II

Me conmovió hondamente la forma en que Ilse recibió la noticia. El horror y la consternación la atenazaban.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Qué horror!

Acabé teniendo que consolarla, pues a decir verdad, mis sentimientos no eran sino de júbilo. Iba a tener un hijo, un hijo de él. No estaba loca. Él había existido. Desde el momento en que lo supe empecé a salir de los abismos del infortunio.

¡Mi propio hijo! No pensé en las dificultades que inevitablemente me esperaban porque era incapaz de ver más allá de la maravilla de tener un hijo nuestro.

Sabía que en el fondo de mi corazón siempre creería que Maximilian me había amado. No acertaba a imaginármelo como un criminal oculto en el bosque; el saber que estaba embarazada de él me provocaba un sentimiento de alegría salvaje.

Cuando se hubo marchado el doctor, Ilse me dijo:

—Helena, ¿te das cuenta de lo que esto significa?

—Sí. —No pude ocultar mi regocijo. Era el mío un temperamento veleidoso, como decía mi padre. «Siempre arriba y abajo», solía decir mi madre. Y tía Caroline me calificaba de «irresponsable». Indudablemente Ilse me tenía por persona rara e ilógica. Cuando tenía todas las posibilidades de olvidar un triste percance y empezar una nueva vida, caí en honda depresión; y ahora que el olvido se revelaba imposible, pues quedaba un recuerdo vivo de lo ocurrido, me sentía feliz. No podía evitarlo. La maravilla de tener un hijo podía más que todo.

—Es brutal que haya tenido que ocurrir… esto y todo lo demás —dijo lentamente Ilse—. ¿Qué vamos a hacer ahora? No puedes volver a Inglaterra, Helena. ¿Has pensado lo que ocurriría?

Pero yo no pensaba sino una cosa: voy a tener un hijo.

—Hemos de ser prácticas —me advirtió—. ¿Puedes volver a casa de tus tías y comunicarles sin más que vas a tener un hijo? Caerías en desgracia. No querrían ni recibirte. Si les escribiera y les contara lo sucedido… No, no se harían cargo de nada. Tendrás que quedarte aquí hasta que des a luz. Es la única forma. Tendremos que arreglarlo como sea.

Tuve que admitir que no había prestado la debida atención a los meses que faltaban, sino tan sólo a la llegada de mi hijo. Preferiría que fuese varón pero no pensaría en ello hasta que llegase. Si fuera una niña no quisiera que mi hija creyera que mi satisfacción era menor.

Pero una cosa era cierta: había que tomar medidas prácticas. ¿Qué hacer? ¿Cómo mantendría al niño, cómo le educaría y le criaría? Sería un niño sin padre. Y, ¿qué podía hacer yo mientras esperaba el alumbramiento?

El júbilo de los primeros momentos había pasado.

Al parecer Ilse había tomado ya una decisión:

—Helena, debes quedarte con nosotros. Yo cuidaré de ti. Nunca me perdonaré por haber salido aquella noche sin Ernst y por haberte perdido entre el gentío. Ya verás como lo arreglaremos. Te sentirás a gusto: confía en nosotros.

A la sazón se hallaba más calmada. Pasado el susto inicial empezaba a trazar proyectos como de costumbre.

* * *

La sensación inicial de júbilo triunfante había pasado. Barruntaba cuáles habrían sido mis sentimientos en caso de estar efectivamente casada con Maximilian y de haberle tenido a mi lado compartiendo el gozo de nuestra paternidad en ciernes. ¿No habría medio de dar con él? Él era el padre de mi hijo. Pero ¿qué podía hacer? Si confiaba mis intenciones a Ilse, me miraría con aquella expresión desolada y comprensiva. Ya había renunciado a hacerle comprender que, por más pruebas que me presentaran, nunca podría creer que mi vida junto a Maximilian había sido un sueño. Empecé a trazar planes descabellados. Recorrería el país entero siguiendo su pista. Llamaría a todas las puertas para recabar información. Ahora que iba a tener un hijo debía encontrarle a cualquier precio.

—¿Y si mandara un anuncio a los periódicos? —pregunté a Ilse—. ¿Y si le pidiera que volviese?

Ilse se horrorizó:

—¿Crees que un hombre capaz de hacer eso contestaría al anuncio?

—Estaba pensando… —empecé. Pero al punto comprendí lo inútil de mis propuestas, pues Ilse insistió en que el Maximilian que yo conocía jamás había existido.

—Supón que menciones al conde de Lokenburg —dijo pacientemente—. Sería una locura. Incluso surgirían conflictos.

Aquello no tenía salida. Nada podía hacerse.

Ilse tenía razón al pedirme que aplazara mi regreso. A mis tías les horrorizaría la idea de albergar en su casa a una sobrina soltera y embarazada. El escándalo podía imaginarse. Nadie daría crédito a la historia del asalto en el bosque ni a ninguna otra versión de mi insólita boda.

Necesitaba toda la bondad y todo el ingenio de Ilse para soportar mi difícil situación y sabía que podía confiar en ella. Mi prima volvía a ser la mujer tranquila y práctica de siempre.

—Desde luego tendrás que quedarte aquí hasta después del parto. Entonces ya decidiremos.

—Me queda algo de dinero, pero no es suficiente para educar a mi hijo ni para el sustento de ambos.

—Eso ya lo pensaremos más tarde —dijo.

Ernst había regresado. Su salud había mejorado y cuando se enteró de la noticia su reacción fue de horror y compasión como la de Ilse. Ambos se mostraron muy cariñosos conmigo y llenos de ansiedad pues se sentían culpables de lo ocurrido.

Ambos discutían mi caso sin cesar. Pero mi estado era de euforia persistente y de vez en cuando me olvidaba de mi situación y pensaba con embeleso que iba a tener un hijo. A veces llegué a sospechar que el doctor Carlsberg les había indicado que me pusieran algún mejunje en la comida para provocarme aquel estado. Una vez tuve el espantoso presentimiento de que me había obligado a imaginar que estaba embarazada. Descarté la idea, a tenor de la actitud de Ilse y Ernst, para quienes aquello era una gran tragedia. Pero cuando uno ha sido objeto de ciertos experimentos, se vuelve suspicaz.

Decidimos no contar nada a mis tías de momento, y durante los meses siguientes estudiaríamos detenidamente la actitud a tomar.

Entretanto había que dar una excusa para prolongar mi estancia en casa de Ilse. Ésta se encargó de encontrarla y escribió personalmente a tía Caroline comunicándole que tendría que aplazar mi regreso porque Ernst había recaído en su dolencia y necesitaba mis cuidados.

—Una mentirijilla piadosa —dijo con una mueca.

Así pues me quedé en Denkendorf. Iban pasando las semanas casi sin darme cuenta. Ya no sentía malestar al levantarme y pensaba constantemente en mi hijo. Compré género para el ajuar del niño. Me pasaba las horas cosiendo y meditando.

Un día vino a verme el doctor Carlsberg. Me anunció que iba a dejarme en manos del doctor Kleine, que tenía una clínica de maternidad en la cercana población de Klarengen. En breve me presentaría a su colega. Daría a luz en la clínica del doctor Kleine.

Quise saber el precio pero ni uno ni otro querían oír hablar del tema. En mi actual estado me alegré y preferí no insistir.

Un día, Ilse me dijo:

—Después del parto puedes quedarte con nosotros una temporada. Quién sabe si más adelante podrías obtener una plaza de maestra de inglés en nuestras escuelas. Así podrías tener al niño a tu lado.

—¿Crees que será fácil encontrar plaza?

—El doctor Carlsberg podría ayudarte. Tanto él como sus colegas conocen mucha gente. Pueden informarse, y si sale algo, estarán encantados de ayudarte.

—¡Qué buenos sois conmigo! —exclamé con gratitud.

—Nos sentimos responsables —repuso Ilse—. Ernst y yo nunca podremos olvidar que todo ocurrió en nuestro país, más aún, cuando estabas bajo nuestra tutela.

Me complacía que trazaran planes para mí, actitud ésta que no me era característica, pues siempre fui celosa de la propia independencia. Parecía como si la Séptima Luna me hubiera marcado con su hechizo. Mis actos se habían transformado en algo totalmente imprevisible.

Me dejé mimar por Ilse. Apenas reparaba en lo que sucedía a mi alrededor. Me dedicaba a hacer labor e iba doblando y guardando en el cajón los vestiditos que preparaba para mi hijo. Eran blancos, azules y rosas. Azules por si era niño, según decían. Tendría ropa azul y rosa. Haciendo punto, cosiendo y leyendo pasó el verano.

Tía Caroline escribió manifestándome lo sorprendida que estaba de ver que prefería vivir en un país exótico rodeada de extranjeros antes que en mi propio hogar, pero tía Matilda, sabedora de que Ernst padecía del corazón y de que el corazón es una caja de sorpresas, comprendía perfectamente que Ilse necesitara mi ayuda.

Recibí carta de la señora Greville. Se había enterado de que tenía que prolongar mi ausencia para ayudar a Ilse a cuidar de su marido. Le parecía ésta una buena experiencia para mí, pero tanto ella como su marido y Anthony estaban deseosos de que volviera pronto.

Los veía muy remotos en aquel mundo de realidades en donde la vida seguía un ritmo uniforme. Las fantásticas aventuras vividas en los últimos meses me situaban a distancias siderales.

Un día dijo Ilse:

—El doctor Carlsberg trae noticias. Dice que las monjas de tu antiguo Damenstift quieren contratarte como profesora de inglés. Así podrás tener al niño contigo.

—¡Cuánto os agradezco lo que estáis haciendo por mí! —dije con emoción.

—Es nuestra obligación —repuso Ilse con solemnidad—. Te queremos mucho y debemos pensar en el porvenir.

Los síntomas de mi embarazo eran ya voluminosos. Cada vez que sentía los movimientos de mi bebé me saltaba el corazón de gozo. ¿Cómo era posible esto, me decía, si la vida que se gestaba dentro de mí era producto del ataque de un bruto desalmado en el bosque? Nunca dejaría de creer en el éxtasis de aquellos días, por más que pretendieran demostrarme que no habían existido.

Ilse me presentaba a sus paisanos como la señora Trant, afligida por la pérdida reciente de su marido, de quien esperaba un hijo póstumo. Todos me miraban como una figura trágica y me trataban muy afectuosamente.

Cuando iba a comprar a la plaza me preguntaban por mi estado de salud. Yo me paraba a darles conversación. Las mujeres me relataban sus anteriores embarazos y los hombres, sus cuitas y sus vigilias con motivo de los mismos.

El doctor Carlsberg se presentó un día para acompañarme a la aldea de Klarengen en donde se hallaba la clínica de su amigo y colega. A la sazón creía conveniente que el doctor me viera allá.

Y así lo hicimos. El doctor Kleine me dijo que a principios de abril debía ingresar en la clínica para preparar el parto. Me llamaba señora Trant, ya que, al parecer, le habían hecho creer la versión de mi reciente viudedad.

A la salida, el doctor Carlsberg me dijo:

—Puede confiar usted en el doctor Kleine. Es el mejor especialista de este país.

—No sé si voy a poder pagar…

—Ya nos ocuparemos de eso nosotros —repuso.

—No puedo aceptarlo…

—Dar es fácil —comentó con tristeza—. Lo difícil es recibir. Pero tiene usted que darnos la satisfacción de dejar que la ayudemos a salir de la situación en que anda metida. Me consta que a su prima le afligen los remordimientos. Ni ella ni su marido tendrán paz espiritual hasta que hagan todo lo humanamente posible por usted. En cuanto a usted, confieso que me ha ayudado no poco en mi trabajo. Me ha dado la ocasión de demostrar una teoría. Nunca se lo agradeceré bastante. Y ahora dígame, por favor: ¿ha conseguido aceptar por fin la realidad?

Vacilé unos momentos y el doctor apostilló:

—Ya veo que sigue creyendo en sus sueños.

—Los he vivido —repuse—. De lo demás, en cambio, nada recuerdo.

Asintió.

—En realidad es mejor que así sea, contra lo que antes me figuraba. Ahora que va usted a dar a luz cree que su hijo es fruto de su matrimonio, y por este motivo le recibe con los brazos abiertos. Si hubiera creído usted… pero ¡qué importa! Así está mejor. Si podemos hacer algo por usted, sea lo que sea, lo haremos con sumo gusto, esté segura.

* * *

A veces, mirando hacia el pasado, me pregunto: «¿Por qué aceptaste esto o aquello? ¿Por qué no investigaste con mayor detalle aquellos enigmáticos sucesos?». La respuesta debe de ser la siguiente: porque era demasiado joven y me hallaba metida en un mundo en el que lo enigmático era algo natural.

Un día de febrero volví bruscamente a la realidad. Solía ir a visitar al doctor Kleine cada tres semanas e Ilse me acompañaba hasta Klarengen; dejaba el coche en el patio de una posada y se iba de compras mientras yo me dirigía a la clínica del doctor Kleine.

Éste se mostró complacido del curso del embarazo y me atendía con especial solicitud, siguiendo las instrucciones del doctor Carlsberg. Éste le había informado que yo había sufrido un shock —que el doctor Kleine atribuía al fallecimiento de mi marido— y en las actuales circunstancias el parto se presentaba difícil.

Aquel día de febrero lucía el sol y el aire estaba helado. Cuando salía de la clínica, me sobresalté al oír una voz que me recordaba los tiempos de Oxford.

—¡Pero si es Helena Trant!

Me volví y observé a las señoritas Elkington, que regentaban una tienda de tés cerca de Castle Mound, abierta sólo los meses de verano. Vendían té y café y pasteles caseros, aparte de hueveras, teteras y tapetes bordados por ellas mismas. Nunca les tuve simpatía. Siempre andaban disculpándose por vender aquellas mercancías y proclamando que no era aquél su modo de vida, sino que habían venido a menos y su padre fue general del ejército.

—¡Oh! ¡Señorita Edith! ¡Señorita Rose! —exclamé.

—¡Vaya casualidad encontrarnos aquí precisamente!

Sus ojillos me escudriñaban. Me habrían visto salir de la clínica y estarían preguntándose el porqué. Aunque la duda se disiparía en seguida. A pesar de llevar un vestido holgado mi estado era reconocible a simple vista.

—¿Qué haces por aquí, Helena? —dijo la señorita Elkington, la que era la mayor, con maliciosa mirada de censura.

—Estoy viviendo con mi prima.

—Sí, ya sabemos que llevas unos meses fuera de casa.

—No tardaré en regresar.

—¡Vaya, vaya! ¡Qué pequeño es el mundo! ¿Así que vives aquí?

—No exactamente. He venido aquí con mi prima. Ahora voy a por ella.

—Estamos encantadas de haberte visto —dijo la señorita Elkington.

—¡Qué bonito es encontrarse con una compatriota! —agregó su hermana.

—Tengo prisa. Me está esperando mi prima. —Me despedí con alivio.

Me detuve a mirarme en la luna de un escaparate. La imagen que se reflejaba no ofrecía grandes dudas sobre mi estado.

* * *

Transcurrieron varias semanas. Se aproximaba el día. Ilse me trataba con mimo; con frecuencia la veía sentada en silencio con el ceño fruncido por el desasosiego y comprendía lo preocupada que estaba por mí.

Había consultado con los doctores Carlsberg y Kleine y éstos fijaron la fecha de mi ingreso en la clínica para una semana antes del parto aproximadamente. Yo seguía en el mismo estado de euforia plácida, sin pensar en otra cosa que en el hijo que pronto iba a nacer.

—Hasta pasado un año no podrás ir a enseñar inglés al Damenstift —me dijo Ilse—. El doctor Carlsberg no ha dado tu nombre, pero su recomendación allanará todos los obstáculos.

¡Qué extraño resultaría!, pensaba. Recordaba el pasado —¡Dios mío! ¡Si no habían transcurrido ni dos años!—, mi época de alumna, cuando era la indomable y aventurera Helena Trant. ¡Qué extraña sensación regresar ahora siendo madre de una criatura!

Me imaginaba a Schwester María observando con disimulo a mi hijo y mimándole, y a Schwester Gudrun sentenciando: «Allí donde estuviera Helena Trant nunca faltaban problemas».

A veces trataba de recordar aquellos tres días con Maximilian y mi amor no perdía su vigor por más que intentara representármelo como un ser odioso. Sólo me consolaba el hecho de pensar en mi hijo y esperaba anhelante el momento de poder estrecharlo entre mis brazos.

Un día claro de abril Ilse me condujo a la clínica. Me internaron en una habitación particular, lejos de la vista de las pacientes. El doctor Carlsberg así lo había solicitado debido a las circunstancias del caso.

Era un cuarto agradable, de reluciente blancura, aunque con un deje de la asepsia propia de las clínicas. Desde la ventana se divisaba una extensión de césped rodeada de macizos de flores.

El doctor Kleine me presentó a su esposa, quien se interesó por saber si me sentía a gusto donde estaba instalada. A mis preguntas respondieron que había varias madres allí internadas. Era un ir y venir continuo.

El primer día, mirando por la ventana, vi a unas cinco o seis mujeres que se paseaban por el césped, en diversas fases de embarazo. Estaban charlando entre sí, y un par de ellas estaban sentadas en un banco de madera próximo a los macizos de flores, una de ellas haciendo labor de punto y la otra, de ganchillo. Se les acercó otra mujer que abrió una bolsa de costura y empezaron a conversar animadamente.

Me dolía que hubieran decidido tenerme aislada. Hubiera preferido bajar a acompañarlas.

Me dijeron que podía pasearme por el jardincillo de los Kleine, pero estaba solitario. Me encaminé allí y me senté en un banco, pero nadie pasaba por aquel lugar y deseaba hablar de niños y comparar las labores de punto.

En ésas apareció Frau Kleine y le expliqué que había visto otro jardín desde mi ventana.

—Hay un jardín y en él he visto reunidas varias mujeres embarazadas. Quisiera charlar con ellas.

Pareció alarmarse.

—Tengo entendido que el doctor lo desaconseja —fue su respuesta.

—¿Por qué?

—Cree que ello podría causarle trastorno.

—No entiendo el motivo.

—Todas tienen sus hogares y sus maridos. Creerá el doctor que eso puede deprimirla.

—¡En absoluto! —exclamé con vehemencia. «Nunca cambiaría al padre de mi hijo por el marido de ninguna de ellas por más respetable que fuera», dije para mis adentros. La razón de mi contento estaba en que seguía creyendo que Maximilian volvería algún día y podría enseñarle con orgullo a nuestro hijito, y viviríamos felices por siempre más. Tales eran mis sueños infantiles.

De vuelta a mi habitación lo primero que hice fue mirar por la ventana. Nadie quedaba ya en el césped. Todas habían regresado a sus habitaciones. Así y todo, decidí bajar.

A la sazón el doctor Kleine ya sabía mi historia (el doctor Carlsberg había creído oportuno contársela) pero convinieron que, al objeto de prevenir murmuraciones —lo que habría provocado rumores falsos y exageraciones—, me presentarían como la señora Trant, viuda desde hacía unos meses.

Sería a primeras horas de la tarde, a la hora de la siesta, cuando me resolví a bajar. El jardín en que se ubicaba el césped estaba situado en el interior de la clínica, y las mujeres que había observado accedían al jardín por el ala del edificio situada justo enfrente de mi alcoba. Tendría que rodear la clínica para dar con la puerta que daba al jardín, por donde habían aparecido las futuras madres.

Abrí sigilosamente la puerta de mi cuarto. El pasillo estaba silencioso. Me deslicé furtivamente un trecho hasta dar con unas escaleras. Bajé hasta un descansillo grande. Lo recorrí en la dirección que creí ser la acertada y llegué hasta un breve tramo de escaleras que concluían en una puerta. Me aproximé y oí unos sollozos. Me detuve a escuchar.

No cabía duda. Había una persona en estado de gran aflicción.

Dudé unos momentos entre pasar de largo o averiguar si podía ayudar en algo. Subí de improviso los tres o cuatro peldaños y llamé a la puerta. Cesaron los gemidos. Luego volví a llamar.

—¿Quién es? —respondió una voz aguda y asustada.

—¿Puedo pasar? —pregunté.

Percibí un sonido que interpreté como respuesta afirmativa. Abrí la puerta y entré en una habitación similar a la mía aunque más pequeña. En la cama yacía doblegada una muchacha más o menos de mi edad, con el rostro abultado por el llanto, el cabello revuelto.

Nos miramos detenidamente.

—¿Le ocurre algo? —la interpelé.

—¡Todo! —repuso escuetamente.

Me acerqué y me senté en la cama.

—Me siento tan mal… —dijo.

—¿Quiere que llame a alguien?

—No es eso, ¡ojalá! Ya hace días que salí de cuentas. Voy a morir: lo sé.

—¡Claro que no! Cuando nazca el bebé estarás mejor.

Meneó la cabeza una vez más.

—No sé qué hacer. Anoche pensé en tirarme por la ventana.

—¡No!

—En su caso es distinto. Tiene usted marido y hogar y todo será maravilloso.

No le contesté.

—¿Tú no?

—Íbamos a casarnos —dijo—. Le mataron hace seis meses. Servía en la guardia del duque y la bomba iba dirigida al duque. Iba a casarse conmigo.

—Conque era soldado…

Asintió.

—Si no hubiera muerto nos habríamos casado —repitió.

La guardia del duque… reflexioné. El duque Carl de Rochenstein y Dorrenig, conde de Lokenburg.

—Tu familia cuidará de ti —la tranquilicé.

Volvió a menear la cabeza tristemente.

—No, no lo harán. No querrán que vuelva con ellos. Me han traído a la clínica del doctor Kleine pero cuando todo haya pasado no querrán saber de mí. Ya he intentado quitarme la vida una vez. Me fui hacia el río, pero me asusté y me rescataron. Luego me trajeron aquí.

Era baja de estatura y muy joven y asustadiza. Estaba ansiosa de ayudarla. Tuve ganas de explicarle que a mí misma me esperaba un porvenir nada fácil al que tendría que hacer frente, pero era tan fantástica mi historia… Nada tenía que ver con la del soldado enamorado muerto prematuramente.

Sólo tenía dieciséis años, según me dijo. Yo me sentía mucho mayor y mi actitud era protectora. Le dije que desesperarse era una equivocación. Creo que mi ayuda le resultaba valiosa, debido a mis recientes sufrimientos. Podía evocarlos porque efectivamente era muy reciente la terrible desolación que me embargó cuando me revelaron que la romántica historia de mi boda no era sino una fantasía.

Pensé que, cuando menos, la tragedia que me relataba aquella muchacha era verosímil.

La hice hablar sobre la villa de Rochenberg, capital de Rochenstein, en donde había vivido con su abuela, que recordaba el día en que murió el padre del actual duque, pasando éste a ostentar la jefatura de la casa ducal. Siempre fue un duque bueno y serio, bien distinto de su hijo el príncipe Carl, que era un insensato, como era notorio. Su misma abuela fue siempre leal a la casa ducal y hubiera recibido en su familia con los brazos abiertos a un soldado de su guardia, pero nunca habría aceptado en el seno de la misma a los hombres de Ludwig. Pero ello añadía mayor patetismo a la situación, porque, de no haberse adelantado a la celebración del matrimonio, de haber aguardado, se habrían casado a su debido tiempo y con todos los honores. Pero el destino les había vuelto la espalda. El hijo fue concebido pocos días antes de que estallara la bomba que iba destinada al duque y que quitó la vida a su amante, causándole a ella eterno desconsuelo, y añadiendo al dolor la vergüenza. No podía soportar el uno ni la otra, ni su abuela tampoco. No veía cómo iban a poder sobrevivir ni ella ni su hijo, y arrojarse al río le pareció la solución más fácil.

—No se te ocurra volver a intentarlo —le dije—. Ya encontrarás una salida u otra. Todos terminamos por encontrarla.

—Tiene usted razón…

—Yo no tengo marido al que recurrir.

—¡Oh! ¿Es usted viuda? ¡Qué pena! Pero tendrá usted dinero, como casi todas las que vienen a esta clínica. No sé por qué me ha aceptado el doctor Kleine. Cuando me trajeron aquí medio ahogada y riñéndome por haber puesto en peligro a mi hijo, me dijo que me asistiría aquí y que cuidaría de mí.

—Fue muy amable por su parte. Pero no tengo dinero. Tendré que mantenerme y mantener a mi hijo. Quizá trabaje de profesora de inglés en un internado de religiosas.

—Usted es persona de estudios. Yo no tengo nada de que valerme. Sólo soy una muchachita.

—¿Cómo te llamas?

—Gretchen —dijo—. Gretchen Swartz.

—Vendré a verte, Gretchen —le dije—. Estaremos juntas y discutiremos lo que se puede hacer con un hijo recién nacido y sin dinero. Seguro que siempre se encuentra una solución.

—Así que ¿volverá usted?

Le prometí que así lo haría.

Seguimos charlando un rato más. Cuando me despedí de ella me había olvidado por completo de bajar al jardín.

* * *

Aquel día el doctor Kleine vino a verme a última hora. Dijo estar satisfecho al comprobar que todo marchaba bien a juzgar por las apariencias. Opinaba que el parto era inminente y que había que prepararse.

Dormí plácidamente. A la mañana siguiente me encontraba bastante bien. Después de desayunar en mi cuarto me puse una bata holgada y me asomé a la ventana. En el jardín había varias mujeres. Pensé inmediatamente en Gretchen Swartz y decidí ir a charlar un rato con ella.

Me encaminé a su alcoba, subí las escaleras y llamé a la puerta. No hubo respuesta. Abrí la puerta y miré.

La habitación estaba vacía. Se veía un tanto despersonalizada. El suelo estaba meticulosamente encerado y la ventana entreabierta. Se diría que estaba a punto para acoger a una nueva inquilina.

Regresé a mis aposentos desengañada. Di en pensar que tal vez se habrían llevado a Gretchen a otra sala para preparar el parto. A lo mejor estaba dando a luz en aquellos momentos.

Permanecí un rato sentada junto a la ventana observando a las mujeres que deambulaban por el jardín. No acertaba a quitarme de la cabeza a la pobre muchacha.

* * *

Aquella tarde me vinieron los primeros dolores y por segunda vez en pocos meses la tragedia se cebó sobre mí.

Aún guardo en la memoria la angustia de muerte. Aún recuerdo cuáles eran mis reflexiones: «Todo habrá valido la pena cuando tenga a mi hijo… todo… todo».

Pronto perdí el conocimiento. Cuando volví en mí los dolores habían desaparecido.

Escuché una voz que decía:

—¿Cómo está la niña?

No hubo respuesta.

Mis primeros pensamientos fueron para la criatura. Levanté los brazos. Alguien se inclinó sobre mí.

—¿Cómo se encuentra…?

Nuevamente silencio. Desde lejos una voz musitó:

—¿Se lo decimos?

—Esperemos —replicó alguien.

Comencé a sentir pánico. Traté de mantener la lucidez pero me desvanecí de nuevo.

* * *

El doctor Kleine estaba a la vera de la cama. Ilse le acompañaba, y asimismo el doctor Carlsberg. Todos estaban muy serios.

Ilse me tomó la mano.

—Era lo mejor que podía ocurrir —dijo—. Dadas las circunstancias.

—¡Qué! —grité.

—Querida Helena: cuando, a su debido tiempo, consideres todas las circunstancias… será todo más fácil.

No podía soportar por más tiempo la terrible sospecha. Quería saber la verdad.

—¿Dónde está mi hijo? —grité.

—La niña ha nacido muerta —declaró el doctor Kleine.

—¡¡No!!

—Sí, querida —dijo tiernamente Ilse—. No se ha podido evitar. Toda aquella pesadilla, aquella ansiedad…

—Pero yo deseaba a mi hijo… deseaba a mi… ¿era varón?

—Era niña —dijo Ilse.

La veía ante mis propios ojos: ¡mi hijita! La veía envuelta en su vestidito de seda, después del primer año, a los dos años, cuando fuera mayor y fuera a la escuela… Me sentía las mejillas bañadas en llanto.

—Estaba viva —dije—. Yo sonreía porque sabía que estaba bien viva. La sentía. ¡No, no puede ser, es un error!

El doctor Carlsberg se inclinó hacia mí.

—Tantas emociones pudieron con usted —dijo—. Nos lo temíamos. Cálmese, se lo ruego. Recuerde que ahora es libre para vivir una vida feliz.

¡Una vida feliz!, deseaba gritarles a la cara. Dijisteis que mi amante nunca había existido, que la boda fue un sueño. Pero la niña existía, era algo vivo y ahora me decís que ha muerto.

—Helena, nosotros velaremos por ti…

Pero yo tenía ganas de exclamar:

—No necesito que nadie vele por mí. Quiero a mi hija. ¿Cómo os habéis atrevido a hacer experimentos conmigo? ¿Cómo os atrevéis a provocarme sueños que carecen de realidad? Si han abusado de mí, quiero saberlo. No hay nada peor que la incertidumbre. Sólo una cosa: esta terrible pérdida. Me han arrebatado a la hija que había de ser mi consuelo.

Caí sin fuerzas. Tal desolación no la había sentido desde que me comunicaron que Maximilian, a quien yo creía mi marido, era una pura fantasía.

* * *

Me advirtieron de que me hallaba muy débil y que no me moviera de la cama. No me sentía débil físicamente sino mentalmente agotada y presa de la desesperación.

Durante unos meses había vivido sólo para mi hija. Había soñado que Maximilian volvía a mi lado y yo le enseñaba orgullosa a nuestra hija. Lo creí ciegamente, de la misma forma que nunca dejé de creer en aquellos tres días de felicidad perfecta. Sólo llegaba a dudar cuando Ilse me ahogaba en sus atenciones. Pero nunca pudieron convencerme. Nunca me convencerían.

—Quiero ver a mi niña —dije.

El doctor Kleine se horrorizó.

—Sólo serviría para avivar su dolor.

Insistí en que quería verla.

—Íbamos a enterrarla hoy —dijo el doctor Kleine.

—¡Quiero estar presente!

—Se trata de una ceremonia sencilla, y no puede usted moverse de la cama bajo ningún concepto. Tiene que recuperarse sea como sea.

Reiteré mi voluntad. A los pocos momentos se presentó Ilse.

—Helena, cariño, ya ha pasado todo. Ahora tienes que olvidar. Puedes regresar a tu tierra. Puedes olvidar toda esta… pesadilla. Con el tiempo será como si nunca hubiera ocurrida ¡Eres tan joven…!

—Nunca será como si nada hubiera ocurrido —repliqué enérgicamente—. Nada de lo que pueda ocurrirme será tan real ni tan importante para mí. ¿Se figura usted que voy a poder olvidarme de esto alguna vez?

—No es eso lo que quiere el doctor Carlsberg. Sus objetivos ya se han conseguido. Lo que quiere es que vuelvas a la normalidad.

—El doctor Carlsberg es un charlatán con eso de las drogas oníricas. Quiero ver a mi hija.

—Helena, querida, más vale que no lo hagas.

—¿Debo entender que he dado a luz a un monstruo?

—No, ¡claro que no! Has dado a luz a una niña que ha nacido muerta.

—Que estaba viva ya lo he notado yo perfectamente.

—Ha sido un parto difícil. ¡Y llevas sufrido tanto…! Mucho más de lo que te imaginas. Y ahora has pagado las consecuencias. Ya se lo temían los doctores. En estas circunstancias ha sido lo mejor.

—Hoy entierran a mi hija —dije—. Quiero verla antes.

—Mejor sería…

Me incorporé ladeándome:

—¡Que nadie vuelva a decirme lo que tengo que hacer! —chillé—. ¡No quiero ser víctima de vuestros experimentos!

Ilse se espantó.

—Voy a consultárselo a los doctores —dijo.

* * *

Me instalaron en una silla de ruedas, puesto que el médico se negaba a dejarme andar. Me condujeron a una sala en donde se hallaba un minúsculo ataúd montado sobre un caballete. Habían dispuesto los postigos de tal forma que se filtraba una tenue luz entre sus hojas. Allí yacía mi pequeña, una carita tersa enmarcada en un gorrito blanco. Quise cogerla, atraerla hacia mí, insuflar vida en aquel cuerpecito lánguido.

Mis ojos se empañaron de cálidas lágrimas mientras mi corazón se llenaba de amargo desespero.

Me condujeron en silencio hasta mi alcoba. Me tendieron en la cama; me ahuecaron las almohadas y estiraron las sábanas. Hacían cuanto estaba a su alcance para consolarme, pero no había para mí consuelo posible.

* * *

Estaba tendida en el lecho. Oía las voces de las mujeres que conversaban abajo en el jardín.

Todo había terminado. El sueño y la pesadilla. Todavía no tenía diecinueve años y había pasado ya más experiencias que las que puedan vivir muchos en toda una vida.

Ilse me acompañaba día y noche. No cesaba de insistir en el hecho de que ahora era una persona libre. Podría reanudar mi vida anterior a la Noche de la Séptima Luna. Me llevaría a Inglaterra; allí comprobaría que todo seguía como siempre. Era lo mejor para mí.

Recapacité largamente y comprendí que así era. Debía alejarme de aquella aventura absurda y olvidar. Tendría que empezar de nuevo.

Permanecí dos semanas en la clínica del doctor Kleine y me disponía a partir cuando en el último momento, e inmersa hasta el fondo en mi propia tragedia, me acordé de Gretchen Swartz.

Le conté a Ilse mi encuentro con la muchacha, a la que sorprendí sollozando en su alcoba. Dijo que preguntaría por ella al doctor Kleine o a su esposa.

Fue el doctor quien me habló de ella:

—¿Preguntaba usted por Gretchen Swartz? ¿Habló usted con ella? ¿Le explicó su caso?

—Sí, pobrecilla. Era muy desgraciada.

—No sobrevivió al parto pero el niño está sano y bien. Un muchacho magnífico.

—¿Y qué ha sido de él?

—Se lo ha quedado la familia de su madre. La anciana abuela cuidará de él. Luego pasará a manos de un tío.

—¡Pobre Gretchen! ¡Cuánto me apenó su caso!

—Ahora va a dejar usted de apenarse. Se va a poner sana y en pocas semanas Frau Gleiberg dice que la acompañará de vuelta a Inglaterra.

Su aspecto era de regocijo. Parecía como si hubiera tachado mi nombre de alguna lista: un caso difícil que termina bien.

Y de pronto sentí mis ojos arrasados en lágrimas —las tenía fáciles por aquellos días— y lloraba por la muerte de mi sueño y de mi hija.