Un mes después de que hube contemplado aquella carita muerta, Ilse me llevó de regreso a Inglaterra.
¡Qué normal parecía todo! Si en algún momento pude creer que aquella increíble aventura era fruto exclusivo de mi fantasía, fue entonces. Durante el viaje Ilse me habló del porvenir y el leitmotiv de su discurso era: «Olvida». Cuanto antes olvidara, antes podría emprender una nueva vida. No veía las cosas tal como yo las había visto. Para ella se trataba de una horrible desgracia cuyo desenlace podía considerarse venturoso. Al decir de ella, la muerte había resuelto mis problemas. Ignoraba ella que el extático recuerdo de aquellos tres días pasados al lado de Maximilian seguía vivo en mí; ignoraba asimismo que cuando un niño ha sido concebido en el seno de su madre, el amor ha nacido.
Pero no dejaba yo de ver la parte de razón que le asistía al relegar al olvido el pasado. Debía reanudar la vida.
Ilse permaneció con nosotros tan sólo unos días. Luego se despidió. Creí advertir en ella cierta actitud de alivio. Tal vez lamentaba haberme pedido, unos diez meses atrás, que les acompañara a ella y a Ernst, pero cuando fui a despedirla a la estación me hizo prometer que le escribiría y la tendría al corriente de mi vida; parecía tan atenta e interesada por mí como de costumbre.
Todos estaban de acuerdo en que yo había cambiado. Y tenían razón. Había desaparecido la alegre muchacha bulliciosa, y ocupaba su lugar una mujer un tanto reservada, que aparentaba tener más de diecinueve años, mientras que antes siempre parecía más joven de mi edad.
Había cambios en la casa. Tía Caroline estaba ligeramente distinta. Siempre había observado una actitud crítica con respecto a la sociedad, pero ahora estaba indignada contra ella. Todo el mundo le parecía digno de censura; tía Matilda hubo de soportar no pocos reproches, pero no tardé yo en ser blanco favorito de sus invectivas. No sabía lo que había estado haciendo durante cerca de un año de vagabundeo. ¡Mejorando mi alemán! El inglés era más que suficiente para ella y debiera serlo para cualquiera. Me había vuelto una gandula acabada, a lo que ella alcanzaba a ver. ¿Traía alguna receta nueva para ella? No porque quisiera ella llenar su cocina con recetas extranjeras. Fui desarrollando el arte de aparentar escucharla sin oír una sola palabra de cuanto decía.
En cuanto a tía Matilda, había cambiado también. Los achaques corporales seguían proporcionándole las mayores emociones, pero ahora se había hecho muy amiga de los señores Clees de la librería.
—Lo que me pregunto —comentaba tía Caroline con sarcasmo— es por qué no te vas a vivir allí.
—¿Sabes, Helena? —Me confiaba tía Matilda—. Cuando pienso en todo el trajín que tienen en la librería, comprendo que no les quede mucho tiempo para interesarse por lo que ocurre en el piso de arriba. El pecho de Amelia no es lo que debiera ser y hay que tener en cuenta que el riñón del señor Clees tiene que hacer el trabajo de dos. Son cosas que dan que pensar.
Estaba más alegre que cuando me marché y le tomé cariño. Organizaba un contrabando constante de ropa para zurcir y remendar entre la casa de los Clees y nuestra vivienda a espaldas de tía Caroline. Se sentaba en su habitación y se aplicaba clandestinamente a sus labores de costurera. Tía Caroline le hubiera recriminado que «se vendía barata».
La señora Greville estaba encantada de verme. «¡Mi querida Helena! —decía—. ¡Qué delgada estás!». Y tomaba mi rostro entre sus manos, observándome atentamente hasta que me ruborizaba.
—¿Todo va bien, Helena?
—Sí, sí, claro.
—Estás cambiada.
—Soy un año mayor.
—No es sólo esto. —Me miraba preocupada.
La besé y le dije:
—Aún no tengo las cosas resueltas.
—¡Ah, tus tías! —dijo esbozando una mueca. Y agregó—: Anthony está muy contento de que hayas vuelto. Todos lo estamos.
Fue una velada feliz. Estaban encantados de volver a verme. Me asediaron a preguntas sobre mi estancia en Alemania y yo trataba de evadirlas cuando aludían directamente a temas personales. Les conté algunas de las muchas leyendas del bosque que conocía.
Anthony estaba muy impuesto en el tema.
—Estas leyendas proceden de la época precristiana —dijo—. Creo que algunas se conservan aún.
—Estoy segura —dije, y a mi vista estaba la plaza del pueblo con sus bailarines y vi una figura tocada de cuernos y oí una voz tierna que susurraba: «Lenchen Liebchen».
Anthony me miraba extrañamente. Algo revelador había en mi expresión. Me dije: ¡prudencia! Aparenté estar muy animada y me puse a contar cómo se vestían las muchachas durante las fiestas, con delantales de raso y llamativos pañuelos ciñendo sus cabezas. Anthony sabía algo de esto pues había estado en la Selva Negra con sus padres antes de ir a la universidad. Había quedado tan fascinado como yo misma.
Sí, fue una velada deliciosa pero aquella noche las pesadillas agitaron mi mente. Maximilian y la niña se me aparecieron en sueños y, extrañamente, no se trataba de una niña muerta en su ataúd, sino de una niña viva.
Los sueños fueron tan vivos que cuando desperté a la mañana siguiente me hallaba sumida en honda melancolía.
«Así es como va a transcurrir mi vida», pensé.
Al principio los días se deslizaban muy lentamente, y cada semana era similar a la siguiente, hasta el punto de que se fundían y evaporaban. Efectuaba las tareas domésticas bajo la batuta siempre insatisfecha de tía Caroline, las visitas esporádicas de amigos llenaban parte del tiempo. A veces iba a ayudar a la librería en horas de mucho trasiego. Adquirí ciertas nociones de libros. Tía Matilda, que también solía frecuentar la tienda, se alegraba de verme allí. Y es que, ¡era tan útil mi colaboración para Amelia y sus delicados pulmones y para el pobre Albert con su único riñón…!
A tía Caroline no le hacía tanta gracia aquella amistad. «No entiendo qué atractivo le ves al sitio ese —refunfuñaba—. Si vendieran cosas sensatas aún lo comprendería. ¡Los libros! ¿Qué son sino una forma de perder el tiempo?».
* * *
Durante el primer año que siguió a mi regreso, Ilse mandó varias cartas. En una de ellas me anunció que Ernst había fallecido y que ella se marcharía de Denkendorf. Le mandé el pésame, confiando en que me diera su nueva dirección, pero no tuve más noticias de Ilse. Me cansé de esperar en vano años y años. Parecía muy extraño cuando recordaba lo unidas que estuvimos.
Las pesadillas siguieron agitando mis noches y persiguiéndome durante el día. El tiempo no lograba borrar mis recuerdos. En estos sueños aparecía mi hija viva, una niñita que era la viva estampa de Maximilian. Con el tiempo ella creció en mis sueños. Suspiraba por la niña, y al despertar de aquellos vívidos sueños, sufría por la nueva pérdida de mi hija.
Vivíamos perpetuamente bajo la amenaza de la indignación de tía Caroline, hasta que un día, cuando ya llevaba en casa algo más de un año, mi tía no se levantó a la hora acostumbrada y cuando subí a su alcoba, la encontré acostada e incapaz de moverse. Había sufrido un ataque. Se recuperó un poco y yo la cuidé durante tres años, ayudada por tía Matilda.
Era exactamente una paciente difícil, nada la complacía. Fueron tres años monótonos en los que me dejaba caer rendida en la cama todas las noches para soñar. ¡Y cómo soñaba! Mis recuerdos no habían perdido su vivacidad de siempre.
Recuerdo perfectamente el día que tía Matilda me susurró que iba a casarse con Albert Clees.
—Me pregunto —dijo ruborizándose tímidamente— qué sentido tiene mi continuo ir y venir. Podría muy bien vivir allí.
—Está a sólo un paso o dos —le recordé.
—¡Oh, pero no es lo mismo!
Estaba desbordante de entusiasmo, como una novia joven. Yo me sentía feliz por ella, porque había cambiado radicalmente. La felicidad le sentaba bien a tía Matilda.
—¿Cuándo va a ser el gran día? —le pregunté.
—Aún no se lo he dicho a Caroline.
Cuando Caroline lo supo, se enfureció. Hablaba continuamente de la insensatez de las viejas que persiguen a los hombres remendando sus calcetines y cambiando los cuellos y puños de sus camisas. ¿Qué creen que van a conseguir con esto?
—Acaso la satisfacción de ayudar a alguien —insinué.
—Helena, ¡no hace ninguna falta que te metas en esto! Si Matilda ha decidido volverse loca, allá ella.
—Yo no veo que vaya a volverse loca ayudando al señor Clees.
—Quizá tú no pero yo sí. Eres demasiado joven para entender estas cosas.
¡Demasiado joven! Junto a tía Caroline me sentía vieja en experiencia. ¡Si supiera!, pensaba yo. Si le dijera: «He sido esposa y madre», ¿qué pensaría de mi inverosímil relato? De algo sí estaba segura: no le daría ocasión de pensar nada al respecto.
Y entonces resucitó en mí la nostalgia. Todo parecía empujarme a ello.
Cuando tía Matilda trajo ceremoniosamente a casa al señor Clees, tía Caroline se limitó a resoplar y a lanzar miradas desdeñosas, pero no dejé de observar el rubor de sus mejillas y el latir de sus venas en las sienes.
Propuse que brindáramos por la salud y felicidad de los nuevos novios y, sin contar con el permiso de tía Caroline, saqué una botella del mejor vino de saúco de su propiedad y la serví.
Era encantador ver a tía Matilda aparentando diez años menos y yo me pregunté, volviendo a mi antigua frivolidad, si ella se habría enamorado de Albert Clees de no hallarse éste privado de un riñón. Amelia también estaba contenta. Me dijo al oído que ella ya lo veía venir desde hacía mucho tiempo, y que era lo mejor que podía sucederle a su padre.
La boda se celebraría pronto, ya que, como dijo tía Matilda, no había razón para esperar. El señor Clees añadió galantemente que ya había esperado bastante, lo que hizo ruborizarse graciosamente a tía Matilda.
Cuando se fueron los Clees, tía Caroline soltó despectivamente una andanada de desdén y vituperios.
—Algunos se figuran que tienen diecisiete años en vez de cuarenta y siete.
—Cuarenta y cinco —corrigió tía Matilda.
—¿Y cuál es la diferencia?
—Dos años —replicó animosamente tía Matilda.
—¡Os estáis volviendo locos! Supongo que te casarás vestida de blanco y con damas de honor y guirnaldas con capullos de rosa.
—No, Albert cree que lo mejor será una boda discreta.
—Tiene suficiente sentido común para darse cuenta de que no quiere ponerte en ridículo desfilando en blanco.
—Albert tiene mucho talento, mucho más que algunos que podría nombrar.
Y así sucedió.
Tía Matilda, a quien su devoto Albert había bautizado con el nombre de «Matty», estaba entusiasmada con su vestido de novia. «Terciopelo marrón claro —decía—. Lo hará Jenny Withers. Albert vendrá conmigo a escoger el género. Y un sombrero marrón con rosas rosas».
—¡Rosas, rosas a tu edad! —Interrumpió tía Caroline—. Si te casas con ese hombre sabrás lo amarga que es la vida.
Pero, a pesar de ella, nos pusimos todos muy contentos pensando en la boda.
Cuando vino Amelia nos apiñamos mirando los modelos del vestido de novia y del vestido de seda gris de Amelia, confeccionado para la ocasión. Amelia sería dama de honor.
Estábamos riendo juntas cuando oímos el bastón de tía Caroline, al otro lado de la puerta. Venía usando bastón desde que sufriera el ataque, que le dejó una pierna paralizada. Entró sin decir palabra y se sentó, mirándonos con desprecio.
Pero no pudo arruinar la felicidad de Matilda, aun cuando el día de la boda se negó a asistir a la ceremonia. «Podéis ir y volveros locas si queréis —dijo—. Yo no pienso hacerlo».
El banquete de bodas se celebró en el piso particular del señor Clees, encima de la librería, con un puñado de invitados. Tía Caroline se quedó en casa refunfuñando y quejándose del carnero aderezado como un corderito y criticando a las personas que vivían una segunda infancia.
Dos días después de la boda sufrió otro ataque que la dejó casi totalmente paralítica. Pero conservó el habla y sus palabras eran más virulentas que nunca.
Siguió una temporada muy melancólica, consagrada a atender a tía Caroline. Tía Matilda me ayudaba, pero se debía a Albert ante todo y era una esposa feliz dispuesta a cumplir con sus deberes.
A menudo, mientras preparaba la comida de tía Caroline soñaba con una vida que había entrevisto durante tres maravillosos días. Pensaba en vivir en un Schloss asentado en lo alto de una colina, como tantos que había visto, pensaba en una vida alegre con un marido a quien adoraba y que me adoraba; pensaba asimismo en los niños: mi hijita y un niño. Tendría un niño. Y a menudo aquello parecía más real que la cocina con sus botellas alineadas en hileras, primorosamente etiquetadas por tía Caroline, y que ahora solían aparecer colocadas fuera de lugar, mientras se derramaba la leche hirviendo o algo se pegaba en el horno para devolverme a la realidad.
* * *
Durante esta época hubo gran regocijo en casa de los Greville cuando Anthony ascendió a vicario —no de nuestra iglesia sino de otra de las afueras de la villa—. La señora Greville estaba encantada con su aventajado hijo, a quien vislumbraba ya vestido en sus hábitos, presidiendo desde el obispado.
Me acostumbré a ir a la iglesia todos los domingos con los Greville a escuchar a Anthony en su servicio, y me sentí más contenta de lo que hubiera creído. El hecho de no saber nada de Ilse añadía mayor irrealidad a aquella atmósfera, y di en pensar que me había extraviado en un mundo extraño donde habían sucedido acontecimientos que parecían inconcebibles.
Pero de noche me entregaba a mis sueños.
Los domingos, después de vísperas, iba a cenar a casa de los Greville, mientras tía Matilda o Amelia vigilaban a tía Caroline, que necesitaba cada vez mayores cuidados, y fue uno de esos domingos de verano, cuando habían retirado la cena, cuando Anthony me pidió que le acompañara a dar un paseo. Era una noche maravillosa y nos encaminamos hacia los campos que se extendían más allá de la ciudad. Anthony me habló de lo que le gustaría hacer en pro de las glorias de Oxford. Le ilusionaba investigar la historia del lugar y, al igual que mi padre, conocía el origen de la fundación de sus colegios. Aquel domingo me estuvo hablando de la leyenda de santa Frideswyde, que, según me dijo, fue algo más que una leyenda. Frideswyde había existido realmente y en el año 727 fundó un convento de monjas. Cuando el rey de Leicester se prendó locamente de ella y quiso raptarla, quedó completamente ciego. Ella vivió piadosamente y a su muerte se le dedicó un santuario. En sus inmediaciones surgió primeramente un caserío, luego una aldea, y así nació la antigua ciudad de Oxford. Allí los ganaderos conducían a sus reses a través del vado donde confluyen el Támesis y el Cherwell y de aquí nació el nombre de Oxford.
Estaba tan entusiasmado que se animó hablando, pero no de una forma normal, y me pilló de sorpresa cuando dijo súbitamente:
—Helena, ¿quieres casarte conmigo?
Me quedé en silencio, consternada. Si alguna vez me lo hubiese planteado, hubiera sabido en aquel mismo instante que me consideraba a mí misma una mujer casada. Hacía tanto tiempo que no veía la bondadosa cara de Ilse, hacía tanto que no oía su voz, que su imagen se había difuminado, y con ella mis temores de que ella, Ernst y el doctor Carlsberg tuvieran razón. Cuanto más me alejaba en el tiempo, tanto más real se me antojaba mi aventura en el bosque y menos verosímil la versión que me habían dado de mis días perdidos.
Pero ¿cómo iba yo a casarme? ¡Si ya estaba casada!
—Helena, ¿te repugna la idea?
—No, no —dije—. No es eso. Sólo que no lo había pensado.
Hice una pausa. Desde luego que era evidente desde hacía algún tiempo cuáles eran las intenciones de Anthony. La actitud de los señores Greville era inequívoca. Comprendí consternada que esperarían vernos regresar a casa comprometidos.
—Desde luego, Anthony, que siento mucho cariño por ti —dije rápidamente.
Sí, le tenía cariño. Apreciaba a Anthony Greville como a nadie en Oxford. Su conversación me parecía interesante. Disfrutaba en su compañía. Me habría sentido muy sola si hubiera desaparecido de mi vida. Pero quería seguir tal como estábamos. Era su amistad lo que yo quería. Había un solo hombre a quien pudiera considerar mi marido, y creía que así sería a pesar de todos los esfuerzos por convencerme de que amaba a un fantasma.
—Es que no había pensado en casarme —finalicé sin convicción.
—Debí prever esto —dijo tristemente—. Sé que mis padres están impacientes. Te tienen mucho cariño, y yo también.
—Sería muy deseable, desde luego —dije—, pero…
—Helena… hazte a la idea, piénsalo.
—Es por tía Caroline —dije—. No podría dejarla. Necesita constantemente a alguien que cuide de ella.
—Podríamos traerla a la vicaría. Mi madre ayudaría a cuidarla.
—No podría ponerla a su cargo. Desbarataría la casa.
Me iba por las ramas por no tener que revelar la verdad. Estaba muy agitada. Al hablar de matrimonio reviví súbitamente aquella habitación del pabellón de caza, al sacerdote con la Biblia y el anillo, y a Maximilian, aguardando impaciente a mi lado a que llegara el momento de estar solos.
Me esforcé en pensar en Anthony. Sería cariñoso conmigo. Podríamos pasar una agradable vida juntos. Le sería útil en su trabajo. Tal vez tendríamos niños. Me embargó la pena al pensar en aquella carita enmarcada en un gorrito blanco. ¿Cómo iba a casarme sin contarle lo que me había sucedido seis años atrás?
—Quisiera disponer de cierto tiempo para reflexionar —dije rápidamente.
Me cogió de la mano y la estrechó con fuerza.
—Por supuesto… —dijo.
Regresamos a casa pensativos. No podía apartar la mente del pasado. Constantemente veía a Maximilian, la mirada ansiosa de pasión. Entonces no había abrigado la menor duda; no habría puesto excusas; los habría borrado a todos. Y a mi niña… No podía soportarlo. Debía dominar mis sentimientos.
Cuando llegamos a casa noté en seguida la expectación que asomaba al rostro de la señora Greville. Estaba disgustada.
* * *
Anthony se había trasladado a una nueva vicaría, una encantadora residencia Reina Ana, rodeada de espaciosos y alegres prados por delante y por detrás. En la parte trasera había una pared orientada al sur, más antigua que la casa. Provenía de la época Tudor. Allí podían plantarse melocotoneros.
Había manzanos y perales y un reloj de sol con una inscripción antigua: «Sólo cuento las horas de sol». «Éstas son las únicas que debieran contarse», dijo Anthony. Sus padres se habían trasladado allí con él.
—Para asegurarnos de que está cómodo —explicaba la señora Greville—. Claro que, cuando Anthony se case, estamos dispuestos a retirarnos.
Hablaba de modo harto elocuente. A buen seguro pensaba que, pese a estar indecisa, acabaría yo casándome con Anthony. Al fin y al cabo, ¿qué vida podía esperarme allí si no? No era bueno para una mujer joven estar encerrada cuidando a unas viejas, decía la señora Greville. Quería decir que tía Caroline no estaría peor atendida en una habitación de la vicaría, donde ella ayudaría a cuidarla.
Eran muy buenos, sumamente cariñosos, y les quería entrañablemente. ¿Por qué vacilaba? Sólo cabía una respuesta: porque estaba aferrada a un sueño.
Ya fuera en la realidad o en sueños había conocido la perfecta unión, que es cuanto ahora anhelaba. Sabía que Anthony era un hombre bueno; probablemente Maximilian no lo era tanto, pero no siempre se enamora una por las virtudes del otro.
Un día, estando a solas con Anthony en el jardín tapiado, me sinceré con él:
—Anthony, quiero ser absolutamente sincera contigo: he tenido un hijo.
Quedó sobrecogido e incrédulo.
—Recordarás que estuve fuera cerca de un año. Se trata de una historia extrañísima, y lo más extraño de ella es que no sé si ocurrió en realidad.
Le conté cuanto había sucedido, empezando por mi aventura en la niebla y los poderosos sentimientos que se despertaron en mí aquella noche. No omití detalle. Finalmente relaté mi aventura cuando la Noche de la Séptima Luna.
—Hasta entonces todo fue normal. Y lo demás… no estoy segura, Anthony.
Me escuchó atentamente.
—Parece increíble —dijo—. Me gustaría conocer a tu prima.
—Fue muy buena conmigo. Se sentía responsable. Nunca podría hacer todo lo necesario. Durante aquellos meses cuidó de mí… luego dejó de escribir. Pero creía que me mandaría alguna dirección. Anthony, ¿qué crees que pasó?
—Los médicos han progresado mucho en este campo. Se han efectuado experimentos. Debió de ser que el doctor Carlsberg experimentó contigo, y los resultados a la vista están.
—¿Es posible olvidar seis días completos de una vida?
—Creo que sí.
—Y luego… aquel terrible incidente… y el caso es que no acierto a recordarlo.
—Es mejor así. Debieron de creerlo necesario para salvarte del dolor, la humillación, y acaso de una tensión nerviosa extrema que te hubiera sido peligrosa.
—Crees que lo de la boda no es más que un mito.
—Si no lo fue, ¿dónde está el hombre? ¿Por qué no dio señales de vida? ¿Por qué dio un nombre falso, un nombre que, como has visto, correspondía a uno de los títulos de duque? Por otra parte, ¿por qué habría de mentirte tu prima? ¿Por qué habría de hacerlo el doctor?
—¿Por qué? Todo apunta en una sola dirección. Tú lo ves desde el punto de vista del hombre práctico.
—Mi pobre Helena —dijo—, fue una experiencia terrible. Pero se acabó ahora. La niña murió, y con ella han desaparecido todas las posibles complicaciones.
—Yo quería a la niña —dije con furor—. Y no me hubieran importado estas complicaciones.
—Tendrás otros niños, Helena. Es el mejor modo de curar la herida.
¡Qué tranquilo estaba, cuán cariñoso! Su amor por mí era imperturbable.
Le había hablado así porque la perspectiva de boda con él no podía descartarse.
Quedé muy contenta de haberle hablado. Fue un gran alivio para mí. Empecé a pensar cuán agradable y consolador sería poder compartir con él mis penas en el futuro.