II

Cuantas más vueltas le daba a la boda con Anthony, más razonable me parecía. La serena acogida que Anthony dispensó a mi relato me reveló qué firme influencia tendría él en mi vida: era un hombre en quien sabía que podía confiar. Casarse con él sería como entrar en puerto seguro después de luchar contra las tempestades. Al domingo siguiente, pronunció una elocuente homilía sobre la necesidad de superar pasadas desgracias, sin obsesionarse por lo que no cabía alterar, tratando de aprender de la experiencia en lugar de lamentarla. Su historia procedía de la parábola de las casas, la primera de las cuales fue construida sobre la arena y la segunda sobre la roca; y las arenas movedizas de los sueños románticos eran condenadas a la destrucción, mientras la casa construida en terreno firme permanecería en pie.

Tanto me emocionó aquella homilía que a punto estuve de tomar la decisión de casarme con él. Pero aquella noche mis sueños fueron tan intensos como siempre y desperté llamando a voces a Maximilian.

A la sazón podía hablar con Anthony de mi experiencia más libremente de lo que creía posible. Me complacía poder sacarlo todo a la luz. Lo discutimos largamente y revisamos todos los detalles. No omitió ninguna pregunta, pero se reafirmó en la conclusión de que yo había sido víctima del experimento del doctor Carlsberg y que éste había obrado de un modo bastante acertado.

La señora Greville estaba ajetreada en todo momento con el trabajo de la parroquia.

—¡Dios mío! —Solía decir—, un hombre en la situación de Anthony no puede ir bien sin una mujer que le ayude en los deberes de la parroquia.

Se mostraba un tanto impaciente conmigo. Un día me recordó que no era ya una jovencita. Rondaba los veintiséis años. No duraría mucho mi juventud. La gente no tardaría en comentar que me quedaba para vestir santos.

¡Cuánto me hubiera gustado complacerles! Así que hice todo lo que pude para ayudar a la señora Greville. Me mostraba infatigable en la liquidación y en las veladas sociales. Preparaba tazas de té que eran servidas en las reuniones de madres de familia.

—Tienes un talento especial para el trabajo —comentaba la señora Greville significativamente.

Entre mis constantes visitas a la vicaría, el trabajo, mis ocasionales turnos en la librería y el cuidado de tía Caroline, el tiempo pasaba volando.

Tía Caroline se quejaba de cada minuto que pasaba fuera de casa.

—Persiguiendo al vicario, ¿eh? —solía decir—. No sé, algunas están locas por los hombres.

No le hacían la menor gracia mis salidas, pero tía Matty insistía. Estaba entusiasmada de mi relación con Anthony. Ella era tan feliz en su matrimonio, que hubiera querido vernos a todos en su maravillosa situación, a Amelia, a mí misma, e incluso a tía Caroline.

Siempre venía a casa durante mis ausencias.

—Ahora ve a divertirte —solía decir.

Creía que era muy agradable para mí estar en la librería.

—Albert dice que eres mejor que nadie de la sección extranjera. Sorprende la cantidad de extranjeros que nos visitan.

Así el tiempo pasó deprisa. No había un momento de descanso, y siempre, en el fondo de mi mente, y a menudo en su superficie afloraba la pregunta: «¿Podría ser feliz casada con Anthony? ¿Podría hacerle feliz? ¿Dejarían de perseguirme los sueños nostálgicos estando casada?».

Vislumbraba un futuro muy feliz. El sereno encanto de Anthony aumentaría al lado de una esposa que, como yo, tan entusiasta podía ser, y una vez renaciera en mí la alegría podía serle muy útil. «¡Oh, sí —me decía a mí misma—, podía ser maravilloso!».

Tía Caroline seguía quejándose: «Siempre rondando detrás de Anthony Greville… Esperando que se case contigo, me imagino, ¡haciéndote la fácil!».

Hubiera querido gritarle: «Ya me ha solicitado». Pero no lo hice. Y siempre algo me disuadía de aceptar.

Iba a ocuparme de la subasta y llevaba trabajando varios días para ello. Los feligreses enviaban sus donativos. Un paquete contenía media docena de hueveras de las señoritas Edith y Rose Elkington.

Me quedé mirando detenidamente el nombre que figuraba en la etiqueta. Y me sentí transportada a aquella calle solitaria empedrada, con señales amenazadoras; mientras esperaba fuera de la clínica del doctor Kleine, sentía en mi cuerpo el peso de la gravidez, con mi niña aún por nacer.

Dos mujeres me habían abordado en aquella ocasión. Sí, eran las señoritas Elkington. Vendían tés y cafés, pasteles caseros y chucherías tales como cubiertas para teteras o hueveras.

Me estremecí. Sentía un vago recelo.

* * *

Mis temores resultaron justificados. Ambas comparecieron la primera tarde de la subasta. Dos pares de ojos brillantes me observaban. Parecían ojos de mono, oscuros, vivos, curiosos.

—Vaya, ¡pero si es la señorita Helena Trant!

—Sí —respondí.

—Hemos mandado las hueveras.

—Gracias. Son muy prácticas.

—Espero que le guste la combinación de rojo y verde —dijo la más joven.

Le respondí que, efectivamente, creía que era la combinación mejor. La mayor de las dos dijo:

—¿No la vimos a usted en Alemania?

—Sí, creo que así es.

—Usted estaba viajando con su prima, según creo, y pasó una larga temporada en Alemania.

—Sí, así es.

—Interesante —dijo la mayor. No me gustó el destello de sus ojos.

Esto hacía las cosas más difíciles para mí.

* * *

Aquella noche tía Caroline se fue irritando hasta ponerse furiosa. Había venido Matilda, pero al poco rato se marchó apresuradamente, pues estaba preocupada por Albert. Había que vigilarle de cerca debido al estado delicado de su único riñón, según repetía sin cesar.

Regresé tarde. La subasta había sido un éxito, y cuando, luego de haber guardado los ingresos y empaquetado lo no vendido, me marché con la señora Greville ya era bastante tarde.

Tía Caroline me recibió con un chillido. Estaba hecha un basilisco, con el cabello revuelto y la cara enrojecida.

Llevaba media hora dando con el bastón en el suelo, sin que nadie respondiera. «Nuestra criada Ellen era una holgazana y una inútil —declaró—; Matilda estaba alelada por aquel hombre; Amelia se entendía con alguien; y, para postre, yo estaba atareada en perseguir a Anthony Greville. Nadie había tenido un pensamiento para ella, pero así ocurre siempre cuando uno está enfermo. La gente era así de egoísta».

Seguía su retahíla sin parar, y yo estaba asustada porque el doctor había advertido que no debía excitarse. Me había dado unas píldoras de efecto calmante, pero cuando le propuse que se tomara una, me gritó:

—¡Está bien! ¡Échame a mí las culpas! Soy la única que debe calmarse. Todas vosotras vais a dar vueltas y a divertiros, a la caza del hombre. Primero Matilda: ahora se hace llamar Matty. ¡Matty! Está regresando a la segunda infancia. Y tú lo mismo. Eres una descarada, sí señor. No entiendo cómo el vicario no te ha visto el juego. Claro, ya no eres una niña, ¿eh? Estás inquieta. Si no vigilas te vas a quedar para vestir santos. Pero nadie puede decir que no vigiles. ¡Vaya si lo haces! ¡Yendo de ronda, diría yo!

—¡Tranquilícese, tía Caroline! —grité—. Está diciendo tonterías.

—¡Tonterías, claro! ¡Más claro que el agua! Todo el que tenga ojos sabe lo que estás buscando.

Perdida la paciencia le repliqué:

—Pues resulta que Anthony me ha pedido que me case con él.

Vi alterarse su rostro, y en aquel momento me di cuenta de que aquello era lo que temía, y comprendí de pronto lo que había sido toda su vida.

No era el suyo un carácter sencillo, como el de Matilda; ésta se había interesado por sus inválidos, simpatizando con ellos. En la naturaleza de tía Caroline faltaba la simpatía. Era la menos atractiva de las dos hermanas y la mayor de la familia. Mi padre se había interpuesto en su vida. Tuvo que permanecer al lado de él y en su alma anidó la envidia. Lo vi en su rostro: envidia de mi padre, por quien tantos sacrificios tuvo que hacer, de Matilda, quien centró su interés en las enfermedades de los demás, y que ahora había encontrado una nueva vida en su matrimonio; de mí misma en cuanto que me iba a casar. ¡Pobre tía Caroline! Privada de todo: la educación que recibió mi padre, el marido que tenía Matilda, y para colmo estaba inválida. Sentí una profunda tristeza. La envidia, el más terrible de los pecados capitales, había grabado aquellas amargas líneas en torno a su boca, la hacía más severa, y había puesto un brillo de desprecio en sus ojos. ¡Pobre tía Caroline!

«Debo cuidarla —pensé—. He de tratar de tener paciencia».

—Tía Caroline —empecé—. Yo…

Pero ella buscaba a tientas sus píldoras. Tomé una y se la puse en la boca.

—Ahora descansarás mejor —le dije—. Me quedo aquí por si necesitas algo.

Asintió con la cabeza. Aquella noche murió.

* * *

Nadie pudo apenarse. Su tránsito fue lo que el común de la gente llama con acierto «un descanso feliz».

—Su estado sólo podía empeorar —dijo el médico.

Tía Matilda volvió a las andadas y hablaba sin parar del corazón, «que es una cosa muy misteriosa y que al final siempre te juega una mala pasada». Sugirió que durmiera en la casa de al lado hasta pasados los funerales. La señora Greville me ofreció inmediatamente la vicaría, pero ya había aceptado la propuesta de tía Matilda. Y dormí en la que fuera mi habitación en la primera infancia antes de que mi padre comprara la casa de al lado.

Se advertía el ajetreo que es corriente en todos los funerales. Tía Matilda estaba en su elemento. Los funerales como culminación de la enfermedad eran materia de interés para ella. Todo debía funcionar del modo que ella consideraba «correcto». Habría que encargar y confeccionar ropas de luto a toda prisa. Tía Matilda asumió un importante papel como cabeza del duelo. Yo era la siguiente y marcharíamos juntas. Ella se apoyaría en mi brazo y yo debía sostenerla. Las lágrimas eran necesarias en una ocasión como aquélla, y era muy extraño, me decía, que a muchas personas les costase derramarlas. No había que hablar de la enfermedad causa de la muerte (punto importante en la etiqueta de los funerales), pero tía Caroline había estado muy enferma, y era difícil lamentarse de su muerte. Si las lágrimas surgían con dificultad, y ella sabía que yo no era una llorona fácil («Nunca lo has sido —me confió—. Eso viene de cuando te mandaron al extranjero de chiquilla».), sería muy útil llevar una cebolla pelada escondida en el pañuelo, según tenía entendido.

Escuchaba su charla y pensaba hasta qué punto había cambiado su vida desde que se uniera al señor Clees, y que era una persona más agradable ahora que cuando vivía bajo el dominio de tía Caroline, participando en interminables riñas.

El matrimonio fue una bendición para ella.

¿Y para mí? Creía que sería lo mismo.

Llegó el luto. Tía Matilda no estaba satisfecha con el sombrero de Amelia. El suyo, con su broche de azabache y cintas negras de satén, era esplendoroso. Las coronas causaron gran expectación, pues se temía que llegaran con retraso. Tía Matilda no podía soportar la idea de que condujeran a su hermana a su última morada sin tener «las puertas del cielo entreabiertas», a lo cual estaban contribuyendo ella y Albert. El ataúd descansaba sobre caballetes en nuestro saloncito; la casa desprendía olor a funeral. Todas las persianas estaban cerradas y nuestra criada, la pequeña Ellen, había ido a casa de su madre porque no podía pasar las noches sola con la difunta.

Y llegó el día. Solemnes hombres vestidos de negro, con sombreros de copa, caminando junto a caballos tocados con caperuza de terciopelo negro que ponían la triste solemnidad y la nota de lobreguez necesaria, estaban preparados a entera satisfacción de tía Matilda.

Volvimos al piso de encima de la librería para dar cuenta del almuerzo fúnebre. Se imponía tomar fiambre de jamón, según tía Matilda. En cierto funeral le sirvieron fiambre de pollo, y esto, a su juicio, demostraba cierta frivolidad en desacuerdo con la ocasión.

Y llegó la noche.

—Tendrías que quedarte aquí esta noche —dijo tía Matilda.

Así lo hice. Y aquella noche, en mi reducida alcoba, pensaba: «Tengo que casarme con Anthony».

* * *

Cuando estaba ya casi decidida, algo vino a hacerme dudar. Ellen regresó del funeral con aire pensativo. Estaba ausente y al siguiente día le pregunté si algo andaba mal.

—¡Oh, señorita, no sé si debo decírselo!

—Bueno, si crees que puede ayudarte…

—No se trata de mí, señorita… se trata de usted.

—¿Qué quieres decir, Ellen?

—Es acerca de usted y el vicario, y no puedo creerlo, no creo que deba repetirlo… pero quizás usted debería saberlo. Estoy segura de que se trata tan sólo de un chisme malvado.

—Cuéntame.

—Verá, mi madre lo supo por alguien que estuvo en su tienda, y dijo que había mucha gente allí, y todos decían que eso era increíble y que habría que advertir al vicario…

—Pero ¿de qué se trata, Ellen?

—Me cuesta decirlo, señorita. Ellos decían que cuando usted estuvo fuera todo aquel tiempo era porque tenía un problema y que tuvo usted un hijo…

La miré fijamente.

—¿Quién dijo eso, Ellen?

—Todo empezó con las señoritas Elkington. Decían que la vieron a usted allí… y era claro que estaba usted saliendo de algún hospital.

Lo recordé todo claramente: la callejuela, la alegría que sentí por el próximo nacimiento de mi hija; cuatro curiosos ojos de mono que me miraban intensamente.

—No tiene sentido, señorita, pero pensé que debía saberlo.

—Oh, sí, debía saberlo. Has hecho bien en contármelo.

—No es más que un chisme, ya lo sé, señorita. Y también lo saben todos los que las conocen. Las señoritas Elkington son unas chismosas terribles. Mi madre dice que es por eso por lo que tienen una tienda. Señorita, cuando usted se case, necesitará a alguien allá arriba, y como yo la conozco…

—Lo recordaré, Ellen.

Quería estar a solas en mi cuarto y reflexionar.

* * *

Desde luego, me decía a mí misma, no puedo casarme con Anthony. Las Elkington no pararían de murmurar. ¡Qué historia más sórdida y horrenda! Me fui al extranjero para tener una hija… No, no podríamos borrar el pasado. Como la esposa de César, la del vicario debía estar por encima de toda sospecha.

Le expliqué a Anthony cuanto me había dicho Ellen. Rechazó entrar en el tema.

—Querida, debemos olvidarlo.

—Pero es que es verdad. Cuando me vieron, estaba embarazada, era evidente. Tuve una hija.

—Querida Helena, esto quedó en el pasado.

—Ya lo sé. Contigo construiría la casa sobre la roca. Pero eso no es justo para ti. Un escándalo así podría arruinar tu carrera. Impediría tu progreso.

—Prefiero una esposa que un obispado.

—Podrías desilusionarte de mí —dije frunciendo el ceño. Recordé las emociones que Maximilian despertara en mí aquella noche en la niebla. Recordé el suave girar del pomo de la puerta. Si la puerta se hubiera abierto, ¿qué habría pasado? No hubiera podido resistirle. ¿Qué ocurriría si por algún milagro él regresara? Temí que mis sentimientos por él fuesen tan fuertes que bastarían para destruir aquella casa edificada sobre la roca. Cabía en lo posible.

Recurrí nuevamente a las evasivas.

—Tengo que reflexionar —dije—. De algún modo esto ha cambiado las cosas.

Él no se mostraba de acuerdo, pero insistí.

* * *

Fue por aquel entonces cuando decidí tomar nota por escrito de cuanto me ocurría, a fin de poder llegar a alguna conclusión relativa a lo acaecido durante la Noche de la Séptima Luna. Pero debo confesar que cuando llegué a este punto no estaba ni un ápice más cerca de la verdad que antes.

Guardé las notas de modo que siempre pudiera tener constancia escrita de todo, y a medida que pasaran los años, pudiera revivir detalladamente aquel período de mi vida.

Pero no habría de pasar mucho tiempo, cuando nuevamente regresé a aquel mundo fantástico. A partir de entonces decidí escribir mis aventuras tal y como fueron sucediendo, de manera clara y precisa. Quería la verdad lisa y llana, libre de la distorsión del tiempo.

Así pues, cuando regresé al Lokenwald, empecé a relatar mis aventuras desde sus mismos comienzos.