Desperté bien entrada la tarde. En los primeros momentos no supe dónde me encontraba; al poco recordé que Ilse y Ernst, el día antes, me trajeron a su casa desde el pabellón de caza. Miré el reloj de mi mesilla de noche: señalaba las cuatro y cuarto.
Me levanté y mi cabeza sintió una dolorosa sacudida. Ignoraba lo que me había ocurrido. Las paredes de mi cuarto me rodeaban y asediaban, mi cabeza flotaba, sentía mareos.
Debo de estar enferma, pensé. O peor aún, tenía la mente confusa. La víspera me había levantado rebosante de salud y al lado de Maximilian. Sí, seguramente estaba enferma.
Traté de levantarme pero el cuerpo no me aguantaba. Me desmoroné sobre la cama.
—¡Ilse! —exclamé débilmente.
Ilse entró con aspecto preocupado.
—Ilse: ¿qué me ha sucedido?
Me observó atentamente.
—¿No recuerdas…?
—Pero si anoche me encontraba magníficamente cuando vinimos…
Se mordió los labios con expresión indecisa.
—Querida —dijo—, no te apures. Cuidaremos de ti.
—Pero…
—Te encuentras mal. Trata de descansar. Vuelve a dormirte, si puedes.
—¡Descansar! ¿Cómo puedo descansar? ¿Qué ha pasado? ¿A qué tanto misterio?
—Todo va bien, Helena. No te preocupes. Trata de dormir y olvida…
—¿Que olvide? ¿Qué quieres decir? ¿Qué es lo que tengo que olvidar?
Ilse dijo:
—Voy a llamar a Ernst.
Se dirigió a la puerta. Un terrible presentimiento se apoderó de mí: ¿y si había muerto Maximilian? ¿Es eso lo que tratan de ocultarme?
Ernst entró. Su expresión era grave. Me asió por la muñeca y me tomó el pulso. Miró expresivamente a Ilse.
—¿Es que tengo alguna enfermedad? —quise saber.
—Díselo, Ilse —dijo Ernst.
—Llevas en cama desde aquella noche. Hace seis días.
—¿Seis días en cama? ¿Alguien ha hablado con Maximilian?
Ilse me pasó la mano por la frente.
—Helena, has estado delirando. Te ha sucedido algo terrible. Toda la culpa es mía. No debí dejarte sola y que te perdieras.
—No entiendo.
—Más vale que sepa la verdad —terció Ernst.
—La Noche de la Séptima Luna —dijo Ilse— salimos juntas. ¿Te acuerdas?
—Perfectamente.
—¿Recuerdas que estábamos en la plaza viendo la fiesta?
Asentí.
—Nos separamos y empecé a inquietarme. Te busqué en vano por todas partes. Recorrí todo el pueblo buscándote y luego pensé que a lo mejor habías regresado a casa y me vine, pero no estabas. Entonces salimos a buscarte Ernst y yo. Al no dar contigo nos volvimos locos de ansiedad. No, Helena, nunca olvidaré tu aspecto. ¿Por qué lo consentimos?
—Pero cuando regresé a casa os expliqué que me había acompañado Maximilian.
Ilse me miraba meneando la cabeza.
—Viniste en un estado lamentable. Llevabas la ropa hecha jirones y estabas trastornada, delirando. Decías frases incoherentes, pero al punto comprendimos lo sucedido. A otras muchachas les ha ocurrido lo mismo en estas noches así… pero que te haya pasado a ti, Helena, que estás bajo nuestra tutela… una muchacha de educación refinada con poco conocimiento mundano… no podría justificarlo ante tus tías. ¡Oh, Helena! Ernst y yo hemos estado angustiados.
—¡No es cierto! —grité—. Maximilian me trajo aquí. Al día siguiente vino a pedirme la mano. Nos casó un cura en el pabellón de caza.
Ilse se cubrió el rostro con las manos y Ernst apartó la mirada conmovido.
Ilse se sentó al borde del lecho y me cogió de la mano.
—Querida niña —dijo—, no te preocupes. Cuidaremos de ti. En cuanto puedas afrontar la verdad lograrás ir olvidando. Te diré sin ambages lo que pasó la Noche de la Séptima Luna. Te perdiste y alguien te llevó al bosque, me parece, y te violó. Conseguiste volver sola y estabas tan trastornada que no recordabas exactamente lo ocurrido. Te metimos en cama y llamamos a un médico, viejo amigo de Ernst, para que te reconociera. Él nos aconsejó que te administráramos calmantes hasta que te recuperaras del shock física y mentalmente. Ha venido a visitarte a diario…
—¡A diario! ¡Pero si no estaba aquí!
—Sí, Helena, no te has movido de aquí desde aquella terrible noche.
—No es posible.
—¡Vamos, vamos! —Ilse me dio una palmada cariñosa en la mano—. Ha sido una pesadilla pero ahora vas a olvidarte de todo. Es la única forma.
—¡Pero si él vino aquí! —grité—. Y vosotros lo sabéis. Nos casamos y vosotros fuisteis testigos. —Me palpé el dedo anular y observé con escalofrío que el anillo había desaparecido—. ¡Mi anillo! —exclamé—. ¿Dónde está mi anillo? Alguien me lo ha quitado.
—¿Qué anillo? ¿De qué se trata, Helena?
—Mi anillo de casada.
Sus miradas se cruzaron nuevamente.
—Helena, quiero que trates de descansar —dijo Ilse—. Mañana hablaremos.
—¡Mañana…! —exclamé—. ¿Cómo voy a descansar hasta mañana?
—Te hablaré con franqueza: ya veo que no tendrás descanso hasta que te quites esas alucinaciones de la mente.
—Alucinaciones…
—Tal vez nos equivocáramos, Ernst. Pero creímos que era lo mejor. El doctor Carlsberg es un médico brillante, un pionero de nuestro tiempo. Creyó oportuno extirpar aquel recuerdo espantoso hasta que tu mente estuviera preparada para encajarlo.
—Por favor, contadme lo que ocurrió.
—Llegaste a casa en un estado penoso. Algún bruto te vio en medio del gentío y, sin que sepamos cómo, te llevó hasta el bosque… no lejos de la Altstadt. Allí te violó. Gracias a Dios que encontraste el camino de regreso.
—No lo creo. Estoy convencida de que sé lo que ocurrió. Maximilian, el conde de Lokenburg, me acompañó hasta casa. Nos casamos en el pabellón de caza. Eso os consta, puesto que tú y Ernst fuisteis testigos.
Meneó la cabeza y repitió lentamente:
—Cuando regresaste te metimos en cama y llamamos al doctor Carlsberg. Ya sabíamos lo que te había pasado: era dolorosamente claro. Te administró algún calmante para hacerte dormir. Dijo que habías sufrido una terrible conmoción, y en vista de ello y cuando le hablamos de tu familia, juzgó oportuno tenerte a su cargo hasta que estuvieras en condiciones de entender lo sucedido. Has pasado los últimos días bajo los efectos de tranquilizantes, pero ya advirtió el doctor que había riesgo de que sufrieras alucinaciones. En realidad era eso lo que esperábamos.
Era la segunda vez que empleaba aquella palabra. Me asusté.
—Helena, debes creerme —dijo—. No te has movido de esta cama desde que regresaste de aquella noche terrible.
—No puede ser.
—Es verdad. Ernst te lo confirmará y el doctor Carlsberg, cuando le veas. Has estado desvariando y llamando a un tal Maximilian. Pero en todo el tiempo no te has movido de la cama.
—Pero… estoy casada.
—Descansa ahora, cariño. Mañana lo discutiremos.
Miré a ambos alternativamente. Su expresión era de compasión. Ilse susurró:
—Lástima que… aquella noche saliéramos sin ti, Ernst. O que no nos quedáramos en casa, ¡Dios mío!
Y yo pensé para mis adentros: «Estoy soñando. Dentro de unos momentos me despertaré y comprenderé que esto es una pesadilla».
—Ernst —dijo Ilse—, será mejor que llames al doctor Carlsberg y que venga a ver a Helena en seguida.
Hundí la cabeza en la almohada. Estaba agotada pero tenía la firme convicción de que, en cualquier momento, despertaría a la realidad.
Me palpé el dedo esperando hallar en él milagrosamente la sortija. Cuando Maximilian me la puso, me prometí a mí misma no quitármela nunca más.
Cuando abrí los ojos, estaba sola.
Me sentí algo mejor. La sensación de aturdimiento había disminuido.
Evidentemente, tenía pruebas. Me extrañaba lo del anillo. ¿Tal vez se me había caído? Me iba un tanto grande, así que tal vez estaría suelto por la cama. Pero ¿por qué afirmaba mi prima Ilse que llevaba seis días en cama si no era verdad? ¡Seis días! No podía ser. No se pueden pasar seis días inconsciente. ¿Bajo tratamiento de sedantes? Estas palabras se me antojaban siniestras. ¿Y por qué iban a contarme semejante patraña Ilse y Ernst, que siempre fueron tan atentos conmigo? ¿Qué motivo podían tener? Conmigo siempre se deshicieron en amabilidades y ahora no parecía sino que trataban de ayudarme.
Pero ¡no! No podía creerme lo que me contaban. Les iba a replicar. Insinuaban que en vez de ser el hombre al que amaba, el noble conde, la quintaesencia del romanticismo y mi propio marido, se trataba de un hombre que raptaba a las mujeres y las sometía a su fuerza bruta, para abandonarlas a continuación. No caería esa breva. Y encima, lo de mis seis días pasados en cama…
Si diera con el anillo, podría demostrarles la verdad… Tenía que estar en la cama. Por fuerza se me había caído. Pero si así fuera, mi prima me estaba engañando. ¿Por qué?
Me levanté. La habitación me daba vueltas pero en aquel momento no me preocupé por ello. Registré la cama infructuosamente. Tal vez había caído al suelo. Nuevamente no apareció. Me sentí desfallecer, pero me apremiaba la necesidad de hallar aquel símbolo de mi matrimonio.
¿Qué habría sido de él?
Regresé aliviada a la cama, pues las pesquisas me habían agotado.
Permanecí acostada, tratando de vencer la persistente modorra. Pero no lo conseguí, y al despertar, vi a Ilse junto a la cabecera de la cama, acompañada por un hombre al que nunca había visto.
Era un caballero de media edad, con barba y ojos azules y penetrantes.
—Te presento al doctor Carlsberg —dijo Ilse.
Traté de incorporarme.
—Hay tantas cosas que deseo aclarar…
El doctor asintió:
—Lo comprendo.
—Tal vez prefiera que me retire —sugirió Ilse, y el doctor asintió de nuevo.
Una vez se hubo marchado, el doctor se sentó al borde de mi cama e inquirió:
—¿Cómo se siente?
—Creo que voy a volverme loca —le dije.
—Ha estado sometida a los efectos de ciertos sedantes —dijo.
—Ya me lo han dicho. Pero no creo…
Se sonrió.
—Sus sueños le han parecido reales como la vida misma —dijo—. Es lo que suponía. Eran unos sueños placenteros.
—No creo que fueran sueños. No puedo creerlo.
—Pero eran placenteros. Expresaban exactamente lo que usted quería que sucediera. ¿No es así?
—Era muy feliz.
El doctor hizo un gesto afirmativo.
—Era necesario. Cuando me llamaron estaba usted en un estado penoso.
—¿Quiere decir cuando la Noche de la Séptima Luna?
—Sí, así es como la llaman. Se perdió usted entre el gentío, perdió de vista a su prima y pasó lo que pasó. Ello le causó una conmoción aún mayor que la que pudiera sufrir una jovencita en iguales circunstancias. La providencia quiso que no la asesinaran.
Me estremecí.
—Las cosas no fueron así. Me acompañaron hasta casa.
—Éste es el resultado que buscábamos. Queríamos eliminar los recuerdos a partir del momento que éstos empezaban a ser desagradables. Al parecer, se ha conseguido.
—No puedo creerlo. No pienso hacerlo.
—Sigue viva en usted la necesidad de negar el mal. Nada más normal, pero no puede prolongar ese estado. Sería peligroso para usted. Ahora tiene que salir a flote y encararse con los hechos.
—Pero si no lo creo…
Se sonrió.
—Entiendo que la hemos salvado de un derrumbe mental. Aquella noche, al regresar usted a casa, presentaba un cuadro aterrador. Su prima temía por usted. Por eso me fue a buscar. Pero creo que nos hemos apuntado un éxito y que si vamos aceptando el hecho de que se trató de un desgraciado accidente —lamentabilísimo, por supuesto—, pero que es preciso encajar desde el momento en que existió realmente, la curación será total. Otras personas han pasado por idénticos trances, algunas se han sobrepuesto y, al cabo del tiempo, han reanudado una vida normal; otras han quedado marcadas para siempre. Si trata usted de apartar este episodio de su mente, con el tiempo cicatrizarán sus huellas casi por completo, o totalmente. Éste fue el motivo que me impulsó a tomar una iniciativa tan drástica durante la Noche de la Séptima Luna.
A pesar de la serenidad profesional que emanaba de él, no pude por menos de protestar airadamente:
—No es posible. ¿Cómo podía inventarme tantas cosas? Es algo fantástico. No me lo creo ni pienso creérmelo. Me está engañando usted.
Sonrió tristemente, no sin dulzura.
—Voy a recetarle algo para esta noche —dijo con voz tranquilizadora—. Así podrá dormir y mañana habrán pasado los vértigos. Mañana se despertará fresca y despejada y verá las cosas más como son.
—Jamás aceptaré esas fantásticas historias suyas —le dije desafiante.
El doctor se limitó a presionar suavemente mi mano y desapareció.
Al poco rato entró Ilse. Traía una bandeja con pescado hervido, del que di buena cuenta pese a lo agitado de mi estado. Me bebí asimismo un vaso de leche y me dormí en el acto, antes de que viniera a retirar las viandas.
A la mañana siguiente me encontré algo mejorada, tal como indicó el doctor. Pero, por lo mismo, mi inquietud iba en aumento. Se me apareció con toda claridad la imagen de Maximilian, el brillo leonino de sus ojos y su cabello, el tono grave de su voz, el timbre de su risa. Y tanto mis primos como el doctor me reiteraban que nunca había existido.
Entró Ilse con la bandeja del desayuno. Sus ojos reflejaban ansiedad.
—¿Cómo estás, Helena?
—Ya no siento vértigos, pero estoy preocupada.
—¿Sigues creyendo que eran ciertos tus sueños?
—Sí, claro.
Me dio una palmada en la mano.
—No les des muchas vueltas. A su debido tiempo las aguas volverán a su cauce, cuando seas más dueña de ti misma.
—Ilse: lo que te dije ocurrió así por fuerza.
Meneó la cabeza.
—Durante esos días no te moviste de aquí.
—Si encontrara el anillo de casada te lo demostraría. Se me habrá caído seguramente.
—Querida Helena, si no había tal anillo…
Era inútil hablar con ella. Se la veía convencida y, lo que es peor, resultaba convincente.
—Cómete eso —dijo—. Te sentirás con más fuerzas. Anoche, después de visitarte, el doctor Carlsberg conversó un buen rato con nosotros. Estaba tan ansioso como nosotros. Es un médico muy inteligente… un pionero de nuestra época. No todos aceptan sus métodos. La gente está anticuada. Entiende el doctor que la mente es capaz de dominar al cuerpo en buena medida y está tratando de demostrarlo. La gente rechaza las ideas nuevas. Ernst y yo siempre hemos creído en él.
—Por eso le llamasteis.
—Exactamente.
—Y afirmáis que me dio unos calmantes que me provocaron sueños.
—Sí. Cree que cuando una persona se ve abrumada por una terrible desgracia, la mente y el cuerpo pueden superarla más fácilmente si se les provoca un estado de euforia, aunque sea pasajera. Ésta es su teoría, en pocas palabras.
—Entonces… cuando ocurrió eso, como vosotros decís, me administró una droga o lo que sea que me hizo vivir unos días en un mundo falso. ¿Es eso lo que quieres decir? Parece algo de locos.
—¿No fue Hamlet quien lo dijo? Es verdad. ¡Ah, Helena, si te hubieras visto a ti misma cuando viniste! Tenías la mirada demudada, sollozabas y hablabas de forma incoherente. Me espanté. Me acordé de mi prima Luisa… prima segunda de tu madre. Accidentalmente quedó encerrada en el panteón familiar y se pasó una noche entera dentro. A la mañana siguiente estaba como enloquecida. Se parecía a ti, era alegre y aventurera, y pensé que a Helena podría sucederle lo que le pasó a Luisa. Ernst y yo decidimos hacer lo imposible por salvarte. Al momento pensamos en el doctor Carlsberg y acudimos a él. Precisamente por ser un caso como el tuyo, creyó poderlo tratar con éxito.
—Ilse —dije—. Guardo un recuerdo muy claro de cuanto ocurrió. Efectivamente, contraje matrimonio en el pabellón de caza. No se me ha escapado ni un solo detalle.
—Es que los sueños provocados son así. Es lo que nos decía el doctor Carlsberg. Y así ha de ser. Tienes que liberarte de esta tragedia, y ésa es la única forma.
—No lo creo. No puedo creerlo.
—Pero, querida, ¿cómo íbamos a decirte una cosa por otra si sólo buscamos tu felicidad?
—No lo sé. Es un misterio espantoso, pero me consta que soy la condesa de Lokenburg.
—¿Ah, sí? ¡Pero si el conde de Lokenburg no existe!
—¿Así que se hizo pasar por él?
—Nunca ha existido, Helena. Fue producto de tu imaginación, cuando estabas en estado eufórico, gracias a la intervención del doctor Carlsberg.
—Pero si le conocía de antes…
Y le repetí —pues estaba segura de habérselo contado con anterioridad— el episodio de nuestro encuentro en la niebla, mi estancia en el pabellón de caza y mi regreso al Damenstift, gracias a él. Ilse reaccionó como si fuera la primera vez que lo oía.
—Eso no puede ser fruto de mis sueños eufóricos, ¿verdad? Entonces no estaba en tratamiento con el doctor Carlsberg.
—Ése fue el origen de tu sueño. Fue una aventura romántica. Lo que vino luego se basaba en eso. Él te llevó al pabellón de caza, tal vez tratara de seducirte. Al fin y al cabo consentiste en acompañarle y pudo creer que estabas dispuesta. Pero luego, cuando consideró que eras una joven colegiala del Damenstift…
—Lo supo desde el primer momento.
—Venció su lado bueno. Aparte de eso, no hay que olvidar que estaba la sirvienta. Al día siguiente te acompañaron hasta el internado y la aventura tuvo un desenlace feliz. Aquello te causó gran impresión. Al doctor Carlsberg le interesará saber esto. Servirá para confirmar su teoría. Luego vino la Noche de la Séptima Luna. Nos perdimos de vista y te abordó un hombre. Nos dijiste que iba enmascarado. Debiste creer que se trataba de la misma persona que conociste la vez anterior.
—Y lo era. ¡Si me llamaba «Lenchen»! Era el apodo que usaba conmigo. Es la única persona que me ha llamado así. No me cabe la menor duda de que era él.
—Eso debiste de imaginártelo después. Y aunque fuera el mismo hombre, en esta ocasión venció su lado malo. Ya consultaré con el doctor Carlsberg lo de aquel encuentro en la niebla. Incluso es mejor que se lo cuentes tú.
—¡Te equivocas! —grité—. ¡Os equivocáis de medio a medio!
Hizo señal de asentimiento.
—Tal vez sea preferible que sigas creyendo en tus sueños de momento.
Desayuné brevemente hasta que me pasó el malestar físico y me levanté.
Recordaba aún su reciente visita, la sensación que tuve al abrir la puerta de la salita de abajo en donde me aguardaba. Sentí de nuevo la alegría estremecida que me deparó su presencia. «Nos casaremos, —me dijo. Y yo le respondí que no podíamos hacerlo de buenas a primeras—. Aquí es posible», me replicó.
Reviví el trayecto hasta el pabellón de caza, la impaciencia que él sentía al tiempo que me estrechaba contra su pecho mientras cabalgábamos. Y finalmente, la discreta ceremonia y el sacerdote.
¡La partida matrimonial! Era evidente que estaba en mi poder: la tenía celosamente guardada en el cajón superior del tocador, junto con algunas joyas, en una cajita de madera de sándalo que perteneció a mi madre.
La caja seguía en su sitio. La saqué con ademán triunfal y levanté la tapa. Las joyas estaban allí, pero la partida matrimonial había desaparecido.
Palidecí. El anillo se había perdido, la partida matrimonial se había esfumado. Ni rastro de prueba alguna. Las apariencias iban confirmando la versión del doctor y de mis primos, como si el romance y la boda no fueran sino resultado del tratamiento médico encaminado a borrar de la memoria las terribles huellas de una realidad espantosa.
* * *
No sé cómo transcurrieron las horas aquel día. Me miré al espejo y era otra persona. Tenía los pómulos a flor de piel, las ojeras surcaban mi rostro. Me invadía la desesperación. La imagen que el espejo me devolvía era de irremediable desesperanza. Entonces empecé a creer que tenían razón.
Aquella mañana vino a visitarme el doctor Carlsberg. Dio muestras de satisfacción al verme levantada. Estaba resuelto a impedir que ningún obstáculo se interpusiera en mi recuperación. Su primer objetivo era conseguir que afrontara la verdad.
Se sentó a mi lado. Insistió en que le hablara y le contara cuanto se me ocurriera. Le repetí lo mismo que a Ilse, esto es, aquel encuentro en la niebla y la noche que pasé en el pabellón. No trató de convencerme de que eran sueños.
—Si fuera posible —dijo— quisiera borrar por completo de su mente lo ocurrido en el transcurso de la Noche de la Séptima Luna. Pero no es posible. La memoria no es como un manuscrito a lápiz que pueda borrarse con una goma. Lo que sí es cierto es que ahora todo pasó. De nada sirve aferrarse al recuerdo. Por lo tanto, vamos a ir olvidando gradualmente hasta donde sea posible. Celebro que esté usted aquí… lejos de su país. Cuando regrese a Inglaterra, y espero que no lo haga hasta dentro de dos meses como mínimo, tratará usted con personas que nada saben de lo ocurrido. Ello la ayudará a arrinconar el caso hasta lo más recóndito de su mente. Nadie le recordará nada, pues nadie sabe nada.
—Doctor Carlsberg —dije—. No puedo creerle. No puedo creer a mis primos. Dentro de mí algo me dice que estoy casada y que las cosas ocurrieron como estoy segura de que ocurrieron.
Sonrió divertido.
—Sigue usted necesitando creer eso. Tal vez sea mejor que se aferre temporalmente a esos sueños, hasta que adquiera suficiente fortaleza para prescindir de ellos y la verdad será más importante para usted que la momentánea coartada que sus sueños le proporcionan.
—El tiempo encaja perfectamente —dije—. Dos días después de la Noche de la Séptima Luna nos casamos y a la mañana del cuarto día le mandaron aviso de que su padre se hallaba en dificultades y tuvo que marcharse. Al día siguiente desperté en esta casa. Por lo tanto, es imposible que me pasara seis días en la cama.
—Eso es lo que terminará por aceptar cuando tenga fuerzas suficientes para andar sin esa muletilla que le sirve de coartada.
—No puedo creer que él sea fruto de mi fantasía.
—Porque le ha asociado con aquel aventurero que conoció en el bosque. Me dijo usted que su madre solía contarle cuentos de hadas y leyendas del bosque. Vino aquí con ánimo receptivo, creyendo a medias en los dioses y los héroes. Dice que le llamaba usted Sigfrido. Ello hizo de usted paciente fácil de este experimento. Lamento haberla utilizado en este sentido pero, probablemente, ello le ha salvado la razón, créame.
—¿Por qué iba a pensar yo en casarme?
—Porque ya no era virgen y, siendo una muchacha de educación respetable, ello era inconcebible fuera del matrimonio. La conclusión es fácil. El terror que sintió por lo ocurrido debía compensarse y los sueños le proporcionaron oportunamente aquella unión extática.
—¿Por qué había de ser un conde? Nunca pensé en casarme con un conde.
—Porque parecía un ser todopoderoso, rico, noble. Es explicable.
—Pero ¿por qué de Lokenburg?
—Este país es el Lokenwald. El nombre de la villa es Lokenburg. ¡Ah, ya lo tengo! Cierto, existe realmente un conde de Lokenburg.
El corazón me latía con fuerza.
—¡Pues llévenme a su presencia! —exclamé—. Estoy convencida de que es él. Sé que no me engañaba.
El doctor Carlsberg se levantó y salimos de la estancia. Me mostró un cuadro colgado de la pared. Ya lo había visto a mi llegada pero sin examinarlo con detenimiento. Representaba un hombre con barba, más viejo que maduro, uniformado.
—Es nuestro jefe de Gobierno —dijo—. Podrá ver este cuadro en muchas casas de familias leales. Lea la inscripción.
Rezaba así: «Carl VIII Carl Frederic Ludwig Maximilian duque de Rochenstein y Dorrenig, conde de Lokenburg».
—El de conde de Lokenburg es otro de los títulos del duque Carl —dijo.
—Entonces ¿por qué…?
—Usted ya había visto el cuadro.
—Nunca me fijé especialmente.
—Lo miró sin darse cuenta. Los nombres se grabaron en su memoria sin saberlo usted y escogió uno de ellos en sus sueños —Maximilian— asociándolo con uno de los títulos que figuran en la inscripción.
Me cubrí la vista con las manos. Pero ¡era tan claro todo para mí! Distinguía su rostro amado, con aquellos ojos arrogantes que centelleaban de pasión por mí.
Nunca podría creer que todo fuera imaginario.
Pero sus pruebas eran concluyentes; y, por primera vez, asomó la duda en mi mente.
* * *
Aquel día se me antojó interminable. Pasaba las horas lánguidamente sentada, cruzadas las manos sobre el regazo, pensando en él, aguzando dolorosamente el oído, esperando oír el trote de un caballo, pues creía que Maximilian no tardaría en llegar, encendidos los ojos de pasión. «¿Qué patraña te han metido en la cabeza, Lenchen?», me diría y se volvería, colérico, hacia ellos, y mis primos quedarían amedrentados, como pasaba en mis sueños, o cuando menos, tratarían de apaciguar sus ánimos.
Pero tal cosa no había ocurrido así, según ellos. De hecho ni siquiera le conocían. Los seres de carne y hueso no tienen trato con fantasmas. En mi sueño se mostraron respetuosos porque yo no esperaba otra actitud en ellos. Ahora bien, según ellos, todo era falso.
Pero no: aún sentía el calor de su abrazo. Todavía recordaba aquellos momentos de pasión y ternura.
Sabía lo que estaría pensando Ilse: «¿Es posible que un conde decida súbitamente casarse con una muchacha desconocida y que al día siguiente un sacerdote celebre los esponsales?».
Cierto que no dejaban de tener razón desde su punto de vista y que lo mío no era más que un sueño. Y no podía yo presentar como prueba la sortija ni la partida matrimonial. Si de verdad habían existido, ¿dónde estaban?
De pronto, pensé: «¿Y el pabellón de caza? Tengo que volver allí. Encontraré a Hildegarde y a Hans».
Empecé a excitarme. Si pudiera volver al pabellón, Hildegarde confirmaría mi versión de la boda. Pero esto querría decir que la prima Ilse mentía, y asimismo Ernst y el doctor. ¿Con qué fin? ¿Qué razón podía existir?
Si así lo creía, debía alejarme de ellos lo antes posible, pues eran mis enemigos. ¿Qué pretendían demostrar?
A ratos daba en pensar que me estaba volviendo loca.
¿Era esto lo que trataban de demostrar? ¿Con qué finalidad? Decían querer salvarme del derrumbe mental, según ellos inminente, desde que fui víctima de una salvaje agresión en el bosque.
¿Maximilian, un salvaje? Apasionado y orgulloso a ratos, sí, pero me amaba, pues me mostró ternura y me manifestó que, aunque me deseara con ardor, deseaba que le aceptara libremente.
Mi mente daba vueltas vertiginosas. Sabría toda la verdad. Trataría de serenarme. Afrontaría la realidad. Quería descubrir la verdad. ¿Dónde estaba el anillo? ¿Y la partida matrimonial? Guardaba constancia clara de la sortija y del documento escrito. Pero ¿cómo dar con ellos?
Sabría la verdad. Había perdido seis días de mi vida y estaba decidida a averiguar qué es lo que me había ocurrido la Noche de la Séptima Luna. ¿Encontré a un hombre digno de mi amor, me casé con él, viví tres días de éxtasis en el pabellón de caza, siendo ya su esposa? ¿O me asaltó un monstruo que me hizo perder la razón transitoriamente?
Sabría la verdad.
Me dirigiría al pabellón de caza. Vería a Hildegarde y a Hans, y si ellos afirmaban que jamás había estado allí salvo la noche que Maximilian me recogió del bosque el día de la niebla, tendría que darles crédito. Entonces iría a verle y sabría si efectivamente era o no era mi marido.
Debía regresar cuanto antes al pabellón de caza.
* * *
Ilse consultó con el doctor Carlsberg y ambos convinieron en que hiciera lo que creyera oportuno.
—¿Cómo encontraremos ese pabellón? —quiso saber Ilse.
—No está lejos de Leichenkin, a unas ocho millas. Recuerda que cuando me llevaste allí el día de mi boda…
Me miró aturdida, con un deje de tristeza.
—Intentaremos dar con él —dijo al fin.
Ernst tomó las riendas, Ilse y yo nos sentamos juntas. Me cogió una mano y la apretó suavemente.
—Buscaremos el pabellón donde pasaste la noche cuando te perdiste en el bosque. Ojalá encuentres a la misma sirvienta de entonces.
Pensé en Hildegarde. Si me confirmaba que no había estado allí más que en una sola ocasión, tendría que rendirme a la evidencia. Tenía miedo y mi temor era indicio de que empezaba a flaquear. Cuando las pruebas fueran evidentes, ¿cómo podría seguir creyendo que aquello no fue un sueño, como pretendían ellos?
«¿Tendrán razón?, —me pregunté—. ¿Puede conseguirse eso?». Y recordé la expresión de amabilidad y serena inteligencia del doctor Carlsberg. ¿Qué interés podían tener en engañarme? Y, por otra parte, ¿qué sabía yo de Maximilian? En realidad, nunca me contó nada de su vida. Ignoraba dónde vivía. Cuantas más vueltas le daba a lo ocurrido, más endebles parecían los recuerdos.
No reconocí la carretera. La primera vez que pasamos por ella en sueños —si es que eran tales sueños— no observé que hubiera mojones de referencia. Fue el día de mi boda. Efectué el trayecto aturdida por la emoción, y, al regresar, luego de marchar Maximilian, estuve pensando en él y preguntándome cuándo volvería a mi lado, por lo que no me fijé en la carretera ninguna de las dos veces.
Ernst nos guió hasta Leichenkin. En aquella aldea todo eran casas con tejados de dos aguas que se apiñaban en torno a la Pfarrkirche y de allí al Damenstift mediaba un corto trecho.
Avisté el convento no sin cierta emoción, pero no eran mis años escolares lo que evocaba sino aquella mañana en que Hildegarde me acompañó al internado, de regreso del pabellón, y recordé la sensación de abatimiento que me produjo el temor de no verle nunca más. Esta sensación era ahora mucho más intensa, aunque estaba recobrando ánimos por momentos. Cuando llegáramos al pabellón vería a Hildegarde, y ella les confirmaría que, efectivamente, me había pasado allí tres días con sus noches, siendo ya esposa de Maximilian. Pero ¿qué pensar de Ilse y de Ernst? ¿No estarían sufriendo alucinaciones?
—Ahora tenemos que buscar el camino desde aquí —dijo Ernst—. Dijiste que estaba a unas ocho millas del Damenstift.
—Sí, seguro.
—Pero ¿en qué dirección?
Señalé hacia el sur.
—Por allí pasé con Hildegarde al regresar al Damenstift. Estoy segura.
Ernst enfiló la carretera. El primer tramo era en línea recta, y así lo recordaba. Llegamos a un cruce de caminos. Titubeé unos momentos.
—Es como ir a cazar patos salvajes —comentó Ernst.
—No —respondió Ilse—. Tenemos que dar con el pabellón. Es la única forma de tranquilizar a Helena.
Deduje que había que torcer a la izquierda. Creí recordar el caserío de piedra gris situado al pie de la carretera. Seguimos adelante.
Era el camino que siguió Schwester María aquella tarde fatídica. Tras recorrer un trecho en cuesta arriba llegamos al pinar donde merendamos y donde Schwester María descabezó una siesta a la sombra de un árbol. Y donde yo eché a andar y andar y me extravié en el sueño que luego se transformó en pesadilla.
—Ahora no puede andar muy lejos el pabellón en donde pasaste aquella noche —dijo Ernst.
Por desgracia no podía orientarles más. Tomamos un desvío y avanzamos un trecho. Nos cruzamos con un leñador. Ernst frenó las caballerías y le rogó que le indicara si había un pabellón de caza por las inmediaciones.
El hombre reflexionó, dejó en tierra el fardo que llevaba y se rascó la cabeza.
Efectivamente, había un pabellón de caza, muy hermoso, perteneciente a un gran señor, o a un conde o algún noble.
Se me encendieron los ánimos y el corazón empezó a latirme con más fuerza.
«¡Dios mío! —exclamé—. Haz que lo encontremos. Haz que vea a Hildegarde. Sácame de esta pesadilla».
Nos indicó que siguiéramos recto hasta el final del camino, luego cogeríamos una pequeña cuesta, una curva cerrada a la izquierda y allí mismo veríamos el pabellón.
—Suelen venir en la temporada —dijo—. Caballeros y también damas. En el bosque hay bastante jabalí, a veces algún venado.
Ernst le dio las gracias y proseguimos en silencio. El trayecto se hizo parsimonioso y me impacienté, pues no había más remedio que aflojar el paso. Cuando llegamos a lo alto de la colina lancé una exclamación de júbilo al reconocer la pineda que ocultaba el pabellón.
Ernst avanzó. Nos habíamos internado en la pineda. El camino la atravesaba, como recordaba con claridad. Estaban las estacas de piedra y, al otro lado de ellas, se divisaban las paredes grises tan familiares.
Lancé un grito de alegría.
—¡Ya estamos!
Quise saltar del carruaje pero Ilse me retuvo.
—Ten cuidado, Helena —dijo—. Todavía te encuentras débil.
Ernst ató las riendas a una estaca y nos apeamos.
Eché a correr. Un extraño silencio lo invadía todo. De pronto caí en la cuenta de que las cuadras habían desaparecido. Estaban a la izquierda del edificio. Por allí aparecía Hans para retirar los caballos cuando veníamos de montar. No lo entendía. Todo parecía distinto.
Todo era distinto. Aquéllos eran los restos del pabellón. Aquéllas, las estacas de madera; aquéllas, las paredes. Faltaba la puerta. Me asomé por el hueco al vacío interior.
Contemplé el esqueleto del pabellón de caza en donde, hasta aquel momento, creí firmemente que me había casado con Maximilian.
Ilse estaba a mi lado. Me tomó por el brazo, con expresión compungida.
—¡Oh, Helena! ¡Vámonos!
Me negué. Eché a correr hacia lo que fuera el portal de entrada. Me asomé a contemplar las paredes carbonizadas del interior. No quedaba nada en pie, nada del comedor en que cenamos, la alcoba que compartimos, el cuartito donde pasara mi primera noche, el cuarto azul en el que se guardaban ropas de otras mujeres, la sala con las cabezas de animales disecados y armas colgadas en la pared, la misma Hildegarde y Hans… todo había desaparecido.
—¡Es aquí! —vociferé.
—¡Helena! Pobre chiquilla… —dijo Ilse.
—¿Pero qué ha pasado aquí? —quise saber.
—Parece como si lo hubieran incendiado. Vámonos ya. Volvamos. Ya es suficiente para ti.
No estaba dispuesta a marcharme. Quería permanecer allí, en medio de aquellas ruinas, y reflexionar. ¿Cómo hubiera podido recordar un sueño con tal intensidad? No podía ser. Mi infortunio se me hacía insoportable. Todo me demostraba que era irreal cuanto había vivido.
Ilse me acompañó hasta el carruaje.
Regresamos en silencio. No podía pensar en nada más. Las pruebas que desmentían mi presunta boda eran de una evidencia abrumadora.
* * *
Una vez en casa me invadió una profunda depresión. Ilse trató de distraerme enseñándome a bordar y a hacer guisos especiales, pero mi indiferencia era total. De vez en cuando daba en soñar en que Maximilian regresaba a por mí, pero no me atrevía a abandonarme a tales ensueños por temor a verme arrastrada al peligroso reino de la fantasía.
Estaba desolada y melancólica y mi corazón llamaba a voces a mi marido. Pero además me temía a mí misma. Mucho se hablaba de los poderes de la sugestión y el hipnotismo. Hacía unos diez años que la fama de las hermanas Fox se había extendido desde América a Inglaterra; creían ellas en la posibilidad de comunicarse con los muertos; y aunque el mundo estaba plagado de escépticos, a muchos les resultaba fácil de aceptar lo que poco tiempo atrás pareció un absurdo, a saber, el hecho de que ciertas personas tienen los conocimientos y facultades necesarios para revelar secretos insospechados. Era evidente que el doctor Carlsberg estaba ensayando nuevas formas de tratamiento; y, por las circunstancias que me rodeaban, era yo sujeto idóneo para sus experimentos.
Había dejado de ser la Helena Trant de antes, aquella muchacha sencilla y despreocupada. Según todas las apariencias, había sufrido una experiencia espantosa, para muchos la peor que le puede ser dada vivir a una jovencita inocente; o, de lo contrario, había experimentado el éxtasis de la unión perfecta entre dos personas. No estaba segura del todo. Si ellos tenían razón, había perdido seis días de mi vida, y durante esos días había conocido un estado existencial que nunca jamás podría recrear; amé con pasión avasalladora a un hombre que resultó ser un fantasma, según ellos. Nunca más podría volver a amar con tal intensidad. Por ello había sufrido una pérdida irreparable.
Me sentía ajena a mí misma. Solía mirarme al espejo con ademán interrogante y no reconocía al rostro que en él se reflejaba. Pero ¿cómo podía ser de otro modo? Si ni yo misma sabía si era o no era cómplice de la conjura destinada a borrar de la memoria el recuerdo temible de una experiencia aterradora y suplantarlo por un sueño dorado…
A veces me despertaba sobresaltada a mitad de la noche, soñando que un monstruo, disfrazado de Maximilian, me perseguía por el bosque. Al punto de desvelarme me preguntaba: ¿Fue así como ocurrió? Nos habíamos internado en el bosque. Tuvo unos instantes de vacilación. ¿Fue a partir de entonces cuando empecé a soñar?
Estaba asustada. Vigilaba de cerca mis propios actos, aun los más espontáneos y maquinales. Temía desequilibrarme. Luisa, la prima de mi madre —mi madre jamás la mencionó—, había enloquecido. El pánico me invadía.
Me aferré a Ilse. Había en ella cierto aire dulce y compasivo. Su manera de cuidarme, de alejar la tragedia de mi mente, resultaba muy conmovedora. Comprendía claramente sus intenciones.
Empezaron a pasar los días. Me sentía apática por lo general, salvo cuando oía el trote de un caballo. Entonces me ponía en pie de un salto y aguardaba impaciente, sin perder la esperanza de que algún día Maximilian viniera a por mí.
El doctor Carlsberg me visitaba a diario, mostrando por mí toda clase de exquisitas atenciones.
Aproximadamente una semana después de concluida la pesadilla, Ilse me dijo que tendríamos que marcharnos de Lokenburg. Ernst había terminado las vacaciones. Tenía que volver a Denkendorf, en donde trabajaba.
Escuché distraída su conversación. Al parecer, se había urdido un complot para suplantar al duque Carl por su hermano Ludwig. Mis primos eran absolutamente leales al duque.
Pocos días después nos despedimos del doctor Carlsberg, quien me aseguró que gradualmente iría ganando nuevos ánimos si dejaba de obsesionarme con el pasado y aprendía a encajar lo que fue un deplorable accidente. Obsesionándome no iba a lograr nada, y sí únicamente hacerme daño.
En el momento de marchar, le dije a Ilse:
—¿Y si Maximilian viniera a buscarme? Dijo que iría directamente al pabellón de caza pero luego insistió en que me fuera con vosotros… así que debe de saber…
Me interrumpí. Ilse miraba compungida.
—Ya hemos alquilado la casa otras veces —dijo—. El dueño sabe que venimos de Denkendorf. Si alguien pregunta por nosotros, cualquiera le indicará nuestro paradero.
Me afligía pensar que aquella manifestación de desconfianza resultara hiriente para Ilse, pero supo comprenderme.
Ella sabía hasta qué punto necesitaba seguir viviendo de ensoñaciones.
* * *
Denkendorf ofrecía un aspecto similar al de tantas aldeas alemanas que conocía bien. En el centro se alineaban las tiendas bajo los soportales, las aceras eran empedradas y tenía color medieval. Siendo una villa con balneario contaba con varias fondas para acoger a los forasteros, en los comercios no faltaba nada y las calles estaban más animadas aquí que en Lokenburg. Había un río en las afueras, lo que permitiría salir a pasear hasta sus orillas y contemplar las ruinas del castillo de piedra gris plateada de tonos pálidos que se alzaba en la margen opuesta.
A poco de mi llegada empecé a advertir los primeros síntomas de que la pesadilla estaba en vías de superarse: comenzaba a aceptar la realidad, lo que hasta entonces me fue de todo punto imposible. No ignoraba que, sometiendo a una persona a fuertes dosis de fármacos, puede lograrse que olvide días enteros de su vida. Era posible incluso provocar sueños cuya misma intensidad los hacía pasar por reales. ¿Cómo podía dudar de la veracidad de la bondadosa Ilse? Debí suponer que mis fantasías, tan maravillosas como disparatadas, no podían ser reales.
Acabábamos de instalarnos en Denkendorf, y Ernst tuvo que abandonarnos para acudir a Rochenberg, la capital del ducado de Rochenstein. Debido a la crisis que atravesaba el Estado en aquellos momentos, le habían convocado urgentemente a sus tareas gubernativas, a pesar de su quebrantada salud. Ilse y yo nos quedamos solas.
Nuestra intimidad se estrechaba. No me dejaba salir sola y todas las mañanas íbamos a comprar al mercado. Cuando encontraba a algún conocido solía presentarme como la prima inglesa y yo entraba en la conversación, que por lo general era bastante mecánica. ¿Me gustaba el país? ¿Hasta cuándo me quedaría con mi prima? Yo siempre respondía que el país me parecía interesante y que no sabía de cierto cuánto tiempo iba a quedarme. Saqué la impresión de que me tenían por una persona aburrida, tal vez algo rara. Cuando pensaba en cuáles eran mis sentimientos de unas semanas atrás, quedaba consternada. Nunca volvería a ser la muchacha despreocupada e impulsiva que atrajo a Maximilian… Pero ¿cómo pude cautivar a un fantasma? Al principio, razonaba, se sintió atraído por mí. Ningún mal había en rememorar el percance del día de la niebla. Aquel episodio era auténtico.
Escribí una carta a mis tías, recibiendo respuesta al cabo de un tiempo.
A la sazón llevaba ya seis semanas en Denkendorf. Todos los días eran iguales. Ernst venía a vernos de vez en cuando. Aprendí a bordar y a hacer tapices de petit point finísimo. Estas labores me ocupaban el día. Por las noches cosíamos o bordábamos. Leía muchas obras de historia de Alemania, interesándome especialmente por los antecesores de Carl, el duque de Rochenstein. El tiempo transcurría con una rapidez asombrosa.
En su carta, tía Caroline me hablaba de sus problemas de siempre; la cantidad de mermelada de fresa que venía elaborando, cuántos tarros de jalea de grosella negra había llenado. Insinuaba asimismo la conveniencia de que regresara en breve. No entendía a qué venía tanto viajar. Tía Matilda me explicaba que su hermana comenzaba a tener dificultades respiratorias. A punto estuvo de quedar sin aliento. No olvidaba tampoco referirse al riñón único del señor Clees, que tenía que trabajar por dos; Amelia Clees estaba algo pálida, tía Matilda confiaba que no llegara a debilitarse en exceso, como le ocurriera a su madre. Abundaban las referencias al señor Clees. Al parecer, un hombre cuya difunta esposa fue de salud delicada y a quien, encima, le faltaba un riñón, reunía todos los encantos para tía Matilda. Traía también noticias de la señora Greville. Tanto ella como los suyos me añoraban mucho y querían saber cuándo regresaría. Tal vez los señores Greville organizaran un viaje a Alemania y, de paso, pasarían a recogerme. Últimamente Anthony venía lamentándose de que las cosas parecían distintas sin mi presencia.
Releí atentamente las cartas. ¡Quedaba tan lejos aquella vida! La idea de regresar a mi tierra y hacer ver que todo seguía igual que antes no me seducía en absoluto.
Súbitamente, apareció Ilse. Solía entrar quedamente, como si temiera molestarme.
—¿Qué ocurre, Helena? —Quiso saber—. Estás como… perdida.
—Son cartas de Inglaterra —me expliqué—. Estaba pensando en regresar.
—Es un poco prematuro, ¿no?
—Creo que no me atrevo a enfrentarme con ellos.
—No, todavía no. Todo cambiará con el tiempo. Pero no hay de qué preocuparse. Debes quedarte con nosotros hasta que te veas con ánimos para marchar.
—Querida Ilse —dije—, ¿qué habría hecho sin ti?
Se volvió de espaldas para ocultar su emoción. No era amiga de perder el control de sus sentimientos.
* * *
Pasaron varias semanas. Empezaba a resignarme a mi situación. Pero se acentuaba en mí la indiferencia: no parecía sino que había cambiado de personalidad. Raras veces sonreía y, al recordar los tiempos en que mi risa era incontenible, me asombraba de mí misma. Si bien pensaba que mis recientes avatares —fuera cual fuese la verdad— justificaban sobradamente el cambio.
A medida que el tiempo pasaba, todo parecía confirmar que, efectivamente, aquellos seis días de mi vida habían transcurrido en la cama. No perdía la esperanza de que Maximilian viniera a buscarme. Observaba atentamente el rostro de los viandantes y, cuando avistaba a lo lejos un hombre alto, mi corazón latía con fuerza, esperanzado. Cada día que pasaba se esfumaba parte de mi esperanza. Si realmente hubo tal boda, ¿dónde estaba mi marido? ¿No era de esperar que viniera algún día en mi busca?
Supongo que fue al contemplar las ruinas del pabellón de caza cuando empecé a admitir que Ilse, Ernst y el doctor Carlsberg estaban en lo cierto. Pero sentía que había muerto una parte de mí. Sabía que ya nunca volvería a ser la muchacha despreocupada de antes.
Al parecer, Ilse no tenía amistades en el lugar, así que no recibíamos visitas. Según explicó, Ernst y ella llevaban poco tiempo residiendo en Denkendorf y, siendo sus habitantes de talante algo protocolario, tardarían un tiempo en aceptarles.
Trataba yo de sentir interés por las hortalizas del mercado y por las madejas de seda para bordar; pero en el fondo, me daba lo mismo comer zanahorias que cebollas o que las flores que bordábamos fueran azul celeste o púrpura.
Pasaba los días mecánicamente. Me hallaba de nuevo en el limbo, esperando… no sabía exactamente qué.
En las tiendas que frecuentábamos se comentaba el reciente atentado contra el conde Ludwig. Todo el mundo celebraba efusivamente que hubiera fracasado. Vi varias copias del retrato que el doctor Carlsberg me hizo observar en la casa de Lokenburg. El rostro y la inscripción eran los mismos, Carl Ludwig Maximilian, séptimo duque de Rochenstein y Dorrenig, conde de Lokenburg.
Maximilian y conde de Lokenburg: éstas eran las dos palabras que atraían mi mirada.
Extraña sensación la de saber que una parte de la propia vida se halla envuelta en el misterio y que se ha perdido la noción de lo ocurrido durante ese lapso de tiempo. Contribuye a aislarnos del resto de los seres vivientes. Nos sentimos unos extraños frente a la humanidad y frente a nosotros mismos.
Así se lo comenté a Ilse, pues ahora nuestra franqueza e intimidad eran totales; me respondió ésta que se hacía cargo de ello, pero que a la larga acertaría a superarlo todo.
—No dudes en hablar conmigo cuando así lo desees —me dijo—. Lo único que no quisiera es forzar confidencias, pero quiero que sepas que me tienes a tu lado por si me necesitas.
—Tendré que ir pensando en regresar —dije.
—Todavía no —me rogó—. Quiero esperar a que te acabes de recuperar.
—No creo que nunca me recupere por completo.
—Ahora piensas eso porque las cosas están demasiado recientes… pero ya verás después.
Indudablemente, sus palabras eran muy consoladoras para mí.
* * *
Todos los días, al despertar, me decía a mí misma: tengo que regresar. Aquello iba a ser una visita breve y ya llevaba dos meses ausente.
Una mañana me desperté indispuesta. Me asusté recordando el día que desperté en la cama y me comunicaron que todo cuanto había vivido recientemente era fruto de mi imaginación.
Me levanté con una sensación de náuseas.
Me senté al borde de la cama preguntándome si había pasado otros seis días inconsciente. Esta vez mis recuerdos no eran agradables.
Estaba sentada cuando alguien llamó a la puerta. Apareció Ilse.
—¿Te encuentras bien, Helena? —preguntó con ansiedad.
—Sí, creo que sí. Sólo algo de náuseas.
—¿Quieres que llame al doctor?
—No… no. Ya se me está pasando. No irás a decirme que llevo seis días en la cama y que ayer no fui contigo al pueblo…
Meneó la cabeza.
—No, no. Desde que viniste aquí el doctor Carlsberg no se ha ocupado más de ti. Pero me preocupan esas náuseas. Tal vez convendría que vieras a un médico.
—No, no —insistí—. Ya estoy mejor.
Me miró con detenimiento. Le dije que iba a levantarme.
Fuimos al pueblo. Aquel día transcurrió igual que los anteriores.
Di en pensar que si regresaba a casa podría reflexionar con más serenidad. Podría contrastar las aventuras por mí vividas con la realidad de mi tierra. Aquí no podría sustraerme al hechizo del ambiente. Las calles empedradas y las tiendas con sus rótulos que chirriaban al viento evocaban el escenario de remotos cuentos de hadas. Estaba convencida de que allí, en el país de los gnomos, duendes y divinidades antiguas, podía ocurrir cualquier cosa, por fantástica que pareciera. En mi tierra entre las torres y las agujas de Oxford, entre el coloquio prosaico de las tías y el ambiente cordial de los Greville, podría reflexionar con serenidad. Empezaría a hacerme cargo de la realidad de lo sucedido.
Una mañana le dije a Ilse:
—Tendría que prepararme para regresar.
Me miró con aprensión:
—¿De veras quieres marcharte ya?
—Creo que sería lo mejor, en efecto —respondí tras vacilar brevemente.
—Esta decisión indica probablemente que empiezas a aceptar la realidad. Estás superando el shock.
—Quizá sí. Sé que tengo que salir del singular estado en que me encuentro. He de seguir viviendo. Todo será más fácil si vuelvo con los míos.
Me acarició la mano con ternura.
—Puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras. Bien lo sabes. De todos modos, creo que llevas razón. En Oxford, una vez hayas reanudado la vida de cada día, calibrarás mejor cuanto te ha ocurrido. Y comprenderás que no es la primera vez que una jovencita como tú despierta brutalmente a los aspectos más crudos de la vida.
—Será la primera vez que una muchacha cree haberse casado y luego se entera de que, en realidad, ha perdido seis días enteros de su vida.
—De eso no estoy tan segura. Pero estoy convencida de que el doctor Carlsberg obró bien, es decir, de la única manera posible en estas circunstancias. Ha borrado el mal, sustituyéndolo por un bello recuerdo.
—Pero, según vosotros, el mal era lo auténtico y el recuerdo bello sólo un sueño.
—Sí, por desgracia… pero el recuerdo del mal ha desaparecido. Aunque hayas sufrido, puede servirte de consuelo el saber la valiosa ayuda que has prestado al doctor Carlsberg. Has demostrado que su experimento era positivo, hasta el punto de que has olvidado por completo las atrocidades de que fuiste objeto y sigues creyendo que tu sueño es real. Sólo la fuerza de la evidencia te ha convencido de la verdad. Y me figuro que en el fondo del alma sigues creyendo que te casaste con aquel hombre.
¡Con cuánta lucidez interpretaba mis sentimientos!
—Es decir, que el doctor Carlsberg me ha utilizado de conejillo de Indias para sus investigaciones.
—Sólo en virtud de que las circunstancias han sido favorables para ambos. Pero dime, Helena, ¿sigues creyendo lo de aquella boda?
—Ya sé que todos los datos están en contra, pero en mi conciencia todo está tan claro como antes. Y creo que seguirá estándolo.
Asintió.
—Eso mismo pretende el doctor Carlsberg. —Hizo una pausa—. Quiero que sepas, Helena, que en cuanto quieras marcharte, estaré dispuesta a acompañarte. ¿Quieres volver a ver al doctor Carlsberg? Quisiera que te visitara antes de que te vayas.
Vacilé. Sentí por aquel hombre una súbita repugnancia, inédita hasta entonces. Pero, indudablemente, no había motivo para ello. Había sido muy bueno conmigo. Al decir de Ilse y Ernst, me había salvado la razón. Y, sin embargo, no deseaba volver a verle. En caso de haber afrontado mi verdadera situación desde el primer momento, ¿no me habría resultado fácil encajarla? Hablando sin rodeos: me habían asaltado de la forma más salvaje y despiadada. Si aquella noche hubiera regresado a casa con plena conciencia de lo ocurrido, ¿cuál hubiera sido mi reacción? No podía asegurarlo. Pero de una cosa sí estaba cierta: el hombre a quien encontré en la Noche de la Séptima Luna era el mismo que me había rescatado de la niebla. Si se hubiera tratado del implacable violador de aquella noche ¿qué le habría frenado cuando me tenía a su merced en el pabellón de caza? Recordé el pomo de la puerta que giraba lentamente. La puerta estaba cerrada con llave. Pero ¿era ello un impedimento para un hombre resuelto a alcanzar sus objetivos a cualquier precio?
Si me lo hubieran permitido, habría afrontado la verdad valerosamente. No me creía que hubiera estado a punto de perder la razón. Era yo una persona frívola e impulsiva, pero nunca histérica. ¿Quién sabe cómo habría reaccionado bajo los efectos de semejante atropello? En realidad apenas nos conocemos a nosotros mismos y determinadas facetas de nuestro carácter sólo se revelan frente a una crisis inesperada.
Ilse prosiguió:
—Mucho me tranquilizaría que esta vez pudiera tratarte como un simple médico. Él lo está deseando y, por mi parte, quisiera contar con su visto bueno antes de que regreses a Inglaterra.
Le di mi conformidad y aquel mismo día le mandó unas líneas. La respuesta no tardó en llegar. Estaría con nosotras en un plazo de dos días.
* * *
Seguí sintiendo náuseas al levantarme de la cama. ¿Estaría enferma? Ilse me preguntaba puntualmente por mi salud todas las mañanas. Aparentaba gran preocupación.
—Debo marcharme de aquí cuanto antes. Todo cambiará.
Me decía a mí misma que si verdaderamente Maximilian se hubiera casado conmigo, a no dudar habría venido a buscarme. Cada día que pasaba venía a confirmar que la boda jamás había existido.
Cambiando de aires tal vez olvidaría. Mi casa parecía estar tan lejos de todo lo ocurrido que, probablemente, también yo percibiría esa lejanía a mi regreso. Empezaría de nuevo.
Escribí a tía Caroline y a la señora Greville anunciándoles mi próximo regreso. Las veladas transcurridas en su hogar fueron los momentos más felices de aquella época. Recordé el regocijo que me inspiraba la admiración que manifestaban por Anthony y cómo éste, con encantadora actitud, daba por supuesto que, pese a lo elevado de su conversación, le seguíamos el hilo sin dificultad. Todo se me hacía acogedor —palabra ésta que mal podía aplicarse a mis actuales circunstancias— y empecé a apreciar las virtudes de aquel ambiente benigno del que tratara de zafarme.
Llegó por fin el doctor Carlsberg. En aquel momento me encontraba en el jardín y no percibí su llegada. Cuando entré en la casa debía llevar ya un cuarto de hora conversando con Ilse.
Cuando me vio se le iluminó la expresión. Se levantó y me estrechó calurosamente ambas manos.
—¿Qué tal se encuentra? —preguntó.
Cuando le dije que creía que me estaba normalizando sonrió alegre y complacido. Ilse nos dejó a solas. El doctor inquirió todos los detalles posibles. ¿Qué había soñado? ¿Había sufrido pesadillas? Hasta el más mínimo detalle revestía capital importancia.
Luego pasó a preguntarme por mi salud física y le expliqué que a menudo me levantaba indispuesta. Me respondió que deseaba hacerme una revisión. Me mostré conforme.
Nunca olvidaré lo que pasó después: fueron los momentos más dramáticos de mi vida.
—Tengo que comunicarle que está usted embarazada —declaró.