III

Estaba radiante de júbilo. Alguna extraña transformación se había operado en mí aquella noche en el pabellón de caza y ya nunca volvería a ser la misma. A veces llegaba a creer que había cenado con los dioses, o, cuando menos, con uno de ellos, el cual, a través de Asgarth, estaba emparentado con Odín y Thor; era tan bravo e intrépido y tan malvado y despiadado como cualquiera de ellos. Se había apoderado de mi espíritu y yo era como el caballero en armas que encontró a la belle dame sans merci. «Solitaria y lánguidamente ociosa» recorrería la tierra buscándole hasta el fin de mis días.

¡Cuán insensatos podemos llegar a ser! Pero, por otra parte, si podía reconstruir mis pasos, siquiera parcialmente, si lograba demostrarme a mí misma que lo que había encontrado aquella noche no era un dios sino un hombre sin muchos escrúpulos y que pudo haberme infligido un mal frente al cual personas como mis tías habrían preferido la muerte, acaso podría sacudirme el hechizo que ahora me encadenaba. Volvería a Oxford y aprendería a ser una buena ama de casa. Tal vez llegaría a convertirme en una solterona atenta al cuidado de mis tías hasta el resto de sus vidas, o me casaría y formaría un hogar educando a mis hijos para que fueran unos ciudadanos respetables. A mis hijas nunca las mandaría a un Damenstift ni a los bosques de pinos, por temor a que un día se perdieran en la niebla y las capturara un barón malvado, pues ¿quién podía asegurar que aparecería al punto el ángel bueno encarnado en Hildegarde?

Recorrimos aquellas tierras para mí familiares y, al aspirar la fragancia de los pinos, mi ánimo se levantó. Llegamos a la pequeña estación de Lokenburg. El coche nos llevó hasta la casa, junto con nuestros equipajes.

Sentía una gran emoción de estar en Lokenburg. Se veían unas cuantas casas nuevas construidas recientemente en las afueras de la Altstadt. Aquello parecía surgido de las páginas de un cuento de hadas, con sus calles porticadas, y el aspecto era el de una ciudad medieval.

—¡Qué hermoso! —exclamé mirando los empinados tejados y las casas rematadas por aguilones, con las menudas cúpulas que coronaban los torreones y las jardineras rebosantes de flores en las repisas de las ventanas. No faltaba la plaza del mercado con el estanque y la fuente en medio; en las tiendas colgaban rótulos de hierro que rechinaban al viento, con singulares motivos pictóricos que señalaban la naturaleza de los diversos comercios.

—Tienes que ir a ver nuestra Pfarrkirche —me dijo Ilse, señalando la iglesia—. La cruz de la procesión está custodiada bajo llave, pero me imagino que nos abrirán para que puedas verla.

—Es tan emocionante volver a estar aquí… —dije.

—Hemos llegado justo a tiempo para asistir a la Noche de la Séptima Luna —añadió Ilse.

Evoqué con toda nitidez la voz de Sigfrido.

—¡La Séptima Luna! —exclamé—. Cuando Odín, el padre de todos, vence y expulsa a Loke, el dios del Mal.

Ilse rió de buena gana.

—Tu madre te contó nuestras leyendas, claro. Aunque ésta es meramente local.

Dejamos atrás el casco antiguo y salimos a las afueras. La casa estaba situada a una milla de la Altstadt aproximadamente.

Tomamos una avenida flanqueada por densas hileras de abetos de formas achaparradas y nos detuvimos frente a un porche.

La casa era de proporciones similares a las del pabellón de caza y bastante parecida; en las paredes del vestíbulo colgaban lanzas y armas, y había una escalera de madera que llevaba al piso superior, donde estaban las alcobas. Me llevaron a la mía y me sirvieron agua caliente; me lavé y bajé al comedor, donde me esperaba un menú de salchichas, choucroute y pan de centeno, que Ilse y yo nos tomamos a solas. Ernst estaba descansando. Según explicó Ilse, el viaje había sido agotador para él. Yo también estaba algo cansada, aunque, probablemente, no me percatara bien de ello.

Y es que nunca había notado menos la sensación de cansancio. Ilse sonrió con indulgencia. Disfrutaba viendo lo bien que me lo pasaba. Me pregunté lo que pensaría si supiera la causa de mi alegría y de aquella excitación que era fruto de mi esperanza de volver a ver a Sigfrido.

Aquella tarde salimos en tartana a efectuar una excursión por el bosque. Me fascinaba la bruma de las gencianas azules y las orquídeas rosas. Tenía ganas de coger unos cuantos ramilletes, pero Ilse me dijo que se me morirían pronto, y desistí.

Aquella noche dormí poco, debido a la excitación. No podía quitarme de la cabeza el presentimiento de que volvería a verle. Algún día vendría a cazar y nos encontraríamos en el bosque. Tenía que ocurrir. Era inimaginable que no volviésemos a vernos más y yo no podría quedarme allá indefinidamente. Por lo tanto, lo que sucediera tendría que suceder pronto.

Miré a mi alrededor con ansiedad durante todo el trayecto, pero apenas si vimos un alma, tan sólo a una vieja que recogía leña y a un pastor con sus ovejas que caminaban con los cencerros puestos, campanilleando melodiosamente.

Al día siguiente fuimos al mercado, que estaba todo cubierto de banderas para celebrar la Noche de la Séptima Luna, llamada así por corresponder a la séptima luna del año, la noche en la que se festejaba la supuesta ausencia del dios Loke.

—Fíjate en esas muchachas que van con faldas rojas y blusas blancas bordadas y delantales con borlas amarillas —me dijo Ilse—. Algunos hombres van disfrazados; pueden ir disfrazados de dioses, con jubones, calzones y capas claras; llevan máscaras y cuernos en la cabeza. Probablemente ya habrás visto grabados con imágenes de los dioses en los libros de tu madre. Luego bailan y se ponen a gastar bromas. Nadie debe saber quién representa a Loke y quién al padre de los dioses. Tienes que verlo. Iremos a la plaza del mercado en cuanto salga la luna.

No había visto a Ernst en todo el día. Era tan discreto y pacífico que apenas se advertía su presencia. «Ha cambiado mucho desde que está enfermo —explicó Ilse—. Sufre mucho aunque no quiera admitirlo».

Así que Ernst solía quedarse en su alcoba mientras Ilse y yo salíamos juntas, generalmente solas. Hablábamos mucho, y más yo que ella. Supongo que tía Caroline tenía razón al afirmar que yo era muy charlatana; Ilse era una oyente modélica. Se echaba de ver que, más que una auténtica conversación, aquello era un monólogo, en el que Ilse hacía de público.

Llegó por fin la noche del segundo día, preludio de la Noche de la Séptima Luna. Estuvimos tomando el té —el té del atardecer, como lo llamaba Ilse—, pues aún era temprano para cenar y ésta no quería que nos entretuviéramos en la calle hasta tarde, cuando la excitación caldeaba los ánimos y la alegría se volvía desenfrenada.

Acabado el té subió a mi alcoba. Tenía la expresión preocupada.

—No puedo permitir que salga Ernst —dijo—. No se encuentra en condiciones.

—Entonces vayamos nosotras solas.

—No… no creo que debamos.

—¿Cómo? ¿Nosotras tampoco?

—Verás, en momentos así… dos mujeres solas…

—Pero tenemos que ir…

Vaciló unos instantes.

—Está bien, pero no nos quedemos hasta muy tarde. Iremos un momento a la plaza y veremos el principio de los festejos. Es lástima que no tengamos una casa que dé a la plaza. Podrías ver la fiesta desde la ventana. Ernst se pondrá muy ansioso. No descansará hasta que regrese.

—¿No podría acompañarnos algún hombre? Si es que hemos de necesitarlo.

Meneó la cabeza.

—En realidad nosotros no somos de aquí. Hemos alquilado esta casa para pasar las vacaciones. Ya hemos estado aquí otras veces pero en realidad no tenemos amigos en el pueblo. Ya comprenderás…

—Desde luego —dije—. Está bien, marchémonos pronto, que así no sufrirá Ernst.

Nos dirigimos a la plaza rodeadas de juerguistas y borrachos. Serían aproximadamente las ocho de la noche. En el cielo lucía la luna llena, la séptima luna del año, y parecía tener un halo místico. Era una extraña escena; las llamaradas de las lámparas de nafta, en sus candelabros de hierro, alumbraban las caras de la muchedumbre que invadía la plaza. La gente cantaba y se saludaba entre sí con griterío. Observé el aspecto de un hombre enmascarado con un disfraz de cuernos en la cabeza, tal como Ilse lo había descrito, y recordé los grabados que me mostrara mi madre. Luego vi otro y otro…

—¿Qué te parece esto? —dijo Ilse, apretando mi mano.

—Es maravilloso —contesté.

—No te apartes de mi lado. La multitud va en aumento y la gente puede sobreexcitarse.

—Aún es temprano —dije.

Vi a una muchacha que bailaba con uno de los hombres de las cabezas enastadas.

—El entusiasmo crece, ya verás.

—¿Qué ocurre cuando el cielo está cubierto y no se ve la luna?

—Algunos dicen que ese día Loke está de mal humor, y no saldrá. Otros dicen que está haciendo uno de sus maliciosos trucos y hay que ser especialmente cuidadoso.

Apareció un grupo de comediantes y empezaron a tocar; el baile dio comienzo.

No sé exactamente cómo ocurrió, aunque me figuro que es algo que suele ocurrir en las grandes aglomeraciones. Estaba junto a Ilse contemplando el torbellino de risas y bailes, y al cabo de un momento, aquello era el caos.

Todo empezó con un chapoteo. Alguien había caído al estanque; hubo desbandada general, y en medio del desconcierto resultante me di cuenta de que Ilse ya no estaba conmigo.

Alguien me asió la mano con fuerza y sentí un brazo que me rodeaba por la cintura. Una voz me murmuró al oído, haciendo palpitar mi corazón: «¡Lenchen!». Me volví y miré aquel rostro; vi los ojos enmascarados y la boca sonriente. Nunca los habría confundido.

—¡Sigfrido! —suspiré.

—Yo mismo —respondió—. Ven… alejémonos de la multitud.

Me estrechó con fuerza contra sí y no tardamos en salir. Me tomó la barbilla entre sus manos. «Siempre la misma Lenchen…».

—¿Qué haces aquí?

—Celebrando la Noche de la Séptima Luna —dijo—. Pero hay un motivo más importante. El regreso de Lenchen.

Poco a poco me iba apartando de la multitud y llegamos a un callejón bastante tranquilo.

—¿Adónde me llevas? —pregunté.

—Vamos al pabellón —dijo él—. La cena nos estará esperando. Podrás ponerte la bata de terciopelo y soltarte el pelo.

—Tengo que dar con Ilse.

—¿Con quién?

—Mi prima, que me ha traído aquí. Estará preocupada.

—Eres tan preciosa que siempre tienes a alguien que está preocupándose por ti. Primero las monjas… y ahora esta… Ilse.

—Tengo que encontrarla en seguida.

—¿Crees que podrás, aquí en medio de la gente?

—Desde luego.

Traté de desasirme de su mano pero no me dejó.

—Vamos a volver, y si es posible encontrarla, la encontraremos.

—Ven, pues. Estaba ansiosa. Estaba recelosa de venir aquí porque su marido no se encontraba muy bien. Ya se debió figurar que pasaría algo así.

—Bueno, ella te perdió y yo te he encontrado. ¿Acaso debo tener algún remordimiento?

—¿Remordimiento? —repetí.

Él se reía y me rodeó con un brazo.

—¿Cómo te presentaré a Ilse? —dije débilmente.

—Cuando llegue el momento yo mismo me presentaré.

—Estás rodeado de misterio. Primero te llamabas Sigfrido y ahora Odín. ¿O acaso eres Loke?

—Eso es lo que a ti te toca adivinar. Forma parte del juego.

Había en él algo mágico que me fascinaba. Había logrado que me olvidara de Ilse, pero, recordando lo ansiosa que estaba cuando llegamos, supuse que ahora lo estaría más aún.

Llegamos a la plaza. El baile proseguía frenético y no había ni rastro de Ilse. Alguien me pisó el talón y me saltó el zapato; me detuve a agacharme. Él estaba detrás de mí. Le conté lo sucedido.

—Lo encontraré —dijo. Se inclinó a buscarlo, pero en vano. La multitud nos empujaba.

—Ahora hemos perdido una prima y un zapato.

Sus ojos brillaron de repente:

—¿Qué será la próxima cosa que perdamos?

—Tengo que volver a casa —respondí con presteza.

—Déjame que te acompañe.

—Tú… tú has venido por la emoción de la fiesta. No quiero interrumpirte.

—Esto sería imposible. La emoción de esta noche está donde tú estás.

Estaba realmente asustada. Debía marcharme. El sentido común me lo exigía.

—Debo volver.

—Si esto es lo que deseas, vuelve. Te acompañaré.

Le seguí cojeando.

—¿Está muy lejos la casa? —preguntó.

—Más o menos a una milla del centro del pueblo.

—No me sorprendería que hubiera mal camino. Por aquí todas las carreteras están en mal estado. Hay que hacer algo. Tengo un caballo en la posada. Montarás conmigo como en aquella otra ocasión.

Me dije a mí misma que sería difícil caminar con un solo zapato y me dirigí con él a la posada donde estaba el caballo; me subió, tal como lo hiciera la otra vez, y nos pusimos en camino.

Sigfrido cabalgaba en silencio y me estrechaba con fuerza. Mi emoción era casi incontrolable. Me sentía como en sueños. De repente me percaté de que aquél no era el camino de casa.

Me desasí de él:

—¿Adónde vamos?

—Lo sabrás pronto.

—Me dijiste que me llevabas a casa de Ilse.

—Yo no dije tal cosa.

—Dijiste que sí, si yo lo deseaba.

—Exactamente, pero no es eso lo que tú deseas. No quieres que te lleve allí y le diga a Ilse: «Aquí está tu prima. Tal como la dejaste, menos un zapato que perdió».

—¡Déjame bajar! —le ordené.

—¡Aquí es! Estamos en el bosque. Te habías perdido. Una jovencita no debe andar sola una noche así.

—¿Qué vas a hacer?

—Las sorpresas suelen ser más divertidas que las cosas que esperamos.

—Me estás llevando lejos… a algún sitio.

—No estamos muy lejos del pabellón de caza.

—¡No! —Exclamé con firmeza—. ¡No!

—¿No? Pero tú disfrutaste de veras en tu última visita…

—Quiero ir directamente a casa de mi prima. ¿Cómo te atreves a llevarme en contra de mi voluntad?

—Sé sincera, Lenchen. No es contra tu voluntad. ¿Te acuerdas del hueso de los deseos? Deseaste volver a verme ¿no es cierto?

—No… de esta manera no.

—¿De qué otra?

—Así es… tan irregular…

—Estás hablando como tus tías.

—¿Cómo lo sabes? Nunca las has visto.

—Querida Lenchen, ¿no recuerdas que aquella noche me contaste muchas cosas? Te sentaste ahí con tu bata de terciopelo azul y conversabas sin parar. ¡Qué disgusto tuviste cuando nos dimos las buenas noches!

—Y tú ni siquiera viniste a despedirme.

—No fue una despedida.

—¿Cómo podías saberlo?

—Lo sabía. Estaba decidido a volver a verte. Si no, habría sido una gran tragedia.

—Lo dices para tranquilizarme. Quiero volver. Tengo que volver con mi prima.

Detuvo el caballo y, con ademán súbito, me besó. Aquél fue el beso más extraño que había recibido. Pero ¿quién me había besado antes? Mi padre solía besarme en la frente, mi madre en ambas mejillas, algún picotazo recordaba asimismo de tía Caroline, cuando regresaba a casa. Tía Matilda nunca lo hacía; le habían dicho que era una práctica desaconsejable, posiblemente contagiosa. Pero aquel beso venció toda resistencia, me hizo sentir gozosa y esperanzada a un mismo tiempo. Era cruel y cariñoso, apasionado y acariciador.

Me aparté y dije, estremecida:

—Llévame a casa… en seguida.

—No debiste arriesgarte a salir en la Noche de la Séptima Luna —dijo. Se echó a reír, y creí advertir en su risa un punto de crueldad. Le centelleaban los ojos a través de la máscara y los cuernos le daban un aire de guerrero vikingo.

—¿Qué papel representas esta noche? —exclamé irritada.

—El mío propio —respondió.

—Te crees un invasor que puede raptar a las mujeres y hacer con ellas lo que se le antoje.

—¿Y no crees que puedo hacerlo?

Acercó su rostro al mío, riendo.

—¡No! —grité enérgicamente—. Conmigo no. Con otras quizá, pero conmigo no.

—Lenchen —dijo—. ¿Me juras que no es eso lo que quieres?

—No te entiendo.

—Júrame por la luna, por la séptima luna, que tu mayor deseo es que te lleve a casa de tu prima.

—Es que debes…

Arrimóse un poco más.

—Es peligroso jurar por la séptima luna.

—¿Crees que me dan miedo los cuentos de hadas o que te temo a ti?

—Creo que tienes más miedo de ti misma.

—Por favor, ¿qué quieres decir exactamente?

—Lenchen, no he dejado de pensar en ti desde aquella noche que cenamos juntos, y luego todo terminó así.

—¿Y de qué otra manera pensabas que podía terminar?

—Muy fácil… y tú también lo pensaste.

—Te aseguro que no… no consiento este tipo de aventuras.

—No hace falta que me lo asegures. Ya lo sé.

—Pero tú no puedes decir lo mismo. Para ti estas aventuras son corrientes.

—Nunca he tenido una aventura como aquélla. Tú la hiciste irrepetible y ahora volvemos a estar juntos. Quédate conmigo, Lenchen. No me pidas que te lleve a casa de tu prima.

—Tengo que ir. Se volverá loca de ansiedad.

—Entonces, ¿ésa es la razón… la única razón?

—No. Quiero volver porque…

—Porque te has educado con las monjas, pero si yo fuera tu marido serías feliz cabalgando a solas a mi lado.

Guardé silencio.

—¡Es así, Lenchen! —exclamó—. Te han inculcado esas ideas. Has optado por ser una persona respetable o ellas han elegido ese camino para ti. Y la felicidad, el éxtasis y el placer que yo pudiera proporcionarte te parecería incompleto si no eres mi esposa.

—No digas más tonterías —repliqué—. Llévame a casa, por favor.

—Hubiera sido perfecto —dijo—. Lo sé. Y la perfección ha de ser total. Lenchen —agregó tristemente—, no ha habido otra noche igual a aquélla en que nos conocimos. He soñado con ella; cada vez que caía la niebla me entraban deseos de salir con mi caballo a buscarte. Era absurdo, ¿no te parece? Pero tú quieres volver a casa y voy a llevarte.

Dimos media vuelta y empezamos a cabalgar en silencio. Me sujetaba estrechamente y me sentía feliz. Ahora sabía que le amaba. La emoción que me transmitía jamás la había sentido antes con nadie más, ni podría sentirla; pero cuando dimos media vuelta y emprendimos el regreso a la aldea le amé todavía más porque, pese a mi inexperiencia, comprendí que la ternura podía en él más que el deseo incontrolable que sentía por mí, ternura que era la esencia del romanticismo. Ello me convenció de que le amaba.

Según nos aproximábamos empezamos a oír el vocerío festivo. Se hizo visible el resplandor de las bengalas; varias personas se cruzaron a nuestro paso, en su mayor parte parejas que se encaminaban al bosque. En vez de ir directamente a la Altstadt dimos un rodeo y le indiqué el camino que conducía a casa de mi prima.

Saltó de la montura y me ayudó a bajar; por unos segundos me retuvo en sus brazos y me besó, esta vez con ternura.

—Buenas noches, pequeña Lenchen.

Tentada estuve de pedirle que nos viéramos otro día, que el motivo de mi regreso era la preocupación por Ilse. Pero no era ésta la única razón. No le conocía, no sabía quién era, y me constaba que no era la primera vez que quiso llevarse a una mujer al pabellón de caza, el camisón de seda y la bata de terciopelo azul estaban aguardando a que llegara una de ellas y no cabía olvidar que había intentado conseguir conmigo una holganza pasajera, como en anteriores ocasiones.

Pero mi ángel de la guarda me había salvado y ahora me había salvado yo misma, aun de mala gana y con reticencias, era cierto, pero tenía para mí que mi comportamiento era acertado.

No insinuó la posibilidad de una nueva cita. Me dejó marchar. Aún no había alcanzado el portal y oí el trotar de un caballo que se alejaba.

Ilse acudió a recibirme atropelladamente.

—¡Helena! ¿Qué ha pasado?

Le conté la historia. Había perdido un zapato. Alguien se había ofrecido a acompañarme de la fiesta a casa.

—Estaba fuera de mí —se lamentó—. No sabía qué hacer. Te he andado buscando por todas partes y luego he preferido volver a casa y movilizar gente para salir en tu busca.

—Ya ha pasado todo, Ilse. Estaba preocupada por ti. He venido en cuanto he podido.

—Debes de estar agotada.

¡Agotada! Estaba exaltada y deprimida, jubilosa y desengañada. Mis sentimientos eran un torbellino. Me miró extrañamente.

—Acuéstate —dijo—. Te llevaré leche caliente a la cama. Así te dormirás.

Nada podría hacerme dormir aquella noche.

Me metí en la cama y empecé a revolver en mi mente todo lo ocurrido. Lo que me había dicho y lo que querían decir sus palabras. Quiso llevarme hasta el pabellón de caza. ¿Estaría aún allí Hildegarde?

Y, según iba repasando todos los pormenores, me iba convenciendo de que lo había perdido. Aquélla era la segunda ocasión. Ya nunca más le vería.

Sólo sabía de cierto que él ocuparía toda mi vida. Nunca le olvidaría.

* * *

A la mañana siguiente me desperté bien avanzado el día. A lo largo de la noche había dormitado a intervalos hasta el amanecer, sumiéndome luego en un sueño profundo.

Al despertar los rayos del sol se filtraban en mi alcoba y me embargó una gran tristeza. Él me había dejado, explicando sin ambages que, ya que no podía ser yo compañera de una noche, era mejor que no nos viéramos.

Me vestí maquinalmente y desayuné en la pequeña terraza situada en la parte posterior, pero apenas tenía apetito. Anuncié que me iba al pueblo a pasar la mañana paseando y a hacer algunas compras para Ilse.

Al regresar, acudió Ilse a recibirme al portal. Su mirada era extraña y denotaba una excitación insólita.

—Tienes visita —me dijo.

—¿Cómo?

—Es el conde de Lokenburg.

La miré fijamente.

—¿Quién demonios es ése?

—Entra. —Y me condujo a la sala de estar, abrió la puerta y me hizo pasar. A continuación cerró, con ánimo de dejarnos a solas, gesto no muy corriente en ella. En casa nunca me habrían dejado a solas con un hombre, y aquí los códigos de conducta eran tanto o más estrictos que en mi país.

Era él. Su presencia resultaba estrafalaria en aquella salita; lo inundaba todo.

—Olvidé traer la máscara —dijo—. Espero que me reconozcas sin ella.

—Tú… ¡el conde de Lokenburg! ¿Qué haces aquí?

—Seguro que a tía Caroline le escandalizaría esa forma de saludar a una visita. Y eso que pones todo tu empeño en no disgustarla.

Sentí que mis mejillas se ruborizaban y mis ojos brillaban. Era feliz.

—No sé dónde está Ilse —balbuceé.

—¡Conque obedeciendo órdenes…!

Me tomó de las manos.

—Lenchen —dijo—. He estado pensando en ti toda la noche. ¿Y tú? ¿Has pensado en mí?

—Casi toda la noche —admití—. No he dormido hasta el amanecer.

—¿Querías venir conmigo, verdad? Me llamabas pidiéndome que te llevara a la casa del bosque. Confiésalo.

—Si esto pudo suceder y luego no sucedió… hubiera sido como un sueño…

—Imposible, cariño… pero es que estabas asustada, y esto era lo último que yo quería. Te quiero como nunca he querido a nadie… pero quiero que estés tan ansiosa y dispuesta como yo; de lo contrario no tiene sentido. Debes desear estar a mi lado tanto como yo lo deseo.

—¿Es ésta una de tus condiciones?

Asintió.

—No me dijiste quién eras —dije.

—Sigfrido parecía más de tu agrado.

—Y Odín o Loke. Y luego resulta ser el conde…

—Un héroe o un dios causa más impresión que un conde.

—Pero un conde es más real.

—Y tú prefieres la realidad.

—Si ha de haber continuidad, tiene que haber realidad.

—Mi práctica Lenchen, sabes que estoy obsesionado por ti.

—¿Es cierto?

—Tu sonrisa es radiante. Sabes que lo estoy, como tú lo estás por mí. No pongo condiciones.

—¿Condiciones?

—Compréndelo, Lenchen. Si nos hubiéramos comprometido ante un sacerdote, no hubiera tenido que decir: «Volvamos. Hubieras dicho: Adelante», y tu anhelo hubiera igualado el mío. Confiésalo. No ocultes tus sentimientos por una vez. Sé lo que estás pensando en todo momento. No pierdo detalle. Está escrito en tu rostro, en tu adorable rostro juvenil. He soñado con él toda la noche y lo he visto todos los días desde que te encontré en el bosque. Te amo, Lenchen, y tú me amas y un amor como el nuestro debe verse colmado. Por eso haremos nuestros votos ante un sacerdote y ya nada tendrás que temer. Serás libre para amar. No verás mentalmente a tía Caroline agitando sus manos nerviosas ni habrás de preocuparte por las monjas o por tu prima. Tan sólo nosotros. Así quiero que sea.

—¿Me estás pidiendo que me case contigo?

—¿Y tú qué me respondes?

No tuve que responder. Mi pregunta me había delatado.

* * *

—¿Mañana? —dije—. ¿Cómo va a ser mañana? La gente no se casa así como así.

Aquí esto era posible, me dijo. Él lo arreglaría. Si ordenaba a un sacerdote que le casara, éste le obedecería. Sería una ceremonia sencilla. El sacerdote vendría a la casa, aquí o al pabellón de caza. Se había hecho así en otras ocasiones. Yo podía dejarlo todo en sus manos confiadamente.

Estaba confundida. No podía librarme de la idea de que me hallaba en compañía de un ser sobrenatural. Quizás ocurra siempre así cuando se está enamorado. El ser amado es único, desde luego, pero más aún, perfecto. Todo había cambiado, el mundo entero parecía enloquecer de júbilo. Los pájaros cantaban más alegremente, la hierba era más verde, las flores más hermosas. El sol brillaba con nuevo calor y la luna, color miel se inclinaba levemente —casi llena, sabia y benigna para los amantes—, parecía reírse de que Helena Trant amara al conde de Lokenburg y todos los obstáculos a su amor se verían allanados por mediación del sacerdote ante el cual harían sus votos de amarse y protegerse hasta que la muerte los separase.

—Pero ¿cómo es posible? —pregunté a Ilse y Ernst cuando éste vino a cenar aquella noche con nosotras—. Las bodas no pueden concertarse tan fácilmente, ¿verdad?

—Ésta va a ser una ceremonia sencilla —explicó Ilse—. A veces se celebra en casa de la novia, o en la del novio si se considera más conveniente. El conde es un hombre de gran poder en esta comarca.

¡Un hombre de gran poder! Estaba convencida de ello. Ilse pronunció su nombre con reverencia.

—Parece tan repentino… —dije sin el menor tono de reproche y sin querer indagar en profundidad la ética del tema, pues sólo quería asegurarme de que la boda era posible.

Cuando me hube acostado, Ilse me trajo leche caliente. Se sentía obligada a mimarme un poco. Por mi parte, lo único que deseaba era estar sola y pensar en mi maravillosa suerte.

A primera hora de la mañana llegó un mensaje del conde. La boda iba a celebrarse en el pabellón de caza. El sacerdote ya estaba esperando. Ilse y Ernst me acompañarían. Estábamos a tres horas de camino pero ellos no pusieron el menor inconveniente; al parecer, el conde les intimidaba un tanto. Su nombre auténtico no era Sigfrido sino Maximilian. Me había reído cuando me lo contó.

—Suena a emperador del Sacro Imperio Romano.

—¿Por qué no? Eso es lo que es. ¿No crees que soy digno de llamarme como ellos?

—Te va de maravilla —le dije—. No podría llamarte Max, no te sienta bien. Maximilian, ya ves, es como Sigfrido en cierto modo. Sugiere un jefe.

¡Maximilian! Me repetí su nombre mil veces aquel día. Le decía a Ilse sin cesar que me parecía estar viviendo un sueño; estaba asustada pensando que podría despertar y descubrir que todo habían sido imaginaciones. Ilse se reía de mí.

—Estás aturdida —me decía.

Entonces le conté cómo me había perdido en la niebla, y cómo Maximilian parecía un dios, tan irreal era. Pero no me entretuve en detalles acerca de aquella noche en el bosque, de cómo había girado la manivela de la puerta y la presencia de Hildegarde lo había cambiado todo.

Preparé mi equipaje y salimos hacia el pabellón de caza. Eran aproximadamente las cuatro de la tarde cuando llegamos. Había un bosque de abetos que recordaba vagamente de cuando Hildegarde me trajo de vuelta al Damenstift. Nos encaminamos hacia las columnas de piedra que flanqueaban la casa; y al pasar por ellas, vi a Maximilian en los peldaños, bajo el porche.

Acudió a nuestro encuentro con presteza y mi corazón palpitaba de júbilo ante su presencia, como creí que lo seguiría haciendo hasta el resto de mis días.

—Te esperaba media hora antes —dijo en tono de reproche.

Ilse respondió humildemente que habíamos salido temprano.

Me tomó la mano y sus ojos resplandecían al mirarme; yo era feliz con su impaciencia.

Lo que sucedió luego fue como un sueño y llegué a preguntarme si verdaderamente había sucedido así.

Había convertido el salón en capilla, y allí esperaba un hombre cuyo hábito negro revelaba claramente su condición de sacerdote.

—No hay motivo alguno para retrasarse —dijo Maximilian.

Le respondí que quería peinarme y cambiarme de vestido antes de casarme.

Maximilian me miraba con tierna impaciencia, y mientras Hildegarde me acompañaba a la habitación, recordé perfectamente la noche que allí había pasado tiempo atrás.

—Hildegarde, ¡qué contenta estoy de volver a verte!

Ella sonreía pero no parecía muy contenta de nuestro encuentro. Tenía la costumbre de mover la cabeza, lo que le confería un aire de profeta del mal. Al menos, tal fue la impresión que me causó, aunque estaba demasiado excitada para poder pensar en ello. Allí, en aquella alcoba, ante la ventana que daba al pinar, el aire parecía impregnado de aquel ligero aroma resinoso que siempre había asociado con el pabellón de caza. Volví a sentir aquella emoción incontrolable que experimentara en otra ocasión y que sólo un hombre podría inspirármela hasta el fin de mis días.

Ya sola, me lavé y saqué un vestido de mi bolsa. Estaba ligeramente arrugado, pero era mi mejor vestido; verde, con cuello de terciopelo de un verde algo más oscuro, no exactamente un vestido de boda, pero más adecuado a la ocasión que la falda y la blusa con las que había viajado. Miré en el armario, y allí estaba la bata de terciopelo azul que llevara aquella noche.

Bajé al salón, donde me estaban esperando.

Maximilian me tomó la mano y me llevó hasta el sacerdote, que permanecía de pie frente a una mesa cubierta con un mantel bordado y guarnecida con altos candelabros de alabastro.

El oficio fue breve y se celebró en alemán. Maximilian juró amarme y protegerme, y así lo hice yo también. A continuación puso en mi dedo un anillo ligeramente grande para mí.

La ceremonia había terminado. Me había convertido en la esposa de Maximilian, conde de Lokenburg.

* * *

Era ya de noche, y cenamos tal como habíamos hecho en aquella otra ocasión. Pero ¡cuán distinto era todo! Yo lucía la bata azul y llevaba el cabello suelto, y puedo decir sin reserva alguna que jamás he conocido una felicidad tan plena como la de aquella noche. Podía gozar de mi felicidad sin miedo a perderla. Todo parecía tan correcto y natural que hasta más tarde no se me ocurrió pensar que pudiera haber algo extraño en ello.

Conversamos con las manos enlazadas por encima de la mesa. Sus ojos no se apartaban de mí ni por un instante. Parecían penetrarme con la intensidad de su pasión por mí. Estaba aturdida y nada sabía, pero me di cuenta de que estaba en el umbral de la mayor aventura de mi vida.

Subimos juntos las escaleras que conducían a la cámara nupcial que nos había sido preparada.

Nunca lo olvidaré, ninguno de los momentos de aquella noche. Fue la memoria de aquello lo que, según creo, me ayudó más adelante a conservar la cordura. Una muchacha sin experiencia nunca habría podido imaginar una noche como aquélla. ¿Cómo hubiera imaginado a Maximilian como amante si nunca antes había tenido la experiencia de amar?

* * *

Cuando desperté con él a mi lado permanecí largo tiempo silenciosa, reflexionando sobre aquella experiencia maravillosa mientras las lágrimas inundaban lentamente mis mejillas.

Él despertó a tiempo para verlas.

Le expliqué que eran lágrimas de dicha y maravilla, porque nunca había imaginado que hubiera en el mundo algo tan maravilloso como estar casada con él.

Él las besó y permanecimos un rato en silencio; luego nos sentimos de nuevo alegres.

¿Qué contar de aquellos días? Días de verano en que tantas cosas sucedieron y que se me antojaron tan breves. Dijo que me enseñaría a montar, pues yo no había hecho más que andar en un potro. Las monjas no consideraban necesario enseñar el arte de la equitación. Yo era una buena discípula y estaba resuelta a superarme en todo ante sus ojos. Por las tardes paseábamos por el bosque; nos tumbábamos bajo los árboles estrechamente abrazados. Hablaba de su amor por mí, y yo del mío por él. Este tema parecía absorbernos por entero.

—Pero debo saber algo más de ti —le dije. La luna de miel terminaría, iría a su casa. Quería saber qué me esperaba allí.

—Yo soy el único que puedo esperar algo de ti —dijo, esquivo.

—Desde luego, señor conde. Seguramente tendréis familia.

—Sí, tengo familia —dijo.

—¿Y qué va a ocurrir con ellos?

—Habrá que prepararles para que te reciban.

—¿Te han destinado a casarte con alguien de su elección?

—Desde luego, así ocurre con las familias.

—Y no les gustará que te hayas casado con una muchacha desconocida que encontraste en la niebla.

—Lo único importante es que a mí me guste, y me gusta.

—Gracias —dije con impertinencia—. Celebro que te resulte satisfactorio.

—Total y absolutamente satisfactorio —dijo.

—¿Así que no te arrepientes?

Me atrajo con enfado hacia sí y su abrazo estaba lleno de tristeza, como antes lo estuviera, pero siempre había éxtasis en la tristeza.

—Nunca me arrepentiré.

—Pero también yo tengo que prepararme para conocer a tu familia.

—Cuando sea el momento la conocerás.

—¿No ha llegado el momento?

—Mucho me temo que no. No saben nada de ti.

—¿A quién tenemos que apaciguar?

—A muchas personas, demasiadas para enumerarlas.

—Entonces se trata de una gran familia y tu padre es un ogro. ¿O lo es tu madre?

—Ella sería una ogra, ¿no? El femenino, ya sabes.

—¡Qué meticuloso te has vuelto!

—Ahora que tengo una esposa inglesa, debo perfeccionar el lenguaje.

—Pero si ya eres un maestro…

—En algunos aspectos, sí. En lenguaje no, ciertamente.

Empezaba a descubrir que, cada vez que sacaba el tema de su familia, la conversación se volvía burlona. Preferí no hablar de ello, y durante aquellos días primeros, que quería que fuesen perfectos, no insistí más en la cuestión.

Sabía que procedía de una familia noble. Su padre, al que aludía brevemente, con toda seguridad habría querido prepararle una boda a la usanza de las familias nobles, y enterarse de nuestra boda le hubiera causado quebranto. Tendríamos que esperar a que llegara el momento propicio, según decía Maximilian.

Así que bromeábamos, reíamos y hacíamos el amor, lo cual era suficiente para mí.

Me contaba leyendas del bosque en las cuales la historia pasada desempeñaba un papel importante. Me enteré de nuevos ardides del taimado Loke y de las divertidas hazañas de Thor con su martillo. Sólo estaba Hildegarde para esperarnos y hacernos la comida, y Hans para cuidar los caballos. Aparte de ellos, estábamos solos en nuestro mundo encantado.

El segundo día entré en una de las alcobas y, al abrir un armario, encontré muchas prendas de vestir. Entonces comprendí que el camisón de seda blanca que me dieron aquella primera noche en el pabellón, procedía de este tesoro.

¿Por qué, me pregunté, por qué estarían allí guardadas?

Pregunté a Hildegarde a quién pertenecían aquellas ropas, pero ella encogióse de hombros simulando que no comprendía mi alemán, lo que era absurdo, porque lo hablaba con fluidez.

Aquella noche, mientras estábamos acostados en la gran cama nupcial, le pregunté:

—¿A quién pertenecen los vestidos de los armarios de la habitación azul?

Tomó un mechón de mi pelo y lo enrolló en mi dedo.

—¿Los quieres? —dijo.

—¿Yo? Deben de ser de otra persona.

Se echó a reír.

—Alguien a quien conocía y que los guardaba aquí —dijo.

—¿Venía con frecuencia, ella?

—Era por ahorrarse el trajín de acarrearlos de aquí para allá.

—Una amiga tuya…

—Sí, una amiga.

—¿Una gran amiga?

—Ahora no tengo amigas así.

—Quieres decir que era tu amante, claro.

—Querida, ahora ya pasó. He empezado una vida nueva.

—Pero ¿por qué está aquí su ropa?

—Porque alguien se olvidó de llevársela.

—Hubiera preferido que no estuviera. No me atreveré a abrir los armarios por miedo a lo que pueda encontrar.

—Antes era Sigfrido, el héroe —dijo—. Luego fui el malvado Loke seguido de Odín y, al parecer, ahora me he convertido en Barba Azul. Tengo entendido que tuvo una esposa que miró donde nunca debía haber mirado. He olvidado lo que le ocurrió a la entrometida dama, pero fue algo de lo que debió arrepentirse.

—¿Me estás diciendo que no haga preguntas?

—Es mejor no hacerlas cuando se sospecha que la respuesta no será muy agradable.

—Por aquí han pasado muchas mujeres. Les salías al encuentro en el bosque y las traías.

—Eso sólo ocurrió una vez y no lo provoqué yo. Encontré a mi verdadero amor.

—Pero muchas han venido por aquí.

—Es un buen lugar para citarse.

—Y les has dicho que las amarías siempre.

—Sin ninguna convicción.

—¿Y ahora?

—Con la mayor convicción, porque de no hacerlo así hubiera sido el hombre más desgraciado de la tierra y no el más feliz.

—Por lo tanto ha habido otras… muchas otras.

—No ha habido ninguna otra…

—No puedo creerlo.

—No me dejas terminar. No ha habido ninguna como tú. Nunca la habrá. Aquí ha habido mujeres. No una vez, sino varias, y ha sido… agradable. Pero hay una sola Lenchen.

—¿Por qué te has casado conmigo?

Me besó fervorosamente.

—Algún día —dijo dulcemente— sabrás cuánto te quiero.

—Sé tan pocas cosas…

—¿Qué más quieres saber sino que te quiero?

—En nuestra vida de cada día hay más que esto.

—Nunca hay más que esto.

—Pero debo prepararme para nuestra vida en común. ¿Soy realmente una condesa en estos momentos? Parece algo demasiado importante.

—Somos un país pequeño —dijo—. No te figures que podemos compararnos con tu gran país.

—Pero un conde es un conde y una condesa una condesa.

—Algunos son grandes, otros pequeños. Recuerda que éste es un país con muchos principados y pequeños ducados. Porque hay muchas personas con títulos altisonantes que no cuentan apenas para nada. Hay muchos ducados que se reducen a una gran mansión y a una o dos calles del pueblo, y éste es todo su dominio. En días no lejanos, algunos de nuestros estados eran tan pequeños y tan pobres que, si eran cinco o seis hermanos, les tocaba a cada uno una renta miserable. Solían sortearlas, o jugárselas a las pajas. El padre tenía las pajas en la mano, todas de la misma longitud, salvo una que era más corta. El hijo que sacaba la pajita corta lo heredaba todo.

—¿Tienes muchos hermanos?

—Soy hijo único.

—Entonces deben tener especial interés en que te cases con alguien de su elección.

—Con el tiempo, estarán encantados de mi elección.

—Desearía estar segura de ello.

—Tan sólo tienes que confiar en mí… ahora y siempre.

Cuando trataba de hacerle preguntas, me besaba una y otra vez. Y yo me preguntaba qué es lo que querría callar.

* * *

Habían pasado tres días y proseguía aquella maravillosa existencia. Tenía la extraña sensación de que debía aferrarme a cada instante, saboreándolo y atesorándolo a fin de poderlos revivir en los años venideros. ¿Era un presentimiento? ¿Lo viví realmente? ¿O todo formaba parte de un sueño fantástico?

Aquellos días de verano fueron pródigos en emoción y placer. El sol resplandecía en todo momento, nos pasábamos las tardes en el bosque y raramente veíamos a nadie. Por la noche cenábamos juntos y yo me ponía la bata azul que él dijo haber comprado en un arranque.

—¿Para dársela a una de las amigas que traías al pabellón? —pregunté.

—Nunca la di a nadie. Estaba colgada en el armario, esperándote.

Se inclinó por encima de la mesa y dijo:

—¿No sueña todo el mundo que llegue el día en que venga el ser único?

Era la clase de respuesta que él sabía dar de modo convincente. Era además el perfecto amante, acertaba el tono preciso en cada momento. Al principio había sido amable y cariñoso casi como si quisiera ocultar una pasión que sabía podría alarmarme. Mis experiencias durante aquellos tres días y noches fueron muchas y variadas y cada una era más reveladora y emocionante que las anteriores.

No es de extrañar que yo quisiera olvidar las realidades de la vida. Por un tiempo prefería vivir en aquel encantamiento.

Al amanecer de la mañana del cuarto día que siguió a nuestra boda nos despertó el rumor de cascos de caballos y voces procedentes de la planta baja.

Maximilian bajó y yo permanecí en la cama escuchando, a la espera de su regreso.

Cuando volvió me di cuenta de que algo andaba mal. Me levanté y él tomó mis manos entre las suyas y me besó.

—Malas noticias, Lenchen —me dijo—. Debo ir a ver a mi padre.

—¿Está enfermo?

—Tiene problemas. Tengo que marcharme dentro de una hora como mucho.

—¿Adónde? ¿Adónde vas a ir?

—Todo irá bien. No hay tiempo que perder en explicaciones ahora. Tengo que apresurarme.

Recogí sus cosas. Me puse la bata azul sobre el camisón, pues había empezado a usarla como un vestido, y fui a avisar a Hildegarde.

Ésta estaba preparando café y el aroma impregnaba la cocina.

Maximilian, vestido y listo para marchar, daba muestras de sentirse desgraciado.

—Esto es intolerable, Lenchen, dejarte así…, en plena luna de miel.

—¿No puedo acompañarte?

Tomó mis manos entre las suyas y me miró fijamente al rostro.

—¡Ojalá fuera posible!

—¿Por qué no?

Meneó la cabeza y me abrazó estrechamente.

—Querida, quédate aquí hasta que vuelva. Será lo antes posible.

—Voy a ser muy desgraciada sin ti.

—Tanto como yo sin ti. ¡Oh Lenchen, que no haya reproches, nada en absoluto! Nunca los habrá, lo sé.

Se acumulaban las preguntas en mis labios.

No sé nada. ¿Dónde está tu padre? ¿Dónde vas a ir? ¿Adónde podré escribirte? Eran muchas las cosas que quería saber, pero él se limitaba a reiterarme su rendido amor, lo importante que era yo para él, cómo, desde que nos conocimos, él vio con claridad que debíamos vivir juntos hasta el fin de nuestros días.

—Querida —dijo—, estaré de vuelta muy pronto.

—¿Adónde puedo escribirte?

—No lo hagas —dijo—. Volveré. Espérame aquí hasta que regrese. Eso es todo, Lenchen.

Luego se marchó y quedé sola.

* * *

¡Qué desolado se quedó el pabellón! Estaba todo tranquilo, casi encantado. No sabía cómo pasar el tiempo. Iba de una habitación a otra. Entré primero en la alcoba donde había pasado aquella difícil noche. Toqué el pomo de la puerta y pensé en Maximilian, acechándome desde fuera y pidiéndome que dejara la puerta abierta. Pasé luego a la otra alcoba en donde se guardaban ropas de otra mujer y me pregunté cómo sería ella; pensé en todas las mujeres a las que él había amado o dicho amar. Habrían sido bellas, alegres, expertas y seguramente inteligentes; sentía unos celos terribles y me avergonzaba profundamente de mis propias incapacidades. Pero era la única que había tomado por esposa.

Hubiera querido saber muchas cosas. ¡La condesa de Lokenburg! ¿Era posible que yo tuviera aquel altisonante título? Empecé a dar vueltas al anillo que llevaba en el dedo y pensé en el documento que guardaba celosamente en mi bolsa, que acreditaba que el día 20 de julio del año 1860 Helena Trant había contraído matrimonio con Maximilian, conde de Lokenburg, actuando como testigos Ernst e Ilse Gleiberg.

Había que esperar a que transcurriera el día. ¡Qué desolada estaba la casa! ¡Cuán solitaria me sentía!

Me interné en el bosque. Anduve hasta la pineda y me senté a la sombra de un pino. Me puse a reflexionar acerca de cuanto me había acontecido.

Me pregunté lo que pensarían las tías cuando se enterasen de que me había casado con un conde. ¿Qué dirían los Greville? ¿Qué dirían los Clees? Todo aquello parecía fantástico pensando en aquella gente. Era algo que sólo podía ocurrir en un bosque encantado.

Cuando volví al pabellón me sorprendí al advertir la presencia de Ilse y Ernst.

—El conde ha pasado por nuestra casa —explicaron—. Ha cambiado súbitamente de idea y no quiere que sigas en el pabellón durante su ausencia. Ha dicho que este lugar está demasiado solitario. Quiere que vuelvas a nuestro lado. Cuando vuelva vendrá directamente a nuestra casa.

Quedé encantada. Recogí mis cosas y nos pusimos en marcha a última hora de la tarde. Hasta cierto punto supuso un alivio para mí abandonar aquel pabellón en el que había sido tan dichosa. La espera sería más fácil en compañía de Ilse. Oscurecía cuando llegamos a casa.

Ilse insistió en que estaría cansada y me pidió que me acostase directamente.

Acudió a mi alcoba con el consabido vaso de leche caliente.

Me lo bebí de un trago y al cabo de poco me dormí profundamente.

Cuando desperté, había concluido el idilio en el bosque. La pesadilla comenzaba.