LA SERENA DAMA

Cuando Chantel vino a verme aquel día percibí lo agitada que estaba en cuánto oí el clic del portal de hierro y, al mirar por una ventana alta, la vi atravesar el prado. Su hermosura cortaba casi el aliento: estaba tan pulcra, con la capa flotando a su alrededor, los pies que apenas parecían tocar el suelo, que era como una ilustración de un libro de hadas que mi madre acostumbraba a leerme.

Me precipité hacia la puerta. No tenía que dar vueltas para salir, ahora que faltaban tantos muebles. Nos abrazamos. Ella reía excitada.

—¡Noticias, noticias! —exclamó. Entró en el vestíbulo y miró alrededor—. ¡Caramba, está cambiado! Parece un vestíbulo.

—Se parece a lo que se supone que debe ser —dije.

—Gracias a Dios se han ido algunos de esos malignos y viejos relojes. Tic tac, tic tac. Me sorprende que no te hayan estropeado los nervios.

—Se han ido, como quien dice «por nada».

—No importa. Se han ido. Escucha, Anna: ha sucedido algo.

—Ya me doy cuenta.

—Quiero que leas mi Diario para que veas la situación. Mientras lo haces yo iré al pueblo de compras.

—Pero si acabas de llegar…

—Escucha… no verás la situación con claridad hasta que no hayas leído mi Diario. Sé razonable, Anna. Volveré en una hora. No más. Vamos, empieza a leer.

Volvió a partir, dejándome allí en el vestíbulo despojado, con el Diario en la mano.

Me senté y leí; y cuando llegué al final algo brusco de su relato, donde aparecía frente a lady Crediton haciendo aquella sugerencia, comprendí lo que esto implicaba.

Quedé mirando las escasas piezas que quedaban, y pensé de manera un poco fuera de lugar que nadie iba a comprar jamás aquel exquisito gabinete de joyas, de peltre y marfil contra un fondo de ébano y sus figuras talladas que representaban la primavera, el verano, el otoño y el invierno. ¿Quién iba a querer comprar ahora un armario semejante, por bello que fuera? ¿Qué se había apoderado de tía Charlotte para hacer que gastara grandes sumas de dinero adquiriendo cosas para las que había muy pocos compradores? Y arriba estaba la colección china. De todos modos en las últimas semanas yo había empezado a percibir el amanecer de la solvencia. Iba a poder pagar las deudas que había heredado. Era incluso posible que pudiera empezar de nuevo.

Empezar de nuevo. Era exactamente lo que Chantel me ofrecía.

Apenas pude esperar su regreso. Pedía a Ellen que hiciera té antes de irse. Ahora no trabajaba conmigo todos los días. El señor Orfey se había impuesto. El negocio prosperaba y quería que su mujer se quedara en su casa para ayudarlo. En verdad era hacerme un favor especial que viniera.

Ellen dijo que iba a preparar el té y añadió que su hermana con frecuencia hablaba en términos muy elogiosos de la enfermera Loman.

—Claro que todos tienen una alta opinión de ella.

—Edith dice que no sólo es buena enfermera, sino que es inteligente y ni siquiera milady tiene motivos de queja.

Quedé contenta; y todo el tiempo pensaba en dejar Inglaterra, decir adiós a la extraña soledad de la Casa de la Reina. Con frecuencia la gente hablaba de empezar una nueva vida. Era un tópico conocido. Pero ésta iba a ser una rotura total, de verdad una nueva vida. Chantel era el único vínculo con todo lo que había pasado.

Pero me apresuraba a sacar conclusiones. Tal vez no había leído bien las implicaciones de Chantel. Tal vez me entregaba a un sueño loco, como lo había hecho en otra ocasión.

Ellen sirvió el té en una bandeja de laca; usó el juego de Spode.

Y allí estaba el delicado colador de plata georgiano. Bueno, ya no importa mucho ahora, y ésta era, después de todo, una ocasión especial.

Ellen se demoró para echar una mirada más a Chantel, y cuando se fue y quedamos solas en la casa, Chantel empezó a hablar.

—En cuanto oí que existía la posibilidad de que me pidieran ir, pensé en ti, Anna. Y detestaba la idea de dejarte en esta solitaria Casa de la Reina, con un futuro incierto. Pensé: puedo hacerlo.

Y después todo fue tan fortuito… como llevado por la benévola mano del destino. ¡Despedir de esa manera a la pobre Beddoes! Es verdad que era totalmente incompetente y tarde o temprano tenía que suceder… bueno, se me ocurrió esta magnífica idea y se la dije a milady.

—En tu Diario no cuentas lo que ella te dijo.

—Es porque tengo verdadero sentido dramático. ¿No te has dado cuenta mientras leías? Vamos, si te lo hubiese dicho se habría perdido el impacto. Esto era demasiado importante. Yo misma quería darte las noticias.

—Bueno, ¿qué dijo?

—Mi querida Anna, con los dos pies en tierra, no rechazó la idea.

—Eso no parece indicar que esté ansiosa por darme trabajo.

—¿Ansiosa por darte trabajo? Lady Crediton nunca está ansiosa por dar trabajo. Son sus empleados quienes deben estar ansiosos. Ella es desdeñosa con todos. Es un ser de otra esfera. Sólo piensa en lo que le conviene a ella, y espera que los que la rodean atiendan sus deseos.

Rió y sentí que era bueno volver a verla.

—Bueno, cuéntame qué pasó.

—¿Dónde dejé la historia? Yo había declarado que estaba dispuesta a viajar con la señora Stretton si mi amiga venía como niñera o gobernanta, o lo que fuera para el niño. Y vi en seguida que a ella le parecía una solución cómoda y conveniente. La había tomado de sorpresa con mi propuesta, y no tuvo tiempo de arreglar las facciones en el molde habitual de severa displicencia. Estaba satisfecha. Y eso me dio una ventaja. Dije:

—La amiga a la que me refiero es Anna Brett.

—Brett —dijo— el nombre me es conocido.

—No lo dudo —repliqué—. La señorita Brett es la dueña del negocio de antigüedades.

—¿No sucedió allí algo insatisfactorio?

—Su tía murió.

—¿En circunstancias más bien raras?

—Todo quedó explicado en la investigación. Yo la atendía.

—Naturalmente —dijo—. Pero… ¿qué calificaciones tiene… esa persona?

—La señorita Brett es hija de un oficial del ejército y ha sido muy bien educada. Lógicamente será difícil convencerla para que venga.

Ella tuvo una risa que era como un resoplido. ¡Como diciendo que no era necesario convencer a alguien para que trabajase con ella!

—¿Y qué será de… ese negocio de antigüedades? —preguntó triunfante—. ¡Sin duda esa joven no querrá dejar un negocio floreciente para convertirse en una gobernanta!

—Lady Crediton —dije— la señorita Brett ha tenido un tiempo muy difícil atendiendo a su tía.

—Creí que era usted quien la cuidaba.

—Me refiero a la época antes de mi llegada. La enfermedad en una casa es muy… inconveniente… en una casa pequeña, quiero decir. Y la tensión es grande. Además el negocio es demasiado para que lo lleve adelante una sola persona. Piensa venderlo y sé que no le desagradaría un cambio.

Ella había decidido desde el principio que te necesitaba, y las objeciones eran pura costumbre. Simplemente no quería que yo creyera que estaba interesada. Y el resultado es que debes presentarte mañana por la tarde para una entrevista. Al regreso deberé decirle si irás o no a la entrevista. Le hice creer que debo convencerte… y que acompañaré a la señora Stretton sólo si tú aceptas.

—¡Oh, Chantel… no es posible!

—Bueno, debo decirte que yo tendré que ir de todos modos. Es mi trabajo, sabes, y siento que estoy empezando a entender a la pobre Monique.

¡La pobre Monique! ¡La mujer de él! La mujer con la que había ya estado casado al venir aquí para hacerme creer que… Pero él no lo había hecho. Había sido mi loca imaginación. Pero ¿cómo podía yo ocuparme del hijo de él?

—Parece una locura —dije—. Yo había pensado en ofrecerme como asistente de algún anticuario.

—Vamos, ¿cuántos anticuarios necesitan un asistente? Sé que eres entendida, pero tienes a tu sexo en contra, y hay una posibilidad contra diez mil de que te llame alguno.

—Es verdad —dije—. Pero necesito tiempo para pensar.

—«Hay una marea en los asuntos de los hombres que en el momento crítico puede llevar a la fortuna».

Reí.

—¿Y crees que este es uno de esos momentos críticos?

—Sé que no te quedarás aquí. Has cambiado, Anna. Te has vuelto… morbosa. ¿A quién no le pasaría viviendo en este lugar… después de todo lo que ha sucedido?

—Tengo que dejar la casa —dije—. No he podido venderla. Nunca lo haré. ¡Hay tanto que hacer en ella! El agente inmobiliario ha encontrado a una pareja que está apasionadamente interesada en antiguos edificios. Alquilará la casa y la cuidará y hará las reparaciones; pero no recibiré alquiler durante tres años, mientras ella corra con los gastos de los arreglos.

—Bueno, el asunto está entonces arreglado.

—Chantel, ¿cómo es posible?

—No tienes un techo sobre la cabeza. Los inquilinos harán las reparaciones y vivirán en la casa. Naturalmente ésta es la respuesta.

—Tengo que pensar.

—Tienes que ver mañana a lady Crediton. No te alarmes. No será aun definitivo. Ven a verla. Ven a ver personalmente el castillo. Y piensa en nosotras, Anna. Y piensa también en lo sola que te sentirás si yo me fuera y tú te emplearas con ese miserable anticuario que todavía no has encontrado y que probablemente nunca encontrarás.

—¿Cómo sabes que el anticuario será un miserable?

—Relativamente… comparado con la excitación que te ofrezco. Tengo que irme. Diré a lady Crediton que irás a verla mañana por la tarde.

Habló del castillo un rato antes de partir. Quedé presa en la excitación de ella acerca de aquel lugar. Me lo había hecho ver claramente a través de su Diario.

*****

¡Qué tranquilo estaba todo por la noche en la Casa de la Reina! La luna entraba por mi ventana llenando el cuarto con su pálida luz, y mostraba en el cuarto las formas de los muebles que no habían sido vendidos.

—Tic tac tic tac —decía el reloj de la abuela, contra la pared. Victoriano. ¿Quién iba a quererlo? No habían sido nunca tan populares como los «relojes del abuelo».

Oí un crujido en la escalera, el mismo que, cuando era niña, me hacía suponer que era el paso de un fantasma, pero era sólo una contracción de las tablas. Silencio a mi alrededor… y la casa, despojada de los montones de muebles, había cobrado una nueva dignidad. ¿Quién iba a admirar las paredes con paneles cuando las ocultaban los armarios «tallboys» y las vitrinas? ¿Quién iba a apreciar las bellas proporciones de los cuartos cuando estaban llenos de muebles «por poco tiempo» como yo acostumbraba a decir?

Últimamente había empezado a imaginar la casa amueblada como me hubiera gustado. En el salón tendría una cómoda Tudor como la que había visto en una vieja casa y que había intentado comprar, pero mi oferta había sido sobrepasada. Siglo XVI con San Jorge y el Dragón tallados al frente; una mesa de refectorio tallada; altas sillas de madera.

¿Pero de qué servía soñar? No podía permitirme vivir en la Casa de la Reina aunque fuera mía, porque, si lo hacía, pronto la casa se convertiría en una ruina. Para salvarla tenía que dejarla.

¿Y esta propuesta? Partir en seguida, dejar incluso el país. En el pasado había soñado con ir en barco a la India, a reunirme con mis padres. Recordaba los días en los que iba al muelle con Ellen y miraba los barcos y soñaba con meterme en ellos como polizón.

Y ahora… había llegado la oportunidad. Sería una tonta si la perdía.

Pensé en lo que sería mi vida. La soledad total. Buscar un empleo. Y como Chantel había dicho: ¿cuántos anticuarios buscaban una ayudante en estos momentos?

Y disfrutaba de aquella excitación. Sí, estaba excitada. Por eso no podía dormir.

Me puse el salto de cama. Me acerqué al pie de la escalera. Era aquí donde había caído tía Charlotte aquella noche. Era aquí donde habíamos permanecido de pie con el capitán Stretton. Él estaba a mi lado, sosteniendo en lo alto el candelabro; y juntos habíamos bajado la escalera. Recobraba la excitación de aquel momento, porque yo había creído estar al borde de una aventura maravillosa. Lo había seguido creyendo hasta el día en que me enteré de que él era casado… ya lo era cuando había venido aquí y había reído conmigo y me había hecho sentir… como no me sentía desde la muerte de mi madre… que yo era importante para alguien.

Bajé la escalera hacia la habitación donde habíamos comido juntos.

No soportaba pensar en esto ahora.

¡Y me proponían que fuera al extranjero a hacerme cargo de su hijo!

¿Dónde iba a estar él? Yo no se lo había preguntado a Chantel. Yo sabía que en este momento él estaba en el castillo. Suponía que iba a partir pronto, pero, si me ocupaba de su hijo, tendría que verlo alguna vez.

¿Qué estaba yo haciendo al caminar de noche por esta casa, con una vela en un hermoso candelabro dorado… el mismo que él había tenido aquella noche, porque nunca lo habíamos vendido?

Me estaba volviendo excéntrica. La joven señorita Brett se estaba convirtiendo en la vieja señorita Brett; muy pronto sería la rara, vieja señorita Brett. Y si no aprovechaba esta oportunidad iba a lamentarlo el resto de mi aburrida vida.

Y si aceptaba y me comprometía a cuidar del hijo de él, ¿qué pasaría entonces?

*****

Me vestí con cuidado. Pulcra, pensé, ni llamativa ni lujosamente. «El atuendo proclama al hombre»… o a la mujer en este caso.

Pensaba en lady Crediton a quien había visto una vez en presencia de mi tía Charlotte. Hacía mucho tiempo. Y tomé la resolución de afrontarla como era debido.

Al sentir temor adquiría una especie de fría indiferencia; y ni siquiera los que me conocían bien se daban cuenta de que era falsa. Hasta Chantel creía que yo tenía un gran dominio de mí misma, que era dueña de las situaciones. Y esto era lo que tenía que creer lady Crediton.

Pedí la diligencia local para ir al castillo, porque no quería presentarme desarreglada o excitada. Con mi vestido marrón, que según Chantel no era el color que mejor me sentaba, con un sobrio sombrero marrón bordeado de seda color paja y mis sencillos guantes marrones, me pareció tener el aspecto de la perfecta gobernanta, como si pudiera aceptar la autoridad y otorgarla en la esfera que me correspondía.

¿Pero por qué debía preocuparme? Si lady Crediton se pronunciaba en contra, el asunto quedaría arreglado; y yo no tendría que tomar una decisión.

¿Acaso quería aceptar? Claro que sí, porque, aunque sabía que al hacerlo volvería a ver al capitán y que esto me lastimaría dolorosamente, la perspectiva me parecía irresistible.

Ante mí había dos caminos abiertos. Podía seguir viviendo apagadamente, o podía buscar extrañas y nuevas aventuras. Pero me dije: podría encontrar el desastre en cualquiera de los dos caminos. ¿Quién podía saberlo?

Por eso… era mejor que lady Crediton decidiera por mí.

Estaba otra vez en aquel salón. Allí estaban las tapicerías. Casi podía oír la voz de él. ¡Qué impresión tan grande me había causado! Después de tantos años hubiera sido lógico que lo olvidara.

—Milady la espera, señorita Brett —era el digno Baines, tan temido por Ellen, el Baines más bien cómico del Diario de Chantel.

Lo seguí escaleras arriba, como había hecho en aquella otra ocasión. Era como retroceder en el tiempo y como si, al abrir la puerta, fuera a encontrar allí a tía Charlotte, discutiendo el precio del escritorio.

Había cambiado poco; estaba sentada en la misma silla de respaldo alto; tan autoritaria como siempre; pero estaba más interesada en mí de lo que lo había estado en aquella ocasión.

—Tome asiento, por favor —dijo.

Me senté.

—La nurse Loman me ha informado que solicita usted el puesto de gobernanta que tenemos vacante.

—Me gustaría conocer más detalles acerca del puesto, lady Crediton.

Pareció levemente sorprendida.

—Según creí entender a la nurse Loman, usted está libre para tomar el cargo.

—Lo estaré dentro de uno o dos meses, si me conviene.

Ésta era la manera en que había que tratarla, me había dicho Chantel. Y mientras ella hablaba de mis deberes, mi salario, una parte de mí estudiaba la habitación y calculaba los precios según mi costumbre, mientras mi interlocutor estaba alerta preguntándose cuál sería el resultado y procurando descubrir lo que yo deseaba realmente.

Mi falta de interés podía ser una ventaja. Lady Crediton estaba tan acostumbrada a la humildad de aquellos que trabajaban en su casa que cualquier señal de independencia la desconcertaba y le hacía suponer que cualquiera que la mostrara debía tener cualidades especiales.

Al fin dijo:

—Me gustaría, señorita Brett, que consintiera usted en tomar este puesto y me gustaría que viniera aquí lo antes posible. Estoy dispuesta a llegar al mismo acuerdo que con la nurse Loman. Acompañará usted al niño a la patria de su madre y, si no desea usted quedarse, regresará usted a Inglaterra a mi costa. Como la gobernanta del niño ya se ha ido, queremos reemplazarla lo antes posible.

—Entiendo, lady Crediton, y le comunicaré mi decisión dentro de uno o dos días.

—¿Su decisión?

—Tengo que dejar un negocio, y liquidarlo me tomará más de un mes.

—Está bien, pero puede usted decidir ahora. Supongamos que yo esté de acuerdo en esperar un mes…

—En ese caso…

—El asunto está arreglado. Pero, señorita Brett, espero que venga usted lo antes posible. Es muy… inconveniente que el niño esté sin gobernanta. No le pido más referencias, ya que ha sido recomendada por la nurse Loman.

Quedé libre, y salí de la habitación un poco mareada.

Ella había decidido por mí; pero naturalmente yo no hubiera dejado que lo hiciera a menos de querer que así fuera.

¿Para qué engañarme? En cuanto Chantel me hizo la propuesta, supe que iba a aceptarla.

*****

Fue a mediados de octubre cuando dejé la Casa de la Reina. Todo estaba arreglado. Había vendido las piezas que quedaban con mucho sacrificio a un comerciante. Sólo había quedado la antigua cama, que era la heredera de la casa y que nunca sería retirada. Los nuevos inquilinos llegarían al día siguiente de mi partida para el castillo, y el agente inmobiliario tenía las llaves.

Recorrí aquellas habitaciones vacías, viéndolas como no las había visto antes. ¡Qué preciosas eran con los altos techos tallados, que apenas se veían antes, las excitantes y pequeñas alcobas que generalmente no eran visibles, la mantequería y la despensa vueltas a su destino original! Estaba segura de que los nuevos inquilinos iban a amar la casa, Había visto la excitación en sus ojos al ver las antiguas vigas, las decoraciones de los paneles, los suelos inclinados y demás, y esto me hizo comprender que cuidarían bien la casa.

Mis valijas estaban hechas; en cualquier momento vendría el coche de la estación. Eché una última mirada a la casa y se oyó la campanilla: había llegado el coche.

Y de esa manera dejé mi antigua vida para entrar en una nueva.

Era la tercera vez que iba al castillo, pero muy distinta a las dos previas; entonces había estado de visita; ahora venía a formar parte del personal del castillo.

Fui recibida por Baines, que muy pronto me transfirió a Edith. Esto era una concesión y se debía al hecho de que no sólo yo era amiga de Chantel, sino a que Ellen había trabajado para mí, y, supuse, había dado de mí buenas referencias.

—Esperamos que se sienta usted cómoda aquí, señorita Brett —dijo Edith—. Si algo le desagrada, dígamelo en seguida —copiaba la dignidad de Baines. Le di las gracias y dije que estaba segura de que iba a sentirme cómoda durante mi estada en el castillo.

Porque así era: partiríamos en uno o dos meses.

Mi cuarto quedaba en el torreón que me había descrito Chantel. El torreón Stretton. Aquí vivía la enfermiza e histérica Monique, Chantel y mi pupilo.

Miré alrededor del cuarto. Era amplio y con cómodas alfombras. La cama tenía cuatro postes, era pequeña, sin cortinas, de principios del período georgiano. Había una pequeña cómoda, más bien de pesado estilo germánico, con dos asientos del mismo período que la cama y un sillón. Había una alcoba como esas melles que se encuentran en los castillos franceses, y había una mesa con un espejo, un baño de asiento y todo lo necesario para el toilette. Iba a estar aquí más cómoda que en la Casa de la Reina.

Apenas Edith me dejó para que desembalara cuando se presentó Chantel. Se sentó en la cama y se rió de mí.

—¡De modo que estás aquí, Anna! Es maravilloso como las cosas suceden de la manera que deseo.

—¿De modo que crees que me sentiré bien aquí? Después de todo nunca me he ocupado de niños. Probablemente Edward me detestará.

—En todo caso no te despreciará como despreciaba a la vieja Beddoes. Hay que lograr que los niños nos respeten. Después viene el cariño.

—¿Respeto? ¿Por qué tiene que respetarme ese niño?

—Porque debe ver en ti a un ser omnisciente, omnipotente.

—Parece que hablaras de una deidad.

—Es exactamente lo que siento. En este momento me siento orgullosa de mí misma. Siento que no hay nada que no pueda lograr.

—¿Por qué? ¿Porque has logrado meter a una amiga en un cargo vacante?

—Anna, por favor. No seas tan prosaica. Deja que disfrute de mi poder por un rato. Mi poder sobre lady Crediton, que se considera en verdad una soberana reinante.

—Al menos ella ha bajado a tierra.

—¡Anna, me gusta tanto tenerte aquí! Y piensa… vamos al otro lado del mundo… juntas. ¿No es emocionante? Reconocí que así era. Se abrió la puerta y asomó Edward.

—Entra, hijito —exclamó Chantel—, ven a conocer a tu nueva gobernanta.

Entró… los ojos brillantes de curiosidad. Oh, sí, no cabía duda de que era hijo del capitán. Tenía los mismos ojos, un poco levantados en los extremos. Mis emociones fueron sorprendentes. Pensé que sería muy dichosa de tener por hijo a aquel niño.

—¿Cómo estás? —dije cortésmente, tendiéndole la mano.

Él la tomó con gravedad.

—¿Cómo está usted señorita… señorita?

—Brett —dijo Chantel.

Era un niño precoz. Supuse que su vida, hasta ahora, había sido más bien desusada. Había vivido en la isla a la que íbamos y luego, bruscamente, lo habían traído a Inglaterra y al castillo.

—¿Vas a enseñarme? —preguntó.

—Así es.

—Soy bastante inteligente —me informó.

Chantel rió.

—Edward, eso tienen que decirlo los demás.

—Pero yo lo pienso.

—¿Has oído eso, Anna? Ha decidido que es inteligente. Eso facilitará tu tarea.

—Ya veremos —dije. Él me miró, torvo.

—Me iré en un barco —dijo—, un gran barco.

—Nosotras también —le recordó Chantel.

—¿Daré lecciones en el barco?

—Naturalmente —intervine—. De otro modo no tendría sentido que yo fuera.

—Iré al puente —dijo él— si tenemos un naufragio.

—¡Por Dios, no digas eso! —exclamó Chantel. Se volvió hacia mí—. Ahora que has conocido a Edward permite que te lleve a conocer a su mamá. Debe tener muchas ganas de conocerte.

—¿De verdad? —preguntó Edward.

—Claro que querrá conocer a la gobernanta de su querido hijo.

—No soy su querido hijo… hoy. Pero lo soy algunos días.

Aquello recordaba lo que Chantel me había dicho sobre la madre. Había conocido al hijo del capitán: ahora iba a conocer a su mujer.

Chantel me llevó. Ella estaba en la cama y sentí un estremecimiento de emoción que no pude analizar. ¡Era tan hermosa! Estaba echada sobre las almohadas de encaje y llevaba un salto de cama de seda blanca sobre el camisón. Había un leve rubor de sus mejillas y sus ojos oscuros eran luminosos. Respiraba pesadamente y con dificultad.

—Ésta es la señorita Brett, la nueva gobernanta de Edward.

—¿Es usted amiga de la nurse Loman? —era una afirmación más que una pregunta.

Dije que así era.

—No se le parece usted mucho —percibí que aquello no era un cumplido. Miró a Chantel y las comisuras de sus labios se curvaron hacia arriba.

—Me temo que no —dije.

—La señorita Brett es más seria que yo —dijo Chantel—. Será una gobernanta ideal.

—Y tiene usted una tienda de muebles —dijo ella—. Puede decirse.

—No puede decirse —exclamó Chantel indignada—. Era un negocio de antigüedades lo que es muy distinto. Sólo gente muy experimentada y con muchos conocimientos sobre muebles antiguos puede dirigir con éxito un negocio de antigüedades.

—¿Y la señorita Brett dirigía con éxito ese negocio?

Era un choque sibilino. Si yo había manejado con éxito un negocio donde se requería tanta habilidad ¿por qué tomaba ahora un puesto de gobernanta?

—Con mucho éxito —dijo Chantel—. Y ahora que ha conocido usted a la señorita Brett voy a sugerirle que tome su té; y después, que descanse un poco. —Se volvió hacia mí—. La señora Stretton tuvo un ataque ayer… no fue fuerte… pero de todos modos, ha sido un ataque. Siempre insisto en que permanezca en reposo después de esto.

Sí, Chantel cumplía con su deber.

Edward, que había observado en silencio la escena, dijo que iba a sentarse junto a su madre y le hablaría del gran barco en el que iba a navegar. Pero ella apartó la cara y Chantel dijo:

—Es mejor que me lo cuentes a mí, Edward, mientras preparo pan y mantequilla para tu mamá.

De modo que volví a mi cuarto para seguir desembalando y me sentí con la cabeza ligera, como si hubiera penetrado en un sueño, completamente fuera de contacto con la realidad.

Me acerqué a la ventana del torreón y miré. Vi los terrenos que se extendían hasta el precipicio y más allá las casas de Langmouth parecían casitas de muñecas en un pueblo de juguete. Y pensé: estoy en verdad aquí… Yo, Anna Brett, estoy al fin en el castillo… soy gobernanta del hijo de él, viviendo en contacto cercano con su mujer.

Y pensé entonces: ¿he hecho bien en venir?

¿Hecho bien? Dado el estado de mis sentimientos comprendí que era una medida muy poco acertada.

En seguida inicié mis actividades. Descubrí que mi alumno era tal como él me había dicho, inteligente y ansioso por aprender. Era distraído como la mayoría de los niños, y aunque era muy bueno en las lecciones que lo atraían —como la geografía y la historia— se resistía a los temas que no le interesaban, como la aritmética y el dibujo.

—Nunca serás un marino si no aprendes todo —le dije y esto lo impresionó.

Descubrí que siempre se podía conseguir que hiciera algo si se le decía que los marinos lo hacían. Y yo sabía el por qué.

Lógicamente el castillo me fascinaba. Era falsificado, como había dicho tía Charlotte, ¡pero qué gloriosa falsificación! Al construir el castillo los arquitectos sin duda habían pensado en los normandos, y aquí se veía el despliegue de este estilo de arquitectura. Las arcadas eran redondas, los muros gruesos, los contrafuertes macizos. Las escaleras que llevaban a los torreones eran típicamente normandas: estrechas en el principio y ensanchándose dentro del muro. Había que cuidar los pasos aquí, y yo lo hacía automáticamente, porque nunca cesaba de maravillarme la habilidad con que les habían dado aquella apariencia de antigüedad. Los Crediton habían hecho lo que se podía esperar de ellos: habían combinado la antigüedad con la comodidad.

Me enteré por Chantel de que partiríamos en La serena dama.

—Y confía —dijo Chantel— en que haremos honor a su nombre. Detesto la idea de marearme.

Llevábamos herramientas de máquinas para Australia y tras una breve estadía allí iríamos a las islas con otro cargamento, suponía ella.

—Sólo habrá doce o catorce pasajeros, me han dicho, pero no estoy segura. ¿No te sientes excitada?

Naturalmente me sentía excitada. Al ver a Monique y al niño había dudado de que mi venida hubiese sido lo mejor, pero sabía que, si se me presentaba otra vez la ocasión de tomar aquella decisión, la repetiría. Era una provocación.

Chantel adivinó mis pensamientos.

—Si te quedaras en Inglaterra y llevaras adelante tus pobres planes, lograrías arrepentirte toda tu vida. No habría nada más aburrido, Anna, para ti y para los que te rodeen. Habrías creado una imagen de tu capitán y la habrías puesto en un altar en el recuerdo. ¿Por qué? Porque no te sucedería nada excitante. Cuando uno experimenta algo de este tipo, la única manera de sacarlo de la mente es colocarle imágenes encima… y un día pasará algo maravilloso que borrará totalmente lo otro. Así es la vida.

Con frecuencia me decía: «¿Qué sería de mí sin Chantel?». En la segunda semana de mi estadía en el castillo me topé con el capitán.

Yo había salido a caminar por la propiedad hasta el borde del risco y estaba junto a la baranda mirando el abismo, cuando fui consciente de que venía alguien.

Me volví y lo vi.

—Señorita Brett —dijo, tendiéndome la mano. Había cambiado un poco. Tenía más arrugas alrededor de los ojos, había algo sombrío en los labios, que no había tenido antes.

—Oh… ¡capitán Stretton!

—Parece usted sorprendida… Yo vivo aquí, ¿sabe?

—Creí que estaba usted viajando.

—He ido a la oficina de Londres para recoger los datos de mi próximo viaje. Ahora estoy de regreso, como puede usted ver.

—Sí —dije procurando cubrir mi turbación—. Ya veo.

—Lamento mucho lo de su tía… y sus dificultades.

—Por suerte me apoyó la nurse Loman.

—Y ahora la ha traído a usted aquí.

—Me dijo que el cargo de gobernanta para… su hijo… estaba vacante. Me presenté y me lo dieron.

—Me alegro —dijo él.

Procuré hablar con ligereza.

—Todavía no se han probado mis condiciones.

—Estoy seguro de que son… admirables. Y nuestro encuentro fue en verdad muy breve.

—No veo cómo habría podido ser de otro modo.

—Recuerdo que yo iba a embarcarme. Nunca olvidaré aquella noche. Fue tan agradable… hasta que volvió su tía. Entonces desapareció la atmósfera cálida y confortable, y tuvimos que enfrentar la desaprobación de ella.

—Aquella noche se inició su enfermedad. Después vino a hablarme a mi cuarto.

—¿Quiere usted decir que fue a reprenderla?

Asentí.

—Y al volver a su cuarto tropezó en un mueble.

—¿Sus muebles?

—Sí, pero cayó por las escaleras y fue el principio de su invalidez.

—Debe de haber pasado usted una época dura.

No contesté y él prosiguió:

—Con frecuencia he pensado en usted. Me habría gustado volver a visitarla y preguntarle qué había pasado. Después me enteré de que su tía había muerto.

—Todos hablaron de eso en su momento.

—Cuando la dejé a usted partí en La Mujer Secreta. ¿Recuerda usted el nombre del barco?

No le dije que todavía conservaba el mascarón que le había mostrado en mi cuarto.

—Eso también fue desastroso —dijo él.

—¡Oh!

Pero él cambió de tema.

—De modo que está usted aquí para enseñar a Edward. Creo que es un chico inteligente.

—Eso creo.

—Y pronto partirá usted en La Serena Dama.

—Sí, para mí es casi una aventura.

—Hace años que usted no navega —me dijo—. Imagino que no lo ha hecho desde que regresó de la India.

—Me sorprende que recuerde eso.

—Se sorprendería más si supiera cuánto recuerdo.

Me miraba intensamente. De pronto me sentí feliz como no lo había sido desde la última vez que lo vi. Era tonto, pero no pude evitarlo. Pensé: él es así. Mira a las mujeres como si las encontrara interesantes, les hace sentir que son importantes ante sus ojos. Es una costumbre que adquiere la gente atractiva. Quizá sea ésta la esencia misma del hechizo. Pero no significaba nada.

—Bueno, es halagador —dije con ligereza.

—Al mismo tiempo debo convencerla de que es la verdad.

—En verdad necesitaré que me convenza un poco —dije.

—¿Por qué?

—Usted es marino. Está acostumbrado a las aventuras. Aquella noche en la Casa de la Reina fue una aventura para mí. Para usted fue un encuentro casual. ¿Sabe? El regreso de mi tía y su caída convirtieron la cosa en un drama para mí.

—Bueno, yo también era parte del drama.

—No, dejó usted el escenario antes que se iniciara el drama.

—Pero la representación no ha terminado, ¿verdad? Tenemos aquí a dos de los personajes dialogando en otra escena.

Reí.

—No, el drama terminó con la muerte de tía Charlotte. «El drama de la Casa de la Reina».

—Pero habrá una continuación, y quizá sea la comedia de «La Serena Dama».

—¿Por qué va a ser una comedia?

—Porque me gustan más que las tragedias. Es más divertido reír que llorar.

—Oh, estoy de acuerdo. Pero a veces me parece que en la vida tenemos más motivos para llorar que para reír.

—Mi querida señorita Brett, está usted equivocada. Es mi deber hacerle cambiar de idea.

—¿Cómo… cuándo? —pregunté.

—Quizás en La Serena Dama.

—Pero usted…

Me miraba intensamente.

—¿No está enterada? Es mi barco. La comandaré durante el viaje.

—Entonces… usted…

—No me diga que se ha desilusionado. Creí que iba a gustarle. Le aseguro que soy un capitán muy capaz. No tema que naufraguemos.

Apreté la baranda detrás de mí. Pensé que nunca debí haber venido. Debía haber buscado un empleo que me alejara para siempre de él.

No me era indiferente; nunca podría serlo, y él lo sabía. No había mencionado a su mujer, como no lo había mencionado aquella noche. Yo quería hablar de ella. Quería saber cómo era la relación entre ellos. Pero ¿qué me importaba eso?

Nunca debí haber venido. Ahora lo comprendía.

*****

Siguieron tres semanas de febril energía. Chantel estaba muy excitada.

—¿Quién hubiera sospechado que esto era posible cuando estábamos en la Casa de la Reina?

—Reconozco que es raro que ambas estemos aquí… y a punto de dejar el país.

—¿Y quién lo, hizo, eh?

—Tú. ¿Y sabías que el padre de Edward era el capitán del barco?

Por un rato guardó silencio. Después dijo:

—Bueno, es necesario un capitán. No podemos navegar sin tener uno.

—De manera que estabas enterada —dije.

—Lo supe en su momento. ¿Pero, qué importa, Anna?

—Yo sabía que iba a navegar con la mujer y el hijo, pero no con él.

—¿Te incomoda?

Debía ser sincera con Chantel.

—Sí —dije—; me incomoda.

—Todavía él tiene poder para despertar tus emociones, a pesar de que sabes cómo es.

—¿Cómo es?

—Un don Juan. Un Casanova marítimo. Oh, nada serio. Le gustan las mujeres, Y por eso él les gusta. Es falso que nos gusten los misóginos. No nos gustan. Los hombres atractivos para las mujeres son los que se sienten atraídos por las mujeres. Nos halaga eso…

—Puede ser, pero…

—Anna, estás perfectamente a salvo. Ahora lo conoces. Sabes que, cuando te dice cosas agradables y lanza miradas lánguidas, todo es parte de un juego. No es un juego desagradable. Flirtea. Divertido si uno sabe tenerlo bajo control.

—Como tú… con Rex.

—Sí, así es…

—¿Quieres decir que sabes que Rex nunca se casará contigo, que va a declararse a la señorita Derringham, pero te contentas y eres feliz con lo que llamas un flirt entre amigos?

—Puedo ser muy feliz en mi relación con Rex —dijo con firmeza— como puedes serlo tú en la tuya con el galante capitán.

—Comprendo —dije— que debo aprender de tu filosofía de la vida.

—Hasta ahora me ha servido muy bien —reconoció.

Enseñar era más fácil de lo que había supuesto. Quizá se debía a que mi alumno era tan inteligente e interesado. Juntos estudiábamos mapas y tracé con él el itinerario de nuestro viaje. Sus ojos —tan parecidos a los de su padre, con excepción de que eran pardos— llameaban. El mapa no era una hoja de papel coloreada: era un mundo.

—Aquí —decía, poniendo el dedo en un espacio azul— está la isla de mamá.

—Como ves no está muy lejos del continente de Australia.

—Ella será feliz cuando llegue allí —me dijo.

—Es de esperar que todos seremos allí felices.

—Pero… —Sus ojos estaban intrigados, y luchaba por expresar sus pensamientos—. Lo somos ahora. Es sólo mamá quien tiene que ser feliz. Es porque se trata de su isla, ¿sabes?

—Comprendo.

—Allí el capitán volverá a amarla —anunció gravemente. Siempre decía «el capitán» al hablar de su padre, con reverencia y temor. Me pregunté si habría oído las disputas entre ellos y lo que pensaba de esto.

Monique nunca hacía un esfuerzo por contenerse; y yo estaba lo bastante cerca de su cuarto como para oír su voz enojada. A veces parecía suplicar. Me pregunté cómo sería él con ella. ¿Era acaso desdichado? No lo parecía. Pero probablemente consideraba muy ligeramente el matrimonio y no le preocupaba que no fuera un éxito. Como había dicho Chantel: le gustaban demasiado todas las mujeres para interesarse sólo en una. Esto debía ser un consuelo para él; y un gran pesar para una mujer que lo amara, como suponía que lo amaba Monique.

Nunca debí haber venido. No estaba suficientemente liberada. Era inútil adoptar la filosofía de Chantel. Nunca podría ser la mía. Ya estaba demasiado atrapada.

Y Chantel, ¿acaso tenía sobre sus sentimientos el control que quería hacerme creer que tenía?

Cuando la veía caminar por los jardines con Rex, era fácil suponer que fueran amantes. Había algo en el placer de su mutua compañía, en la manera que hablaban y reían juntos. ¿Era ella tan invulnerable como pretendía?, me preguntaba. Y me preocupaba que pudiera ser herida como lo había sido yo.

Fueron unas semanas muy inquietas. Creo que las horas más felices eran aquellas en las que estaba sola con Edward. Simpatizábamos; supongo que yo representaba una ventaja después de la poco satisfactoria señorita Beddoes, y es siempre más fácil venir después de un fracaso que después de un éxito. Las lecciones se concentraban en el próximo viaje. Esto se explicaba más fácilmente en la geografía, pero me descubrí hablando también de la colonización de Australia y de la llegada de la Primera Flota. En aritmética a él le resultaba más fácil concentrarse cuando las sumas tenían que ver con algún cargamento. Una palabra mágica de por sí.

Cuando salíamos a pasear, siempre terminábamos en las alturas desde las que podíamos ver los muelles y los barcos tendidos ante nosotros.

Edward bailaba de excitación.

—Mira, es un clipper lanero. Va para Australia. Tal vez nosotros llegaremos antes. Creo que así será… porque navegamos con el capitán.

Una vez llevamos los prismáticos y vimos el barco. Pudimos descifrar el nombre pintado en audaces letras negras a un costado: La Serena Dama.

—Es nuestro barco, Edward —le dije.

—Es el barco del capitán —respondió con gravedad.

—Lo están preparando para el viaje —agregué.

Se acercaba el momento en que íbamos a dejar Inglaterra.

*****

Fue un momento estremecedor cuando, con Edward tomado de la mano, subí la planchada y llegué a la cubierta de La Serena Dama. Me sentía inquieta y, de verdad, feliz. No podía evitarlo. La excitación de la aventura estaba en mí, y comprendí que, en caso de haberme quedado y saber que en aquel barco partía Redvers Stretton —y Chantel— hubiera estado tan deprimida y desdichada como nunca en mi vida.

La Serena Dama me pareció hermoso. Al verlo con los anteojos me había sentido tan excitada como Edward, pero estar a bordo, ver sus bronces lustrosos, sus deslumbrantes cubiertas y pensar que era el barco del capitán Stretton, me excitaba profundamente. Era uno de los nuevos vapores que, según me había dicho Chantel, citando a Edith, añadíamos a «nuestra» flota.

—Quizá nada sea tan romántico como los veleros o las fragatas, pero ya están pasados de moda, y tenemos que estar al día.

La Serena Dama no era un gran barco, pero llevaba un buen cargamento y trece pasajeros, entre los que estábamos Rex, Chantel, Edward, su madre y yo.

Chantel me acompañaba cuando subimos a bordo. Sus ojos verdes chispeaban como joyas, la brisa agitaba su pelo color Tiziano, estaba preciosa y nuevamente me pregunté si el obvio interés que sentía por Rex no la haría tan vulnerable como yo lo era.

Los camarotes estaban alfombrados, tenían camas, tocadores fijos que podían usarse como escritorios, sillones y armarios.

Mientras los examinábamos entró Chantel. Yo debía ir a ver el camarote de ella, unas puertas más allá. Formaba parte de una suite y comunicaba con el de Monique. Nos mostró éste. Había flores en la cómoda y las cortinas del ojo del buey eran de seda, no de cretona, como en el nuestro.

Edward se sentó en la cama y empezó a saltar columpiándose en ella.

—Es muy lujoso —dije.

—Bueno, ¿qué menos, tratándose de la esposa del capitán? —Preguntó Chantel—. Pero ella no siempre dormirá aquí. Sólo cuando yo tenga que cuidarla. Supongo que querrá pasar el tiempo en los aposentos del capitán —señaló—. Cerca del puente —añadió.

—Yo voy al puente —dijo Edward.

—Si no tienes cuidado, chico —dijo Chantel— te enfermarás de excitación antes de que el mar te maree.

Pero no había manera de calmar a Edward. Quería explorar, de modo que lo llevé a la cubierta de arriba y observamos los preparativos finales para la partida.

En aquella ventosa tarde, con un gran sol rojo asomando entre la niebla, ante el sonido de las sirenas, avanzamos hacia el Canal e iniciamos el viaje hacia el otro lado del mundo.

La Serena Dama atravesó sereno el Golfo de Vizcaya. Cuando desperté en mi camarote la primera mañana tuve dificultad en recordar dónde me hallaba; y al mirar alrededor en verdad no pude creer que estaba a bordo del barco del capitán, camino hacia lugares exóticos. Lo malo conmigo era, como había señalado Chantel en varias ocasiones, que yo esperaba que la vida fuera aburrida y sin acontecimientos. «Difícil que sea sin acontecimientos», había señalado yo sombría, al recordar la muerte de tía Charlotte. «Bueno», había contemporizado ella, «siempre imaginas que las cosas románticas y excitantes no pueden sucederte y por eso no te suceden. Recuerda que en este mundo se obtiene aquello que se busca… o parte de ello. Toma lo que quieras. Ése es mi lema».

—Creo que hay un antiguo refrán español que dice: «Toma lo que quieras, dice Dios, tómalo y paga por ello».

—¿Quién se queja del precio?

—La gente no suele saber cuánto es hasta que se presenta la cuenta.

—¡Mi querida, precisa, prosaica Anna! ¡Ahí estás tú por entero! En cuanto piensas en el placer empiezas a calcular el costo, cuando cualquiera sabe que eso puede enfriar las ganas de obtenerlo.

Quedé allí aquella mañana, recordando la conversación, pero, cuando me levanté y sentí el leve balanceo del barco azul por el ojo de buey, sentí una ligereza de ánimo que era más que mera excitación, y me dije: «Seré como Chantel. Disfrutaré de la vida y no pensaré en el costo cuando me presenten cuenta».

Y la decisión persistió. En verdad estaba intoxicada con la novedad de estar en el mar, cerca de mi amiga Chantel, sabiendo que Red Stretton estaba a bordo y que en cualquier momento podía verlo cara a cara.

El barco era bueno porque era el barco de él. Tenía sensación de seguridad porque él era el capitán. El hecho era que, si no miraba el futuro y pensaba en lo que iba a ocurrir al final del viaje, podía ser feliz en aquellos días dorados, cuando bordeábamos la costa de España y Portugal hacia el Peñón de Gibraltar antes de entrar en el Mediterráneo.

*****

Había ocho pasajeros a bordo además de nuestro grupo, incluido un niño de la edad de Edward. Esto era una suerte, porque podrían hacerse compañía.

El niño se llamaba Johnny Malloy y era hijo de la señora Vivían Malloy, que iba a Australia a reunirse con su marido, quien había ido a preparar para ella un hogar allí; la acompañaba la señora Blakey, su hermana viuda, que la ayudaba a cuidar de Johnny.

Después estaban Gareth y Claire Glenning; Claire era una mujer amable, algo tímida, al principio de la cuarentena, supongo, y su marido era unos años mayor, muy cortés, galante y ansioso por dar todas las comodidades a su mujer. El otro grupo lo formaban el señor y la señora Greenall, que iban a Australia a visitar a una hija casada y su familia, y con ellos viajaba una hermana de la señora Greenall, la señorita Ella Rundle, una mujer bastante remilgada, que constantemente encontraba defectos a todo.

Durante los primeros días estas personas fueron para mí meras figuras, pero después empezaron a desarrollar personalidades definidas. Chantel y yo las comentábamos. Yo iba a su camarote, cuando Monique no estaba en el contiguo e inventábamos historias con la vida de ellos, historias que cuanto más ridículas eran, más nos divertían. Yo empezaba a estar de ánimo tan ligero como Chantel. Le dije que estaba adoptando su filosofía de la vida.

Gran cantidad de mi tiempo estaba consagrado a Edward. Estaba obsesionada por el miedo de que fuera a caer por la borda y en los primeros días no le perdía de vista. Para complicar las cosas, al principio él y Johnny no simpatizaron, hasta que, al comprender que no tenían otro niño con quien jugar, se produjo al principio una neutralidad armada, después una tregua, seguida por una aceptación de mala gana el uno del otro, lo que floreció al fin en una amistad. Pero durante los primeros días las escenas y los paisajes eran tan nuevos que era difícil absorberlos y pasó cierto tiempo hasta que pude verlos como normales.

Desayunaba, almorzaba y tomaba el té con Edward; Johnny y la señora Blakey se unían a nuestra mesa. La señora Blakey, aunque fuera hermana de la señora Malloy, era tratada como una parienta pobre. Me dijo que su querida Vivían, su hermana, le había pagado el pasaje e iba a darle un hogar en el nuevo mundo. Quería mostrar su gratitud haciendo todo lo que estuviera en su mano. Me pareció que cumplía con esto haciendo de niñera y gobernanta de Johnny Malloy.

Me enteré de muchas cosas de su vida. Su fuga con un joven actor no aprobado por la familia y que, en la época del matrimonio, ya estaba en decadencia; la muerte de él y la pobreza de ella, el perdón y el regreso al seno de la familia. La bondadosa Vivian la llevaba a Australia, le daba un nuevo comienzo en la vida y, por esto, ello debía mostrarle gratitud.

Pobre Lucy Blakey. Yo le tenía lástima. Sabía lo que era ser ayudada cuando uno está necesitado, cuando se espera que paguemos haciendo servicios. Seguramente es el más exorbitante de los precios.

Durante las comidas nos hicimos muy amigas, y caminábamos por la cubierta con los niños o los observábamos jugar al tejo o al tenis de mesa.

Por la noche los niños comían e iban a acostarse a las siete y media; para la comida, que era a las ocho, la señora Blakey y yo nos reuníamos con los demás. Había un lugar para mí junto al comisario; la señora Blakey se sentaba junto al primer oficial.

La mesa del comisario estaba en un extremo del comedor, la mesa del capitán en el otro, de modo que yo veía de vez en cuando a Redvers, aunque él no bajaba todas las noches al comedor. A veces almorzaba en sus aposentos, y durante las tres primeras noches sólo lo vi una vez. Estaba hermoso en su uniforme, que hacía parecer su pelo rubio más claro aún. En la mesa de él estaban Monique, Claire y Gareth Glenning, el señor y la señora Greenall.

Chantel estaba en la mesa del médico de a bordo, con Rex. Pronto comprendí que, aunque el capitán estaba en el barco, iba a verlo muy poco, y se me ocurrió entonces que quien estaba en peligro era Chantel y no yo. Me pregunté cuáles serían sus verdaderos sentimientos hacia Rex y si, bajo un aire de placer casual, estaba herida y confundida. Rex le prestaba atención a su manera… que era muy distinta a la del capitán. Más seria, se diría, porque Rex no parecía hombre de flirteos.

Yo había empezado a pensar mucho en Rex. Me daba la impresión de ser un hombre que mostraba poco sus sentimientos. Era sólo en ocasiones cuando percibía la expresión de sus ojos al mirar a Chantel; era casi feroz, posesiva. Pero ¿cómo era esto posible cuando él iba, como bien sabíamos, camino a Australia para renovar un noviazgo… si es que alguna vez había existido, con la señorita Derringham?

¿Y Chantel? Tampoco la entendía a ella. Muchas veces la había visto en animada conversación con Rex y parecía chispear en esos momentos y estar más alegre que de costumbre. Y sin embargo no parecía perturbada en lo más mínimo cuando se mencionaba el nombre de la señorita Derringham.

Le dije:

—Chantel, me gustaría ver de nuevo tu Diario. Sería interesante comparar nuestros puntos de vista sobre la vida a bordo.

Ella rió.

—Ya no escribo un Diario… como solía hacerlo.

—¿Nunca escribes ahora?

—Nunca. Bueno, casi nunca.

—¿Por qué?

—Porque la vida es tan excitante.

—¿Pero no es acaso ese un motivo para captarla, escribirla, para poder volver a vivirla en el futuro?

—Querida Anna —dijo— creo que yo escribía todo aquello cuando estaba en el castillo para ti. Quería que lo compartieras todo… y ésa era la única forma. Ahora ya no es necesario. Estás aquí. Lo estás viviendo de primera mano. No necesitas mi Diario.

Estábamos sentadas en el camarote de ella, yo en un sillón, ella tendida sobre la cama.

—Me pregunto —dije— cuál será el fin de todo esto.

—Depende de nosotras.

—Ya lo has dicho.

—La falla, como ha dicho alguien, no está en los astros sino en nosotros.

—Shakespeare.

—Nadie como tú para saberlo todo. Pero es verdad. Además, el elemento de la duda vuelve todo fascinante, ¿verdad? Si uno supiera exactamente lo que va a pasar no valdría la pena vivirlo.

—¿Cómo está… la señora Stretton? —pregunté.

Chantel se encogió de hombros.

—No hará huesos viejos —dijo.

Me estremecí.

—Vamos, ¿qué pasa? —preguntó.

—Es tu manera de decirlo.

—Muy adecuada debes reconocerlo, muy exacta. Tiene muy mal los pulmones.

—Quizás el aire de la patria.

Chantel se encogió de hombros.

—Esta tarde he hablado con el doctor Gregory. (Era el médico de a bordo, un joven alto y pálido que se sentía muy atraído por Chantel, según yo había visto en varias ocasiones). Dice que la enfermedad ha avanzado demasiado. Incluso los suaves aires de Coralle pueden ser inútiles ahora.

—¿Lo sabe el capitán?

—No lo dudes. Quizá por eso se comporta tan alegremente.

—¡Chantel!

—¡Anna! No seamos hipócritas, ¿quieres? El gallardo capitán debe estar muy consciente de que cometió un feo error, uno de esos errores que con frecuencia se pagan toda la vida. Parece que el pago exigido no será en este caso de tanta duración.

—Chantel, quisiera…

—Que no hablara con ligereza de la muerte. ¿Por qué no? Ayuda no tenerle miedo… ni por uno ni por los otros. No olvides que conozco mejor que muchos a esa sombría criatura. En mi profesión la encuentro con frecuencia. Por eso le tengo menos respeto. Y no te apenes por el capitán. ¿Quién sabe? Quizá se produzca lo que se dice una feliz liberación.

Me puse de pie. No quería seguir en la cabina de Chantel, discutiendo la muerte de la esposa del capitán.

Ella saltó de la cama y enlazó su brazo con el mío.

—Siempre parezco ligera cuando estoy muy seria. Deberías saberlo, Anna. Pero no te preocupes por mi enferma. Puedes estar segura de que la cuido lo mejor que puedo. Y si sucede lo inevitable…

Su cara estaba cerca de la mía, sus ojos verdes brillaban. Y pensé; «Piensa que, si ella muere, el capitán quedará libre… libre para mí».

¡Cuánto la quería! Pero quería explicarle que no podía desear la muerte a nadie, fueran cuales fueran las ventajas que esto podía darme.

*****

El primer puerto en que paramos fue Gibraltar; desperté una mañana, miré por el ojo de buey y allí estaba… el gran peñón surgiendo alto en el agua.

Yo había pasado antes por aquí. Hacía tantos y tantos años, cuando niña, un poco mayor que Edward; y recordé cuan excitada me había sentido, y también protegida, porque mis padres estaban en el camarote de al lado. Con frecuencia me preguntaba cuáles eran los sentimientos de Edward hacia su madre; y sabía que consideraba a su padre como una especie de dios. ¿Se debía esto a que él era un capitán que comandaba barcos que recorrían el mundo o al hombre mismo?

Pensé en el veredicto de Chantel sobre Monique; y pensé también en el futuro y en Chantel… con aquella aura de fascinación que la rodeaba. No sólo Rex y el médico de a bordo se sentían atraídos por ella: yo había visto las miradas que la seguían. No era sólo su belleza —y no cabía duda de que la tenía— era su vitalidad, cierta pasión dentro de ella; yo sentía que la vida junto a ella siempre sería excitante. Imaginé que esto era lo que sentían los otros y que deseaban compartirla.

Íbamos a anclar unas horas en Gibraltar y habría oportunidad de realizar un paseo en tierra. Chantel dijo que le gustaría que fuéramos en grupo, yo, el médico de a bordo y quizás el primer oficial. Los Glenning iban a visitar unos amigos que tenían allí. Y nadie quería ir con los más bien decrépitos Greenall… ¡y por cierto deseábamos aún menos la compañía de la señorita Rundle!

Señalé que yo estaba aquí para cuidar a Edward y que a él sin duda le gustaría bajar a tierra y que yo lo llevaría conmigo; y como la señora Blakey iba a llevar a Johnny y los dos niños querían estar juntos, yo iba a ir con ella y con la señora Malloy.

Chantel hizo una mueca.

—¡Qué lástima! ¡Pobre Anna! —dijo con ligereza.

Alquilamos un coche con un cochero que iba a mostrarnos los paisajes. Los niños saltaban en sus asientos llenos de excitación y la pobre Lucy Blakey no lograba contener un instante a Johnny… o quizá temía hacerlo en presencia de la señora Malloy. Yo no sentía estas restricciones. Dije a Johnny que se quedara quieto y, ante la sorpresa de su madre y de su tía me obedeció; pensé que era una excelente manera de dar una lección de geografía e historia combinadas. Chantel se hubiera reído de mí en caso de estar presente. ¡Cómo deseaba su presencia!

Era un día hermoso y el Sol parecía brillante después de la brumosa humedad de Langmouth.

—Es nuestro desde 1704 —dije a Edward.

—¿De los Crediton? —preguntó él.

La señora Malloy y la señora Blakey me acompañaron en mis carcajadas.

—No, Edward, de Gran Bretaña.

Edward quedó un poco intrigado: estoy segura de que creía que su formidable abuela era dueña de Gran Bretaña.

—Se llama Gibraltar —proseguí— por el nombre deformado de un árabe llamado Gebel Tarik, que vino aquí hace mucho, mucho tiempo.

—¿Antes que nosotros? —preguntó Johnny.

—Mucho antes, y se construyó un castillo y dio su nombre al lugar. Gibraltar es una deformación de Gebel Tarik. Dilo rápidamente y verás.

Los niños empezaron a gritar juntos:

—¡Gebel Tarik, Gebel Tarik… Gibraltar!

—Pronto veremos el castillo —dije, y esto los hizo callar, pero, al percibir el viejo castillo moro lo señalaron excitados, gritando: «Gebel Tarik», y yo dije a la señora Blakey—: Es algo que recordarán para siempre.

—Excelente manera de enseñar a los niños —dijo amablemente la señora Malloy. Creo que estaba algo ofendida por no haber sido invitada a unirse a uno de los otros grupos y estoy segura de que pensaba que las dos gobernantas debían haberse hecho cargo ellas solas de los niños. ¡Pobre Lucy Blakey! Si uno tenía que ser menos, era mucho mejor serlo fuera de la propia familia. Yo era ahora mucho más independiente que cuando estaba con tía Charlotte.

El punto culminante de nuestro paseíto fue, naturalmente, cuando vimos los monos. Varios carruajes habían trepado hasta la parte más alta del peñón y se habían detenido allí. Los Greenall ya estaban allí con la señorita Rundle, y nos saludaron con exclamaciones.

Nos fue difícil alejar a los niños de los monos, que eran muy ágiles y traviesos. Nuestro cochero nos aconsejó no acercarnos demasiado, ya que podían robarnos los guantes o hasta el sombrero. Fue un placer ver el deleite de los dos niños; reían hasta ahogarse y murmuraban entre sí, y yo temía que alguno aconsejara al otro una travesura.

Y mientras estábamos allí observando las bufonadas de los monitos, llegó uno corriendo desde más arriba del declive, con un chal verde en la boca. Estallaron unas carcajadas y, al mirar, vi a Chantel con Rex. Estaban muy juntos, él le daba el brazo; reían y comprendí, naturalmente, que el chal robado era de ella.

De manera que ella y él habían salido juntos de exploración. El placer del paseo se disipó para mí. Pensé: será herida, profundamente herida, porque lady Crediton nunca permitirá que él se case con ella. Además, él está en viaje para proponer matrimonio a la señorita Derringham.

Volvimos a los muelles y procuré que no vieran que mi estado de ánimo había cambiado.

Los niños hablaban de los monos.

—¿Viste aquel que…?

—Oh, prefiero el más chiquito… —Me pregunté si la señora Malloy los habría visto, o la señorita Blakey, y qué estarían pensando.

Dije con mi voz más remilgada de gobernanta:

—Se dice que los monos vinieron a Gibraltar por un pasaje bajo el mar de Berbería, que es su tierra natal.

—¿Podríamos ir por el pasaje? —preguntó Edward.

—Es una leyenda —dije—. Siempre hay leyendas sobre esas cosas. Gibraltar es el único lugar de Europa donde hay monos. Y dicen que, el día que desaparezcan del peñón, éste dejará de pertenecemos.

Los niños parecieron alarmados… ya fuera por la idea de la desaparición de los monos o por la pérdida del peñón. Yo ni siquiera pensaba en ellos. Chantel y Rex ocupaban mi pensamiento, y me pregunté si ella me habría ocultado muchas cosas.

*****

Después de Gibraltar entramos en mares alborotados. Las cubiertas quedaron desiertas y casi todo el mundo se refugió en los camarotes. Con alegría descubrí que era buena marinera. Incluso Edward tuvo que acostarse, y esto me dio algunas horas de libertad total. El viento era feroz y resultaba casi imposible mantenerse de pie, de modo que marché con dificultad hacia una de las cubiertas de abajo y me tendí en una reposera envuelta en una manta, mientras contemplaba cómo el mar agitaba el barco de uno a otro lado, como si fuera de corcho.

La Serena Dama, pensé. Sereno, imperturbable ante la tormenta. ¡La serenidad! ¡Qué don! Deseé que fuera mío y creo haber dado la impresión de que lo era; pero esto se debía a que había logrado ocultar mis verdaderos sentimientos. Creo que todos, en el barco, lo hacían. Empecé a pensar en aquella gente y a preguntarme si serían muy distintos a las personalidades que presentaban ante el mundo. Creo que en cada uno de nosotros hay oculto un hombre o una mujer distintos.

Pensamientos filosóficos, adecuados para estar tendida y sola en una cubierta, cuando el resto de los pasajeros —o la mayoría— estaban mareados y acostados por los efectos del temporal.

—¡Hola! —alguien venía hacia mí. Vi que era Dick Callum, el comisario.

—¡Una mujer valiente! —dijo, por encima del rugido del mar.

—He oído que el aire fresco es lo mejor en estas ocasiones.

—Quizá, pero no queremos que la arrebate una ola.

—Aquí está bastante protegido. Me siento muy segura.

—Sí, usted está aquí segura y el temporal ha amainado desde hace media hora. ¿Cómo se siente?

—Bastante bien, gracias.

—Bastante bien significa no bien del todo. Le traeré un poco de brandy. Con eso se sentirá perfectamente.

—Por favor… no…

—Pero es un remedio —dijo él—. Órdenes del comisario. Y no acepto negativas.

Salió tambaleándose y pasó tanto rato que creí que me había olvidado, pero finalmente emergió, trayendo con gran habilidad dos vasos en una bandejita.

Me dio la bandeja para que la sostuviera y, sacando otra reposera, se sentó a mi lado.

Bebí el brandy y comprendí que él tenía razón: el leve mareo que había empezado a experimentar desapareció.

—No se la ve a usted mucho con tiempo normal —dijo con una sonrisa—. Se necesita una tempestad para que salga. Es usted como la veleta, que sólo se mueve con tiempo borrascoso.

—Salgo —dije—, pero tengo obligaciones.

—Y yo las mías.

—¿Y en ocasiones como ésta?

—Unas pocas horas de trabajo. Créame, no hay peligro de naufragar. Hay viento y el mar está encrespado. Eso es todo. Para los marinos éste no es mal tiempo. Había en él algo muy atractivo, algo que me parecía familiar, y no sabía ubicarlo.

—Siento —dije— como si nos hubiéramos conocido antes, pero eso es imposible, a menos que haya ido usted alguna vez a mi tienda en Langmouth y haya mirado un poco… los muebles.

Él meneó la cabeza.

—No me habría olvidado de usted en caso de conocerla.

Reí al oír aquello. No le creí. Yo no era una belleza notable; y mi personalidad, más bien altanera, como suponía, no era especialmente memorable.

—Quizá —dijo él— haya sido en otra vida.

—¿Cree usted en la reencarnación?

—Un marino siempre está dispuesto a creer en todo, dicen. Somos supersticiosos. ¿Le gustó el brandy?

—Me hizo entrar en calor, me animó. Me siento mejor. Muchas gracias.

—Sé —dijo— que ha venido usted con la familia. ¿Estuvo mucho tiempo en el castillo antes de partir?

—Muy poco. Fui allí con el propósito deliberado de hacer este viaje.

—Toda una casa, ¿eh? Y naturalmente, todos los que nos ganamos la vida gracias a la familia sentimos mucho respeto por ella.

—No parece usted muy respetuoso en el momento.

—Bueno, ambos tenemos un descanso… tanto usted como yo.

—¿Entonces es sólo cuando estamos trabajando que debemos recordar nuestra gratitud?

—¡Gratitud! —dijo riendo. ¿Estaba algo amargado?— ¿Por qué voy a sentirla? Cumplo con mi trabajo. Me pagan para eso. Es la compañía quien debería estarme agradecida.

—Quizá lo esté.

—No es frecuente que llevemos al Príncipe Heredero y al Heredero Presunto a bordo.

—¿Se refiere usted a Rex Crediton?

—Así es en verdad. Supongo que lo observa todo. Sin duda presentará un informe en las oficinas principales, y Dios nos asista si no sabemos cumplir con nuestro deber.

—No me parece que él sea ese tipo de persona. Siempre es tan amable.

—Una rama del viejo tronco. Según he oído lo único que le importaba al viejo sir Edward eran los negocios. Inculcó la misma ambición a lady Crediton. Ya ve usted, hasta llegó a aceptar al capitán y a su madre. Me han dicho que esa dama murió hace poco.

—Sí, yo también lo he oído.

—Una familia rara, ¿eh?

—Muy rara.

—Naturalmente nuestro galante capitán está un poco picado.

—¿Por qué?

—Le gustaría estar en los zapatos de Rex.

—¿Acaso… se lo ha dicho?

—No disfruto de su confianza. Pero lo comprendo… en cierto modo. Los dos se criaron juntos, uno como hijo legítimo, el otro como ilegítimo. Poco a poco se debe haber dado cuenta. Y ahí está la cosa. Rex es heredero de millones y nuestro galante capitán… es un mero capitán con quizás una pequeña participación en los negocios.

—No parece en modo alguno resentido.

—Vamos… ¿lo conoce usted bien?

—N-no.

—¿Lo conocía antes de venir al barco? Así debe ser. No puede haberlo visto mucho desde que partimos. Estará ocupado hasta Port Said. ¿De modo que usted lo había conocido antes de que se iniciara el viaje?

—Bueno, nos habíamos encontrado.

Mi voz había cambiado. Lo noté y esperé que él no se hubiera dado cuenta.

—Comprendo. ¿Y la enfermera es gran amiga suya?

—Oh, sí, es por intermedio de ella que estoy aquí.

—Por un momento —dijo con una sonrisa— creí que era el capitán quien la había traído para que se ocupara de su hijo.

—Fue la nurse Loman —dije rápidamente—. Atendía a mi tía y cuando el cargo quedó vacante… me recomendó.

—Y Su Majestad lady C. aceptó la recomendación.

—Así fue, puesto que aquí estoy.

—Bueno, será un viaje interesante. Gracias a que están las dos a bordo.

—¿Ha navegado usted antes con el capitán Stretton?

—Varias veces. Yo estaba con él en La Mujer Secreta.

—¡Oh!

—Parece usted sorprendida.

—No, pero he oído hablar de La Mujer Secreta y…

—¿Qué ha oído?

—Que era un barco… fletado por lady Crediton.

Él rió.

—Sí, debería haber sido una dama. Quizás eso fue lo malo. Es lo que se saca por llevar una mujer al mar.

—¿Qué quiere decir usted?

—El barco debió haber sido una «dama». Eso habría hecho quizá toda la diferencia. Otra vez supersticiones de marinos.

—Cuénteme lo que pasó con La Mujer Secreta.

—Es un misterio que no puedo decirle. Si le pregunta usted al capitán… es probable que él sepa más.

—¿Un misterio?

—Un gran misterio. Hay algunos que suponen que sólo el capitán Stretton conoce la solución del acertijo.

—¿Y no quiere revelarla?

Dick Callum rió.

—No podría hacerlo.

—Todo parece muy misterioso.

—Lo es… y algunos dicen que ha sido beneficiosamente misterioso para el capitán. Pero creo entenderlo. Tuvo que crecer y ver a su medio hermano proclamado Príncipe Heredero.

—Príncipe Heredero…

—Bueno, la fortuna de los Crediton con todas sus ramificaciones es un imperio en sí. Y Rex lo heredará. Sí, siempre he entendido un poco al capitán. Después de todo él es un Crediton. Creo que debe opinar que bien vale la pena perder la reputación por una fortuna.

—¿Pero qué tiene que ver esto con el misterio de La Mujer Secreta?

—Todo, supongo.

—Vamos, ha despertado usted mi curiosidad.

—Señorita Brett, no soy más que un empleado de la compañía y, además, debo lealtad al capitán. He sido indiscreto. Mi única excusa es que las circunstancias eran extraordinarias. Un gran viento en el traidor Mediterráneo que no es tan benigno como se supone; una valerosa dama en cubierta; el alentador y reconfortante brandy. Le ruego que olvide lo que he dicho y perdone si he hablado demasiado libremente. Sin duda se debe, querida señorita Brett, a que escucha usted tan bien. Pero le ruego que olvide mis tontas observaciones. Estamos en La Serena Dama, que pronto llegará a Nápoles. Y, cuando dejemos Nápoles, profetizo que habremos dejado atrás las tempestades. Navegaremos hacia el sol y todo será alegría a bordo bajo la influencia de nuestro excelente capitán.

—¡Qué discurso!

—Tengo lo que mi madre llamaba el don de la palabra. No es una frase muy elegante, pero ella no lo era. De todos modos me quería y me daba lo que podía, como resultado tuve cierta educación. La suficiente como para ingresar en el gran imperio Crediton y poder servir a mis patrones.

—No parece usted muy contento con esto.

—¿Se refiere a los sacrificios de mi madre?

—No, a ingresar en el Imperio, como usted dice.

—Oh, pero lo estoy. Soy un humilde y agradecido servidor del Imperio.

—Habla usted ahora como Uriah Heep[2].

—Dios no lo permita y, como ya habrá adivinado, no soy especialmente humilde.

—Ya lo he observado.

—Posee usted grandes poderes de observación, señorita Brett.

—Es grato pensarlo.

—¿Qué le pareció Gibraltar?

Con éxito había cambiado de tema y, aunque me sentí levemente aliviada, también estaba desilusionada.

Hablé de Gibraltar y, mientras lo hacía, recordé el mono con el chal de Chantel, y a ella tomada del brazo de Rex. El poderoso Imperio, pensé. ¿Y qué les sucedía a los que intentaban doblegarlo?

Hablamos ligeramente por un rato, y comprendí que tenía un nuevo amigo. Estaba atento a mi comodidad y sugirió que yo podía tener frío. Pensé que era hora de volver a la cabina para ver a Edward. Agradecí al comisario por el brandy y la compañía y marché cautelosamente, porque todavía nos balanceábamos, hacia el camarote.

*****

Dick Callum tenía razón. Aunque hacía frío en Nápoles, donde nuestra estadía fue muy breve, en cuanto partimos avanzamos hacia el calor. Yo veía con frecuencia a Dick Callum, que parecía interesado en ocuparse de mí. Me di cuenta de que era un miembro importante de la tripulación, encargado de buena parte del personal, en tanto que el capitán se ocupaba de la navegación, y esto, naturalmente, hacía que sus apariciones fueran escasas. Sentí que esto era bueno, porque, cuando había imaginado el viaje, había creído que iba a ser como vivir con él en la misma casa. Todo era muy diferente.

—El capitán rara vez baja de las alturas —me dijo Dick Callum.

Chantel venía a mi camarote y yo iba con frecuencia al de ella, y le dije que la había visto cuando había perdido su chal; no pareció turbada en lo más mínimo.

—En el último momento —dijo— Rex Crediton me pidió que lo acompañara, y lo hice. Pareces chocada. Crees que necesito una dama de compañía. Querida Anna, no estamos en Inglaterra. ¿Por qué no vamos a permitirnos un poco de libertad en el extranjero? La verdad es que el pobre doctor Gregory insistió en que nos acompañara la señorita Rundle, pero esto era algo que no tolerábamos. No nos quedó más remedio que escapar. Y… los perdimos. ¡Pobre doctor Gregory, volvió exhausto y… con tendencias asesinas!

—No has sido muy amable —comenté.

—No, pero fui sabia.

—¿Te parece? —dije, esperando que esto provocara confidencias, pero no fue así. Me devolvió la pelota, lo que era una treta habitual en ella.

—Parece que te entiendes muy bien con el comisario Callum.

—Ha sido muy amable.

—Ya lo había notado.

—Es natural que nos notemos los unos a los otros —dije.

Ella rió bruscamente.

—Esto te gusta, Anna. Es muy distinto a la vieja Casa de la Reina, ¿eh? Imagina si estuvieras ahora allí, pensando en que yo estoy aquí… y en todo lo que eso habría sido.

—Reconozco que esto me resulta muy interesante, pero no obstante…

—Basta, Anna. No sigas con profecías de mal agüero, ¿quieres? Siempre debes ser alegre. Nunca se sabe lo que hay a la vuelta de la esquina. Toda nube tiene un borde plateado dicen, y no lo repetirían si no fuera verdad.

—También dicen que nunca llueve, pero llueve a cántaros.

—Estás decidida a estar triste. Vamos, procura disfrutar de la vida.

—Chantel, ¿qué pasará cuando lleguemos a Sidney?

—Anhelo verlo. He oído que es fantásticamente bello. Preguntaré si puedo subir al puente cuando lleguemos a puerto, para verlo todo perfectamente.

—Mucha gente dejará entonces el barco… incluido tu Rex Crediton.

—Pero tu capitán se quedará.

—¡Mi capitán!

—¡Mi Rex Crediton!

—Oh, Chantel, a veces estoy inquieta.

—¡Mi pobre Anna! Debo enseñarte a gozar de la vida. ¿Sabías que va a haber un baile de disfraces? Es la costumbre, ¿sabes? Tenemos que pensar en los trajes.

—Esta vez no puedes ir disfrazada de castellana.

—Bueno, en estos momentos no estoy en un castillo. ¿Quién ha oído hablar de una castellana en un barco? Creo que seré una danzarina. El pelo suelto… o quizás un yashmak. Eso sería divertido y en realidad muy adecuado, porque habrá ambiente oriental en todo.

¡Cómo podía excitarse hablando de vestidos! Esto me parecía infantil, conmovedor. Cada vez le tomaba más cariño y, a medida que esto pasaba, más me inquietaba su relación con Rex. Me preguntaba qué iba a pasar cuando él nos dejara en Sidney y nosotros prosiguiéramos. Ella iba a saber que, mientras navegábamos por el Pacífico, él se quedaba para ser festejado y adulado, para trabajar por la compañía naturalmente, mientras cortejaba a Helena Derringham y llevaba a cabo aquel dichoso asunto tan deseado por lady Crediton y sir Henry Derringham: la unión de las dos compañías.

Y sentí mucho miedo por Chantel.

*****

Despertamos una mañana para enterarnos de que estábamos a las puertas del Oriente. El sol inundaba las cubiertas y había mucho ruido y excitación en todas partes.

Antes que Edward estuviera vestido y hubiera desayunado en mi camarote, la señora Blakey trajo a Johnny. Chantel se nos unió. Estaba vestida con un sencillo vestido blanco de chaqueta, y estaba preciosa, el pelo apenas oculto por el amplio sombrero que llevaba. Siempre me sorprendía al verla sin el uniforme, por más que quedara también preciosa con él.

—Supongo —dijo— que ustedes tendrán que sacar a los niños. ¡Pobrecitos! Me alegro de poder contar con unas horas libres estando en puerto.

—El capitán atiende a su mujer, sin duda —dijo la señora Blakey.

—La llevará a visitar unos agentes y a sus familias, es lo que creo. Si ella está bien… —Parece un poco mejor.

—Es el sol; este calor seco le hace bien. Daremos una vuelta por la ciudad.

—¿Nosotros? —pregunté.

—Un grupo de nosotros —parecía vaga. ¿Rex?, me pregunté. Ella dijo con rapidez—: Deben llegar ustedes a un acuerdo. No son necesarias dos personas para cuidar a los niños. Podrían turnarse. Ya entiendes lo que quiero decir, Anna, puedes cuidar a dos del mismo modo que cuidas a uno y dejar libre a veces a la señora Blakey. Y viceversa.

La señora Blakey opinó que era una idea excelente, y yo estuve de acuerdo.

—Tenemos que pensarlo —dije.

—Anna es la mujer más responsable del mundo —rió Chantel.

El barco estaba a cierta distancia del puerto y cuando llevamos los niños a cubierta, quedaron muy excitados al ver unos árabes no mayores que ellos, que nadaban hacia el barco y pedían monedas. Cuando se las arrojaban se zambullían para buscarlas, hasta el mismísimo fondo del mar. El agua era tan clara que podíamos ver las monedas y el movimiento de los ágiles cuerpos oscuros que las buscaban.

Edward y Johnny se estremecieron de placer y quisieron tirar monedas al agua. Nos costó trabajo impedir que ellos también se zambulleran. Pero yo estaba tan excitada como ellos.

La señorita Rundle, que andaba paseando, se detuvo junto a nosotras, para mirar.

—Es mendigar —dijo— nada más.

Su nariz se contrajo de manera desagradable, pero el sol era demasiado caliente, la excitación demasiado grande para que le prestáramos atención.

Y entonces otra voz habló detrás de nosotros.

Sentí que el rubor subía a mis mejillas, y no pude menos que percibir los atentos ojos de la señorita Rundle.

—Buenos días, capitán —dijo la señora Blakey, saludando la primera.

—Buenos días —dije.

Edward permaneció quieto, deslumbrado, y supe que la presencia de su padre le gustaba más que ver a los pequeños árabes que se zambullían en busca de monedas.

—Buenos días, capitán —dijo la señorita Rundle—. No tenemos con frecuencia el placer de verlo.

—Es muy amable de su parte decir que es un placer. Pero, como estoy a cargo del barco, esto requiere la mayor parte de mi tiempo y mi atención. Más adelante, cuando estemos en alta mar, tal vez pueda tener yo el placer de su compañía.

Ella quedó encantada con esta frase. Rió un poquito.

—Bueno, capitán. Lo esperaremos con ansia.

Pensé: es capaz de hechizarla también a ella.

—¿Y disfruta mi hijo del viaje? —preguntó él.

—Sí, capitán, sí —dijo Edward, y todos reímos.

Johnny dijo:

—Usted es un capitán de verdad, ¿no es cierto?

—Absolutamente real —contestó Redvers—. Garantizo que no desapareceré en una nube de humo. De modo que no te asustes esta noche cuando veas a Gulli-Gulli.

—¿Gulli-Gulli? —exclamó Edward, con una penetrante nota de excitación en la voz.

—Hombre misterioso —dijo el capitán—. Espera y verás.

—¿Dónde? ¿Cuándo? —exclamaron los niños a la vez.

—Esta noche. Se permitirá que esperen su llegada, creo —se volvió hacia nosotros, sonrió y mi corazón latió más rápido y esperé fervientemente no traicionar mis sentimientos.

—¿A qué hora aparece ese hombre misterioso? —preguntó la señora Blakey.

—A las ocho y media. No nos demoraremos después de la comida.

—Por favor —exclamó Edward y luego—: Gulli-Gulli, Gulli-Gulli…

—Bueno, por una vez… —dije a la señora Blakey. Ella estuvo de acuerdo.

El Capitán dijo:

—Quería verla a usted —me miraba directamente y sonreía y comprendí que yo no ocultaba mis sentimientos en la debida forma. Era ridículo, era tonto; era malo sentir esto por el marido de otra mujer. Mi única disculpa era que la cosa había pasado antes de que yo lo supiera.

Él prosiguió:

—Supongo que saldrá usted a pasear. Le aconsejo que no vaya sola. He arreglado algo para ustedes dos y los chicos. El primer oficial las acompañará.

—Gracias —dije.

Él se inclinó y se fue. Los ojos de Edward lo siguieron, adorándolo; me pregunté si yo estaría haciendo lo mismo. La señorita Rundle levantó un poco la nariz.

—Tiene una gran reputación —dijo.

Miré a los niños y ella se encogió de hombros. Sentí gran enojo contra la mujer.

Eran las dos cuando dejamos el barco y partimos en compañía del primer oficial, que nos llevó a la mezquita donde oímos el llamado a la oración desde la alta torre y recorrimos los bazares. Compré unas chinelas blancas y doradas, con las puntas hacia arriba, y un trozo de seda color turquesa con el que pensaba hacerme un vestido.

Se vendían muy baratos chales de preciosos colores, y pensé que alguno podría servirme para el baile de disfraces. La señora Blakey compró perfume, que se vendía en grandes cantidades. Era muy fuerte y olía a almizcle. Los chicos compraron unos gorros rojos, que se pusieron en seguida. De todos modos decidimos que debían descansar por la tarde, ya que iban a acostarse después de hora, y regresamos al barco, más bien agotados por el súbito cambio de temperatura.

Chantel regresó una hora antes de la comida.

Yo había pasado por su camarote y lo había encontrado vacío. Me pregunté dónde podría estar. Volví a mi cabina y cuando ella regresó, vino a verme y me pidió que volviera a su camarote para ver lo que había comprado: varios frascos del perfume egipcio, un collar, una pulsera y unas caravanas hechas de oro y lapislázuli.

—¡Son preciosas! —exclamé—. ¡Deben haber costado un dineral!

Ella rió y yo pensé: Rex se las ha regalado.

—Bueno —dijo—, no olvides que aquí las cosas son más baratas que en Inglaterra.

Se sentó en la cama y probó los distintos perfumes: la cabina quedó llena de olor a almizcle y flores… no nuestras flores primaverales inglesas, con sus aromas frescos, sino las exóticas y pesadas esencias del Oriente.

—Creo que iré disfrazada de reina Nefertiti.

—Una reina está, un peldaño más arriba que una castellana —comenté.

—La nurse Loman siempre debe estar en el punto más alto. ¿Quién era Nefertiti?

—Una reina de Egipto. Creo que su marido le hizo sacar un ojo, porque era tan hermosa que temía que otros hombres la desearan.

—Un puro ejemplo de bestialidad masculina. Seré Nefertiti. Estoy segura de que conservó los dos ojos hasta el fin… y era la más bella de todos modos. De modo que… por el momento elijo a Nefertiti.

—¿Y Rex Crediton? —pregunté.

—Oh, irá de gran bandolero. Llevará una chilaba y tendrá todos los instrumentos requeridos o lo que se usara para abrir las tumbas de los reyes muertos y despojarlas de sus tesoros.

—¿De manera que habéis cambiado ideas?

—Bueno, esta vez no es un baile de máscaras. No es necesario el secreto. Prueba este perfume, Anna. Es raro, ¿verdad? El hechicero perfume del Oriente. Pero debo prepararme para la comida. ¡Ya es tarde!

La dejé pensando que, aunque había hablado mucho, me había dicho muy poco… y a mí me importaba saber hasta qué punto estaba interesada en Rex Crediton. Verdad que debía preocuparme más por mis propias reacciones hacia el capitán. Pero me dije que nunca delataría mis sentimientos. Nadie los conocería jamás.

El hechicero egipcio conocido como Gulli-Gulli, que subió en Port Said, para entretenernos con sus tretas, tuvo gran éxito, especialmente con Edward y Johnny. Se colocaron sillas formando círculos en el centro del salón, y los dos niños se sentaron en el suelo, con las piernas cruzadas.

La chilaba daba al hechicero un toque más de misterio ante sus ojos, y las grandes mangas deben haberle sido útiles en su trabajo. Hizo maravillas con aros y papeles; pero la treta principal fue la súbita aparición de unos pollitos en los lugares más desusados, incluso en los bolsillos de los niños. Usó a los dos niños para que sostuvieran los aros y los papeles o lo que fuera, y creo que nunca se divirtieron tanto.

Cuando metió las manos en el bolsillo de Johnny y sacó dos pollitos, los niños saltaron, excitados; y cuando hizo lo mismo con Edward se retorcieron de risa, de deleite. Al terminar cada treta el mago lanzaba el grito de «Gulli-Gulli», y los niños se unían a él, y aplaudían aprobando.

Aquella noche Edward tardó en dormirse, pese a lo agotado que estaba. Gulli-Gulli había desembarcado y avanzábamos por el Canal.

Era una noche preciosa; había luna y la imagen de aquellas riberas arenosas, y alguna ocasional palmera vista por el ojo de buey era tan llamativa que no resistí salir del camarote y subir a la cubierta alta.

Estaba desierta e inclinada sobre la barandilla y pensé en lo que diría tía Charlotte en caso de verme. Mis labios se curvaron en una sonrisa cuando pensé en su desaprobación.

—Hola…

Me volví y lo vi allí de pie. La luna parecía dar brillo a su cara tostada. Llevaba un smoking blanco y entendí por qué Edward lo consideraba un ser superior.

—Hola… —dije vacilante.

—No he tenido muchas ocasiones de hablar con usted a solas desde que salimos de Inglaterra —dijo.

—Claro que no. Tiene usted que ocuparse del barco. Los pasajeros son otra cosa.

—También están a mi cargo.

—Como todo lo que hay en este barco, ya lo sé. Aunque podemos arreglarnos por nuestra cuenta.

—Es lo que deseamos —dijo—. ¿Le gusta el viaje?

—Debo decir como Edward: «Sí, sí, capitán».

—Es un chico inteligente —dijo él.

—Mucho. Y usted es su ideal.

—¿No he dicho que es inteligente? —hablaba con ligereza, pero sentí que había algo grave en sus maneras. Dijo algo sorprendente—: He notado que se ha hecho usted amiga de Dick Callum.

—Oh, sí, nos ha sido muy útil.

—Tiene más ocasiones que yo de mezclarse con los pasajeros. Así es nuestro trabajo… aunque suele estar ocupado cuando estamos en puerto.

—Uno siempre supone que un barco anda solo. Olvidamos que todo se debe al trabajo experto del capitán y su tripulación. Él me tocó apenas, la mano que yo apoyaba en la barandilla.

—¿Echa usted de menos la Casa de la Reina?

—En cierto modo.

—Lamento no poder ofrecerle un asiento Luis XV a bordo.

Reí.

—Me habría sorprendido mucho encontrarlo aquí. En todo caso estaría muy fuera de lugar. Y eso es lo que hay que pensar al elegir muebles. El medio es tan importante como los mismos muebles… —Y me sorprendí a mí misma diciendo con vehemencia—: Me alegro de haber salido de la Casa de la Reina.

Con esta frase cambió nuestro estado de ánimo.

Él se puso serio de pronto.

—Comprendo. He pensado en usted con frecuencia.

—¿De veras?

—Por aquella velada. Fue muy grata para mí. ¿Y para usted?

—También.

—Y de pronto cambió bruscamente, ¿no? Sólo cuando apareció su tía me di cuenta de que había sido una velada excepcional. Allí surgió ella, como el ángel vengador con una espada de llamas. «¡Fuera del Edén, miserables pecadores!».

Reí.

—Es llevar demasiado lejos la comparación, creo.

—Y después ella murió.

—Eso sucedió mucho después.

—Y hubo rumores. Perdón, tal vez no he debido mencionarlos. Tal vez a usted le hace daño que la gente comente esas cosas.

—No usted —dije. Ya no me importaba delatarme. Era feliz como lo había sido aquella noche en la Casa de la Reina. Él —él solo— tenía poder para hacerme arrojar por los aires toda cautela.

—Ella murió y hubo dudas sobre su muerte —prosiguió él— y por un tiempo eso debe haber sido muy desagradable para usted.

—Sí —dije—. Parecía tan increíble que ella hubiera podido suicidarse. ¡No estaba en su carácter! Pero estaba incapacitada. De no haber sido por Chantel… la nurse Loman… no sé qué habría pasado. Creo que hubiera sido… horrible.

—La gente hace cosas extrañas. Nunca se conocen del todo los motivos. Si ella no se mató, ¿quién pudo haberlo hecho?

—Lo he pensado con frecuencia. Estaba Ellen, desesperada por casarse y creo que Orfey nunca se habría casado con ella si no le hubiera llevado el legado de tía Charlotte, legado que, naturalmente, no podía tener hasta que mi tía muriera. —Parece un buen motivo.

—Pero es trivial y no imagino a Ellen como asesina. La imagino mucho más a la señora Morton. Era un poco misteriosa. Tenía una hija enferma, con quien anhelaba estar. Sé que sólo estaba con tía Charlotte en la esperanza de lo que iba a recibir cuando ésta muriera. Nunca conocí de verdad a la señora Morton pese a haber pasado tantos años en la Casa de la Reina. Después naturalmente, estaba yo, la heredera principal, que no estaba en buenas relaciones con ella y que iba a heredar todo.

—Tengo entendido que no era mucho.

—Yo no lo sabía. Sólo cuando murió supe hasta qué punto estábamos endeudadas.

—Supongo que se sintió usted muy desdichada en esa época.

—Fue… horrible. La gente en la calle me miraba furtivamente, murmuraban a mi paso.

—Lo sé —dijo.

—¿Lo sabe?

—Sé lo que es estar bajo una nube. —Clavé los ojos en la tierra, grisácea a la luz de la luna, al cielo de índigo y las miríadas de estrellas; el aire parecía cargado con el leve aroma del almizcle.

—¿Ha oído rumores, respecto a mí? —preguntó.

—¿Qué rumores? No entiendo.

—Creí que entendía. Lo que Callum le ha dicho, por ejemplo. ¿Ha hablado alguien de La Mujer Secreta?

—Ha mencionado quizás el nombre del barco, pero él no me ha dicho nada al respecto.

—Me gustaría que supiera usted algo —dijo— y me gustaría ser yo quien se lo dijera.

—Fue el barco en el que usted navegaba después de…

—Sí, después de la noche en la que me recibió usted en la Casa de la Reina. Quiero hablarle de ese viaje. Fue un desastre y un misterio hasta el día de hoy.

—Cuénteme, pues.

—Callum era mi comisario en La Mujer Secreta, como lo es en este barco. Muchos miembros de la tripulación que estaban conmigo, siguen estándolo ahora. Era un barco distinto a La Serena Dama. Era un velero…

—Y también una «mujer»… no una «dama».

—Es raro. Crea una diferencia. Era una belleza, lo que llamamos un bergantín hecho para el comercio con China. Lo llevaba a Sidney, vía El Cabo y después iba a seguir para las islas. Llevábamos algunos pasajeros a bordo, como llevamos aquí, y uno era un comerciante en joyas, John Fillimore. Llevaba una hermosa colección de diamantes e iba a echar un vistazo a los ópalos australianos. Era un hombre charlatán y quería que todos admiraran su astucia. Y murió.

—¿Quiere usted decir…?

—Quiero decir que murió. El doctor Gregory diagnosticó un ataque al corazón. Habíamos comido una noche y después habíamos ido al bar y creo que él había tomado uno o dos coñacs. Bebía bastante. Después fue a su camarote. Al día siguiente, cuando entró el camarero, lo encontró muerto.

—¿El doctor Gregory estaba también en La Mujer Secreta?

—Sí, era el médico de a bordo, como lo es ahora. En nuestra compañía siempre llevamos un médico. En general sólo se hace cuando la cantidad de pasajeros es mucho mayor. Sepultamos en el mar a John Fillimore, pero los diamantes desaparecieron.

—¿Los guardaba en su camarote?

—Ésa fue su locura. Dijo que valían una fortuna. Le dijimos que convenía guardarlos en nuestra caja fuerte, pero no quiso saber nada. No, dijo que cuando estuviéramos en puerto alguien podía hacer saltar la caja fuerte y llevarse los diamantes. No confiaba. Era muy desconfiado, y creo que su desconfianza se centraba en algunos miembros de la tripulación. Recuerdo una noche en la que varios hablábamos juntos… creo que estábamos Callum, Gregory y yo, y él dijo que sabiendo que iba a navegar con una carga tan preciosa muchos expertos ladrones de joyas debían de haberse unido a la tripulación, nada más que para robarlo. Estaba muy consciente del valor de sus diamantes. Aquella noche nos contó pesadas historias de cómo habían asaltado su casa y su negocio; dijo que no quería arriesgarse con los diamantes. Nunca los dejaba en un sitio más de unos pocos días. Creo que los llevaba sujetos a la cintura, en un cinturón de cuero que llevaba sobre la piel. Una noche bebió de más y hubo que llevarlo al camarote y acostarlo. Quedó horrorizado al día siguiente de miedo a que alguien hubiera visto la banda de brillantes. Le hacíamos bromas. Todos decíamos que anhelábamos llegar a Sidney, para librarnos de una carga tan peligrosa. Y después él murió y lo sepultamos en el mar. Y los diamantes desaparecieron. Revolvimos una y otra vez la cabina buscándolos. No los encontramos en ninguna parte. Si algunos no los hubiéramos visto, no habríamos creído en su existencia. Cuando llegamos a tierra se informó sobre el asunto. Todo el barco fue registrado, pero nunca se encontraron los diamantes. Todos creían que estaban en el barco, en alguna parte.

—¿Y nunca los descubrió?

—Nunca se encontraron —repitió él—. Pero puede usted imaginar los rumores que corrieron. John Fillimore había muerto, aunque sólo estaba al fin de la treintena y no había padecido enfermedad alguna hasta entonces. Esto era misterioso en sí… pero naturalmente nada comparado con la pérdida de las joyas. Y hay un hombre de quien se supone que está enterado más que nadie de lo que pasa en un barco. Ya sabe usted quién es.

—¿El capitán? —dije.

—Exactamente. Yo había visto los diamantes. Los había tenido en la mano. Me había regodeado en ellos, como dirían algunos.

—¿Y lo había hecho usted?

—Nunca me ha entusiasmado tanto un diamante como para regodearme.

—Representan una cantidad de dinero.

—Ése es el punto. Alguna gente cree que se puede cometer cualquier crimen por dinero.

—Desgraciadamente es verdad.

—Pero debo contarle el resto de la historia. Dejamos Sidney y salimos para las islas…

—¿Coralle?

—Sí, Coralle. Quedamos allí dos días y dos noches. No hay un verdadero puerto y el barco quedó en la bahía.

—Y su mujer estaba allí.

—Sí, ella vivía allí con su madre en una mansión destartalada. Ya la verá cuando llegue. Era día de fiesta en la isla. Había danzas nativas; también fogatas y todo el día se oyeron los tambores convocando a la gente a la ciudad principal, para las celebraciones que se harían en el crepúsculo. Era una ocasión pintoresca y, naturalmente, todos querían estar presentes. Desde la muerte de John Fillimore y los rumores y sospechas, la atmósfera había sido inquieta a bordo. Hay algo siniestro en un barco… es como si fuera una cosa viva… pero quizás éste sea el punto de vista de un marino. Pero La Mujer Secreta había sufrido un cambio. Estaba alerta e inquieto. Yo lo sentía. A bordo había espíritu de rebelión. No se lo podía tocar con el dedo, pero es algo que un marino siente. Casi me sentía dueño del Holandés Volante. ¿Conoce la historia? Creo que todo marino la sabe.

—Es un barco fantasma que fue enviado por el Cabo de Buena Esperanza en medio de una tempestad, creo.

—Sí, condenado a navegar eternamente porque se había cometido un crimen a bordo; llevaba metal precioso, y la tripulación fue presa de la peste y no se le permitió entrar en ningún puerto. Bueno, había ese sentimiento de fatalidad en La Mujer Secreta. Algunos decían que se había cometido un crimen, era lo supuesto generalmente y, si no teníamos metales preciosos, teníamos los diamantes de Fillimore. En la leyenda la tripulación había sido presa de la peste, y había una especie de peste en La Mujer Secreta. Estaba en las mentes; y parecía que cada hombre a bordo sabía que avanzábamos hacia un clímax. Había una desobediencia sutil. Nadie se negaba a cumplir órdenes… pero ¿cómo explicarlo? Yo era el capitán y deseaba con toda mi alma no haber visto nunca a John Fillimore y a sus diamantes. Así llegamos a Coralle. Todos querían desembarcar para ir a la fiesta, pero naturalmente algunos tenían que quedarse a bordo, de modo que se arregló que una escasa tripulación montaría guardia, no más de media docena de hombres, hasta que los otros volvieran al barco. Yo ya había visto antes las fiestas: no me interesaban. Aquella noche estaba inquieto, como si supiera que mi barco estaba en peligro. Desde la casa lo veía en la bahía, y tuve el presentimiento de que algo no andaba bien con mi barco. Estaba tan inquieto que decidí ir remando y ver por mi cuenta. Bajé a la costa, tomé un bote a remo, pero apenas me había alejado de la costa cuando hubo una gran explosión y el barco voló en pedazos por encima del mar. La gente se precipitó hacia la playa. No había luna, sino la luz de miles de estrellas. Sólo pude dar media vuelta y remar hacia la costa, porque oí el aviso de un trueno y sospeché otra explosión. Oí gritar a alguien: «Es el capitán».

—¿Y la explosión fue exactamente en La Mujer Secreta?

Él asintió.

—Fue el fin del barco. Quedó convertido en un despojo flotante. Antes de que amaneciera se había hundido en la bahía y sobre el agua flotaban miserables restos. Yo había perdido mi barco. Puede usted adivinar lo que esto significa para un marino. Lo habían puesto a mi cargo, y yo había permitido que pasara esto. Estaba deshonrado, avergonzado.

—Pero no era culpa suya.

—No sé qué pasó esa noche con el barco, pero fue muy misterioso. Lo raro es que el resto de la tripulación, que debía haber estado de guardia, estaba en la isla. Había habido un malentendido con la hoja de trabajo. Algo nunca visto. Pero en la investigación nunca se llegó al fondo. Y ésta es una de las cosas más misteriosas de todo el asunto.

—Parece —dije— que hubiera habido un complot en el que estaban metidas varias personas. Como si se hubiera arreglado de antemano para que no quedara nadie a bordo.

—Órdenes del capitán, para algunas personas. Yo estaba a cargo del barco, que quedó solo, abandonado unas horas, allí en la bahía, mientras todos los miembros de la tripulación, incluso yo, estábamos en tierra.

—¿De modo que no tiene usted idea de quién ha destruido el barco?

—¡Ojalá la tuviera!

—Ya hace mucho tiempo de eso.

—Es algo que nunca se olvida. —Guardó silencio un momento, luego dijo—: Desde la noche que fui a la Casa de la Reina todo parecía cambiado. Antes, la vida era una especie de broma. Después dejó de serlo.

¿Después del desastre?, me pregunté. ¿Después de la visita a la Casa de la Reina?

—Antes yo era un muchacho descuidado. Tenía suerte, según decía Rex. Me metía en situaciones difíciles y confiaba en mi suerte infalible para salir de ellas. Pero la suerte me abandonó. Yo sabía que uno puede actuar ligeramente, con descuido, y a causa de esto tener que lamentarlo por el resto de la vida. Uno puede maldecirse por haber sido un tonto… cosa que hago constantemente, se lo aseguro. Pero esto es fútil…

—Si pudiera usted solucionar el misterio, si pudiera descubrir quién destruyó el barco, entonces ya no sentiría ese remordimiento.

—Eso no es todo —dijo él. Guardó silencio un momento y supe que se refería a su desastroso matrimonio. ¿Acaso, como en otra ocasión, leía yo en sus palabras algo que él no pensaba decir?

Él prosiguió:

—Ya ve usted… ¡soy un hombre encadenado! ¡Sujeto por mis propias acciones alocadas!

—¿Pero quién hubiera podido prever el desastre?

No habló e instintivamente supe que no se refería a La Mujer Secreta. Me pregunté por qué se había casado con Monique. Tal vez lo iba a saber más adelante, cuando viera aquella «mansión destartalada», como él decía, cuando la viera a ella en su marco nativo. Él había actuado precipitadamente, según me decía. Y yo le creía en verdad. ¿Arrastrado por la caballerosidad o la necesidad? Seguramente debía de haberse dado cuenta de que Monique no era mujer para él.

¿Acaso yo lo era?, me pregunté cínicamente. Y me respondí con audacia: «Sí, lo soy; yo sería la perfecta esposa para él. Él era alegre, yo seria. Él era encantador, yo no». Me estaba adecuando al caso. Era una tonta.

Fingí estar pensando en el barco. Dije:

—¿Ha abandonado usted la esperanza de descubrir algún día lo que pasó?

—Curiosamente, no. Tal vez se deba a mi naturaleza. Siempre he sido optimista. Rex me lo ha dicho siempre. Cuando pienso en eso me pregunto si habría manera de descubrirlo. ¿Qué pruebas hay? El barco se ha perdido para siempre, y el secreto debe estar en el barco. Si nadie ha robado los diamantes, deben de estar allí, en cuyo caso probablemente habrán sido tragados por los peces.

—¿Y si alguien los robó?

—¿Quién? ¿Callum? ¿Gregory? ¿Alguien de la tripulación? No era fácil hacerlo. Estaban vigilados, lo sé. Supongo que yo también lo estaba. Cualquier despliegue de súbita riqueza hubiera sido investigado. No, sigue siendo un misterio… y el capitán es el sospechoso número uno. Pero ya se lo he dicho. Ahora entenderá por qué quería hacerlo yo mismo.

—Sí, entiendo. Del mismo modo que yo quería hablar de la muerte de mi tía Charlotte para que usted no pensara…

—Nunca lo hubiera pensado.

—Yo tampoco.

—¡Ah, aquella velada en la Casa de la Reina nos enseñó algo al uno del otro!

—Tal vez.

—Y ahora estamos aquí. El destino, como quien dice, nos ha juntado.

—Eso no me gusta —dije, procurando hablar ligeramente—. No, «juntado» es como si fuéramos despojos de un naufragio.

—Cosa que ciertamente no somos.

Por un rato guardamos silencio; creí que iba a hablar de su casamiento. Esperaba y temía que lo hiciera, porque se había hecho patente, en este encuentro, que había algo especial en nuestra relación. Desesperadamente yo quería que progresara, aunque sabía que no era conveniente. Él había hablado de su precipitación, y esta era por cierto una condición que no se me podía aplicar. Pero tal vez, si mis anhelos eran profundos, yo fuera capaz de hacer una locura como cualquiera.

No, nunca debía olvidar que él estaba casado. No debía permitirme volver a estar en una situación como ésta. El cálido aire de la noche, el oscuro cielo misterioso, la confusa línea de la tierra cercana… formaban un telón de fondo para el romance. Él era un romántico. Se ha dicho de alguien —creo que de Jorge IV— que amaba demasiado a todas las mujeres para amar a una constantemente. Me repetía que esto también podía aplicarse a Red Stretton. ¿Acaso no había visto iluminarse la cara de la señorita Rundle ante la caricia de su voz?

Debía ser fuerte, sensata. ¿Quién era yo para juzgar los flirteos de Chantel con Rex, ya que yo estaba haciendo lo mismo con su medio hermano?

Me estremecí y él dijo:

—¿Tiene frío?

—No. ¿Cómo tenerlo en una noche semejante? Pero se está haciendo tarde. Es mejor que vuelva al camarote.

Me acompañó hasta allí. Yo me adelanté por el estrecho corredor y nos detuvimos ante mi puerta.

—Buenas noches —dijo, y sus ojos eran ansiosos y brillantes. Era casi como había sido en aquella noche mágica en la Casa de la Reina.

Me tomó la mano y la besó rápidamente.

Se abrió y se cerró una puerta. ¡La señorita Rundle! ¿Habría oído nuestras voces? ¿Nos habría visto?

¿Imprudente?, pensé. ¡Era tan imprudente como cualquiera que esté enamorado! ¡Bueno, lo había reconocido!

*****

Pasamos una tarde caliente y ventosa en Aden, habíamos dejado aquella costa volcánica y amarillenta, más bien amenazadora, y estábamos otra vez en alta mar.

De vez en cuando veía al capitán, que siempre se detenía a hablar conmigo. La gente empezaba a darse cuenta. La señorita Rundle, no me cabía duda, había hecho correr el chisme de que lo había visto acompañarme hasta mi camarote por la noche, y que me había besado la mano. Yo notaba el especial interés que ella sentía por mí, y los fríos cálculos de sus ojos de conejo detrás de los «impertinentes» de oro.

La señora Blakey y yo habíamos seguido el consejo de Chantel y nos turnábamos para cuidar a los niños, lo que nos daba más libertad. Todos teníamos la sensación de conocernos desde hacía tiempo. Los Glenning eran populares; parecían ansiosos por mostrarse amistosos. Su gran pasión era el ajedrez, y todas las tardes buscaban un lugar a la sombra y se sentaban con gran concentración a meditar ante el tablero. Rex jugaba a veces una partida con ellos, y con frecuencia Gareth Glenning luchaba contra su mujer y Rex, y creo que les ganaba. Rex parecía estar en muy buenos términos con ellos; y lo mismo pasaba con Chantel. Los cuatro estaban juntos con frecuencia.

La señorita Rundle era muy impopular; su nariz puntiaguda, siempre un poco roja, aun en los trópicos, olía las dificultades y sus chispeantes ojos parecían ver en todo lo que pasaba algo chocante. Vigilaba a Rex y a Chantel tan ansiosamente —y tan esperanzada— como vigilaba mi relación con el capitán. La señora Greenall era muy distinta, y resultaba difícil suponer que eran hermanas. Esta hablaba constantemente de sus nietos, a quienes iba a visitar, y nos aburría contando una y otra vez las mismas historias. Su marido era un hombre tranquilo, que escuchaba cuando ella hablaba, asintiendo con la cabeza como si corroborara las maravillas hechas por sus nietos, y nos lanzaba miradas agudas, como para asegurarse de que apreciábamos la inteligencia de aquellos niños. La señora Malloy se había hecho amiga del primer oficial, que la atendía tanto como a la señorita Rundle, quien preguntaba a quien quisiera oírla si no les parecía chocante que la señora Malloy pareciera haber olvidado que iba a unirse con su marido.

La única persona que no despertaba las críticas de la señorita Rundle era, quizá, la señora Blakey, tan inofensiva, tan deseosa de agradar, no sólo a su hermana, que magnánimamente iba a darle un hogar en Australia, sino a todos a bordo.

Al atardecer jugábamos a veces al «whist», y los hombres —Glenning, Rex y el primer oficial— con frecuencia hacían una partida de póker.

Así transcurrían aquellos perezosos días y noches; y llegó el momento del baile de disfraces.

El tema era «Las Mil y Una Noches»; Redvers me había dicho que esos bailes de fantasía eran el punto culminante de las diversiones durante el viaje.

—Queremos que los pasajeros estén contentos —explicó— por eso deseamos darles algo para aliviar la monotonía de los largos días en el mar, cuando el próximo puerto está tan lejano. Piensan días enteros en sus disfraces; y después del baile lo comentan durante un tiempo. Es necesario que los pasajeros lo pasen bien.

Para mí el punto culminante del viaje eran los breves intervalos en los que lo encontraba casualmente y nos quedábamos a charlar un rato. Me permití imaginar que él procuraba prolongar esas ocasiones, tanto como yo; y que significaban algo para él.

La salud de Monique había mejorado sin lugar a dudas durante el viaje. Chantel decía que se debía al tiempo y al capitán… aunque el primero era más cálido que el segundo.

—Sabes —me dijo un día— a veces creo que la odia…

—Claro que no —dije, dándome vuelta.

—Es un matrimonio desastroso. A veces ella me cuenta cosas, cuando está mareada por la droga. tengo que drogarla de vez en cuando. Orden del médico. La otra noche dijo: «Pero lo atrapé. Lo pesqué con la red. Podrá agitarse, pero no estará libre mientras yo viva».

Me estremecí.

—¡Mi querida y gazmoña Anna! Es chocante. Pero tú también lo eres, un poquito. Por lo menos según la señorita Rundle. Chismea sobre ti tanto como sobre mí.

—Esa mujer ve cosas que no existen.

—Estoy segura de que así es… del mismo modo que ve cosas que existen. Creo que debemos cuidarnos de madame Rundle, Anna.

—Chantel —dije—, ¿qué piensa… Rex… de Australia?

—Oh, cree que es una comarca de oportunidades. La sucursal de allí es floreciente como un gran sauce… y naturalmente florecerá más cuando él esté allí un tiempo.

—Me refiero a… dejar el barco.

Ella abrió sus luminosos ojos verdes y dijo:

—¿Te refieres a despedirse de La Serena Dama?

—Me refiero a despedirse de ti.

Sonrió.

—Creo que se entristecerá un poquito.

—¿Y tú?

—Quizá yo también.

—Pero… parece que no te importara.

—Hemos sabido desde el principio que él iba a desembarcar en Sidney. ¿Por qué portarse de pronto como si fuera una sorpresa?

—No llevamos el corazón en la manga…

—Un artículo bastante ridículo, Anna, y espero que no te hagas culpable de usarlo. ¡El corazón en la manga, realmente! ¿Cómo podrían alimentarlo las venas y las arterias si estuvieran en una ubicación tan imposible?

—Las enfermedades tienen sangre fría.

—Nuestra sangre, querida Anna, está a la temperatura normal.

—¡Vamos, Chantel, no seas cínica! ¿Estás bien?

—Ya te lo he dicho antes: siempre estaré bien.

Fue la sola satisfacción que pude obtener. Pero, cuando dejáramos Sidney, cuando él se hubiera ido de verdad: ¿podría ella conservar su magnífica independencia?

*****

Era la noche del baile. Yo me había envuelto en la seda que había comprado en Port Said. Me había puesto las chinelas blancas y doradas con las puntas levantadas y me había echado un chal sobre la cara formando un yashmak.

—Estás… hermosa —dijo Edward, cuando entré en su cabina.

—Oh, Edward, sólo ante tus ojos.

—Ante los ojos de todos —declaró él con vigor.

No había estado bien aquel día por haber comido demasiado golosinas el día anterior; el hecho de que se contentara con permanecer en cama el resto del día demostraba cómo se sentía. Johnny había ido al camarote a acompañarlo, y juntos habían pintado en sus libros.

Como Edward había comido poco, quise darle leche antes de prepararlo para la noche. Él asintió, de modo que se mandaron a la cabina leche y bizcochos. En cuanto los vio no le gustaron, y dijo que los comería más tarde o cuando tuviera hambre. Después de vestirme fui a la cabina de Chantel para mostrarle mi traje y preguntarle qué pensaba de él. Ella no estaba, de modo que me senté a esperarla. Tenía que venir pronto, porque no le quedaba mucho tiempo para arreglarse. Sobre la cama había un par de babuchas turcas de gasa verde y chinelas como las que yo había comprado en Port Said. No tuve mucho que esperar.

—¡Dios, ya estás lista!

Me pregunté si habría estado con Rex. Deseaba que confiara en mí.

—Volveré —dije— cuando te hayas vestido.

—No, no te vayas. Ayúdame a vestir. Es difícil meterse en esas ropas.

—¿De modo que voy a ser tu doncella?

—¡Como la pobre Valerie Stretton!

Hubiera preferido que no dijera aquello. Pensé: por donde se mire parece que hubiera algo envuelto en misterio; y de pronto recordé el Diario de Chantel y cómo había descrito a la madre de Red llegando con sus botas llenas de barro y tan enferma. La vida era como un río, clara con frecuencia en lo alto y con corrientes barrosas sólo visibles cuando se miraba atentamente.

—¿Por qué has pensado en ella? —pregunté.

—No sé. Me pasó por la cabeza. ¿Verdad que son divertidas estas babuchas? Las compré en Port Said.

—¿Para esta ocasión?

—Pensé que iban a chocar a la señorita Rundle y que por eso sólo valía la pena comprarlas.

Se las puso. Eran tremendamente atractivas. Sus ojos brillaban como nunca esta noche. Pero esto era habitual. Envolvió los hombros en tela verde y hábilmente formó un corpiño. Estaba magnífica.

—Deberías tener una diadema centelleante en la frente —dije.

—No. En todo caso no la tengo. Llevaré el manto suelto. Creo que será más efectivo.

Era sorprendente en verdad. Dije:

—Chantel, creo que eres la mujer más bonita que he visto.

Ella me rodeó entonces con los brazos y me besó. Creí ver lágrimas en sus ojos. Después dijo, sobria:

—Tal vez no veas mi verdadera personalidad.

—Nadie te conoce tan bien como yo —dije con firmeza—. Nadie. Y nadie podría ser tan bello si no fuera… bueno.

—¡Qué tonterías dices! ¡Quizá deseas que me disfrace de santa! Pero no hay santos árabes, ¿verdad?

—Serás mucho más efectiva como una muchacha esclava, o lo que se supone eres.

—Y espero ofender deliciosamente a la señorita Rundle. Al menos tendremos color en medio de tantas chilabas. ¿Es así como se dice en plural, mi sabia amiga?

—En verdad no lo sé… ¿pero estarán en plural?

—No lo dudes. He averiguado. Rex tiene una. Gereth Glenning también y el señor Greenall me reconoció tímidamente que también llevará una. La señora Greenall dijo que será muy divertido y algo para contar a los nietos. Me pregunto si hablarán de las hazañas del abuelo tanto como éste había de las de ellos. Ivor Gregory me contó que hay una cantidad de… chilabas… en el barco… y algunos miembros de la tripulación las usarán. Incluso reconoció que él llevará una. Después de todo: ¿qué otra cosa puede usar un hombre?

—Será como entrar en un souk.

—Bueno, ¡ésa es la idea general! ¡Vamos, estoy lista! ¿No te parece que también debo llevar un yashmak? Ya ves, no somos tan distintas, aunque yo lleve los pantalones.

—En verdad somos muy distintas. Tu disfraz es mucho más exacto, y también mucho más bonito.

—¡Mi querida, querida Anna, siempre poniéndote en desventaja! ¿No sabes acaso que el mundo nos juzga de acuerdo a como nos juzgamos? Veo que tendré que darte algunas lecciones sobre la vida.

—Las recibo todos los días. ¿Y estás segura de ser tan buena maestra?

—Tomo nota de esa frase críptica —dijo—. Y el tiempo marcha.

—Iré al camarote para arropar a Edward para la noche.

Me acompañó. Edward estaba sentado en el camastro de abajo, pasando las páginas de su libro de pinturas. Dio un gritito de placer al ver a Chantel.

—Llevas pantalones —la acusó.

—Soy una dama oriental, de modo que naturalmente debo hacerlo.

—Me gustaría dibujarlos —dijo él.

—Por la mañana me harás un retrato —prometió ella.

Yo noté que él estaba muy soñoliento. Dije:

—Edward, deja que te arrope antes de bajar.

—Todavía no ha tomado la leche y los bizcochos —dijo Chantel.

—Los tomaré en un minuto —dijo Edward.

—Bebe ahora —dijo Chantel— para que la pobre Anna pueda bajar con la conciencia tranquila.

—¿Acaso no tiene ahora una conciencia tranquila?

—Claro que la tiene. La gente como Anna siempre tiene buena conciencia.

—Sí —dijo él.

—Bueno, métete en la cama y lo haré.

Él rió. Chantel sabía hechizarlo y creo que él le tenía tanto cariño como a mí… de manera diferente, claro está. Yo representaba cierta solidez; ella le divertía: ¿y a quién no le gusta que le diviertan?

Ella lo arropó y lo besó.

—Estás con sueño esta noche —dijo.

Y él bostezó de nuevo.

Me alegré de que estuviera tan dispuesto a dormir; y Chantel y yo salimos del camarote.

*****

El salón había sido decorado para la ocasión; alguien —el primer oficial, me dijo en secreto la señora Malloy—, había puesto signos árabes en todas las paredes, y el lugar estaba en penumbras. Todos los hombres parecían haber elegido la chilaba como disfraz; y el salón en verdad tenía el aspecto de una calle del Medio Oriente. Uno de los oficiales tocó el piano para que bailáramos. La señora Malloy bailó con el primer oficial y Chantel con el médico. Había escasez de mujeres, de modo que supuse que todas iban a tener compañero… hasta la señorita Rundle.

Busqué a Redvers, pero no lo vi. Lo habría reconocido en cualquier parte, incluso disfrazado, y no iba a disfrazarse. Me había dicho que, como capitán, no podía hacerlo; tenía que estar listo para cumplir en cualquier momento con su deber. Me sorprendió que el médico y el primer oficial se hubieran disfrazado.

Pero no fue el capitán quien me invitó a bailar sino Dick Callum.

Yo no era buena bailarina y me disculpé.

—Es usted demasiado modesta —me dijo.

—Veo que está usted con el traje de orden —dije, indicando su chilaba.

—Los hombres tenemos poca imaginación —dijo él—. Sólo hay dos mendigos pidiendo Baksheesh, dos fellajin y algunos llevando tarbush. Los demás nos hemos puesto este manto y lo hemos dejado como está.

—Supongo que son fáciles de conseguir. ¿Compró el suyo en Port Said?

Él meneó la cabeza.

—Siempre que hacemos este viaje tenemos esta fantasía de Las Mil y Una Noches. Parece que hay gran cantidad de estas cosas a bordo.

—Supongo que será un poco cansado hacer esto regularmente.

—Es siempre un placer estar con quienes no se aburren. Pero hace calor aquí. ¿No quiere sentarse un rato?

Le dije que sí y salimos a la cubierta.

—Quería hablar con usted —dijo él—. Quiero decirle algo, pero no sé cómo hacerlo.

—Generalmente no le faltan a usted las palabras.

—Ya lo sé. Pero esto es… delicado.

—Ahora me ha puesto usted muy curiosa.

—Probablemente me odiará.

—No imagino esto bajo ninguna circunstancia.

—¡Qué persona tan reconfortante es usted! No me sorprende que el hijo del capitán la adore.

—Creo que eso es exagerado. Tiene un poco de respeto por mí. No es más que eso. Pero dígame lo que me quiere decir.

—¿Promete perdonarme antes que empiece?

—¡Oh, Dios, me hace usted pensar que se trata de algo terrible!

—No creo que lo sea… todavía. Bueno, adelante. Se trata del capitán.

—¡Oh!

—La he ofendido.

—¿Cómo voy a ofenderme si ignoro lo que me quiere decir?

—¿No adivina?

Adivinaba, pero dije:

—No.

—Bueno, yo he navegado con él con frecuencia. Ya conoce usted la frase de que los marinos tienen una mujer en cada puerto. A veces es verdad.

—¿Acusa al capitán de bigamia?

—Creo que sólo ha cumplido una vez con la ceremonia del matrimonio.

—Entonces… ¿qué?

—Anna… permítame que la tutee. Nos conocemos bastante bien, ¿verdad?

Incliné la cabeza.

—Entonces, Anna, él tiene reputación de ser medio Donjuán. En cada viaje elige una pasajera a la que presta especial atención. En este viaje te ha elegido a ti.

—Nos conocíamos de antes. No somos totalmente extraños.

—Lamento haberte ofendido. Pero estoy preocupado.

—No soy tan joven. Sé cuidarme.

Él pareció aliviado.

—Debí suponer que ibas a darte cuenta de… cómo es él.

—¿Y cómo es?

—Un hombre de aventuras fáciles.

—¿De verdad?

—Nunca creyó que lo atraparan como lo atraparon. Pero fue demasiado incluso para él… me refiero a la madre de la chica y a la vieja niñera. Ella estaba embarazada y ellas llamaron en su auxilio a toda la magia negra. Le echaron una maldición a él y a todos los barcos que comandara a menos que se casara con ella.

—¿Quieres decir que él se casó por ese motivo?

—Tuvo que hacerlo. Los marinos son muy supersticiosos en tierra firme. Nadie hubiera navegado con un capitán que tenía una maldición encima. No tenía alternativa, de modo que se casó con la chica.

—Parece un poco rebuscado.

—La vida suele ser más complicada de lo que parece.

—¡Pero casarse a causa de una maldición!

—De todos modos debía casarse con ella.

—Quizá fue por eso que se casó.

Dick rió.

—¿Pero comprendes, no, por qué estoy preocupado por ti?

—Has estado sacando conclusiones precipitadas. ¿Acaso las ha sugerido la señorita Rundle?

—¡Esa vieja chismosa! No creería nada de lo que me dijera. Pero esto es distinto. Esto te concierne, y todo lo que te concierne es de gran importancia para mí.

Quedé atónita pero mis pensamientos estaban demasiados ocupados con Redvers para prestar atención a las sugerencias de Dick Callum.

—Eres muy amable —dije— en preocuparte por mí.

—No es amabilidad, sino incapacidad de obrar de otro modo.

—Gracias. Pero te ruego que no te preocupes. No comprendo tu ansiedad porque alguna vez yo charle con el capitán.

—Siempre que entiendas… temo estar haciendo un lío con todo esto. Si alguna vez necesitas ayuda… ¿permites que te la ofrezca?

—Hablas como si te hiciera un favor al permitir eso, cuando en verdad soy yo quien debe agradecer. De buena voluntad aceptaré tu ayuda si la necesito.

El puso su mano sobre la mía y la estrechó.

—Gracias —dijo—. Es una promesa. Te la recordaré —creí que iba a decir algo más, y dije con rapidez:

—¿Quieres que volvamos a bailar?

Estábamos bailando cuando oímos los gritos en la cubierta de abajo. El piano se detuvo bruscamente. Era la voz de un niño. En seguida pensé en Edward y me di cuenta de que no se trataba de él, sino de Johnny Malloy.

Corrimos a la cubierta inferior. Otros se nos habían adelantado. Johnny gritaba:

—¡Era el Gulli-Gulli, lo vi, lo vi!

Mi primera idea fue: «El niño ha tenido una pesadilla». Pero entonces vi algo más: echado en la cubierta, profundamente dormido, estaba Edward.

Ivor Gregory se adelantó y levantó a Edward. Johnny seguía gritando:

—¡Lo vi, les digo que lo vi! Se llevaba a Edward. Y yo lo seguí y grité: «¡Gulli-Gulli, espérame!». Y Gulli-Gulli dejó a Edward y salió corriendo.

Parecía una locura. Fui a ver al médico, que me miró fijamente y dijo:

—Lo llevaré a su camarote.

Asentí y lo seguí. Vi a la señora Malloy que corría al encuentro de Johnny, preguntaba qué hacía el niño y a qué se debía tanto alboroto.

El doctor Gregory depositó con suavidad a Edward en la cama y se inclinó sobre él. Le levantó los párpados y miró sus ojos.

Dije:

—No está enfermo, ¿verdad?

El médico meneó la cabeza y pareció intrigado.

—¿Qué puede haber pasado? —pregunté.

No contestó. Dijo:

—Creo que llevaré el niño a la enfermería. Lo tendré allí un rato.

—Pero entonces está enfermo…

—No, no, pero lo llevaré.

—No entiendo qué puede haber pasado.

Él se había quitado la chilaba al dejar al niño en la cama; cuando se fue vi que seguía en el suelo.

La recogí. Tenía un leve olor a almizcle, el perfume que muchos habían comprado en el bazar. Era tan fuerte y penetrante que parecía aferrarse a todo lo que se le acercaba.

Dejé caer la chilaba y volví a cubierta. Johnny había sido llevado al camarote por su madre y la señora Blakey. Todos comentaban el incidente. ¿Qué diablos había pasado? ¿Cómo había llegado allí el niño dormido? ¿Y qué era esta loca historia de Gulli-Gulli llevándoselo por la cubierta y dejándolo cuando Johnny había gritado?

—Es una broma —dijo Chantel— nos divertíamos y otros quisieron también divertirse.

—¿Pero cómo salió el chico? —preguntó Rex, que estaba junto a Chantel.

—Salió y fingió estar dormido. Se explica fácilmente.

—El médico no creyó que estuviera despierto —intervine.

—Tonterías —dijo Chantel—. No es sonámbulo, ¿verdad? Aunque tal vez lo sea. He tenido enfermos que hacían cosas rarísimas estando dormidos.

La señorita Rundle se adelantó a hablar.

—¡Toda esa charla sobre el Gulli-Gulli! ¡Pura invención! Habría que darles una paliza a los dos.

Claire Glenning dijo con suavidad:

—Creo que se divirtieron un poco. No hay que darle demasiada importancia.

—De todos modos algunos nos asustamos —dijo Chantel—. Supongo que era lo que buscaban.

—Una tormenta en un vaso —dijo Gareth Glenning.

—De todos modos —anunció la señorita Rundle— a los niños hay que enseñarles disciplina.

—¿Qué propone usted? —Preguntó Rex—. ¿Ponerles grilletes?

Rex había establecido el tono a seguir, como tantas veces. Por tranquilo que fuera, nadie olvidaba nunca que él era Rex Crediton, industrial, financiero, millonario… o que lo sería cuando muriera su madre. Su gravedad, dignidad y maneras retraídas implicaban que no necesitaba llamar la atención sobre su personalidad. Bastaba con que fuera Rex, y, si no era el amo aún, lo sería a su debido tiempo… el dueño del gran imperio Crediton.

—¡Sigamos con el baile! —dijo, mirando a Chantel.

Y entonces volvimos al salón y bailamos, pero era imposible olvidar aquella extraña escena en la cubierta de abajo y, aunque no hablábamos de aquello, estaba aún en la mente de todos.

Me retiré temprano; y, al llegar al camarote, encontré una nota del doctor Gregory sobre la cómoda. Esa noche el niño iba a seguir en la enfermería.

*****

Al día siguiente, temprano, se presentó un camarero para decirme que el doctor deseaba verme. Fui a su cabina, algo alarmada.

—¿Dónde está Edward? —pregunté.

—Todavía está acostado. Ha estado un poco enfermo… nada grave. Estará perfectamente para el mediodía.

—¿Lo seguirá usted teniendo aquí?

—Sólo hasta que se levante. Ahora… está bien.

—¿Pero qué pasó?

—Se trata de algo grave, señorita Brett. El niño fue drogado anoche.

—¡Drogado!

El doctor asintió.

—La historia que contó Johnny… no era imaginada. Alguien debe haber ido al camarote y sacado al niño.

—¿Para qué?

—No lo entiendo. He interrogado a Johnny. Dijo que no podía dormir porque estaba pensando en el baile y los disfraces. Había hecho un dibujo de su madre y quiso mostrarlo a Edward de modo que se puso el batín, las zapatillas y fue en su busca. Se perdió y procuraba ubicarse cuando vio a Gulli-Gulli que se llevaba a Edward.

—¡El mago Gulli-Gulli! Pero subió en Port Said y desembarcó allí.

—Se refiere a alguien que llevaba una chilaba.

—¿Quién?

—Casi todos los hombres de a bordo llevaban una chilaba anoche, señorita Brett.

—¿Pero quién puede haber sacado a Edward?

—Es lo que me gustaría saber. Y quién lo drogó antes.

Yo me había puesto pálida. Los ojos del médico estaban en mi rostro como si creyera que yo era responsable.

—No lo puedo creer —dije.

—Parece increíble.

—¿Y cómo pueden haberlo drogado?

—Fácilmente: tabletas para dormir disueltas en agua… en leche…

—¡Leche! —repetí.

—Dos tabletas ordinarias pueden volver inconsciente a un niño. ¿Tiene usted algunas píldoras para dormir, señorita Brett?

—No. Creo que su madre tiene. Pero ella no…

—Es lo más fácil del mundo apoderarse de las tabletas para alguien que quiera hacerlo. El misterio es… ¿para qué?

—Drogar al niño para que no diera la alarma cuando lo levantaran y lo llevaran a cubierta. ¿Con qué propósito? ¿Tirarlo por la borda?

—¡Señorita Brett!

—¿Qué otra cosa? —pregunté.

—Una idea semejante parece absurda —dijo él.

Guardamos silencio un rato. Y pensé: sí, claro que es absurdo. ¿Estoy sugiriendo que alguien quiere asesinar a Edward?

Me oí decir con voz alta y poco natural:

—¿Qué piensa usted hacer?

—Creo que cuanto menos se hable de esto, tanto mejor. Exagerarán. Dios sabe lo que dirán. Por el momento casi todos creen que era un juego inventado por los niños.

—Pero Johnny insistirá en que vio a alguien a quien llama Gulli-Gulli.

—Creerán que lo ha imaginado.

—Pero saben que Edward estaba inconsciente.

—Creerán que fingía.

Sacudí la cabeza.

—Es horrible —dije.

Él estuvo de acuerdo conmigo. Después empezó a hacerme preguntas. Yo recordaba que habían traído la leche, que Edward no había querido bebería, que yo había ido al camarote de Chantel, que ella había regresado conmigo, y que incluso había probado la leche cuando quiso convencer al niño para que la bebiera.

—Le preguntaré si sintió algún sabor raro.

—Lo habría dicho en ese caso.

—¿No puede usted darme ninguna luz sobre este misterio?

Dije que no podía.

Volví a mi cabina, sintiéndome muy inquieta.

*****

Quería hablar con Redvers. Sabía que el doctor Gregory iba a informarle, y me preguntaba cuál sería su reacción al enterarse de que alguien había querido asesinar a su hijo. Asesinar era una palabra muy fuerte. Pero ¿con qué otro propósito podían haber drogado al niño?

El médico no quería que nadie se enterara. Quizás iba a mantener el secreto para la mayoría de los pasajeros, pero yo, como gobernanta, debía saberlo, y también Redvers, por ser el padre: además, como capitán del barco, debía estar enterado de todo lo que pasaba a bordo.

Debía ir a su cabina y hablar con él. Tenía que hacerlo.

Hubo un golpe en la puerta y la voz de Chantel dijo:

—¿Puedo pasar? ¿Cómo se encuentra esta mañana nuestro aventurero nocturno? —preguntó.

—Está en la enfermería.

—¡Dios mío!

—Ya está bien, Chantel. El médico no quiere que la cosa corra, pero anoche lo drogaron.

—¿Drogado? ¿Cómo?

—Quizá sea más importante saber porqué. Oh, Chantel, tengo miedo.

—No es posible que alguien haya querido dañar al niño.

—¿Pero por qué lo drogaron y lo sacaron del camarote? De no haber sido por Johnny, ¿qué crees que hubiera pasado?

—¿Qué? —preguntó ella sin aliento.

—Creo que alguien quiso matar a Edward. Podían haberlo arrojado por la borda. Nadie habría oído nada. El niño estaba inconsciente. Quizás habrían dejado una zapatilla junto a la borda. Se habría supuesto que él había salido a vagar y se había caído. ¿Comprendes?

—Ahora que lo explicas así, entiendo. El lugar más fácil para cometer un crimen debe de ser el mar. Pero ¿para qué? ¿Con qué motivo?

—No se me ocurre nada.

—Esto dará trabajo extra a la señorita Rundle.

—El doctor Gregory cree que conviene guardar secreto. Edward se inquietaría terriblemente si supiera que está en peligro. No lo sabe y no debe saberlo.

—¿Y Johnny?

—Ya encontraremos la manera de arreglar la cosa. De todos modos él no está autorizado para andar dando vueltas por la noche, de modo que ha caído en desgracia por esto. ¡Gracias a Dios que salió a pasear!

—Anna, ¿no estás exagerando todo esto? Puede haber sido una broma que no dio en el blanco.

—¿Qué broma?

—No sé. Después de todo era una noche especial y todos estábamos muy contentos con nuestras ropas orientales. Quizás algún árabe disfrazado bebió de más y planeó algo que no salió.

—Pero el niño fue drogado, Chantel. Voy a ver al capitán.

—¿Ahora?

—Sí, creo que debe estar en su cabina a esta hora. Quiero hablar con él. Tendré que tomar precauciones especiales para el resto del viaje.

—Querida Anna, estás tomando esto demasiado en serio.

—El niño está a mi cargo. ¿No sentirías la misma responsabilidad con respecto a un paciente?

Asintió a esto y la dejé en un mar de dudas. Cuando me dirigí hacia la cabina del capitán y trepé la escalerilla no se me ocurrió que estaba actuando en contra de las convenciones sociales. Sólo podía pensar en que alguien había drogado al niño y se lo había llevado, y podía haber pasado algo horrible de no haber sido por Johnny Malloy.

Llegué a lo alto de la escalera y me encontré ante la puerta del capitán. Llamé y, ante mi alivio, fue su voz la que me invitó a pasar.

Estaba sentado ante una mesa, con unos papeles delante.

Cuando entré se puso de pie y dijo:

—¡Anna!

Su cabina era amplia y llena de sol. En las paredes había cuadros de barcos y, sobre una cómoda, un modelo de barco de bronce.

—Tenía que venir —dije.

—¿Por el niño? —preguntó; y supe que ya estaba enterado.

—No entiendo esto —le dije— y me siento inquieta.

—He hablado con el médico esta mañana. A Edward le dieron una tableta para dormirlo.

—No entiendo nada. Espero que no crea usted que yo…

—Claro que no lo creo, mi querida Anna. Tengo absoluta confianza en usted. ¿Pero puede usted darme alguna luz sobre esto? ¿Tiene alguna idea?

—Ninguna. Chantel… la nurse Loman, cree que debe tratarse de un bromista.

Él pareció aliviado.

—¿Es posible?

—Parece sin sentido. ¿Para qué drogar al niño? Sólo pueden haberlo hecho para que él no diera cuenta de quién lo llevaba. Me parece ir demasiado lejos para una simple broma. Tengo una sospecha terrible. Tal vez alguien quiere asesinar a Edward.

—¿Asesinar al niño? ¿Por qué motivo?

—Pensé… que usted podía saberlo. ¿Es que puede haber algún motivo?

Él pareció atónito.

—No se me ocurre nada. ¿Y a Edward?

—No está enterado de nada. Y no debe enterarse. No sé qué efecto tendría esto sobre él. Debo tener más cuidado. Debía haber estado en la cabina, no bailando. Debí vigilarlo por la noche, como lo vigilo durante el día.

—No se eche usted la culpa, Anna. No debe hacerlo. Él dormía en su camarote. ¿Quién podía pensar que podía sucederle allí algo?

—De todos modos alguien puso la píldora en la leche para dormirlo. ¿Quién puede haberlo hecho?

—Varias personas podrían haberlo hecho. Alguien de las cocinas… alguien cuando la traían. La leche ya debía estar drogada cuando se la dieron a usted.

—Pero ¿por qué, por qué?

—Puede no tratarse de lo que usted cree. Él puede haber encontrado las tabletas en el cuarto de su madre y creído que eran dulces.

—No estuvo allí. Estuvo un poco cansado todo el día y durmió casi todo el tiempo.

—Puede haberlas sacado en cualquier momento. Es la respuesta más plausible. Encontró las tabletas en el cuarto de su madre, se las metió en el bolsillo creyendo que eran dulces y las comió esa noche.

—¿Y el hombre que vio Johnny llevándose a Edward?

—Es posible que haya salido por su cuenta antes que las tabletas produjeran efecto. Es probable que los niños hubieran estado hacía ya un rato en la cubierta cuando Edward empezó a sentir sueño. Al ver que se quedaba dormido, Johnny no supo qué hacer e inventó la historia del hombre Gulli-Gulli para salir el paso.

—Es la explicación más plausible hasta ahora, y la más cómoda. Tenía que hablar con usted. Debía hacerlo.

—Lo sé —dijo él.

—No debí haber venido aquí… a molestarlo. No es correcto, estoy segura.

Él rió.

—Mi única respuesta es que estoy encantado de verla en cualquier momento.

La puerta se había abierto tan silenciosamente que no nos dimos cuenta hasta que una carcajada estridente resonó en la cabina.

—¡Te he atrapado!

Era Monique. Parecía una loca, con el pelo a medias levantado, a medias suelto: se envolvía en un kimono de seda rojo, en el que estaba pintado un dragón dorado. Oí el débil aliento entrecortado cuando luchaba en busca de aire.

—Pasa y siéntate, Monique —dijo Redvers.

—¿Y unirme a este tête a tête? Que todo sea cómodo, ¿eh? No, no me sentaré. Y quiero que sepas una cosa: no tolero esto. No lo toleraré. Desde que vino al castillo, esta mujer quiere separarte de mí. Me pregunto qué hará después. La vigilo. Tiene que saber que estás casado… casado conmigo. Es probable que no le guste… que no te guste a ti… pero es verdad y nada puede cambiarlo.

—Monique —dijo él suavemente—, Monique…

—Eres mi marido y yo soy tu mujer. Nada cambiará esto mientras yo viva. Nada lo cambiará.

Dije:

—Voy a llamar a la nurse Loman.

Redvers asintió y, dirigiéndose hacia Monique, quiso conducirla a su dormitorio, pero ella luchó salvajemente y empezó a gritar más fuerte, y cuanto más gritaba más difícil le era respirar.

Corrí hacia la cabina, Chantel salía en ese momento.

—¡Oh, Chantel hay una escena atroz! Creo que la señora Stretton va a sentirse muy mal.

—¿Dónde está? —preguntó Chantel.

—En la cabina del capitán.

—Que el cielo nos asista —gruñó y, apoderándose del maletín en el que guardaba sus cosas, salió corriendo.

Quise seguirla, pero comprendí que no era conveniente. Era el verme lo que había iniciado toda la historia.

Volví a mi cabina y me senté, inquieta, preguntándome qué iba a pasar después.

*****

Monique se puso muy enferma, tanto que el episodio nocturno de los dos niños quedó olvidado. Chantel estaba constantemente en las cabinas del capitán, atendiéndola. Todos creían que la esposa del capitán estaba a punto de morir.

Edward se había recuperado totalmente. No le dijimos nada acerca de su aventura. Creía sencillamente que había comido algo que no le había caído bien, algo que le había dado sueño y lo había enfermado. Estaba muy excitado por haber estado en la enfermería, lo que le confería una decidida ventaja sobre Johnny. En cuanto a Johnny fue severamente reprendido por su madre —a la que tenía mucho respeto— y le dijeron que lo mejor era que olvidara todo el asunto. Se trataba de una broma relacionada con la fiesta de Las Mil y Una Noches, y como él no tenía derecho a haber estado allí, esto podía significar que la decisión de no castigarlo podría ser reconsiderada. Lo mejor era, por lo tanto, olvidar el asunto lo antes posible.

Además Edward tenía una nueva importancia: su madre estaba muy enferma.

La atmósfera del barco había cambiado. La gente había cambiado conmigo.

Era inevitable que se supiera que Monique se había enfermado gravemente al encontrarme en la cabina del capitán. La señorita Rundle se había precipitado sobre la información como una urraca sobre una piedra brillante. Adornó y embelleció la historia a su manera, y la sirvió con el olfato especial que tenía para volver las cosas sabrosas.

El descubrimiento de una mujer en la cabina del capitán había provocado el ataque. ¡Pobre mujer, tenía que aguantar mucho! ¡Los cuentos que había oído del capitán! La señorita Rundle no sabía a dónde iría a parar el mundo. Incluso entre un grupo tan reducido, allí estaba la nurse Loman, casi siempre en compañía de Rex Crediton, y se preguntaba si la hábil criatura estaría planeando atraparlo. (¡Qué ilusión! La señorita Rundle sabía de buena fuente que él estaba casi comprometido con la hija del magnate de otra compañía naviera). La señora Malloy estaba siempre acompañada por el primer oficial, aunque tenía el marido en Australia y él había dejado a su mujer y dos hijos en Southampton. (Esto era verdad evangélica, porque, cuando el señor Greenal le había mostrado el retrato de sus nietos en Inglaterra, el primer oficial se había visto atrapado, y había tenido que confesar que tenía dos hijos). Pero todo esto palidecía ante el escándalo de la gobernanta descubierta en la cabina del capitán por la esposa de éste, cosa que la había trastornado tanto (¡pobrecita, no era de extrañar!) que estaba a punto de morir. No, no sabía hacia dónde iba el mundo, ¿y qué podía esperarse con un capitán semejante?

En verdad era desagradable.

Chantel procuraba consolarme. Cuando volvió de las cabinas del capitán me invitó a ir a su camarote. Edward estaba con Johnny, al cuidado de la señora Blakey; pero yo nunca me sentía feliz en esas ocasiones. Sentía que debía vigilarlo siempre, y aunque la señora Blakey era muy responsable, no me gustaba perderlo de vista. Por otra parte temía mostrar mi miedo y contagiárselo.

—No está tan enferma como parece —dijo Chantel—. Estos ataques aterran a quienes los ven, y son terribles para la paciente. Es la falta de aire. Pero se curará en uno o dos días.

—Eso espero.

—Mi pobre Anna —empezó a reír—. Debes reconocer que la idea de ti como femme fatale es divertida. Pero el capitán, creo, como dice Edith «está un poco encaprichado contigo».

—¡Chantel!

—Es verdad. Hay algo en sus ojos cuando habla contigo. Y también en los tuyos, querida. Bueno, es verdad que lo has idealizado todos estos años. Eres una romántica, Anna. Y te diré algo más: Dick Callum también está interesado en ti.

—Es muy amable conmigo.

—Pero naturalmente prefieres al romántico capitán. Bueno, no está libre, pero puede estarlo algún día. Ella puede morir en uno de esos ataques, y además está la enfermedad del pulmón.

—Chantel, por favor, no digas esas cosas.

—Nunca supuse, Anna, que quisieras eludir la verdad.

—Todo es… tan… turbador.

De pronto su cara adquirió una expresión traviesa.

—¿Preferirías no haber venido? ¿Preferirías estar trabajando con algún anticuario a cambio de una escasa remuneración? De todos modos nunca habrías encontrado al anticuario… o a la anticuaría. Es el destino. La forma en la que todo se resuelve. Mi ida a la Casa de la Reina, mi ida al castillo, el traerte a ti. El destino… con un poquito de ayuda de la nurse Loman.

—No he dicho que no me gustara haber venido.

—«Una hora de gloriosa vida, vale un siglo sin ella»… algo, que he olvidado, pero que Wordsworth sabía.

—Se atribuye a Scott, pero no es seguro que él haya sido el autor, y en verdad no se aplica, ¿verdad?

—Nadie como tú para saber. Pero el sentimiento es el mismo. Yo prefiero mi breve hora de color (y hay otra para ti) que vivir los días monótonos, sin peligro y sin diversión.

—Depende —dije.

—Bueno, al menos te he dado algo para pensar y apartar tu mente de esa bruta de la señorita Rundle. Pero no temas. Dentro de unos días la mujer del capitán volverá a estar de pie. La traeré aquí en cuanto pueda, para poder vigilarla y darle un poco de descanso al pobre capitán. Creo que es un fardo muy pesado para él. Pero en el mar el tremendo drama de un día se olvida al siguiente. Mira cómo nos hemos recobrado todos del incidente Edward-Johnny. Apenas lo mencionan ahora.

Una vez más me había consolado. Dije súbitamente:

—Pase lo que pase, Chantel, espero que siempre estemos juntas.

—Yo me encargo de ello. El destino puede echar una mano… pero puedes dejar la cosa tranquilamente en las mías.

*****

Chantel tuvo razón. Al cabo de unos días Monique estuvo tan bien como lo había estado cuando subió a bordo. Volvió a su camarote al lado del de Chantel y todos dejaron de hablar de su muerte inminente.

A veces se sentaba en la cubierta. Chantel la acompañaba y se sentaba a su lado. Edward las acompañaba a veces, y era mimado o ignorado según el estado de ánimo de su madre. Él aceptaba esto filosóficamente.

Ella me ignoraba, aunque a veces veía a aquellos hermosos ojos oscuros clavados en mí, y parecían divertidos. Me preguntaba si iría a despedirme cuando llegáramos a su casa. Éramos nosotras quienes debíamos decidir si nos quedábamos o volvíamos. ¿Acaso no lo había dicho lady Crediton? Yo era demasiado útil junto a Edward para que Monique quisiera librarse de mí; y no había malicia en Monique. Hacía escenas porque le gustaba hacerlas, y estaba especialmente agradecida a los que le daban motivos: y yo, debido a la atracción que el capitán sentía por mí, estaba en esa categoría.

Éste parecía ser el caso, porque un día me pidió que me sentara junto a ella en la cubierta y dijo:

—Espero que no tome usted en serio al capitán. A él le gustan las mujeres, ¿sabe? Es galante con todas.

No supe qué contestar a esto, de modo que tartamudeé diciendo que creía que había un malentendido.

—Fue lo mismo cuando fuimos a Inglaterra. Había una muchacha en el barco. Se parecía un poco a usted. Más bien tranquila… ¿cómo se dice…?, hogareña. Son las que le gustan. Se siente bueno siendo amable con quienes pueden apreciar su amabilidad.

—No dudo —dije con cierta aspereza— de que todas le estamos muy agradecidas, tanto más si no estamos acostumbradas a las atenciones.

Ella rió. Chantel me dijo después que Monique había dicho que simpatizaba conmigo. Yo tenía una manera tan rara de hablar, y eso la divertía. Entendía por qué el capitán me había elegido para tener atenciones conmigo durante este viaje.

—Ya ves —dijo Chantel— no te preocupes por los chismes. Monique no es una inglesa convencional. Dudo que la moral de las islas sea como la de una sala victoriana. Se enoja porque está apasionadamente enamorada de su capitán, y la indiferencia de él la enloquece a veces. Pero le gusta que las otras mujeres lo admiren.

—Todo esto me parece muy extraño.

—Es que tienes la costumbre de tomarlo todo muy seriamente.

—Las cosas serias deben ser tomadas con seriedad.

—No estoy tan segura.

—Chantel, ya nos queda poco tiempo. Todo ha cambiado bruscamente. Parece que hubiera una atmósfera de… fatalidad. La he sentido desde la noche en que sacaron a Edward de su camarote.

—¡Fatalidad! —dijo ella.

—Bueno, no puedo olvidar lo que pasó. No puedo sacarme de la cabeza el hecho de que alguien quiso matar al niño.

—Debe haber otra explicación.

—El capitán cree que Edward encontró las píldoras de su madre para dormir y creyó que eran dulces.

—Muy posible. Es un muchachito curioso… siempre anda hurgando por aquí y por allá. «¿Qué es esto?». «¿Qué es aquello?». Y el cuarto de su madre es para él la cueva de Aladino.

—Si él y Johnny hubieran salido a cubierta para espiar el baile, él se hubiera quedado dormido y Johnny hubiera inventado al hombre Gulli-Gulli…

—Naturalmente. Ésa es la explicación. Es perfecto. Si se piensa, es la única posible.

—Me gustaría estar segura.

—Yo me siento perfectamente segura. Lo siento por tu sensación de fatalidad. Me sorprendes, Anna. ¡Tú, tan práctica, tan razonable!

—De todos modos voy a vigilar a ese niño cada minuto que está a mi cargo. Atrancaré la puerta del camarote por la noche.

—¿Y dónde está él ahora?

—Al cuidado de la señora Blakey, con Johnny. Ella siente lo mismo, porque Johnny nunca debió haber salido. Ahora atrancamos las puertas de los camarotes por la noche, cuando están acostados.

—Eso detendrá los vagabundeos nocturnos. Bueno, pronto nos despediremos de Johnny, de su madre y de su tía.

Le lancé una mirada penetrante. Y también de Rex, pensé. ¿De verdad le importa él? A veces tenía la sensación de que Chantel me ocultaba las cosas.

¿Cómo era posible que pensara perderlo cuando atracáramos en Sidney y que permaneciera tan indiferente? Él sería recibido por los Derringham y quedaría atrapado por un torbellino de negocios y actividades sociales. Pobre Chantel, su posición era tan desesperada como la mía. Pero no necesitaba serlo. Si Rex desafiaba a su madre, si le pedía a Chantel que se casara con él, podían ser felices. Él era libre.

Pero advertía debilidad en él. Era atractivo, es verdad; tenía ese tipo de fácil encanto que Red poseía en mucho mayor grado. Para mí era como una pálida sombra de su medio hermano.

Pero Rex había desafiado a su madre al no declararse a Helena Derringham. ¿Hasta dónde, me pregunté, llevaría adelante el desafío? Hubiera deseado que Chantel me confiara cuáles eran sus sentimientos hacia él. Pero naturalmente yo tampoco le había confiado mis verdaderos sentimientos. El hecho es que me negaba a considerarlos. ¿Cómo podía reconocer que amaba desesperadamente a un hombre que estaba casado con otra mujer? No me atrevía.

Debíamos guardar nuestros secretos, incluso entre nosotras.

*****

El calor era intenso en Bombay. La respiración de Monique se hizo difícil y Chantel tuvo que cancelar su paseo a tierra. El capitán tenía negocios en Bombay e iba a ser recibido por algunos agentes de la compañía. Llevó consigo a Edward.

La señora Malloy me dijo que el primer oficial y el comisario habían sugerido que yo los acompañara en un viaje de exploración. La señora Blakey se encargaba de Johnny e iba a ir con los Greenall y con la señorita Rundle.

Acepté la invitación y partimos en un coche abierto, la señora Malloy y yo protegidas del caliente sol por grandes sombreros y sombrillas.

Para mí fue una extraña experiencia y mi pensamiento y mi mente volvieron al pasado, a la época en la que había vivido con mis padres. Cuando vi las mujeres lavando las ropas en el río, y vagamos por los mercados mirando los marfiles y bronces, las sedas y las alfombras, volví a los días de la infancia. Pasamos junto al cementerio en Malabar Hill y yo miré en busca de los cuervos.

Hablé de mis recuerdos a Dick Callum, y él se interesó mucho. La señora Malloy y el primer oficial escuchaban cortesmente: estaban más interesados en sí mismos.

Nos detuvimos en el camino cerca de una casa de té, y caminamos por separado. Dick Callum y yo, la señora Malloy y el primer oficial. Frente a la casa de té los mercaderes mostraban sus artículos: hermosos chales de seda, exquisitas alfombrillas de encaje y manteles, elefantes de ébano con brillantes colmillos blancos.

Nos llamaron con voces suaves para que compráramos, y nos detuvimos y miramos. Compré un mantel que pensé enviar a casa para Ellen, y un elefantito para la señora Buckle.

Admiré un hermoso chal blanco con exquisitos bordados azul y plata. Dick Callum lo compró.

—Es una pena desilusionarlos —dijo.

En la casa de té se estaba más fresco y un viejo apergaminado se acercó a las mesas con unos preciosos abanicos de plumas de pavo real para vender. Dick me compró uno.

Cuando bebíamos el té, que resultó muy refrescante, él dijo:

—¿Qué pasará cuando lleguemos a Coralle?

—Todavía falta tiempo.

—Más o menos unas dos semanas desde Sidney.

—Pero aún no hemos llegado a Sidney.

—¿Te quedarás allí?

—Siento que mi destino está en la balanza. Lady Crediton ha establecido claramente la situación. Si no soy aprobada, o si deseo volver, volveré a Inglaterra a costa de la compañía. Lo mismo se aplica a la nurse Loman.

—Ustedes son grandes amigas…

—No imagino la vida sin ella, aunque hace años no la conocía. Pero nos hemos hecho tan amigas, como hermanas, y a veces siento como si la hubiera conocido toda la vida.

—Es una joven muy atractiva.

—No he conocido a nadie que lo sea más.

—Yo sí —dijo él mirándome intensamente.

—No lo creo —dije con ligereza.

—¿Quieres que siga?

—No debes hacerlo, porque no te creeré.

—Pero si yo lo pienso…

—Entonces estás equivocado…

—No imagino lo que será La Serena Dama una vez que te hayamos dejado. Los marinos tenemos amigos en tierra.

—Entonces seremos amigos.

—Es un consuelo. Quiero pedirte una cosa. ¿Quieres casarte conmigo?

Recogí el abanico de plumas de pavo real. Súbitamente sentí calor.

—No… no puedes hablar en serio.

—Hablo en serio.

—Tú… apenas me conoces…

—Te conozco desde que salimos de Inglaterra.

—No hace tanto tiempo.

—En un barco la gente se conoce rápidamente. Es como vivir en la misma casa. Es distinto en tierra. En todo caso, ¿qué importa?

—Importa mucho. Uno debe conocer bien a la persona con la cual va a casarse.

—¿Acaso conocemos bien a nadie? En todo caso sé bastante como para haberme decidido.

—Entonces has sido… un poco precipitado.

—Nunca soy precipitado. He pensado: Anna es la mujer que me conviene. Es bonita, inteligente, amable y buena. Es responsable. Creo que es la cualidad que más aprecio.

Era la primera vez que me pedían en matrimonio, aunque ya tenía veintiocho años. No era como yo había soñado… en aquellos lejanos días en los que pensaba que alguien se me declaraba. Éste era un tranquilo cálculo de mis virtudes, de las cuales la principal es que yo era responsable.

—He hablado demasiado pronto —dijo él.

—Tal vez hubiera sido mejor que no hablaras.

—¿Quieres decir entonces que la respuesta es «no»?

—La respuesta debe ser no —dije.

—Por el momento. Lo acepto. Pero puedes cambiar.

—Me gustas mucho —dije—, has sido amable conmigo. Estoy segura de que… eres tan responsable como crees que yo lo soy. Pero no creo que esa sea una base suficientemente sólida para el matrimonio.

—Hay otros motivos. Naturalmente, estoy enamorado de ti. No sé expresarme tan bien como algunos. No soy como nuestro galante capitán, quien, no dudo, es capaz de los discursos más apasionados… y de actuar de acuerdo a ellos… sin que sea verdad ni la mitad de lo que dice.

Le lancé una mirada penetrante.

—¿Por qué le tienes tanta antipatía? —pregunté.

—Quizá porque siento que él te gusta demasiado. Anna, no pienses más en él. ¡No permitas que te trate como ha tratado a otras!

—¡Otras! —dije rudamente.

—¡Vamos, no supondrás ser la única! Mira a su mujer. La forma en que la trata…

—Él… es también cortés con ella.

—¡Cortés! ¡Ha nacido con la cortesía! Es parte de su encanto. ¡Encanto! Eso le ha dado un lugar en el castillo. Un lugar en la compañía. Tiene encanto… como lo tuvo su madre antes que él. Por eso se convirtió en la querida de Sir Edward. Y nuestro capitán puede seguir adelante con sus maneras descuidadas. Podrá caer en un escándalo capaz de arruinar a cualquier otro hombre, pero su encanto… su eterno encanto, sirve para sacarlo de apuros.

—No sé a qué te refieres.

—Ya has oído hablar de La Mujer Secreta. Y, si no has oído, oirás. Había una fortuna en ese barco. Cien mil libras, dicen… todo en diamantes. ¿Y qué pasó con ellos? ¿Qué pasó con el comerciante? Murió a bordo. Lo sepultaron en el mar. Yo estaba presente cuando arrojaron su cuerpo al agua. El capitán se encargó de las oraciones. ¡Pobre John Fillimore, que murió tan súbitamente! ¿Y sus diamantes? ¿Qué fue de ellos? Nadie lo sabe. Pero el barco fue volado en la bahía de Coralle.

Yo me había puesto de pie.

—No quiero oír esto.

—Siéntate —ordenó, y yo le obedecí. Estaba fascinada por el cambio que se había producido en él; era vehemente en su odio hacia el capitán; de verdad creía que Redvers había asesinado a John Fillimore y había robado los diamantes.

—Debo hablar contigo Anna —dijo— y debo hacerlo porque te amo. Tengo que salvarte. Estás en peligro.

—¿Peligro?

—Conozco las señales. He navegado antes con él. Tiene una manera de atraer a las mujeres que yo no poseo. No lo niego. Te engañará como ha engañado a su pobre mujer, aunque en este caso no se haya escapado del todo. Es un bucanero como jamás ha habido otro. Hace doscientos años hubiera sido pirata. Hubiera navegado bajo el pabellón de la calavera. Ahora no puede asaltar en alta mar, pero, si ve una fortuna de cien mil libras a su alcance no la dejará escapar.

—¿Te das cuenta de que estás hablando de tu capitán?

—A bordo obedezco sus órdenes, pero ahora no estoy a bordo. Estoy hablando con la mujer con quien quiero casarme y quiero decirle la verdad. ¿Dónde están esos diamantes? Para mí está claro. Es claro para muchos, aunque no pueda probarse. Están guardados en alguna caja fuerte en un puerto extranjero. Son su Fortuna y los sacará cuando sea seguro hacerlo. No es fácil disponer de los diamantes, ¿sabes? Son reconocibles, de modo que él deberá tener cuidado. Pero se las arreglará. La fortuna lo espera. Él tiene que tener una propia fortuna, ¿verdad? El testamento de sir Edward nombró a Rex porque Rex es su hijo legítimo.

—Es una conjetura loca.

—Tengo pruebas para apoyarla.

—Entonces sugiero que las presentes al capitán.

—Mi querida, querida Anna, no conoces a nuestro capitán. Él tendrá una respuesta. Siempre las tiene. ¿Acaso no hizo desaparecer convenientemente el barco… el escenario del crimen? ¡El capitán que perdió su barco! ¿Cuántos capitanes lo habrían soportado? Cualquier otro hubiera sido despedido, habría caído en desgracia y viviría en alguna lejana isla en el Pacífico… Como Coralle. Pero naturalmente él debe tener su fortuna en diamantes, y será todavía un hombre rico.

—Dos veces me has sorprendido hoy —dije—. Primero con tu declaración de amor, y después por tu declaración de odio hacia el capitán. Y noto que eres más vehemente en la expresión de odio que en la de amor.

Se inclinó hacia mí: la rabia le coloreaba las mejillas; incluso el blanco de los ojos estaba levemente teñido de rojo.

—¿No entiendes —dijo— que las dos son una misma cosa? Es porque te amo tan profundamente que odio tanto. Es porque él también está interesado en ti… y tú en él.

—Me juzgas mal —dije—. Me sorprende, ya que pretendes conocerme tan bien.

—Sé que nunca actuarás… de manera deshonrosa.

—Entonces tengo una virtud más, además de la de ser responsable.

—Anna, perdón: me he dejado llevar por mis sentimientos.

—Volvamos. Ya es tarde.

—¿De esta manera? ¿No tienes nada que decirme? —No me interesa oírte hacer acusaciones que no puedes probar.

—Conseguiré una prueba —dijo—. Por Dios, la conseguiré.

Yo me había puesto de pie.

—Cambiarás —prosiguió él—. Entenderás y, cuando lo hagas, volveré a hablar contigo. Dime al menos que no te opones a esto.

—Me opondría mucho a perder tu amistad —dije.

—¡Qué tonto soy! ¡No debí haber hablado! No importa, todo está como antes. No cedo fácilmente, ¿sabes?

—No lo dudo.

—Si necesitas mi ayuda en cualquier momento… estaré a mano.

—Es consolador saberlo.

—¿Y no te desagrado?

—No creo que a una mujer le desagrade nunca un hombre por decirle que la ama.

—Anna, desearía decirte todo lo que pienso.

—Ya me has dicho bastante para empezar —le recordé.

Regresamos caminando lentamente entre los vendedores, sentados en el suelo ante sus mercaderías. Los otros dos ya estaban en el coche.

—Creíamos que se habían perdido —dijo la señora Malloy.

Cuando llegamos al muelle y subimos la pasarela Dick me puso en las manos el chal de seda blanca.

—Lo compré para ti —dijo.

—Pero yo creí que lo habías comprado para otra persona.

—¿Para quién pensaste?

—Bueno, tal vez para tu madre.

Una leve sombra oscureció su cara. Dijo:

—Mi madre ha muerto —y deseé no haber dicho aquello, porque comprendí que pensar en ella le provocaba dolor. Y entonces se me ocurrió que de verdad no sabía mucho acerca de él. Me amaba; odiaba al capitán. ¿Qué otras emociones violentas habría en su vida?

Nos alejábamos del muelle cuando Chantel se presentó en mi cabina. Hizo una mueca:

—¡Pensar que tuve que quedarme a bordo!

—¿Cómo está la enferma?

—Un poco mejor. El calor le hace mal. Se recobrará cuando estemos otra vez en alta mar.

—Chantel —dije—, no falta mucho para que lleguemos a Australia.

—Estoy pensando cómo será nuestra isla. ¡Imagínate! ¿O no puedes? Pienso en palmeras, arrecifes de coral y en Robinson Crusoe. Me pregunto qué haremos cuando se vaya el barco y nos deje allí.

—Tendremos que esperar para saberlo.

Ella me lanzó una mirada aguda.

—Hoy ha pasado algo.

—¿Qué? —pregunté.

—Me refiero a ti. Saliste con Dick Callum, ¿no?

—Sí, y con la señora Malloy y el primer oficial.

—¿Y?

Vacilé.

—Me pidió que me casara con él.

Ella me miró fijamente. Después dijo, con rapidez:

—¿Y qué dijiste? ¿«Señor, esto es tan súbito»?

—Algo parecido.

Ella pareció respirar más libremente.

—Me parece que no simpatizas mucho con él —dije.

—¡Oh, me es indiferente! ¡Pero, Anna, no me parece bastante!

—¡Vamos! ¿No te parece bastante para mí?

—Como de costumbre te valoras poco. De manera que le rechazaste y él aceptó el rechazo como un caballero y pidió permiso para renovar el pedido en una fecha posterior.

—¿Cómo lo sabes?

—Es la regla. El señor Callum la acepta. Estoy segura. Él no es para ti, Anna.

Sentí un vivo deseo de defenderlo.

—¿Por qué no?

—Dios mío, no pensarás hacerlo en secreto, ¿no?

—Es poco probable que me hagan otra declaración y mucha gente opina que es mejor casarse con alguien a quien no se ama que no casarse.

—Cedes muy fácilmente. Profetizo que un día te casarás con el hombre que te guste.

Dije:

—Bueno, lo rechacé, pero seguimos siendo buenos amigos. Me regaló esto. Desenvolví el chal y se lo mostré.

Ella lo tomó y lo echó sobre sus hombros. Le quedaba a la perfección. Pero la verdad es que todo le sentaba bien.

—De modo que no pudiendo aceptarlo como marido aceptaste el chal.

—Hubiera sido grosero no hacerlo.

—Él volverá a declararse —dijo ella—. Pero no lo aceptes, Anna. Nunca es bueno aceptar un «premio consuelo». —Vio el abanico y sus ojos se dilataron de horror—. ¡Un abanico… un abanico de plumas de pavo real! ¿De dónde lo has sacado?

—Lo compré cerca de Malabar Hill.

—Trae mala suerte —dijo—. ¿No lo sabías? Las plumas de pavo real están malditas.

—¡Chantel, qué tontería!

—De todos modos —dijo— no me gusta. Es tentar al destino. Tomó el abanico y salió corriendo con él. Yo corrí tras ella. La alcancé en la barandilla, pero ya había tirado el abanico al mar.

*****

Hubo días y noches calientes cuando atravesábamos el océano índico. Nos sentíamos demasiado perezosos para hacer otra cosa que tendernos en las hamacas en el costado del barco. Sólo los dos niños parecían conservar alguna energía. Yo veía de vez en cuando a Redvers; después de la escena en su cabina él había parecido evitarme durante unos días, y después dejó de hacerlo. Mientras cruzábamos aquel tranquilo mar tropical tenía más descansos; y como a Edward le gustaba estar con él todo el tiempo posible, esto significaba que yo también lo veía con frecuencia.

Edward decía:

—Ven, vamos al puente. El capitán dice que puedo ir.

—Te acompañaré pero te dejaré después.

—Conozco el camino —se burlaba Edward— pero el capitán dice que también puedes venir tú.

De modo que estábamos allí entre los instrumentos de navegación, y en los lapsos en los que Edward estaba muy absorto en algún instrumento y dejaba de hacer penetrantes preguntas, podíamos cambiar una o dos palabras.

—Lamento aquel estallido —me dijo en nuestro primer encuentro después de la escena—. Debe haber sido muy molesto para usted.

—Para usted también —contesté.

—Para mí no fue una novedad —era la primera vez que percibía un dejo de amargura en su voz.

—Estaba aterrada de que produjera algún efecto terrible.

—Uno de estos días… —dijo él. Sus ojos, que parecían haberse vuelto más azules desde que estábamos en el mar, estaban fijos en la curva del mundo, donde el mar se unía al apagado azul sin nubes del cielo—. Sí, uno de estos días sucederá…

Después me miró, sus ojos azules agudos, interrogantes. Sentí que el corazón me daba un salto. ¿Era ésta otra declaración, la declaración de un hombre cuya esposa aún vivía? ¿Me estaba pidiendo que «esperara»?

Me estremecí. Detestaba la idea de esperar una muerte. Cuándo la gente me decía: «Al morir su tía usted quedará bien», aquello me chocaba. Era horrible esperar que la muerte nos sacara a otros del camino. Recordé los cuervos en Malabar Hill.

Temí que la menor respuesta de mi parte liberara un torrente de palabras que era mejor no pronunciar, pero, como me hubiera dicho Chantel, los pensamientos existían aunque uno no los pusiera en palabras.

Edward se acercó y pidió la venia.

—¿Capitán, qué es esa cosa con una manija?

Había pasado el momento.

—Es mejor que me muestre, Bosun. —Había apodado a Edward Bosun, cosa que deleitaba al niño: hizo que Johnny también lo llamara así.

Me sentí profundamente conmovida al verlos juntos. Jamás creería que él fuera capaz de matar a un hombre para apoderarse de una fortuna. Era inocente. Y sin embargo… había ido a la Casa de la Reina y no me había dicho que era casado. Y ahora: ¿sugería en verdad que yo debía esperar?

Qué situación peligrosa podía surgir si alguien estaba en el camino de algo apasionadamente deseado. Una situación bastante común como para haber merecido el título de «cliché» de «eterno triángulo». ¡Y pensar que yo había estado a punto de caer en esto!

Yo había dejado la vida protegida y entrado en la zona de peligro, yo, la hogareña Anna (como me llamaba Monique). Yo podría estar ahora a salvo en Inglaterra, como consejera de algún anticuario, dama de compañía de una anciana, o gobernanta de un niño. Éstas habían sido las alternativas.

Edward estaba absorto.

—Será marino algún día —dijo Redvers, volviéndose hacia mí.

—Eso no me sorprendería —contesté—, aunque los niños cambian y con frecuencia lo que ambicionan en la infancia pierde atractivo cuando son mayores.

—¿Cuál era su ambición cuando niña?

—Creo que simplemente quería ser como mi madre.

—Yo no veía mucho a mi madre.

—Quizá los niños idealizan a un padre cuando no lo ven mucho… o no lo ven.

—Puede ser. Para mí, mi madre era el ideal de la gracia y la belleza, porque siempre la vi alegre. Supongo que alguna vez habrá estado triste, pero no cuando yo estaba presente. Reía mucho. Mi padre la adoraba. Ella era muy distinta a él. Recordé todo muy vivamente cuando estábamos en Bombay.

—¿Le gustó el paseo en tierra?

Vacilé. Después dije:

—Fui con Dick Callum, la señora Malloy y el primer oficial.

—Un grupito muy agradable.

—Él ha viajado muchas veces con usted, ¿no?

—¿Callum? Sí, es buen tipo, muy responsable.

Hubiera querido decirle: «Callum lo odia a usted. Creo que sería capaz de hacerle algún daño si pudiera». Pero ¿cómo decirlo?

—Creo que piensa que yo arreglé todo el asunto de «La Mujer Secreta» y que tengo a buen recaudo las joyas.

—¿Sabe usted que él piensa eso?

—Todos lo piensan, mi querida Anna. Era la conclusión obvia.

Yo quedé sorprendida y encantada por la forma en que había dicho «mi querida Arma», porque me hizo sentir que de verdad lo era.

—¿Y usted acepta eso?

—No puedo culparlos por pensar lo obvio.

—Pero… ¿no lo incomoda?

—Ha tenido cierto efecto sobre mí. Me ha decidido a solucionar el misterio para poderles decir: «Están equivocados».

—¿Sólo eso?

—Y para demostrar que soy honrado, naturalmente.

—¿Y sólo lo logrará descubriendo dónde están los diamantes?

—Creo que están en el fondo del mar. Lo que quiero descubrir es quién destruyó mi barco.

—Esa gente cree que lo hizo usted.

—Por eso quiero demostrar que no es así.

—¿Pero cómo?

—Descubriendo quién lo hizo.

—¿Tiene alguna esperanza de lograrlo?

—Siempre espero. Cada vez que voy a Coralle creo que voy a encontrar la solución del acertijo.

—Pero el barco se hundió y los diamantes con él. ¿Cómo podrá lograrlo?

—Alguien, en alguna parte del mundo, y probablemente en la isla, conoce la respuesta. Algún día lo descubriré.

—¿Y usted cree que la respuesta está en Coralle?

—Siento que así debe ser.

Me volví hacia él bruscamente.

—Procuraré averiguar. Cuando «La Serena Dama» haya partido dejándonos allí, haré todo lo que esté en mi poder para probar su inocencia.

Él sonrió.

—¿Usted cree en ella?

—Creo —dije lentamente— que usted podría hacerme creer cualquier cosa.

—Qué frase tan rara… es como si creyera en contra de su voluntad.

—No, no. Mi voluntad me obliga a creer, porque quiero creer.

—Anna…

—Sí…

Su cara estaba cerca de la mía. Yo lo amaba y sabía que él me amaba. ¿O acaso no lo sabía? ¿Era éste un ejemplo de mi mente forzando mi voluntad a creer?

—Pensé en ti todo el tiempo en Bombay. Me gustaría haber estado contigo. Y Callum… no es mal tipo, pero…

Tendí la mano y él la tomó. Después puso en palabras la idea que había estado en su mente.

—Anna, no hagas nada precipitado. Espera.

—¿Esperar qué? —preguntó Edward que se había acercado de pronto—. ¿Y por qué están tomados de la mano?

—Eso me recuerda —dije— que debes ir a lavarte las manos antes de almorzar.

Tuve que salir corriendo. Temía a mis emociones.

*****

En la cubierta Gareth Glenning y Rex Crediton jugaban al ajedrez. Chantel estaba en el camarote atendiendo a Monique que se había sentido mal durante la noche. La señora Greenall había acorralado a la señora Malloy y pude oír que hablaba de sus nietos.

—… Traviesos, naturalmente. Pero los niños son los niños y él sólo tiene seis años. «Bueno», le dije, «cuando volvamos a Inglaterra ya serás un hombrecito». La señora Malloy gruñó soñolienta.

Edward y Johnny jugaban al ping-pong en la gran mesa de felpa verde en el extremo de la cubierta, con una red alrededor para proteger las pelotas y yo podía observarlos cómodamente.

Tenía un libro en el regazo pero no estaba leyendo. Tenía la cabeza en un torbellino. En mis oídos resonaba una palabra: «Espera».

Nunca había hablado de su matrimonio; nunca me había dicho lo que lo había hecho sufrir. Era por Chantel que yo estaba enterada de que era un desastroso fracaso. Chantel escuchaba las confidencias de Monique; vivía cerca de ellos, pasaba ratos en las cabinas del capitán cuando Monique había ido allí.

—Me sorprende que no la haya asesinado —me decía— o ella a él. Ella se excede. Una vez, estando yo allí ella agarró un cuchillo y se lanzó contra él. Naturalmente no fue en serio. Ella apenas tiene fuerzas para respirar, menos para clavar un cuchillo en el sólido pecho de un hombre —Chantel podía bromear, pero no yo…

—¿Sabes? —Dijo Chantel—. Lo atraparon para que se casara con ella. Lo que él había considerado una leve aventura amorosa se convirtió en otra cosa. Tuvo que casarse con ella. Hubo una vieja niñera que amenazó con maldecirlo si no lo hacía. Monique me lo dijo. Y un capitán de barco no puede estar bajo una maldición.

No le dije que había oído ya la historia.

—Es posible o no que Edward haya estado en camino. A veces, por los pecados que cometemos tenemos que pagar el doble. Al menos si nos descubren. Pero la pobre Monique sigue adorando al capitán. Le escribe cartas. Continuamente se las llevo a su cabina. Ella sólo confía en mí. Apasionada, apasionada Monique. Bueno, quizás él debe ser bueno con ella. Monique no vivirá mucho tiempo.

Dije que era una situación muy trágica.

—Lo sería más si ella fuera una mujer fuerte y sana.

Yo no soportaba oír a Chantel hablar de este modo. Había veces en las que pensaba que hubiera sido mejor para las dos quedarnos en Inglaterra.

Y aquí estaba yo en cubierta oyendo el plop-plop de las pelotas sobre la mesa verde y los gritos de alegría y protesta de los niños, mientras miraba la página impresa, leía un párrafo sin entender lo que había leído, miraba los delfines saltando o los peces voladores que se elevaban y volvían a caer al agua.

Soplaba una suave brisa cálida y tal vez por esto las voces llegaron a mí tan claramente.

Provenían de la mesa de ajedrez. Era Rex, y hablaba con más intensidad de la que nunca le había oído.

—¡Ah!… ¡demonio!

Sólo podía dirigirse a Gareth Glenning; y era difícil imaginar a nadie que se pareciera menos a un demonio.

Supuse que le habría dado jaque, lo pensé de pasada. Pero su tono había sido muy vehemente, y después oí la risa de Gareth. Era desagradable y burlona.

Probablemente yo estaba adormilada y llena de fantasías. Simplemente estaban jugando su juego favorito y supuse que Gareth estaba ganando.

Pensé que pronto llegaríamos a Sidney, y entonces todo sería distinto. Muchos nos dejarían. Rex, los Glenning, la señora Malloy y todos los pasajeros. Sólo quedaríamos yo, Edward, Chantel y Monique. Y cuando llegáramos a Coralle habría otro cambio, pero yo no estaría allí para verlo.

Un barco había aparecido en el horizonte, con las velas desplegadas al fuerte viento. Los niños salieron corriendo para verlo.

—¡Un crucero yanqui! —exclamó Edward.

—Un crucero chino —contradijo Johnny.

Discutieron, olvidados del ping-pong. Siguieron mirando el barco y Edward se vanaglorió de sus conocimientos superiores, enseñados por el capitán.

La señorita Rundle se acercó paseando con un gran sombrero atado bajo el mentón con un chal para proteger un cutis que Chantel había dicho una vez que no valía le pena proteger.

—Hola, señorita Brett. —La forma misma en que pronunció mi nombre era un reproche—. ¿Tiene usted inconveniente en que me siente a su lado?

Lo tenía, pero no podía decírselo.

—Oh, Dios —sus ojos se posaron en la señora Malloy y la señora Greenall—. A ella no le gustará tener que decir adiós a su oficial.

—Creo que es una simple amistad de a bordo.

—Es usted muy caritativa, señorita Brett.

Que no era por cierto lo que yo podía decir de ella.

—Pero entonces….

Se interrumpió con una mueca: pero había dicho bastante.

—Y usted se quedará cuando todos nos hayamos despedido.

—Sólo por corto tiempo, hasta llegar a Coralle.

—Tendrá usted a la tripulación… y al capitán… que quedarán con usted. Pero tendrá que compartirlos con los demás. ¿Cómo está la pobre señora Stretton?

—Está en su camarote. Según me dice la nurse Loman.

—¡Pobrecita! ¡Imagino todo lo que habrá tenido que soportar!

—¿No lo sabe? —pregunté con cierta ironía.

—Dios mío, no. ¡Con un hombre semejante! La forma en que me sonríe cuando le doy los buenos días…

—¿De veras?

—Es un don Juan nato. Sí, ella me da mucha lástima… y cualquier otra a la que él fascine. Claro que la gente debería tener más cabeza, y más decencia. No sé, la gente me deja atónita. Ahí está su amiga la nurse Loman y… eh… —miró hacia Rex—. ¿Cómo cree ella que se va a librar?

—No creo que nadie piense en cómo va a librarse de una amistad. No habría amistades si así fuera.

—Oh, usted es muy inteligente, sabe hablar. Supongo que así debe ser una gobernanta. Esos chicos… ¡Cómo gritan! ¿No habría que mandarlos callar? Dios, cuando yo era niña…

—«El antiguo estilo ha cambiado y ha sido reemplazado por el nuevo» —dije, y pensé en Chantel a quien le gustaba hacer citas y siempre citaba mal, como yo estaba haciéndolo probablemente ahora.

—Hum… —dijo.

—Es un crucero yanqui —chillaba Edward—. Voy a preguntarle al capitán.

Salió corriendo por la cubierta, seguido por Johnny.

—Edward —dije— ¿dónde vas?

—A ver al capitán. Quiero mirar por esa cosa que tiene. Es maravilloso. Se pueden ver muy bien las cosas lejanas.

—¿Cuándo lo viste? —chilló Johnny.

—Una vez… dos veces. Lo he visto, ¿verdad, Anna? Lo vi cuando estábamos allá. Fue esa vez en la que el capitán te tenía de la mano y te dijo que esperaras. Fue entonces. Había un gran barco. Le pregunté al capitán y dijo que era un crucero yanqui.

La señorita Rundle apenas pudo contener su excitación.

Dije:

—No puedes ir ahora. ¿Y el partido de ping-pong? Vete a terminarlo.

—Pero…

—Se lo podrás describir al capitán cuando lo veas. Tal vez él te muestre dibujos, y tú puedas identificar el barco.

—Él tiene muchos cuadros allí, ¿verdad Anna?

Dije:

—Sí, y ambos los verán alguna vez. Pero debes recordar que él tiene que ocuparse del barco. De modo que termina el partido y después verás las imágenes.

Y seguimos pues en la cubierta. El barco se perdió en el horizonte, y los delfines saltaban alegres. Rex y Gareth Greenall dormitaban, y la señorita Rundle se fue. Comprendí que iba en busca de alguien a quien contar su último descubrimiento.

El capitán me había tomado la mano y me había pedido que esperara.

*****

Fue una suerte, creo, que pronto llegáramos a Freemantle. La excitación de llegar a puerto siempre parecía suavizar cualquier cosa entre los pasajeros. Incluso la señorita Rundle no podía excitarse demasiado con escándalos que concernían a personas de las que pronto se despediría para siempre.

No me cabía duda de que había hecho correr la revelación de Edward, pero ya no parecía tan importante como tres o cuatro semanas atrás. La señora Malloy estaba menos absorbida por el primer oficial, la amistad moría de muerte natural. Ruidosamente ella se preparaba para desembarcar en Melbourne. El señor y la señora Greenall estaban en estado de hirviente excitación, y se preguntaban mutuamente veinte veces al día si llevarían los nietos a Circular Quay para esperarlos.

—Seguramente no traerán al menor —me dijo varias veces—. Es demasiado pequeño.

Chantel y Rex estaban juntos todos los momentos posibles; yo temía por ellos. Una vez los encontré apoyados en la borda, charlando con animación. Yo estaba preocupada por Chantel. Su indiferencia no era natural. Edward y Johnny eran los únicos que se comportaban normalmente. Iban a separarse en Melbourne, pero en sus mentes, como decían, faltaban siglos para eso. Un día en sus vidas era un largo tiempo.

Y una mañana desperté, y habíamos llegado.

*****

En el muelle la gente daba la bienvenida al barco; llevaban largos guantes blancos y grandes sombreros adornados con flores y cintas. En alguna parte una banda tocaba «Rule Britannia». Redvers me había dicho que había una bienvenida y una despedida en los puertos australianos para los barcos que iban o volvían de Inglaterra a la que llamaban «Home» (patria, hogar), incluso aquellos que nunca la habían visto. En los grandes barcos de pasajeros, naturalmente, la gente venía a recibir a los viajeros, y las bandas tocaban músicas patrióticas.

Los niños estaban excitados y como yo les había dado lecciones sobre la historia de los países a los que íbamos, su interés se había acrecentado. Anhelaban ver los primeros canguros y los osos koala, de modo que la señora Blakey y yo los llevamos a tierra por las pocas horas que íbamos a pasar en el puerto. Hacía mucho calor, pero los niños no parecieron notarlo. Seguían gritando deleitados; y debo decir que yo estaba encantada cuando bordeamos en coche el río Swan, donde las flores rojas y amarillas formaban grandes manchas de color. Pero nuestra permanencia fue necesariamente breve, y todo el tiempo tuvimos que tener los ojos clavados en los niños. Durante el paseo vi de lejos a Anna y Rex en un coche abierto, y deseé ardientemente que la señorita Rundle no los viera.

¡Pobre Chantel! Pronto tendría que despedirse de Rex. ¿Podría continuar con su ligereza, su fingida indiferencia? Yo lo dudaba.

Y ante nosotros —no demasiado lejos— estaba el momento en que íbamos a dejar el barco. Pronto llegaríamos a Coralle y ella y yo, con Edward y Monique, nos quedaríamos allí. Cuando pensaba en esto una gran aprensión se apoderaba de mí. Procuraba rechazarla, pero no era fácil.

Cuando volvimos a bordo vi a Dick Callum. Salía de su despacho, porque siempre estaba ocupado cuando estábamos en puerto.

—Cómo me hubiera gustado llevarte a tierra —dijo.

—La señora Blakey y yo llevamos a los niños.

—Algunos asuntos urgentes me detuvieron… quizá de manera un poco antinatural.

—¿Qué quieres decir?

—Que alguien, en un puesto elevado, puede haber deseado que yo no estuviera libre.

—Suena muy misterioso —dije, y lo dejé. Más bien estaba encantada de que al capitán no le gustara que yo saliera en compañía de Dick Callum.

Íbamos a subir a la pasarela cuando Chantel y Rex llegaron corriendo.

Ella me vio y se acercó a mí. Rex se mantuvo alejado.

—Caramba —dije—, casi has perdido el barco.

—Puedes estar segura de que nunca perderé un barco —dijo ella significativamente.

Miré su cara preciosa, ruborizada. Debo reconocer que no parecía una muchacha a punto de despedirse para siempre de su amante.

*****

En Melbourne el señor Malloy, un hombre alto y tostado, que estaba prosperando en la propiedad que había adquirido a unas millas de la ciudad, vino a bordo a recoger a su familia.

Todos habían cambiado. Johnny parecía muy tranquilo con su traje de marinero y su gorra con la inscripción HMS Success en ella. La señora Malloy llevaba un gran sombrero de paja con flores y cintas, más adecuado para Londres que para la campiña australiana, pero con su abrigo gris, sus guantes color perla y sus botas grises estaba en verdad atractiva. La señora Blakey también se había puesto sus mejores ropas.

Parecían unas extrañas, ya no se interesaban en sus compañeros de viaje, ya no formaban parte de nuestro grupo.

El señor Malloy se fue con ellas y ellas invitaron a Edward a que las visitara alguna vez, de la manera vagamente cordial en que lo hace la gente cuando sabe que su invitación nunca será aceptada. Después salieron de nuestras vidas para siempre.

Para mí iba a haber una diferencia. Edward iba a echar de menos a su amigo, y yo echaría de menos la ayuda de la señora Blakey.

La señorita Rundle estaba a mi lado.

—Y dónde está el primer oficial, ¿eh? —Murmuró—. Se hace el escurridizo, lo que era de esperar. Chantel se unió a nosotras.

—Y pronto nos diremos adiós —dijo alegre, sonriendo significativamente a la señorita Rundle.

—Algunos nos extrañaremos.

—Ay —suspiró Chantel.

—Estoy segura de que a usted y al señor Crediton les entristecerá separarse.

—Y a usted también —dijo Chantel.

—A la señorita Rundle —dije— le gusta observar la naturaleza humana.

—Esperemos que encuentre una compañía tan grata como la que deja ahora tan tristemente. —La señorita Rundle pareció atónita y Chantel prosiguió—: No debemos olvidar que somos «meros barcos que pasan en la noche». Termina la cita por mí, Anna.

—«Y que se hablan al pasar… sólo una señal, una distante voz en la oscuridad…».

—Hermoso, ¿verdad? —Dijo Chantel—. ¡Y tan verdadero! «Barcos que pasan en la noche». Y después… seguir y seguir… sin verse nunca más. Es fascinante.

La señorita Rundle levantó la nariz. La conversación no le gustaba. Dijo que la señora Greenall la esperaba en su camarote.

Dije a Chantel:

—El próximo puerto será Sidney.

—Sí, y después Coralle.

—Chantel, ¿cómo vas a tomarlo?

—Tendría que ser clarividente para contestar esa pregunta.

—Me refiero a separarte de Rex Crediton en Sidney. Es inútil que finjas. La vuestra es una amistad especial.

—¿Quién finge?

—Si estás enamorada de él, y él de ti, ¿qué impide que os caséis?

—Haces la pregunta como si supieras la respuesta.

—La sé —dije—. Nada. A menos que él sea tan débil que le tenga miedo a su madre.

—Querida Anna —dijo ella—, creo que tienes mucho cariño a esta amiga, que no lo merece. Pero no te preocupes por ella. No le pasará nada. Siempre ha sido así. ¿No te he dicho acaso que nunca perderé un barco?

Estaba llena de confianza.

Debe de haber entre ellos algún acuerdo, pensé.

Quizá todos estábamos inquietos. Yo veía poco a Chantel. Podía ser que Monique quisiera darle el máximo tiempo con Rex antes de que se separaran. Quizá tenía un interés torcido en aquel romance. Parecían haber establecido una estrecha amistad con los Glenning. O tal vez fuera para tener un chaperón. En todo caso los cuatro estaban juntos con frecuencia.

La noche antes de la llegada a Sidney encontré a Redvers en la cubierta desierta. Era una noche cálida y la brisa que siempre estaba presente durante el día desaparecía con frecuencia durante la noche.

Estar a solas con él era algo que yo deseaba y temía.

—Anna —dijo al venir hacia mí. Yo estaba apoyada en la borda, mirando hacia el agua oscura; me volví y lo enfrenté.

—Ambos estamos en el mismo barco —dijo— y apenas te veo.

—Ya no falta mucho para que yo deje el barco.

—¿Ha sido un buen viaje?

—Nunca he vivido nada semejante. Nunca lo olvidaré.

—Yo tampoco.

—¡Has hecho tantos viajes!

—Sólo uno contigo a bordo.

—¿Adónde irás después que nos dejes en Coralle?

—Llevaré cargas durante dos meses y después volveré a la isla antes de regresar a Inglaterra.

—De modo que… nos veremos de nuevo.

—Sí —dijo él—. Generalmente nos quedamos un par de noches en la isla. Estaba pensando…

—Sí…

—Pensando —prosiguió— qué va a parecerte la isla.

—En verdad no sé qué esperar. Estoy segura de que la isla de mi imaginación es muy distinta a la realidad.

—Es mitad cultivada, mitad salvaje. Por eso es tan rara. La civilización subsiste… con dificultad. He pensado mucho en tu estada allí.

—¿Mi estada allí?

—Monique debe quedarse. Es necesario para su salud. Y Edward naturalmente, debe quedarse con su madre. Pero me preocupan tú y la nurse Loman. Pienso que, cuando yo vuelva, es posible que quieran volver a Inglaterra.

—¿Habrá camarotes para nosotras?

—Yo me encargaré de que así sea.

—Es reconfortante —dije—. Muy reconfortante.

—¿De modo que haremos otro viaje juntos?

Me estremecí.

—¿Tienes frío?

—¿Quién puede tener frío en una noche como ésta?

—Entonces ha sido un estremecimiento de temor. Anna ¿de qué tienes miedo?

—No sé si debo decir que mi sensación es de miedo.

—No debería hablarte de ese modo ¿verdad? ¿Pero podemos fingir que somos lo que no somos, negar la verdad?

—Quizá fuera mejor.

—¿Es que alguna vez puede ser bueno negar la verdad?

—En algunas circunstancias estoy segura de que así es.

—Bueno —dijo él—, no me dejaré gobernar por esa ética. Anna, ¿recuerdas la noche en que fui a la Casa de la Reina?

—La recuerdo bien.

—Algo pasó entonces. Aquella casa… nunca la olvidaré. El tic tac de los relojes, muebles por todas partes, y nosotros sentados a la mesa, con aquellas velas en los candelabros…

—Unos candelabros muy valiosos: chinos del siglo XVIII.

—Parecíamos estar aislados, los dos solos y aquella muchacha que iba y venía, atendiéndonos. Era como estar solos en el mundo y nada más importaba. ¿Lo sentiste? Sé que sí. Yo no podría haberlo sentido tan intensamente si tú no hubieras participado.

—Sí —dije— para mí también fue una velada memorable.

—Todo lo sucedido antes parecía no tener importancia.

—¿Te refieres a tu casamiento?

—Nada más parecía importante. Estábamos los dos solos con el tintineo de aquellos relojes, que parecían jugar con el tiempo. ¿Te parece estúpido? Nunca he sido más feliz en mi vida. Tan exaltado y satisfecho, excitado y sereno.

—Eso fue antes del desastre de La Mujer Secreta.

—Pero yo ya estaba casado y ése era un desastre mayor. Oh, sí, te hablaré francamente. No me disculpo. Sólo quiero que entiendas. La isla me fascinó la primera vez que la vi, me fascinó tanto como ahora me repele. Cuando la veas es probable que entiendas. Y Monique era parte de la isla. Fui recibido allí por su madre. Es un lugar raro, Anna. Estaré inquieto pensando que estás allí.

—Chantel estará conmigo.

—Me alegro. Creo que no te permitiría quedarte allí sola.

—¿Tan aterradora es?

—Te parecerá extraña, difícil de entender.

—¿Y puedes dejar allí tranquilamente a Edward?

—Edward estará bien. Después de todo, es uno de ellos.

—Háblame de ellos.

—Ya verás por ti misma. La madre de ella, la vieja niñera, los criados. Tal vez haya sido mi imaginación. En el primer momento quedé fascinado y pensé que Monique era hermosa. Debía haberme ido. Debí saberlo, pero naturalmente no lo supe hasta que fue demasiado tarde. Y entonces el matrimonio fue una necesidad y después tuve que hacer un viaje.

—¿Dejaste a Monique en la isla y partiste?

—Era un viaje similar a éste. Y cuando volví fue en La Mujer Secreta. Y después la vez siguiente que fui a la isla llevé a Monique a Inglaterra. Y ahora… te dejaré a ti allí.

Guardó silencio un rato y después prosiguió:

—Me pregunto qué pasará esta vez.

—Espero que nada desastroso. Pero es un consuelo saber que, si queremos regresar, tú nos llevarás. Se lo diré a Chantel.

—Creo que seguramente ella querrá volver. Puedo imaginarte a ti allí en ciertas circunstancias, pero no a la nurse Loman.

—Al menos será interesante ver la isla.

—Es hermosa. Una vegetación lujuriante, las olas rompiendo en las playas, palmeras que se agitan dulcemente en la suave brisa, y el claro mar azul como un zafiro y verde esmeralda acariciando la arena dorada.

—Y cuando vuelvas a Inglaterra, ¿qué vas a hacer?

—Permaneceré unos días y volveré a partir.

—¿Para el mismo viaje?

—Depende del cargamento que lleve. Pero algo que haré es ir a la Casa de la Reina y decir: «Vengo por cuenta de la señorita Brett, la dueña, que me ha pedido que venga a ver cómo están ustedes». Permaneceré un momento en el jardín, de pie, como en aquella húmeda noche de otoño. Y veré el salón y pensaré en aquella noche, que cambió mi vida, y que también me cambió.

—¿De verdad?

—Oh, sí. De verdad. Desde entonces he querido otra cosa de la vida.

—¿Y qué habías querido antes?

—Aventura, cambio, peligro, excitación. Después de esa noche, crecí. Quise vivir junto a una persona. Antes siempre había pensado que sólo quería estar con una mujer por un tiempo breve. Buscaba la excitación perpetua. Comprendí lo que era la vida. Me vi viviendo allí, en esa casa. El prado con una mesa bajo un quitasol de colores, una mujer sentada a su sombra sirviendo té en una tetera de porcelana y tazas azules. Y quizás un perro allí echado… un dorado perro de caza, y niños riendo y jugando.

Lo vi claramente como algo que deseaba y que nunca había deseado antes. Pero no debería hablar de esto, ¿verdad? Esta noche hay algo en el aire. Estamos navegando cerca de la costa australiana. ¿Puedes ver allá las luces? Estamos muy cerca de la tierra. Y es verano y… no hay nada tan apaciguador como las noches tropicales en el mar, porque creemos entonces que puede suceder cualquier cosa. Aunque quizás haya otros lugares, como el jardín de la Casa de la Reina. Y a veces me digo que esa noche vi una visión y que algún día la mesa con el quitasol estará allí. Y yo también. Dije:

—No puede ser. Ya era tarde cuando viniste. No creo que debas hablar de este modo, y yo no debería escucharte.

—Pero hablo y me escuchas.

—Lo que demuestra hasta qué punto estamos equivocados.

—Somos humanos —dijo él.

—Pero es inútil. Es inútil comentar lo que pudo haber sido, cuando, ha pasado algo que lo impide.

—Anna…

Supe lo que quería decir. Que esperara. Podía suceder tan fácilmente. Y estos eran pensamientos peligrosos. Estábamos separados y mientras Monique viviera su sueño y el mío nunca podría realizarse.

Quise explicarle que no debíamos pensar en esto, porque pensarlo era desearlo con una pasión que sólo podía ser pecaminosa.

Pensé que no debía volver a verlo a solas. Era hombre de necesidades urgentes y profundas. Yo lo sabía. No había llevado la vida de un monje y temí por él… y por mí.

Era demasiado tarde. Tenía que decírselo claramente.

Estábamos en peligro de desear tener libre el camino…

—Es tarde —dije—, debo volver.

Él guardó silencio unos segundos y cuando habló su voz era tan tranquila como la mía.

—Mañana llegaremos a puerto. Debes venir al puente para ver mejor la entrada. Hay que ver todo el puerto de golpe. Te aseguro que vale la pena. Monique estará presente si se siente bien, y la nurse Loman debe venir. Edward también querrá hacerlo.

—Gracias. Me gustará.

—Buenas noches —dijo.

—Buenas noches.

Y al volverme creí oírle decir «mi amor».

*****

Era una mañana radiante; el sol inundaba las cubiertas mientras lentamente entrábamos en puerto: grande, imponente y hermoso más allá de lo imaginable. La descripción que yo había leído: «el más bello puerto del mundo donde mil veleros pueden navegar en absoluta seguridad», era sin duda verdad. En verdad era un paisaje que cortaba el aliento: las numerosas cavernas e islotes, las magníficas Heads que debíamos atravesar; los árboles, las flores, los pájaros y el mar gloriosamente azul.

Hasta Edward guardaba silencio y me pregunté si estaría pensando, como pensaba yo —porque había aprovechado para darle una lección de historia—, en la llegada de la Primera Flota, hacía cien años. Entonces debía haber sido muy distinto. No había casas, ni ciudad, sólo kilómetros de tierra sin cultivar, y pájaros de bello plumaje planeando sobre un mar deslumbrante.

Chantel estaba con nosotros, callada también ante el magnífico espectáculo. ¿O se debía acaso al hecho de que ahora debía decir adiós a Rex? No vimos a Redvers, que naturalmente estaba ocupado; sólo estábamos allí los tres.

Dos horas después estábamos en Circular Quay, y en el muelle había la agitación habitual. Edward y yo fuimos a nuestra cabina, Chantel fue a la suya. Yo pensaba en Chantel. Pensé; ahora conoceré la verdad sobre sus sentimientos, porque, si lo ama, no podrá ocultármelo.

Monique estaba un poco mejor. La excitación de llegar a Sidney le había hecho bien. Se había vestido y Chantel me dijo que estaba con el capitán. Algunas personas subirían a bordo y serían allí agasajadas, creía ella; y la mujer del capitán, ya que estaba a bordo, tendría que recibirlas.

Vino un mozo y dijo que llevaran a Edward a la cabina del capitán.

Lo llevé y cuando llegué golpeé la puerta y fue Rex quien abrió. Me sonrió y dijo:

—Ah, aquí está Edward. Gracias, señorita Brett.

Vi por un segundo a Redvers con un hombre viejo y una mujer joven… de unos veintitantos años, pensé.

Volví a mi camarote. Chantel estaba allí, mirándose en el espejo.

—¿Visitas? —preguntó.

—Un hombre viejo y una mujer joven.

—Sabes quienes son, ¿verdad?

—Nunca los he visto antes.

—Son sir Henry y Helena Derringham.

—Ah…

—Bueno, ¿qué esperabas? Es natural que vengan a bordo a recibir a La Serena Dama que liega a Sidney. Supongo que Rex también estaba allí…

—Sí.

Miraba mi reflejo en el espejo: pero no delató ningún sentimiento.

*****

Pasamos dos días en Circular Quay. Esto me dio ocasión para ver Sidney. Los Greenall y la señorita Rundle se habían ido, y también los Glenning. Todo parecía muy distinto sin ellos y sin la diaria rutina de alta mar. Había mucha agitación con el desembarco y embarque del cargamento. Chantel y yo salimos de compras… ella para sí y para Monique; yo para Edward y para mí. Yo no podía hablar de lo que deseaba delante de Edward, y dudo que Chantel me hubiera hablado en caso de estar sola. Yo sentía una profunda simpatía hacia ella, más aún por mi propia posición; después me sentí enojada con Rex porque tenía el futuro de ambos en las manos y porque era tan débil que había venido a Sidney a proponer matrimonio a Helena Derringham, por no haberlo hecho en Londres.

Había un consuelo. Sin duda un hombre tan débil no era digno de Chantel.

La tarde del segundo día estaba sentada en cubierta, con un libro. Había salido por la mañana y estaba algo cansada. Edward estaba con sus padres. No sabía dónde estaba Chantel.

Dick Callum vino a sentarse a mi lado. Dijo:

—¿Tendré el placer de que me permitas invitarte a comer esta noche?

Vacilé.

—Vamos, no digas que no. Me sentiré muy herido si te niegas.

Su sonrisa era muy agradable y, después de todo, ¿qué había hecho fuera de honrarme con su admiración y sentir cierta animosidad hacia Redvers, cosa que dadas las circunstancias algunas personas considerarían natural?

De modo que acepté. Ahora no podía quedarse conmigo. Tenía que hacer en la oficina del comisario, que, como yo sabía, debía trabajar más que nunca cuando estábamos en puerto.

Esa noche me llevó a Rose Bay. Era un restaurante encantador, cada mesa con candelabros azules y dorados; había una orquesta que tocaba música romántica y un violinista se acercó a nuestra mesa y tocó especialmente para mí.

Dick hacía todo lo posible para agradarme y hubiera sido desagradecido no apreciarlo.

Se disculpó por el estallido de la vez anterior.

—Reconozco —dijo— que estoy celoso del capitán.

—Entonces —dije— éste es el primer paso para vencer esa emoción que…

—Sí, ya sé. Me hiere más a mí que a él.

—¿Parezco tan dominante, tan «preceptora»?

—Encantadoramente. Y lo que dices es verdad, claro. Otro motivo de admiración. Y él es un capitán de primer orden. Y eso es importante. El capitán establece el modelo para todos en el barco. Es una lástima… —Vaciló y yo insistí en que siguiera—. No es bueno lamentar lo pasado, pero es una lástima lo de La Mujer Secreta. Ese tipo de cosa mancha. No hay un miembro de la tripulación que no sepa algo de ese sombrío incidente, y probablemente imaginan cosas. Al menos esto hace que teman a un hombre, aunque no lo respeten.

—De modo que la tripulación teme y no respeta al capitán…

—No he querido decir eso definitivamente, pero cuando ocurre un incidente como éste, cuando un capitán pierde el barco en circunstancias misteriosas, nunca se libra de ese estigma. Como ya te dije antes, si le hubiera pasado a alguien no vinculado a los Crediton, hubiera perdido el cargo de capitán. Pero no hablemos de esto, ¿verdad? Hemos dicho todo lo que puede decirse. ¿Qué piensas de Sidney?

—Es interesante. Mucho más hermoso de lo que esperaba.

Asintió.

—¿Y qué va a parecerte la isla?

—Indudablemente es algo que todavía no puedo saber.

—Anna, no me gusta dejarte allí.

—Es muy amable de tu parte. Pero ¿por qué sientes esa ansiedad?

—Tal vez debido a lo que pasó allí. El barco… fue volado en esa bahía.

—Creo que habíamos quedado de acuerdo en no comentar el incidente.

—No lo discuto en verdad. Estoy pensando en la isla. Es siniestra. Supongamos que el capitán no tuvo nada que ver. Supongamos que alguien allí echó una maldición al barco.

—Vamos, tú no crees en esas cosas, ¿verdad?

—Mucha gente no cree en fantasmas a la luz del día. Pero cambian de idea al caer la noche. ¿Cuántos burlones se atreverían a pasar solos una noche en una casa que se supone embrujada? Bueno, no creo en maldiciones y hechizos aquí, en Sidney, en este restaurante contigo sentada frente a mí mientras los violines tocan La Canción sin Palabras de Mendelssohn. Pero, en la isla, puede ser distinto, y ya estamos muy cerca de la isla.

—¿Quién va a echar un hechizo a un barco?

—Quizá sea algo antiguo. Quizá no sea uno de los isleños. Hay una historia sobre ese barco. Iban a llamarlo «La Dama de la Suerte» o algo así. Pero lady Crediton lo bautizó… de manera inesperada. Imagino sus sentimientos cuando bautizó al barco. Pensaba en aquella mujer, la madre del capitán. Dijo: «Bautizo a este barco La Mujer Secreta y quiera Dios bendecir a todos los que naveguen en él». Supongamos que no dijo «bendecir» sino «maldecir». Supongamos que sea ella quien echó la maldición al barco.

—Hablas como una vieja gitana. No como el comisario de La Serena Dama.

—Todos tenemos momentos de superstición, Anna. Tú también los tendrás si no los has tenido. Espera a llegar a la isla, a sentir la atmósfera del lugar. Volveremos allí después de un tiempo.

—Dos meses —dije.

—Y entonces, Anna, te pediré de nuevo lo que te he pedido antes, porque nadie sabe qué puede pasar en dos meses.

Después hablamos de otras cosas; él me habló de sus ambiciones. Quería un hogar en Inglaterra, un sitio donde refugiarse durante sus descansos en tierra. Había visto la Casa de la Reina. Era bien conocida en Langmouth. Me di cuenta de que esto había ocurrido después de la muerte de tía Charlotte.

Pensé que imaginaba volver a la Casa de la Reina, convertida en su hogar. Procuraba crear para mí una imagen. Una vida juntos… una vida serena y quizá dichosa.

Lo dejé hablar. No tuve ánimo para decirle que nunca podría casarme con él.

Y aquella noche, cuando dormí en el barco, todavía en el muelle, soñé con tía Charlotte. Ella venía a mi cuarto en la Casa de la Reina. Yo abría los ojos y la veía allí de pie, y su cara era borrosa y bondadosa como rara vez lo había sido en vida; era como la figura de un sueño, pero los apretujados muebles de la habitación parecían tener vida.

«No seas tonta» me decía. «Toma lo que puedes obtener. No sigas esperando lo imposible. Y cómo sería posible, ¿eh? No sin un desastre. No sin tragedia. Ya una vez estuviste involucrada en un caso de muerte repentina, muchacha».

Después, en el sueño, oí una risa burlona. Era Monique.

Los latidos de mi corazón me despertaron y quedé pensando en el futuro, en la Casa de la Reina y en unos niños, mis hijos, jugando en el prado. Volví a dormir y curiosamente continuó el sueño. Yo iba al portal y había dos hombres allí esperando. Y yo no sabía a quién iba a enfrentar. Un sueño fantástico. ¿Simbólico?

*****

Partíamos a mediodía. Los Glenning habían venido a bordo el día anterior. Estaban pasando unos días en un hotel en Bondi Beach y me invitaron a que llevara a Edward a dar un paseíto. Edward, que estaba presente, afirmó su deseo de ir, y yo acepté la invitación. Los Glenning siempre habían sido muy amables conmigo, aunque yo no los había tratado mucho.

Nos llevaron en coche, llegamos más allá de la ciudad, a un punto donde, a lo lejos, podíamos ver las nebulosas Blue Mountains. Yo estaba un poco temerosa de no poder volver a tiempo al barco; y me preguntaba qué pasaría si el barco partía sin nosotros.

Gareth Glenning, comprendiendo mi ansiedad, me calmó.

—No se preocupe señorita Brett. Volveremos a tiempo.

—Si no lo hacemos —dijo Edward con los ojos dilatados por el horror—, ¿partirá sin nosotros el capitán?

—Cuando un barco debe partir no espera a nadie —dije—. Pero tenemos tiempo.

—Los echaremos a todos de menos —dijo Claire—. Mucho. Aunque veremos al señor Crediton en Sidney.

—Es lástima que tenga usted que partir y dejarnos —añadió Gareth—. Bueno, de todos modos la nurse Loman le hará compañía.

—El capitán estará navegando con nosotros —dijo Edward orgulloso.

—Él tiene que estar donde está su barco —añadí.

—Nos acercamos a los muelles. Puedo ver los mástiles —dijo Edward—. Miren.

—La nurse Loman es una compañera muy animada —prosiguió Claire—. La echaremos mucho de menos.

—Y también el tío Rex —dijo Edward—; todos lo dicen.

Los Glenning sonrieron, de manera algo turbada. Creo que sentían pena por Chantel; y ellos la habían visto más veces que yo en compañía de Rex.

Dije, cambiando de tema:

—Será mucho más fresco cuando volvamos a estar en alta mar. —Pero Claire volvió a hablar de Chantel. Debía haber tenido una vida muy llena de aventura. Ella creía que, antes de ir a cuidar a mi tía, había atendido a lady Henrock.

—Ha hablado de eso.

—Es una muchacha muy desusada.

Naturalmente estaban impresionados con Chantel. A cualquiera le habría pasado. Ella era mucho más interesante que yo. Yo siempre lo había sabido. Se me ocurrió que los Glenning me habían invitado para hablar de Chantel. Me pregunté si conocerían algún paciente y esperaban contratarla más adelante, cuando… debía dejar de estar obsesionada con la idea de que Monique no iba a vivir mucho.

—Pensaremos en usted cuando esté en la isla —dijo Gareth—. Hemos oído mucho acerca de ella.

—¿Al señor Crediton? Ignoraba que hubiera estado allí.

—No creo que haya estado —dijo Gareth—. Pero se ha comentado en el barco. Parece que… hay algunos fantasmas allí.

—Oh, Gareth, no debes decir eso —dijo Claire, reprobando con suavidad—. La señorita Brett va a vivir en ella.

—Son nada más que charlas —dijo Gareth.

—He oído los rumores. En todo caso, si no nos gusta, podemos partir.

Ya estábamos en los muelles. Faltaba media hora para zarpar, y no había tiempo que perder, porque retirarían las pasarelas diez minutos después. Me despedí por última vez de los Glenning y Edward y yo nos dirigimos a nuestro camarote. Él charlaba de grúas y cargas. Quería ver cómo partíamos del muelle, de modo que lo llevé a cubierta y permanecimos allí mientras se hacían los últimos preparativos. Saludamos con la mano a la gente que quedaba en el muelle y la banda tocaba música y Edward corría excitado hasta que recordó que dejaba Australia y que Johnny vivía en alguna parte en este continente; entonces quedó algo pensativo.

Me dijo en un murmullo sofocado:

—El capitán dirige el barco, ¿sabes? Está allí diciendo a todos lo que deben hacer.

Y eso pareció consolarlo.

Yo quería ver a Chantel. Pensé que debía saber cómo había tomado la separación de Rex, y éste era el momento para descubrirlo.

Ella no estaba en su camarote, de modo que me dirigí inquieta al mío. Dije a Edward:

—Demos un paseo por cubierta.

Caminamos, pero no vimos huella de Chantel. Debí haberlo sabido, pensé. Se ha ido. Han huido juntos. Por eso estaba tan tranquila. Planeaba esto.

Edward ignoraba el torbellino en que estaban mis pensamientos. Se preguntaba qué habría para almorzar.

Procuré contestar sus preguntas como si nada hubiera pasado. Pensaba: voy sola a esa isla. Y me resultó como nuevo, aunque siempre lo había sabido, el modo en que confiaba en Chantel, su alegría, su loca manera de encarar la vida, su carencia de sentimentalismos.

Claro, pensé, él nunca la hubiera perdido.

En poco tiempo estaríamos en el océano Pacífico y ya no veríamos la consoladora tierra.

Y después la isla, la extraña isla perdida con su atmósfera de fatalidad y maldición, la isla contra la que todos me prevenían… y estaría sin Chantel.

Dejé a Edward en la cabina y volví a la de Chantel. El verla vacía me deprimió… más aún: me dio miedo.

Yo no era ni tan audaz ni tan fuerte como creía serlo. Nunca habría hecho este viaje de no haber sido por Chantel. Volví a mi cabina. Edward empezó a charlar acerca de Johnny. Se preguntaba qué estaría comiendo como almuerzo.

Yo no podía tranquilizarme. Pasó media hora.

Pronto servirían el almuerzo y se descubriría la ausencia de Chantel.

¿No habría salido a pasear y habría calculado mal el tiempo? Después de todo era lo que yo temía que nos pasara a nosotros. Oh, no, pensé, Chantel nunca haría eso. Chantel nunca calcularía mal.

Entonces, ¿por qué no me lo había dicho?

No podía descansar. Volví a su cabina.

Abrí de golpe la puerta y entré y, al hacerlo, alguien me agarró con firmeza y me pusieron una mano ante los ojos. En ese segundo sentí terror de que me pasara algo horrible. Es sorprendente cuántos pensamientos se agolpan en la mente en tan breve tiempo. Recordé cuando habían llevado a Edward a la cubierta. Pensé en mí misma drogada, arrojada al mar. El lugar más fácil para cometer un crimen era el mar, había dicho Chantel. Habría pocas dificultades para hacer desaparecer un cuerpo.

Después oí una risita. Aparté la mano que me cubría los ojos y me volví. Chantel se reía de mí. Mi alegría y alivio fueron obvios.

—Confiesa —dijo—. Creíste que me había escapado.

—Oh, Chantel, ¿por qué has hecho esto?

—Es una broma —dijo ella.

—Yo quedé… horrorizada.

—Muy halagador —dijo ella con complacencia.

—¡Pero darme un susto semejante!

—Pobre Anna, de verdad creo que me quieres.

Me senté en el sillón y la miré: preciosa, riente, burlona.

—Y yo estoy algo preocupada por ti, Anna —dijo—. ¡Te importa tan intensamente la gente!

Yo me recobraba.

—La gente nos importa o no nos importa.

—Hay grados.

Supe lo que quería decir. Decía: no te preocupes por mí. Me gustaba Rex, pero desde el principio supe que no iba a casarme con él. Era tranquila, juiciosa. Hubiera deseado ser yo también tan filosófica.

—Lo cierto —dije— es que pensaba en mí. Mis emociones eran totalmente egoístas. La idea de estar sola en la isla me aterra.

—Esa isla es un lugar fantástico según todos los datos. No importa. Yo estaré allí, Anna. «Donde vayas iré. Tu pueblo será mi pueblo». ¿Se te ha ocurrido, Anna, que hay citas casi para cualquier situación?

—Es verdad, Chantel… pero ¿no te sientes desdichada?

—¿Por qué? ¿Parezco serlo?

—A veces creo que ocultas tus sentimientos.

—Y yo estaba bajo la impresión de que hablo precipitadamente, sin pensar en lo que digo. Al menos eso es lo que opinas de mí.

—Pensaba en Rex.

—Rex está en Australia. Nosotros estamos en alta mar. ¿No te parece que ya es hora de que dejemos de pensar en él?

—Lo haré si tú puedes hacerlo.

—Mi querida, querida Anna —súbitamente me rodeó con sus brazos y me estrechó.

*****

Estábamos en el amplio Pacífico. El sol castigaba el barco y las tardes eran tan calurosas que no podíamos hacer otra cosa fuera de descansar en la cubierta. Hasta Edward se sentía lánguido.

La atmósfera había cambiado. Teníamos cuatro nuevos pasajeros que iban a uno de los puertos del Pacífico, pero los veíamos poco; ya no había lo que Chantel llamaba atmósfera de «reunión de familia».

Hasta la tripulación había cambiado. Hablaban de Coralle en murmullos, mirando furtivamente sobre los hombros. La isla del misterio donde un capitán —su capitán— había perdido su barco. Era casi como si esperaran que pasara allí algo horrible.

Yo veía más a Chantel que en otras etapas del viaje. Ella lamentaba el susto que me había dado.

—Puro egoísmo —comentó—. Quise hacerte sentir cuan necesario soy para tu tranquilidad.

—No necesitabas señalarlo —dije.

—Preocupada por mis asuntos —me riñó— cuando los tuyos son tanto más excitantes. Guardé silencio y ella siguió:

—Monique ha cambiado. Está… ¿cómo decirlo…?, truculenta. Pronto estará en su hogar. Tendrá aliados.

—Hablas como si fuéramos a la guerra.

—Puede ser algo parecido. Con frecuencia odia al capitán. Después lo ama. Es típico de su carácter, claro. No razona, piensa con las emociones más que con el cerebro, lo que significa no pensar. El escenario para la alta tragedia. Calor sofocante. Será húmedo, ¿no? Noches tropicales. Estrellas, miles de estrellas. La Cruz del Sur, que siempre suena más emotiva que el Arado, ¿no te parece? Grandes palmeras que se agitan, bananeros y bosquecillos de naranjos, y las plantaciones de caña de azúcar. El escenario adecuado para… el drama.

—¿Y quiénes serán los actores en tu drama?

—Monique será el personaje principal y el capitán tendrá el principal papel masculino.

—No estará allí. Permanecerá tres días y tres noches y después zarpará por otros dos meses.

—Qué fastidioso de su parte. Bueno, estarán la mamá y la vieja criada. Y después tú y yo. Yo tendré un pequeño papelito.

—Oh, basta Chantel. ¡Quieres ser dramática!

—Estoy segura de que lo sería si él estuviera allí. Me gustaría encontrar la manera de detenerlo. Volar el barco en la bahía o algo por el estilo.

Me estremecí.

—Pobre Anna, tomas todo tan en serio, incluida yo. ¿De qué serviría volar el barco? Él tendría que volver a Sidney, no lo dudo, sin demora, y esperar instrucciones. No, volar el barco no serviría de nada.

—Suponiendo que pudieras hacerlo.

—Mi querida Anna, ¿todavía no te has enterado de que soy capaz de cualquier cosa?

Era ligera y su ligereza me ayudaba ahora tanto como su comprensión en la época de la muerte de tía Charlotte. Pero era yo quien hubiera debido consolarla. Después de todo, había perdido a su amante —porque yo estaba segura de que lo era— no porque algo los separara en verdad, sino porque él no había tenido el coraje de casarse con ella.

No podía evitar sentirme encantada de que ella siguiera a mi lado, lo que era egoísta de mi parte. ¡Ella hubiera sido mucho más dichosa huyendo con Rex y quedándose en Sidney!

Yo estaba atónita y llena de admiración por su habilidad para ocultar la desdicha… porque debía ser desdichada.

Pero no daba señales de esto. Flirteaba con Ivor Gregory; cuidaba asiduamente a Monique, y durante las largas tardes calurosas ella y yo estábamos con frecuencia en la cubierta. Y a su debido tiempo llegamos a la isla.