Cuando regresé a Inglaterra estábamos a comienzos de diciembre y se nos venían encima las navidades; en las carnicerías aparecían bandejas repletas de leña con ramillas de acebo, y los cerdos, que lucían una naranja en la boca, presentaban un aspecto jovial, a pesar de estar muertos. Al atardecer, los vendedores del mercado exponían sus mercancías bajo el resplandor de las lámparas de nafta y en los escaparates de algunas tiendas colgaban copos de algodón ensartados con cordeles simulando nieve. En la esquina de la calle no faltaba el castañero con el brasero encendido y yo recordaba que mi madre era incapaz de resistir la tentación de comprarle una o dos bolsas de castañas, y nos calentábamos las manos con ellas, mis padres y yo, camino de casa. Aunque ella prefería cocerlas en la parrilla de casa por Nochebuena. Gustaba de celebrar las Navidades como en su tierra, en el hogar de su infancia. Nos explicaba que solían poner un árbol de Navidad iluminado con velas para cada uno, y uno mayor en el centro de la Rittersaal con regalos para todos. En su casa se celebraron las fiestas navideñas durante muchos años, según decía. En Inglaterra empezamos a engalanar abetos navideños cuando la reina madre introdujo tal costumbre, procedente de Alemania, tradición que luego se vio afianzada gracias a la estrecha vinculación de Su Majestad la reina con la tierra de su marido.
Todos los años esperaba con ilusión las fiestas navideñas, pero a la sazón no tenían el menor atractivo para mí. Echaba de menos a mis padres mucho más de lo que llegué a imaginarme. Cierto es que llevaba ya cuatro años apartada de ellos, pero siempre tuve presente que estaban en aquella casita cercana a la librería, que constituía mi hogar.
Ahora todo había cambiado. Faltaba aquella vaga sensación de desorden doméstico. Tía Caroline se empeñaba en que la casa estuviera reluciente «como una patena». Yo me preguntaba, no sin cierta amargura, por qué se le daba tanta importancia al orden y la limpieza, y tía Caroline encontraba «chistosos» mis lamentos. La señora Green, que llevaba largos años de ama de llaves, hizo las maletas y se marchó. «¡De buena nos hemos librado!, —exclamó tía Caroline. Sólo nos quedaba la joven Ellen para los trabajos más pesados—. Perfectamente —diría tía Caroline—, tenemos tres pares de brazos en esta casa, ¿para qué queremos más?».
Algo habría que hacer con la librería. Evidentemente, no podía llevarse el negocio como en los buenos tiempos de mi padre. Decidieron vendérsela. El comprador fue un tal señor Clees, que se presentó acompañado de su hija Amelia, de mediana edad. Las negociaciones se prolongaron bastante, y quedó de manifiesto que ni la librería ni el almacén resultaban tan rentables habida cuenta de las deudas contraídas por mi padre.
—Tu padre no tenía cabeza —comentaba tía Caroline, desdeñosa.
—Tenía la cabeza muy clara —le replicaba tía Matilda—, pero estaba siempre en las nubes.
—Y ahí tienes el resultado. Y esas deudas… yo nunca supe de ellas. Por no hablar de aquella bodega que tenía y aquellas facturas del vino… ¡A saber qué se hizo de todo ello!
—Le gustaba agasajar a sus amigos de la facultad, y ellos se lo pasaban bien aquí —expliqué.
—No me extraña, con la cantidad de vino que derrochaban a su salud…
Tía Caroline todo lo enfocaba desde este punto de vista. Todo lo que hacía la gente no tenía otro móvil que el interés y la esperanza de sacar tajada. Sospecho que si llegó a ocuparse de las cosas de mi padre con tal empeño fue para asegurarse una plaza en el cielo. Desconfiaba de las intenciones de todo el mundo. Su comentario favorito era: «¿Y qué va a lograr con eso?». O bien «¿qué provecho va a sacar?». Tía Matilda era más suave de carácter. Vivía obsesionada por su salud, y cuanto más delicada era ésta, más a gusto parecía encontrarse. También disfrutaba comentando las dolencias ajenas y, cuando aludía a este tema, se le iluminaban los ojos; pero nada le causaba mayor gozo que sus propios achaques. Con frecuencia el corazón «le gastaba bromas». Unas veces «le daba saltos», otras «le palpitaba», casi nunca era correcto el número de sus pulsaciones, y ahí estaba ella para atestiguarlo sin cesar. También era corriente la acidia y la sensación de entumecimiento cardíaco. En un arranque de exasperación, exclamé una vez: «Tiene usted un corazón muy acomodaticio, tía Matilda». Y, por un momento, ésta creyó que aludía a una nueva enfermedad, con gran alborozo por su parte.
Entre la virtud santurrona de tía Caroline y los caprichos hipocondríacos de tía Matilda, estaba lejos de sentirme contenta.
Me faltaban el cariño y la seguridad que hasta la fecha había creído infalibles, pero había algo más. Desde mi aventura en el bosque brumoso ya nunca volví a ser la de antes. Recordaba sin cesar aquel encuentro que, al correr del tiempo se me antojaba cada vez más irreal, sin perder por ello toda su intensidad. Recapitulaba al detalle lo ocurrido: el rostro de Sigfrido a la luz del candil, aquellos ojos centelleantes, aquella mano asida a la mía, el contacto de sus dedos con mi cabello. Recordaba el movimiento del pomo de la puerta y me preguntaba qué habría sucedido de no haberme advertido Hildegarde que echara el cerrojo.
A veces, al despertarme por la mañana en mi habitación imaginaba hallarme en el pabellón de caza y sentía una amarga desilusión cuando miraba a mi alrededor y veía aquella alcoba empapelada con rosas azules, el lavamanos blanco y la jofaina, la dura silla de madera y la inscripción mural que rezaba: «Olvídate de ti y vive para los demás», colocada por orden de tía Caroline. El cuadro seguía en su sitio de siempre. Representaba una niña con bucles de oro y ataviada con un vestido blanco y vaporoso, bailando por un estrecho sendero rocoso al borde de un acantilado. A su lado aparecía un ángel. Se titulaba El Ángel de la Guarda. El vestido vaporoso guardaba semejanza con el camisón que yo llevaba puesto aquella noche en el pabellón de caza, y aunque yo no tenía las bellas facciones de la niña ni eran dorados mis cabellos, y Hildegarde nada tenía de angélico, asocié el cuadro con nosotras dos. Había estado a punto de hundirme en el infortunio, gracias a los hábiles manejos del barón taimado que, disfrazado de Sigfrido, tratara de engañarme. Era como en los cuentos de hadas de los bosques. Sentía deseos de volver a verle. De haber tenido en mis manos el hueso de los deseos, hubiera repetido, pese a las advertencias de mi ángel de la guarda: «Quiero volver a verle».
Ésta era la causa principal de mi tristeza. Había en él algo indefinido que nadie más poseía. Me fascinaba hasta el punto de estar dispuesta a arrostrar cualquier peligro para revivir aquello.
Nunca podría acomodarme a aquella monótona existencia.
El señor Clees se había instalado en la librería con su hija Amelia. Eran personas simpáticas y agradables y solía visitarles con frecuencia. La señorita Clees era muy entendida en libros: su padre había adquirido el negocio pensando en ella. «Para que yo pueda tener un medio de vida cuando falte mi padre», según sus palabras. A veces venían a cenar con nosotras. Tía Matilda se interesó por el señor Clees cuando éste le confesó que le faltaba un riñón.
Aquellas Navidades fueron tristes y aburridas. Los Clees aún no se habían posesionado de la tienda y me pasé todo el día en compañía de tía Caroline y tía Matilda. No había árboles de Navidad y los regalos habían de limitarse forzosamente a objetos de utilidad doméstica. No hubo castañas asadas ni historias de duendes contadas al amor de la lumbre, ni leyendas de los bosques, ni anécdotas de los años universitarios de mi padre; tan sólo el relato de las buenas obras realizadas por tía Caroline en favor de los pobres de su aldea de Somerset y, por parte de tía Matilda, tediosas explicaciones sobre los efectos que produce una alimentación demasiado rica en los órganos digestivos. La razón de que mediara entre ellas mayor intimidad que con las demás personas estribaba en el hecho de que nunca se escuchaban mutuamente y seguían conversaciones separadas. Yo las escuchaba con aire distraído.
—Hicimos por ellos lo que pudimos. Aunque es inútil ayudar a gente así…
—Congestión hepática. Se quedó toda amarilla.
—El padre siempre estaba borracho. A ella le dije que el niño no debía seguir llevando aquellas ropas andrajosas. «No tenemos alfileres, señora, —me contestó». «Alfileres!, —exclamé yo—. ¿Es que no basta con hilo y aguja?».
—El doctor la desahució. Le dio una congestión pulmonar. Parecía un cadáver.
Y así sucesivamente, desarrollando cada una su propia línea de pensamiento.
Al principio me divertía, luego me exasperaba. Cogía el libro de mi madre titulado Dioses y Héroes de las Tierras del Norte y me leía las fantásticas aventuras de Thor y Odín, Sigfrido, Beowulf… Y me sentía transportada a aquellas tierras, en medio del aroma inconfundible de pinos y abetos, el murmullo de los arroyos de alta montaña y las súbitas nieblas.
—Ya sería hora de que dejaras este libro e hicieras algo útil —comentaba tía Caroline.
—Inclinarse para leer es una mala costumbre. Te vas a debilitar —me decía tía Matilda—. Impide el crecimiento del tórax.
Mi gran distracción eran los señores Greville. Su conversación versaba sobre los pinares, de los que eran entusiastas. Habían pasado las vacaciones en aquella región alemana unos años antes y repetían el viaje con frecuencia. Se encargaban de acompañarme en mis idas y venidas del Damenstift a Inglaterra pues eran muy buenos amigos de mis padres. Su hijo Anthony estudiaba para eclesiástico. Era muy buen hijo, la alegría de sus padres, y éstos se sentían orgullosos de él. Conmigo se mostraron muy amables y me consolaban. Pasamos juntos el día y para mí supuso un respiro la ausencia de mis tías. Intentaron alegrarme y pusieron unos pocos árboles de Navidad individuales, arreglados al estilo de mi madre.
Anthony también estaba con nosotros, y cada vez que abría la boca sus padres le escuchaban guardando profundo silencio, y ello no dejaba de divertirme, y así lo daba a entender, lo que me granjeaba las simpatías de éstos. Jugábamos a adivinanzas y a juegos de lápiz y papel, pero Anthony era mucho más instruido que los demás y a su lado nunca lográbamos ganar.
Resultó sumamente agradable. Anthony me acompañó a casa andando y me dijo con cierta timidez que pasara por casa de sus padres siempre que quisiera.
—¿Lo desea usted? —le pregunté.
Me aseguró que sí.
—Entonces ellos también querrán —añadí—, porque siempre aprueban lo que usted hace.
Se sonrió. Era de comprensión rápida y carácter muy atractivo, pero su compañía no resultaba emocionante en absoluto y, a la sazón, ante la presencia de cualquier hombre, no podía evitar la comparación con Sigfrido. Si Anthony hubiera encontrado a una muchacha en medio de la niebla, la hubiera hecho volver directamente a su lugar de origen y, de no ser posible, la habría llevado al lado de su madre, y ésta no habría tenido que amonestarla ni ejercer el papel de ángel de la guarda.
Me complacía ir de visita a casa de los Greville y conversar con ellos y con su hijo; pero era tan intenso mi deseo de volver al pabellón de caza y sentarme de nuevo cara a cara frente a mi barón malvado que a veces se convertía en dolor físico.
Menudearon mis visitas a casa de los Greville. Un día los señores Clees se presentaron en la librería y me comunicaron que podía disponer de mil quinientas libras netas una vez pagadas todas las deudas.
Era «la gallina de los huevos de oro», según dijo tía Caroline. Aquella cantidad, bien invertida, me daría una pequeña renta que me permitiría vivir como una señora. Yo permanecería bajo la tutela de mis tías, quienes me enseñarían a ser una buena ama de casa, arte en el cual no descollaba en absoluto, a su entender. Esto me inquietaba. Veía mi futuro cada vez más idéntico al de mis tías: me veía aprendiendo a llevar una casa, hablando a Ellen en un tono capaz de amedrentarla, poniendo en orden los botes de mermelada, conservas y jalea, alineándolos por orden cronológico y colocando las respectivas etiquetas que especificaban si se trataba de jalea de zarzamora, confitura de frambuesa o mermelada de naranja, y si eran de la variedad de 1859 o de 1860, o de años anteriores o sucesivos. Y todo ello mientras me convertía en una buena ama de casa, capaz de tener las barandillas exentas de polvo y las mesas relucientes como una patena, en las que pudiera mirarme al espejo, elaborarme yo misma la cera y la trementina, salar el cerdo, acumular grosella negra para hacer jalea y obsesionarme por la calidad de mi jengibre.
Y en algún lugar del mundo, Sigfrido proseguiría sus aventuras. Si volvíamos a encontrarnos, al cabo de los años y de tantos tarros de conservas alineados en la despensa, no me reconocería. Pero yo a él le reconocería siempre.
Todas mis escapadas tenían como meta la casa de los señores Greville, en donde siempre era bienvenida; ahí estaba Anthony, en ocasiones, hablando del pasado, pues era un enamorado del pasado como yo lo era de los bosques de pinos; encontraba interesante que me explicara lo que había significado para el país la boda de la reina, cómo había logrado el príncipe consorte apartar a lord Melbourne y la obra que llevó a cabo en favor del país, empezando por la Gran Exposición de Hyde Park, que Anthony describía con tal vivacidad que me hacía ver el Palacio de Cristal y la menuda y orgullosa figura de la reina al lado de su marido. Citaba la guerra de Crimea y al gran Palmerston, explicando que nuestro país se estaba convirtiendo en un poderoso imperio.
Durante aquella etapa de mi vida habría sido muy desdichada de no haber sido por los Greville.
Pero Anthony no siempre se hallaba en casa, y yo me cansaba de tener que oír infaliblemente el memorial de sus virtudes de labios de sus padres; me sentía intranquila y desgraciada y a veces me daba la sensación de hallarme en el limbo, esperando algo sin saber qué.
Le expliqué a la señora Greville que necesitaba hacer algo.
—Las jovencitas tienen mucho quehacer en la casa —respondió—. Aprender a ser buenas esposas el día que hayan de casarse.
—Me parece muy poco —le repliqué.
—No lo creas; ser una buena ama de casa es una de las ocupaciones de mayor importancia que existen en el mundo… para una mujer.
Pero aquella vida no me entusiasmaba. La mermelada se me quemaba en las cazuelas; las etiquetas se desprendían de los botes.
—Eso pasa por haber ido a una escuela extravagante —dijo tía Caroline con un gesto de horror.
«Extravagante» era su término favorito para calificar algo que desaprobaba. Mi padre había contraído un matrimonio «extravagante». Yo tenía ideas «extravagantes» porque quería hacer algo en la vida.
—¿Y de qué vas a hacer? ¿De institutriz? La señorita Grace, la hija del vicario, que vivía en nuestra antigua casa, a la muerte de su padre se puso a trabajar de señorita de compañía.
—Poco después empezó a debilitarse —agregó tía Matilda, inexorable.
—Por cierto, que la tal lady Ogilvy dejó de repartir la sopa a los pobres porque decía que éstos se la daban a los cerdos en cuanto se daba media vuelta.
—Yo ya sabía desde hacía mucho el mal que tenía —intercaló tía Matilda—. ¡Con aquel color transparente que tenía! Ya me diréis…
«Vas a tener una debilidad general, querida —me decía a mí misma—. Y dentro de poco me pasará otro tanto».
Yo estaba pensativa. No me hacía la menor gracia cuidar niños o hacer de dama de compañía de alguna señora anciana que podría estar peor que mis tías Caroline y Matilda; por lo menos éstas me ayudaban a distraerme por la incongruencia de su conversación y lo previsible de sus comentarios.
Flotaba a la deriva, como quien está en actitud de esperar. La vida era aburrida; mi optimismo iba cobrando un sesgo mordaz porque me sentía frustrada. Provocaba a mis tías, negándome a aprender lo que tía Caroline trataba de inculcarme con tanta desesperación y me tomaba a la ligera los achaques de la salud. Sí, me sentía frustrada. Suspiraba por algo y no estaba segura de qué. Creía que, de no haber mediado la aventura en el bosque, ahora me sentiría de otro modo. Aunque Sigfrido no me hubiera robado la virtud (como él habría dicho), me había privado de la paz espiritual. Comprendía que había vislumbrado algo cuya existencia ni sospechaba antes que él me lo mostrara; ahora ya nunca más volvería a ser dichosa sin reservas.
Cuando vinieron los Clees en primavera, la vida se hizo más tolerable. Eran tan serios como Anthony Greville. Me pasaba largos ratos en la librería y llegamos a hacernos muy buenos amigos. Mis tías también congeniaban con ellos. Tenía casi diecinueve años; mis tías eran mis guardianas y la vida parecía prometerme muy poca cosa.
Y entonces fue cuando los Gleiberg se presentaron en Oxford.
* * *
Estaba ayudando a tía Caroline a hacer confitura de fresa cuando llegaron. Llamaron a la puerta y tía Caroline exclamó:
—¡Quién demonios llama a estas horas de la mañana!
Eran alrededor de las once. Más adelante me sorprendería de no haber tenido el menor presentimiento de la importancia que aquella visita iba a tener para mí.
Tía Caroline permaneció inmóvil, con la cabeza ladeada, escuchando las voces que procedían del recibidor, para asegurarse de que Ellen hacía las preguntas de rigor sobre la identidad de los visitantes en el tono preciso.
La doncella entró en la cocina.
—Escuche, tía…
—Señora —le corrigió tía Caroline.
—Señora, dicen que son unos primos de usted y les he pasado al salón.
—¡Unos primos! —saltó indignada tía Caroline—. ¿Qué primos? Nosotras no tenemos primos.
Tía Matilda entró en la cocina. Les había visto llegar y las visitas inesperadas constituían todo un acontecimiento.
—¡Primos! —Repitió tía Carolina—. ¡Dicen que son primos nuestros!
—El único primo que tuvimos fue Albert, y murió del hígado —dijo tía Matilda—. Era bebedor. Nunca supimos qué fue de su mujer. Ella le daba tanto al licor como su marido. A veces afecta al corazón y ella siempre tenía un color raro.
—Salgamos a recibirles —dije—. Tal vez sean unos parientes lejanos que han sufrido todos los males que son herencia de la condición humana.
Tía Caroline me lanzó una de aquellas miradas que indicaban que estaba dando muestras de mi educación extravagante; tía Matilda, que era más simplona, nunca trataba de analizar mis operaciones mentales, aunque vigilara de cerca mi estado físico.
Las seguí hasta el salón, pues, al fin y al cabo, si eran primos suyos, era probable que también tuvieran algún parentesco conmigo.
No estaba yo preparada para recibir visitas. Parecían extranjeros. «¡Extravagantes!», estaría pensando tía Caroline.
Eran un hombre y una mujer. Ésta era de estatura media y se mantenía en buena forma; el hombre, que era de la misma altura, tendía a gordo. Ella llevaba una falda negra y cubría su rubia cabellera un elegante gorrito. El hombre chasqueaba los talones al andar e hizo una reverencia cuando nos vio.
Ambos me miraron. La mujer dijo en inglés:
—Esta debe de ser Helena.
Y empezó a latirme agitadamente el corazón, pues reconocí su acento. Aquella voz la había oído muchas veces en el Damenstift.
Me adelanté hacia ella con expectación. Me cogió de las manos, mirándome a la cara con aire de seriedad.
—Te pareces a tu madre —dijo. Y, volviéndose a su acompañante, le inquirió—: ¿No es verdad, Ernst?
—A mí también me da esa impresión —repuso lentamente.
Tía Caroline intervino:
—¿No quieren sentarse?
—Gracias.
Tomaron asiento.
—Hemos venido a efectuar una breve visita —dijo la mujer en un inglés dificultoso—. Llevamos aquí unas tres semanas. Venimos de Londres. Mi marido ha ido a ver al médico.
—¿Al médico? —dijo tía Matilda, centelleándole los ojos.
—Sufre del corazón. Ha tenido que venir a Londres y se me ocurrió que, aprovechando nuestra estancia en Inglaterra, podíamos ir a Oxford a ver a Lili. Hemos estado en la librería y nos han dado la triste noticia. No sabíamos que había fallecido. Pero por lo menos hemos podido ver a Helena.
—¡Ah! —dijo tía Caroline con frialdad—, entonces son ustedes parientes de la madre de Helena.
—¿Se trata de las válvulas? —quiso saber tía Matilda—. Yo conocí a una persona que tenía una lesión de las válvulas. Era congénita.
Nadie la escuchaba. Me daba la impresión de que los visitantes ni siquiera sabían de lo que estaba hablando.
—Poco después de casarse, cuando vino a Inglaterra —explicó la mujer—, empezamos a perder el contacto. Sólo unas cuantas cartas y nada más. Yo sabía que había una hija que se llamaba Helena. —Me miró sonriendo—. He pensado que no podíamos estar tan cerca y no venir a verte.
—Me alegro de que hayan venido —le contesté—. ¿Dónde viven? ¿Cerca de donde vivía mi madre? Ella me habló mucho de aquella casa.
—¿Habló de mí alguna vez?
—¿Cómo se llama usted?
—Ilse… Ilse Gleiberg me llamo ahora, pero entonces aún no, claro.
—Ilse —repetí—. Había varios primos, ya lo sé…
—Exactamente. ¡Parece que haya pasado tanto tiempo! Además, todo cambió cuando tu madre se casó y se vino aquí. Nunca debería perderse el contacto.
—¿Dónde viven ahora?
—Temporalmente nos acabamos de instalar en un pueblecito de veraneo. En el Lokenwald.
—¡El Lokenwald!
Proferí una exclamación de sorpresa, que tía Caroline observó con desaprobación. Tía Matilda debió de advertir el color en mis mejillas, juzgándolo como síntoma de alguna dolencia cardíaca. Sentí una súbita alegría y me entraron ganas de echarme a reír.
—Yo estudié en un Damenstift, cerca de Leichenkin.
—¿Ah, sí? Eso no cae lejos de Lokenwald…
—¡El bosque de Loke! —dije, risueña.
—Ah, ya veo que estás enterada de nuestras leyendas antiguas.
Tía Caroline se hallaba intranquila. Aquellos señores parecían olvidar que era ella la señora de la casa, pues daban evidentes muestras de alegría por haberme encontrado.
Para desviar la atención de los visitantes, tía Caroline les ofreció una copa de vino de saúco, que ellos aceptaron. A continuación dio a Ellen las órdenes oportunas, pero, temerosa de que ésta empañara de polvo las copas o de que, de alguna otra forma, no cumpliera satisfactoriamente su mandato, salió a supervisar la ceremonia. Tía Matilda acorralaba a Ernst Gleiberg con el tema de las enfermedades cardíacas, pero éste dominaba menos el inglés, lo cual no preocupaba a tía Matilda, que no necesitaba respuestas, sino tan sólo oyentes.
Entretanto abordé a Ilse, en un estado de excitación que jamás había sentido con tal intensidad desde mi regreso a Inglaterra. Debía de tener la edad de mi madre y comentaba cosas de la vida en el Damenstift y de los juegos que organizaban en el pequeño Schloss en el que vivieron, y de las visitas de la familia de mi madre a la de ella, cuando se reunían todos y salían al bosque montados en jacas.
Me embargaba una profunda nostalgia.
Trajeron el vino. Era del año anterior y tía Caroline calculaba que estaba en su mejor momento. Hizo servir asimismo galletas de vino fresco elaboradas por ella la víspera. Me lanzó una mirada severa, para comprobar si me percataba de lo importante que era tener vino y galletas preparados para las visitas imprevistas.
Ilse centró la atención en tía Caroline, elogió el vino —que dijo ser de su agrado— y le pidió que le diera la receta para las galletas.
Todas nos sentíamos complacidas por aquella visita.
Aquello sólo fue el principio. Se hallaban alojados en la ciudad y no tardaron en invitarnos a cenar con ellos, a mis tías y a mí. Resultaba muy excitante y las tías disfrutaron con todo, aunque tía Caroline siguiera opinando que aquella pareja no dejaba de tener unas maneras un tanto extravagantes.
Yo disfrutaba especialmente en las ocasiones en que podía quedarme a solas con ellos. Hablaba continuamente de mi madre, de las circunstancias en que conoció a mi padre, en el curso de uno de los viajes aventureros de éste. Mostraron gran interés por cuanto les contaba. Hablé a continuación del Damenstift y de las monjas que conocía, en realidad contaba muchas cosas de mí misma, muchas más cosas de las que ellos explicaban de sus vidas. Así y todo, me hacían recordar con gran viveza el hechizo del bosque, y yo advertía el cambio que se operaba en mi fuero interno. Me asemejaba un poco más a la niña que era antes de regresar a Inglaterra y encontrarme con que mi vida había cambiado de forma tan triste. No dije ni una sola palabra de mi aventura en el bosque el día de la niebla, pero no dejaba de pensar en ello, y la noche del día de su llegada soñé con aquel episodio con unas imágenes tan nítidas que era como si lo hubiese revivido.
Los días se sucedieron con gran rapidez y ni uno solo pasó sin ver a los señores Gleiberg. Les dije lo mucho que me apenaba que tuvieran que marcharse al cabo de breves días; Ilse me contestó que ella también me echaría de menos. Adquirí gran intimidad con Ilse, llegando a identificarla con mi madre. Me contó historias de la infancia, anécdotas que vivieron juntas ella y mi madre, describiéndome los viajes que realizaban y las costumbres a las que aludiera mi madre, y algunos incidentes relativos a Lili, como solía llamarla, de los cuales no tenía noticia.
Una semana antes de marchar, me dijo:
—¡Ojalá pudieras venirte con nosotros y visitar juntos el país!
Mi expresión de alborozo debió de sobresaltarla.
—¿De verdad te haría tanta ilusión? —preguntó complacida.
—Es lo que más ilusión me haría en esta vida —repuse con vehemencia.
—Quizá pudiera arreglarse.
—Mis tías… —empecé.
Se llevó la mano a un costado y se encogió de hombros, ademán que repetía con frecuencia.
—Yo podría pagarme el viaje —dije con ansiedad—. Tengo algún dinero.
—No sería necesario. Serías nuestra invitada, naturalmente.
Se llevó un dedo a los labios como si acabara de ocurrírsele una idea.
—Se trata de Ernst… Me preocupa su salud. Si pudiera tener una asistenta para el viaje…
Era toda una idea.
A la hora de comer se lo insinué a mis tías:
—La prima Ilse está preocupada por Ernst —dije.
—No me extraña. El corazón es una cosa sorprendente —dijo tía Matilda.
—Es por el viaje. Ella dice que es una carga.
—Hubiera podido pensarlo antes de marchar —dijo tía Caroline, que opinaba que las adversidades que ocurren a los demás son siempre culpa de ellos mismos, salvo las que le sobrevenían a ella, que se debían a la inevitable mala suerte.
—Ella le trajo aquí para consultar con el médico.
—Los mejores médicos están aquí —dijo con orgullo tía Matilda—. Recuerdo cuando la señora Corsair subió a Londres para visitarse con un especialista. No voy a mencionar el mal que padecía pero… —y me lanzó una mirada significativa.
—La prima Ilse desearía que alguien la ayudara durante el viaje. Me ha propuesto que les acompañe.
—¡Tú!
—Les sería muy útil y, en vista de la enfermedad del primo Ernst…
—El corazón es una cosa sorprendente —insistió tía Matilda—. Nada de fiar… menos aún que los pulmones, aunque tampoco puedes estar segura de los pulmones.
—Yo no dudo de que le vas a resultar de mucha ayuda. Pero ¿qué necesidad hay de que vayas por ahí arrastrándote por sitios extravagantes?
—Quizás es que me gusta. Me gusta serle útil. Al fin y al cabo, es la prima de mi madre.
—Esas cosas pasan por casarse con extranjeros —dijo tía Caroline.
—En estos momentos lo que haría falta es un buen especialista en enfermedades cardíacas —dijo tía Matilda, pensativa.
«¡Cielos! —pensé—, ¿no estará insinuando que tiene que ir ella?».
Y así era, efectivamente. Su amor a las enfermedades la llevaba a tales extremos. Tía Caroline se horrorizó, y fue una suerte para mí, pues era seguro que, gracias a la velada insinuación de su hermana, tía Caroline veía la idea de mi partida con menos consternación.
—¿Y cómo regresarás? —requirió tía Matilda en tono triunfal.
—En tren y en barco…
—¡Sola! ¡Una jovencita viajando sola…!
—Hay gente que lo hace. Y además, no será lo mismo que cuando mi primera visita. Puede que los Greville vuelvan allá dentro de poco. Podría esperarles y hacer con ellos el viaje de vuelta.
—Todo esto me parece muy extravagante —declaró tía Caroline.
Pero yo estaba dispuesta a ir; y creo que tía Caroline sabía que mi tenacidad era similar a la de mi madre —mi «terquedad», como decía ella— y que, una vez tomada mi decisión, marcharía como fuese. Tía Matilda, en cierto modo, estaba de mi parte, pues sabía que, cuando se viaja con un «corazón» a cuestas, hacen falta más de un par de manos si las cosas van mal. Así pues, cuando, a finales del mes de junio, los Gleiberg abandonaron Inglaterra, yo les acompañé.