Fue un momento profundamente emotivo cuando puse pie en tierra en la isla de Coralle. Nunca olvidaré la impresión de ruido, color y calor. Había llovido a cántaros, pero esto sólo duró unos minutos hasta que volvió a salir el sol y el vapor se elevó sobre la tierra. El calor era aterrador, y con mi blusa color crema y mi falda azul marino me sentía sofocada.
Sentí el perfume de las flores: estaban en todas partes. Los árboles y los matorrales estaban cubiertos de pimpollos escarlatas, malvas y blancos. Había unas pocas casas cerca del puerto, más bien cabañas; parecían hechas de barro y paja y se levantaban sobre postes, a unos dos metros del suelo. Muchos habitantes habían venido a ver el barco. Había muchachas con largas túnicas de algodón floreado, abiertas por un lado hasta la rodilla para mostrar las desnudas piernas tostadas, con flores rojas, malvas y blancas en el pelo y collares de guirnaldas. Había hombres con pantalones claros, en su mayoría rotos y remendados, y camisas tan llamativas como los vestidos de las mujeres. Algunos niños estaban totalmente desnudos. Miraban con grandes ojos pardos curiosos.
De algunas de las casas provenía una música, una extraña música enervante ejecutada con instrumentos tintineantes.
La arena era dorada y las húmedas palmeras verdes eran muy distintas a las polvorientas que habíamos visto en Oriente.
Y mientras estaba allí de pie en aquel calor tórrido pensé que, unos días después, La Serena Dama iba a zarpar y yo quedaría allí… prisionera hasta su regreso. Aquí había una vida de la que yo casi no sabía nada. No podía suponer lo que me aguardaba, pero sentía, como había sentido la primera vez que puse el pie en la Casa de la Reina, que un instinto me prevenía: ¡Cuidado!
Miré a Chantel, de pie a mi lado en aquella costa dorada y agradecí su presencia como lo había hecho antes, y por unos momentos me permití imaginar cómo me habría sentido si ella me hubiera abandonado en Sidney y yo estuviera ahora sola. Al pensar en esto se me levantó el ánimo. Al menos íbamos a estar juntas.
Monique había venido a tierra con nosotros. Se podía suponer que iba a bajar con su marido, pero el capitán todavía no estaba dispuesto a dejar el barco, y naturalmente Monique estaba ansiosa por ver a su madre. Me sorprendió que ésta no hubiera venido a recibir el barco. Sólo había venido un viejo cochero con pantalones deshilachados, una camisa sucia y abierta, que hacía muecas y decía:
—Así que ha venido a casa, niña Monique…
—¡Jacques! —exclamó ella—. Aquí estoy. Y éste es mi hijito Edward, que ha crecido desde la última vez que lo viste, pero que sigue siendo mi nene.
Edward hizo una mueca e iba a protestar por ser llamado nene, pero yo le apreté el hombro, y creo que él también se sentía atónito, porque quedó callado.
Jacques nos examinaba con curiosidad, y Monique dijo:
—Son la enfermera y la gobernanta de Edward.
Jacques no dijo nada y, en ese momento, se adelantó una muchacha y nos echó al cuello unas guirnaldas de flores. Nada podía ser más incongruente que aquellas flores rojas, tan perfumadas, y mi sencilla blusa y falda de estilo sastre. Pero Chantel quedó encantadora con una guirnalda malva. Me hizo una mueca y me pregunté si se sentiría tan aprensiva como yo.
—Tendremos que vestirnos adecuadamente —murmuró.
Subimos al coche abierto. Había lugar para los cuatro. Noté que el tallado de la madera del coche estaba arañado, la tapicería polvorienta y los dos caballos que lo llevaban eran flacos y mal cuidados.
—Pronto en casa, niña Monique —dijo Jacques.
—Nunca será demasiado pronto para mí —dijo Chantel—. Y estoy segura de que la niña Monique piensa lo mismo. Va a costarnos un poco acostumbrarnos a este calor.
Jacques fustigó los caballos y partimos entre sacudidas; los niños se detenían para mirarnos con ojos solemnes mientras nos apartábamos del mar y tomábamos por un mal camino, a ambos lados del cual crecía en abundancia el follaje verde. Enormes mariposas azules volaban alrededor y un aguacil de magníficos colores se detuvo uno o dos segundos en un costado del coche.
Edward lo señaló, con deleite.
—Debes tener cuidado —dijo Monique con cierta alegre malevolencia—. Los mosquitos y otros insectos mortíferos deben estar sedientos de fresca sangre inglesa.
—«Fi, fi, fo, fum —exclamó Edward—. Yo huelo la sangre de un inglés».
—Así es —dijo Monique—. Es densa a causa del clima frío y, por lo tanto, debe ser sabrosa.
Edward estudió con intensidad su mano, y Chantel dijo:
—Yo estaré aquí, para ocuparme de todas las mordeduras y picaduras. Recuerda que soy la enfermera.
Habíamos girado de nuevo y ahora marchábamos paralelamente al mar. Ante nosotros había un paisaje de gran belleza —la isla en su estado natural— poco parecido al puerto, que estaba estropeado, por las chozas de barro y paja, y todo lo que acompaña a una vivienda humana no muy confortable. Ahora podíamos ver la curva de la bahía, el arrecife de coral, las esplendorosas palmeras que crecían cerca del agua; el mar translúcido y azul claro, con lo que parecían aquí y allí manchas de luciente verde.
—Es seguro bañarse cuando el agua está verde —dijo Monique—. Según dicen, los tiburones nunca van al agua verde. ¿No es así, Jacques?
—Es verdad, niña Monique —dijo Jacques.
—¡Tiburones! —Exclamó Edward—. Muerden las piernas y se las comen. ¿Por qué les gustan las piernas?
—Estoy segura de que los brazos también les parecen deliciosos —dijo Chantel.
Edward miraba fascinado el agua azul. Pero noté que se acercaba a mí. ¿Acaso sentía la misma repulsión que lentamente se iba apoderando de mí? Me sentí conmovida de que instintivamente me buscara para protegerse.
Monique se inclinó hacia adelante, con los ojos brillantes.
—Oh, te resultará muy excitante. —Había una nota de histeria en su voz. Chantel lo había notado. La tomó del brazo y la hizo recostar suavemente en el asiento, era la enfermera eficiente, cuidadosa de sus deberes incluso cuando traqueteaba por un mal camino hacia lo que incluso ella imaginaba iba a ser una situación difícil.
Doblamos por un sendero, atravesamos unos portales de hierro forjado y penetramos en unos matorrales, entre los cuales había un paso tan estrecho que las ramas arañaban los lados del coche cuando pasábamos.
Doblamos otra vez, y allí estaba la casa. Era larga, de tres pisos, hecha de una especie de estuco que se veía poco, porque las paredes estaban cubiertas de enredaderas. Había un porche y una terraza abierta en el piso bajo, balcones ante varias de las ventanas y, donde podía verse el estuco, este aparecía desconchado.
Delante había una extensión de césped que hubiera parecido un jardín, de no ser porque estaba demasiado crecido. Allí se levantaban dos grandes árboles, que debían de oscurecer considerablemente la casa. Pero mi atención fue atraída por la mujer que estaba de pie en el porche. Era gorda, como yo suponía que debían serlo las nativas de la isla al envejecer. También era alta y llevaba la túnica floreada que parecía el traje típico local. Su pesado pelo negro —que se estaba volviendo gris— estaba sujeto en lo alto de la cabeza por alfileres con enormes cabezas; alrededor de su cuello había hileras de cuentas y conchas; y los pendientes también eran de conchas. Chilló:
—¡Jacques, la has traído entonces! ¡Has traído a la niña Monique!
—Aquí estoy, Suka —dijo Monique.
Monique se arrojó del coche y se echó en los brazos de la gran Suka.
Chantel y yo bajamos y ayudamos a bajar a Edward.
—Y éste es mi nene —dijo Monique.
Los enormes ojos negros de Suka, ligeramente enrojecidos, se clavaron en Edward. Lo levantó y exclamó:
—¡Éste es el nene de mi nena!
—No soy un nene —dijo Edward—, he recorrido los mares con el capitán Stretton.
—Vamos, vamos —dijo Suka.
Era como si Chantel y yo no existiéramos, y al ver cierta expresión picara en los ojos de Monique, comprendí que ella deseaba que así fuera. Era el ama aquí. Nosotras éramos las criadas. Me pregunté qué pensaría Chantel.
Pronto me di cuenta. Ella dijo:
—Debemos presentarnos. Ella es la señorita Anna Brett y yo soy la nurse Loman.
—La gobernanta y la enfermera —dijo Monique.
Suka asintió y los grandes ojos oscuros se clavaron un instante en nosotros. Su expresión indicaba que no nos tomaba mucho en cuenta.
—Venga a ver a su mamá —dijo Suka—. La espera.
—¿Podemos entrar nosotras? —Preguntó con sarcasmo Chantel—. ¿O debemos ir por la puerta de atrás?
—Pueden venir —dijo Monique, haciendo una mueca.
Cuando cruzamos el porche vi una criatura como un lagarto, que se deslizaba entre los soportes, y se me ocurrió que las casas eran construidas más o menos un metro sobre el suelo como protección contra los animales.
Pasamos al vestíbulo. La diferencia de temperatura era notable. Debía de haber bajado veinte grados. Tal como estábamos fue cosa de alegrarnos. ¡Qué oscuro estaba! Tardé unos segundos en acostumbrar la vista a la penumbra. En una ventana estaban cerradas las persianas verdes —supuse, para alejar a los insectos— pero éste era el motivo de la penumbra del vestíbulo. Había alfombrillas de brillantes colores esparcidas sobre un suelo que, en Inglaterra, hubiera requerido ser lavado. Estaba sin pulir y algunos de los tablones estaban rotos.
En un extremo del vestíbulo había una cortina de cuentas en lugar de puerta, y sobre la mesa había una figura de bronce con una cara increíblemente fea, desnuda como no fuera por un taparrabo y, al lado, una vara de bronce o cobre. Supuse que era un gong para llamar a la hora de las comidas.
Subimos unas escaleras alfombradas con una franja de rojo, que dejaba los costados al descubierto. Hacía tiempo que no habían sido pintadas ni lustradas. Y la alfombra estaba polvorienta.
Llegamos a un rellano y había una puerta que Suka abrió de golpe.
—La niña Monique está aquí —anunció, y entró en el cuarto.
Nuevamente nos esperaba la penumbra, pero mis ojos se habían acostumbrado. Edward me apretaba la mano, y la sostuve con firmeza.
Era un cuarto extraño, lleno de pesados muebles. Había adornos de bronce, una mesita de bronce, pesadas sillas y cuadros en las paredes. Aquí también las persianas verdes alejaban el calor y los insectos.
En un sillón estaba madame Laudé, la madre de Monique.
—¡Querida Monique! —dijo.
Monique corrió y se arrodilló a sus pies, escondiendo la cara en su regazo. Me di cuenta de que madame de Laudé era inválida, y por eso no había ido a esperar a su hija.
—Mamá, aquí estoy… por fin estoy en casa…
—Deja que te mire, chiquita. ¡Ah, me alegro de que hayas vuelto a casa! ¿Y Edward?
Tendió una mano delgada con protuberantes venas azules. Estaba adornada con anillos y en sus muñecas había varias pulseras.
Edward se adelantó indeciso, y fue besado a su vez.
—Hace tanto tiempo —dijo ella—, tanto tiempo…
Levantó los ojos y nos miró a Chantel y a mí.
—Son ustedes la enfermera y la gobernanta. ¿Cuál es cuál, por favor?
—Yo soy la nurse Loman —dijo Chantel— y ésta es la señorita Anna Brett.
—Me he enterado de que han cuidado ustedes bien a mi hija y a mi nieto. Bienvenidas a la casa Carrément. Espero que sean felices aquí. Pero están algo cansadas. Haré que les manden té de menta a sus cuartos. Eso las refrescará y después deseo ver a las dos. —Tendió el brazo y tomó una figura de bronce que representaba una muchacha con una larga túnica, bajo la cual se ocultaba una campanilla. La movió con un gesto lánguido e inmediatamente se presentó una mujer joven. Creo que no tenía más de quince años, pero ésta era una edad madura en la isla. Tenía los pies descalzos y llevaba una larga túnica de colores, no muy limpia, como la que usaban la mayoría de las mujeres—. Pero —dijo la dama—, lleva a la nurse Loman y la señorita Brett a sus cuartos y después prepárales té de menta. Las veré después —nos dijo. Sonrió casi apologética—. Primero quiero estar a solas con mi hija y mi nieto.
Cuando seguíamos a Pero, Edward corrió tras de nosotras y me agarró la mano.
—Edward debe quedarse —dijo madame de Laudé.
Edward iba a protestar, pero yo le di un empujoncito apartándolo.
—Ven, Edward —dijo Monique—, queremos que te quedes.
Él obedeció, de mala gana.
Pasamos por un corredor que crujía; subimos unas escaleras con barandas finamente talladas, pero llenas de polvo.
Nuestros cuartos quedaban en el mismo corredor, a Dios gracias. Ambas sentíamos que no queríamos estar lejos la una de la otra en esta casa. El mío era amplio, con un suelo que parecía comido por la carcoma o por alguna enfermedad de la madera. Estaban las ventanas inevitablemente cerradas, dos en este caso; la cama estaba cubierta por una brillante colcha; el sillón tallado, con el asiento tapizado en damasco dorado, era decididamente Luis XV. Había una deliciosa consola rococó dorada con un motivo central tallado. La cubierta de mármol se apoyaba en un friso decorado con tallas de hojas de hiedra. Era encantadora… y auténtica. Los otros asientos eran rústicos, hechos de madera sin pulir, y parecían clavados por un carpintero poco hábil.
Me pregunté cómo alguien había permitido que el sillón y la consola estuvieran en este cuarto, con el resto de los muebles.
Chantel, tras inspeccionar su cuarto, vino al mío.
—¿Qué te parece? —dijo.
—Es muy peculiar.
—Estoy de acuerdo, Anna. ¿Qué piensas? Es un lugar muy raro. ¡De modo que este es el hogar de ella! Parece que pudiera caer sobre nuestras cabezas en una noche de tormenta. ¿Qué te parece la casa?
—Que no le vendría mal una buena limpieza general.
—No la ha tenido durante años. Si la hicieran probablemente se vendría abajo. ¿Cómo vamos a soportar dos meses en este lugar?
—Sólo puedo aguantarlos porque tú estás aquí —me estremecía. ¡Cuando pienso que podías haberte quedado en Sidney! Es lo que pensé cuando creí que no volvías.
—Estuve a bordo todo el tiempo, de modo que tus miedos no tenían razón de ser. Pero ahora estamos aquí, y debemos quedarnos dos meses.
—Naturalmente —dije—. Estamos juzgando demasiado rápidamente.
—Y sé que no es esa tu costumbre. Yo soy la impulsiva. —Fue a la ventana y abrió la persiana. Enmarcado en la ventana había una paisaje tan bello que parecía un cuadro en la pared… el profundo mar azul, las palmeras, las arenas doradas, y la curva exquisita de la bahía.
Chantel miró sus manos: estaban sucias por haber tocado la ventana.
—¿No hay aquí criados? —preguntó.
—Hemos visto a Jacques y a Pero.
—Sin olvidar a la nodriza, que vino a saludar la llegada de su niña Monique.
—Jacques tiene que ocuparse del coche y los caballos. Probablemente también del jardín.
Chantel resopló con fuerza.
—Por lo que he visto no trabaja demasiado en eso. A menos que tenga dedos que hagan brotar y crecer todo lo que toca durante la noche.
—Supongo que eso se debe al sol y al clima húmedo.
—Bueno, supongamos que de verdad él trabaje afuera. Todavía queda Pero en la casa, ¿y qué tiene que hacer esa otra criatura todo el día cuando no tiene que ocuparse de la niña Monique?
—El clima no debe inducir al trabajo pesado.
—En eso estoy de acuerdo. Me siento sin fuerzas.
—El té de menta nos reanimará, si llega alguna vez.
Llegó casi en seguida. La chica lo trajo muy tímidamente en una bandeja de metal, donde habían pintado, más bien crudamente, unas flores rojas y azul Prusia. El té venía en unos vasos largos, con largas cucharitas en forma de casco de caballo. Me parecieron valiosas. Tía Charlotte había adquirido unas parecidas, y se llamaban Pied de Biche.
Volvió a sorprenderme el extraño contraste de la casa. Valiosos muebles y objetos de época estaban al lado de cosas que no sólo carecían de valor, sino que eran groseras y sin gusto.
—Espero que les agrade el té —dijo Pero.
Era tímida y joven y nos lanzaba miradas de reojo, especialmente a Chantel, que merecía ser mirada desde todo punto de vista.
Pensé que podríamos enterarnos de algo por medio de la muchacha y comprendí que Chantel pensaba lo mismo. Chantel preguntó:
—¿Nos esperaban?
—Sí —dijo ella. Hablaba un inglés vacilante—. Sabíamos, oímos que el barco venía y traía dos señoras… una para la niña Monique, la otra para el niño Edward.
—¿Y no les ha molestado nuestra llegada? —pregunté—. Quiero decir, ¿no se pensó que podía haber aquí personas capaces de hacer lo que hacemos nosotras?
La cara de la muchacha fue solemne.
—Oh, pero la dama del otro lado del agua… las mandó. Ustedes son de ella. Madame es muy pobre. No puede pagar. Pero la dama del otro lado del agua es muy rica y la niña Monique será rica, porque se ha casado con el capitán.
Cerró la boca con firmeza y era evidente que temía haber dicho demasiado.
Bebimos el té. Estaba tibio, pero el sabor de la menta era refrescante.
Oímos pasos en el corredor y apareció en la puerta el viejo Jacques. Miró con severidad a Pero, que desapareció, y después señaló las valijas.
—Son mías —dije—, gracias.
Las entró sin decir una palabra y después llevó las de Chantel al cuarto de ella.
Chantel se sentó en mi cama. Yo ocupé el sillón de damasco Luis XV —con reverencia, debo reconocerlo— y ambas nos miramos.
—Hemos venido a una casa extraña —dijo Chantel.
—¿No esperabas que lo fuera?
—No tanto. Es como si les molestara nuestra presencia.
—A la vieja niñera, sin duda. Después de todo tú cuidas a su querida niña Monique y yo a Edward. Ella debe creer que le pertenecen.
—Parece capaz de echarnos un hechizo en cualquier momento.
—Tal vez fabrique figuras de cera de nosotras y nos clave alfileres.
Reímos. Podíamos reír porque estábamos juntas, pero ambas sentíamos el efecto de esta extraña casa.
Chantel fue a desempacar y yo hice lo mismo. Encontré agua y un baño de asiento en un armario donde estaban los útiles de aseo. Me lavé, me puse un ligero vestido de hilo y me sentí mejor.
Cuando me peinaba se oyó un golpecito en la puerta. Abrí y vi a Pero.
Me dijo que madame de Laudé deseaba verme. También deseaba ver a la nurse Loman. Pero no juntas. Si yo estaba lista podía bajar ya, puesto que la nurse Loman aún no lo estaba.
Rápidamente clavé unas horquillas en el pelo y la seguí escaleras abajo. Sentí que la muchacha tenía mucho miedo a su patrona.
Madame de Laudé dijo:
—Tome asiento, por favor, señorita Brett. Lamento haberlas despedido tan rápidamente. ¡Pero hacía tanto tiempo que no veía a mi hija y a mi nieto! Están ahora con la vieja niñera, de modo que no debe usted preocuparse por Edward.
Incliné la cabeza.
—Esto debe parecerle muy extraño, viniendo de Inglaterra.
Reconocí que era algo distinto.
—Yo nunca he estado en Inglaterra, aunque soy de nacionalidad inglesa. Mi marido era francés. He vivido en esta casa desde que me casé. Antes vivía al otro lado de la isla. Cuando vivía mi marido éramos ricos, muy ricos para el estándar de la isla, pero hace veinte años que él murió y yo enfermé. Se preguntará usted por qué le digo esto, porque está usted para enseñar a Edward y debe pensar que todo esto no le concierne, pero creo que debe usted saber cómo son aquí las cosas.
—Es muy amable de su parte hacerme partícipe del cuadro, como quien dice.
Ella inclinó la cabeza.
—No está usted a mi servicio, usted lo sabe. Es lady Crediton quien la ha contratado.
—Sí, ya lo sé.
—Yo no podría pagarle. Las cosas han cambiado aquí. Antes todo era distinto. Entonces recibíamos, en gran estilo, a gente que venía de Francia, Inglaterra. Mi marido era un gran caballero y la plantación de caña de azúcar florecía. Ahora eso se ha perdido y somos pobres. Debemos tener mucho cuidado. No gastamos en esta casa. No podemos hacer nada. Somos muy pobres.
Pensé que era una forma muy extraña de hablar a alguien en mi situación, pero comprendí que me prevenía que no esperara ser muy bien atendida. Sin duda yo tendría que hacer cosas, ocuparme de limpiar mi cuarto. Me gusta hablar francamente y le pregunté si era eso lo que quería decir.
Sonrió. Así era. No me molesté en lo más mínimo. En cualquier caso ya había decidido limpiar mi cuarto, y ahora podía hacerlo sin ofender a nadie.
—Es una casa grande. Tiene treinta cuartos. Es de forma cuadrada, o lo era cuando la construyó mi marido, pero después añadieron cosas. Por eso la llamó Carrément. Cuadrada, ¿sabe? Treinta cuartos y sólo tres criados. No es bastante. Están Jacques, Suka y Pero. Pero es joven y sin experiencia, y la gente de la isla no es vigorosa. Es el clima. ¿Quién puede culparlos? ¡Oh, el clima! No es bueno. Ha arruinado la casa. Hay insectos. Matorrales y hierbajos crecen por todos lados. El clima, siempre el clima, dicen. Yo he pasado aquí la vida y estoy acostumbrada. Pero es penoso para algunos.
—Entiendo, madame.
—Me alegro. Ahora debo ver a la nurse Loman. Oh, comeremos juntas. Es menos molesto de este modo, y es más barato preparar un plato para todos. Jacques y Suka cocinan y Pero sirve la mesa. Ya conoce usted toda la casa. Comemos a las ocho. El capitán estará esta noche aquí. Sin duda querrá estar el mayor tiempo posible con su esposa y su hijo.
Me pregunté si habría notado el rubor de mis mejillas.
—Y ahora —dijo— si la nurse Loman está lista, quiero verla.
Fui al cuarto de Chantel. Había allí uno o dos muebles buenos, de origen francés.
Dije:
—Acabo de tener una iluminadora entrevista con madame. En verdad hemos venido a una casa extraña.
*****
La oscuridad llegaba pronto en la isla. No había crepúsculo. Era de día y, en el momento siguiente, se hacía la noche.
A las ocho menos cuarto Chantel vino a mi cuarto. Se había puesto un vestido de encaje negro que sentaba admirablemente a su cutis. Chasqueó la lengua al verme. Yo también me había puesto un vestido negro.
—No sirve, Anna —me dijo—. Siempre he detestado ese vestido. Para decirte la verdad es aburrido.
—No se supone que voy a un banquete.
Los ojos de ella se pusieron soñadores.
—Anna —dijo— el capitán comerá aquí esta noche. Quizá también lo haga mañana por la noche, y después se irá. Te recordará tal como te presentes esta noche, de modo que no debes dejar que te vea con ese trapo viejo tan poco favorecedor.
—Chantel, por favor…
Ella rió y empezó a desabrocharme el vestido.
—Pareces olvidar que él tiene mujer —dije.
—Ella no me permitirá olvidarlo. Pero el capitán debe llevar consigo un buen recuerdo.
—No, sería mejor…
—¿Que te afearas? ¡Qué poco romántica eres!
—¿Acaso se puede ser romántica con el marido de otra mujer?
—Siempre hay que ser romántico, y hay algo muy romántico en un amor que no puede realizarse.
—Chantel, te lo ruego, no bromees con esto.
—No bromeo. ¡Si supieras hasta qué punto deseo que seas feliz! Y lo serás, aunque no sea con el capitán; y no será con el capitán, Anna.
Sus ojos llameaban y parecía una adivina. Dije:
—Desearía que no hablaras de esto.
—Voy a hablar —dijo ella—. Él no es para ti. No es digno de ti, Anna, como te lo he dicho antes. De todos modos creo que deberías ponerte algo bonito esta noche. —Había sacado un vestido de seda azul y lo apoyó contra ella—. Vamos, es uno de los mejores… te lo ruego, Anna.
Me quité el vestido negro y me puse el azul. Dijera lo que dijera, quería estar bien esta noche.
Me miré en el espejo con el vestido azul. Decidí que, con el color de mis mejillas, estaba bastante atractiva.
Chantel me miraba intensamente y yo dije, para cambiar de tema:
—Pero ha traído estas velas. Dice que no las encienden hasta que es imposible ver sin ellas. Las velas son muy caras en la isla.
—No creo que puedan ser pobres hasta ese extremo. Creo que madame tiene la manía de ahorrar dinero. Estás bonita ahora, Anna.
—Es esta costosa luz de velas. Oculta mis defectos. Todos saben que esta luz suaviza las facciones y da brillo a los ojos.
—Me sorprende que debamos comer a la mesa de la familia… ya que sólo somos una enfermera y una gobernanta.
—Ella dice que resulta más barato que todos comamos juntos.
—También me lo dijo a mí.
Chantel empezó a reír.
—Oh, Anna, ¿a qué manicomio hemos venido?
—Hay que esperar para ver.
Ella se dirigió a la ventana y abrió la persiana.
—Te vas a ensuciar —le dije.
—Ven. Se puede ver el barco.
Allí estaba, en la bahía. Como debía haber estado La Mujer Secreta.
—Da sensación de seguridad —dije.
—¿Cómo te sentirás, Anna, cuando el barco ya no esté allí?
Me estremecí.
—Eso —dije— habrá que verlo.
—No importa. Es sólo durante dos meses.
—¿Estás segura?
Ella sonrió.
—Positivamente. No me quedaré aquí más tiempo. —¿Ya te has decidido?
—Lo siento en los huesos —dijo ella—. No me quedaré aquí más de dos meses.
—¡Profetizas!
—Si quieres.
—Yo no querría quedarme aquí sola.
—«Donde tú vayas iré yo». Y con esta nota bíblica, bajemos a comer.
Chantel abrió la puerta de modo que la luz de la lámpara de kerosén en el corredor iluminó el camino. Yo cerré la persiana y soplé para apagar las velas.
Pero a través de las persianas pude ver el barco en la bahía y adiviné que Redvers estaba abajo. Me alegró que estuviera aquí la primera noche.
*****
Pese al dudoso gusto de la mayoría de los adornos, en seguida distinguí sobre la mesa un candelabro notablemente bello: una joven diosa sostenía el tridente donde estaban las velas. Valiosísimo, pensé. Y francés, como casi todo lo de valor en la casa. Era digno de una mesa de Versalles. La luz de las velas hacía temblar las sombras alrededor de la habitación. Esta noche éramos un gran grupo. Me pregunté cómo sería cuando sólo quedáramos aquí cuatro personas.
A la cabecera de la mesa estaba madame de Laudé. Red estaba a su derecha; en el Otro extremo estaba Monique, respirando con bastante dificultad: a su derecha estaba Ivor Gregory y a su izquierda Dick Callum; Chantel y yo nos sentamos frente a frente.
Pero y Jacques servían: supuse que Suka estaba en la cocina.
Trajeron un pescado que no pude identificar. Probablemente lo habían atrapado en la bahía; después siguió un plato de arvejas y legumbres varias y un delicioso y fresco ananá. Bebimos un vino tinto francés que, aunque no soy entendida, me pareció bueno.
La conversación marchaba suavemente. Hablamos del viaje y de nuestros compañeros de a bordo. De vez en cuando era consciente de que los ojos de Red me miraban y, al volverme, veía que Dick Callum me miraba también, mientras Chantel coqueteaba lindamente con Ivor Gregory. Monique hablaba mucho, y creo que su madre la miraba con indulgencia.
Madame de Laudé parecía muy digna y creo que en el pasado había recibido con frecuencia. Podía imaginar esta habitación llena de invitados y que todos los preciosos muebles y adornos, como aquel magnífico candelabro, eran usados en la ocasión.
—¿Cree usted, capitán —dijo ella— que la enfermera Loman y la señorita Brett serán aquí dichosas?
—Espero que lo sean —dijo él inseguro.
—Les resultará muy diferente a Inglaterra. Es muy diferente, ¿no?
—Aquí hace más calor —dijo Redvers ligeramente.
—Estaba ansiosa de que vinieran cuando me enteré de que lady Crediton las había contratado. Me he enterado de que han sido muy útiles… durante el viaje. Espero que decidan quedarse.
—Han sido muy útiles —dijo Monique—. La nurse Loman me reprendía atrozmente. Chantel replicó:
—Madame de Laudé sabe que lo he hecho por su bien.
Monique hizo una mueca.
—Me hacía seguir una dieta y aspirar esa cosa horrible…
—Órdenes del médico —dijo Chantel—. Confirmadas por el doctor Gregory, aquí presente.
—Creo, señora —dijo el doctor Gregory— que la señora Stretton ha tenido mucha suerte al contar con una enfermera tan eficiente para que la atienda.
—La nurse Loman me atendía a mí y la señorita Brett se ocupaba de Edward. Edward buscaba siempre la compañía de su padre, y eso significa que la señorita Brett también la buscaba.
Me oí decir con voz altiva:
—Raras veces se permitió a Edward ir al puente de mando y, cuando iba, era para aprenderlo.
Monique nos miró a mí y luego a Chantel. Creo que estaba decidida a ser maligna: me pregunté qué habría dicho a su madre cuando estaban solas.
—Existe la impresión general de que, cuando hay pasajeros a bordo, el capitán debe atenderlos —dijo Red—. Esto, por cierto no es así, aunque estoy seguro de que sería muy agradable. La tarea del capitán es que el barco navegué. ¿No es verdad, Callum?
Dick Callum dijo que así era. Y que el primer cuidado de los oficiales de a bordo debía ser el barco.
—Pero se lleva cierta vida social, ¿no? —preguntó madame de Laudé.
—En algunas ocasiones estamos libres y podemos mezclarnos con los pasajeros, pero no con tanta frecuencia como desearíamos.
—De modo que la esposa del capitán queda sola con frecuencia —dijo Monique—. Es triste, ¿verdad?
—¿Y cree usted que el viaje ha sido beneficioso para mi hija, doctor?
—Creo que sí —dijo Ivor Gregory.
—Antes de dejar la isla debe usted hablar con el médico de aquí. ¡Es muy viejo y está fallando, ay! Pero es el mejor que tenemos. Pronto vendrá un joven, un isleño. Ahora está en Inglaterra, en un hospital de Londres, esperando para graduarse.
—Iré a verlo mañana —dijo Ivor— y le mostraré la carpeta de la señora Stretton.
—¡Carpeta! —Exclamó Monique—. Es como si yo fuera una prisionera que se ha portado mal.
Se oyeron unas risas corteses y madame dijo que el café sería servido en el salón. ¿Queríamos pasar allí?
El salón era una larga habitación con puertas que se abrían sobre una terraza. Por las puertas pude ver el césped descuidado: en la terraza había una mecedora, una mesa y dos sillones de mimbre. El destartalado suelo asomaba entre las brillantes alfombrillas nativas de colores. La mesa me llamó en seguida la atención. Me pareció que era del período georgiano. Era hermosa, de caoba con un enchapado en marfil en los bordes.
No resistí pasar el dedo por aquella superficie de ébano. Estaba polvorienta. Era un sacrilegio tratar de ese modo a aquel mueble. Había unas sillas un poco más antiguas, con patas trabajadas en espiral; el brocado del tapizado estaba manchado, pero esto podía remediarse con facilidad; el bello tallado y las decoraciones de margaritas demostraban que eran valiosas…
Pero trajo el café y lo puso sobre la mesa. La bandeja barata parecía allí incongruente, pero la cafetera, la jarra de crema, la azucarera y las pinzas para los terrones eran decididamente georgiano inglés.
Madame de Laudé se sentó en una de las sillas de brocado y nos preguntó cómo nos gustaba el café. Mientras servía yo seguía pensando cuan diferente debía ser la casa cuando vivía el marido de ella. Y ahora ella luchaba contra la pobreza, y ahorraba en velas cuando estaba rodeada por muebles que, en conjunto, debían valer una pequeña fortuna.
Encendieron las lámparas. Sólo había dos, una a cada extremo de la habitación, y distaban de ser adecuadas. El cuarto estaba en tinieblas. Pensé que me gustaría arreglar los muebles y en el uso que haría de aquel precioso candelabro del comedor. Debía de haber otros del mismo período en la habitación.
Monique estaba maligna esta noche. Hablaba ahora de Rex Crediton. Madame de Laudé estaba ansiosa por oír hablar de él, porque demostraba tener gran deseo de recibir noticias de todos los Crediton. ¿Esperaba acaso que, con su matrimonio, Monique la sacara de la pobreza?
—Me hubiera gustado conocer a su medio hermano, capitán —dijo.
—Tuvo que quedarse por negocios en Sidney —explicó Redvers—. Es un hombre muy ocupado.
—Estuvo muy ocupado durante el viaje —Monique miró a Chantel y rió—. Ahora estará ocupado cortejando a la señorita Derringham.
—¿Alguna joven que conoció a bordo? —preguntó madame de Laudé.
—Oh, no. Ella estaba ya en Australia. Creo que fue por eso que él hizo el viaje. Los Derringham son muy ricos. ¿Son tan ricos como los Crediton, Redvers?
—No soy miembro de la compañía Derringham y no he visto los balances —dijo Redvers con frialdad.
—Tienen tantos barcos como los Crediton. Y lady Crediton cree que sería bueno que se unieran… en matrimonio.
—Ya sé que lady Crediton es una mujer muy sabia —dijo madame de Laudé—. Y cuando esos dos se casen y haya… ¿cómo se dice?
—Una amalgama —dijo Dick.
—Entonces serán en verdad muy ricos.
Sus ojos chispeaban. La idea de las riquezas la ablandaba. Hablaba del dinero como si hablara de un amante.
—Es muy romántico —dijo— y el romance es siempre encantador.
—En este caso podríamos decir «dorado» —dijo Dick, y sus labios se curvaron levemente.
—Él encontró la manera de divertirse durante el viaje —los ojos de Monique se habían clavado con aparente inocencia en Chantel, que estaba muy callada. ¡Pobre Chantel! Sentí pena por ella.
—¿Es hombre a quien le gusta divertirse? —preguntó madame de Laudé.
—¿A qué hombre no le gusta? —preguntó Monique, riendo y mirando a Redvers.
—No es pecado divertirse —dijo Redvers—. La verdad es que resulta más inteligente divertirse que aburrirse, sentir interés y no permanecer indiferente. Puedo decirle, señora, que mi hermanastro es un hombre muy inteligente. Tiene un cerebro muy despierto, lo que es necesario en su situación.
—Se ve que usted le tiene cariño —dijo madame de Laudé.
—Nos hemos criado juntos, mi querida señora. Somos hermanos. Nunca nos hemos preocupado por serlo a «medias». Estuvimos juntos en la nursery. Él es ahora un hombre de negocios. Existe muy poco acerca de la compañía Lady Line que Rex no sepa…
—Oh, sí, sabe mucho sobre la Lady Line —dijo Monique, riendo, sin control. Chantel la miró, preocupada: siempre estaba alerta cuando Monique reía de más. Podía terminar por faltarle el aire.
Chantel se puso de pie. Por un momento creí que iba a traicionar sus emociones, que yo estaba segura existían. No podía creer que Rex le fuera indiferente.
Miró al doctor Gregory.
—¿Cree usted que debo dar a la señora Stretton unas gotas de belladona?
—Creo que sí.
—Voy a buscarla.
—¿Para qué? —preguntó Monique.
—Se está usted quedando sin aliento.
—Nada más que una precaución —dijo el médico.
—¿Va usted a su cuarto? —preguntó madame de Laudé—. Necesitará luz —tomó una figura de una mesita y la agitó. Fue sorprendente el ruido que produjo.
Pero llegó corriendo, parecía asustada.
—Ilumine el camino de la nurse hasta su cuarto.
Cuando salieron Chantel y el médico, Monique dijo:
—Me tratan como a una niña.
—Querida —dijo madame—, se preocupan por ti.
—Sabes que es mejor prevenir un ataque que tratarlo cuando se produce —dijo Redvers.
—No creo que vaya a sufrir un ataque. No lo creo. Fue para hacerme callar porque yo estaba hablando de él. Ella nunca creyó que él fuera a Sidney a casarse con la señorita Derringham. Creía que ella era irresistible… —y empezó a reír.
Redvers dijo seriamente:
—Basta. No vuelvas a decir una palabra más sobre cosas que no sabes.
Habló con un tono tan autoritario que todos nos sorprendimos. Era como si otro hombre hubiera asomado tras la máscara de la amable cortesía. Monique se echó hacia atrás, aferrada a los brazos del sillón.
Dick Callum dijo:
—Me he enterado de que éste será un buen año para los cocoteros y llevaremos un buen cargamento de copra a Sidney.
Era un pretexto para cambiar la conversación, procurar volver a la normalidad, cambiar la pesada atmósfera en una grata charla.
—El azúcar no tiene tanta suerte. —Madame sacudió la cabeza con tristeza—. Pero olvidamos nuestros deberes. Hace mucho que no recibimos. ¿Quieren ustedes un coñac, un licor? Tengo un coñac muy bueno. Mi marido dejó una buena bodega, y no tenemos muchas ocasiones de usarla. Por suerte su contenido no se deteriora con el tiempo.
Chantel y el médico regresaron; Chantel traía un vaso que presentó a Monique, que hizo una mueca y apartó la cara.
—Vamos —dijo Chantel como una enfermera eficiente, y Monique tomó el vaso como una niña terca y bebió el contenido.
Se recostó en el asiento, haciendo muecas. Su madre la miraba con ansiedad. Vi que Redvers la miraba también y en su rostro había una expresión de odio mezclado con una cansada exasperación. Me alarmó.
Después la conversación se dispersó, y hubo varias charlas simultáneas. Dick Callum que estaba cerca de mí dijo que debíamos vernos (lo que sin duda significaba que debíamos vernos a solas) antes que zarpara La Serena Dama. Contesté que creía que no iba a haber oportunidad para hacerlo.
—Busque una —dijo él—. Por favor.
Chantel discutía el tratamiento de Monique con Ivor Gregory.
—Creo que la tintura de belladona es un buen sustituto para el nitrato de amyl —decía.
—Es efectivo, pero, como se absorbe internamente debe estar usted más atenta. Que no se exceda de diez gotas. Durante un ataque puede repetirse la dosis… digamos cada dos o tres horas. ¿Tiene bastante cantidad?
—Sí, para dos meses.
Hablaron seriamente del estado de Monique, como una enfermera y un médico conscientes de su profesión.
Era cerca de medianoche cuando Dick y el médico regresaron al barco. Redvers se quedaba en la casa.
Llamaron a Pero para que nos acompañara a Chantel y a mí a nuestros cuartos. La muchacha nos precedió, llevando una lámpara a kerosén. Supuse que se había llegado a la conclusión de que esto era más barato; que encender una vela.
Ambas entraron en mi cuarto y Pero encendió unas velas sobre mi cómoda. Di las buenas noches y cerraron la puerta. No podía dormir. Llevé una de las velas a la cama y, después de acostarme, la apagué. Había luna, de modo que no estaba en una oscuridad total. Quedé echada y mis ojos se acostumbraron a la penumbra, y pude ver claramente los objetos del cuarto. Una débil luz se movía entre las persianas. Había que tenerlas cerradas por los extraños insectos que podían entrar. Pensé en Chantel que quizás estaba también desvelada en otra habitación. Fue un pensamiento consolador.
Oí crujir una tabla y recordé la Casa de la Reina, donde las tablas crujían en la quietud de la noche, sin razón aparente.
Recordé todos los acontecimientos que me habían traído aquí; y comprendí que había habido un momento en mi vida en el que había podido elegir. Podía haber dicho: no iré. Podía haberme quedado en Inglaterra. Y todo hubiera sido distinto. Vi entonces que todo lo que me había pasado —mi vida en la Casa de la Reina, mi relación con tía Charlotte— había sido inevitable. Y después había llegado el momento de la decisión, y yo había elegido este sendero. El pensamiento me excitó, y me alarmó al mismo tiempo. Podía decirme a mí misma: pase lo que pase tú lo has buscado.
Ruido de voces. Monique y Red. Peleaban en alguna parte de la casa. Me levanté de la cama y escuché. Fui a la puerta y permanecí allí un rato. Después la abrí. Las voces se oían más claras, aunque no entendí lo que decían. La de Monique se elevaba, apasionada y furiosa; la de Red era baja, apaciguadora. ¿Acaso autoritaria? Recordé la expresión que le había visto hacía un rato. ¿Amenazadora?, me pregunté.
Salí al corredor y abrí la puerta del cuarto de Edward. La luna me mostró su rostro: había tirado las sábanas. Dormía.
Cerré la puerta, volví y me planté frente a la puerta de mi cuarto.
Las voces continuaban. Y de pronto un estremecimiento me recorrió, porque en el extremo del corredor se movía algo. Alguien estaba allí de pie, vigilándome.
Miré con fijeza aquella forma. Quise hablar, pero aunque abrí la boca no encontré las palabras.
La forma se movió, grande, corpulenta. Era Suka.
—¿Necesita algo, señorita Brett?
—No. No puedo dormir. Fui a ver si Edward estaba bien.
—Edward estará bien —hablaba como si hubiera sido una impertinencia sugerir otra cosa.
—Buenas noches —dije.
Saludó con la cabeza. Volví a mi cuarto y cerré la puerta. Todavía temblaba por la sorpresa de haberla visto allí, y por darme cuenta de que me vigilaban solapadamente.
¿Qué estaba haciendo allí Suka? ¿Era posible que la puerta a la que se agarraba fuera la que llevaba al cuarto que ocupaban Monique y Redvers? ¿Había estado escuchando ante la puerta de ellos, lista para correr en auxilio de su niña Monique si ésta la necesitaba?
Volví a la cama. Era raro tener tanto frío en medio de aquel calor húmedo. De todos modos seguí allí un largo rato, estremecida. Pasaron horas antes de que pudiera dormir.
A la mañana siguiente me despertó Pero, que había traído el desayuno a mi cuarto. Consistía en té de menta, tostadas y mantequilla con una compota muy dulce cuyo origen no reconocí, un pedazo de sandía y dos bananas dulces.
—Muy cansada —dijo Pero con una sonrisa—. ¿No durmió bien?
—Extrañé la cama.
Sonrió. Parecía joven e inocente. Era sorprendente cómo uno se sentía diferente durante el día. El cuarto parecía desordenado, pero no siniestro, con el sol filtrándose por las celosías. Edward se presentó cuando yo estaba comiendo. Se sentó en la cama y dijo sombrío:
—No quiero quedarme aquí, Anna. Quiero zarpar en La Serena Dama. ¿Crees que el capitán me llevará? Sacudí la cabeza. Él suspiró.
—Es una lástima —dijo—. No me gusta quedarme aquí. ¿Y a ti?
—Esperemos para ver —sugerí.
—Pero el capitán zarpa mañana.
—Volverá.
Esto lo reconfortó, como me reconfortaba a mí.
Redvers había vuelto al barco para atender sus asuntos. Chantel estaba ya con Monique, que no se sentía bien. Suka seguía en el cuarto, mirándola fijamente, me dijo después Chantel, como un basilisco o una Medusa.
—No sé qué creía que yo iba a hacerle a su preciosa niña. Le dije que se fuera —añadió—. Pero la niña dijo que deseaba que se quedara y que iba a ponerse histérica si Suka se iba, de modo que tuve que aguantarla.
Edward resultaba mucho menos excitante. Ya que no podía estar con el capitán, quería estar conmigo.
Le dije que íbamos a salir a hacer exploraciones y pregunté a Pero dónde íbamos a dar las lecciones.
Ella señaló hacia arriba, ansiosa por agradar. Me dijo que allí había una antigua sala, donde solía estudiar la niña Monique. Me la mostraría.
Recogí los libros que había traído y fuimos a una gran habitación en lo alto de la casa. Las ventanas no estaban cerradas y se veía un buen paisaje de la bahía. Pude ver allí el barco, pero no se lo señalé a Edward, porque comprendí que sólo serviría para inquietarlo.
Había una gran mesa con una forma de madera al lado. Edward se divirtió al verla, la montó, fustigó un caballo imaginario y gritó: «¡Adelante!». «¡Vamos!» mientras yo echaba un vistazo alrededor. Había una biblioteca con libros de texto. Abrí las puertas cristaleras. Pensé que los libros podían ser útiles.
Mientras los examinaba entró Suka. Edward la miró, desconfiado. Comprendí que ella había querido ser niñera de él, y que a él no le había gustado la cosa.
—Ya está usted aquí —dijo—. No pierde usted el tiempo, señorita Brett.
—Todavía no hemos empezado las lecciones. Estamos examinando un poco el terreno.
—Examinando el terreno —canturreó Edward—. ¡Adelante, vamos!
Suka le sonrió tiernamente, pero él no la vio. Cuando ella fue a sentarse al lado de él, él se levantó y empezó a correr por el cuarto.
—Estoy en La Serena Dama —dijo, lanzando gritos agudos, como una sirena de barco—. Todo listo y en orden, capitán.
Me reí. Suka sonrió, no a mí, sino a él. Cuando se volvió hacia mí los ojos de la mujer chispeaban y me hizo estremecer de nuevo, como cuando la había visto de noche en el corredor.
Había una mecedora cerca de la biblioteca, similar a la que había visto en el porche. Suka se sentó y empezó a mecerse. Me pareció que el crujido de la mecedora —necesitaba ser aceitada— era irritante y su presencia incómoda. Me pregunté si pensaba andarme detrás. Decidí que no iba a quedarse cuando diéramos las lecciones. Pero en aquel momento no le dije que se fuera, y como ella no decía nada y el silencio era intolerable, dije:
—Veo que ésta es una verdadera sala de estudios.
—¿Acaso no la esperaba? ¿Creía que no tenemos salas de estudio en Coralle?
—¡Claro que no pensé eso! Pero ésta parece haber sido usada durante generaciones.
—No es posible. No existía esta casa hasta que monsieur la construyó.
—¿Y la señora Stretton ha sido la única alumna?
—Ella se llamaba Barker.
—¿Quién?
—La gobernanta.
Se mecía en la mecedora, sonriendo para sí: murmuró algo por lo bajo. Parecía algo peyorativo hacia la señorita Barker.
—¿La señorita Barker era de Inglaterra? —pregunté.
Asintió.
—Vino aquí una familia. El vino a ver si podían quedarse. Tenían un niño y una niña y había una gobernanta. Y monsieur dijo que ya era hora de que la niña Monique recibiera lecciones. Por eso la gobernanta vino aquí y les enseñaba en este cuarto. La niña Monique, el niño y la niña.
—Una agradable compañía para ella.
—Se peleaban. La niña le tenía envidia.
—¡Qué pena!
—El chico la adoraba. Era natural.
Sentí dudas. Imaginé a Monique… una niña mimada, voluntariosa y desagradable.
—De modo que la gobernanta les enseñaba a los tres —dije—. Era cómodo.
—No duró mucho tiempo. Ellos se fueron. No les gustaba la isla. La señorita Barker se quedó.
—¿Y qué fue de ella?
Suka sonrió.
—Murió —dijo.
—¡Qué triste!
Ella asintió.
—Oh, no al principio. Enseñaba aquí a la niña y la quería. No era una buena gobernanta, no era estricta. Quería que la niña la quisiera.
—Indulgente —dije.
Siguió meciéndose.
—Y murió. Está enterrada en la colina. Tenemos un cementerio cristiano.
Sus grandes ojos giraron mirándome y sentí que estaba midiendo mi ataúd.
¡Qué mujer más molesta!
*****
Aquella tarde hubo mucha excitación en la ribera. Yo descansaba en mi cuarto a causa del calor. Todo el mundo en la casa —y en la isla— parecía seguir esta costumbre. En todo caso hacía demasiado calor para hacer nada fuera de estar echado detrás de las celosías a mediodía.
Oí gritos, pero no presté mayor atención; y Chantel se presentó a decirme lo que había pasado.
—Nuestro gallardo capitán es el héroe en esta ocasión —dijo.
—¿Qué ocasión?
—Mientras dormitabas hubo un asunto de vida o muerte en la bahía.
—El capitán…
—Se ha comportado con su éclat habitual.
—Chantel, no bromees.
—Ha salvado la vida de Dick Callum.
—¡El capitán!
—Pareces sorprendida. Sin duda debes creerlo capaz de hazañas heroicas.
—Cuéntame qué ha pasado. ¿Acaso él…?
—Totalmente despreocupado de la aventura. Es como si salvara vidas todos los días.
—¡Pero no me dices qué ha pasado!
—¡Qué impaciente eres! Abreviando: Dick Callum salió a nadar. Le habían prevenido que el mar estaba infestado de tiburones, pero no hizo caso. Entró en él. Los tiburones le localizaron. Después él sufrió un calambre. Gritó. El capitán estaba por allí y «con el atuendo que tenía, se zambulló»[3]. Lo salvó. Lo sacó de las fauces mismas del asesino tiburón.
—¿Hizo eso?
—Claro que sí. No podía hacer otra cosa.
—¿Dónde están ellos?
—Dick está a bordo y lo atiende el doctor Gregory. Ha sufrido un shock y tendrá que guardar cama uno o dos días. Por el momento duerme. Greg le ha dado una píldora de opio. Es lo que necesita.
Sonreí y ella rió.
—Te has quedado en éxtasis. Es mejor que él zarpe mañana.
Me miraba intensamente.
—Chantel —dije gravemente—, nunca debimos haber venido aquí.
—Habla por ti —dijo burlona—. Y no te engañes. No te hubieras perdido esto por… un floreciente negocio de anticuario.
*****
Esa noche fue distinta a la anterior. Dick se quedó a bordo, acostado; Monique siguió en su cuarto. El estallido de la víspera había tenido efecto sobre ella y Chantel le había dado las gotas de belladona recetadas por el médico, con mucho cuidado, me dijo, porque, como todas las drogas efectivas, era muy peligrosa si se la tomaba en exceso.
El doctor Gregory vino a comer; Redvers estaba allí con Chantel, madame de Laudé y yo. La reunión parecía mucho más civilizada sin Monique. Pero y Jacques servían discretamente; madame parecía más relajada y desempeñaba con dignidad el papel de gran dama.
Trajeron un vino excelente de la bodega que le había dejado su marido: la comida fue sencilla. Otra vez pescado, y el plato principal esta vez llevaba una salsa que contenía mangos. Trajeron una sopa que me pareció hecha con los restos de la comida del día anterior; terminamos con fruta «pasión» y bananas dulces. Después pasamos al salón para el café, como el día anterior.
La conversación se centró principalmente en el incidente de la tarde. Madame contó algunas historias de tiburones; habló de un hombre que había estado caminando por la costa y había saltado un tiburón y le había arrancado un brazo.
—Son muy peligrosos en estas aguas. Ha sido usted muy valiente, capitán, al arriesgarse cuando había uno cerca.
—No estaba tan cerca. Tuve tiempo de sacar a Dick.
—Será una lección para él —dije.
—Es un buen nadador. Se hubiera puesto a salvo de no haber sido por el calambre.
—Una experiencia tremenda —dijo Chantel—. Estar nadando vigorosamente y de pronto sentirse impotente…
—¡Pobre Dick Callum! —Dijo Red—. Nunca lo había visto tan asustado. Parecía avergonzado… como si no fuera algo que puede pasarle a cualquiera.
Después hablamos de la isla. Madame lamentó que el barco no estuviera allí para la gran fiesta. Era el año nuevo de los isleños, y los visitantes disfrutaban tanto como los nativos.
Chantel preguntó en qué consistía la fiesta.
—Festejos y danzas rituales. Son muy impresionantes los bailarines del fuego, ¿verdad, capitán?
—Son muy hábiles —asintió Red—. Tienen que serlo para ejecutar esa danza tan peligrosa.
—Eso es la que la vuelve efectiva, supongo —dijo Chantel—. El peligro.
—Sospecho —dijo el médico— que deben llevar alguna sustancia a prueba de fuego en el cuerpo. Sin eso no es posible que usen las antorchas de la manera que lo hacen.
—La treta está en la velocidad —dijo Red.
Madame se volvió hacia nosotros, explicó:
—Hay en la isla una familia que ha ejecutado este baile de las antorchas durante generaciones. Quieren que se sepa que cuentan con la protección de la vieja diosa del fuego. Por eso están todos tan ansiosos por verlos actuar. Y no sueñan revelar a nadie su secreto.
—¿El viejo todavía baila? —preguntó Red.
—No, ahora lo hacen los dos hijos. A su vez tienen hijos a los que están entrenando. Hay una leyenda que ellos se encargan de mantener viva. Sus antepasados provienen de la Tierra del Fuego, y por eso están en buenos términos con el fuego, que no los daña. Ésa es la historia. Pero, como usted dice, debe haber alguna sustancia con la que embadurnan su cutis y sus ropas; y naturalmente cuentan con una agilidad maravillosa.
—¿Todavía viven en esa casa junto a la costa? —preguntó Red.
—No sueñan mudarse. —Madame se volvió hacia Chantel y hacia mí—. La casa no se ve a menos que uno busque muy a fondo. Está oculta por los árboles. Esa familia ha vivido allí, según dicen, desde que vinieron de la Tierra del Fuego. Rehúsan aceptar las nuevas ideas que han llegado a la isla. Creo que les gustaría que la isla retrocediera a lo que era hace cien o doscientos años.
—¿Y dónde queda esa Tierra del Fuego? —preguntó Chantel.
—En su imaginación —sugerí.
—Así es.
—¿Qué se supone que es? ¿Una especie de sol? —Preguntó Chantel—. Sólo puede estar en algún punto del cielo.
—Es usted demasiado analítica —dijo Red con una carcajada—. Acepte la cosa. Estas personas son hábiles actores. Quizá necesiten su mito para hacer esta representación tan inflamable. Si es así, que lo sea. La danza es un entretenimiento muy bueno.
—Ya ven ustedes —dijo madame, dirigiéndose nuevamente a Chantel y a mí—, hay algunos entretenimientos en la isla.
El médico volvió al barco a las diez, y Chantel y yo nos retiramos a nuestros cuartos.
Apenas hacía unos minutos que estaba en mi cuarto cuando oí ruido de guijarros que golpeaban las persianas. Abrí y miré. Redvers estaba abajo.
—Tengo que verte —dijo—. ¿Puedes bajar?
Dije que lo haría en seguida.
Soplé las velas para apagarlas y salí al corredor. La lámpara de kerosén estaba sobre una mesa, la mecha muy baja para hacer economía. Encontré el camino, un poco a tientas hasta el salón de abajo y salí al porche, donde percibí a Redvers a la sombra de la casa.
—Tengo que hablar contigo —dijo—. No habrá otra ocasión. Alejémonos de la casa.
Me tomó del brazo: sentí que su mano quemaba mi carne cuando caminábamos en silencio sobre la hierba. No había ni una ráfaga de brisa: era una noche hermosa, y aunque el calor del día todavía pesaba en el aire, no era sofocante. Las estrellas brillaban; la Cruz del Sur —tan remota como nuestro Arado— dominaba el cielo, volaban las luciérnagas y de pronto oí el zumbido de un insecto desconocido. Un suave y perpetuo rumoreo emergía de las matas.
—Es inútil, Anna —dijo él—. Tengo que hablar francamente. Mañana te dejaré. Tengo que hablar esta noche.
—¿Qué hay que decir?
—Lo que aún no he dicho pero que ya sabes. Te quiero, Anna.
—Por favor… —empecé débilmente.
Pero él prosiguió.
—No puedo seguir con esta farsa. Debes saber que esto es distinto a todo lo que ha pasado antes.
—Llega demasiado tarde.
—No debe ser así.
—Pero lo es. Estamos en casa de ella. Ella está ahora allí. Es tu mujer.
—Dios me perdone, Anna. A veces la odio.
—Eso no puede llevar a nada bueno. Debes saberlo.
—Dudas de mí. Has oído comentarios escandalosos… chismes. E incluso ahora te estoy hablando de una manera que no te parece bien.
—Tengo que volver adentro.
—Quédate un poco. Tengo que hablarte, Anna, cuando vuelva tú estarás aquí y…
Y pensé en Monique perdiendo la respiración y en Chantel diciendo: «No hará huesos viejos». No lo soportaba. No quería que esas cosas me pasaran por la mente.
—A veces me enfurece tanto que…
Pero no toleraba oírselo decir. Exclamé:
—¡No, no!
—Sí —dijo él—. Esta noche es diferente. Es como aquella otra noche. La de la Casa de la Reina. Siento como si estuviéramos solos en el mundo, como lo sentí entonces. Puedo olvidar todo lo que nos rodea. Entonces estábamos los dos solos, y ahora es lo mismo.
—Pero se presentó tía Charlotte y nos mostró que aquello era una ilusión. ¿De qué sirven las ilusiones? Sólo son sueños y debemos despertar y enfrentar la realidad.
—Algún día, Anna…
—No quiero que digas eso. No debí haber venido aquí. Debí quedarme en Inglaterra. Hubiera sido lo mejor.
—Me alejé, pero no olvidé. Tu imagen me ha perseguido desde aquella noche en la Casa de la Reina. Oh, Dios, ¿cómo pude permitir que me pasara esto?
—Alguna vez la has amado.
—Nunca.
—Te casaste con ella.
—Voy a contarte cómo ocurrió.
—No lo hagas. No sirve de nada.
—Pero debes saberlo. Debes entender.
—Entiendo que ya no la quieres.
—A veces creo que se ha vuelto loca. Anna, a veces creo que siempre lo ha sido.
—A su manera te quiere.
Él se pasó la mano por la frente.
—La odio —dijo—. La odio por lo que es, y también porque se interpone entre tú y yo.
—No soporto que hables así.
—Es sólo por esta noche, Anna. Esta noche debo decirte la verdad. Quiero que sepas cómo sucedió. Tú y yo ya nos habíamos conocido. Tú eras una niña, pero ya entonces me sentí atraído por ti, pero, no lo entendí. Fue sólo más adelante, al ir a la Casa de la Reina, cuando me di cuenta. Entonces me dije: «Tengo que partir. No debo volver a verla más porque la emoción que hay entre nosotros es algo que no he conocido antes, y creo que no seré capaz de resistirla». No soy un héroe, amor mío. Te quiero… Te necesito más que a nada… quiero navegar contigo, estar contigo cada minuto del día y de la noche, que nunca nos separemos. Debemos ser parte el uno del otro. Es lo que sé. Lo supe en la Casa de la Reina, pero ahora lo sé mil veces con más certeza. Anna, nadie más cuenta para mí en este mundo, y nadie cuenta fuera de ti. ¿Lo sabías?
—Sé que es así para mí —dije.
—¡Mi querida Anna, eres tan honrada, tan sincera, tan distinta a todas las que he conocido antes! Cuando regrese te llevaré a Inglaterra conmigo. Y ése no será el fin. Estaremos juntos, debemos estar juntos…
—¿Y Monique?
—Se quedará aquí. Ella pertenece a esta isla maldita.
—¿Por qué dices que es maldita?
—Lo ha sido para mí. Sólo he encontrado aquí desdicha. La noche de la danza del fuego… es como una pesadilla. Sueño con eso con frecuencia. La noche caliente, el brillo de las estrellas, la luna. Siempre es en una noche de luna llena. Los tambores redoblan todo el día llamando a la gente a esta parte de la isla. Ya entenderás cuando lo veas. Yo pensé que iba a ser excitante. Me dejé llevar por la excitación. Entonces no reconocí el mal. Lo reconocí sólo cuando llegaron las desgracias. Aquí me casé. Aquí perdí mi barco. Aquí he vivido los mayores desastres de mi vida. No debería hablar de esto, pero esta noche es diferente. Es nuestra noche cuando decimos la verdad y dejamos atrás las naderías convencionales para decir lo que realmente importa: la verdad.
Quiero que la veas. No soporto que no la veas. No me estoy excusando. Todo lo que ha pasado ha sido por mi culpa. Imagina. Los tambores, la rareza, la sensación de que todo en la vida está en un tremendo crescendo. Nos sentamos en un gran círculo, bebimos la bebida local. Se llama Gali y la sirven en cascaras de coco, preparadas para ese fin. Emborracha. Le llaman Agua del Fuego. Los Hombres de la Llama la preparan en esa casa que tienen. Están en el corazón mismo del festival. No quieren el estilo de vida europeo para los isleños. Creo que éste es el propósito oculto detrás de la fiesta y de las danzas. Como ves procuro disculparme. La excitación, la bebida… y Monique estaba allí, era uno de ellos y, sin embargo, no lo era. Se unió a los bailarines. Entonces no estaba enferma. Volví con ella a Carrément y… finalmente…
—No es necesario que me cuentes —dije.
—Pero quiero que entiendas. Fue como una trampa y caí en ella. Al día siguiente zarpamos para un viaje corto y cuando volvimos, dos meses después…
—Entiendo que el matrimonio fue inevitable. Y la vieja niñera se encargó de que así fuera.
—Madame de Laudé, la vieja niñera, la misma Monique… estaban decididas. Yo estaba aún bajo el hechizo de la isla. Fui un tonto. ¡Oh, Dios, Anna, si supieras hasta qué punto! Sigo siéndolo, porque te digo esto, me presento ante ti bajo la peor luz. Estas cosas que un hombre de honor debe guardar para sí… Anna, no dejes de amarme. Es sólo cuando recuerdo que me quieres que encuentro algo de felicidad. A veces, cuando ella es presa de uno de sus locos ataques…
—¡Por favor no lo digas —exclamé aterrada—, ni lo pienses siquiera!
Sentí un miedo terrible. Él había dicho que la isla era maldita. Sentí que algún mal nos amenazaba ahora. Pensé: recordaré este jardín con el tupido follaje, el caliente aire húmedo, el apagado zumbar de los insectos, como recuerdo aquel otro, en el otro extremo del mundo, húmedo, nebuloso, con el aroma casi imperceptible de los crisantemos y los margaritones y la tierra.
Una revelación se había producido en mí. Yo lo amaba; hacía tiempo que lo sabía, pero lo había amado como el héroe fuerte y conquistador, y ahora conocía sus debilidades y, a causa de ellas, lo amaba más. Pero estaba llena de temor, porque él llevaba en sí tan pesada carga de tragedia. ¿Podía haber un destino peor que estar casado con una mujer a la que despreciaba y haberse puesto en esta situación por una locura juvenil? Cuando un hombre como Redvers, un hombre de pasiones fuertes y profundas, amaba a otra mujer, la situación no sólo era trágica: era peligrosa.
Yo era profundamente consciente de esas pasiones, contenidas aún; y pensé en Monique, inquieta, violenta y enloquecida de celos. E incluso en aquel momento me sorprendió la incongruencia de encontrarme yo, la simple y hogareña Anna, en el centro de aquel torbellino de pasiones. ¿Era yo acaso tan capaz de locura como cualquiera de ellos?
Él me tomó las manos y sentí que me invadía la ternura y la necesidad de protegerlo… de protegernos a todos, también a mí y a Monique.
Me oí decir fríamente, porque en aquel momento sentí que podía ser una observadora imparcial:
—Pensemos esto con calma. No somos el primer hombre y la primera mujer que se encuentran en una situación semejante. Con frecuencia pienso que, si aquella noche en la Casa de la Reina hubiera sucedido antes de que fueras a la isla, todo habría sido distinto para nosotros. El tiempo es muy importante para formar nuestras vidas. Solía pensar esto cuando oía el tic tac de todos los relojes en la Casa de la Reina.
E incluso ahora, pensé, estoy hablando por decir algo. Estoy ganando tiempo. Quiero tranquilizarlo, hacerle entender que no debemos volver a encontrarnos así…
Me acercó a él y yo dije, desesperada:
—No. Nos portamos mal, tengamos cuidado.
—Anna, no siempre será así.
A lo lejos, en la distancia, oí el grito de un pájaro. Era como una risa burlona.
—Tengo que irme —dije—. No podemos dejar que nos vean juntos…
—Anna, no te vayas —dijo él.
Me apretó con fuerza. Sus labios estaban cerca de los míos. Y nuevamente se oyó aquel grito burlón.
Comprendí en aquel momento que dependía de mí decidir el futuro; era yo quien debía mostrar contención. Quizá debiera agradecer la rigurosa educación de tía Charlotte, y el desdén que siempre había sentido hacia los que quebrantaban las reglas morales. Y fue como si ella estuviera en el jardín ¡no agria y burlona como lo había sido con frecuencia, sino inmóvil como la había visto en el ataúd… muerta; y la sospecha del crimen había recaído sobre mí!
Esta situación era mucho más peligrosa que la vivida en la Casa de la Reina; y sin embargo en aquel caso se había sospechado que yo hubiera podido asesinar. ¿Qué pasaría si una mañana me despertaba y oía la noticia de que Monique estaba muerta? ¿Si se llegaba a sospechar un crimen? ¿Y si había una prueba de ello?
Sentí que en alguna parte, alguien me prevenía.
—Tengo que irme —dije, me solté y me alejé caminando rápidamente.
—¡Anna! —oí el doloroso anhelo de su voz y sólo atiné a correr más.
Entré en la casa; naturalmente Suka estaba allí. Creo que había estado espiando desde el balcón.
—¿Le gusta el aire de la noche, señorita Brett? —preguntó.
—Es agradable después del calor del día.
—Anna, Anna, mi querida…
Era Red. Se había detenido en el porche antes de ver a Suka.
—¿A usted también le parece agradable el aire de la noche después del calor del día, capitán? —dijo Suka.
Él contestó fríamente.
—Es la única hora en la que es cómodo caminar —toda huella de pasión había desaparecido. Con un rápido «Buenas noches», corrí a mi cuarto.
Allí me senté en el sillón y me llevé las manos a mi agitado corazón.
Estaba exaltada y temerosa. Era amada… pero peligrosamente. Y yo no era una aventurera que busca el peligro. Yo quería ser serenamente feliz. Pero me había enamorado de un hombre que no podía darme esto. ¡Qué diferente sería todo si pudiera amar a Dick Callum!
Pensé en Suka. Me pregunté si contaría a Monique lo que había visto. Suka me detestaba. Yo sentía su odio; y era profundo.
Era inútil acostarse. No iba a dormir. Las velas goteaban en sus candelabros. Me pregunté si iban a decirme que consumía demasiadas velas. Por violentas que fueran las pasiones que circulaban en las habitaciones de esta casa, siempre había que vigilar los dispendios.
Iba a acostarme porque entonces podría apagar las velas. Era incongruente pensar en esto en aquel momento. Mi vida iba a apagarse como estas velas. Frustrada, regresaría a Inglaterra, pero no en La Serena Dama. Tal vez consiguiera un cargo de gobernanta con gente que regresaba a Inglaterra. Después de todo la señorita Barker —¿era éste su nombre?— había encontrado un cargo en la isla.
Me lavé en el agua fría de la bañera; me trencé el pelo y apagué las velas. Lancé una última mirada al barco en la bahía.
Mañana a esta hora ya habría partido.
*****
A la mañana siguiente fui al barco para ver a Dick Callum, como había prometido. Edward hubiera querido acompañarme en caso de estar enterado, pero estaba con su madre y lo dejé con ella. Cargamentos de copra, sandías y bananas eran llevados al barco; había mucho movimiento de entradas y salidas. Me llevaron en un botecito a remo y trepé por la escalera del barco.
Dick me esperaba. Estaba de pie, pero parecía un poco tembloroso, y no me sorprendió.
Sus ojos se iluminaron de placer al verme.
—Sabía que vendrías —dijo— pero ya estaba pensando bajar a tierra a buscarte.
—¡Felicitaciones! —dije.
—¿De modo que estás enterada?
—Quedé horrorizada. Debías haber sido más cuidadoso.
—Es una lección. No volveré a bañarme sin pensar en un mar infestado de tiburones.
—Entonces quizá no haya sido en vano.
—Hubiese sido mi fin de no ser por el capitán Stretton.
No pude menos que sentirme radiante de orgullo.
—Podía haber sido el fin de ambos —prosiguió—. La velocidad con la que él se acercó a mí y me hizo retroceder fue notable.
—¿Y cómo te sientes ahora?
—Todavía estremecido y… avergonzado.
—Es algo que puede pasarle a cualquiera.
—Sentémonos —dijo él—. Debería estar trabajando, pero Gregory dice que puedo descansar hasta que zarpemos. Quiero hablar contigo, Anna. Y ésta es una buena ocasión. Te echaré de menos. Espero que también me extrañes.
—Me sentiré desolada al mirar por la ventana y ver que el barco ya no está en la bahía.
—Y yo pensaré en ti en esa casa tan rara…
Guardé silencio y él me examinó atentamente.
—Es un lugar raro. Ya lo has descubierto. Descalabrada, descuidada, muy incómoda imagino.
—No esperaba que fuera otro castillo Crediton.
—Tendrás aquí nostalgias de la patria, ¿verdad?
—No lo sé. Mi vida no era feliz en Inglaterra. Mi tía había muerto.
—Sí, ya lo sé, Anna. Estoy procurando juntar coraje para decirte algo. Quiero decírselo a alguien, y tú eres para mí la persona más importante. Quiero que lo sepas.
Me volví hacia él.
—Dilo, entonces.
—Ya sabes que quiero casarme contigo, pero no es de eso que deseo hablar. Pero, primero, quiero que sepas que estoy en espera. Tú permanecerás aquí dos meses. Quizá después de este tiempo hayas cambiado de idea.
—¿Acerca de qué?
—Del matrimonio.
—No entiendo.
—No estás enamorada de mí, pero yo no te soy antipático.
—Claro que no.
—Y tal vez te digas en algún momento que dos personas decididas a que así sea pueden construir una vida feliz. Las grandes pasiones no son siempre una roca sobre la que se puede construir el futuro. Se cambia; es como las arenas movedizas… pero el cariño mutuo, el buen sentido, son sólidos como la roca.
—Lo sé.
—Y quizás un día…
—¿Quién puede saberlo? No conocemos el futuro.
—¿Y somos ahora buenos amigos?
—Los mejores amigos.
—Por eso debo contarte esto.
—Hazlo, por favor, estoy segura de que es algo que tienes en la mente y que te sentirás más feliz si hablas.
—Odio al capitán.
—Lo sé.
—¿Lo has sentido?
—Te has delatado. En la forma en que hablas de él. Has sido tan… vehemente.
—Y ahora él me ha salvado la vida. Lo odio tanto que hubiera preferido ser salvado por otra persona.
—Pero fue el capitán.
—Es un hombre valiente, Anna. Y una gran figura romántica, ¿no? Tiene defectos, pero son defectos románticos, crees. Es el gran aventurero, el bucanero. Lo odio porque tiene lo que yo más he deseado. Envidia. Es lo que siento por él. Es uno de los siete pecados capitales… creo que el peor.
—¿Por qué lo envidias tanto?
—Porque —dijo— yo podría tener lo que él tiene.
—¿Te refieres a ser capitán de barco?
—Quiero decir que podría haber sido educado en el castillo; podría haber compartido la infancia con Rex; podría haber sido tratado como un hijo de la casa, como ha sido tratado el capitán.
—Quieres decir que…
—Él es mi medio hermano. Soy tres años mayor. Mi madre era una costurera que fue al castillo a trabajar para lady Crediton. Era muy bonita y, como otras, llamó la atención de sir Edward. Cuando nací sir Edward pasó una renta a mi madre, para que no tuviera que visitar el castillo. Se ocupó de mi educación y, a su debido tiempo, me prepararon y entré en la compañía. Pero nunca fui reconocido como hijo de sir Edward, como lo fue el capitán.
—¿Lo sabe el capitán?
—No. Se lo diré.
—Estoy segura de que él entenderá tus sentimientos. No cabe duda de que los entenderá.
—No pueden ser los mismos a partir de ahora. No se puede odiar al hombre que nos ha salvado la vida.
—Me alegra… por ti y por él. Ambos estarán mejor sin ese odio sin sentido.
—Y no olvides que, pase lo que pase en los dos próximos meses, yo volveré. ¡Cómo me gustaría que partieras con nosotros! ¡No me gusta pensar que te quedas en esa casa!
—Pero yo no he venido más que para atender a Edward.
—Dos meses —dijo él— no son mucho tiempo, pero muchas cosas pueden pasar en dos meses.
—Mucho puede pasar en un solo día, como acabas de descubrir —le recordé—. No hace mucho odiabas al capitán, y ahora tu admiración es mayor que tu antipatía. Díselo. Estoy segura de que él entenderá.
—Tienes una alta opinión de él, ¿verdad? —dijo con intensidad. No contesté. Tenía miedo de revelar mis sentimientos. Cuando lo dejé para volver a tierra, Redvers me esperaba en la escalera.
—No se presentará otra ocasión de hablarte a solas, Anna —dijo—. Te he escrito.
Me puso una carta en la mano.
Permanecimos muy juntos mirándonos, pero allí era imposible hablar. De manera que dije:
—Adiós, capitán. Un viaje seguro y feliz…
Y corrí hacia la escalera.
No pude esperar para leer la carta. Era breve pero su amor por mí estaba en cada línea. Era la primera carta de amor que yo recibía.
«Mi querida Anna:
Debería decir que lamento lo de anoche, pero no es así, hablé en serio… cada palabra. Para mí no hay felicidad sin ti. Te quiero, Anna. Anna… espera. Sé que las cosas no serán siempre como son. Piensa en mí como yo voy a pensar en ti. Te quiero.
Redvers».
Debía haberla destruido. Debí recordar que provenía de alguien que no era libre para escribirme en esta forma, pero, en lugar de esto, la doblé con cuidado y la metí en el corpiño, y la sensación del papel arañándome la piel me llenó de exaltación.
Era amada.
Chantel vino a mi cuarto. Quedó atónita al verme.
—Algo ha pasado —dijo—. Te has vuelto hermosa.
—¡Qué tontería!
Me tomó de los hombros y me arrastró hasta el espejo. Siguió allí sujetándome por los hombros, y después rió y dio una voltereta. La carta se corrió y asomó por el borde de mi blusa. Ella la agarró, riendo maliciosamente.
—Dámela, Chantel —exclamé llena de pánico. Ni siquiera Chantel debía verla.
Dejó que se la quitara. Sonreía. Pero de pronto se puso grave.
—Oh, Anna —dijo—, ten cuidado.
*****
Aquella tarde partió el barco.
Edward lloraba. Quedó en el jardín mirando la partida, porque no me pareció conveniente llevarlo al puerto. Dije:
—Podemos verlo muy bien desde el jardín.
Miramos. Las lágrimas corrían lentamente por sus mejillas mientras lloraba en silencio, y esto era mucho más conmovedor que cuando lo hacía ruidosamente.
Puso su mano en la mía y yo la apreté con firmeza. Murmuré:
—Dos meses no son mucho tiempo. Vendremos aquí para ver el regreso.
Me pareció que esto lo alegraba un poco.
—Puedes marcar los días en el calendario —le dije. Le habían regalado uno para Navidad y meticulosamente arrancaba las hojas de los meses que pasaban—. Te sorprenderá lo rápido que pasa el tiempo.
Monique bajó al jardín: tenía los ojos hinchados y enrojecidos. Pensé: de verdad lo ama. Y la idea fue como una puñalada mortífera, porque, amándolo u odiándolo, ella estaba ligada a él.
Me vio allí de pie con Edward y exclamó dramáticamente:
—¡Mi nene, mi nene! ¡Ahora estamos solos!
Tendió la mano pero Edward se apartó y miró inmutable al frente. Suka había llegado sigilosamente, como era su costumbre.
—Venga, niña —dijo— no se saca nada con llorar.
Inmediatamente Monique empezó a gemir. Se acercó y agarró la mano de Edward, pero él la retiró y escondió la cara entre mis faldas, cosa que era rara en él. Detestaba comportarse como un bebé.
—No me quiere —dijo Monique con amargura—. Prefiere a la señorita Brett —rió histérica—. Y no es el único. Suka la rodeó con su brazo. —Venga, mi querida niña, entremos.
Los ojos de Monique estaban dilatados, las mejillas arrebatadas de sangre. Dije:
—Llamaré a la nurse Loman.
Suka me miró desdeñosamente y condujo a Monique hacia la casa.
La mirada que Suka me había lanzado era venenosa.
Cómo me odia, pensé. Más aún que Monique. Creo que en verdad Monique debe simpatizar conmigo, porque soy un pretexto para hacer escenas.
Estaba muy inquieta.
*****
Monique cayó enferma unos días después de la partida del barco, y Chantel la atendía constantemente.
Dije a Edward que íbamos a proseguir sin demora con las lecciones y que eso nos ayudaría a pasar el tiempo. Él estaba fascinado con la geografía y la historia, y decidí concentrarme en los lugares por los que habíamos pasado y que eran más que unas marcas en el mapa para él. Se encantaba buscando en el Pacífico y descubrió nuestra isla, un punto negro en la amplia extensión de azul, entre otros puntos negros. Los nombres lo encantaban: los repetía canturreando: «Tongatapu, Nukualofa, las Islas Amigas, Kao, Fonuau». Iba a visitarlas todas cuando fuera marino. Habíamos calculado la época del regreso del barco, y él había pintado líneas rojas alrededor de la fecha. Lo había divertido la frase: «Un día marcado en rojo». Éste iba a serlo. Se había asegurado pintando la fecha en rojo.
No le gustaba la casa, no le gustaba la comida. Prefería estar conmigo o con Chantel. Su madre lo turbaba con caricias demasiado ardientes, y parecía aliviado cuando ella no le prestaba atención. Tampoco simpatizaba con Suka, que ruidosamente quería ganar su cariño. Pero lo divertía y le gustaba bromearla: también le gustaba el viejo Jacques y subía y trepaba al coche y ayudaba a cuidar los caballos. Temía un poco a su abuela, aunque por lo menos la respetaba.
Le gustaba la isla, pero yo no quería dejarlo salir a nadar por miedo a los tiburones. Y me alegraba de la aventura de Dick, ya que había salido sano y salvo y, además, su actitud hacia Redvers había cambiado. Y también me permitía no exponer a Edward a un peligro.
Paseábamos un poco, cuando cedía el calor del día. Nos dirigíamos al grupo de tiendas que eran como chozas, y observábamos a las muchachas con sus vestidos de colores haciendo collares de conchillas, brazaletes y aros. Se sentaban bajo un techo de paja, «una casa sin lados», decía Edward, y trabajaban hasta el anochecer; y ya estaban allí por la mañana temprano. Era a mediodía, y antes y después, cuando la isla quedaba desierta.
En el puerto estaban los galpones donde se almacenaba copra y los frutos que iban a ser embarcados, y de cuyo comercio vivían los isleños.
—Se parece a Langmouth —comentaba Edward—. Y un día volveremos allí.
Algunos días creía haber caído en una rutina normal. En otros la atmósfera de la casa era intolerable. Esto sucedía de noche, cuando estaba acostada sin poder dormir, pensando en La Serena Dama, preguntándome dónde estaría ahora y en Redvers echado en su cabina, pensando en mí. Entonces sacaba su carta y la leía. No encontraba donde esconderla. Los armarios y cajones no tenían llave. De manera que la guardaba entre mis ropas, y, cuando volvía a mi cuarto, cada vez, me aseguraba de que allí estaba.
Las tablas crujían incómodamente durante la noche. En el corredor la lámpara de kerosén era reemplazada por una luz de junco después de la medianoche. Oía llegar a Suka por el corredor, haciendo, flap, flap con las chancletas de rafia que siempre usaba, una suela con una banda atravesada, y en la banda bordados de paja coloreada. Parecían muy poco prolijas y las de Suka estaban muy gastadas. La oía detenerse, e imaginaba que llegaba hasta mi puerta y se detenía y que, si yo saltaba de la cama y abría la iba a encontrar allí.
¿Para qué? No tenía sentido. Pero nunca podía estar cerca de ella sin sentir aquellos grandes ojos… que me observaban.
Miraba la fecha que Edward había marcado en rojo y estaba segura de que él no anhelaba aquel día tanto como yo, aunque ignoraba qué esperanza podía traerme, fuera de volver a ver a Redvers.
Sería más fácil, me decía, cuando Chantel estuviera menos ocupada, pero ella me había dicho que temía alejarse de Monique. La muy tonta se estaba enfermando deliberadamente… lo que no era difícil dada la enfermedad que padecía.
Vino el médico de la isla. Era muy viejo y sólo esperaba la llegada de su sustituto antes de retirarse. Habló con Chantel, pero ella me dijo que tenía años de atraso en sus conocimientos. ¿Y acaso era sorprendente? ¡Llevaba treinta años en la isla!
Unos tres días después de la partida del barco Monique me mandó llamar con Edward; y, en cuanto la vi, comprendí que estaba en un estado de ánimo peligroso.
Dijo sibilinamente:
—Debe usted sentirse muy sola, señorita Brett.
—No —respondí con cautela.
—¿Echa de menos el barco?
No hablé.
—¡Qué raro! —prosiguió—. Los dos la quieren, ¿verdad? Y Dick Callum también. Y usted no parece um femme fatale… Lo parece más la nurse Loman, pero no pescó al señor Crediton, ¿eh?
Dije:
—¿Quería usted hablar de los progresos de Edward?
Esto la hizo reír.
—¡Los progresos de Edward! Él tampoco me quiere. No, a usted no le basta con el capitán. Lo quiere todo. Ni siquiera quiere dejarme a Edward.
Edward pareció alarmado, y dije:
—Edward, ¿por qué no vas a trabajar en tus mapas?
Edward se levantó apresurado, tan deseoso de irse como yo. Pero ella empezó a gritar. Era aterrador verla. Cambió súbitamente: sus ojos estaban enloquecidos, la cara escarlata; el pelo se había soltado de la cinta que lo sujetaba al tenderse hacia adelante llevada por el frenesí de las palabras insultantes… por suerte era incoherente. No me hubiera gustado que Edward se enterara de las cosas que me acusaba.
Llegó Chantel. Hizo una seña para que me fuera y salí corriendo.
*****
Me dije: no debo quedarme. Es una situación imposible. Tengo que irme antes que llegue el barco. Pero ¿cómo hacerlo?
Imaginé la llegada del barco. ¿Cómo volver a navegar con Redvers dejándola allí? Chantel había dicho definitivamente, con un brillo de decisión en los ojos, que no se quedaría en la isla. Se iría cuando llegara el barco. Y yo tenía que irme con ella.
Pero ¿cómo hacerlo y adónde ir? ¿Podía volver a Inglaterra con Redvers? Comprendí que era una locura.
Me lavé las manos y me cambié de vestido. Vino el médico. Chantel lo había mandado llamar. Esta vez se trataba de un ataque feo.
Mientras me soltaba el pelo para peinarlo, mi puerta se abrió lentamente. Vi en el espejo a Suka, allí de pie. Tenía apariencia de asesina y pensé que venía a hacerme algún daño.
¡Cómo me odiaba!
Dijo:
—La niña Monique está muy enferma.
Asentí. Nos enfrentamos, ella allí de pie, con las manos colgando a los lados, yo con el pelo suelto y el cepillo en la mano. Después dijo tranquilamente:
—Si muere… usted la ha matado.
—Tonterías —dije agudamente.
Ella se encogió de hombros y se volvió. Pero yo la llamé.
—Oiga —dije—, no le permito que diga esas cosas. Ella se provocó el ataque. Yo no tengo nada que ver. Y si vuelvo a oírle decir esto, haré algo.
Mi voz firme y decidida pareció asustarla por algún motivo, porque retrocedió y bajó los ojos.
Dije:
—Váyase y no vuelva a mi cuarto si no la llamo.
Cerró la puerta y oí el rumor de las pantuflas de rafia en el corredor.
Me miré en el espejo. Tenía las mejillas rojas y mis ojos llameaban. Parecía en verdad dispuesta a ir a la batalla. Miré de nuevo. Ahora, al irse Suka, mi expresión había cambiado.
Había miedo en mis ojos. Ya una vez me habían acusado de asesinato. Era raro que pudiera pasarme dos veces.
Era como un diseño siniestro que se repite. Había sombras en el cuarto, pero otras aún más profundas en la casa.
Dos meses, pensé. Pero estaban de por medio los largos días y las largas noches.
Todo a mí alrededor daba una sensación de fatalidad. Tuve miedo.
*****
Comí sola con madame. Chantel no había querido separarse de Monique e hizo que le llevaran algo en una bandeja.
Madame estaba muy contenida. Dijo:
—No vale la pena cocinar para nosotras dos. Comeremos algo frío.
La comida fría fueron los restos del pescado que habíamos comido el día anterior… siempre pescado. Lo traían los pescadores locales y era la comida más barata, junto con los frutos, algunos de los cuales crecían en el jardín.
No me importó: tenía poco apetito.
Lo único abundante en aquella mesa era el vino. Debía haber buena cantidad en la bodega.
El candelabro que yo había admirado estaba en la mesa como decoración central, pero las velas no estaban encendidas. Madame dijo que bastaba con la lámpara de kerosén.
Pensé que las velas debían de ser caras en la isla; empezaba a calcular el precio de todo. No se podía vivir en aquella casa sin hacerlo.
Procuré alejar los pensamientos de conjeturas alarmantes y presté toda mi atención a madame de Laudé. ¡Cuán distinta era de su hija! Digna, aplomada; su única excentricidad era aquella economía llevada a voces hasta el absurdo. Uno de los fantasmas que perseguían esta casa era el de la Pobreza.
Me sonrió desde el otro lado de la mesa.
—Está usted muy tranquila, señorita Brett —dijo—. Eso me agrada.
—Me alegro de parecerlo —repliqué. Si hubiera podido leer mis pensamientos hubiera cambiado de idea.
—Temo que mi hija está muy enferma. En cierto modo ella provoca esos ataques.
—Mucho me temo que eso sea verdad.
—Por eso necesita una enfermera que la atienda todo el tiempo.
—No puede tener una mejor —dije.
—La nurse Loman es eficiente además de decorativa.
Asentí de todo corazón.
—Usted le tiene mucho cariño… y ella a usted. Es agradable tener amigos.
—En verdad ella ha sido muy buena conmigo.
—Y usted con ella, sin duda.
—No, no he tenido ocasión de poder hacer mucho por ella. Me gustaría poder hacerlo.
Ella sonrió.
—Me alegro de que usted está aquí. Edward la necesita y mi hija necesita a la enfermera Loman. Me pregunto si ustedes se quedarán…
Sus ojos eran ansiosos.
—Es difícil prever el futuro —dije evasivamente.
—¡Esta vida debe parecerle tan distinta a lo que está usted acostumbrada!
—Es muy distinta en verdad.
—¿Le parece que somos… primitivos?
—No esperaba una gran metrópoli.
—¿Y siente usted nostalgias?
Pensé en el precipicio y en las casas a ambos lados y en el Castillo Crediton dominando la escena; pensé en las viejas calles empedradas de Langmouth y la nueva parte de la ciudad que se había expandido gracias a sir Edward Crediton quien, mientras proseguía con sus aventuras sexuales, se había hecho millonario y traído prosperidad para todos. Hasta la doncella de lady Crediton vivía en la casa como una dama y la costurera había tenido un establecimiento propio, y su hijo había ingresado en la compañía.
Sentí un gran deseo de estar allí… de oler el aire frío, limpio, proveniente del mar, ver la actividad de los muelles, ver salir los veleros y los clippers junto a los barcos modernos como La Serena Dama.
—Supongo que uno siempre extraña la tierra nativa, cuando se está lejos de ella.
Ella hizo preguntas sobre Langmouth y no pasó mucho tiempo sin que el Castillo Crediton apareciera en la conversación. Estaba ávida de detalles y su admiración por lady Crediton no tenía límites.
Era inútil demorarnos después de la cena. Las dos habíamos comido poco. Miré con pena los restos del pescado y esperé volver a verlos al día siguiente.
Pasamos al salón y Pero trajo el café. Era evidentemente una velada para confidencias.
—Mi hija es una gran preocupación para mí —dijo—. Esperaba que cambiara al vivir en Inglaterra, que se volviera más contenida.
—No la puedo imaginar contenida viva donde viva.
—Pero en el castillo… con lady Crediton… y la belleza de todo…
—El castillo —dije— es en verdad un castillo, aunque haya sido construido por sir Edward. Se puede suponer que es de origen normando, y esto, naturalmente, significa que es amplio. La gente puede vivir en él sin verse semanas enteras. Lady Crediton vive en sus habitaciones. No se puede vivir allí en familia, ¿entiende?
—Pero invitó a mi hija. Quiso que Edward fuera educado allí.
—Sí, y creo que lo sigue queriendo. Pero la señora Stretton enfermó y el médico creyó que el clima de Inglaterra agravaba su enfermedad. Por eso la mandaron aquí por algún tiempo. Veremos qué efecto le hace.
—Me gusta pensar en ella allí. Cómoda y segura. Aquí… como usted ve, somos muy pobres.
No me gustaba que tomara por este camino porque su pobreza era algo que la obsesionaba y, como todas las obsesiones, era algo aburrido para los otros. Además yo no creía que fuera tan pobre como decía. Miré alrededor y vi los muebles que ya me habían llamado la atención. Desde que estaba en esta casa todo el tiempo encontraba piezas interesantes.
Le dije:
—Pero, madame de Laudé, usted tiene aquí algunas piezas muy valiosas.
—¿Valiosas? —preguntó.
—La silla en la que está usted sentada es del siglo XVIII francés. Se vendería a buen precio en el mercado.
—¿El mercado?
—El mercado de antigüedades. Debo explicarle. No soy gobernanta de profesión. Mi tía tenía un negocio de antigüedades y me preparó para que la ayudara. Aprendí algo de muebles, objetos de arte, porcelanas y demás. Mi tía murió y no pude continuar con el negocio. Era un poco angustiante y mi amiga, la nurse Loman, sugirió que yo necesitaba un cambio y que debía tomar este cargo.
—Interesante. Hábleme de mis muebles.
—Hay algunos muy valiosos. La mayoría son franceses, y los franceses son conocidos en el mundo entero por su artesanía. Ningún otro país ha producido muebles más hermosos. Veamos, por ejemplo, ese chiffonier. Es un Riesener. Lo he examinado y he descubierto la cifra. Tal vez opinará usted que soy curiosa, pero siento un interés apasionado por estas cosas.
—En modo alguno, me alegro de su interés. Prosiga.
—¡Sus líneas son tan hermosamente rectas! ¿Las ve? La marquetería es exquisita y esas patas cortas como pedestal, son perfectas. Es un ejemplo de cómo pueden combinarse la simplicidad y la grandeza. Rara vez he visto una pieza semejante fuera de los museos.
—¿Quiere usted decir que vale… dinero?
—Bastante, me parece.
—¿Pero quién lo compraría aquí?
—Señora, los traficantes vendrán del otro lado del mundo en busca de piezas como las que usted tiene.
—Me sorprende. No lo sabía.
—Eso supuse. Debe asegurarse de que no contraigan ninguna peste. Hay que lustrarlos, sacarles el polvo. Hay que examinarlos de vez en cuando. Pero estoy hablando de más.
—No, no, barniz. No se consigue aquí fácilmente, y es muy caro.
Como las velas, pensé, y me sentí exasperada.
—Madame —dije— estoy convencida de que hay una pequeña fortuna en muebles y otras piezas en esta casa.
—¿Y qué puedo hacer con ellas?
—Se puede hacer conocer su existencia. Por ejemplo, el chiffonier del que hablaba. Recuerdo un pedido de un cliente. Quería uno y creo que se hubiera contentado con algo menos que un Riesener. Hubiera pagado hasta 300 libras. No pudimos darle nada. Pero si hubiéramos visto éste…
Sus ojos brillaron al oír hablar de dinero.
—Mi marido trajo estos muebles de Francia hace muchos años.
—Sí, deben ser franceses. —Proseguí con rapidez, porque la idea de inspeccionar aquellos muebles me deleitaba; y me daba placer decir a madame que no eran tan pobre en bienes materiales como creía ser—. Haré un inventario de lo que hay en la casa. Este inventario puede enviarse a los comerciantes de antigüedades en Inglaterra. Y no dudo de que… dará resultados.
—Pero yo no sabía, no me daba cuenta —súbitamente se puso seria—. Hacer un inventario es algo profesional —dijo—. Habrá que pagarle.
¡Cómo la preocupaba la idea de tener que pagar por algo! Dije rápidamente:
—Lo haré por placer. Será mi entretenimiento mientras esté en esta casa. No pido que se me pague, madame. Al mismo tiempo enseñaré a Edward algo sobre antigüedades, de modo que no descuidaré sus estudios. Estas piezas están vinculadas a la historia.
—Es usted una gobernanta muy extraña, señorita Brett.
—Lo que significa que no soy una verdadera gobernanta.
—Estoy segura de que es usted más útil para Edward que una gobernanta de verdad.
Yo estaba excitada. Hablé de varias piezas que había visto en la casa. Pensé: estos dos meses pasarán rápido, porque tendré algo que hacer.
—¿Más café, señorita Brett? —era una concesión. Generalmente se tomaba sólo una taza: lo que quedaba era retirado y recalentado para la próxima ocasión.
Acepté. Era un café excelente, proveniente de la isla, donde aún no había cantidades dignas de ser exportadas, pero muy grato para los isleños.
Ella se volvió confidencial y me contó cómo habían llegado allí los muebles.
—Mi marido era de buena familia, el hijo menor de una casa noble. Vino a la isla después de un duelo en el que mató a un miembro menor de la familia real. Fue necesario que saliera en seguida de Francia. La familia le mandó los muebles más adelante. Él llegó aquí con algún dinero y nada más. Lo conocí y nos casamos: después él inició la plantación de caña, y prosperamos. Hizo que le mandaran vinos de Francia, y entonces la casa era muy distinta. Yo he vivido en la isla toda mi vida. Nunca he estado en otra parte. Mi madre era una muchacha nativa, mi padre era un exiliado que vivía de lo que le enviaban, porque la familia quería librarse de él. Era encantador y creo que no carecía de inteligencia, pero era perezoso. Sólo le gustaba estar echado al sol. Yo fui su única hija. Éramos pobres. Él gastaba todo… en la bebida que se prepara aquí. Es muy fuerte. Gali. Naturalmente usted ha oído hablar de ella. Y después vino Armand, nos casamos, vivimos aquí y ha habido poca gente más rica que nosotros en la isla.
—¿Hay vida social en la isla?
—La había, y todavía existe en cierto grado, pero ahora yo no puedo recibir, y no acepto invitaciones a las que no puedo corresponder. Existe una colonia bastante grande de franceses, ingleses y holandeses. En general se ocupan de las industrias y de las sucursales navieras. Se van de tiempo en tiempo. Son pocos los que se quedan.
Acababa de darme un cuadro más claro de la isla. Era, en verdad, un extraño cuadro de lo comercial y lo inculto. En el puerto había actividad por las mañanas y al caer la tarde; y en algunas partes de la isla, en las cabañas de techo de paja, se vivía en un estado primitivo.
—Mi marido era buen hombre de negocios —dijo ella—, pero de muy mal carácter. Monique se le parece en muchos sentidos, aunque no en el aspecto. Se parece a mi madre. A veces parece una isleña pura. Pero ha heredado la impetuosidad de su padre y, ay, su estado físico. Él era tuberculoso y de nada sirvió todo lo que hizo el médico. Empeoró y empeoró hasta morir. Era joven. Treinta y un años. Y entonces tuve que vender la plantación y, poco después, nos quedamos pobres. No sé cómo me las arreglo. Sólo con el mayor cuidado.
Un insecto de maravillosas alas azules había entrado y revoloteaba alrededor de la lámpara. Ella lo miró fijamente mientras el insecto volaba más y más rápido, en un frenesí.
—Caerá dentro de un momento. No puede resistir la luz. ¿Cómo entró? Las celosías están cerradas.
Era como un glorioso aguacil, demasiado hermoso para aplastarlo inútilmente.
—¿Puedo sacarlo? —pregunté.
—¿Cómo lo va a agarrar? Tenga cuidado. Algunos de estos insectos nocturnos son peligrosos. Su picadura puede hacerle daño. Algunas son fatales.
Yo miraba fascinada el insecto, que, con un gesto final de abandono, se echó contra la pantalla de la lámpara y cayó sobre la mesa.
—Qué tonto —dijo madame—. Creyó que la lámpara era el sol y se mató queriendo llegar a él.
—Hay una moral en eso —dije ligeramente, y lo lamenté, porque aquello había interrumpido una conversación interesante, y no la proseguimos. Ella me pidió en cambio que volviera a hablarle de los muebles que había visto en la casa; y hablamos de eso hasta que la dejé para ir a mi cuarto.
*****
Monique estaba mejor al día siguiente. Chantel me dijo que el tratamiento de belladona le sentaba bien, aunque ella prefería el nitrato de amyl, que tenía en Inglaterra y que no habíamos podido traer.
—Debemos recordar que también es tuberculosa. Es una mujer muy enferma, Anna. Siempre temo que… se haga algún daño.
—¿Qué quieres decir?
—Que tome una sobredosis.
—¿Puede hacerlo?
—Bueno, las drogas están aquí. Hay opio, láudano… y belladona.
—Es muy… alarmante.
—No te preocupes. Yo la vigilo.
—Pero no tiene tendencias suicidas, ¿verdad?
—Ha hablado de matarse, pero no le creo. La gente que habla de eso pocas veces lo hace. Quieren asustarnos… chantajearnos para hacer lo que se les da la gana. Monique no es el tipo. Pero habla de que el capitán no la quiere y Edward tampoco, y Suka la alienta. Ha empeorado desde que está aquí.
—Chantel —dije— si hace eso se dirá que…
Chantel me tomó de los hombros y me sacudió.
—No te preocupes. No dejaré que pase nada.
No pudo reconfortarme. Dije:
—Es raro. A veces pienso en eso por la noche. La muerte de tía Charlotte… no puedo creer que se haya suicidado.
—Eso confirma mi teoría. La gente que lo hace es la que menos se espera. No hablan de eso. A Monique le gusta dramatizar. Nunca se suicidará.
—¿Y si lo hiciera? Ha habido comentarios…
—¿Acerca de ti y el capitán? —Chantel asintió con la cabeza.
—Se dirá que fue a causa de eso. Se dirá que… oh, Chantel, es aterrador. Recordarán que tía Charlotte murió y que se sospechó de mí.
—Estás poniéndote nerviosa por algo que no va a suceder. Eres como Monique.
—Puede suceder.
—No pasará, te lo prometo. La vigilaré. Nunca le daré ocasión de hacerlo.
—Oh, Chantel, siempre agradezco que estés aquí…
Ella me consoló. Y yo empecé el inventario, que me absorbió. Mi teoría no era errónea. Había una pequeña fortuna en muebles en aquella casa, aunque quedé atónita ante el estado en que se encontraban algunos.
Llamé a Pero y le dije lo que debía hacer. Insistí en que el polvo era peligroso. Los insectos se criaban en él. Había termitas. Las había visto en el jardín marchando en pequeños ejércitos; pero podían ser grandes. Las imaginé sobre algunos de los valiosos muebles. Sabía que se abrirían camino royendo y que no dejarían más que una cascara.
Pero dijo:
—¡El lustre es tan caro! Madame nunca me permitirá que lo use.
—Una tontería —dije.
¡Pobre Pero! Estaba nerviosa. Descubrí que quería seguir trabajando en Carrément, donde recibía un salario muy pequeño, pero era más de lo que podía ganar en una plantación de caña o destripando pescado. No era lo bastante ágil de dedos para hacer collares y aros de conchillas. Quería seguir en la casa; por eso ahorraba las velas y cumplía con las órdenes de madame, guardando lo que quedaba en los platos después de las comidas. No se tiraba nada: la comida siempre podía ser usada. Era una buena criada y sólo tenía la idea de agradar.
Después de mi estallido Suka había estado menos truculenta, pero con frecuencia era consciente de que me miraba cuando yo examinaba los muebles y preparaba mi lista. Una vez levanté la mirada y vi su cara en la ventana, observándome; con frecuencia oía el chancleteo de sus zapatillas de rafia que se alejaban cuando yo me acercaba inesperadamente a la puerta. Parecía sentir por mí un nuevo respeto; quizá creía que yo iba a traer una fortuna a la casa. Imaginaba los cuentos tergiversados que debían contarse entre Pero, ella y, quizá, Jacques. Los muebles eran más importantes de lo que habían creído. Yo iba a venderlos para ellos y la casa volvería a ser rica, como en tiempos de monsieur Laudé. Y el hecho de que yo fuera a hacer esto me daba nueva importancia ante sus ojos.
Los vi mirando con temor el más rudo candelabro de madera, y unas viejas sillas de mimbre.
Pero, la doncella, lustraba ahora un poco, usando muy escaso lustre.
La casa era más agradable y empecé a sentirme más cómoda.
Con el correr de los días Monique se iba calmando. Yo le había pedido a Edward que pasara algún tiempo con ella, y que recordara que estaba enferma y que por eso quería algunos días estar segura de su cariño y, otros, parecía harta de verlo. Él aceptó esto mientras tranquilamente tachaba los días en su calendario y veía con satisfacción la aproximación gradual del Día Marcado en Rojo.
Lo dejé un día con su madre y salí a caminar sola por el borde del mar. Me gustaban estos paseos solitarios. El paisaje cortaba el aliento con su hermosura y constantemente yo descubría nuevas bellezas. Hacer el inventario me había apaciguado. Podía perderme en la tarea y olvidar el futuro imprevisible y el sombrío presente concentrándome en un sillón o un armario que estaba segura eran obra de algún artista pero que no tenían señales de identificación.
Era por la tarde, había menguado el calor del día, aunque aún era demasiado caluroso para caminar en el sol. Yo llevaba un gran sombrero, que había comprado en uno de los kioscos con techo de paja del puerto; era tejido en paja natural, de anchas alas, liviano y excelente para el clima.
Caminé un poco hacia el interior buscando la sombra de los árboles y había dado vuelta a la bahía y llegado a un punto que no conocía. Era muy hermoso. Oía el rumor de las olas en la orilla, y, de vez en cuando, el zumbido de un insecto que cruzaba.
Me llamó la atención una roca en el agua, no muy lejos de la playa. Estaba erguida casi como una forma humana, rodeada de agua azul, clara. Yo estaba en lo alto del risco y podía ver a lo lejos la curva de otra bahía. Había muchas en la isla. Había oído que tenía una extensión de treinta millas por seis, lo que significaba que era una de las islas mayores del grupo, uno de los motivos, supongo, por el que había sido habitada y, en cierto modo, cultivada. A lo lejos, en el mar, percibí a la distancia lo que podían ser otras islas, pero que probablemente eran trozos de roca volcánica arrojada allí hacía siglos.
El risco descendía hasta un valle tupido de árboles. Los árboles con flores tenían tanto color que quise verlos de cerca; además, el trepar me había acalorado y anhelaba la sombra que iban a darme. Iba a descender allí un rato y quizá recoger algunos pimpollos exóticos, que siempre me encantaban. Los guardaba en mi cuarto, en unos recipientes que me había traído Pero.
Pronto llegué a la sombra de los árboles, me quité el sombrero de paja, y me abaniqué con él. Tanto Chantel como yo habíamos comprado vestidos de algodón del mismo diseño de los usados en la isla, aunque los habíamos transformado un poco para que fueran más convenientes.
Entre los árboles habían levantado un muro de barro. Curiosamente se abría camino entrando y saliendo del bosque, de una manera que me pareció significativa. Pero yo siempre encontraba algo raro en esta isla. Había una abertura en el muro, y pasé por ella. Los árboles se espesaban. Llegué a otro muro, alto esta vez. Había aquí un recinto cercado, y mi curiosidad se despertó. Seguí el muro hasta llegar a un portón. Lo abrí y entré en el recinto cercado. Dentro habían talado los árboles y el césped estaba cuidadosamente cortado, de manera que parecía tierra recién sembrada. En el centro había una figura de piedra. Me acerqué y vi que alrededor había figuras de piedra de varios colores: una malva que parecía amatista, y un azul oscuro que podía ser lapislázuli, y una ágata verde pálido; también había grandes conchillas. Formaban un círculo alrededor de la figura.
Y de pronto comprendí que esto tenía alguna significación ritual y que había penetrado en un lugar secreto.
Me sentí abrumada de angustia y corrí alejándome. Después empecé a pensar si el bosquecillo sería también un lugar privado, y tuve un miedo horrible de haberme metido en terreno ajeno. Procuré encontrar el camino de salida, pero parecía penetrar más y más en el bosque. Sabía que no era grande porque lo había visto desde lo alto del risco; pero parecía una especie de laberinto cuya salida no encontraba. Había muchos senderos considerablemente usados. Decidí seguir uno de éstos y, al dar una vuelta, vi una casa. Era una típica casa nativa, hecha de barro y madera, construida sobre postes y con un techo de paja y ramas. Naturalmente no había más que un piso, pero era largo y amplio según los cánones nativos.
Yo sentía mucho calor, principalmente porque estaba inquieta. Tenía la sensación de que me había metido en terreno extraño, y de que mi presencia no iba a ser bienvenida. La amenazadora figura en el círculo de piedras y conchillas me había hecho sentir esto.
Me volví y corrí en la dirección por la que había venido. Cada crujido en las matas me alarmaba. Me habían prevenido contra las serpientes y los insectos venenosos, pero no eran ellos los que me asustaban. Empezaba a sentir un leve pánico.
Encontré el camino hacia el redondel cercado y procuré descubrir qué sendero había tomado para llegar a él; pero había muchos senderos y todos parecían llevar en diferentes direcciones. Probé varios. Me imaginé atrapada en este laberinto de árboles; y de pronto percibí el mar y corrí hacia él. Los árboles eran menos tupidos. Estaba libre. Mi alivio fue intenso… más aún, me dije, de lo que requería la situación. Me avergoncé de haber sentido pánico, un pánico inspirado por aquella figura de piedra rodeada, y por la certeza de haberme metido en algo que me estaba prohibido ver.
Me abaniqué con vigor. Sentía mucho calor… mucho más que si me hubiera quedado fuera de la espesura.
Se hacía tarde. Miré el reloj prendido en mi vestido de algodón. Siempre parecía absurdo allí, pensé; pero era en verdad útil. Las cinco: había estado sólo veinte minutos en el recinto cercado. Me había parecido mucho más.
Oí un ruido. Era Suka. En aquel momento tuve la certeza de que me había seguido.
—Suka —dije, esperando que mi voz sonara severa.
Ella se volvió, me miró.
—Ya la veo, señorita Brett —dijo.
—¿Cuánto tiempo hace que está usted ahí?
Se encogió de hombros.
—No tengo eso… —se tocó el lugar en el vestido donde yo había prendido el reloj.
—Creí estar perdida —dije.
—Ha ido usted donde no debía ir.
—Temo haberme metido en un lugar ajeno, pero lo hice sin querer.
Me miró como si no entendiera, cosa que probablemente era verdad. Chantel y yo con frecuencia teníamos que simplificar el idioma.
—Ha estado usted en la tierra de Ta’lui.
—¿Así se llama?
—La tierra de los Hombres de la Llama.
—Ah, he oído hablar de ellos.
—Son hombres muy sabios.
Estaba agotada por el pánico, el calor y la subida.
—Bailan a través de las llamas. El fuego no los lastima. Pueden hacer lo que nadie puede.
—Vi una figura… quizás una especie de ídolo, rodeado de piedras.
Su cara quedó impávida, como si no me hubiera oído.
—Bailan. Ya los verá bailar. El fuego no los lastima. Vienen de la Tierra del Fuego… vinieron hace años, muchos años, cuando no había gente blanca en Coralle.
—¿Dónde queda la Tierra del Fuego? —pregunté.
Nuevamente ignoró mi pregunta.
—El fuego no los lastima como a otros hombres.
Comprendí que ésta era una superstición nativa.
—Deseo mucho ver esa danza del fuego.
—Son inteligentes. Son sabios. —Tuve la sensación de que quería aplacarlos de alguna manera—. Le diré algo. Cuando hubo un fuego… un gran fuego terrible… veinte casas ardieron y la tierra estaba en llamas y nadie podía contenerlo, pero los Hombres de la Llama lo hicieron.
—Es interesante.
—Combaten el fuego con más fuego. Echan a la gente de sus casas y las hacen volar. Entienden el fuego y la llama. Al aire van las casas y al fuego no le queda nada que quemar. No puede cruzar el vacío entre las casas cuando el fuego ha destruido a las que están en medio.
—Comprendo —dije.
—Así Ta’lui hizo una gran explosión y se detuvo el fuego. El fuego hace lo que quieren los Hombres de la Llama. Son muy sabios.
Me senté junto a ella, pensando que estaba muy cerca de los primitivos y que, con frecuencia, había una explicación lógica a los milagros de los magos.
Miré la roca en el mar, Suka sonrió y dijo:
—A usted le gusta.
—No puedo dejar de mirarla. Es la primera vez que la veo.
—Kakalota ha estado allí desde el principio del mundo.
—Bueno —dije— Kakalota es un nombre muy raro. Fue una frase tonta, porque todos los nombres de la isla me parecían extraños.
—Quiere decir Mujer de los Secretos.
—Ah —dije agudamente.
—Una vez hubo un barco —dijo ella—. La Mujer Secreta. Desapareció una noche. Voló…
—¿Cómo las casas que vuelan los Hombres de la Llama? —pregunté.
—Dos mujeres secretas en la bahía pueden haber tenido mala suerte.
Me sentí excitada. ¿Era ésta la respuesta? ¿Acaso estos extraños Hombres de la Llama, que evidentemente sabían maniobrar la pólvora habían volado La Mujer Secreta? Quise saber más.
Dije:
—Hábleme de esa noche.
—¿Qué noche?
—Cuando… desapareció el barco.
—No sé nada. Estaba allí y desapareció.
—Pero usted dijo que ella… —hice un gesto hacia la figura— no quería que otra mujer secreta estuviera en la bahía. ¿Cómo puede haber hecho desaparecer el barco?
—No sé. No soy sabia.
—Quizá los hombres de la Llama tengan la respuesta —dije.
Ella guardó silencio. Después dijo:
—Ella lo ve todo…
—¿Cómo?
Movió la cabeza en dirección a la figura.
—Nos observa ahora.
—¿De veras? —dije sin inmutarme.
—Me mira a mí… a usted. Sabe que estamos aquí hablando de ella.
—Pero es un pedazo de roca.
Suka se llevó la mano a los labios y sacudió con vigor la cabeza.
—El espíritu entró en ella hace quince años.
—¿Sólo quince? ¡Creía que había estado allí desde hacía siglos!
—El espíritu entró hace sólo quince años. Hubo otros antes. Ella está impaciente. Quiere partir. Es el espíritu de Caroka.
—¡Ah!
—Anhelaba el marido de otra mujer y salió a juntar la hierba que crece en los bosques. Sabía cómo prepararla en una poción para ponerla en la copa de su ama. Asesinó y fue asesinada. La colgamos alto de aquel árbol, frente a Kakalota. Y allí la dejamos, y por la mañana cuando la cortamos en pedazos su espíritu quedó atrapado en la roca y allí estará hasta que otro lo sustituya.
—¡Qué leyenda más extraña!
—Es la mujer secreta… la mujer que ama y anhela en secreto y planea un secreto y va a recoger la hierba mortal y prepara el brebaje en secreto. Siempre ha habido esas mujeres… viven en el mundo entero. Ansían el marido de otra y matan; y cuando matan son descubiertas y colgadas allí de ese árbol… cerca de la estatua, y sus almas quedan atrapadas en la piedra hasta que otra las sustituye.
Sentí como si me hubiera atravesado un viento helado, aunque el sol era tan caliente como siempre.
¿Me había seguido aquí para decirme esto?
Miré la figura de piedra y, mientras la miraba, pareció adquirir la clara forma de una mujer. Era casi como si tendiera los brazos hacia mí… ¡hacia mí! Yo anhelaba el marido de otra mujer. Era tonto. Me había asustado en el bosquecillo y hacía tanto calor y el aire era quieto y esta mujer que estaba a mi lado era una criatura maligna, que me odiaba…
¿Acaso procuraba hipnotizarme?
Por cierto que no iba a permitirlo. Bostecé.
—Este calor me cansa mucho. No estoy acostumbrada. Creo que volveré lentamente.
Ella asintió.
Me levanté y me alejé. Sentí el deseo de volverme y ver si me seguía, el deseo de mirar otra vez aquella piedra que emergía del mar.
Pero cuanta mayor distancia pusiera entre yo, Suka y su mujer de los secretos, más iba a recobrar la posesión del sentido común.
¡Leyendas de la isla! ¿Acaso iban a influir en mí?
*****
No pude menos de contarle todo a Chantel.
—El viejo esperpento quería asustarte.
—Y reconozco que me sentí muy inquieta. Me perdí en aquel lugar y después la encontré de pronto en el risco. Parecía también una estatua de la venganza.
—Es lo que buscaba. ¿No quieres una pildorita para calmarte?
—No, gracias. Estoy perfectamente tranquila.
—Como siempre —dijo sonriendo—. O casi, Anna, no eres la misma desde que llegamos aquí. Dejas que las cosas te abrumen.
—Es el lugar. ¡Es tan raro!
—Naciste en la India. Deberías poder adaptarte. No puedes esperar que este lugar sea como un pueblo inglés, ¿verdad?
—¡Todo me parece aquí tan raro! Hay un primitivismo oculto.
—Sin las convenciones impuestas por nuestra querida reina —hablaba con ironía—. No te agites. Ya no nos queda mucho tiempo de estar aquí.
—¿Y qué será de Monique cuando tú te vayas?
Se encogió de hombros.
—Me contrataron para acompañarla hasta aquí. No di garantías de que iba a quedarme. Ella puede morir mañana, pero, por otra parte, puede también vivir años. Y te aseguro que no quiero desperdiciar mi dorada juventud en este lugar. No te agites por lo tanto. Tú y yo partiremos en el buen barco La Serena Dama, te lo aseguro.
—Creo que tienes algún plan secreto.
Ella vaciló. Después dijo:
—Lo siento en los huesos. ¿Te he dicho alguna vez, Anna, que tengo unos huesos en los que se puede confiar?
Hablar con Chantel después del encuentro con Suka era volver a la civilización y a la cordura.
Ella prosiguió:
—¿Deseas mucho irte de aquí, Anna?
—Me desesperaría si tuviera que quedarme. Sería como quedar encerrada, presa. Chantel, ¿qué será de tu paciente cuando su marido se vaya por largo tiempo?
—Se volverá asesina —dijo Chantel en broma.
—Tal vez yo pueda conseguir un trabajo en Sidney.
—¿Por qué? Pero no necesito preguntar. Estás muy interesada en tu capitán, ¿verdad? Y, siendo como eres, Anna, has llegado a la conclusión de que lo único decente que puedes hacer es salir de la vida de él… cuanto antes.
No contesté y ella murmuró:
—¡Pobre Anna! Pero se te pasará. Te lo prometo.
—Podría poner un aviso en los diarios.
—Estás asustada, Anna.
—Creo que sí. Es esa mujer, Suka, y lo que dijo sobre la figura de piedra. Si pasa algo… Imagínate si Monique muere y…
No pude proseguir y Chantel dijo:
—No dejaré que eso pase. No como crees que puede pasar. No lo permitiré.
—Hablas como si fueras todopoderosa. Esa mujer me está amenazando de alguna manera. Y Monique me odia. Si llega a matarse y hace parecer como si…
—¡Anna! ¡Qué idea!
—Me parece el tipo de venganza enfermizo que es capaz de tomar.
—Te repito que no la dejaré.
—No olvides que ya una vez fui sospechosa de haber asesinado.
—Y te libraste, ¿no?
—Tu testimonio me salvó. Chantel, a veces me pregunto…
—¿Qué? —preguntó ella suavemente.
—… si no habrá sido verdad. La forma en que tía Charlotte murió…
—Te he dicho que podía ser verdad.
—Dijiste que la habías visto levantarse en una ocasión e ir al armario…
—Es la única explicación, Anna.
—Entonces no la viste…
—Lo dije. Era posible que lo hiciera. Creo que lo hizo.
—Pero dijiste que estabas segura.
—Tuve que decirlo, Anna… por ti. Somos amigas, ¿no?
—Pero… dijiste algo que no era verdad.
—Estoy segura de que fue verdad.
—Yo no creo que mi tía se haya suicidado.
—Si no se suicidó, ¿quién la mató? Quizás Ellen. Quería desesperadamente el legado y Orfey ya se estaba impacientando.
—No creo que Ellen sea capaz de matar a nadie.
—Está la señora Morton. Una mujer misteriosa. ¿Qué es esa historia de una hija que tenía?
—¿Crees…?
—Es inútil preocuparse por algo que nunca sabrás, Anna. Ya ha pasado. No te preocupes más por eso.
—Es algo que no se puede olvidar. Casi me siento culpable. Y ahora todo vuelve. Creía haber olvidado. Debí darme cuenta de que era imposible. Pero creí haber olvidado. Y ahora este lugar, y Suka, y sus insinuaciones…
—Eras entonces una heredera, que ignoraba que sólo iba a heredar deudas. Y ahora estás enamorada del marido de otra mujer. ¡Anna, te metes en situaciones muy dramáticas!
Guardé silencio. Después estallé:
—¡No debí haber venido! ¡Tengo que escapar! Es lo único que puedo hacer. Temo a lo que puede pasar si me quedo. A veces siento que hay una gran amenaza que aumenta más y más cada día. Se acerca y se acerca. Y cuando dices que ella ha amenazado con suicidarse…
Chantel me tomó por los hombros y me sacudió.
—¡Basta, Anna, o tendré que abofetearte! El tratamiento para la histeria. Nunca creí tener que aplicártelo. Esa tonta de Suka te ha trastornado los nervios. Es una vieja idiota. No le hagas caso. Escúchame. Cuando llegue La Serena Dama nos iremos, tú y yo. No tienes nada que temer. Yo me encargo de que Monique se porte bien hasta entonces. Sólo faltan cinco semanas. Ya ha pasado la mitad del tiempo. Iremos a Sidney, las dos. Estarás conmigo. Yo te cuidaré. Te haré mi dama de compañía y encontraré un marido rico para ti y te olvidarás del capitán.
—Tú… Chantel. ¿Cómo?
—Seré el Hada Madrina. Convertiré una calabaza en una carroza y pronto aparecerá el Príncipe Encantador.
—Tonterías —dije.
—Oh, Anna, no pienses más en el capitán. De no ser por él, te divertiría esta aventura. No tienes de qué preocuparte. Todo es a causa de esa pasión absurda. ¿Qué pasó? Él fue a la Casa de la Reina. Estabas sola. La tía Charlotte era capaz de enloquecer a cualquiera y él te pareció romántico. Le has atribuido cualidades que no tiene. Vives en un sueño. No es el Capitán Romántico que te imaginas.
—¿Qué sabes de él?
—Sé que, al principio, cuando fue a verte, no te dijo que estaba casado. Te hizo esperar.
—No me hizo esperar nada.
—Lo defiendes. Es débil, egoísta y quiere divertirse. Está harto de su mujer e imagina un romance contigo. ¿No te das cuenta de que, aunque estuviera libre y se casara contigo, pronto se cansaría de ti?
Quedé trastornada. Ella nunca me había hablado así. Dijo:
—Él no te merece, Anna, lo sé. Lo olvidarás con el tiempo. Todo se debe a que has visto poco el mundo. Sé que es verdad. Con el tiempo lograré que lo veas.
—No sé de qué estás hablando. En todo caso todo es una soberana tontería. ¿Cómo vas a defenderme? Por casualidad estamos ahora juntas, pero ambas tenemos que ganarnos la vida, ¿no? Si nos vamos de aquí es difícil que volvamos a conseguir empleos en los que podamos estar juntas.
Ella rió.
Yo grité furiosa, porque casi la odiaba por la forma en que había hablado de Redvers:
—Hablas como si fueras un oráculo… una diosa todopoderosa.
Nuevamente rió y volvió hacia mí sus ojos ardientes.
—Te diré algo, Anna. Algo que te sorprenderá. No soy la pobre enfermera que crees. Soy rica, porque tengo un marido rico. No te lo quería decir aún, pero me has forzado. Me casé con Rex antes de que saliéramos de Inglaterra.
—¡Te… has casado… con Rex!
—Me casé con él.
—¿Secretamente?
—Claro está. Teníamos que aplacar a mi obstinada suegra. Teníamos que hacerle ver que su hijo había elegido una pareja excelente.
—Pero nunca lo dijiste.
—Tenía que ser un secreto por razones obvias. Nos casamos precipitadamente, cuando supimos que Rex iba a Australia. Por eso vine, y no te podía dejar atrás, ¿verdad? Todo salió a pedir de boca, y así será también en el futuro. ¡Oh, Anna, mi querida Anna, eres para mí una hermana! ¡Siempre he deseado tener una hermana!
—Tienes hermanas.
Hizo una mueca.
—No estábamos de acuerdo. Tú eres la hermana que quiero. No tienes nada que temer. Cuando llegue La Serena Dama iré a Sidney contigo. Rex está allí. Desde Sidney escribiremos a lady Crediton que nos hemos casado y, con el tiempo, ella entrará en razón.
—¿Y Helena Derringham?
—No tuvo nada que hacer desde que Rex me vio. Empezó a reír.
—Vamos, eres una bruja, Anna: ¡me has sacado el secreto! Todavía no pensaba decírtelo. ¡Eres tan terriblemente analítica! Quieres conocer detalles de esto y aquello. Pero tenía que consolarte, ¿no? Parece que es mi misión en la vida. ¡Consolarte!
Yo estaba total y absolutamente trastornada.
*****
Creo que, apenas Chantel me había dicho su secreto, cuando lo lamentó. Me dijo que no debía decir una palabra a nadie. Era nuestro secreto, y sabía que podía confiar en mí.
Repliqué que naturalmente podía confiar en mí.
—Debemos tenernos mutua confianza, Anna —dijo.
—¿La tenemos? —pregunté.
—Estás pensando que guardé este secreto. Lo hice porque no había otra solución.
—En tu Diario no mencionas nada.
—¿Cómo iba a mencionarlo si tenía que ser un secreto total?
—Pero creía que íbamos a tener entre nosotras una confianza total.
—Y así es, pero esto era algo que no me atrevía a decir. Se lo había jurado a Rex. ¿Entiendes, Anna?
Dije que sí, pero me sentía perturbada. Había algo más. Era la primera vez que reconocía que había fabricado la historia de que tía Charlotte era capaz de caminar si se sentía llevada por un gran deseo. Y éste era el pivote en el que se había apoyado toda la defensa a mi favor.
Era como si le fuera deudora de algo más de lo que yo suponía. Y, aunque sabía que lo había hecho por mí, me sentía incómoda de que lo hubiera hecho.
Procuré consolarme. Seguía adelante con mi inventario; y observaba el calendario tan atentamente como Edward. Me preguntaba qué iba a pasar cuando llegara La Serena Dama. Chantel iba a unirse con Rex en Sidney; iban a anunciar públicamente su casamiento; iban a escribirle a lady Crediton. Y Chantel sería la futura castellana del Castillo Crediton.
Pensé en ella, en Rex y por qué yo no había visto hasta qué punto él estaba enamorado de ella. Estaban casados: por esto él sabía que podía dejarla sin perderla. Me pregunté qué pensaría Helena Derringham y si él le habría confesado todo a ella como Chantel me lo había confesado a mí.
Procuraba estar con ella todo el tiempo posible. Nunca me acercaba a las habitaciones de Monique si podía evitarlo. Temía que recordara sus rencores contra mí y provocara una escena.
De modo que pedí a Chantel que viniera a mi cuarto, cosa que hacía con frecuencia. Se tendía en la cama cuando yo ocupaba el sofá, y se reía de mí y de lo que llamaba mi simplicidad, cosa que, se apresuraba a decir, era lo que le gustaba.
—¿Cómo puedes soportar estar tanto tiempo separada de tu marido? —le pregunté.
—Porque hay una fortuna de por medio. Hay que cortejar a mi severa suegra. No olvides que había elegido a Helena Derringham como nuera y detesta no salirse con la suya.
—¿Y cómo piensas amansarla?
—A Rex le irá bien en Sidney. Le mostrará que no necesitamos a los Derringham. Podemos marchar muy bien sin ellos.
—A él debe parecerle horrible estar separado de ti. Me sorprende que haya aceptado la cosa.
—No la aceptó. Quería decírselo en seguida a su madre y afrontar las consecuencias. Pero yo me opuse. No hay que cometer tonterías.
—¿Y él… te obedeció?
—Naturalmente.
—¿No te parece un poco… débil de su parte?
—Naturalmente.
—Yo pensé que ibas a enamorarte de un hombre fuerte.
—Piensas convencionalmente, mi querida Anna. Sólo puedo amar a un hombre débil, porque soy tan fuerte como una familia entera.
Me reí.
—Siempre me diviertes —dije—. Pero no puedo menos que pensar en tu Diario. No dijiste allí la verdad. Ella levantó la mano.
—Juro que dije la verdad y nada más que la verdad. Tú has notado las omisiones. Toda la verdad. La verdad no es una línea recta. Es un enorme globo lleno de facetas. En una estaba contenido mi matrimonio con Rex. No lo viste porque mirabas del otro lado.
—No puedo, creerlo, Chantel.
—¿Mi matrimonio? ¿Por qué no?
—Serás la castellana del Castillo Crediton.
—Siempre quise serlo.
—¿Fue por eso que…?
—Vamos, no seas curiosa. Estoy muy contenta con mi marido.
Cuando vuelva a Sidney me reuniré con él y escribiremos a mamá y le diremos lo que ha pasado. Quedará helada, horrorizada, y después comprenderá que debe resignarse y, en poco tiempo, reconocerá que nadie ha encontrado una mujer mejor que la de Rex. Imagínate, Anna, sentada a la cabecera de la mesa, con un vestido de terciopelo negro… o tal vez me siente mejor uno de terciopelo verde… centelleante de brillantes. Lady Crediton, porque naturalmente él heredará el título a su debido tiempo.
—¿De modo que también habías pensado en eso?
—Así es. Y él será barón. Nada de simple caballero. Quiero que mi hijo sea el segundo barón. Aprenderé todo el negocio, como mi querida suegra. Y Anna, mi querida Anna, siempre el Castillo Crediton será un hogar para ti, si lo necesitas.
—Gracias.
—Y mi primer deber será casarte. Daré bailes para ti. Te conocerán como mi hermana. No temas que vaya a tratarte como a una parienta pobre. Te compensaré por todo…
Se interrumpió y sonrió.
Dije:
—Chantel, eres una aventurera.
—¿Y qué hay de malo en la aventura? Sir Francis Drake, Cristóbal Colón Fueron aventureros y el mundo los aplaude. ¿Por qué no voy a hacer mi propio viaje de descubrimiento?
—¿Nunca se te ha ocurrido que puedes fracasar?
—Nunca —exclamó con vehemencia.
Me alegré por ella y me reí de mí misma por haber estado preocupada de que perdiera a Rex. Ella tenía razón. Yo era una simplona. Y también la tenía al decir que lograba lo que se había propuesto lograr.
Percibí una cosa en su conversación: siempre hablaba como si Redvers no existiera. Estaba decidida a ponerme fuera del alcance de él. ¡Querida Chantel! Su preocupación por mí —mientras planeaba gloriosas aventuras para ella— era conmovedora.
*****
Era el fin de la tarde. Yo había salido a dar un paseíto y había vuelto a mi cuarto para lavarme antes de la comida. En cuanto entré en el cuarto tuve la curiosa sensación de que no todo estaba como yo lo había dejado. Alguien había estado aquí. Yo sacudía el polvo, de manera que no era necesario que viniera Pero. ¿Qué era esto? El almohadón que había estado en el sillón Luis XV estaba ahora en una de las sillas de madera rústicas. Yo no lo había dejado allí. Tuve la certeza de esto porque siempre era consciente de aquella silla. De manera que alguien la había movido.
No era importante. Quizás había venido Pero, se le había caído el almohadón y lo había puesto donde no correspondía. Todos estos pensamientos me pasaron por la cabeza cuando me dirigí al cajón y, según mi costumbre, busqué la carta de Redvers.
No estaba.
¡De manera que alguien había entrado en mi cuarto! Habían revuelto mis cosas. Me di cuenta porque el cajón en el que estaba la carta ya no estaba como yo lo había dejado. Alguien había estado espiando y había encontrado la carta de Redvers.
Imposible una carta más reveladora. Yo la sabía de memoria. Estaba grabada en mi mente y allí iba a estar para siempre.
Sentí frío ante la idea de que alguien pudiera leer aquello. Revolví todo, frenética, buscando. Pero sabía que no la iba a encontrar.
Pensé en Monique leyéndola. Imaginé a Suka deslizándose hacia mi cuarto, revolviendo mis cosas, llevando la carta a su ama.
¡Qué condenadora prueba! Debí haberla destruido. Se oyó un golpecito en la puerta y entró Chantel.
—Me pareció oír que volvías. Vamos… ¿qué pasa?
—Yo… he perdido algo.
Guardé silencio.
—Vamos, Anna —dijo agudamente—, recóbrate. ¿Qué has perdido?
—Una carta —dije—. Redvers me escribió una carta antes de partir. Estaba en este cajón.
—¿Una carta de amor? —preguntó.
Asentí.
—Caramba, Anna —dijo— ¡qué tonta eres! Debías haberla roto.
—Ya lo sé, pero uno no destruye esas cosas.
—Él no tenía derecho a mandártela.
—Por favor, Chantel, deja que yo me ocupe de mis asuntos.
—Parece que no fueras capaz de hacerlo —dijo enojada. Hasta ella estaba trastornada—. Si ella la tiene… tendremos dificultades.
—Creo que Suka la ha robado. Se la dará a Monique. Y ella creerá…
—Tal vez no se la dé.
—¿Para qué iba a robarla entonces?
—¿Cómo podemos saber lo que le pasa por la mente? Es una vieja bruja. ¡Oh, Anna, ojalá no hubiera pasado esto! —Se mordió el labio—. Averiguaré si la tiene. Y, si la encuentro, la romperé. La quemaré y la veré desaparecer con mis propios ojos.
—¿Qué puedo hacer, Chantel?
—Nada. Debemos esperar. ¿Estás segura de haber buscado en todas partes?
—En todas partes.
—Desearía —dijo— que ya hubiéramos salido de este lugar. Desearía estar a salvo en Sidney. Por Dios, no des ninguna señal de inquietud. Tal vez Suka no sepa leer. Casi estoy segura. Si todavía no se la ha dado a Monique, tenemos que encontrarla y destruirla antes que lo haga.
Sentía los miembros flojos de miedo; pero el hecho de que Chantel supiera me alivió un poco.
*****
Aquella noche Monique tuvo un feo ataque y tuve la certeza de que había visto la carta.
Me sentí presa de angustia, preguntándome qué pasaría después.
Permanecí acostada, sin dormir, y era medianoche cuando la puerta se abrió suavemente y entró Chantel: llevaba un largo camisón blanco, el pelo suelto sobre los hombros, un candelabro con una vela encendida en la mano.
—¿No duermes? —preguntó—. Monique está tranquila ahora.
—¿Cómo está?
—Se curará.
—¿Acaso…?
—¿…vio la carta? No. No tiene nada que ver con eso. Se puso en un estado de furor porque dijo que Edward nunca quería estar con ella. Gritó que nadie la quería y que, cuanto antes dejara de estorbar, más contentos estarían todos.
—Es aterrador, Chantel.
—Es típico. También habló de ti. Dice que has usurpado su lugar y que no estará aquí cuando vuelva el capitán, porque piensa suicidarse.
—¿Volvió a repetirlo?
—Lo dirá una, y otra, y otra vez, ya verás. Se está convirtiendo en un grito de loro. No lo tomes en serio.
—Y cuando vea esa carta…
—Es evidente que Suka la tiene.
—¿Y por qué la esconde?
—Tal vez crea que es una especie de hechizo. Debemos impedir que se la muestre a Monique. Si lo hace será el infierno. Supongo que es inútil que te aconseje dormir…
—Eso me temo.
—Bueno, recuerda que dentro de unas semanas estaremos en Sidney. Ya falta poco, Anna.
Y ese era mi consuelo.
*****
Todo el día oí el sonido de distantes tambores. Me ponían nerviosa. Me parecían heraldos de algo aterrador. Había pasado una semana desde la desaparición de la carta y Monique no daba señales de haberla visto. Chantel dijo que había registrado el cuarto y que no estaba allí. Suka debía tenerla… a menos que yo la hubiera puesto en otra parte.
Me indigné. ¡Como si yo fuera capaz de hacer eso!
—Claro que no —dijo Chantel riendo un poco burlona—. Crees que es demasiado preciosa.
Pero, como siempre, estaba preocupada por mi relación con Redvers.
Y ahora había llegado el día de la gran fiesta. Había tensión en toda la casa… en verdad en toda la isla. La gente convergía desde todas partes y en cuanto cayera el sol empezarían los grandes festejos. En cada casa nativa se habían amontonado grandes barricas de Gali, y las sacarían al iniciarse la fiesta.
Unos coches, decorados con ramas y hojas se dirigían hacia el risco donde yo había encontrado a Suka sentada, mirando la roca que surgía del agua. Allí tendrían lugar la fiesta y las danzas.
Madame me lo había explicado todo. Nosotros iríamos después de la fiesta, que era sólo para los isleños. Iríamos después y beberíamos Gali en cascaras de coco, y nos aconsejó beber poco, porque era una bebida muy fuerte. Las danzas iban a parecemos interesantes, estaba segura; en especial la danza del fuego, que era el gran acontecimiento de la velada.
—De verdad vale la pena verla —dijo—. Es una tradición. El secreto es transmitido de generación en generación.
—He oído hablar de esos Hombres de la Llama —dije.
—Es uno de los atractivos de la isla. Danzan sólo una vez al año. Creo que suponen que perderían importancia si lo hicieran con más frecuencia.
—¿Los tambores repican todo el día? —pregunté.
—Todo el día y toda la noche.
Me estremecí sin querer.
—¿No le gustan?
—No sé qué es. Hay algo amenazador en ellos.
—Que no la oigan decir eso. Dicen que sólo los culpables temen el redoble de los tambores.
—¿Eso dicen?
—¡Mi querida señorita Brett, ellos dicen cosas tan raras!
Aquella noche fuimos en carruaje al lugar. Monique nos acompañaba. Chantel no había querido que viniera, pero ella se puso histérica e imperiosa, y Chantel tuvo que ceder.
Traqueteamos por el camino y dejamos el coche junto con los demás. Después caminamos hacia el declive y llegamos a la meseta donde ya se habían iniciado las danzas. Con frecuencia las hacían cerca del puerto, en aquellas «casas sin paredes», que en verdad eran plataformas cubiertas por un techo de hojas y ramas para protegerse del sol.
Tocaban la música con unos instrumentos semejantes a guitarras, a los que ya me había acostumbrado. Nos sentamos en la alfombrilla traída con este fin y nos ofrecieron las cascaras de coco con Gali. Un sorbo —que tomé de mala gana— bastó para hacerme sentir como si me corriera fuego por las venas. Sabía que era una bebida muy dañina.
Miré a Chantel que estaba a mi lado, con sus preciosos ojos dilatados. Parecía interesada y divertida; pero creo que estaba excitada porque pensaba que pronto estaría en Sidney con Rex. ¡Oh, dichosa Chantel!
Aplaudimos las danzas, golpeando las manos con el lento ritmo que se acostumbraba en la isla. Parecían interminables aquellas danzas, y no era muy cómodo estar sentado en la alfombrilla.
Pero cuando llegó el momento de la Danza del Fuego la excitación fue tan feroz que me atrapó. Me arrodillé como todos y no sentí que me dolieran las rodillas. Dos jóvenes estaban desnudos hasta la cintura y llevaban taparrabos bordeados de cuentas color llama que parpadeaban a la luz de las teas. Alrededor del cuello tenían hileras de cuentas… rojas; en los brazos llevaban cuentas rojas; en las cabezas diademas hechas de cuentas, también de un rojo deslumbrante.
Y los bailarines del fuego esperaban. El viejo padre les llevó ceremoniosamente las antorchas, dos para cada uno; se inició la música y comenzó el baile. Al principio giraban un poco las antorchas ardientes; las arrojaban al aire y las retomaban sin esfuerzo. Pateaban al danzar y lanzaban los llameantes palos altos en el aire, para ser atrapados cuando caían. Esto podía ser hecho por cualquier hombre entrenado. La verdadera danza del fuego no había empezado.
No sé cómo lo hicieron. Eran tan rápidos, tan hábiles. Sólo sé que en un momento determinado vimos lo que parecían bolas de fuego que giraban y dentro de ellas los cuerpos desnudos de los bailarines. Bailaban loca, salvajemente, y una y otra vez los que mirábamos conteníamos el aliento; nadie podía creer que un hombre estuviera ileso en medio de aquellas llamas.
Cuando la música disminuyó las bolas de llama giraron más lentamente, y se vio que había cuatro teas ardientes y dos danzarines. Quedamos petrificados.
Había terminado. Por un momento hubo un silencio sofocado e impresionado, y después estallaron salvajes aplausos, el lento ritmo de golpear las manos y el súbito grito de: «Kella Kella Talui».
Siguió y siguió. Se oía un excitado zumbar de conversaciones. No era natural. Habían presenciado un milagro; la llama se había enfriado debido a los Hombres de la Llama.
Chantel me miró e hizo una mueca. Tuve miedo de que dijera algo en broma y que, aunque no se entendieran sus palabras, su expresión llamara la atención.
Pero se produjo un rumor de excitación. Los dos Hombres de la Llama traían a un niño.
Era hijo de uno de ellos e iba a bailar la danza del fuego por primera vez. Por ser hijo de su padre, la llama se enfriaría también para él.
Sentí que el corazón empezaba a latirme febrilmente. El niño parecía pequeño y patético con sus adornos de cuentas rojas, y con creciente horror me di cuenta de que tenía miedo.
Tuve ganas de ponerme de pie y gritar: «Esto no puede ser». Pero no lo hice. Supe que no podía hacerlo. El chico iba a actuar como sus mayores, y supe que iba a quedarme allí sentada, en una agonía de temor, porque sentía su miedo.
El niño se adelantó. Le entregaron dos antorchas. Las agarró. Las hizo girar: las arrojó al aire y las recogió. Me sentí mejor. Era tan ágil como sus mayores.
La música había empezado, lentamente al principio, pero acelerándose. Las antorchas empezaron a dar vueltas, se convertían por sí mismas en una bola de llama.
Puede hacerlo, pensé. Lo han entrenado bien.
Nuevamente aquel silencio como de hechizo; el brillante cielo nocturno; el impresionante silencio, todos los ojos en la bola de fuego que giraba.
Y entonces sucedió, el grito más atroz que había oído jamás. Una de las antorchas estalló en el aire, la otra la siguió y vimos una figura que se retorcía, las llamas que envolvían su cuerpo, el pelo en llamas. Parecía él mismo una antorcha.
Chantel se puso de pie. Arrastraba la alfombrilla en la que había estado sentada; llegó junto al niño, lo envolvió en la alfombra, golpeó las llamas con sus manos.
Quedé conmovida. Era una visión de maravilla; pero, sobre todo, por tratarse de Chantel, Chantel, un ángel de la misericordia.
La gente se precipitaba. Los dos hombres con los brillantes adornos rojos chillaban. Oí decir a Chantel con su tono autoritario:
—Soy enfermera. Apártense.
El niño que había gritado se calló de pronto. Creí que había muerto.
Chantel ordenó a uno de los hombres que lo llevara a la casa más cercana, que era la de ellos. Se volvió hacia mí:
—Ve a buscar mi maletín, lo más rápido que puedas.
No esperé más. Jacques fue conmigo hasta el coche. Llevó los caballos a la casa con una velocidad que debía ser desconocida para ellos. Subí corriendo al cuarto de ella, recogí el maletín donde estaban sus remedios, y volví al coche.
Todo el tiempo resonaban en mis oídos los chillidos del niño.
Llegamos a la casa por un camino distinto al que yo había tomado el día en que me había perdido. El médico estaba allí, pero muy mareado por haber tomado demasiado Gali, y era Chantel quien comandaba.
Tomó el maletín que yo le traía.
—No te vayas, Anna —ordenó—. Espérame.
Me senté en un taburete. Seguía pensando en el niño. Me había dado cuenta de que estaba asustado. En verdad era aún pequeño, y era cruel haberlo sometido a aquella prueba. ¡Y qué magnífica había estado Chantel, con su vaporoso vestido verde y la trenza sobre el hombro!
Hacía calor en el cuarto y salí afuera. Los árboles parecían fantásticos a la luz de la luna. El aroma de los pimpollos llenaba el aire.
Pensé: si está vivo, Chantel le habrá salvado la vida y no habremos venido en vano a esta isla.
Di la vuelta a la casa pensando estas cosas. No tenía ganas de volver a entrar; era mucho más agradable estar afuera. Pero después de un rato se me ocurrió que Chantel debía esperarme, y volví a entrar. Pasaron unos minutos antes de darme cuenta de que no había regresado por la misma puerta por la que había salido.
Tanteé por el corredor y, en penumbra, vi una puerta. Escuché por si oía voces. Nada. Golpeé suavemente. No hubo respuesta y, con cautela, abrí la puerta, esperando entrar en la habitación donde había estado esperando.
Pero me equivoqué. Dos pequeñas lámparas de junco ardían en este cuarto y contuve el aliento porque estaba arreglado como el espacio cercado que había visto fuera. En el centro del cuarto había una figura y, a su alrededor, un círculo de piedrecitas brillantes. Una piedra, más grande que las otras, parpadeaba en la luz; parecía cargada de rojo fuego. Pero tal vez yo seguía viendo la pesadilla de afuera. Me sentí impulsada hacia adelante. La figura del centro era distinta a la que yo había visto afuera; había algo familiar en ella.
Me acerqué, pasando el círculo de piedras. No me equivocaba. La había visto muchas veces. La había descubierto primero en el escritorio que había venido del Castillo Crediton; la había tenido en mi cuarto; todavía la tenía. Era el mascarón de proa de La Mujer Secreta. Pero esta no era una réplica. Era la verdadera.
Su cara era blanda y sonriente; el pelo largo parecía flotar en la brisa, y entre sus vestidos estaban las palabras La Mujer Secreta.
No podía creer que esto fuera así. Un rudo pedestal de madera había sido construido para sostener el mascarón y las piedras que lo rodeaban chispeaban con fuego rojo y azul.
Entonces una deslumbrante comprensión se apoderó de mí: aquellos eran los brillantes de Fillimore.
Por la mañana temprano volvimos a Carrément. Deseaba contar a Chantel lo que había visto, pero debía esperar a que estuviéramos solas. Estaba muy exaltada porque creía haber salvado la vida del niño, y sin duda había sido su rápido gesto lo que le había permitido apagar las llamas. Hablamos de él. Todo había sido tan rápido: en verdad no se había quemado muy gravemente: las piernas y los brazos conservarían las cicatrices mientras viviera, y el shock había sido grande, pero estaba segura de que iba a recobrarse.
—Chantel —dije— estuviste magnífica.
—Estaba pronta —dijo—. Sabía que iba a ocurrir. Nadie puede ejecutar esa danza sin la certeza de que podrá hacerlo, y el chico estaba asustado.
—Yo también lo sentí, pero no estaba preparada.
—De hecho —dijo Chantel— tenía la alfombrilla lista. Por eso llegué a él en seguida, y creo que, cuando pasa algo de este tipo, hay que actuar sin pensar. ¡Qué espectáculo… ese pobre niño convertido en una masa de fuego!
—No dormiré en toda la noche —dije— o en lo que falta para que amanezca.
—Yo tampoco —contestó.
Cuando llegamos a la casa, madame salió de su cuarto.
—¿Cómo está el niño? —preguntó.
—Creemos que se curará —dijo Chantel.
—Le deberá a usted la vida —dijo madame—. Es algo que nunca olvidará.
Chantel sonrió.
—Ha tenido un shock —dijo—. Lo he hecho dormir ahora. Iré a verlo por la mañana. El médico ya estará allí.
—Pero fue usted…
—Yo no había bebido Gali.
—Debe usted estar muy cansada —dijo madame.
Chantel no lo negó. Le dimos las buenas noches.
—Tengo que hablarte, Chantel —dije—. Ha pasado algo fantástico.
Encendí las velas y me volví a mirarla. Nunca la había visto más bella y, pese a mi excitación, no pude menos de hacer una pausa de unos segundos, nada más que para mirarla.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Sacudí la cabeza.
—Pareces… exaltada.
—Es por haber triunfado sobre la muerte. Siento que esta noche arranqué a ese niño de la muerte.
—¡Qué noche! También a mí me pasó algo, y te lo quiero contar.
Y le conté mi descubrimiento.
Quedó sin aliento.
—¿Los brillantes? ¿Estás segura?
—Segura. Era el mascarón de proa. He visto una réplica. Tengo una. Y tenía el nombre escrito… y las piedras estaban alrededor.
—Puede que no sean brillantes.
—Estoy segura de que lo son. ¿Comprendes, Chantel? Si lo son esto significa que ya no habrá esa sospecha sobre Redvers. Muchos creen que él los ha robado.
Su cara se había endurecido un poco. No entendía por qué le tenía tanta antipatía. ¿Acaso sabía algo que no me había dicho? Parecía raro.
—No puedes estar segura —dijo—. Hay aquí cantidad de figuras fantásticas y piedras… bueno, parecen demasiado grandes para ser brillantes. Valdrían una fortuna.
—Los brillantes de Fillimore valían una fortuna. ¿Qué podemos hacer, Chantel?
—Me da la impresión de que tratan a esa figura como si fuera una especie de diosa. Podría muy bien serlo. Tienen esa historia de que provienen de la Tierra del Fuego. Tal vez tenga algo que ver con eso. Los brillantes lanzan llamas.
—Estoy segura de que le otorgan algún significado, pero lo importante es qué debo hacer. ¿Debo decirles a ellos? ¿Debo preguntarles cómo el mascarón llegó a su poder, junto con las piedras?
—Probablemente se enfurecerán de que la hayas visto. Después de todo andabas dando vueltas alrededor de la casa sin que ellos lo supieran.
—Sí, y ya una vez me metí donde no debía andar. —Y le conté el día en que me había perdido—. Tal vez tú puedas hacer algo. Deben estarte agradecidos.
Ella guardó silencio.
De pronto exclamé:
—No haremos nada hasta que vuelva el barco. Le diré entonces al capitán. Pondré el problema en sus manos.
Ella no habló durante un rato; su exaltación parecía haber pasado.
Sentí que aquello tenía algo que ver con su antipatía hacia Redvers.
*****
Las semanas siguientes fueron las más difíciles de pasar. Yo estaba con una impaciencia febril, aterrada de que pudiera pasar algo a los brillantes —porque estaba segura de que eran brillantes— antes que volviera el barco. Estudiaba el calendario con más ansiedad que Edward. Hasta la idea de la carta de Redvers en manos de Suka o de Monique había desaparecido de mi mente.
Todos en la casa estaban enterados de que volvíamos a Sidney. Se produjo una escena desagradable con Monique cuando ella preguntó qué era lo que yo pensaba hacer. Chantel logró tranquilizarla; desde el incidente del fuego Chantel había adquirido nueva autoridad. Yo veía que Suka y Pero la miraban con un respeto especial; cuando salíamos me daba cuenta de que la gente la miraba de otra manera. Algunos residentes europeos la felicitaron, y preguntaron cómo era que no la habían conocido antes. Pero lo cierto es que estábamos en Carrément, donde madame de Laudé vivía como una reclusa. Chantel estaba encantada con aquellas atenciones, pude darme cuenta. Pensé: ¡qué maravillosa castellana hará en el Castillo Crediton! Le dije que, cuando tuviera la edad de lady Crediton iba a ser en todo sentido un personaje formidable. Esto la divirtió.
Una vez le dije:
—Chantel, esa carta es un misterio. No ha pasado nada.
—Buena señal. Tal vez no la hayan robado después de todo. Tal vez se te haya caído en el canasto de papeles y se haya perdido. Probablemente ya no existe.
—Pero tengo la certeza de que alguien entró en mi cuarto.
—Mala conciencia, Anna —dijo.
Protesté:
—Pero no hay nada…
Me dio un pequeño pellizco en la nariz.
—Me gusta pensar que eres algo culpable, Anna. Te hace más humana. No pienses más en la carta. Se ha perdido.
Yo había terminado el inventario y calculaba que había varios miles de libras en los tesoros de la casa. Dije a madame que me encargaba de hacer llegar la lista a los anticuarios, y que estaba segura de que se podía hacer algún negocio.
Quedó encantada y se animó mucho pensando en el cambio que esto iba a significar.
Una noche hubo una gran escena con Monique, y me pregunté entonces si tenía la carta y la guardaba con algún propósito.
Dijo que volvería en La Serena Dama. No pensaba quedarse cuando nos fuéramos. Y Edward también vendría.
Fue necesario llamar al médico y entre él y Chantel lograron tranquilizarla.
Edward creía que iba a volver con nosotras. Dije a Chantel:
—¿Y madame de Laudé? Seguramente ella no querrá que Monique regrese.
—Madame está pensando sobre todo en la fortuna que le has prometido. Edward está encantado ante la perspectiva de volver. Le habría destrozado el corazón quedarse. ¿Qué tiene aquí él fuera de su histérica mamá, su parsimoniosa abuela y la loca y vieja Suka?
—¿Pueden decidirse tan rápidamente esas cosas? Creía que Monique había venido aquí para estar con su familia, y porque el clima le sentaba mejor que el nuestro.
—No hay clima que le siente. Nunca será feliz. Es parte de su enfermedad. Hay demasiadas tensiones en su vida. Ahora está excitada por el regreso del capitán. No lo dejará zarpar tranquilamente contigo, Anna. Está preparando algo. No te lo he dicho antes porque no he querido inquietarte. No habla más que de ti y del capitán.
—Entonces tiene la carta.
—Estoy segura de que lo hubiera dicho. Y he buscado en todas partes. Está incluso más tranquila que de costumbre, como si planeara algo…
—Oh, Chantel… ¡es aterrador!
—Está segura de que tú y el capitán son amantes. Dijo que estabas planeando asesinarla para quitarla de en medio.
—Chantel, no sé qué hacer. Suka me vigila como si creyera que voy a hacerle algún daño a Monique. También Pero lo hace. Se trama algo contra mí. Creo que eso es lo que desea Monique.
—Adora el drama y, naturalmente, quiere estar en el centro de éste, pero hay mucha comedia en todo esto.
—¿Y si lleva esta comedia demasiado lejos?
—¿Cómo?
—Si se mata y hace creer que yo… o el capitán…
—¡No! ¿Cómo va a disfrutar del drama estando muerta?
—Si llegara un barco antes de La Serena Dama, creo que haríamos bien en embarcarnos, Chantel. Ir a Sidney, procurar encontrar allí trabajo…
—¡Pero no se puede tomar pasaje en un barco de esa manera! Y de todos modos no vendrá ninguno. Estás aquí, Anna.
—Sí… y me siento atrapada.
—Creí que querías quedarte para decirle a tu capitán que crees poder limpiar la mancha de su nombre.
—Es verdad, Chantel, pero tengo miedo. Algo amenazador pende sobre nosotras.
—Una mujer salvaje, histérica y apasionada, un marido fugitivo y la mujer que él ama. ¡Qué situación y quién lo hubiera supuesto en ti, mi querida, práctica y tranquila Anna!
—Por favor, no bromees, Chantel. Es un asunto muy serio.
—Un asunto muy serio —asintió Chantel—. Pero no te preocupes. Yo estoy aquí, Anna. Como lo estaba antes. ¿Te reconforta?
—Es un gran alivio —dije con fervor.
Con el correr de los días Monique empeoró. Los ataques eran más frecuentes y uno seguía a otro. No eran ataques graves, me dijo Chantel, pero estaba inquieta por la salud de su paciente. Nunca se separaba de ella y, cuando estaba mal, con frecuencia la velaba toda la noche. Era una maravillosa enfermera.
Me dijo que Suka estaba en el cuarto y la observaba con grandes ojos tristes.
—Me gustaría librarme de ella, pero Monique se inquieta cuando sugiero que Suka se vaya, y no debo inquietarla cuando está en ese estado. La vieja está furiosa ante la idea de perder a su «niña». Creo que te echa la culpa. La he oído murmurar algo. Cree que, si tú no existieras, Monique no estaría celosa y se contentaría dejando en paz a su marido. Ten cuidado de que no te eche nada en el té de menta. Estoy segura de que la vieja bruja tiene una cantidad de venenos que no se notan tomados con Gali, café o té de menta. Sin sabor y mortales. Los dos atributos necesarios.
Me estremecí y ella dijo:
—Es una broma, Anna. ¿Qué te pasa? Tomas la vida demasiado en serio.
—Parece que se ha vuelto seria —dije.
—«La vida es real, es seria» —citó Chantel.
—«Y la tumba no es su meta» —terminé, y deseé no haber hablado. Odiaba incluso mencionar la muerte.
—No te preocupes —dijo Chantel— pronto estaremos en Sidney.
*****
Edward estaba francamente excitado. Cuando llegara La Serena Dama volveríamos a navegar. ¿Cuánto faltaba para el día marcado en rojo? Contábamos. Catorce, trece… y luego diez.
Cada mañana me despertaba pensando qué iba a traerme ese día. Abría la puerta y miraba el corredor. A veces la oía gritar y mencionar mi nombre. Otras veces había silencio.
Y también en mis pensamientos estaba la preciosa carta que había perdido y el recuerdo de la habitación donde estaba el mascarón de proa de La Mujer Secreta y lo que yo creía eran los brillantes de Fillimore.
¿Por qué eran tan largos los días? Sólo vivía para el momento en que La Serena Dama apareciera en la bahía. No pensaba más allá. Sólo quería salir de la isla y, cuando llegara a Sidney, encontraría algún trabajo y reharía mi vida.
La tensión crecía. Yo anhelaba hablar al capitán de mi descubrimiento. Iba a sentirme muy orgullosa y feliz por ser yo quien había descubierto los brillantes. Deseaba su regreso y, al mismo tiempo, lo temía.
Monique estaba más tranquila. Un maligno cálculo había reemplazado a la locura irrazonable, y esto era aún más alarmante; no podía dejar de pensar que avanzábamos hacia un tremendo paroxismo. Debajo del barniz había algo profundamente salvaje. Esta gente creía en dioses extraños; para ellos una roca era algo vivo. Las maldiciones y los hechizos eran cosa común. Y yo creía que Suka me había señalado como enemiga, porque pensaba que yo me interponía entre Monique y el hombre que ésta amaba.
Yo no podía pensar en el futuro. Sólo podía esperar el regreso de La Serena Dama. De este modo pasaban los inquietos días, y una tarde, cuando todos descansábamos tras las persianas porque el calor era intenso, me levanté, las abrí y vi en la bahía… el blanco brillo de un barco.
Corrí al cuarto de Edward y grité:
—¡Edward, ha llegado! ¡La Serena Dama está en la bahía!
*****
Los acontecimientos de los días siguientes son tan dramáticos que es difícil recordar ahora el orden exacto en que ocurrieron. Yo apenas podía contener mi impaciencia. Quería ir al barco. Quería contarle a él mis temores, hablarle de la carta perdida y, sobre todo, del descubrimiento del mascarón de proa y de los brillantes.
Pero tuve que someterme.
Chantel llegó a mi cuarto, con los ojos brillantes.
—Esta noche habrá una escena —dijo—. La «niña» la está preparando.
—Debe estar encantada de que él haya llegado.
—Está locamente excitada. Pero tiene una expresión diabólica en los ojos. Planea algo. Me gustaría saber qué tiene en la mente.
Esperé en mi cuarto. Él vendría pronto. Me puse mi vestido de seda azul y me peiné de moño alto. Había usado aquel vestido muchas veces; me había peinado como de costumbre. Pero estaba cambiada. Mis ojos brillaban; había un leve color en mis mejillas. ¿Acaso los demás notarían el cambio?
Oí abajo la voz de él y mi emoción fue casi insoportable. ¡Qué tonta era! ¿Tendría razón Chantel? ¿Podía confiar en él?
Comprendí que no importaba lo que ella pudiera decirme. Lo amaba y lo amaría siempre.
Abrí la puerta. Quería oír el sonido de su voz.
Entonces, entre las sombras, vi la figura agazapada. ¡Suka! También escuchaba. Me había visto. Pude sentir más que ver sus ojos amenazadores clavados en mí.
Volví a mi cuarto. Cuando llegue a Sidney, me dije, buscaré trabajo. Quizá me quede allí. Tal vez encuentre alguna gente que vuelva a Inglaterra. Tengo que irme.
Pero hizo sonar el gong en el salón. Era la hora de la comida.
*****
Comimos como en la primera noche: madame, Monique, Chantel, Redvers, el médico, Dick Callum y yo.
Dick estaba cambiado. Parecía apaciguado y había perdido el aire de truculencia que yo había notado con frecuencia. Yo era consciente de la presencia de Redvers… en verdad casi sólo era consciente de esto. De vez en cuando sentía sus ojos fijos en mí, pero no me atrevía a mirar los suyos. Estaba segura de que Monique nos observaba. Me pregunté si de pronto hablaría de la carta. Estaba en su carácter hacer una cosa así.
La conversación era convencional. Se concentró en el viaje y, naturalmente, se habló de la danza del fuego.
Cuando pasábamos al salón pude decir a Redvers, en un murmullo:
—Tengo que verte. Es muy importante.
Dick se puso a hablar conmigo cuando bebíamos el café, pero yo apenas lo escuchaba. Madame de Laudé hablaba de las antigüedades que yo había descubierto en su casa. Dick estaba muy interesado y ella le preguntó si quería ver una consola francesa que yo había declarado particularmente valiosa. Él se levantó y yo partí con él y con madame, pero, en lugar de seguirlos, salí al jardín y esperé entre la sombra de los árboles. No pasó mucho tiempo sin que apareciera Redvers.
Tomó mis manos entre las suyas y me miró, pero, antes de que pudiera decirme nada yo empecé a relatar la historia de mi descubrimiento. Dije:
—Tienes que ir a esa casa. Tienes que encontrar algún pretexto para ver el mascarón de La Mujer Secreta y comprobar si las piedras son los brillantes.
Se excitó tanto como yo esperaba. Dijo:
—Tengo que decirte algo. Dick Callum me lo confesó. No pudo menos de hacerlo después de que lo salvé de los tiburones. Me ha contado todo… me ha dicho quién es él y por qué me tenía envidia. Yo lo ignoraba. Quería vengarse de mí. Yo estaba bajo sospecha, pero no hay peor desgracia para un capitán que perder su barco. Él sugirió a esa gente que volaran el barco. Algo que ver con el nombre. Arregló que no hubiera nadie a bordo, lo que no era imposible dada su situación: de modo que, por lo menos no hubo que lamentar pérdida de vidas. Pero Anna, si no te has equivocado en esto…
—Estoy segura de que tengo razón. Y, si he logrado esto para ti, mi orgullo y mi alegría serán…
—Anna —dijo él—, sabes que para mí no puede haber felicidad sin ti.
—Tengo que volver ahora. Se darán cuenta de que no estamos. Y no debe pasar eso. Temo lo que pueda suceder. Pero tenía que decirte esto. Ahora me voy.
Él me apretaba las manos con fuerza, pero me solté.
—Por favor —dije— ve lo antes posible. Por lo menos asegúrate de eso.
Me volví y corrí hacia la casa.
No le había dicho nada de la carta. Lo haría después; primero tenía que ir a la casa y descubrir los brillantes. Después podría decirle que había cometido el descuido de perder la carta, una carta tan comprometedora.
Madame de Laudé seguía mostrando a Dick muebles cuando volví junto a ellos; de manera que, cuando volvimos al salón, esperé haber dado la impresión de que había estado con ellos todo el tiempo.
Redvers no estaba en el salón. Monique dijo que él había tenido cosas que hacer en el barco y que no volvería en seguida.
Dick me habló del viaje, diciendo que había sido muy aburrido.
—Te extrañé —dijo—. Pensé en ti con frecuencia. Aquí hace calor. Demos una vuelta por el jardín.
Le pedí que me disculpara, porque me sentía muy cansada; pareció desilusionado.
*****
Me senté junto a mi ventana. Sabía que iba a recibir alguna señal de Redvers. Y llegó. Oí el ruidito de los guijarros contra mis persianas.
Bajé a reunirme con él, a aquel lugar entre los matorrales que habíamos elegido para nuestros encuentros.
Redvers estaba allí. Parecía exaltado. Dije que era maravilloso. Yo tenía razón. Yo había hecho el gran descubrimiento. Yo, Anna, a quien él había amado desde el primer momento.
Quedé atrapada en su excitación y una vez más experimenté la sensación de olvidar el pasado y el futuro y de vivir sólo el momento. Durante años se había sospechado de él, y yo había dispersado las nubes, casi sin esfuerzo y por casualidad. ¿Qué importaban ahora? Yo lo había hecho.
Fue un momento maravilloso.
—Es significativo —dijo él—. Demuestra que tus asuntos son los míos y los míos tuyos.
—Tengo que saber qué ha pasado —dije—. ¿Cómo los convenciste para que te mostraran la figura y te dieran los diamantes?
—No fue difícil —explicó—. Había mucha vergüenza en la casa de los Hombres de la Llama. Uno de ellos había fracasado. Dejan de lado el hecho de que se tratara de un niño y no tan entrenado en el arte como los mayores, y consideran ese fracaso como una señal de la cólera divina. Esto me dio una ocasión y la aproveché. Sugerí que había una influencia maligna en la casa y hablé del barco que había sido volado en la bahía. Saqué un lápiz del bolsillo y dibujé al mascarón. «Ustedes robaron esta diosa al mar» dije, «Y es una diosa extranjera». Me dijeron que les habían prometido buena suerte si destruían el barco. Yo estaba enterado de esto, porque Dick me lo había dicho. Y, cuando el barco voló, el mascarón, dicen, saltó, flotó en el agua y llegó hasta la roca de la Mujer de los Secretos. Creyeron que era una señal. De modo que trajeron el mascarón y lo colocaron como a uno de sus dioses. Me dijeron que en el mascarón había una cavidad oculta y en ella una bolsa con piedras. Esto los convenció, porque tienen la costumbre de rodear sus estatuas con piedras y conchillas. Y éstas eran muy brillantes y bellas. Colocaron la estatua y esperaron la buena suerte. Pero no vino. Por el contrario, hubo mucha mala suerte, porque nada puede ser peor que perder la amistad del fuego para los Hombres de la Llama.
—Tengo los brillantes —prosiguió— les dije que no tendrían suerte hasta que fueran entregados a quienes pertenecían. Talui destruirá el mascarón, y le dije que tendrá una recompensa por haber ayudado a encontrar los brillantes y que, con esto, podrá levantar un nuevo ídolo. Quedó muy satisfecho. Llevaré los brillantes a Inglaterra y quedará arreglado el asunto que se inició cuando Fillimore murió de un ataque al corazón. Si hubiera dicho a alguien que había escondido los brillantes en el mascarón, nos habríamos ahorrado muchas dificultades.
—Pero al fin todo ha terminado…
—Nadie podrá hablar ahora de la fortuna que he escamoteado en algún puerto lejano. Y oye, Anna…
Pero oí voces y creí que nos vigilaban atentamente, y que tal vez se sabía ya que yo estaba sola con él en el jardín. Pude oír la voz de Monique. Estaba en el porche y Chantel la acompañaba.
Chantel decía:
—Debe usted entrar. Entre y espere.
—¡No! —Chilló Monique—. Él está aquí. Lo sé. Aquí lo esperaré.
—Vete en seguida —dije a Redvers en un murmullo.
Él fue hacia la casa y yo me acurruqué entre los matorrales, mientras el corazón me latía salvajemente.
—¿Qué le dije? Aquí está él. ¿De modo que has vuelto?
—Eso parece —su voz era fría al hablar con ella. ¡Muy distinta a la que tenía al hablarme a mí!
—Parece que hubieras tenido una aventura excitante —dijo Monique con voz aguda.
—Entremos —dijo con firmeza Chantel—. Estoy segura de que al capitán le gustará ese café que usted iba a prepararle. Nadie sabe hacerlo tan bien.
—Sí, lo haré —dijo ella—. Ven, mon capitaine.
El silencio era sólo quebrado por el zumbido de los insectos en el jardín. Esperé unos minutos y después volví rápidamente a la casa.
Llamaron a mi puerta y entró Chantel. Parecía excitada. Sus ojos eran enormes.
—Tengo que decírtelo, Anna. Ella tiene la carta.
Me llevé la mano al corazón y entrecerré los ojos: me pareció que iba a desmayarme.
—Siéntate —dijo Chantel.
—¿Cuándo la viste?
—Esta noche. La estaba leyendo cuando yo entré, la puso sobre la mesa y fingió que no era nada. Eché una rápida mirada y vi tu nombre. Después ella la recogió y se la metió en el corpiño.
—Chantel, ¿qué crees que va a hacer?
—Sólo podemos esperar para ver. Me sorprendió su tranquilidad. Y no ha dicho nada.
—Lo dirá.
—Creo que le dirá algo a él esta noche.
—Pero ha ido tranquilamente a prepararle café.
—No entiendo esta tranquilidad; pero pensé que debes estar preparada.
—¡Oh, Chantel, me aterra lo que puede pasar!
Ella se puso de pie.
—Tengo que irme. Es probable que me llamen. Pero no te preocupes. Te prometo, Anna, que todo saldrá bien. Casi hemos terminado con este lugar, con todo lo que hay en él. Siempre has confiado en mí, ¿verdad?
Se acercó y me besó apenas en la frente.
—Buenas noches, Anna. Ya falta poco.
Salió y me dejó.
Comprendí que era imposible dormir. Sólo podía pensar en Monique leyendo una carta que estaba destinada sólo para mí.
Una noche de extrañas emociones. Aquella tremenda tensión tenía que quebrarse tarde o temprano. No podía durar. Éste era mi único consuelo. Tenía que escapar, escapar de todos. Quizás incluso de Chantel, porque ella estaba ligada irrevocablemente a los Crediton. Dentro de unas semanas estaría en Sidney, y allí debía tener el coraje de romper, de empezar sola una nueva vida.
Oí la voz furiosa de Monique y procuré tapar mis oídos. Poco después oí pasos en el jardín y, al mirar por las celosías, vi a Redvers que atravesaba rápido el jardín. Pensé que lo habían llamado del barco y que Monique protestaba. ¿Le habría mostrado la carta? ¿Qué pensaría hacer con ella?
Me desvestí y me acosté, pero dormir era imposible; quedé desvelada como tantas veces en la Casa de la Reina, escuchando los rumores de la casa.
Y mientras estaba allí mi puerta se abrió en silencio y apareció una figura bajo el dintel. Me incorporé de un salto. Lancé una exclamación de alivio al ver que era Chantel.
Tenía un aire raro: llevaba el pelo suelto y vestía un ligero peinador en su tono verde favorito; tenía los ojos dilatados.
—Chantel —exclamé—, ¿qué pasa?
Su voz resonó aguda, desconocida.
—Lee esto —dijo— y cuando lo hayas leído ven en seguida a verme.
Arrojó unos papeles sobre la cama y, antes que los recogiera desapareció.
Salté de la cama y encendí las velas; después recogí los papeles y leí.
«Querida Anna:
¡Hay muchas cosas que no sabes, tengo tanto que decirte! No hay mucho tiempo, de manera que seré breve. Recordarás que te dije que la verdad tiene muchas facetas y que yo había dicho la verdad, pero no toda la verdad. No me conoces, Anna; no me conoces totalmente. Solo conoces una parte de mí; y quieres mucho lo que conoces, y eso me agrada. Has leído mi Diario. Repito, escribí la verdad, pero no toda la verdad. Me gustaría releerlo para escribir algunos trozos para ti, pero tardaría mucho tiempo. Ya ves que no te dije que Rex se había enamorado terriblemente de mí. Sabías que estaba atraído por mí, pero creíste que era un leve flirteo de su parte. Estabas ansiosa, preocupada por mí. Te quiero por eso, Anna. ¿Sabes? En cuanto entré al Castillo quise ser la dueña. Me vi como la futura lady Crediton y nada más podía satisfacerme. Soy insaciablemente ambiciosa, Anna. En casi todos nosotros hay una mujer secreta, que no se presenta ante sus amigos y conocidos, quizá ni siquiera ante el hombre que es su marido. Aunque Rex debe conocerme ya bastante bien. Y su amor por mí no ha cambiado. Recordarás que me interesé en Valerie Stretton; fue en la ocasión en que se presentó con las botas embarradas. Estaba la carta en su escritorio. Escribí que la señorita Beddoes entró y me encontró con la carta en la mano. Ésa no es toda la verdad. Leí esa carta, había leído otras cartas; descubrí que habían chantajeado a Valerie Stretton. Me casé con Rex y cuando él partió para Australia decidí ir con él. Él quería que fuéramos abiertamente, como marido y mujer. Pero no quise en ese estadio ponerme a lady Crediton en contra. Ella hubiera podido quitar buena parte de su fortuna a Rex y yo quería que tuviera el control de todo. Comprendí que era mejor mantener por un tiempo el matrimonio en secreto, de modo que metí al doctor Elgin la idea en la cabeza de que nuestro clima estaba matando a Monique. Después hice que Monique decidiera que quería ir a ver a su madre. Como esto significaba navegar en el barco de su marido, no me costó trabajo convencerla. Pero quería tenerte con nosotros, Anna, y la pobre y vieja Beddoes era muy incompetente. Ayudé a que la echaran. Ella lo sintió. ¿Quién lo hubiera creído? Pero las aventureras aprendemos a encontrar resistencia en los lugares más inesperados.
De modo que me libré de la Beddoes e hice que fueras al Castillo. Anna, te quiero. No quiero que te pase ningún daño. Ya una vez te salvé, ¿verdad? Y estoy decidida a salvarte pase lo que pase. Pero te necesitaba, Anna. Tu amistad, la quería, sí… pero tú eras parte de mi plan.
Aquí debo decirte algo que te lastimará. También me hiere a mí. Me he creído dura y fuerte. Y tú eres… ¿cómo decirlo? Convencional. Lo bueno es bueno, lo malo, malo; lo negro negro y lo blanco blanco. Es tu credo. No entenderás esto y como una tonta demoro decirte todo hasta el último minuto, aunque sé que no queda mucho tiempo.
Tengo que decirte por qué Valerie Stretton fue chantajeada. No fue la única. También Rex lo fue. Rex no es exactamente un hombre honrado, pero no tiene instintos criminales. Se asusta demasiado. Basta de Rex. Siempre supe que era débil. Gareth Glenning chantajeaba a Rex. No querían perderlo de vista. Él era su principal fuente de ingresos.
¿Y el secreto de Valerie Stretton? Era éste: su hijo tenía cuatro días cuando nació el de lady Crediton. Lady Crediton estaba muy enferma, de modo que Valerie supo que había buenas posibilidades de que marchara su plan. Valerie quería que su hijo heredara el imperio Crediton. ¿Por qué no? Sir Edward era el padre. Era sólo cuestión de unos papeles de matrimonio. Lady Crediton los tenía, Valerie no. No era tan difícil. Ella estaba en la casa. Sabía cuándo descansaba la niñera, cuándo el bebé dormía en su cuna. Puedes adivinar lo que pasó. Cambió los niños y Rex es su hijo, y Redvers el de lady Crediton. Así empezó todo. Pero no pudo salir adelante. Alguien en la casa conocía las diferencias entre los niños, por pequeños que fueran. Era la niñera. Ella sabía lo que había hecho Valerie.
Odiaba a lady Crediton y quería a Valerie. Tal vez la haya ayudado en el cambio, es probable. Los niños crecieron. Valerie no podía ocultar su preferencia por Rex, lo que era estúpido de su parte, porque podía haberse delatado. Pasaron unas tres semanas después del nacimiento antes que lady Crediton pudiera prestar atención y, para entonces, los niños ya tenían una personalidad determinada y todos —excepto Valerie y la niñera— creían que Rex era el heredero. Nunca conviene compartir secretos. El único secreto seguro es el que nunca se dice. Por eso no te dije toda la verdad.
A la niñera le fue mal y pidió ayuda a Valerie; Valerie la ayudó y, con los años, la amistad se perdió y, de vez en cuando, Valerie tenía que darle dinero para que guardara el secreto. La niñera se casó más bien tarde, con un viudo que tenía un hijo. No resistió contar a su marido lo que sabía; y el marido se lo contó a su hijo. Ese hijo era Gareth Glenning. Fue hábil. Vio que había una fuente mejor de ingresos que Valerie: Rex.
Cuando Rex fue abordado, acorraló a Valerie, quien confesó. Él quedó horrorizado. Siente pasión por el negocio, Anna. Ha trabajado toda su vida con un fin: encargarse de todo. Redvers era sólo uno de los capitanes. No iba a ser capaz de manejar un negocio semejante. Su tarea era navegar por los mares. Rex no soportaba perder lo que siempre creía que iba a ser suyo. Por eso dejó que lo chantajearan.
Ahora llego a lo más difícil de todo. He demorado hacerlo porque temo que cambies con respecto a mí. ¿Por qué me importa? Es raro, Anna, pero me importa mucho. ¿Sabes? Te quiero de verdad. Hablé en serio cuando te dije que eras para mí como una hermana.
En cierto modo fue este secreto lo que me acercó a Rex y nos unió. Al casarme con él este secreto era también mío, y era tan importante para mí como para él que no se descubriera. Ése era el asunto, Anna, y nunca se debía saber. ¿Y cómo estar seguros de esto? Ya lo conocían tres personas: la niñera, Claire y Gareth Glenning. Aunque murieran, ¿cómo estar seguros de que no lo habían comunicado a otros?
Nunca íbamos a estar seguros; siempre íbamos a vivir en la incertidumbre. Imagínate. En cualquier momento podía presentarse alguien y decirnos que conocía nuestro secreto. Muchas veces se lo dije a Rex. Él me entendió. Comprenderás que sólo podíamos estar totalmente seguros de una sola manera. Él testamento —yo lo había mirado en Somerset House— decía que en caso de muerte del heredero y sus herederos, la propiedad pasaría al otro hijo de sir Edward, supuestamente Redvers, pero en verdad Rex. De hecho Rex no era el heredero, pero lo sería si Redvers y sus herederos morían.
¿Sabes, Anna? Todo lo que hacemos produce efecto sobre nosotros. Hacemos algo tras pensarlo mucho, y cuando lo hacemos con éxito lo repetimos sin vacilar; y con el tiempo se vuelve algo corriente. Cuando lady Henrock murió, me dejó doscientas libras; sufría dolores; no podía curarse; era caritativo ayudarla a desaparecer. Es lo que me dije. Tu tía Charlotte nunca se hubiera curado. Se hubiera vuelto más y más imposible; tu vida habría sido miserable, y yo sabía que te dejaba un poco de dinero. Me lo había dicho. Tengo manera de sacar estos secretos a la gente. No pensé que iba a producirse tanto alboroto. Pero te salvé, ¿verdad? Créeme, nunca hubiera dejado que te acusaran de asesinato.
Y luego, claro, el viaje. Había hablado con Rex de nuestros asuntos. Los habíamos discutido desde todos los ángulos. Le mostré que sólo había una manera de estar seguros y disfrutar para siempre de la herencia. Si desaparecía Redvers. Pero naturalmente, estaba Edward. Rex es débil, y me alegro de que lo haya sido. Yo quería a Edward. Rex arregló aquel asunto en el barco. Siempre he dicho que un barco es el mejor lugar para librarse de un niño no querido. Yo drogué su leche. Rex lo sacó de la cabina. Llevaba su albornoz, de modo que estaba irreconocible. Johnny lo estropeó todo. Pero no creo que Rex se hubiera atrevido a hacerlo, aunque no hubiera aparecido Johnny. Él aprovechó la aparición de Johnny y sé que se alegró de que Edward se salvara. Es más difícil matar un niño que a una vieja rezongona. Y Edward vivió; pero sabía que no podíamos seguirlo ignorando siempre. Todavía no era importante, porque, aunque se descubriera el secreto, él iba a demorar por años en heredar, y Rex quedaría como tutor. Había por lo tanto tiempo para arreglarlo todo. Redvers era nuestra preocupación inmediata.
Redvers tenía que morir. ¿Cómo? ¿Cómo puede morir de pronto un hombre fuerte? Era imposible. No podía morir de una enfermedad súbita. Pero siempre adapto mis planes a las circunstancias: un hombre con una mujer histérica; otra mujer de la que estaba enamorado y que lo amaba; y la mujer loca de celos. Lo siento, Anna, pero él no era bueno para ti. Yo quería ocuparme de ti. Lo hubieras olvidado rápidamente. Iba a llevarte al Castillo como mi hermana, mi hermana querida. Te habría encontrado un marido; hubieras tenido una vida feliz. Es lo que yo pensaba. Pero Redvers tenía que morir. Y estaba decidido quién iba a pasar por asesina.
Monique no vivirá mucho. Puede morir la semana que viene… quizá dentro de dos años. No creo, por el estado de sus pulmones, que pueda vivir más de cinco años. Sus ataques asmáticos son más frecuentes; y agravan la condición de los pulmones. Yo sabía que el viaje no podía hacerle bien por largo tiempo. Entonces, ¿por qué no encomendarte este rol? Habría compasión para ella, especialmente en Coralle… el rol de la esposa enferma y celosa. No iban a ser duros con ella. Y tú, Anna, volverías a verte envuelta en el escándalo, y yo estaría allí para protegerte… Yo iba a tener el poder y la posición que anhelaba; e iba a cuidarte. Y, aunque te señalaran como «la Otra Mujer», del mismo modo que fuiste «la Sobrina con un Motivo»… todo pasa, ¿sabes? Era una molestia necesaria en la que tuve que meterte entonces… como ahora.
Pero te quiero, Anna. Es algo que nunca creí posible, de modo que quizás haya recovecos secretos en mi mente que yo misma no entiendo.
Decidí que, cuando Redvers volviera, iba a morir.
Y es lo que intenté esta noche. Preparé a Monique. Deliberadamente desperté sus celos, oh, muy sutilmente. Me había dado cuenta de lo útil que podía ser Suka. Iba a ser fácil. La esposa celosa iba a matar al marido infiel, y el asesinato iba a suceder esta noche o mañana por la noche, cuando el capitán estuviera en casa. Yo esperaba la ocasión. Sabía que iba a presentarse porque a ella le gusta mucho preparar el café. Se siente orgullosa de esto, porque es su única virtud doméstica. Le he dicho que lo prepara mejor que nadie en la casa. Sólo tenía que esperar el momento. Esta noche él habló contigo en el jardín. Suka lo supo y se lo dijo a Monique, que preparó el café para él en su propio cuarto, donde tiene una cocinilla a kerosén. Ella lo preparó y yo puse algo en el café, Anna. No te diré qué. Algo que debía actuar con rapidez. Algo comparativamente —no del todo— sin sabor. Él estaba excitado. Pensaba en ti y en que tenía al fin los brillantes. Pensé que no iba a percibir el ligero sabor acre. Cuando ella preparó el café le dije que su batón azul le quedaba mejor que el rojo, y ella fue al otro cuarto a cambiarse, tal como yo esperaba. Hice entonces lo que debía hacer. Puse la droga mortal en el café, lo revolví bien y, cuando ella volvió con el batón azul, todo estaba arreglado.
Salí a esperar. Estaba excitada, tensa. Recorría de un lado a otro mi cuarto, esperando.
Nunca había hecho algo tan importante. Es muy distinto ayudar a viejas enfermas a salir del mundo. No estaba muy segura del efecto de una gran cantidad de droga. Debía estar lista, preparada para decir lo que convenía, hacer lo que convenía en el momento oportuno. Estaba temblando y con miedo.
Pensé que un poco de café iba a calmarme los nervios. Iba a prepararlo, pero, en el momento de salir al corredor, vi a Pero; no quería arriesgarme hablando con nadie. No quería ir a la cocina. Sobre todo temía encontrarme con Suka. Tenía una manera siniestra de adivinar. No, no podía enfrentarme con la vieja… lo que era muy posible si iba a la cocina… sobre todo después de haber convertido en asesina a su linda «niña».
Por eso dije a Pero:
—¿Quieres hacerme café y traerlo a mi cuarto? Estoy muy cansada. Ha sido un día agobiante.
Ella estaba siempre ansiosa por complacer; dijo que iba a hacerlo; y volvió diez minutos después.
Me serví el café; no estaba demasiado caliente, pero no me importó. Tragué una taza y me serví otra… y entonces… sentí un sabor desusado.
Miré la nueva taza que acababa de servirme. La olí. No había olor, pero una horrible sospecha se apoderó de mí. Me dije que imaginaba cosas. No podía ser.
Tenía que averiguar. Encontré a Pero en la cocina.
Le dije:
—¿Tú hiciste el café, Pero…?
—Sí, nurse —parecía asustada; Pero siempre parece asustada, temerosa de las quejas.
—¿Lo hiciste tú misma?
—Sí, sí, nurse…
Me sentí mejor. Me di cuenta de que tenía la piel fría, aunque el cuerpo me ardía. Recordé que debía tener cuidado. La gente iba a hablar mucho de café en esta casa.
—¿No estaba bien, nurse?
No contesté.
—La niña Monique lo hizo —dijo ella.
—¿Qué?
—Para el capitán, pero él no lo bebió. Lo llamaron al barco. Y yo se lo calenté para usted.
Me oí decir:
—Ya veo.
De modo que ahora ya entiendes. Ya ves cómo hay que considerar todas las posibilidades si queremos estar seguros del éxito. ¡Esta casa de economías! Era algo que había olvidado. Hay que pensar en todo, y los detalles más absurdos pueden precipitar tu caída.
Y ahí está tu carta, Anna. Yo la saqué. Iba a usarla. Todavía no la había puesto donde ella pudiera encontrarla. Ahora nunca la verá. Hubiera sido útil, ¿sabes? La habrían encontrado en su cuarto y, naturalmente, hubiera formado parte del motivo.
Pero todo ha cambiado ahora. La verdad saldrá a luz. Es mejor que así sea para Rex. Él no podría seguir en esto sin mí, y ahora quedará solo.
«Un largo adiós a toda mi grandeza».
Ya ves, citas hasta el final. Adiós, Anna. Adiós, Rex».
Dejé caer las hojas de papel y la carta de Redvers; corrí al cuarto de Chantel. Estaba tendida en la cama.
—¡Chantel! —Grité— ¡Chantel!
Siguió inmóvil, sin escuchar. Comprendí que había llegado demasiado tarde, pero me arrodillé a su lado, tomé su mano helada y grité:
—¡Chantel, Chantel, vuelve a mí!
*****
Esto sucedió hace más de dos años, pero el recuerdo de aquella noche terrible nunca me dejará. No podía creer lo que ella había escrito. Sólo verla allí muerta me trajo a la realidad. Redvers se ocupó de todo. Creo que viví varias semanas como hipnotizada. Recordaba escenas de mi vida con Chantel. Soñaba con su burlona y alegre belleza. Para mí había sido la hermana que siempre había deseado; y supongo que yo lo había sido para ella. Me había tenido cariño; había dulzura en ella; había bondad; y sin embargo había planeado aquellas acciones diabólicas. La asesina era la mujer secreta en ella, la mujer en cuya existencia yo jamás hubiera creído si ella misma no me la hubiera revelado.
Los acontecimientos se sucedieron con rapidez. Una semana o dos después de la muerte de Chantel la vieja niñera —la madrastra de Gareth Glenning— murió y, cuando supo que se moría, confesó a lady Crediton lo que sabía. Chantel no se había equivocado cuando dijo que iba a ser imposible conservar el secreto a los chantajistas.
Lady Crediton quiso que, sin demora, Edward fuera llevado a Inglaterra; y yo le llevé, pero no en La Serena dama.
Lady Crediton me recibió con cierto respeto. Dijo que, en vista de lo que había pasado y del shock que esto podía haber sido para Edward —él se había vuelto ahora muy importante para ella— esperaba que yo me quedara con él por un tiempo, en mi antiguo cargo, porque sería de algún modo inconveniente que no lo hiciera. Por eso me quedé en el castillo.
Monique siguió en la isla. Madame de Laudé, con quien seguí en comunicación debido a sus muebles, me escribía con frecuencia; dijo que el nuevo médico —un joven con ideas modernas— se había encargado de Monique y que estaba muy esperanzado.
Yo no había visto a Redvers; él había llegado a Inglaterra antes que Edward y yo y había partido en otro viaje. Era el heredero del vasto imperio de los Crediton, pero trató a Rex con la misma generosidad que a Dick Callum. Rex siguió en el mismo cargo que tenía en la empresa antes que se supiera quién era el legítimo heredero, permaneció en Australia el resto del año y me enteré de que se había casado con Helena Derringham.
Madame de Laudé, que estaba encantada porque yo había podido organizar la venta de algunos de sus muebles, seguía informándome. Los Hombres de la Llama habían recibido su recompensa por devolver los brillantes y, lo que era más importante, se habían convencido de que era una diosa extranjera la que había provocado el accidente, de modo que, cuando el niño lastimado legara a la virilidad no perdería nada por llevar en sí las cicatrices de haber luchado contra un enemigo y haber sobrevivido. Creían que la Diosa del Fuego había enviado a su ángel en la forma de la enfermera que yacía ahora en el cementerio cristiano. Los Hombres de la Llama ponían flores en la tumba de Chantel en la época de la gran fiesta, y se habían comprometido a hacer esto para siempre.
Con frecuencia pensaba en Chantel. La vida me parecía vacía sin ella. Una vez fui al norte, al vicariato donde había vivido. Fui al cementerio y encontré la tumba de la que me había hablado.
La piedra se había ladeado, y apenas podía leerse la inscripción, «Chantel Spring, 1669». Pensé en la madre de Chantel viniendo aquí, leyendo el nombre en esta lápida y decidiendo que, si la criatura que esperaba era una mujer, llevaría ese nombre. Hice averiguaciones en la vecindad y visité a la hermana de Chantel, Selina. Hablamos un rato. No conocía toda la verdad. No había sido necesario decírsela. Chantel había tomado por accidente una sobredosis de píldoras para dormir, creía. Hablaba de ella con orgullo. La verdad pero no toda la verdad como hubiera dicho Chantel.
—Era hermosa, desde muy niña. Distinta al resto de nosotros. Sabía lo que quería y lo quería con pasión. Siempre dijo que iba a lograr lo que deseaba. Era la más pequeña de nosotros. Nuestra madre murió cuando ella nació, y creo que la mimamos demasiado, pero siempre fue alegre y cariñosa. Nos sorprendió que quisiera ser enfermera. Nos dijo que para ella era una especie de trampolín. Y creo que lo consiguió, cuando se casó con ese millonario. Pero no duró, ¿eh? ¡Pobre Chantel, tener tanto y perderlo!
Regresé tristemente y seguí llorándola a ella… y a Redvers.
No podía quedarme en el Castillo. Estaba decidida a irme cuando regresara Redvers. Tenía que encontrar una nueva vida.
Cuando hacía los arreglos para madame de Laudé me había puesto en contacto con varios anticuarios que había conocido en el pasado. Uno me dijo que estaba perdiendo el tiempo en el Castillo. Yo era una experta. Si quería unirme a su empresa, tendría allí un cargo. Decidí pensarlo.
Salí, me senté en el risco y miré desde el río los muelles donde estaban anclados los barcos; las barcazas, los remolcadores y los rápidos clippers sustituidos ahora por barcos a vapor, y recordé los días en los que venía aquí cuando niña con Ellen y escuchaba los relatos de grandeza de la Lady Line.
Había hecho todo el circuito. Y ahora debía tomar una decisión. Edward pronto iría al colegio; no me quedaría nada que hacer en el Castillo… y, además, quedarse era aferrarse a la antigua vida, la vida que estaba terminada.
*****
¡Qué extraña es la vida! A veces cuando uno se ha decidido a seguir un camino, surge una oportunidad. Una mañana recibí una carta de los inquilinos de la Casa de la Reina pidiendo que fuera a verlos.
Era casi verano y cuando atravesé el portal de hierro y vi la belleza cerosa de las magnolias, sentí que había vuelto a casa y que, si no podía tener la dicha extática que anhelaba, al menos encontraría cierta paz en esta casa. Llamé: una pulcra doncella me hizo pasar al vestíbulo. Estaba amueblado como yo lo habría hecho, con la mesa refectorio Tudor y los adornos de peltre. En la vuelta de las escaleras, donde una vez junto con Redvers había hecho frente a la enfurecida tía Charlotte, había un viejo reloj de pie de Newport. «Tic, tac, ven a casa» parecía decir.
Los inquilinos se mostraron muy abiertos. Tenían una hija en los Estados Unidos que acababa de tener mellizos y que hacía tiempo deseaba que ellos fueran; ahora lo habían decidido. Por lo tanto querían dejar la casa. Habían hecho las reparaciones y venderían los muebles a un precio razonable; pero querían irse.
Supe en seguida lo que iba a hacer. Volvería allí. Iba a comprar y vender antigüedades. Había recibido la comisión habitual por la venta de los objetos de madame de Laudé; había ahorrado de mi salario. ¿Bastaría? Me dijeron que no era necesario el pago inmediato, y comprendí que el deseo de mis inquilinos era irse lo antes posible.
¿Podría hacerlo? Era una provocación. Recorrí la Casa de la Reina desde la escalera hasta mi habitación. ¡Qué hermosa estaba ahora! Ya nunca más estaría atrabancada. Empezaría poco a poco. Pondría los objetos donde correspondía. Podía hacerlo. Sabía que podía.
Fui al cuarto de la Reina. Allí estaba la preciosa cama. Me volví y me miré en el espejo. Recordé años atrás, cuando me miraba en ese espejo. «La vieja señorita Brett. Corren historias sobre ella. ¿No se decía que había matado a alguien?».
Pero no podía ver ahora a esa vieja señorita Brett. Todo había cambiado. No había misterio. Ya sabía cómo había muerto tía Charlotte.
Y también supe que había aceptado el desafío.
Ellen volvió conmigo. A Orfey no le iba tan bien como para que ella pudiera vivir de holgazana. Trajo noticias del Castillo.
—¡Palabra, Edith dice que casi se desmayó! ¿De modo que el gran hombre es ahora el capitán Stretton? ¡El capitán Crediton, debería decir! El señor Rex ha vuelto a casa, y la señora… es una gran dama. Lo mantendrá en su sitio. Pero Edith dice que no es mala en el fondo.
Procuré concentrarme totalmente en mis negocios, para que no me quedara tiempo de pensar. Naturalmente, no era posible. Yo había encontrado una nueva vida, pero nunca iba a olvidar.
Un día Ellen trajo las noticias.
—La señora Stretton, quiero decir, la señora Crediton, ha muerto. En aquella isla. Hacía meses que se esperaba. Es lo que se dice una feliz liberación.
*****
Había llegado el otoño. Había grandes barcos en los muelles. Nunca me cansaba dé subir al risco y mirarlos, los barcos de la Lady Line, donde entre las damas una mujer se había metido: La Mujer Secreta.
*****
Todavía guardaba el mascarón. Todos los días lo miraba y me preguntaba: «¿Todavía me recordará?».
Y una noche, cuando la niebla estaba sobre el río y las gotas de rocío se aferraban como brillantes a la tela de araña que envolvía las matas del jardín, oí que se abría el portal y pasos en el sendero de lajas.
Salí a la puerta y esperé. Él venía hacia mí.
Pensé: ha cambiado, está más viejo; ambos hemos envejecido.
Pero, cuando llegó y me tomó las manos, vi que no era cierto. Tenía el mismo dejo en la voz, la misma sonrisa ansiosa en los ojos levemente, oblicuos. Había sin embargo un cambio: era libre.
Y allí en el jardín de la Casa de la Reina, aquella noche de otoño, supe, y él supo, que teníamos que construir el futuro.
FIN