuando, interesándose por su futuro. Y como el estado de Sajonia-Coburgo era aliado de la familia real inglesa, quiere que todos ellos aprendan el inglés.
—¿Y qué tal es este conde?
—Como toda su familia; alto, apuesto, amigo de vivir a su manera. Ninguna mujer puede sentirse segura si el conde se encapricha con ella. Sí, es igual que el resto de su familia. Yo les hice de niñera y lo sé a ciencia cierta. Y reconozco que era más difícil controlarlos a ellos que controlar un ducado entero. ¡Las diabluras que llegaron a cometer! Yo estaba desesperada. Entre los quince y los veinte años todo fueron enredos de faldas. Pero una cosa le diré: se preocupaba por los niños, eso sí. Creo que en más de una ocasión han acudido muchachas a su puerta a consultarle sus problemas y pedirle ayuda. Él es persona irreflexiva. Pero comprende que ellas tienen razón. Dice que le gusta divertirse y que no le importa tener que pagar un precio por ello. Los niños le encuentran encantador. El jovencito Dagobert será como él. De Fritzi no puedo afirmarlo tan segura. A Fritzi le ocurre algo. Estoy preocupada por él. Necesita una madre, y eso es precisamente lo que no tiene.
—¿Dónde está su madre?
—Me parece que murió. Pero las madres en ningún caso serían admitidas en el Schloss. Una vez le ha tomado afición a una mujer se entrega exclusivamente a ella. Aunque hay que reconocer que se interesa por los niños. Le molestaba el hecho de que algunos de sus familiares no supieran hablar inglés cuando la reina de Inglaterra tras la muerte de su marido, venía a visitarnos acompañada de su séquito. «Quiero que los niños aprendan inglés», anunció un día. Así que a partir de ahora tendrán nuevo profesor, un profesor inglés, según él insistió. No permitirá que hablen el inglés con acento alemán.
—¿Y el conde sabe hablar inglés?
—Se educó aquí… aquí mismo. Habla el inglés igual que usted. Y sus hijos tendrán que aprender a hablarlo igual.
—Tendrán que encontrar un profesor nativo.
—Es lo que el conde se propone.
Siguió hablándome de los niños. Dagobert era el mayor. Tenía doce años, y los niños, a esa edad, pueden tener el diablo en el cuerpo. Luego vino Fritzi, como familiarmente le llamaban, de diez años. Éste echaba en falta a su madre. Y yo pensé que ahora mi hija, si viviera, tendría un año menos que él, y volví a sentir aquella ansia terrible.
—La última es Liesel. Pequeña y arrogante. Tiene sólo cinco años y es muy consciente de que lleva sangre noble en las venas aunque su madre fuera una humilde modista contratada por la Corte.
Me veía sumida de nuevo en aquella atmósfera de cuento de hadas. Revivía aquella emoción con toda su intensidad. Anhelaba que siguiera hablándome del castillo perdido en la falda del monte que dominaba el valle en el que se asentaba la villa de Rochenburg, capital de Rochenstein, el territorio gobernado por el duque Carl, que era a su vez conde de Lokenburg.
Se me antojaba una notable coincidencia la presencia de Frau Graben en la librería y el hecho de haberla atendido yo personalmente; que sintiera tales deseos de hablar en su propia lengua como para dejarse invitar a tomar el té en mi casa y que evocara de forma tan viva aquella romántica aventura iniciada once años atrás en medio de la niebla.
Estaba despidiéndose cuando saltó de improviso:
—En estos momentos es usted la clase de persona que necesitaríamos para profesora de inglés.
Me sentí desmayar.
—¡Pero yo no soy maestra…! —balbuceé.
—Tiene que ser una persona de aquí —prosiguió—. El conde pensaba en un tutor. Pero no creo que estuviera fuera de lugar que fuese una mujer, incluso sería preferible. Las mujeres comprenden mejor a los niños. No sé si…
—No pensaba dedicarme a la enseñanza. Necesitarían a una persona calificada.
—¡Él preferiría a un pedagogo, pero lo más importante es que se trate de alguien que sepa comprender a los niños y que hable alemán como un nativo! Sí, reconozco que es usted la persona más indicada.
—Si hubiera buscado un empleo así… —empecé.
—Sólo sería por una temporada. No sé el tiempo que necesitarán para aprender el idioma. A usted le gustan las montañas y los pinares, ¿no? Viviría en el Schloss. Yo estaría a su lado en calidad de Schlossmutter. Yo me ocupo de los asuntos domésticos y de los niños. No sé pero… he encontrado en usted un aire… comprensivo, eso es. Cuando el conde habló de buscar un tutor inglés la idea no me hizo gracia. No quiero que un hombre se meta en mis asuntos domésticos. Preferiría una mujer joven y hermosa. Pero no una de esas maestras inglesas rígidas y de voz chillona. ¡Eso nunca! Así se lo dije al conde. Pero estoy hablando demasiado. Si contrata a un tutor, bienvenido sea. Tal vez ya lo tenga. En fin, ha sido muy interesante esta conversación.
—Vuelva por aquí —le rogué.
Al despedirse, me estrechó la mano, y tenía los ojos bañados en lágrimas cuando me dio las gracias por mi amabilidad y por haber admitido «a una forastera en mi hogar».
Aquella noche apenas pude conciliar el sueño, tan excitada estaba. Pensaba en el Schloss colgado en la montaña, y en el panorama del valle con la capital al fondo. Anhelaba ir a aquel lugar. Nunca podría vivir feliz con Anthony si antes no intentaba por todos los medios descubrir la verdad de lo ocurrido durante la Noche de la Séptima Luna.
Antes de que Frau Graben se marchara de Oxford la invité de nuevo a mi casa a tomar el té. Me habló de su hogar, de los niños, de las costumbres y las festividades de Rochenstein del bueno del duque Carl, tan serio y severo, tan distinto de sus predecesores y demás familiares. Me habló de la visita de los príncipes herederos de Prusia y me aclaró que la princesa heredera era Victoria, que fue reina de Inglaterra a la muerte de su madre.
Empecé a inquietarme pues, al parecer, había olvidado por completo el tema de las clases de inglés. Tenía muchas ganas de ir, aquélla era una gran oportunidad, aunque fuera una posibilidad remota, y tan inesperada… como la visita de Ilse y Ernst.
Había alimentado vagas esperanzas de que mi prima me escribiera invitándome a pasar una temporada a su lado, pero no recibí carta alguna. A lo mejor Ilse era poco aficionada a cartearse y, una vez cerciorada de que me había recuperado de mis experiencias pasadas, creyó innecesario mantener correspondencia. Pero bien hubiera podido contestar mis cartas.
Tuve que ser yo quien sacara el tema a colación.
—Me gustaría tener noticia de usted a su regreso a Alemania. ¿Por qué no me escribe? Ahora somos amigas y me interesaría saber cómo han resuelto lo del tutor.
—¡Ah, lo del tutor! —exclamó—. Confío en que no lleguemos a tenerle. —En su cara rolliza se dibujó una expresión seria—. Suponga que le hablo al conde de usted. El conde respeta mucho mis opiniones. ¿Le gustaría que…? Suponga que el conde aceptara la idea. —Según hablaba del tema se acaloraba—. Nos ahorraría muchas preocupaciones. Tendríamos una maestra inglesa y no harían falta las presentaciones previas. Ya lo he hecho así anteriormente. Desde mi punto de vista no hay nadie más adecuado. Podría decírselo al conde…
—Me… me gustaría reflexionar un poco.
Asintió:
—Bueno, eso ya es algo. Le hablaré de usted, y si no ha tomado ninguna iniciativa y está de acuerdo…
—Está bien —dije, aparentando serenidad en la voz—. Puede usted hablarle de mí.
* * *
Me devanaba los sesos en torno a aquella posibilidad, sin poder pensar en nada más.
Nueve años habían transcurrido desde el día de mi marcha. ¡Nueve años! Hubiera debido esforzarme más en serio por averiguar la verdad de lo ocurrido. Había aceptado la solución apuntada por Ilse y Ernst, pero éstos se habían desvanecido en el pasado y parecían más irreales que el propio Maximilian. Acaso volviendo allá lograra dar con la respuesta.
Debía volver. Podía ir a pasar allá unas vacaciones, tal vez con Anthony. Pero no, no podía ser, pues en este caso iría en el papel de esposa y debía permanecer en libertad… en libertad para afrontar cualquier descubrimiento.
No deseaba ir como turista. Subir al castillo, a lo alto del monte desde donde se dominaba la capital… eso era lo que quería. Sabía que tenía que ir.
Vivía en una excitación febril. Continué despachando en la librería pero mi mente estaba ausente. Evité cuidadosamente acudir a la vicaría.
—Estás consiguiendo que las hermanas Elkington te perjudiquen con sus murmuraciones —solía decirme Anthony—. Ya sabes que no te conviene. Debemos enfrentarnos juntos con la verdad, sea la que sea.
Pero para mí se trataba de otra cosa. Me obsesionaba la idea de que podía encontrarle y me seguiría obsesionando hasta el fin de mi vida. Me percataba mejor que nunca de que, casándome con Anthony, cometería un gesto desleal hacia él y tal vez un error por mi parte.
Y por fin llegó la carta.
El temblor de mis manos me impedía abrirla. Las letras bailaban ante mi vista.
Frau Graben había hablado con el conde. Éste convino en que la idea era excelente y, ya que ella me había dado su aprobación, sobraban las recomendaciones. Finalmente me pedían que les informara del día de mi llegada que, por lo que a ellos respectaba, esperaban que fuera lo antes posible.
Presa de la excitación entré corriendo en la librería y se lo conté a Amelia.
—¡Marcharte al extranjero a hacer de profesora! ¡Pero tú estás loca! ¿Y Anthony?
—No hay nada fijo entre nosotros.
Tía Matty estaba trastornada. ¡Ahora que me creía tan bien instalada!
—Quizá no sea por mucho tiempo —alegué—. A lo mejor no me gusta el trabajo.
—Tómate unas vacaciones —aconsejaba Amelia—. Un mes o dos y cuando vuelvas te habrás decidido a casarte con Anthony.
Pero ¿qué podían saber ellas de aquel violento deseo? Los señores Greville se sintieron claramente ofendidos, pero Anthony comprendió.
—Haces bien en irte —dijo—. Ese lugar ha tenido un significado para ti cuando eras más joven e impresionable. Ahora que has crecido ya, lo verás distinto. Al final volverás y yo te estaré esperando.
Anthony me comprendía como nadie.
Yo le quería, pero no de aquella forma salvaje e irracional como había amado antes. Y sabía que estaba diciendo adiós a un hombre excelente (aunque él dijera «hasta la vista»).
Así y todo, cuando llegó el día de mi marcha, sentía en mí a la muchacha que antes fui como nunca la sintiera a lo largo de nueve años largos y tediosos.