I

Ahora que he alcanzado la granada madurez de los veintisiete años, evoco la fantástica aventura de mi juventud y casi llego a convencerme de que las cosas no ocurrieron como yo creí en un principio. Incluso a veces me despierto por las noches, y es que, en sueños, he oído una voz que me llamaba, y esa voz es la voz de mi infancia. Pero aquí estoy yo, solterona en esta parroquia —o, por lo menos, quienes me conocen me tienen por tal— aunque en mi fuero interno me considero una mujer casada incluso cuando me pregunto si sufrí alguna aberración mental. ¿Era cierto, como pretendían ellos, que yo, que soy una muchacha romántica y un tanto irreflexiva, fui traicionada, como otras muchas antes que yo, y que, al no poder afrontar este hecho, me había fabricado una historia disparatada que sólo yo podía creerme?

Y es que para mí es de trascendental importancia averiguar la verdad de lo ocurrido en la Noche de la Séptima Luna. Por ello he decidido exponer detalladamente los acontecimientos tal como los recuerdo, en la esperanza de que obrando así resplandezca la verdad.

Schwester María, la más amable de las monjas, solía menear la cabeza negativamente cuando estábamos juntas: «Helena, hija mía —decía—, debes andarte con mucho cuidado. No es bueno ser tan irreflexiva y apasionada».

Schwester Gudrun, menos benévola, entornaba los ojos con una mirada expresiva. «Un día llegarás demasiado lejos, Helena Trant», comentaba.

A los catorce años me mandaron al Damenstift a estudiar e instruirme y me pasé cuatro años en aquel centro. Durante esta etapa efectué una sola visita a mi casa, en Inglaterra, con motivo de la muerte de mi madre. Mis dos tías habían venido para cuidar de mi padre y me cayeron mal desde el primer momento, por ser tan distintas de mi madre. Tía Caroline era la más desagradable. Al parecer, la única cosa capaz de distraerla era señalar los defectos ajenos.

Estuvimos viviendo en Oxford a la sombra del colegio en el que había estudiado mi padre hasta que las circunstancias derivadas de su propia conducta irreflexiva y apasionada le obligaron a abandonar los estudios. Acaso yo le imité; por lo menos estaba convencida de ello, pues nuestras aventuras eran paralelas en cierto modo; aunque la suya fuera, eso sí, perfectamente respetable.

Era hijo único y sus padres habían decidido que acudiera a la universidad. Su familia había realizado sacrificios, y este hecho tía Caroline nunca acertó a olvidarlo ni perdonarlo, pues, durante sus días de estudiante, se había marchado de vacaciones con un compañero recorriendo a pie la Selva Negra, conociendo allí a una joven de la que se enamoró. Desde entonces no pensaron en otra cosa que en casarse. La historia recordaba aquellos cuentos de hadas que tienen su origen en dicha región. Ella era de sangre noble —el país estaba plagado de minúsculos ducados y principados— y, por supuesto, el matrimonio fue mal visto por ambas familias. La familia de ella no quería ver a su hija casada con un estudiante inglés pobre; la familia de él le había dado instrucción a costa de grandes esfuerzos, orientándolo hacia una carrera respetable, y se esperaba que esta carrera la efectuara en el seno de la universidad, pues, a pesar de su talante romántico, tenía cierto temperamento estudioso y sus tutores tenían puestas en él grandes esperanzas. Pero ambos habían perdido el mundo de vista por su amor: se casaron y mi padre abandonó la universidad empezando a buscar un medio de vida para mantener a su mujer.

Trabó amistad con el viejo Thomas Trebling, que era propietario de una librería pequeña pero animada a la salida de la calle Mayor, y Thomas le proporcionó empleo y alojamiento en el mismo inmueble en que se hallaba la librería. La joven pareja desafió todos los malos auspicios de la sarcástica tía Caroline y la agorera tía Matilda y fueron singularmente felices. No era la pobreza el único lastre: mi madre era persona de salud delicada. Cuando mi padre la conoció ya había pasado una temporada instalada, por motivos de salud, en un pabellón de caza de la Selva Negra, propiedad de su familia. Estaba tísica. «No es aconsejable que tengan hijos», declaró tía Matilda, que se las daba de ser una autoridad en materia de enfermedades. Poco después de la boda, empecé a dar señales de vida, con gran desconcierto por parte de mis tías, y vine al mundo a los diez meses exactos de casarse mis padres.

A éstos debió de parecerles fastidioso el tener que demostrar a todo el mundo lo erróneo de los pronósticos, pero así lo hicieron; y fueron felices hasta la muerte de mi madre. Mis tías censuraban la acción del destino que, lejos de castigar tamaña irresponsabilidad, la galardonaba. Thomas Trebling, el viejo gruñón, incapaz de tener una palabra amable —ni aun con sus propios clientes—, se convirtió en el padrino providencial de mis padres, legándoles, al morir, la tienda y la casita contigua que ocupaba. Cuando yo tenía seis años mi padre disponía de su propia librería que, aunque no constituía un negocio floreciente, permitía al menos llevar una vida desahogada. Y vivió una vida dichosa con una esposa a la que adoraba y que le correspondía con rara devoción, y con una hija cuyo optimismo sería difícil de doblegar, a la que ambos querían de una manera, eso sí, algo remota, pues sentían tanta pasión recíproca que no les quedaba demasiado tiempo disponible para mí. Mi padre no era hombre de negocios pero le gustaban los libros, especialmente las antigüedades, y ello le estimulaba a interesarse por su oficio; contaba con muchos amigos en la universidad y en nuestro pequeño comedor solían organizarse cenas íntimas en las que las conversaciones destacaban por la brillante erudición y, en ocasiones, por el ingenio.

Mis tías venían a casa de vez en cuando. Mi madre las llamaba las sabuesas, pues decía que siempre andaban husmeando todos los rincones y comprobando si la casa estaba limpia y aseada. Recuerdo que la primera vez que las vi, a los tres años de edad, me eché a llorar y protesté diciendo que no eran tales sabuesos sino tan sólo un par de ancianas, lo cual era muy difícil de explicar y no me granjeó precisamente sus simpatías. Tía Caroline nunca perdonó a mi madre, actitud característica en ella; pero tampoco me perdonó a mí, y eso ya no era tan razonable.

Así pues, mi infancia transcurrió en aquella ciudad apasionante que me hizo las veces de hogar. Recuerdo los paseos por la orilla del río y a mi padre contándome que los romanos, al llegar a aquel paraje, habían fundado en él una ciudad, que fue incendiada posteriormente por los daneses. Me emocionaba ver correr a la gente por las calles, a los colegiales con sus togas escarlatas y a los estudiantes con sus corbatines blancos y oír a los procuradores haciendo la ronda nocturna callejera con sus bulldogs. De la mano de mi padre me encaminaba al Cornmarket, en el corazón mismo de la ciudad. A veces salíamos los tres a almorzar por los prados vecinos; yo siempre prefería salir con mi padre o con mi madre por separado, pues sólo así podía acaparar su atención lo que no ocurría cuando íbamos los tres juntos. Mi padre solía hablarme de Oxford y me llevaba a visitar la Tom Tower, con su gran campana y la aguja de la catedral que, según me contaba con orgullo, era una de las más antiguas de Inglaterra.

Con mi madre las cosas eran distintas. Me hablaba de los pinares y los pequeños Schloss en donde transcurriera su infancia. Me hablaba también de las fiestas navideñas de su país, cuando se echaban al bosque a buscar abetos con que adornar la casa; en la Rittersaal, o sala de los caballeros, que es una estancia que no puede faltar en ningún Schloss, grande o pequeño, actuaban bailarines por Nochebuena y a continuación cantaban villancicos. Me deleitaba oyendo a mi madre cantar Stille Nacht, Heilige Nacht; su viejo caserón del bosque se me antojaba un castillo encantado. A mí me extrañaba que nunca sintiera nostalgia y una vez que le hice una pregunta en este sentido, por la sonrisa de su rostro me di cuenta del profundo amor que la unía a mi padre. Y creo que fue entonces cuando me persuadí de que habría alguien en mi vida que significara para mí lo que mi padre significaba para mi madre. Creía que aquella profunda devoción, incondicional e inquebrantable, hubiera sido motivo de satisfacción para cualquiera. Acaso por ello resultara yo víctima fácil. Mi única disculpa es que, conociendo la historia de mis padres, confiaba yo encontrar en el bosque un embrujo similar y creía que todos los demás hombres eran tan buenos y cariñosos como mi padre. Pero mi amante resultó distinto. Debí suponerlo. Tempestuoso, irresistible, abrumador, eso sí. Pero cariñoso y sacrificado, no.

Lo único que ensombrecía mi infancia feliz eran las visitas de mis tías y, posteriormente, la obligación de ir a la escuela. Pero luego llegaban las vacaciones y podía regresar a la excitante ciudad, que para mí en nada había cambiado. En realidad, al decir de mi padre, Londres fue siempre la misma durante siglos, y ahí estaba su encanto. De aquella época lo que más recuerdo es aquella maravillosa sensación de seguridad. Nunca se me había ocurrido pensar que pudiera cambiar algo. Parecía que siempre podría seguir saliendo con mi padre a pasear y escuchar sus relatos de los años juveniles y estudiantiles. Escucharle era un placer, pues aunque hablara con orgullo no había nostalgia en sus palabras. Me encantaba oírle cuando hablaba con unción de los días pasados en Balloil. El colegio me resultaba ya tan familiar a mí como a él, y no me costaba entender que le apasionara aquella vida y que proyectara pasarse allí el resto de sus días. Solía hablarme con orgullo de los personajes famosos que habían estudiado en aquel centro. Mi madre contaba su infancia y me cantaba Lieder, poniendo su propia letra a las melodías de Schubert y Schumann que eran mis predilectos. Me evocaba estampas del bosque que parecían tener una virtud fantasmagórica que me ha venido obsesionando desde entonces; me contaba historias de duendes y leñadores y leyendas antiguas transmitidas desde antes del cristianismo, de cuando la gente creía en las divinidades nórdicas como Odín el Todopoderoso, Thor con su martillo y la bella diosa Freya, que ha dado el nombre al viernes. Estas historias me cautivaban.

A veces me hablaba del Damenstift, el colegio de monjas en el que fue educada, perdido entre pinares; otras veces se ponía a hablar en alemán, de forma que llegué a adquirir cierta soltura en esta lengua aun sin conseguir un bilingüismo total.

Su mayor deseo era que yo fuera a estudiar a aquel convento en el que había sido tan feliz. «Te encantará el sitio —solía decirme— allá en la montaña, en medio de pinares. Los aires te fortalecerán y te darán salud; en las mañanas de verano saldrás a desayunar al campo leche fresca y pan de centeno. Es algo delicioso. Las monjas te tratarán bien. Te enseñarán a ser feliz y a trabajar, y eso es lo que yo siempre he querido para ti».

Mi padre, que siempre amoldaba su voluntad a la de mi madre, me mandó al Damenstift y, una vez superada la nostalgia inicial, empecé a sentirme a gusto. Pronto quedé encandilada con aquel bosque, aunque en realidad, ya lo estaba antes de conocerlo; y, como a la sazón yo era la clásica muchacha sin inhibiciones, no me costó en exceso adaptarme a aquella nueva vida y a mis nuevas compañeras. Mi madre ya me tenía bien predispuesta y nada me chocaba. Había muchachas procedentes de toda Europa. Las inglesas éramos seis, incluida yo, algo más de una docena las francesas y el resto eran oriundas de diversos estados alemanes.

Congeniamos bien. Nos expresábamos indistintamente en inglés, francés y alemán; aquella vida sencilla nos beneficiaba a todas; se suponía que reinaba la más estricta disciplina, sin que faltaran algunas madres benévolas que resultaban fáciles de engatusar, y no tardábamos en descubrirlas.

Pronto me sentí feliz en el convento y transcurrieron dos años como por ensalmo. No salía de allí ni por vacaciones, pues resultaba demasiado caro el viaje a Inglaterra. Siempre quedaban seis o siete compañeras en mi misma situación y algunos de los momentos más felices los pasábamos cuando todas las demás alumnas se habían marchado y nosotras nos dedicábamos a adornar el salón con abetos del bosque y a cantar villancicos o a engalanar la capilla para Pascua Florida o salíamos a merendar al bosque en verano.

Logré adaptarme a aquella nueva vida: los torreones y agujas de Oxford habían quedado muy lejos. Hasta que un día supe que mi madre estaba gravemente enferma y tuve que regresar. Esto ocurrió en verano y, afortunadamente, los señores Greville, que eran amigos de mi padre y se encontraban de viaje por Europa, pudieron recogerme y llevarme a mi casa. Cuando llegué mi madre ya había muerto.

Todo había cambiado. Mi padre parecía diez años más viejo; se mostraba distraído como si no fuera capaz de superar un pasado maravilloso para enfrentarse con un presente intolerable. Mis tías se hicieron dueñas de la casa. Con gran sacrificio por su parte, según me dijo tía Caroline, habían abandonado su confortable casa de campo de Somerset para estar a nuestro lado. Yo tenía dieciséis años y ya no podía seguir perdiendo el tiempo estudiando lenguas y adaptándome a unas costumbres extranjeras que de nada me habían de servir; en adelante tendría que ser útil a la casa. Mis tías ya se encargarían de darme trabajo en casa. Las jovencitas deben saber guisar y coser, cuidar de la casa y desempeñar otras tareas domésticas, y tía Caroline dudaba de que estas cosas pudieran aprenderse en colegios de religiosas extranjeras.

Pero mi padre despertó de su apatía. Mi madre siempre manifestó su deseo de que terminara mis estudios en el Damenstift, permaneciendo en aquel centro hasta los dieciocho años. Conque regresé a Alemania. Y más de una vez he pensado que, de haberse salido mis tías con la suya, nunca hubiera ocurrido aquella extraña aventura.

Todo empezó a los dos años de la muerte de mi madre. Los años de Oxford habían quedado atrás y sólo en contadas ocasiones añoraba aquellos paseos desde el Cornmarket hasta Folly Bridge y St. Aldate’s y los muros almenados de los colleges; el silencio helado de la catedral y la fascinación de la vidriera de la fachada oriental que representa el asesinato de santo Tomás Becket. Pero la realidad la formaba la vida del internado, las confidencias compartidas con mis compañeras de dormitorio en aquellas celdas aisladas por espesos contrafuertes de piedra.

Y así llegó aquel otoño precoz a partir del cual todo iba a cambiar.

Tenía casi dieciocho años y tal vez era demasiado niña para mi edad. Era frívola pero de una forma soñadora y romántica. Sólo a mí misma puedo echar las culpas de lo ocurrido.

La más benévola de aquellas religiosas era sor María. Hubiera sido una buena madre de familia; acaso demasiado indulgente, pero habría hecho felices a sus hijos y a sí misma. Dada su condición de religiosa con voto de castidad se tenía que contentar con nosotras.

Era la que mejor me comprendía. Sabía que yo no tenía una naturaleza voluntariosa. Mi carácter era optimista e impulsivo; pecaba más de irreflexiva que de testaruda, y me consta que era ésta la versión que reiteradamente daba de mí a la madre superiora.

Era el mes de octubre y estábamos en pleno veranillo de San Martín. Daba pena perder aquellos días esplendorosos, como decía Schwester María. De modo que un buen día ésta decidió organizar una merienda campestre con doce alumnas escogidas entre las que por su conducta se habían hecho acreedoras al privilegio de acompañarla. Subiríamos a la colina en tartanas, y, una vez allí, haríamos fuego y prepararíamos café. Schwester Gretchen prometió hacernos una de sus tartas de especias como obsequio extraordinario.

Me escogió para formar parte del grupo de las doce privilegiadas con la esperanza de que me reformara: no como premio a la buena conducta pasada. El caso es que aquel día fatídico formaba yo parte de la expedición. Schwester María conducía la tartana en su forma acostumbrada; su aspecto era el de un gran cuervo negro con sus negros hábitos a merced del viento, pero, sentada en el pescante, sujetaba las riendas con sorprendente maestría. Aquel pobre caballo se sabía el camino a ciegas y no se requería gran experiencia para guiarlo. A lo largo de su vida había subido a la colina infinidad de veces con la tartana de las colegialas.

Una vez llegamos al término del viaje, encendimos fuego (¡es tan útil que las muchachas aprendan a hacer estas cosas!) y nos tomamos el café y las tartas.

Después de lavar las tazas en el arroyo y recoger los trastos anduvimos dando vueltas hasta que Schwester María dio orden de retirada con unas cuantas palmadas. Nos avisó de que faltaba media hora para marcharnos y que acudiéramos todas a la hora convenida. Nosotras ya sabíamos lo que esto significaba. Schwester María se disponía a echar una merecida siesta de media hora.

Entretanto nos fuimos alejando por el bosque. Empezaba a invadirme una sensación excitante al encontrarme en medio de aquellos pinares. Hansel y Gretel debieron de extraviarse por un paraje semejante antes de dar con la casa de pan de jengibre; aquellos bosques habrían visto pasar a muchas niñas perdidas que, rendidas por el sueño, se echaron a dormir, quedando cubiertas por las hojas. A lo largo del río aparecerían castillos suspendidos en las laderas, invisibles para nosotras. Como aquel castillo en donde la Bella llevaba cien años durmiendo, esperando el beso del príncipe que viniera a despertarla. Era el bosque de los encantamientos, de los leñadores, duendes, príncipes disfrazados y princesas que esperaban su rescate, de los gigantes y los enanitos; era el país de los cuentos de hadas.

Me había marchado por mi cuenta, perdiendo de vista al grupo. El tiempo apremiaba. Llevaba prendido en mi blusa un reloj esmaltado de azul que perteneció a mi madre. No quería retrasarme y causar inquietud a la buena de Schwester María.

Entonces empecé a meditar. Pensaba en mi última visita a casa: mis tías, dueñas y señoras de todo, y mi padre, cada vez más indiferente a todo. Y di en pensar que pronto tendría que regresar a mi país, ya que en el Damenstift no admitían a jovencitas mayores de diecinueve años.

En los bosques de alta montaña cae la niebla de forma repentina. Nos hallábamos a gran altura sobre el nivel del mar. Cuando íbamos a la aldea de Leichenkin, que era la población más cercana al Damenstift, el camino era siempre en cuesta abajo. Y mientras descansaba sentada pensando en los míos y formulándome vagas preguntas sobre el porvenir, cayó la niebla. Cuando salí de mi ensimismamiento no veía más allá de unos metros a la redonda. Consulté el reloj. Era la hora de regresar. Schwester María estaría ya despabilándose y buscando a sus pupilas. Había andado todo el rato cuesta arriba y suponía que en el lugar de reunión habría menos niebla, pero en cualquier caso la hermana se alarmaría y decidiría marchar de inmediato.

Eché a andar intuitivamente por el camino que creí acertado, pero debí de equivocarme y no encontré la carretera. Estaba justamente alarmada pues me quedaban cinco minutos escasos y no me había alejado excesivamente del grupo. Seguí buscando en vano. Mi inquietud iba en aumento. Tal vez estaba dando vueltas al mismo punto, y aun así estaba segura de que en cualquier momento localizaría el claro del bosque y oiría las voces de mis compañeras. Pero en medio de la niebla todo era silencio.

Me eché a gritar, pero no obtuve respuesta. No sabía ya hacia dónde encaminarme y, sabiendo que el bosque es traidor, me percataba de que, en medio de aquella niebla, todas las pistas eran falsas. Me invadió un pánico terrible. La niebla podía crecer en espesor. Podía durar toda la noche y en tal caso ¿cómo dar con el camino? Volví a gritar y tampoco hubo respuesta.

Consulté el reloj. Pasaban ya cinco minutos. Me imaginaba el apuro de Schwester María. «¡Otra vez Helena Trant! —exclamaría—. Ya sé que lo ha hecho sin querer. Sólo que no se fija en nada…».

¡Cuánta razón tenía! Había que encontrar el camino como fuera para no causar una grave preocupación a la pobre hermana.

Grité de nuevo.

—¡Ohé, soy Helena! ¡Estoy aquí!

Pero no surgió respuesta alguna de la implacable niebla gris. La montaña y los bosques son hermosos pero también crueles; por ello los cuentos de hadas tienen siempre un matiz de crueldad. La bruja mala anda acechando la caída de la noche para salir de su escondite, los árboles hechizados están a punto de transformarse en dragones.

Pero, aunque sabía que me había perdido, no estaba asustada de verdad. Lo más sensato era quedarme donde estaba y seguir gritando. Y así lo hice.

Volví a consultar el reloj. Había transcurrido media hora. Estaba frenética, pero por lo menos sabía que me estaban buscando.

Aguardé unos momentos y grité de nuevo. No quería quedarme quieta y eché a andar con frenesí en distintas direcciones. Pasaba ya una hora.

Todo ocurrió media hora después. Había chillado hasta enronquecer. De pronto me llamó la atención el ruido producido por la caída de una hoja y el crujir de la maleza, lo que indicaba claramente que alguien se aproximaba.

—¡Ohé! —exclamé con alivio—. ¡Estoy aquí!

Surgió de entre la niebla montado en un gran caballo blanco, como un héroe de los bosques. Me encaminé hacia él. Se detuvo a mirarme por unos momentos y me dijo en inglés:

—Era usted quien gritaba. Se ha perdido…

La sensación de alivio pudo más que mi extrañeza de oírle hablar en inglés.

—¿Ha visto la tartana? —dije atropelladamente—. ¿Y a Schwester María y las muchachas? Tengo que encontrarlas en seguida.

—¡Ah, es usted del Damenstift! —dijo y sonrió quedamente.

—Sí, claro.

Descabalgó de un salto. Era alto, corpulento, y su presencia imponía de inmediato, por cierto, un halo de autoridad. Me alegré, pues necesitaba a alguien capaz de llevarme a la presencia de Schwester María lo antes posible, y aquel hombre daba una sensación de invencibilidad.

—Me he perdido. Estábamos merendando… —dije.

—Y usted se alejó del redil.

Sus ojos centelleaban. Eran de color topacio brillante, aunque, pensé, tal vez esa impresión se debiera a la extraña luz que filtraba la niebla. Su boca, grande y de trazo firme, se curvaba lentamente en las comisuras de los labios; no me quitaba la vista de encima y su ademán indagador me azoraba un tanto.

—La oveja que se aleja del redil cuando se pierde ha tenido su merecido —dijo.

—Pero no me he alejado demasiado. A no ser por la niebla las habría encontrado en seguida.

—En estos parajes siempre es de temer que haya niebla —me reprobó.

—Sí, claro, pero ¿me llevará usted a donde están las demás? Estoy segura de que todavía me andan buscando.

—Si me dice dónde están desde luego que sí. Pero si supiera usted este pequeño detalle no necesitaría mi ayuda.

—¿Y si intentáramos encontrarlas? No pueden andar muy lejos.

—¿Cómo vamos a encontrar a nadie con esta niebla?

—Hace más de una hora que tenía que regresar.

—Por eso mismo. Esté segura de que han vuelto al Damenstift.

Observé su caballo.

—Hay unas cinco millas. ¿Me puede llevar?

Me sobresalté un tanto cuando me asió con presteza y me aupó a lomos del caballo. Luego montó de un brinco tras de mí.

El animal echó a andar con cautela. El desconocido me rodeaba con un brazo, asiendo las riendas con la mano libre. El corazón me latía atropelladamente. Estaba tan excitada que dejé de pensar en Schwester María.

—Cualquiera puede perderse en la niebla —dije.

—Cualquiera —convino el desconocido.

—Usted también se ha perdido, ¿no?

—Según como se mire. Pero Schlem —azuzó al caballo de un taconazo— siempre me sabe guiar hasta casa.

—Usted no es inglés —dije de repente.

—Algo me ha delatado —respondió—. Dígame en qué lo ha notado.

—En su acento, aunque es muy ligero.

—Me eduqué en Oxford.

—¡Qué emocionante! Allí vivo yo.

—Veo que he ganado algo en su estimación, ¿no es así?

—Aún no tengo formado criterio de usted.

—Me parece muy sensato. No se puede formar criterio de nadie en tan poco tiempo.

—Me llamo Helena Trant y estudio en el Damenstift, cerca de Leichenkin.

Esperaba que se presentase, pero se limitó a comentar:

—Muy interesante.

Me eché a reír.

—Cuando apareció usted de en medio de la niebla me figuré que sería Sigfrido o alguien por el estilo.

—Me halaga usted.

—Es por Schlem. Es un caballo magnífico. Y al verle a usted tan alto e imponente en seguida he pensado en Sigfrido.

—¿Conoce usted a nuestros héroes?

—Mi madre es de aquí. Se educó en el mismo Damenstift y quiso que yo estudiara aquí.

—¡Qué suerte!

—¿Por qué?

—Porque si su madre no hubiera estudiado en este centro usted no habría venido por aquí, no se habría perdido en la niebla y yo nunca hubiera tenido el placer de rescatarla.

—¿Acaso ha sido un placer? —repliqué riendo.

—Un gran placer.

—¿Adónde va el caballo? ¿Por dónde nos lleva?

—Ya conoce el camino.

—¿Nos lleva al Damenstift?

—No creo que haya estado ahí nunca. Pero nos llevará a algún refugio en donde podremos pararnos a reflexionar.

Me sentía satisfecha. Acaso por aquel aire de autoridad que emanaba de él y que, en un momento dado, le permitiría solventar cualquier contratiempo inesperado.

—Aún no me ha dicho usted cómo se llama —le dije.

—Da igual. Ya me ha dado usted un nombre: Sigfrido.

Me eché a reír.

—¿De veras se llama usted así? ¡Vaya coincidencia! Es curioso que haya acertado el nombre a la primera. Me figuro que será usted una persona real y no una quimera. Supongo que no irá usted a desaparecer de repente.

—Espere y verá.

Me sujetaba con fuerza por la cintura y ello me deparaba una gran emoción que nunca había sentido antes y que para mí hubiera debido constituir una seria advertencia.

Habíamos subido un trecho de camino cuando de pronto el caballo cambió de dirección. Asomó una casa en medio de la niebla.

Desmontó y me ayudó a bajar.

—Aquí es —dijo Sigfrido.

—¿Dónde estamos? —pregunté—. Esto no es el Damenstift.

—Da igual. Aquí encontraremos refugio. Con esta niebla vamos a helarnos.

Exclamó: «¡Hans!» y al poco apareció un hombre que venía corriendo desde los establos contiguos a la casa. No parecía en absoluto sorprendido por mi presencia; recogió lentamente las riendas que Sigfrido le entregaba y se alejó con el caballo tras de sí.

Sigfrido me cogió del brazo y me llevó hacia la escalera de piedra que conducía al pórtico. Teníamos enfrente una pesada puerta de hierro que Sigfrido abrió de un empujón y pasamos al interior de un vestíbulo. Rugía el fuego en una chimenea; se veían aquí y allá alfombras de pieles de animal cubriendo el parquet encerado.

—¿Es su casa? —le pregunté.

—Es mi pabellón de caza.

Apareció una mujer en el vestíbulo.

—¡Señor! —exclamó, al tiempo que miraba consternada.

Sigfrido se le dirigió en un alemán rápido, explicándole que acababa de encontrar a una joven del Damenstift perdida en el bosque.

La mujer, al oír esto, dio señales de mayor agitación. «Mein Gott! Mein Gott!, murmuraba».

—No te apures, Garde. Danos algo de comer. Está helada. Dale una bata o algo para que pueda quitarse las ropas mojadas.

Me dirigí a aquella mujer en alemán y ella me replicó en tono de reproche:

—Tendríamos que acompañarte al Damenstift cuanto antes.

—Podríamos avisarles de que estoy sana y salva —manifesté, pues no tenía ninguna prisa por terminar mi aventura.

—La niebla es muy espesa —terció Sigfrido—. Esperemos un rato. En cuanto podamos, la acompañamos.

La mujer le dirigió una mirada de censura cuyo significado se me escapaba.

Me hizo subir apresuradamente por una escalera de madera y entramos en una habitación provista de una gran cama blanca y muchos armarios. Abrió uno de ellos, sacando de su interior una bata de terciopelo azul forrada de piel. Al verla lancé una exclamación de agrado.

—Quítate la blusa. Está empapada. Luego te abrigas con esta bata.

Cuando me miré al espejo parecía transformada. Aquel terciopelo era magnífico. Nunca había visto cosa semejante.

Le pedí que me dejara lavar la cara y las manos. Me dirigió una mirada casi de temor y asintió. Poco después me trajo el agua caliente.

—Baja cuando estés lista —dijo.

Un reloj dio las siete. ¡Las siete! ¿Qué ocurriría en el Damenstift a mi regreso? Me turbaba la ansiedad al pensar en ello, pero ni siquiera esta idea lograba mitigar la salvaje excitación que me embargaba. Me lavé de pies a cabeza. Tenía las mejillas sonrosadas y me brillaban los ojos. Me deshice las trenzas, pues la madre superiora había insistido en que estaban desgastadas; el cabello se me esparció por encima de los hombros. Era un cabello espeso, oscuro y recio; me arropé en la bata de terciopelo azul, deseando ardientemente que mis condiscípulas pudieran verme en aquellos momentos.

Llamaron a la puerta y apareció una mujer. Al verme profirió un grito ahogado. Parecía estar a punto de decir algo pero se contuvo. Todo resultaba un tanto misterioso, aunque sumamente excitante.

Me acompañó escaleras abajo hasta una salita en donde estaba la mesa servida. Había vino, pollo frío, fruta y variedad de quesos y un enorme pan de Coburgo tierno.

Sigfrido se hallaba en pie al calor de la lumbre.

Al mirarme, sus ojos centellearon. Quedé fascinada. Aquella mirada sugería que la bata me sentaba bien. En realidad aquel atuendo favorecía a cualquier persona. Y mi cabello resultaba más atractivo suelto que en forma de trenzas.

—¿Le gusta la transformación? —dije. Cuando estaba excitada siempre hablaba demasiado. Proseguí con entusiasmo—: Ahora soy más digna compañera de Sigfrido que con las trenzas y la blusa de colegiala.

—Una compañera muy digna —terció—. ¿Tiene apetito?

—Estoy muerta de hambre.

—Pues no perdamos más tiempo.

Me invitó a sentarme, ofreciéndome cortésmente una silla. No estaba yo acostumbrada a atenciones de aquella naturaleza.

—Cuidaré de usted esta noche —dijo mientras me servía el vino.

Por unos momentos me detuve a reflexionar cómo debían interpretarse aquellas palabras.

—Están los sirvientes…

—En una ocasión como ésta los sirvientes están de más.

—Y son innecesarios cuando nosotros mismos podemos servirnos.

—Este vino es de nuestro valle del Mosela —comentó.

—En el Damenstift no tenemos vino. Agua y gracias.

—Sois abstemias totales…

—Y no quiero ni pensar lo que comentarían si me vieran sentada aquí y con el cabello suelto.

—¿Les prohíben llevarlo suelto?

—Se considera pecaminoso o algo por el estilo.

Sigfrido permanecía en pie tras de mí. Inesperadamente cogió mi cabello entre sus manos y tiró de él con suavidad haciendo que nuestros rostros y nuestras miradas quedaran frente a frente. Se inclinó hacia mí. ¿Qué ocurriría ahora?

—Hace usted cosas extrañas. ¿Por qué me estira el cabello?

Sonrió y, dejándome, fue a sentarse frente a mí al otro extremo de la mesa.

—Ellas deben de creer que puede despertar tentaciones en personas poco escrupulosas. Ese debe de ser su razonamiento y no andan muy equivocadas.

—¿Se refiere al cabello?

Asintió.

—Debería usted llevar trenzas salvo que sus compañeros le inspiren absoluta confianza.

—Nunca se me había ocurrido.

—Es usted un tanto irreflexiva, ¿sabe? Se apartó de sus compañeras. Ya debe saber que por el bosque andan sueltos los jabalíes y pululan asimismo barones salvajes. Unos pueden quitarle la vida; otros, la virtud. Y dígame ahora: ¿cuál de las dos cosas cree usted que tiene mayor valor?

—Las monjas dirían que la virtud, desde luego.

—Pero yo quisiera saber la opinión de usted.

—Como nunca he perdido ni lo uno ni lo otro, me es difícil escoger.

—Seguramente las monjas han perdido ambas cosas pero han tenido que escoger.

—Pero son mucho mayores que yo. ¿Me está insinuando que es usted uno de esos barones salvajes? Me cuesta creerlo. Usted es Sigfrido. Nadie con un nombre semejante haría perder la virtud a una muchacha. Se limitaría a protegerla de los jabalíes, o incluso de los barones salvajes.

—No parece muy segura de lo que dice. Veo que tiene algunas dudas, ¿me equivoco?

—Algunas dudas sí. Pero si no las tuviera, esto no podría considerarse una aventura. Si me hubiera rescatado una monja habría sido bastante aburrido.

—Pero seguramente no recelaría usted de un Sigfrido…

—Si realmente lo fuera, no.

—Conque está dudando de mí…

—Creo que puede ser usted distinto de lo que aparenta.

—¿En qué sentido?

—Eso está por ver.

Parecía divertirse.

—Permítame que le sirva de este fiambre.

Entretanto cogió una rebanada de pan de centeno, tierno y crujiente, de sabor exquisito. Me serví un plato de adobo picante mezclado con una choucroute especial como nunca la había probado. Estaba delicioso y era muy superior a las habituales capas de col y semillas de especias.

Ataqué vorazmente la comida por espacio de unos minutos, al tiempo que Sigfrido me observaba con la satisfacción de los buenos anfitriones.

—Parece que tenía usted hambre…

Hice una mueca.

—Sí, y usted está pensando que más que alegrarme debería estar preocupada por lo que estén pensando en el Damenstift.

—No. Me complace que sea usted capaz de vivir los momentos.

—¿Quiere usted decir que debiera olvidarme de que he de regresar y enfrentarme cara a cara con las monjas?

—Sí, eso quiero decir. Es la única forma de vivir. Nos hemos encontrado en medio de la niebla, estamos aquí y podremos conversar hasta que despeje. No pensemos en más.

—Lo intentaré —repuse—. Porque francamente me deprime pensar en el revuelo que se va a armar a mi regreso.

—Ya ve usted que tengo razón —dijo, levantando la copa—. Por esta noche: mañana será otro día y que el diablo se lo lleve.

Bebimos juntos. El vino me encendía la garganta y me sentía enrojecer las mejillas.

—Aunque, de todas formas —repuse con gravedad—, las monjas no aprobarían esta filosofía.

—Las monjas dejémoslas para mañana. No dejemos que enturbien la noche.

—No puedo por menos de pensar en la pobre de Schwester María. La madre superiora la reñirá. Le dirá: «Ha hecho mal en llevarse a Helena Trant. Cuando está ella siempre ocurren percances».

—¿Es verdad?

—Parece ser que sí.

Se echó a reír.

—Pero usted es diferente de las demás. Estoy seguro. Me decía usted que su madre estuvo aquí.

—Fue una historia hermosa, que ahora se ha vuelto triste. Se conocieron en el bosque, se enamoraron y vivieron juntos por siempre más… hasta que ella murió. Hubo mucha oposición al matrimonio pero vencieron todos los obstáculos y se salieron con la suya. Pero ahora ha muerto y papá está solo.

—Él la tiene presente cuando estás en el Damenstift y cuando te paseas por el bosque en medio de la niebla.

Hizo una mueca.

—Siempre les he visto como un par de enamorados más que como padres. Los enamorados no quieren intrusos, aunque éstos sean niños.

—La conversación se está volviendo triste —dijo— y ésta es hora de alegría.

—¿Ah, sí? ¿Ahora que las monjas me dan por desaparecida y andan frenéticas sin saber cómo le van a dar la noticia a mi padre?

—Estarás de vuelta antes de que les dé tiempo a avisarle.

—Pero no sé cómo vamos a estar alegres mientras allá están ansiosas.

—Como no vamos a ganar nada preocupándonos, hemos de estar alegres. Eso es lo más sensato.

—Será que es usted una persona muy sensata, Sigfrido.

—También lo era Sigfrido, ¿no?

—No estoy tan segura. Con Brunilda le habrían ido las cosas mucho mejor si hubiera sido un poco más listo.

—Tu madre te habrá contado las leyendas de nuestros bosques.

—A veces me hablaba de ellas. A mí me gustaban las historias de Thor con su martillo. ¿Conoce aquella leyenda en la que a Thor, mientras duerme, uno de los gigantes le roba el martillo y éstos declaran que no se lo devolverán a menos que la diosa Freya acceda a ser la prometida del Príncipe de los Gigantes? Entonces se presenta Thor vestido con ropas de la diosa y cuando los gigantes le entregan el martillo, depositándolo en su regazo, Thor, empuñándolo, se quita el disfraz de un tirón y les da muerte. Así fue como regresó con su martillo a la tierra de los dioses.

Ambos nos reímos.

—No fue una cosa muy limpia, la verdad —continué—. Y aquellos gigantes debían de estar ciegos para confundir al poderoso Thor con una bella diosa.

—Los disfraces engañan.

—Pero no hasta ese extremo, seguramente.

—Tómate un poco más de choucroute. Es una especialidad de Hildegarde. ¿Te gusta?

—Es delicioso.

—Celebro que tengas tan buen apetito.

—Cuénteme algo de usted. Yo ya le he hablado de mí.

Extendió los brazos.

—Ya sabes que estaba en el bosque cazando jabalíes.

—Sí, pero ¿ésta es su casa?

—Es mi pabellón de caza.

—¿O sea que no vive aquí?

—Cuando voy de cacería por esta zona, sí.

—Pero ¿su casa dónde está?

—A unas cuantas millas de aquí.

—¿A qué se dedica?

—Ayudo a mi padre a cuidar sus tierras.

—Ya veo. Su padre es propietario rural y se ocupa de su finca.

Luego me preguntó por mí y empecé a hablarle de tía Caroline y tía Matilda. La historia del lebrel pareció divertirle y a mis tías las llamaba «las brujas».

Luego me habló del bosque y comprendí que le fascinaba tanto como a mí. Ambos convinimos en que existía allí un extraño encantamiento que se trasluce especialmente en los cuentos de hadas. Desde mi infancia había estado familiarizada con aquellos bosques a través de los relatos de mi madre y él había vivido en sus inmediaciones; era agradable estar con alguien que era capaz de penetrar en mis sentimientos con tal nitidez.

Se mostró interesado en que le contara historias de los dioses y los héroes que en épocas remotas vivían en los bosques, cuando las tierras del norte formaban un país único, en tiempos de los dioses anteriores al cristianismo. En aquellos siglos vivieron y murieron los héroes de la mitología nórdica: Sigfrido, Balder y Beowulf; y sus espíritus parecían seguir flotando en el corazón del bosque. La conversación me fascinaba.

Luego me contó la historia del bello Balder, que era tan bondadoso que su madre, la diosa Frigg, ordenó que todos los animales y plantas del bosque prestaran juramento de no causarle daño. La única excepción fue el muérdago, la planta perenne de flores amarilloverdosas y bayas blancas, que se sentía ofendido e irritado porque los dioses le habían condenado a ser un mero parásito. Cuando supo esto Loke, el dios del Mal, arrojó contra Balder la ramilla de esta planta parásita, punzante como un venablo, atravesándole el corazón. La muerte del héroe afligió profundamente a los dioses.

Yo escuchaba absorta sus palabras; me sentía vibrar por la emoción de la aventura, exaltada por el vino y presa de una gran excitación, la más intensa que jamás hubiera sentido en mi vida.

—Loke era el dios del Mal —prosiguió Sigfrido—. El padre de los dioses tuvo muchas ocasiones de castigarle, pues Odín era bueno, salvo cuando montaba en cólera, y entonces era temible. ¿Has estado alguna vez en el Odenwald? ¿No? Algún día tienes que ir. Es el bosque de Odín y, en esta región, tenemos el Lokenwald, que según la tradición era el bosque del dios Loke. Y aquí, por estos contornos, sólo celebramos la Noche de la Séptima Luna cuando ha sido expulsado el mal, a la llegada del amanecer. Es una excusa para nuestras celebraciones locales… Veo que tienes sueño.

—No, no. No quiero tener sueño. Me encanta lo que me explica.

—Has dejado de preocuparte de lo que pueda ocurrir mañana. Me alegro de ello.

—Ahora me lo ha vuelto a recordar.

—Lo siento. Cambiemos rápidamente de tema. ¿Sabías tú que tu reina ha visitado estos bosques recientemente?

—Sí, claro. Creo que la visita le encantó, pero ésta es la tierra de su marido. Quiere al príncipe como mi padre quería a mi madre.

—¿Cómo vas a saberlo tú, que eres tan joven e inexperta?

—Hay cosas que se saben por instinto.

—¿Acerca del amor?

—Sí. El gran amor de Tristán e Isolda, de Abelardo y Eloísa, de Sigfrido y Brunilda.

—Eso son leyendas. La vida real es de otro modo.

—Y el de mis padres —continué, sin hacerle caso—. Y el de la reina con el príncipe consorte.

—Nos honra mucho que tu gran reina se haya casado con un príncipe alemán.

—Me parece que ella también se siente honrada. Pero no por la posición de él, sino por la persona.

—Al fin y al cabo, en Alemania hay muchos príncipes y duques y pequeños reinos.

—Algún día seremos un gran imperio. Los prusianos lo han decidido ya. Pero hablemos de temas más íntimos…

—Tengo el hueso de los deseos —exclamé—. Formulemos un deseo.

Sigfrido no conocía esta costumbre, y se la expliqué encantada:

—Cada uno coge un extremo del hueso con el dedo meñique y tira de él. Usted formula un deseo, yo otro, y el que saca la porción mayor de hueso lo ve realizado.

Así lo hicimos.

—Ahora, piense en algo que desee.

Y pensé: quiero que esto dure para siempre. Pero éste era un deseo estúpido. Por supuesto, aquello no podía continuar. La noche tenía que terminar. Yo debía regresar al convento. Al menos, podía desear que volviésemos a vernos. Así que tal fue el deseo que expresé.

Él tenía el pedazo mayor.

—¡Es mío! —gritó triunfante. Luego estiró las manos por encima de la mesa y tomó las mías. Sus ojos habían adquirido un brillo casi leonino a la luz de la vela—. ¿Sabes lo que he deseado? —preguntó.

—No me lo diga —exclamé—. Si me lo dice, no se realizará.

Inclinó su cabeza repentinamente y me besó las manos, no suavemente, sino con ferocidad, y pensé que no las soltaría nunca.

—Tiene que realizarse.

—Puedo decirle lo que deseé yo porque he perdido, así que mi deseo no cuenta —intervine.

—Dímelo, por favor.

—Deseé que nos volviéramos a encontrar y nos sentáramos a esta mesa y habláramos y habláramos, yo vestida con una bata de terciopelo azul y con el pelo suelto…

—Lenchen… pequeña Lenchen —dijo, muy suavemente.

—¿Lenchen? —pregunté—. ¿Quién es?

—Es el nombre que te he puesto. Helena es demasiado frío… demasiado remoto. Para mí eres Lenchen, mi pequeña Lenchen.

—Me gusta —le dije—. Me encanta.

Había unas cuantas manzanas y nueces en la mesa. Peló una manzana y cascó una nuez. Las llamas oscilaron y me miró desde el otro extremo de la mesa.

—Esta noche te has convertido en mi mujer, Lenchen —dijo de pronto.

—Me siento mayor —dije—. Ya no me siento una colegiala.

—Después de esta noche nunca más volverás a ser una colegiala.

—Tendré que volver al Damenstift y ser de nuevo una colegiala.

—El Damenstift no te convierte en una colegiala. Es una experiencia. Tienes sueño.

—Es el vino.

—Ya es hora de que te retires.

—Me pregunto si aún habrá niebla.

—Si la hubiera, ¿te sentirías más confiada?

—Sabría que no puedo volver y sería tonto preocuparse, pues no podría hacerse nada.

Se dirigió a la ventana y levantó la pesada cortina de terciopelo. Miró afuera.

—Está peor que nunca —dijo.

—¿Ves algo?

—Desde que bajaste con tu bata azul, no he visto otra cosa.

La emoción era casi insoportable, pero me reí algo tontamente y dije:

—Seguro que exageras. El vino que escanciabas y el pollo que tú servías bien los has visto.

—Esta minuciosa y pedante Lenchen… —comentó, levantándose—. Ven, te llevaré a tu cuarto. Ha llegado el momento.

Me cogió de la mano y me acompañó hasta la puerta. Con gran sorpresa por mi parte, Hildegarde estaba allí, con una palmatoria en la mano. La oí reír y a Sigfrido quien, refunfuñando, la calificaba de vieja entrometida y que no sabía cómo la soportaba, pero me dejó ir con ella.

Hildegarde me condujo al cuarto donde me había mudado. Estaba la chimenea encendida.

—Con esta niebla las noches son frías —dijo.

Apagó la vela y encendió los candelabros del tocador.

—Ten las ventanas cerradas. Con esta niebla…

Sacó un camisón blanco y lo dejó sobre la cama. Me pregunté vagamente por qué motivo tenían semejante prenda, pues me costaba creer que aquella hermosa seda perteneciera a Hildegarde.

Me miró con gravedad. Me acompañó a la puerta y me mostró el cerrojo.

—Cuando me haya marchado, pasa el cerrojo. Nunca se puede estar muy confiada aquí en el bosque.

Asentí.

—No lo olvides. Piensa que si no lo haces estaré intranquila y no podré dormir.

—Se lo prometo.

—Buenas noches. Que duermas bien. Por la mañana se habrá despejado la niebla y te acompañaremos al internado.

Salió de la estancia y permaneció atenta por unos instantes hasta que eché el cerrojo.

—Buenas noches —repitió.

Me quedé apoyada en la puerta y el corazón me latía excitadamente. Oí unas pisadas en la escalera de madera.

—No, señor, no lo permitiré —decía Hildegarde—. Puede usted despedirme o hacerme azotar, pero no lo permitiré.

—Vieja bruja entrometida… —respondió él, aunque en tono indulgente.

—Una jovencita inglesa… una colegiala del Damenstift… no lo permitiré.

—¿Tú, Garde, no lo permitirás…?

—No, no lo permitiré. Con sus mujeres, si quiere… pero no con una muchachita inocente del Damenstift.

Se hizo el silencio. Yo estaba temerosa y a la expectativa. Tenía deseos de huir de aquel lugar y, al mismo tiempo, deseaba seguir allí. Ahora empezaba a comprender. Se trataba de uno de los barones malvados. Él no era Sigfrido, no me había dado su nombre verdadero. Aquél era su pabellón de caza. Tal vez viviera en uno de los castillos que aparecían en lo alto de las montañas, río arriba. «Con sus mujeres, si quiere», le había dicho Hildegarde. Así que se traía allí a las mujeres, y yo me había convertido en una de ellas por el azar de nuestro encuentro en el bosque, entre la niebla…

Estaba temblando…

¿Y si no llega a estar presente Hildegarde? En los cuentos de hadas los gigantes malvados mantenían cautiva a la princesa hasta que ésta era rescatada y aparecía ilesa. Pero aquél no era ningún castillo, sino un pabellón de caza; y él no era un gigante, sino un hombre viril.

Me quité la bata de terciopelo. Volvía a ser yo misma. Me desvestí y me puse el camisón de seda. Era suave y muy ajustado, muy distinto al de franela que usábamos en el Damenstift. Me tumbé, pero no conseguía dormir. Al cabo de un rato creí oír unos pasos en la escalera. Me levanté y, encaminándome a la puerta, me quedé escuchando. Entonces vi girarse el pomo lentamente. Si Hildegarde no hubiera insistido en que cerrara, a estas horas ya le tendría dentro.

Miraba fascinada y escuchaba. Oí una respiración jadeante. Una voz —era la voz de Sigfrido— susurró:

—Lenchen… Lenchen… ¿estás ahí?

Permanecí inmóvil, aturdida, y mi corazón latía con tal intensidad que temí que me oyera. Estaba luchando contra un impulso inexplicable de descorrer el cerrojo.

Pero no lo hice. En mis oídos seguía resonando la voz de Hildegarde: «Con sus mujeres, si quiere…». Y sabía que no iba a atreverme a abrir la puerta.

Permanecí quieta y temblorosa hasta que se alejaron los pasos. Regresé al lecho. Traté de dormirme, tardando largo rato en conseguirlo.

El estrépito de unos golpes en la puerta me despertó. Oí la voz de Hildegarde.

—¡Buenos días!

Abrí los ojos. Los rayos del sol se filtraban en mi alcoba.

Abrí la puerta y me encontré con Hildegarde, que traía una bandeja con café y pan de centeno.

—Tómate esto y vístete en seguida —ordenó—. Vamos a llevarte al Damenstift cuanto antes.

La aventura había terminado. Se había desvanecido a la clara luz de la mañana. Ahora tendría que enfrentarme con…

Me bebí el café caliente y devoré el pan, me lavé y me vestí y al cabo de una media hora me dirigí a la planta baja.

Hildegarde iba vestida con capa y cofia y afuera esperaba un coche tirado por dos caballos ruanos.

—Tenemos que marcharnos en seguida —dijo Hildegarde—. Al amanecer he mandado a Hans con el recado de que avisara que estás sana y salva.

—¡Qué buena es usted! —le dije. Y recordaba lo que había oído la noche antes y cómo, gracias a ella, me había salvado (aunque no tengo la certeza de que yo lo deseara) del malvado Sigfrido.

—Eres muy jovencita —dijo con severidad—. Y debes andar con cuidado de no perderte más.

Asentí y salimos.

—Son casi ocho millas —dijo—. Es un largo trecho. Pero Hans ya ha mandado aviso.

Miré a mi alrededor en busca de Sigfrido, pero no estaba. Me irrité. Bien podía venir a despedirse…

Monté en el coche no sin dificultad y Hildegarde hizo lo propio, pero con energía. Me di la vuelta y miré la casa. Hasta entonces no la había visto con claridad. Era de piedra gris y con ventanas enrejadas, más pequeña de lo que me figuraba. Ya había visto otras casas semejantes, y las tenía asociadas desde siempre con pabellones de caza.

Hildegarde asió las riendas del caballo y tomamos la carretera. Avanzábamos con lentitud, pues el camino era bastante abrupto y estaba plagado de baches. No habló mucho, pero cuando lo hizo me di cuenta que estaba ansiosa de que yo pudiera contar mi aventura. Me insinuó discretamente que no mencionara a Sigfrido. Hans había entregado un mensaje. Habría que dar la versión de que el marido de Hildegarde me había encontrado en medio de la niebla y me había llevado a su casa. Luego ellos me habían atendido hasta mi regreso. Me daba cuenta de lo que aquello significaba. Hildegarde no quería que las monjas se enterasen de que un barón malvado me había llevado a su pabellón de caza con ánimo de seducirme. ¡Ahora lo veía claro! Me acababa de enfrentar con la cruda verdad, pues las intenciones de Sigfrido eran inequívocas. Pero Hildegarde me había salvado.

Era evidente que ella le adoraba, aunque desaprobara su conducta. También era yo consciente de ello, y convine en que lo más prudente sería contar mis aventuras desde otro punto de vista.

Llegamos al Damenstift. ¡El revuelo que se armó! Schwester María se había pasado la noche llorando. Schwester Gudrun guardaba un silencio triunfal. «Ya le dije que Helena Trant era incapaz de comportarse». Expresaron su más calurosa gratitud a Hildegarde, con una lluvia de bendiciones. A mí me tuvieron un buen rato en el despacho de la madre superiora, aunque apenas escuché sus palabras. Se agolpaban en mi mente tantas impresiones que no cabía nada más en ella. La bata azul; el brillo de los ojos de Sigfrido cuando jugábamos al hueso de los deseos y el timbre de su voz, vibrante y apasionado, cuando llamaba a la puerta de mi alcoba: «Lenchen… Lenchen querida…».

No dejaba de pensar en él. Nunca podría olvidarle, de eso estaba segura. Pensaba: «Algún día volveré a salir y le encontraré esperándome».

Pero nada de esto ocurrió.

Pasaron tres áridas semanas sólo aliviadas por la esperanza de volver a verle y sentíame desdichada por una ausencia deprimente. Entonces llegaron noticias de mi casa. Mi padre estaba gravemente enfermo. Tenía que regresar a casa de inmediato. Y antes de marchar llegó la noticia de su muerte.

Tendría que abandonar el Damenstift definitivamente y partir en el acto. Los señores Greville, que me habían llevado a casa con anterioridad, se ofrecieron amablemente a venirme a recoger.

En Oxford me estaban esperando tía Caroline y tía Matilda.