LA CASA DE LA REINA

Cuando mi tía Charlotte murió súbitamente muchos creyeron que yo la había matado y, de no haber sido por la declaración de la enfermera Loman durante el juicio, el veredicto habría sido de asesinato por una persona o personas desconocidas, se hubieran investigado los sombríos secretos de la Casa de la Reina, y la verdad habría salido a luz.

«Esa sobrina evidentemente tenía motivo para hacerlo» se comentó.

El «motivo» eran las riquezas de tía Charlotte, que, con su muerte, fueron mías. ¡Pero cuan distinto era todo a lo que parecía ser!

Chantel Loman, que se había convertido en mi amiga durante los meses que había vivido con nosotras en la Casa de la Reina, reía de los chismes.

—A la gente le gusta el drama. Si no existe lo inventan. Una muerte súbita es un maná del cielo. Claro que charlan. No les prestes atención. Yo no lo hago.

Le señalé que ella no tenía la misma necesidad de hacerlo.

Ella rió.

—Siempre eres tan lógica —dijo—. Vamos, Anna, en verdad creo que si esos malignos chismosos se hubieran salido con la suya y te hubieran puesto en el banquillo de los acusados, habrías conquistado al juez y al jurado y al abogado acusador. Eres muy capaz de defenderte.

¡Si por lo menos fuera verdad! Pero Chantel ignoraba aquellas noches sin sueño en los que yo estaba en la cama haciendo planes, procurando saber cómo iba a disponer de todo e iniciar una nueva vida en un nuevo lugar, para librarme de la atormentadora pesadilla. Por la mañana era diferente. Las consideraciones prácticas se imponían. No podía irme; no era posible económicamente. Los chismosos apenas conocían la verdad de la situación. Además, yo no iba a ser una cobarde que huye. Si uno se sabe inocente: ¿qué importa lo que piense el mundo?

Una paradoja tonta, me dije en seguida, y que no era verdadera. Los inocentes sufren con frecuencia cuando se sospecha que son culpables, y es necesario no sólo ser inocente, sino probar que uno lo es.

Pero yo no podía huir; por eso me puse lo que Chantel llamaba mi máscara y presenté un rostro de fría indiferencia al mundo. Nadie iba a saber cuan profundamente me herían las calumnias.

Procuré verlo todo objetivamente. Lo cierto es que no habría soportado aquellos meses de no haber visto lo que pasaba como una desagradable fantasía, un drama representado en un escenario, donde los protagonistas principales eran la víctima y la persona sospechosa —la tía Charlotte y yo— y, en los papeles secundarios, la enfermera Chantel Loman, el doctor Elgin, la señora Morton, cocinera y ama de llaves, Ellen, la doncella, y la señora Buckle, que venía a limpiar los atrabancados cuartos. Procuraba convencerme de que la cosa no había sucedido realmente, y que iba a despertarme una mañana para descubrir que todo había sido una pesadilla.

De modo que yo no era lógica, sino tonta, y ni siquiera Chantel sabía hasta qué punto era vulnerable. Pero, al ver mi reflejo en el espejo, era consciente de los cambios en mi cara. Tenía veintisiete años y los representaba; antes parecía joven para mi edad. Me imaginaba a los treinta y siete… a los cuarenta y siete… viviendo siempre en la Casa de la Reina, envejeciendo y envejeciendo, perseguida por el espectro de tía Charlotte; y los chismes seguirían, nunca se olvidarían del todo, y los que aún no habían nacido dirían un día: «Ésa es la vieja señorita Brett. Hubo un escándalo hace tiempo. Creo que asesinó a alguien».

No podía llegar a esto. Había días en los que me prometía escapar, pero la vieja terquedad volvía. Yo era la hija de un soldado. Cuántas veces me había dicho mi padre: «Nunca des la espalda a las dificultades. Detente y enfréntalas».

Y era lo que procuraba hacer una vez más cuando Chantel vino a rescatarme.

Pero la historia había empezado antes.

*****

Cuando nací, mi padre era capitán en el Ejército de la India; era hermano de tía Charlotte; en ella había mucho de soldado. La gente es inesperada. Parece adaptarse a moldes. Con frecuencia se puede decir que uno u otra son de tal o cual tipo, pero la gente es rara vez de un tipo, o no lo es completamente. Se adaptan hasta cierto punto y después divergen terriblemente. Eso sucedió con mi padre y tía Charlotte. Mi padre estaba dedicado a su profesión. El Ejército era más importante que nada en el mundo para él, no existía casi nada fuera de esto. Mi madre decía con frecuencia que hubiera dirigido la casa como un campamento militar si ella se lo hubiese permitido y nos habría tratado a todos como a sus «hombres». Decía, burlona, que él citaba en el desayuno las Reglas del Regimiento de la Reina; y él sonreía tímido, porque ella era su divergencia. Se conocieron cuando él volvía a Inglaterra de vacaciones. Ella me lo había contado en lo que yo llamaba su estilo de mariposa. Nunca seguía una línea, se perdía y había que traerla al tema original si a uno le interesaba. A veces era curioso dejarla vagar.

Pero me interesaba saber cómo se habían conocido mis padres, y la traje al tema.

—Noches a la luz de la luna en la cubierta, querida. No tienes idea de lo romántico… Cielos oscuros y estrellas como joyas… y la música, y el baile. Los puertos extranjeros y esos fantásticos bazares. Esta pulsera divina… Oh, el día en que la compramos…

Había que traerla de vuelta. Sí, había estado bailando con el primer oficial y había notado al soldado alto, tan desdeñoso, y había hecho la apuesta de que lograría hacerlo bailar con ella. La ganó y dos meses después se casaban en Inglaterra.

—Tu tía Charlotte estaba furiosa. ¿Creía acaso que el pobre hombre era un eunuco?

Su conversación era ligera y graciosa… casi picante. Me fascinaba como debió haber fascinado a mi padre. Yo me parecía mucho más a él que a ella.

En aquellos lejanos días vivía con ellos, aunque estaba más en compañía de mi ayah que en la de ellos. Tengo vagos recuerdos de calor y de flores de vivos colores, y de gente de piel oscura lavando la ropa en el río. Recuerdo haber andado en un coche abierto con mi ayah frente al cementerio de la colina, donde me dijeron que dejaban los cuerpos de los muertos al aire libre, para que volvieran a ser parte de la tierra y del aire. Recuerdo los malignos cuervos en lo alto de los árboles. Me hacían estremecer.

Llegó el momento en que debí volver a Inglaterra, y lo hice con mis padres, y personalmente experimenté esas noches tropicales en el mar, cuando las estrellas parecen joyas colocadas en terciopelo oscuro, para mostrar su brillo. Oí la música y vi los bailes; y para mí todo estaba dominado por mi madre, el ser más hermoso del mundo, con sus largos drapeados, su pelo oscuro peinado en lo alto de la cabeza, su charla incesante y superficial.

—Querida, será por corto tiempo. Hay que educarte, y nosotros debemos volver a la India. Pero te quedarás con la tiíta Charlotte. —Era típico que la llamara «tiíta». Para mí Charlotte era siempre «tía»—. Te adorará, querida, porque te llamas como ella…, bueno, en parte. Querían llamarte Charlotte, pero no quise dar ese nombre a mi hijita. Me la hubiera recordado a ella… —Se interrumpió bruscamente, al recordar que procuraba presentar a la tía Charlotte bajo una buena luz—. La gente simpatiza siempre con aquellos que llevan sus nombres… Pero no quise que te llamaran Charlotte, es demasiado severo… De modo que fuiste Anna Charlotte, conocida como Anna, y de este modo se evitaron dos Charlottes en la familia. Oh, ¿dónde estaba? Tu tiíta Charlotte… sí, querida, tienes que ir al colegio, preciosa, pero hay vacaciones. Aunque no podrás venir a la India para las vacaciones, ¿no? Las pasarás con la tiíta Charlotte en la Casa de la Reina. ¿No suena espléndido? Creo que la reina Isabel durmió allí una vez. Por eso se llama así. Y después, cuando menos lo creas… Dios, cómo vuela el tiempo… habrás terminado el colegio y volverás con nosotros. No veo el momento en que llegue ese día, querida. Cómo me divertiré presentando a mi hija… —Otra vez ese mohín atractivo que los franceses llaman moue—. Será mi compensación al envejecer.

Podía hacer que todo pareciera atractivo por la forma en que hablaba de ello. Podía echar hacia atrás los años con un movimiento de la mano. Me hizo ver no el colegio y la tía Charlotte sino los días del futuro, cuando el patito feo que yo era iba a transformarse en un cisne, idéntico a mi madre.

*****

Tenía siete años cuando vi por primera vez la Casa de la Reina. El coche que nos trajo desde la estación tomó por calles muy diferentes de las de Bombay. La gente parecía tranquila, las casas imponentes. Aquí y allá había un toque de verde en el jardín, un verde como yo no había visto en la India, profundo y fresco, porque el pueblo de Langmouth estaba situado en el estuario del río Lang, y por este motivo se había convertido en el atareado puerto que era. Trozos de la charla de mi madre vivían en mi mente:

—¡Qué barco más grande! Mira, querida, supongo que pertenece a esa gente… ¿cómo se llaman, querida…? Esa gente rica y poderosa que es dueña de medio Langmouth y casi de media Inglaterra…

Y la voz de mi padre:

—Te refieres a los Crediton, querida. Es verdad que son propietarios de una próspera empresa naviera, pero exageras al decir que son dueños de medio Langmouth, aunque es verdad que Langmouth les debe parte de su creciente prosperidad.

¡Los Crediton! Recordé el nombre.

—Es el nombre que les conviene —dijo mi madre—. ¡Los Crediton que tienen crédito!

Los labios de mi padre se contrajeron como con frecuencia al oír a mi madre; quería reír, pero le parecía indigno que un mayor lo hiciera. Después de mi nacimiento había ascendido a mayor, y a algunas dignidades extra. Era inalcanzable, duro, honorable; y yo estaba tan orgullosa de él como de mi madre.

Y de este modo llegamos a la Casa de la Reina. El coche se detuvo ante una alta pared de ladrillo con una puerta de hierro forjado. Era un momento excitante porque, allí detenido ante aquel antiguo muro, uno no sabía lo que iba a encontrar al otro lado. Y cuando se abrió el portal y lo atravesamos y éste se cerró detrás de nosotros tuve la sensación de haber ingresado en otra época. Dejaba detrás al Victoriano Langmouth, que había prosperado gracias a los industriosos Crediton y había retrocedido tres siglos en el tiempo.

El jardín bajaba hasta el río. Estaba bien cuidado, aunque no demasiado elaborado y no era grande, algo menos de media hectárea cuando más. Había dos prados separados por un sendero pavimentado a lo loco, y en los prados había plantas que sin duda daban flores en primavera o verano; en aquella época del año estaban llenas de telas de araña, en las que titilaban gotas de humedad. Había un macizo de margaritones —como preciosas estrellas malvas, pensé— y crisantemos rojos y dorados. El fresco olor de la tierra húmeda, de la hierba y del follaje verde, y el suave perfume de las flores era diferente al pesado perfume de frangipani de los pimpollos que crecían con tanta profusión en el caliente y vaporoso aire de la India.

Un sendero llevaba a la casa, que tenía tres pisos; era más ancha que alta, del mismo ladrillo orillante que el muro exterior. Había una puerta con clavos de hierro y, al lado, una pesada campana, también de hierro. Las ventanas tenían postigos, y creo que presentí cierto aire de amenaza, pero tal vez se debió al hecho de que sabía que iba a quedarme aquí, al cuidado de la tía Charlotte, mientras mis padres partían para seguir su vida alegre y coloreada. Ésa era la verdad. No hubo presentimiento. No creo en esas cosas.

Hasta mi madre pareció algo apagada en aquella ocasión; pero la tía Charlotte tenía poder como para dominar a cualquiera.

Mi padre —que no era ni de cerca tan duro como pretendía ser— debe de haberse dado cuenta de mi miedo; se le debe de haber ocurrido que yo era demasiado niña para quedar a la merced del colegio, de la tía Charlotte y de la Casa de la Reina. Pero no era un destino desusado. Le sucedía todo el tiempo a la gente joven. Era, como me dijo antes de dejarme, una experiencia que valía la pena, porque me enseñaría a confiar en mí misma, a enfrentar a vida, a plantarme sobre mis pies; tenía una cantidad de frases hechas para situaciones de este tipo. Quiso prevenirme.

—Se supone que esta casa es muy interesante —me dijo— y descubrirás que tu tía Charlotte es también una mujer interesante. Dirige su negocio… y lo hace muy hábilmente. Compra y vende muebles antiguos. Ya te contará todo. Por eso tiene esta casa vieja e interesante. Guarda aquí los muebles que compra y la gente viene a verlos. No podría tenerlos todos en su tienda. Y naturalmente éste no es un negocio ordinario, de manera que es muy apropiado que tu tía Charlotte haya hecho esto. No es como vender azúcar o manteca tras un mostrador.

Yo estaba intrigada ante aquellas diferencias sociales, pero demasiado emocionada con mis nuevas experiencias para prestar atención a esas fruslerías.

Él tiró del cordón, resonó la campana y tras esperar unos minutos, la puerta fue abierta por Ellen, que, tras una agitada cortesía, nos hizo pasar.

Entramos en un vestíbulo oscuro; extrañas formas parecían amenazar desde arriba y vi que el recinto no estaba amueblado sino lleno de muebles. Había varios relojes del tiempo del abuelo, algunos muy ornamentados, en ormolu; su tintineo era muy penetrante en el silencio. El tintineo de los relojes es algo que siempre asociaré con la Casa de la Reina. Noté dos armarios chinos, algunos asientos y muchas mesas pequeñas, una biblioteca y un escritorio. Estaban simplemente allí, no los habían acomodado.

Ellen había salido corriendo y una mujer avanzaba hacia nosotros. En el primer momento creí que era la tía Charlotte. Debía comprender que su pulcra cofia blanca y vestido de bombasí negro indicaban al ama de llaves.

—Ah, señora Morton —dijo mi padre, que la conocía bien—, aquí estamos, con mi hija.

—La señora está en la sala —dijo la señora Morton—. Le informaré que ustedes han llegado.

—Por favor —dijo mi padre. Mi madre me miró.

—¿Verdad que es fascinante? —Murmuró un poco asustada, lo que me demostró que no pensaba lo que decía, aunque quería que yo lo creyera—. ¡Todas estas cosas preciosas, tan valiosas! ¡Mira el escritorio! Apostaría a que perteneció al rey de Berbería.

—Beth —murmuró mi padre, en indulgente reproche.

—Y mira las garras en los brazos del sillón. Estoy segura de que significan algo. Querida, ¡tal vez llegues a descubrirlo! ¡Me gustaría saberlo todo acerca de estas preciosas cosas!

La señora Morton había vuelto, con las manos cruzadas sobre la barriga cubierta de bombasí.

—La señora desea que pasen ustedes en seguida a su salón.

Subimos una escalera bordeada de tapicerías y algunos óleos, que nos llevó directamente a una habitación que parecía aún más recargada de muebles; otra habitación seguía a ésta, y después otra, y la tercera era la sala de la tía Charlotte.

Y allí estaba, alta, espectral, pensé, semejante a mi padre disfrazado de mujer; su pelo castaño con salpicaduras grises estaba tirante, mostraba su cara fuerte y se ataba en un rodete en la nuca. Llevaba una falda de tweed y una chaqueta, y una severa blusa verde oliva, del mismo color que sus ojos. Supe después que sus ojos tomaban el color de las ropas; y como generalmente ella se vestía de gris y de aquel tono verde oscuro, parecían de esos colores. Era una mujer rara; podría haber vivido de una pequeña renta en algún pueblo tranquilo, visitando a sus amigas, dejando tarjetas, quizá con un coche propio, organizando bazares y ventas para la iglesia, haciendo obras de caridad y recibiendo modestamente. Pero no. Su amor por los muebles y las porcelanas hermosos era una obsesión. Del mismo modo que mi padre había salido de la línea para casarse con mi madre, a ella le había pasado lo mismo con las antigüedades. Se había convertido en una mujer de negocios, un extraño fenómeno en esta era victoriana: una mujer que de verdad compraba y vendía, y que sabía tanto sobre el tema que podía competir con los hombres. Más tarde pude ver que su dura cara se iluminaba ante la vista de alguna pieza rara, y la oí hablar con pasión de las terminaciones de un armario Sheraton.

Pero todo fue para mí sorprendente aquel día. La atiborrada casa no era como una casa: no pude imaginarla como un hogar.

—Naturalmente —dijo mi madre—, tu verdadero hogar está entre nosotros. Éste es nada más que el lugar donde vendrás a pasar las vacaciones. Y en unos pocos años…

Pero yo no imaginaba que los años pasaban tan fácilmente como creía ella.

No nos quedamos en aquella ocasión a pasar la noche, sino que fuimos directamente a mi colegio en Sherborne, donde mis padres se habían alojado en un hotel cercano, en el que siguieron hasta volver a la India. Quedé conmovida con esto, porque comprendí que en Londres mi madre hubiera llevado el tipo de vida que le gustaba.

—Queríamos que supieras que estábamos cerca si el colegio te resultaba algo pesado al principio —me dijo. A mí me gustaba pensar que esta divergencia se debía a su amor por mi padre y por mí, porque no se podía exigir que una mariposa fuera capaz de tanto amor y entendimiento.

Creo que empecé a detestar a la tía Charlotte cuando criticó a mi madre.

—Cerebro de pájaro —dijo—; nunca he entendido a tu padre.

—Pero yo lo entiendo —repliqué con firmeza—. Podría entender a cualquiera. Ella es distinta a los demás —y esperé que mi mirada mortífera dijera que «los demás» significaba la tía Charlotte.

El primer año en el colegio fue el más duro, pero las vacaciones lo fueron aún más. Incluso hice planes para escapar como polizón en un barco que partía para la India. Hacía que Ellen, que me acompañaba en mis paseos, me llevara a los muelles, donde miraba con nostalgia los barcos preguntándome adonde irían.

—Ése es un barco de la Lady Line[1] —decía Ellen con orgullo—. Pertenece a los Crediton. —Y yo miraba el barco mientras Ellen me señalaba sus bellezas—. Es un crucero —decía—, uno de los barcos más rápidos que hayan navegado jamás. Va a traer lana de Australia y té de la China. ¡Oh, míralo! ¿Has visto alguna vez un barco más hermoso?

Ellen estaba orgullosa de sus conocimientos. Era una muchacha de Langmouth y yo recordaba que Langmouth debía su prosperidad a los Crediton; además, ella disfrutaba de otro privilegio: su hermana Edith era doncella en el castillo de los Crediton. E iba a llevarme a ver aquello —por fuera, naturalmente— antes de que pasara mucho tiempo.

Como soñaba con escapar a la India, los barcos me fascinaban. Me parecía romántico que recorrieran el mundo cargando y descargando, bananas y té, naranjas y pulpa de madera para hacer papel en la gran fábrica fundada por los Crediton que, según me dijo Ellen, daba trabajo a mucha gente en Langmouth. Estaba el gran muelle nuevo, recientemente inaugurado por lady Crediton en persona. Era todo un carácter, decía Ellen. Había estado junto a sir Edward en todo lo que él había hecho, y esto era algo raro en una dama, ¿verdad?

Contesté que esperaba cualquier cosa de parte de los Crediton.

Ellen asintió, aprobando. Empezaba a conocer algo del lugar en el que vivía. Oh, era espléndido, me dijo, ver entrar un barco en el puerto o partir con las velas desplegadas, ver la lona blanca hincharse al viento y oír el chillido de las gaviotas que giran alrededor. Empecé a estar de acuerdo con ella. Había «damas» —me dijo— «sirenas» y «amazonas» en la Lady Line. Era el tributo de sir Edward a lady Crediton, que había estado junto a él todo el tiempo y tenía una cabeza para los negocios que era notable en una mujer.

—En verdad es muy romántico —dijo Ellen.

Claro que lo era. Los Crediton eran románticos. Eran inteligentes, ricos y, de hecho, sobrehumanos, señalé.

—No sea usted maligna —dijo Ellen ante esto.

Me mostró el Castillo Crediton. Se levantaba sobre un risco que enfrentaba el mar. Una enorme fortaleza de piedra gris, con sus torreones y un foso, réplica exacta de un castillo. Era algo ostentoso, dije, ya que la gente no construía ahora castillos, de modo que éste no era un castillo de verdad. Hacía sólo cincuenta años que lo habían construido. ¿Era un poco engañoso, verdad, darle la apariencia de construcción normanda?

Ellen miró furtivamente a su alrededor, como si esperara recibir un golpe que la petrificara y me dejara muda por haber dicho tal blasfemia. Era evidente que yo era una recién llegada a Langmouth y todavía no había descubierto el poder de los Crediton.

Fue Ellen quien me interesó en Langmouth e interesarse en Langmouth era interesarse en los Crediton. Ellen había escuchado relatos de sus padres. Una vez… no hacía mucho, Langmouth no era el gran pueblo que era hoy en día. No había Teatro Real; no había casas elegantes construidas en los riscos sobre el puente. Muchas calles eran estrechas y empedradas y no era seguro ir a pie a los muelles. Naturalmente el bonito muelle Edward no estaba aún construido. Pero en los viejos tiempos los barcos partían para el África a la caza de esclavos. El padre de Ellen recordaba que los subastaban en los galpones del muelle. Venían caballeros desde las Indias Occidentales para comprarlos y llevarlos a trabajar a sus plantaciones de azúcar. Esto había terminado. Ahora todo era muy distinto. Había llegado sir Edward Crediton y había modernizado el lugar; había iniciado la Lady Line; y aunque la situación de Langmouth y su excelente puerto le hubieran dado cierta importancia, no sería la ciudad que era ahora de no ser por la magnificencia de los Crediton.

Ellen me hizo llevadera la vida aquel primer año. Nunca pude tomar cariño a la señora Morton: se parecía demasiado a tía Charlotte. Su cara era como una puerta cerrada, sus ojos eran ventanas —demasiado pequeños para ver lo que había tras ellos— y tenía oscuras cortinas inescrutables; no le gustaba mi presencia en la casa. Pronto me di cuenta de esto. Se quejaba de mí a la tía Charlotte. Yo había traído en las botas barro del jardín; había dejado el jabón en el agua y se había perdido media tableta (tía Charlotte era muy meticulosa y detestaba gastar dinero, como no fuera en antigüedades); yo había roto una taza de porcelana que formaba parte de un juego. La señora Morton nunca se me quejaba directamente: era heladamente cortés. Si se hubiera enfurecido conmigo o me hubiera acusado directamente, me hubiera gustado más como persona. Después estaba la gorda señora Buckle, que mezclaba la cera y el aguarrás, pulía las preciosas piezas y vigilaba la aparición de ese constante enemigo: la carcoma. Era charlatana y su compañía me parecía tan estimulante como la de Ellen.

Empecé a tener raras fantasías con la Casa de la Reina. La imaginaba como debía haber sido hacía años, cuando era tratada como una casa. En el vestíbulo debía haber una cómoda de roble, una mesa refectorio y una armadura al pie de la hermosa escalera. Las paredes debían estar decoradas con retratos de familia, no los cuadros ocasionales y los enormes tapices que colgaban, sin tener en cuenta el color, a veces uno encima del otro. Empecé a imaginar que la casa sufría por lo que le habían hecho. Todas aquellas sillas y mesas, gabinetes, escritorios y relojes tintineaban a veces ruidosos, como exasperados ante lo que los rodeaba, a veces tan enojados que parecían ominosos.

Dije a Ellen que los relojes decían: «De prisa, de prisa» para recordarnos que pasaba el tiempo y que cada día envejecíamos.

—¡Como si necesitáramos que nos recordaran eso! —exclamaba la señora Buckle, y sus tres barbillas se sacudían de risa. Ellen me amenazaba con el dedo:

—Echa de menos a papá y mamá, eso es lo que pasa. Espera el momento en que vengan a buscarla.

Yo estaba de acuerdo.

—Pero cuando no he hecho mi tarea de vacaciones los relojes me lo recuerdan. El tiempo puede recordar la rapidez o la lentitud, pero siempre previene.

—¡Las cosas que dice! —comentaba Ellen.

Y la gorda forma de la señora Buckle se estremecía como jalea con una alegría secreta.

Pero yo estaba fascinada con la Casa de la Reina y con mi tía Charlotte. No era una mujer corriente, del mismo modo que la Casa de la Reina no era una casa corriente. Al principio yo estaba obsesionada con la idea de que la casa era una personalidad viva, y que nos odiaba a todos porque estábamos en la conspiración de convertirla en un mero almacén de mercaderías, por preciosas que fueran.

—Los fantasmas de la gente que vivió antes están furiosos, porque tía Charlotte ha vuelto la casa irreconocible —dije a Ellen y a la señora Buckle.

—¡Que Dios nos valga! —exclamaba la señora Buckle.

Ellen decía que no era correcto hablar de esas cosas.

Pero yo insistía en hablar.

—Un día —dije— los fantasmas de la casa se levantarán y pasará algo horrible.

Eso fue durante los primeros meses. Después mis sentimientos hacia la tía Charlotte cambiaron y, aunque nunca pude amarla, la respetaba.

Práctica hasta el extremo, con los pies en tierra, nada romántica, no veía la Casa de la Reina como yo; para ella eran habitaciones entre paredes, antiguas, es verdad, y la única virtud que tenían era la de ser un marco apropiado para sus piezas. Sólo había una habitación en la casa a la que había permitido conservar su carácter, y había llegado a esta decisión por motivos de negocios. Era el cuarto en el que suponía había dormido la reina Isabel. Conservaba incluso una cama isabelina, considerada la cama misma del acontecimiento. Y como concesión a esta leyenda —si es que era leyenda— todo el mobiliario del cuarto era Tudor. Era por negocios, decía tía Charlotte apresurada. Mucha gente venía a ver aquella habitación: los ponía en el estado de ánimo «adecuado»; quedaban fascinados y esto los predisponía a pagar el precio que ella pidiera.

Con frecuencia fui a aquel cuarto y encontré allí algún consuelo. Me decía: «El pasado está de mi parte… contra la tía Charlotte. Los fantasmas sienten mi simpatía». Esto era lo que yo imaginaba. Y durante aquellos meses necesité simpatía.

Acostumbraba a ir a aquella habitación y tocar los postes de la cama y pensaba en el famoso discurso pronunciado por la reina en Tilbury que mi padre me había citado varias veces: «Sé que tengo el cuerpo de una mujer frágil y débil; pero tengo el corazón y el estómago de un rey… y de un rey de Inglaterra». Y entonces estaba segura de superar aquel período desdichado, como lo había estado ella del triunfo sobre los españoles.

Es pues comprensible que la casa me ofreciera compensación y empecé a sentir que estaba viva. Me acostumbré a sus ruidos nocturnos —el súbito e inexplicable crujido de una tabla del suelo, el agitarse de una ventana— que, cuando el viento gemía en las ramas de los castaños, parecían voces que murmuraban.

Algunos días la tía Charlotte se iba de compras. Visitaba remates en viejas casas, que a veces quedaban muy lejos y, cuando volvía, estábamos más atascados que nunca. La tía Charlotte tenía una tienda en el centro de la ciudad, y allí exhibía algunas piezas, pero la mayoría de las mercaderías estaban en la casa y continuamente nos visitaban desconocidos.

La señorita Beringer pasaba todo el tiempo en la tienda y esto permitía ausentarse a tía Charlotte, pero la tía Charlotte decía que la mujer era una tonta y tenía poca apreciación de los valores. Esto no era verdad: significaba simplemente que la señorita Beringer no tenía los conocimientos de la tía Charlotte; pero tía Charlotte era tan eficiente que consideraba tontos a los demás.

Por lo menos un año fui lo que tía Charlotte llamaba «una cruz», en otras palabras, una carga; pero esto cambió súbitamente. Se debió a una mesa que me llamó la atención. De pronto me sentí excitada sólo con mirarla y estaba en cuclillas en el suelo examinando las tallas y las patas cuando me descubrió tía Charlotte. Se puso en cuclillas en el suelo, a mi lado.

—Un ejemplar más bien bueno —dijo gruñona.

—Es francés, ¿verdad? —pregunté.

Sus labios se curvaron en los extremos, en el gesto más cercano a una sonrisa que podía producir. Asintió.

—Está sin firma, pero creo que es obra de Rene Dubois. Primero pensé que el autor debía ser su padre, Jacques, pero me parece que es uno o dos años posterior. Esa laca dorada y verde en el roble… ¡mira! Y mira esos promontorios de bronce.

Lo hice y toqué el objeto con reverencia.

—Parece de fines del XVIII —me atreví a decir.

—No, no —sacudió la cabeza con impaciencia—, cincuenta años antes. Mitad del XVIII.

A partir de esto nuestra relación cambió. A veces me llamaba y decía:

—Vamos, ¿qué te parece esto? ¿Qué le ves? —Al principio sentí cierto deseo de anotarme un tanto, de mostrarle que entendía algo de sus preciosas mercaderías; pero después la cosa adquirió gran interés para mí y empecé a entender la diferencia entre los muebles de distintos países y a reconocer un período por ciertos rasgos.

Un día la tía Charlotte fue tan lejos que llegó a reconocer:

—Sabes tanto como esa idiota de la Beringer —pero lo dijo en un momento en el que estaba particularmente enojada con aquella sufrida persona.

En lo que a mí se refiere la Casa de la Reina adquirió una nueva fascinación. Empecé a examinar ciertas piezas, a considerarlas antiguos amigos. La señora Buckle, que sacudía el polvo con manos rápidas pero cuidadosas, decía:

—Vamos, ¿piensa usted ser otra Charlotte Brett, señorita Anna?

Esto me sobresaltó; sentí ganas de huir.

Fue una mañana, a mitad de las vacaciones de verano, unos cuatro años después de que mis padres me trajeran a Inglaterra, cuando Ellen vino a mi cuarto y me dijo que la tía Charlotte deseaba verme en seguida. Ellen parecía asustada y le pregunté si pasaba algo.

—No me han dicho nada, señorita —dijo Ellen; pero comprendí que sabía algo.

Me abrí camino —había que abrirse camino en la Casa de la Reina— hasta la sala de tía Charlotte.

Estaba allí sentada, con unos papeles delante, porque usaba la habitación de oficina. Su escritorio, aquel día, era una recia mesa de refectorio, del siglo XVI inglés, de un tipo que debía su encanto a la antigüedad más que a la belleza. Ella estaba sentada muy tiesa en una pesada silla de roble tallado de tipo Yorkshire-Derbyshire, mucho más moderna que la mesa, pero igualmente fuerte y recia. Usaba estos muebles fuertes cuando estaban en la casa. El resto no hacía juego con la mesa y la silla. Un tapiz exquisito colgaba de una pared. Yo sabía que era de la escuela flamenca y adiviné que no iba a permanecer allí mucho tiempo. Y amontonados había pesados muebles alemanes junto a una delicada cómoda del siglo XVIII francés y dos piezas en la tradición de Boulle. Noté el cambio que se había producido en mí. Podía resumir el contenido de la habitación, dar fecha a los objetos y percibir sus cualidades, aun cuando estaba ansiosa por saber para qué me habían llamado.

—Siéntate —dijo tía Charlotte y su expresión era más sombría que de costumbre.

Me senté y ella prosiguió, con su manera brusca:

—Tu madre ha muerto. Fue el cólera.

Era muy suyo trastornar todo mi futuro con una frase breve. La idea de reunirme con mis padres había sido como un salvavidas que me había impedido sumergirme en la desdicha de mi soledad. Y ella lo decía tan tranquilamente… Mi madre muerta… de cólera.

Me miró severa: detestaba toda explosión de sentimientos.

—Vete a tu cuarto. Diré a Ellen que te lleve una leche caliente.

¡Leche caliente! ¿Creía acaso que eso podía consolarme?

—No dudo —añadió— que tu padre va a escribirte. Debe de haber arreglado algo.

La detesté entonces, lo que fue un error, porque me había dado la noticia en la única forma que le parecía posible. Me ofrecía leche caliente y hablaba de los arreglos de mi padre para consolarme por la muerte de una madre adorada.

*****

Mi padre me escribió. Compartíamos nuestro dolor, decía; pero no iba a demorarse en eso. La muerte de su amada esposa y querida madre mía representaba muchos cambios. Agradecía que yo estuviera en manos de su querida hermana, mi tía Charlotte, en cuyo buen sentido y gran virtud confiaba. Era para él un gran consuelo saber que yo estaba en tales manos. Esperaba que yo estuviera debidamente agradecida. Creía que pronto iba a dejar la India. Había pedido ser trasladado y tenía buenos amigos en el Ministerio de Guerra. Su petición había sido recibida con simpatía y, como había dificultades en otras partes del mundo, suponía que muy pronto iba a estar cumpliendo con su deber en otro terreno.

Me sentí atrapada en una red, como si la casa se riera de mí. «Ahora nos perteneces» parecía decirme. «No creas que porque tu tía Charlotte ha llenado la casa con esos fantasmas extraños, nos han expulsado a nosotros». ¡Qué pensamientos tontos! Por suerte los guardaba para mí. Ellen y la señora Buckle me suponían una niña rara, pero incluso la señora Morton me compadecía un poco. Le oí decir a la señorita Beringer que la gente no debería tener hijos, si no podía hacerse cargo de ellos. No era natural que los padres y las madres estuvieran al otro lado del mundo y sus hijos en manos de personas que no los conocían para nada y que prestaban más atención a un pedazo de madera… ¡a veces comida por la carcoma! En cuanto a mí, debía enfrentar el hecho de que no volvería a ver a mi madre. Recordaba trozos de nuestras conversaciones; idealizaba su hermosura. La veía en las figuras de un vaso griego, en el tallado de una estatua, en la dorada belleza que sostenía un espejo del siglo XVII. Nunca iba a olvidarla. La esperanza de la maravillosa vida que me había prometido había desaparecido y ahora estaba segura de que el patito feo nunca iba a convertirse en cisne. A veces, cuando miraba viejos espejos —algunos de metal, otros de vidrio moteado— había visto su cara, no la mía, más bien flaca, con el pesado pelo oscuro, que era del mismo color que el suyo. Mis ojos hundidos eran también como los de ella; pero el parecido terminaba aquí, porque mi cara era demasiado delgada, mi nariz demasiado puntiaguda. ¿Cómo era posible que dos personas fundamentalmente iguales pudieran parecer tan diferentes? Yo carecía de su chispa, su alegría; pero, cuando ella estaba viva, imaginaba que iba a llegar a parecerme a ella. Después de su muerte ya no podía pensarlo.

—Hace mucho tiempo que usted no la veía —me dijo Ellen, procurando consolarme con la leche caliente.

—Los niños olvidan con la rapidez del rayo —oí que le decía a la señora Buckle.

Y pensé: «Nunca, nunca. Siempre recordaré».

Todos procuraban ser cariñosos… hasta tía Charlotte. Ella ofreció el mayor consuelo en que pudo pensar.

—Tengo que ir a ver una pieza. Te llevaré conmigo. Es en el Castillo Crediton.

—¿Venden algo? —tartamudeé.

—¿Para qué vamos a ir si no? —preguntó tía Charlotte.

Por primera vez desde la muerte de mi madre, la olvidé. Lo lamenté después y me disculpé ante mi reflejo en el espejo, donde, en lugar de mi cara, me forzaba en ver la de ella; pero no pude evitar la excitación que se apoderó de mí ante la perspectiva de ver el castillo de los Crediton. Recordaba vivamente la primera vez que lo había visto y los comentarios de mi madre, y deseaba saber más acerca de aquella importante familia.

Fue una suerte haber aprendido a ocultar mis emociones y que la tía Charlotte no tuviera idea de lo que yo sentía cuando pasamos bajo el portal de piedra y miramos hacia los torreones cónicos.

—¡Falsos! —exclamó tía Charlotte. Era el mayor insulto que podía decir.

Sentí deseos de reír al entrar en la casa. El interior del Castillo Crediton podía haber sido el interior de la Casa de la Reina. Los Crediton habían hecho un gran esfuerzo para crear un ambiente Tudor y lo habían logrado. Había un gran vestíbulo con una larga mesa refectorio, donde había un gran bol de peltre. Había armas en las paredes y la inevitable armadura al pie de la escalera. Tía Charlotte vio únicamente los muebles.

—Yo les vendí la mesa —dijo—; proviene de un castillo en Kent.

—Queda aquí muy bien —comenté.

Tía Charlotte no contestó. El lacayo regresó para anunciar que lady Crediton esperaba a la señorita Brett. Me lanzó una mirada interrogadora y tía Charlotte dijo rápidamente:

—Espera aquí un rato —con un tono como para impedir cualquier objeción.

De modo que esperé en el vestíbulo y contemplé los gruesos muros de piedra en parte cubiertos con tapicerías del precioso estilo de gobelino francés, de hermosos azules y color piedra.

Me levanté y examiné uno. Relataba los trabajos de Hércules. Lo estudiaba atentamente cuando una voz dijo detrás de mí:

—¿Le gusta?

Me volví y vi a un hombre de pie. Quedé sorprendida. Me pareció muy alto y no estaba muy segura de que se hubiera dirigido a mí. El color encendió mis mejillas, pero dije fríamente:

—Es hermoso. ¿Es de verdad un gobelino?

Se encogió de hombros y noté la manera interesante en que sus ojos se curvaban hacia arriba en los extremos, cuando lo hacían sus labios. No se podía decir que fuera buen mozo, pero el pelo rubio blanqueado por el sol en las sienes y aquellos ojos azules, más bien pequeños y arrugados, como si hubiera vivido bajo un sol ardiente, convertían su cara en algo difícil de olvidar.

—Podría preguntar —dijo— qué está usted haciendo aquí. Pero no lo haré… a menos que usted quiera decirlo.

—Espero a mi tía, la señorita Brett. Ha venido a ver unos muebles. Somos de la Casa de la Reina —dije.

—¡Oh, ese lugar!

Me pareció percibir un tono de burla en su voz y defendí con calor:

—Es una casa fascinante. La reina Isabel durmió allí una vez.

—¡Qué costumbre tenía esa señora de dormir en las casas de los demás!

—Bueno, durmió en la nuestra, lo que es más que…

—… que lo que se puede decir de ésta. Reconozco que somos imitación normanda. Pero somos firmes, sólidos y ésta es una casa que soportará los embates del tiempo. La hemos construido sobre una roca.

—La nuestra ha demostrado ya todo eso. Pero ésta es muy interesante.

—Me alegro de oírlo.

—¿Vive usted aquí?

—Cuando estoy en tierra. En general no lo estoy.

—Oh… es usted marino…

—Es usted hábil para sacar conclusiones.

—No lo soy respecto a la gente. Aunque estoy aprendiendo sobre algunas cosas.

—¿Tapicerías?

—Y viejos muebles.

—¿Piensa seguir los pasos de su tía?

—¡No, no! —dije con gran vehemencia.

—Espero que lo haga. La mayoría de nosotros seguimos un camino al azar, vamos donde nos llevan. Y piense en lo que ya sabe sobre los tapices gobelinos…

—Y usted… ¿ha ido donde lo llevaban?

Levantó los ojos al cielo de una manera que, no sé por qué, me pareció muy atractiva.

—Creo que se puede decir que así es.

Me llenó el deseo de saber algo más acerca de él. Era exactamente el tipo de persona que yo había esperado encontrar en el Castillo Crediton y me excitaba como un mueble desusado.

—¿Cómo debo llamarlo? —pregunté.

—¿Cómo debe llamarme?

—Quiero decir… me gustaría saber su nombre.

—Redvers Stretton… generalmente conocido como Red.

—Oh —quedé desilusionada y esto se vio en mi cara.

—¿No le gusta mi nombre?

—Bueno, Red no es muy digno que digamos…

—No olvide que en realidad es Redvers, que es digno de verdad.

—Es un nombre que jamás he oído antes.

—Debo decir en su defensa que es un buen nombre de la antigua zona occidental del país.

—¿De veras? Creí que debía ir acompañado de Crediton.

Esto lo divirtió secretamente.

—No podría estar más de acuerdo —dijo.

Tuve la sensación de que se reía de mí por ser muy ingenua.

Dijo:

—Debo preguntarle el suyo, ¿no? De otro modo pensará usted que soy descortés.

—No lo pensaré, pero si quiere saberlo…

—¡Oh, sí!

—Me llamo Anna Brett.

—¡Anna Brett! —repitió, como memorizando—. ¿Y qué edad tiene usted, señorita Anna Brett?

—Doce años.

—¡Tan joven… y tan sabia!

—Es por vivir en la Casa de la Reina.

—Debe ser como vivir en un museo.

—Lo es en cierto modo.

—La hará envejecer antes de tiempo. Ya me hace usted sentir joven y frívolo.

—Lo lamento.

—Por favor, no. Me gusta. Tengo siete años más que usted.

—¿Tantos?

Asintió y sus ojos parecieron desaparecer cuando reía. El lacayo había vuelto al vestíbulo.

—Su Señoría invita a pasar a la señorita —dijo—. ¿Quiere usted acompañarme, señorita?

En el momento de alejarme, Redvers Stretton, dijo:

—Volveremos a vernos… y menos brevemente, espero.

—Yo también lo espero —dije, tranquila, y sinceramente.

El lacayo no manifestó en modo alguno que considerara el comportamiento de Redvers Stretton como extraño, y yo lo seguí por la escalera, pasando ante la armadura. Me pareció casi seguro que el vaso que estaba en la curva de la escalera era de la dinastía Ming, dado el rico tono violeta de la porcelana. No pude menos que mirarlo; después me volví y vi a Redvers Stretton de pie y mirándome, con las piernas un poco abiertas, las manos en los bolsillos. Inclinó la cabeza, como haciéndome un cumplido por haberme dado vuelta, y deseé no haberlo hecho, porque me pareció que demostraba una curiosidad más bien infantil. Me volví y corrí tras el criado. Llegamos a una galería adornada con cuadros antiguos, y me sentí un poco impaciente contra mí misma, porque no era capaz de calcular su valor. El más grande de los cuadros en el centro de la galería representaba a un hombre, y adiviné que debía de haber sido pintado unos cincuenta años atrás. Estaba segura de que era sir Edward Crediton, fundador de la compañía naviera, el marido fallecido de la mujer que iba a conocer dentro de poco. ¡Cómo me hubiera gustado quedarme para estudiarlo! De todos modos lancé una mirada de paso a aquel rostro curtido, poderoso, despiadado quizás, y con algo ligeramente oblicuo en los ojos, ese levantamiento tan pronunciado en el hombre que acababa de conocer. Pero él no era un Crediton. Debía ser sobrino o pariente. Era la única explicación.

El criado se detuvo y golpeó en una puerta. La abrió y anunció.

—La señorita, milady.

Entré en la habitación. Tía Charlotte estaba sentada en una silla de respaldo recto, con expresión sombría, en su mejor ánimo para hacer negocios. Con frecuencia la había visto así.

Sentada en un gran sillón ornamentado —del período de la Restauración con brazos delicadamente enroscados y emblemas de la corona— había una mujer, también grande, pero nada ornamental. Era muy morena, el cutis lívido y unos ojos negros como pasas y alertas como los de un mono. Eran unos ojos jóvenes y desafiaban las arrugas… unos ojos jóvenes y audaces. Los labios eran delgados y apretados; recordaban una trampa de acero. Sus grandes manos, muy lisas y blancas estaban adornadas por varios anillos de diamantes y rubíes. Yacían en su voluminoso regazo y entre los pliegues de la falda se veían unos chapines de raso con bordados de cuentas de azabache.

Quedé como abrumada y mi respeto por tía Charlotte aumentó, al verla sentada aquí imperturbable, en presencia de aquella mujer formidable.

—Mi sobrina, lady Crediton.

Hice una reverencia y lady Crediton clavó en mí totalmente, por unos segundos, sus ojos de mono.

—Está aprendiendo a reconocer las antigüedades —prosiguió tía Charlotte— y me acompaña de vez en cuando.

¿De verdad?, pensé. Era la primera vez que el hecho era mencionado, aunque comprendí que estaba implícito desde hacía un tiempo. Para mí era suficiente explicación. Después ambas volvieron su atención a un escritorio del que sin duda habían estado hablando cuando entré. Escuché con atención.

—Debo llamarle la atención, lady Crediton —dijo tía Charlotte, casi maliciosamente, me pareció— ante el hecho de que sólo se supone que sea de Boulle. Es verdad que tiene los bonitos extremos enroscados. Pero opino que es de un período algo posterior.

Pude darme cuenta de que era una hermosa pieza; pero tía Charlotte no se convencía.

—Está decididamente marcado —dijo. Lady Crediton no tenía idea de lo difícil que era disponer de muebles que no estaban en óptimas condiciones.

Lady Crediton estaba segura de que los defectos podían ser arreglados por un hombre que conociera bien el oficio.

Tía Charlotte lanzó una ruda carcajada.

El hombre que entendía del oficio estaba muerto desde hacía más de cien años, en caso de que André-Charles Boulle fuera realmente responsable de aquel mueble, cosa que tía Charlotte dudaba bastante.

Y así siguieron: lady Crediton señalaba las virtudes, tía Charlotte los defectos.

—No creo que haya una pieza como ésta en Inglaterra —afirmó lady Crediton.

—¿Quiere usted que le encuentre una? —preguntó tía Charlotte, triunfal.

—Señorita Brett, vendo ésta porque no me sirve para nada.

—Dudo poder encontrar un comprador.

—Quizás otro anticuario no opine lo mismo.

Yo escuchaba y todo el tiempo pensaba en el hombre de abajo y me preguntaba cuál sería la relación entre él y esta mujer y el hombre del retrato de la galería.

Finalmente llegaron a un acuerdo. Tía Charlotte había ofrecido un precio que reconoció era una locura de su parte, y lady Crediton no pudo entender por qué hacía aquel sacrificio.

Yo pensé: son parecidas. Duras ambas. Pero se llegó a un acuerdo y el escritorio llegaría a la Casa de la Reina dentro de unos días.

—¡Qué paciencia he tenido! —Dijo tía Charlotte cuando partimos en el coche—. Es dura de pelar.

—¿Ha pagado mucho por esa pieza, tía?

Tía Charlotte sonrió, sombría:

—Espero obtener una buena ganancia cuando se presente el comprador adecuado.

Sonreía y comprendí que pensaba que había ganado la partida a lady Crediton; y deseé volver al castillo y poder oír los comentarios de lady Crediton.

*****

El hombre que había conocido en el vestíbulo del castillo no se apartaba de mi mente, y juiciosamente decidí averiguar algo acerca de él preguntando a Ellen.

Cuando salimos a dar nuestro paseo me dirigí hacia el risco que enfrentaba el castillo y ocupamos uno de los bancos puestos allí por algo llamado el Crediton Town Trust, encargado de añadir amenidades a la ciudad.

El lugar era uno de mis favoritos, porque podía sentarme allí y contemplar el castillo del otro lado del río.

—He estado ahí con tía Charlotte —dije a Ellen—. Compramos un escritorio de Boulle.

Ellen levantó la nariz ante lo que llamaba «mi ostentación» de manera que fui rápida al punto, que no era en esta ocasión mostrar mis conocimientos superiores.

—Vi a lady Crediton… y a un hombre.

Ellen pareció interesada.

—¿Qué clase de hombre? ¿Joven?

—Bastante viejo —repliqué— tiene siete años más que yo.

—¡Y llama usted a eso viejo! —Rió Ellen—. Además, ¿cómo lo sabe?

—Él me lo dijo.

Ella me miró desconfiada de modo que decidí llegar directo al tema antes que me acusara de hacer lo que denominaba «jugar con luz fantástica». Solía decir: «Lo malo con usted, señorita, es que nunca sé si usted ha soñado la mitad de lo que me cuenta».

—El hombre estaba en el vestíbulo y me vio mirando los tapices. Me dijo que se llamaba Redvers Stretton.

—¡Ah, él! —dijo Ellen.

—¿Por qué lo dices así?

—¿Lo digo cómo?

—Desdeñosamente. Creía que todo el mundo en ese lugar era una especie de Dios para ti. ¿Quién es Redvers Stretton y qué está haciendo allí?

Ellen me miró de reojo.

—No sé si debo decirle —dijo.

—¿Por qué no?

—Estoy segura de que es algo que a la señorita Brett no le gustaría que usted supiera.

—Me doy perfecta cuenta de que nada tiene que ver con gabinetes de Boulle y cómodas Luis XV… y esto es lo único que tía Charlotte supone que debe interesarme. ¿Qué hay en ese hombre que no se deba decir?

Ellen miró por encima del hombro con su acostumbrado gesto de miedo, como si creyera que el cielo iba a abrirse y los Crediton muertos iban a surgir para vengarse de nosotras por haber cometido un pecado de lèse majesté… o como si dijera una falta de respeto hacia los Crediton.

—Vamos, Ellen —exclamé—, no seas tonta, cuéntame.

Ellen apretó los labios. Conocía este estado de ánimo y, hasta ahora, siempre había averiguado lo que quería saber. La mimé y la amenacé. Iba a revelar su interés en el hombre que venía con la firma de mudanzas y que con frecuencia traía muebles y los sacaba de la Casa de la Reina; diría a su hermana que ella ya me había revelado algunos secretos de los Crediton.

Pero Ellen se mantuvo firme. Con la expresión de un mártir a punto de ser quemada en la hoguera para defender su fe, rehusó hablar de Redvers Stretton.

De haberlo hecho, quizá me habría sido más fácil olvidarlo. Y yo necesitaba algo para no pensar en la muerte de mi madre. Redvers Stretton suministró esta excusa; y el hecho de que su presencia en el Castillo Crediton fuera un misterio ayudó aquellas semanas a aliviar la melancolía provocada por la muerte de mi madre.

*****

El escritorio fue puesto en la gran habitación en lo alto de la casa, que estaba más colmada que las demás. Esta habitación siempre me había fascinado porque la escalera que conducía a ella era una de esas que se bifurcan; el techo se inclinaba a cada lado, de manera que llegaba sólo a unas pulgadas del suelo. Yo pensaba que era la habitación más interesante de la casa y me gustaba imaginar cómo habría sido antes que tía Charlotte la convirtiera en cuarto de almacenaje. La señora Buckle siempre se quejaba de este cuarto. No entendía cómo se esperaba que salvara del polvo a todas aquellas cosas. Cuando yo había venido a la casa las últimas vacaciones la tía Charlotte me había dicho que tendría que dormir en el cuarto contiguo a éste, porque había comprado una nueva estatua y dos sillones especiales que había que guardar en mi antiguo cuarto, y que me molestarían para llegar a la cama. Al principio me pareció algo fantástico estar allí, pero después empezó a gustarme.

El escritorio fue colocado entre una vitrina llena de porcelana de Wedgwood y un gran reloj antiguo. Cuando llegaba una pieza era siempre cuidadosamente limpiada, y pregunté a tía Charlotte si me dejaba limpiar ésta. Con un gruñido dijo que podía hacerlo, y aunque era contrario a sus principios demostrar placer, no pudo ocultar que mi interés se lo provocaba. La señora Buckle me enseñó a mezclar la cera y el aguarrás, que siempre usábamos, y me puse al trabajo. Lustré aquella madera con cuidado especial, y pensaba en el Castillo Crediton y principalmente en Redvers Stretton y me decía que debía averiguar por intermedio de Ellen quién era él, cuando de pronto me di cuenta de que había algo raro en uno de los cajones del escritorio. Era más pequeño que el otro y no pude entender por qué.

Excitada corrí a la sala de tía Charlotte, donde ella estaba ocupada haciendo cuentas. Le dije que me parecía que había algo raro en el escritorio, y esto la llevó a lo alto de la casa a gran velocidad.

Golpeteó el cajón y sonrió:

—Oh, sí. Una antigua treta. Hay aquí un cajón secreto. ¡Un cajón secreto!

Me concedió su sombría sonrisa sin alegría:

—No es nada extraordinario. Los hacían para esconder las alhajas de posibles ladrones o guardar documentos secretos.

Yo estaba tan excitada que no pude contener mis sentimientos y a la tía Charlotte no le desagradó esto.

—Mira, te enseñaré. No hay nada especial en esto. Se encuentran con frecuencia. Hay un resorte. Suele estar aquí. Y aquí está —el cajón se abrió por atrás, como una puerta que despliega una cavidad oculta.

—Tía, hay algo allí.

Ella tendió la mano y extrajo el objeto. Era una figura, de unas seis pulgadas de largo.

—Es una mujer —dije—. Oh… es hermosa.

—De arcilla —dijo ella— no vale nada.

Miraba la figura frunciendo el ceño. Era evidente que no tenía valor. Pero para mí era intensamente excitante, en parte por haber sido encontrada en un cajón secreto, y en parte por provenir del Castillo Crediton.

Ella daba vueltas al objeto.

—Ha sido arrancada de alguna parte.

Yo metí la figura en el bolsillo del delantal y recogí el plumero. Tía Charlotte volvió a sus cuentas. En cuanto se fue examiné la figura. El cabello era revuelto, las manos estaban tendidas, los largos drapeados estaban moldeados como para parecer agitados por un fuerte viento. Me pregunté quién la habría puesto en el cajón secreto y por qué, si no tenía valor. También me pregunté si no deberíamos devolverla a lady Crediton, pero, cuando se lo sugerí a la tía Charlotte, ella rechazó con sorna la idea.

—Creerían que estás loca. No tiene valor. Y de todos modos le he pagado más de lo que vale el escritorio. Si esa figura valiera cinco libras, sería mía… dado el precio que le pagué. Pero la verdad es que no vale cinco chelines.

De manera que la figura fue a parar a mi cómoda tocador y me reconfortó como nada me había reconfortado desde la muerte de mi madre. Pronto percibí las letras casi borradas en las faldas y, con ayuda de un cristal de aumento, pude descifrar la inscripción: La Mujer Secreta.

*****

Aquel año mi padre vino a Inglaterra. Estaba cambiado y parecía más remoto que nunca sin la influencia suavizante de mi madre. Comprendí que el futuro al que yo había aspirado, nunca podría ser. Siempre había sabido que no podía ser ideal sin ella, pero había soñado con unirme a mi padre, ser su compañera como lo había sido ella; ahora veía que era imposible.

Se había vuelto muy silencioso; siempre había sido poco demostrativo, y yo no tenía el poder de mi madre para fascinarlo.

Me dijo que dejaba la India e iba a África. Yo había leído en los diarios que allí había dificultades. Teníamos un gran imperio que proteger y siempre habría dificultades en algún rincón remoto del mundo. Su único deseo era ahora servir a la reina y al Imperio; estaba agradecido —como yo debía estarlo siempre— a la tía Charlotte por poder estar tranquilo acerca de mi bienestar. En un año o dos yo iría a Suiza para terminar mi educación. Era lo que mi madre había deseado. Pasaría allí un año y después veríamos.

Partió a unirse a su regimiento para participar en la guerra Zulú.

Seis meses después nos enteramos de que lo habían matado. «Murió, como deseaba morir» dijo tía Charlotte. No lo lloré tanto como a mi madre. Ya se había convertido en un extraño para mí.

*****

Yo tenía diecisiete años. Tía Charlotte era mi única parienta, como le gustaba decirme, y yo confiaba en ella. Y empezaba a creer que, en cierta medida, ella confiaba en mí, pero esto nunca se mencionaba. La casa había cambiado poco en los diez años desde que por primera vez había atravesado el portal en la pared roja, pero la vida había cambiado drásticamente para mí, aunque no debido a los habitantes de la Casa de la Reina. Es verdad que todos tenían ahora diez años más; Ellen contaba ahora veinticinco: la señora Buckle ya tenía nietos; la señora Morton parecía casi idéntica; la señorita Beringer tenía ahora treinta y nueve. Tía Charlotte era la que menos había cambiado. Pero yo siempre la había visto como a una vieja sombría, como se me presentó la primera vez. Hay algo intemporal en las tías Charlottes del mundo: nacen viejas y agresivas, y siguen así hasta el final.

Había descubierto el motivo por el cual Redvers Stretton estaba en el Castillo Crediton. Ellen me lo dijo cuando cumplí dieciséis años, porque, dijo, yo ya no era una niña y era tiempo de que aprendiera algo de la vida, cosas que no podía enseñarme una cantidad de viejos muebles comidos por la polilla. Esto se debía a que yo estaba ensanchando enormemente mis conocimientos, y hasta la tía Charlotte empezaba a experimentar un leve respeto por mis opiniones.

—Tiene derecho a habitar en el castillo —me dijo un día Ellen, cuando estábamos en el asiento junto al río, contemplando aquella pila de piedras grises— pero es lo que se puede decir un «derecho por el lado izquierdo».

—¿Qué significa eso, Ellen?

—Ah, señorita Inteligente, le gustaría saberlo, ¿verdad?

Dije humildemente que así era. Y oí la historia. Tenía que aprender acerca de los hombres, me informó Ellen. Eran distintos de las mujeres; podían hacer ciertas cosas que, aunque fueran deplorables y no muy justas, se olvidaban con rapidez si ellos las hacían. Pero, si las hacía una mujer, quedaba fuera de la sociedad. Lo cierto es que sir Edward era un hombre muy viril.

—Le gustaban mucho las damas.

—¿Te refieres al nombre de algunos barcos?

—No, me refiero a damas de carne y hueso. Hacía diez años que estaba casado con lady Crediton y no tenían hijos. Era un golpe. Bueno, para abreviar: se enamoró de la doncella de milady. Se dijo que él había querido saber si era culpa de él o de su mujer no haber tenido hijos, porque lo que él más deseaba en el mundo era un hijo. Era cómico en cierto sentido… si es que se puede pensar que un pecado tan grande sea cómico. Lady Crediton descubrió que al fin iba a tener un hijo. Y lo mismo le pasó a la doncella.

—¿Y qué dijo lady Crediton ante esto? —La imaginé sentada en su silla, con las manos cruzadas sobre el regazo. Naturalmente debía haber sido distinta entonces. Una mujer joven. O relativamente joven.

—Siempre se ha dicho que es una mujer inteligente. Ella quería un hijo tanto como él, por los negocios, ¿sabe? Y andaba por los cuarenta. Aquél era el primero, y esa no es la mejor edad para tener hijos, no el primero al menos.

—¿Y la doncella de milady?

—Tenía veintiún años. Sir Edward era cauteloso. Además, él quería un hijo. Quizá lady Crediton tuviera una hija y la doncella un varón. Estaba ávido, ¿entiende? Los quería a los dos. Y lady Crediton, bueno, es una mujer extraña y llegaron a un acuerdo. Los dos niños iban a nacer prácticamente al mismo tiempo y ambos iban a nacer en el castillo.

—¡Qué raro!

—En los Crediton todo es raro —dijo Ellen con orgullo—. Y los niños nacieron…

—Sí, dos varones. Creo que, de haber sabido que lady Crediton iba a tener un varón, sir Edward no habría hecho todo aquel escándalo. Pero ¿cómo podía saberlo?

Señalé irónicamente que ni siquiera sir Edward podía saberlo todo. Pero Ellen estaba demasiado tomada por la historia para que le importara esta vez mi falta de respeto.

—Los dos niños iban a ser educados en el castillo y sir Edward los reclamó a ambos. Estaba Rex.

—Que iba a ser el rey…

—El hijo de lady Crediton —dijo Ellen—; el otro era el de Valerie Stretton.

—Así que él es el otro.

—Redvers. Valerie Stretton tenía el más bonito pelo rojo que puede pedirse. Éste ha resultado rubio, y se parece más a sir Edward que a su madre. Se educó con el niño Rex; los mismos profesores, el mismo colegio, y ambos fueron educados para los negocios. Pero el joven Red quería navegar; quizás el niño Rex también lo deseaba, pero tenía que aprender a manejar el dinero. Ahora ya estás enterada.

Y Ellen siguió hablando de algo que para ella tenía mucho más interés que las «escapadas» de los Crediton: su relación con el fascinante señor Orfey, el comerciante que algún día se casaría con ella, cuando pudiera ofrecerle un hogar digno. Ellen esperaba sinceramente que él no demorara mucho, porque ya no era tan joven, y ella se contentaría con un cuarto y, como decía: «Con el amor del señor Orfey». Pero el señor Orfey no era así. Quería estar seguro del futuro; quería ahorrar para comprar un carro y un caballo propios, y poder prosperar. El sueño de Ellen era que algún día pasara un milagro y llegara el dinero de alguna parte. ¿De dónde?, le pregunté. Nunca se sabe, me contestó. La tía Charlotte le había dicho una vez que, si aún seguía a su servicio cuando ella muriera, habría un poquito para ella. Fue en una ocasión en la que Ellen había sugerido que podía encontrar un empleo más a su gusto en otra parte.

—Nunca se sabe —dijo Ellen— pero no soy persona que espera a ponerse los zapatos del muerto.

Escuché a medias el relato de las virtudes del señor Orfey mientras seguía pensando en el hombre que había conocido hacía mucho, el hijo de sir Edward Crediton y la doncella. No entendía por qué seguía pensando en él.

*****

Yo había cumplido dieciocho años.

—Terminar los estudios —exclamó la tía Charlotte—. Una de las tonterías de tu madre. ¿Y de dónde va a salir el dinero para eso? El salario de tu padre terminó con él, pues no tenía nada ahorrado. Tu madre se encargó de esto. Creo que, cuando él murió, todavía estaba pagando las deudas de ella. En cuanto a tu futuro… es evidente que tienes olfato para esta profesión. Cuidado, aún tienes mucho que aprender… y siempre se aprende, pero creo que prometes. De manera que dejarás los estudios este año y empezarás.

Fue lo que hice y, cuando un año después la señorita Beringer decidió casarse, el arreglo fue ideal desde el punto de vista de tía Charlotte.

—Tonta —fue su comentario—, a la edad que tiene. Debería tener más juicio.

La señorita Beringer podía haber sido una tonta, pero su marido no lo era y, según me dijo tía Charlotte, la señorita Beringer había puesto dinero en el negocio. Éste era el único motivo por el que la había tomado la tía Charlotte; y ahora el hombre ponía dificultades. Hubo visitas de abogados que no gustaron nada a mi tía, pero creo que llegaron a algún acuerdo.

Es verdad que yo tenía olfato. Iba a un remate y mis ojos se posaban, como por arte de magia, en las piezas más interesantes, la tía Charlotte estaba satisfecha, aunque rara vez lo mostraba; recalcaba mis errores de apreciación, que eran cada vez más raros, y pasaba ligeramente sobre mis aciertos, que se volvían más y más frecuentes.

En la ciudad nos conocían como la vieja y la joven señorita. Brett, y yo sabía que se decía que no estaba bien que una muchacha joven anduviera metida en negocios; era poco femenino y yo nunca iba a encontrar marido. Dentro de unos años sería otra Charlotte Brett.

Y se me ocurrió que esto era exactamente lo que deseaba la tía Charlotte.

*****

Pasaban los años. Yo tenía veintiuno. Tía Charlotte tenía un desagradable achaque que llamaba «reumatismo»: sus miembros se volvían más y más rígidos y doloridos y, ante su furia, sus movimientos se veían considerablemente restringidos.

Era la última persona en aceptar la enfermedad; se rebelaba contra ella, se impacientaba ante mi sugerencia de que debía ver un médico y hacía todo lo posible para continuar con su vida activa.

Su actitud cambiaba lentamente hacia mí, a medida que me tenía más confianza. Constantemente señalaba mi deber, recordándome cómo me había recibido, y preguntaba qué habría sido de mí si, al quedar huérfana, ella no me hubiera tendido una mano. Me hice amiga de John Carmel, un anticuario que vivía en el pueblo de Marden unas diez millas tierra adentro. Nos habíamos conocido en el remate de una casa solariega y habíamos entablado una relación. Venía con frecuencia a la Casa de la Reina y me invitaba a acompañarlo a algunas ventas.

Sólo habíamos llegado a tener una interesante amistad cuando sus visitas cesaron bruscamente. Quedé herida y me pregunté el por qué de aquello, hasta que oí a Ellen decir a la señora Morton:

—Ella lo sacó a patadas. Oh, sí, lo hizo. Lo oí todo. Es una lástima. Después de todo la señorita tiene que vivir su vida. No hay motivo para que se convierta en una solterona como ella.

¡Una solterona como ella! En mi abarrotado cuarto el reloj antiguo tintineaba malicioso. «Solterona, solterona», se burlaba.

Yo era una prisionera en la Casa de la Reina. Algún día todo sería mío. Y la tía Charlotte lo había indicado: «Si estás conmigo», había dicho significativamente.

«¡Aquí estarás, aquí estarás!». ¿Por qué imaginaba que el reloj me decía esas cosas? La fecha del viejo reloj era 1702, de modo que de verdad era antiguo. Era injusto, pensé, que un mueble inanimado hecho por un hombre viviera y que nosotros tuviéramos que morir. Mi madre había vivido sólo treinta años, y este reloj estaba en el mundo desde hacía más de ciento ochenta.

Había que aprovechar lo mejor posible el tiempo. Tic, tac. Tic, tac. En tocia la casa. El tiempo volaba.

Yo suponía que jamás hubiera deseado casarme con John Carmel, pero tía Charlotte no me había dado la ocasión de averiguarlo. Curiosamente cuando pensaba en el romance surgía la visión de una cara riente con ojos un poco oblicuos. Estaba obsesionada con los Crediton.

Si llegaba el momento de casarme, me dije, nada ni nadie me lo impediría.

Tic, tac, se burlaba el antiguo reloj, pero yo estaba segura de esto. Era posible: que yo fuera como la tía Charlotte, pero ella era una mujer fuerte.

*****

Estaba en la tienda, a punto de fijar la nota: «Si está cerrado ir a la Casa de la Reina», cuando sonó la campanilla de encima de la puerta y entró Redvers Stretton. Quedó allí sonriendo.

—Si no me equivoco nos hemos visto antes —dijo. Me avergoncé al sentir que me ruborizaba.

—Hace muchos años —murmuré.

—Usted ha crecido entretanto. Tenía entonces doce años.

Me sentí ridículamente deleitada de que lo recordara.

—Entonces deben haber pasado nueve años.

—Era usted muy entendida, entonces —dijo, y brevemente miró alrededor de la tienda a la mesa redonda incrustada en marfil, al bonito grupo de sillas Sheraton y a la alta y esbelta biblioteca Hepplewhite en un rincón—. Y todavía lo es —añadió, mirándome.

Yo había recobrado la calma.

—Me sorprende que recuerde. Nuestro encuentro fue muy breve.

—No es fácil olvidarla a usted, señorita, señorita… Anna. ¿Me equivoco?

—No. ¿Desea usted ver algo?

—Sí.

—Entonces quizá pueda mostrarle lo que desea.

—Lo estoy viendo ahora, aunque no sea muy cortés decir esto a una muchacha.

—No puede usted decirme que ha venido a verme a mí.

—¿Por qué no?

—¡Me parece una cosa tan extraordinaria!

—Y a mí me parece perfectamente razonable.

—Pero de pronto… después de tantos años…

—Soy marino. He estado muy poco en Langmouth desde que nos conocimos, de otro modo habría venido antes.

—Bueno, ahora usted…

—¿Desea que le hable del negocio que me trae y que me vaya? ¿Negocios? Claro, usted es una mujer de negocios, no debo olvidarlo —arrugó los ojos de manera que casi se cerraron y miró la biblioteca Hepplewhite—. Es usted muy directa y también lo seré yo. Confieso que no he venido a comprar esas sillas… ni la biblioteca. Simplemente pasaba ante ese largo muro rojo de ustedes y vi en la puerta la inscripción «Casa de la Reina» y recordé nuestro encuentro. La reina Isabel durmió una vez allí, me dije, pero lo interesante es que Anna Brett duerme allí ahora.

Reí. Era una risa alta, la risa de la dicha. A veces había imaginado que iba a volver a verlo y que iba a suceder algo parecido. Rápidamente él me fascinaba. No me parecía del todo real: era como el héroe de un relato romántico. Podía haberse desprendido de algún tapiz. Era, estaba segura, un audaz aventurero que recorría los mares; desaparecía por largas temporadas. Quizás iba a salir de la tienda y pasaría años y años sin verlo… lo vería cuando me hubiera convertido en la vieja señorita Brett. Tenía esa cualidad que Ellen describía como «mayor que la vida». Dije:

—¿Cuánto tiempo va a quedarse en Langmouth?

—Parto la semana que viene.

—¿Para qué parte del mundo?

—Australia y los puertos del Pacífico.

—Parece… maravilloso.

—¿Percibo acaso un anhelo de viajar en usted, señorita Anna Brett?

—Me encantaría ver el mundo. Nací en la India. Pensé volver allí algún día, pero mis padres murieron y eso lo cambió todo. He venido a vivir aquí, y parece que aquí voy a quedarme.

Me sorprendió darle tantas informaciones que él no había pedido.

Él me tomó de pronto la mano y fingió leer la palma.

—Viajará —dijo—. Mucho y ampliamente.

Pero no miraba mi mano, me miraba a mí.

Vi a una mujer de pie ante la vidriera. Era una tal señora Jennings que solía ir a la Casa, de la Reina y que compraba muy poco. Era una constante escudriñadora y una compradora infrecuente. Yo sospechaba que era la curiosidad por meter la nariz en la casa de otra gente y no un interés en las antigüedades lo que hacía que nos visitara. Ahora había visto a Redvers Stretton en la tienda. ¿Había visto que me tomaba la mano? Sonó la campanilla y la mujer entró:

—Oh, señorita Brett, veo que está usted con alguien. Esperaré.

¡Qué ojos tan vivaces detrás de los impertinentes! Sin duda se preguntaba si aquella señorita Brett tenía un admirador, porque Redvers Stretton estaba con ella en la tienda y no parecía comprar nada.

Redvers pareció momentáneamente contrariado; después, con un leve encogimiento de hombros, dijo:

—Ya me iba, señora.

Nos hizo una inclinación a ambas y partió. Yo estaba furiosa con la mujer, porque lo único que quería era preguntar el precio de la biblioteca. La acarició, la comentó, y buscó señales de polilla simplemente para charlar mientras lo hacía. De manera que Redvers Stretton del castillo, estaba interesado en las antigüedades. Ella creía que había venido por poco tiempo. Era un loco, muy diferente al señor Rex, que debía ser un consuelo para su madre. Redvers era ave de otro corral.

—Nunca he visto a nadie que se parezca menos a un ave de corral —dije con aspereza.

—Una forma de hablar, mi querida señorita Brett. Pero ese muchacho es sin duda muy loco.

Me prevenía. Pero yo no estaba en estado de ánimo de que me previnieran. Llegué tarde a la Casa de la Reina y la señora Morton me dijo que tía Charlotte me esperaba. La encontré malhumorada. Estaba acostada: se había hecho traer láudano para aliviarse. Me recordó que me había demorado, y le dije que la señora Jennings había venido a preguntar por la Hepplewhite y que eso me había detenido.

—Esa vieja entrometida. No la va a comprar.

Pero quedó satisfecha, más de lo que yo lo estaba.

Aquel hombre empezaba a obsesionarme.

*****

Dos días después tía Charlotte anunció sus intenciones de ir a un remate. Era demasiado bueno para perderlo y, aunque no estaba en condiciones, decidió doparse en cantidad y salir. Iba a llevar consigo a la señora Morton, porque necesitaba a alguien que la atendiera, ya que iba a estar dos noches fuera; viajar para alguien con su enfermedad, además de la incomodidad de las camas de hotel, podía muy bien ser intolerable. Hubiera sido mucho más satisfactorio que yo pudiera acompañarla, pero era evidente que las dos no podíamos partir… por los negocios. ¡Si por lo menos hubiera podido dejar encargada a aquella absurda Beringer! Tía Charlotte detestaba a la señorita Beringer aún más después de su matrimonio.

Se fue a su debido tiempo y yo seguí esperando que Redvers volviera a la tienda. Me preguntaba por qué no lo hacía, ya que había venido con la intención de verme y había dado una excusa para partir con rapidez. ¿Por qué no volvía, ya que había venido en primer lugar?

Tal vez ya hubiera partido al mar.

Fue al atardecer del día en que tía Charlotte había partido. Yo había cerrado la tienda, había vuelto a la Casa de la Reina y estaba en mi cuarto cuando Ellen vino corriendo a decirme que había llegado un caballero y que preguntaba por mí.

—¿Qué desea?

—Verla, señorita. Es el capitán Stretton, del castillo.

—¡El capitán Stretton del castillo! —repetí tontamente. Miré mi reflejo en el espejo. Llevaba mi vestido de merino gris, que no me sentaba bien y tenía el pelo revuelto.

—Le diré que la espere diez minutos, señorita —sugirió Ellen con tono conspirador—. Después de todo no conviene que él crea que usted se precipita.

Dije con voz trémula:

—Quizás haya venido a ver algún mueble.

Ellen dijo:

—Sí, señorita, le diré.

Salió y yo corrí al ropero y saqué el vestido de ligera seda azul marino hecho con tela que mi padre me había traído de Hong Kong. Lo había hecho la modista local y por cierto que no era de última moda —hacía ya cierto tiempo que lo tenía— pero la tela era preciosa; tenía un cuellito de terciopelo con alforzas, que siempre me había parecido muy sentador.

Me cambié de prisa, me peiné y corrí escalera abajo.

Él me tomó las manos con su manera libre y suelta, que era poco convencional, pero que a mí me parecía encantadora.

—Perdone que haya venido —dijo— pero tenía que despedirme.

—Oh… ¿se va usted?

—Mañana.

—Sólo puedo desearle… Bon voyage.

—Gracias. Espero que piense usted en mí cuando yo esté lejos y que quizá ruegue por los que están expuestos a los peligros del mar.

—Espero que no necesite mis ruegos.

—Cuando me conozca mejor comprenderá que los necesito más que muchos.

¡Cuando lo conociera mejor! Debí darme cuenta del estado de mis sentimientos cuando una simple frase como esa me deleitó por sus implicaciones. Él se iba, pero cuando yo lo conociera mejor…

—Me parece usted una persona muy segura de sí misma.

—¿Cree usted que alguno de nosotros lo es realmente?

—Creo que algunos podemos serlo.

—Todavía no he tenido tiempo de averiguarlo.

—¿Siempre ha sido usted mimada?

—No exactamente. Pero usted me acaba de hacer comprender que nunca he dependido exactamente de mí misma. ¡Pero qué conversación más profunda! ¿No quiere tomar asiento?

Él miró alrededor y yo reí.

—Es lo que yo sentía cuando llegué aquí por primera vez. Me sentaba en una silla y me decía: «Quizá madame de Pompadour la ocupó alguna vez, o Richelieu, o Talleyrand».

—Como soy menos erudito a mí no me pasará eso.

—Pasemos a la sala de mi tía. Es más… habitable. Es decir, si es que puede usted quedarse un ratito…

—El barco zarpa a las siete de la mañana. —Me lanzó aquella mirada inquisitiva—. Me iré antes de esa hora.

Reí mientras lo guiaba escaleras arriba y atravesábamos los atiborrados cuartos. Él se interesó en algunas piezas chinas compradas recientemente por tía Charlotte. Yo había olvidado que se había visto obligada a hacerles sitio en la sala.

—Tía Charlotte ha comprado un poco a lo grande en esta ocasión —dije—. Pertenecieron a un hombre que vivía en China. Era un coleccionista —sentí que debía seguir hablando a causa de la excitación que me provocaba que él hubiera venido a verme—. ¿Le gusta esta vitrina? La llamamos sobre-cómoda. La laca es bastante linda. Mire las incrustaciones de marfil y nácar. ¡Dios sabe lo que tía habrá pagado por ella! Y me pregunto cuándo encontrará un comprador.

—Es usted una experta.

—No soy nada comparada con mi tía. Estoy aprendiendo, pero se necesita toda una vida.

—Y —dijo él estudiándome gravemente— hay tantas otras cosas que aprender en la vida…

—Debe de ser usted un experto en… mar y barcos.

—Nunca seré experto en nada.

—¿Quién lo es? ¿Pero dónde va a sentarse? Quizás ésta sea más cómoda. Es una buena y recia silla española. Él sonreía.

—¿Qué ha sido del escritorio que compraron en el castillo?

—Mi tía lo vendió. No sé quién fue el comprador.

—No he venido a hablar de muebles —dijo él.

—¿No?

—He venido a hablar con usted.

—No creo que yo le resulte interesante… más que todo esto. Él miró alrededor del cuarto.

—Es como si hubieran querido hacer de usted una pieza de museo.

Hubo un momento de silencio y súbitamente fui consciente de todos los tic tac de los relojes. Me oí decir casi involuntariamente:

—Sí, eso es lo que temo. Me veo viviendo aquí, envejeciendo, aprendiendo más y más hasta llegar a saber tanto como tía Charlotte. Como dice usted, una pieza de museo.

—Eso no debe suceder —dijo él—. Hay que vivir el presente.

Dije:

—Ha sido muy amable de su parte venir… en la última noche que va a pasar en tierra.

—Debí haber venido antes, pero… —Esperé que terminara la frase, pero él decidió no hacerlo—. Oí hablar de usted —dijo.

—¿Oyó hablar de mí?

—La señorita Brett la Mayor es muy conocida en Langmouth. Dicen que es dura para los negocios.

—Eso se lo ha dicho a usted lady Crediton.

—Tenía la impresión de que había estado más dura que nunca. Fue cuando nos conocimos… —y añadió—: ¿Qué sabe usted de mí?

Temí repetir la historia de Ellen, que quizá no fuera cierta.

—He oído que vive usted en el castillo, que no es usted hijo de lady Crediton.

—Entonces entenderá usted que casi desde el principio he ocupado una situación dudosa. —Empezó a reír—. Puedo hablar con usted de este asunto, en cierto modo poco delicado. Por eso me estimula su compañía. No es usted el tipo de mujer que rehúsa discutir un tema… simplemente porque no es convencional.

—¿Y es verdad?

—Ah, de modo que ya está usted enterada. Sí, es verdad. Sir Edward era mi padre; fui educado como hijo de la casa y, al mismo tiempo, no en el mismo pie de importancia que mi medio hermano. Todo muy razonable, ¿no le parece? Pero tuvo efecto sobre mi carácter. Siempre quise sobrepasar a Rex en todo, como para decir: «¿Ves? Valgo tanto como tú». ¿Cree usted que eso disculpa a un muchacho por ser, digamos, arrogante, ávido de atraer la atención, querer ganar siempre? Rex es el más paciente de los individuos. Mucho más valioso que yo, pero yo siempre he dicho que él no ha tenido que probar que era bueno. Ya fue aceptado como mejor.

—Supongo que no será usted una de esas personas pesadas, insistentes…

Él rió.

—No, no lo soy. El hecho es que, al tratar de convencer a la gente de que valía tanto como Rex, logré convencerme a mí mismo.

—Tanto mejor. No soporto a la gente que tiene piedad por sí misma, quizá porque hubo un tiempo en el que pensé que la vida me había tratado con dureza. Fue cuando murió mi madre.

Le hablé de mi madre, de lo hermosa que era, cuan encantadora, de sus planes para el futuro, de cómo mi padre y yo la adorábamos; y después hablé de su muerte y de cómo, huérfana, yo había quedado a la merced de la tía Charlotte.

Yo estaba desusadamente animada. Era el efecto que él me producía. Me sentí divertida, interesante, atractiva, y fui feliz como no lo había sido desde la muerte de mi madre. No, fui feliz como nunca en mi vida. Hubiera querido que aquella velada se prolongara para siempre.

Se oyó un suave golpecito en la puerta y entró Ellen, con ojos brillantes y aire conspirativo.

—Venía a decirle, señorita, que la cena está casi lista y que, si el capitán Stretton la acompaña, puedo servirla más o menos en un cuarto de hora.

Él afirmó su deleite ante la sugerencia. Sus ojos se clavaron en Ellen y yo noté que el color se encendía en las mejillas de ella. ¿Era posible que produjera en ella el mismo efecto que en mí?

—Gracias, Ellen —dije, y me avergoncé de haberme sentido un poco celosa. No, no era eso en verdad, pero se me ocurrió que el hechizo de él no era para mí sola: lo poseía en tal abundancia que podía derrocharlo, al punto que hasta una doncella que anunciaba una comida lo experimentaba. ¿Acaso daba yo demasiada importancia a su interés?

Ellen sirvió la cena en el comedor y, con gran audacia, había puesto dos velas en los preciosos candelabros tallados del siglo XVII, y los había colocado a cada extremo de la mesa estilo Regencia; había colocado dos sillas Sheraton de comedor frente a frente y la mesa tenía un aspecto delicioso.

A nuestro alrededor estaban las bibliotecas, los sillones y dos vitrinas llenas de porcelana y vajilla de Wedgwood, pero los candelabros, al iluminar la mesa, dejaban en tinieblas el resto de la habitación, y el efecto era precioso.

Fue como un sueño. Tía Charlotte no recibía nunca. Me pregunté rápidamente qué pensaría si pudiera vernos ahora, y también pensé que la vida sería muy diferente sin tía Charlotte. Pero ¿para qué pensar en ella en una noche semejante?

Ellen estaba muy animada. La imaginé contando todo con detalles al señor Orfey al día siguiente. Sabía que ella creía —porque me lo había dicho con frecuencia— que ya era hora de que yo «viviera un poco». Y esto, en opinión de ella, debía ser una tajada muy sabrosa de vida, no «un poco».

Trajo la sopa en una sopera con adornos de flores azul profundo, y los platos hacían juego. Contuve el aliento horrorizada ante la idea de usar aquellos preciosos platos. Después trajo pollo frío y me alegré de que tía Charlotte estuviera ausente otro día para tener tiempo de volver a llenar la alacena. Tía Charlotte comía muy poco y su mesa era magra. Pero Ellen había hecho maravillas con lo que tenía: había convertido unas papas frías en un delicioso sauté y había preparado una coliflor con queso y salsa de cebollina. Aquella noche Ellen parecía poseer nuevos poderes. O tal vez a mí me pareció que todo tenía un sabor diferente al que había tenido antes.

Hablábamos, y de vez en cuando se presentaba Ellen para servir, muy bonita y excitada; yo estaba segura de que nunca había habido una escena más dichosa en la Casa de la Reina, ni siquiera cuando habían recibido allí a la reina Isabel. Yo estaba llena de fantasías. Era como si la casa aprobara y las piezas extrañas se hubieran retirado mientras yo estaba en el comedor, ante la mesa Regencia, atendiendo a mi invitado.

No hubo vino —tía Charlotte era abstemia— pero eso no tuvo importancia.

Él habló del mar y de lugares lejanos, haciéndome sentir que yo estaba en ellos, y cuando habló de su barco y su tripulación adiviné lo que significaban para él. Llevaba un cargamento de telas y mercaderías manufacturadas a Sidney, y allí haría luego cierto tráfico en los puertos del Pacífico, antes de traer lana de regreso a Inglaterra. El barco no era grande; tenía menos de mil toneladas, pero a él le gustaría mostrarme cómo cortaba el agua.

Era del tipo crucero, y no se podía encontrar nada más ligero. Pero estaba hablando demasiado de sí mismo.

Protesté. No: yo quería oírlo todo. Estaba fascinada. Con frecuencia había ido a los muelles y había visto los barcos y me había preguntado dónde irían. ¿Eran enteramente barcos de carga? Me hubiera gustado saberlo.

—Llevamos algunos pasajeros, pero principalmente cargamento. Casualmente hay un caballero muy importante que parte mañana conmigo. Es un comerciante en diamantes y va a ver unos ópalos australianos. Es bastante presumido. También hay uno o dos pasajeros más. Los pasajeros pueden ser un problema en un barco como el nuestro.

Y seguimos hablando y se oía el tic tac furioso de los relojes, maliciosamente rápidos.

Mientras hablábamos dije:

—Todavía no me ha dicho el nombre de su barco.

—¿No se lo dije? Se llama La Mujer Secreta.

La Mujer Secreta… es lo que está escrito en la figura que estaba en el escritorio que compramos a lady Crediton. Está en mi cuarto. Voy a buscarla.

Recogí uno de los candelabros que había en la mesa. Era pesado y él me lo quitó.

—Yo lo llevaré —dijo.

—Tenga cuidado con él. Es precioso.

—Como todo en esta casa.

—Bueno, no todo.

Y me volví y juntos subimos la escalera.

—Cuidado —dije—, como puede ver estamos abarrotados.

—Parece un escaparate —replicó.

—Sí —y proseguí charlando—. Encontré esa figura en el escritorio. Supongo que debimos devolverla, pero tía Charlotte dijo que no valía nada.

—Estoy seguro de que, como siempre, la tía Charlotte tiene razón.

Reí.

—Siempre la tiene. Tengo que reconocerlo —y pensando en tía Charlotte me sorprendió de nuevo haberme atrevido a invitarlo a cenar… aunque Ellen lo había hecho inevitable. Pero yo tenía muchas ganas de hacerlo, de manera que no podía echarle la culpa a ella. Me negué a seguir pensando en la tía Charlotte en estos momentos; ella estaba segura y lejos en algún mezquino cuarto de hotel; nunca iba a los buenos hoteles y no cabía duda de que la pobre señora Morton las debía pasar bastante mal.

Entramos en la habitación de arriba. Siempre me había parecido que la casa tenía algo siniestro a la luz de las velas, porque los muebles adquirían extrañas formas: algunas grotescas, casi humanas, y como cambiaban constantemente, rara vez llegaba uno a acostumbrarse a ellas.

—¡Qué casa más vieja y extraña! —dijo él.

—Genuinamente vieja —le dije. Y reí fuerte al recordar el veredicto de tía Charlotte sobre el Castillo Crediton: «Falso». Él quiso saber por qué me reía y se lo dije.

—Y ella tiene un gran desprecio por las falsificaciones.

—¿Y usted?

Vacilé.

—Depende de la falsificación. Algunas están muy bien hechas. —Supongo que hay que ser inteligente para ser un buen falsario.

—Eso creo. Oh, cuidado, por favor. Vea cómo sobresale la punta de la mesa. No la vi en la sombra. Es peligroso estando tan cerca de la escalera.

Llegamos a mi dormitorio.

—La señorita Anna Brett ha dormido aquí —dijo él, con burlona reverencia. Yo estaba de muy buen ánimo.

—¿Le parece que deberíamos poner una placa en la pared? «La reina Isabel y Anna Brett…». Quizá deberían llamarla la Casa de Anna Brett, y no la Casa de la Reina…

—Excelente idea.

—Pero tengo que mostrarle la figura —la saqué del cajón en que la guardaba. Él dejó el candelabro sobre la mesa de tocador y tomó la figura. Rió.

—Es el mascarón de proa de La Mujer Secreta —dijo.

—¿Un mascarón de proa?

—Sí, no cabe duda de que hubo un modelo del barco, y esto se rompió.

—¿No tiene valor?

—Ninguno. Fuera, naturalmente, de que representa el mascarón de proa de mi barco, lo que tal vez le dé algún valor ante sus ojos.

—Sí —dije—. Se lo da.

Me tendió la figura y debo de haberla agarrado con cierta reverencia, porque él rió.

—Puede sacarla de vez en cuando y mirarla y pensar en mí en el puente mientras el barco corta las olas.

La Mujer Secreta —dije— es un nombre raro para un barco. Secreta y Mujer. Creía que todos los barcos de los Crediton eran damas.

En aquel momento oí que cerraban una puerta; oí voces abajo y sentí que se me ponía carne de gallina.

—¿Qué pasa? —preguntó él, y me tomó de los brazos y me acercó a él.

Dije débilmente:

—Ha llegado mi tía.

Me latía tan fuertemente el corazón que no podía pensar. ¿Por qué había vuelto tan pronto? Pero ¿por qué no iba a hacerlo? El remate no había sido tan interesante como ella había creído; detestaba los cuartos de hotel; no iba a quedarse en uno más tiempo del necesario. No importaba por qué había vuelto. El hecho es que estaba aquí. Quizás en este momento miraba los restos de nuestra fiesta… el candelabro encendido —el único, porque el otro estaba aquí—, la preciosa porcelana. Pobre Ellen, pensé. Miré enloquecida alrededor del cuarto… mi cama, los muebles que hoy estaban y mañana se irían, y el candelabro proyectando largas sombras en la pared, la estatua… y nosotros.

¡Redvers Stretton estaba solo conmigo, en mi cuarto, y tía Charlotte estaba en la casa! Pero naturalmente no podíamos apresurarnos; teníamos que abrirnos paso con cuidado. Cuando llegamos a la vuelta de la escalera miramos hacia el vestíbulo y tía Charlotte nos vio. La señora Morton estaba junto a ella; Ellen también estaba, pálida y tensa.

—¡Anna! —Dijo tía Charlotte con una voz que resonó como un trueno—. ¿Qué estás haciendo?

Nunca debe haberse producido un momento más dramático en la Casa de la Reina: Redvers imponente a mi lado… era muy alto y estaba un peldaño más arriba; la luz palpitante de las velas; nuestras sombras en la pared; y tía Charlotte allí, con su capa de viaje y su bonete, la cara pálida por el cansancio y el dolor, pareciendo más que nunca un hombre vestido de mujer, poderoso y malévolo.

Descendí las escaleras y él se mantuvo cerca de mí.

—El capitán Stretton vino de visita —dije, procurando hablar con naturalidad. Él me sacó el asunto de las manos.

—Permita usted que le explique, señorita Brett. Había oído hablar tanto de su tienda de tesoros que no pude resistir venir a verla. No esperaba tanta hospitalidad.

Ella quedó un poco cortada. ¿Acaso también era sensible al encanto de él?

Gruñendo dijo:

—No se pueden juzgar muy bien las antigüedades a la luz de las velas.

—Sin embargo debe de haber sido a la luz de las velas que se veían esas maravillosas piezas en el pasado, señorita Brett. Quise ver el efecto de la luz de las velas. Y la señorita Brett tuvo la amabilidad de permitirlo.

Ella calculaba las posibilidades de él como comprador.

—¿Qué le interesa especialmente, capitán Stretton?

Dije rápidamente:

—El capitán Stretton quedó muy impresionado con la vitrina de Levasseur. Tía Charlotte gruñó.

—Es una hermosa pieza —dijo—. Nunca lamentará haberla adquirido. Será muy fácil de colocar si alguna vez quiere deshacerse de ella.

—No lo dudo —dijo él con vehemencia.

—¿La ha visto a la luz del día? —la voz de ella era irónica. En ningún momento había creído en aquella comedia. Para ella era una charada absurda.

—No, es un placer que aguardo.

—Tía Charlotte —dije—, debes sentirte muy cansada después del viaje.

—Entonces me iré —dijo Redvers— y muchas gracias por su amable hospitalidad.

—¿Y la Levasseur?

—La veré de día, como ha dicho usted que debo verla.

—Venga mañana —dijo ella—. Yo se la mostraré.

Él se inclinó.

—Ellen lo acompañará.

Pero yo no iba a tolerar esto. Dije con firmeza:

—Yo lo haré.

Y fui con él hasta la puerta. Me detuve un momento con él en el jardín. Hablaba como loca de la vitrina:

—Esa marquetería de bronce del fondo es en verdad muy bella. No cabe duda de que es un Levasseur auténtico…

—Oh, no cabe duda —dijo él.

Era otoño y pude oler el aroma peculiar de los crisantemos y la humedad del suelo y la niebla del río. Cuando siento esos olores, esté donde esté, recuerdo aquella noche. Mi velada encantada había terminado; y él se iba. Yo quedaba encerrada en mi cárcel; él me dejaba para seguir su vida de aventura y yo volvía a mi furiosa carcelera.

—Creo que está un poco enojada —dijo él—. Lo siento.

—Yo creía que iba a quedarse fuera una noche más.

—Quiero decir que siento tener que irme. La dejo a usted para enfrentar esta…

—Podría enfrentarla si…

Él entendió lo que yo quería decir. Si él estuviera aquí para enfrentarla conmigo, si pudiera verlo de vez en cuando, aunque fueran citas clandestinas, no me importaría. Yo tenía veintiún años. No podía ser para siempre la esclava de tía Charlotte.

—Me gustaría que las cosas fueran distintas —dijo él, y me pregunté qué querría decir con esto. Esperé que siguiera, porque sabía que no podía demorarme mucho. Dentro de la Casa de la Reina me esperaba tía Charlotte.

—¿Distintas? —insistí—. ¿Quiere usted decir que desearía no haber venido?

—No puedo desear eso —dijo él—. Fue una noche maravillosa hasta que volvió el ogro. No me creyó, sabe, acerca de esa…

—No —dije—, no le creyó.

—Espero que… no le sea muy desagradable.

—Pero la noche antes de la llegada de ella fue muy agradable.

—¿Le parece?

Yo no podía ocultar mis sentimientos.

—La noche más agradable que he pasado… —No, no debía ser tan ingenua. Terminé—: La noche más agradable que he pasado en mucho tiempo.

—Volveré —dijo él.

—¿Cuándo?

—Quizá más pronto de lo que usted cree.

Me tomó la cara entre las manos, y me miró; creí que iba a besarme, pero pareció cambiar de idea, y súbitamente partió y yo quedé sola en el jardín perfumado de otoño.

Volví a la casa. Tía Charlotte no estaba, Ellen limpiaba la mesa.

—Su tía ha ido a acostarse —dijo—. La ayuda la señora Morton. Está muy cansada. Dice que nos verá a usted y a mí por la mañana. Oh, señorita… estamos en «una», de verdad lo estamos…

Volví a mi cuarto. ¡Hacía tan poco tiempo que él había estado allí conmigo! Él había puesto un toque mágico en mi vida y ahora se había ido. Yo había sido una tonta en suponer… ¿Qué había supuesto? ¿Cómo podía una muchacha que no era muy atractiva interesar al hombre más encantador del mundo?

Y sin embargo… había algo en la forma en que me había mirado. ¿Acaso yo había mostrado con demasiada claridad mis sentimientos?

Tomé el mascarón de proa y lo puse sobre la cómoda. Después me desvestí y, al acostarme, llevé conmigo el mascarón… un tonto gesto infantil, pero me resultó reconfortante.

*****

Tardé mucho en poder dormir, pero finalmente me adormilé. Desperté sobresaltada. Había oído el crujir de una tabla… el sonido de unos pasos en la escalera, y esto me había perturbado. Alguien subía a la parte alta de la casa… unos pasos y el golpetear del bastón de tía Charlotte.

Me senté en la cama; clavé los ojos en la puerta que se abrió lentamente y ella apareció allí.

Estaba grotesca con su salto de cama de pelo de camello con botones militares, el largo pelo gris en una gruesa y ruda trenza, y en la mano el bastón de ébano que usaba desde que la artritis le había vuelto difícil caminar. Llevaba un candelabro de manera simple, no uno de los valiosos. Me lanzó una mirada furiosa.

—Deberías estar avergonzada —me dijo. Su risa era horrible, burlona y en cierto modo recia—. No he podido dormir pensando en lo que ha pasado esta noche.

—No tengo nada de qué avergonzarme.

—Es lo que tú dices. Esperaste a que yo me fuera para traer a ese hombre. ¿Cuántas veces ha estado aquí? No me dirás que ésta es la primera vez.

—Es la primera vez.

Ella rió de nuevo. Estaba enojada y asustada. Yo no lo sabía entonces, pero ella me necesitaba mucho más de lo que yo la necesitaba a ella. Era una vieja solitaria que debía confiar en gente como la señora Morton; pero yo iba a ser su salvación. Yo iba a cuidar de ella y del negocio; me había educado para eso. Y temía que yo me casara y la dejara… como lo había hecho Emily Beringer.

Miró alrededor del cuarto.

—Me parece que debes sentirte sola ahora que él se ha ido. No me digas que no estuvo aquí. Vi la luz desde el jardín. Debiste pensar en correr las cortinas. Pero no esperabas que te vieran, ¿verdad? Creías poder disponer de la casa para ti sola, y esa Ellen también estaba en la cosa. Buen ejemplo para ella, debo decir.

—Ellen no tiene culpa de nada.

—¿Acaso no sirvió la cena en la porcelana de Delft?

—Fue una tontería, pero…

—No tan tonto como traerlo aquí, a tu dormitorio.

—¡Tía Charlotte!

—No te hagas la inocente conmigo. Sé que estaban aquí. Vi la luz. Mira, hay cebo de vela en la cómoda. ¿Acaso no los vi bajar juntos? Oh, me sorprende que puedas estar ahí echada con tanto descaro. Eres como tu madre, eres lo que eres. Dije en su momento que era una lástima que tu padre se hubiera enamorado de ella.

Dije:

—Cállese, vieja malvada.

—Hablar de ese modo no te llevará a ninguna parte.

—No me quedaré aquí —dije.

Fue lo peor que pude haber dicho. Volvió contra mí su furor.

—¡Muchacha desagradecida! He hecho todo por ti. ¿Qué habría sido de ti si yo no te hubiera recogido, eh? Estarías en un asilo, no lo dudes. No te quedaba nada, nada. Te he mantenido. He procurado hacerte útil. ¡Te he enseñado todo lo que sé… para darte ocasión de pagarme el favor que te había hecho y esto es lo que haces! Traes hombres desconocidos a la casa en cuanto doy la espalda. Como tu madre, idéntica a ella… no debería sorprenderme.

—¿Cómo se atreve a decir eso? Mi madre era buena, mucho más de lo que usted lo será nunca. Y yo…

—¿Tú también eres buena? Ah, muy bien. Muy buena para hombres que te visitan a mis espaldas…

—¡Basta, basta!

—¿Te atreves a darme órdenes en mi casa?

—Me iré si quiere.

—¿Dónde?

—Encontraré trabajo. Entiendo un poco de antigüedades.

—Lo que yo te he enseñado.

—Puedo ser gobernanta o dama de compañía.

Ella rió.

—Oh, muy hábil, muy hábil. ¿Se te ha ocurrido que me debes algo? Es mejor que pienses en eso. Eres una tonta. Te abaratas con el primer hombre que se presenta. ¡Y nada menos que de esa casa! Creía que eras capaz de darte cuenta si tratabas con alguien que tuviera esa reputación.

—¿Qué reputación?

Ella tuvo una risita.

—Deberías elegir con más cuidado. Te digo que el capitán Redvers Stretton no tiene muy buen nombre en esta ciudad. Es el tipo de hombre que se divierte cuando se le presenta la ocasión. Y prueba con quien sea…

Sólo pude gritar:

—Váyase. No quiero oírla más. Me iré de aquí. Si quiere librarse de mí, si soy tal peso…

—Eres una muchacha precipitada y tonta —dijo ella—. Necesitas que yo te cuide. Tu padre era mi hermano y ése es mi deber. Ya hablaremos por la mañana. Estoy cansada… y el dolor es tremendo. No he podido dormir pensando en ti. Pensé que era mejor hablarte esta noche. Pero quizá mañana estés arrepentida.

Se dio vuelta y salió. Yo miré con fijeza la puerta. Estaba herida y enojada, la noche había cambiado. Ella la había manchado con malos pensamientos y con las alusiones a la reputación de él. ¿Qué había querido decir con eso? ¿Qué sabía?

Y de pronto hubo un aullido penetrante y el ruido pesado de algo que cae. Salté de la cama y corrí a la escalera.

Tía Charlotte yacía abajo, gimiendo.

Bajé corriendo.

—Tía Charlotte —dije—. ¿Se ha lastimado?

Ella no contestó: respiraba pesadamente.

Llamé a la señora Morton y a Ellen. Tontamente procuré levantar a mi tía. No pude; busqué un almohadón y se lo puse bajo la cabeza.

La señora Morton llegó, apresurada. Con su bonito pelo en rizadores bajo una redecilla parecía diferente, torva, excitada.

—Mi tía debe haber resbalado en la escalera —dije. Recordé haber prevenido a Redvers.

—¡A esta hora de la noche! —dijo la señora Morton. Recogió el candelabro que tía Charlotte había dejado caer. Una débil luna brillaba en la ventana. Tía Charlotte volvió a gemir.

Dije:

—Ponte la capa, Ellen y ve a llamar al doctor Elgin.

Ellen salió corriendo y la señora Morton y yo nos quedamos con tía Charlotte.

—¿Cómo sucedió? —preguntó la señora Morton. Me pareció que parecía más bien contenta; e imaginé lo que debía haber sido tener que viajar con tía Charlotte.

—Vino a mi cuarto a hablar conmigo y cayó cuando volvía al de ella.

—Me parece que estaba furiosa —dijo la señora Morton. Me miró oblicuamente; comprendí que yo jamás había entendido a la señora Morton. Parecía cerrada en una vida secreta y propia. Me pregunté por qué aguantaba los ataques de tía Charlotte. Seguramente hubiera podido encontrar un empleo mejor en otra parte. Sólo había un motivo por el que se quedaba, el mismo motivo de Ellen: ser recordadas en el testamento si cuando ella moría aún estaban a su servicio.

El tiempo pareció eterno hasta la vuelta de Ellen. Dijo que pronto vendría el doctor Elgin.

Cuando vino dijo que había que acostar en seguida a tía Charlotte. Yo tenía que preparar un té caliente y dulce, porque estaba sufriendo por el choque. Dijo que había tenido suerte, porque no había huesos rotos.

Mientras yo preparaba el té, Ellen dijo:

—¡Qué noche! ¿Sabe? Creo que esto le quitará años de vida. Una caída como ésta, a su edad…

Y comprendí que pensaba en entregar su legado al señor Orfey.

*****

La vida cambió después de esto. Fue el principio del período desastroso. Tía Charlotte se había dañado la columna al caer, y eso agravó la artritis. Había días en los que sólo podía dar vueltas por la casa, y a veces ni eso. Ya no podía ir a los remates; yo tenía que ir. Llegué a ser una figura conocida en ellos. Al principio me trataban con amable desdén; pero esto me enojó tanto que decidí no perder nada y llegué a ser más y más conocedora, de modo que tuvieron que respetarme. «Es idéntica a su tía», decían. Y esto me gustaba, porque en lo único que quería parecerme a tía Charlotte era en sus conocimientos.

Pero por encima de todo era tía Charlotte quien había cambiado. Al principio la disculpé. Una mujer de mente enérgica como ella debe sentir algo trágico al verse físicamente incapacitada. No era de sorprenderse que estuviera irritable y de mal humor; nunca había sido muy amable, pero ahora parecía detestarnos a todos. Continuamente me recordaba que yo era responsable de su condición. Era su preocupación por mí lo que la había llevado aquella noche a mi cuarto; era por estar tan preocupada por mi conducta que descuidadamente había tropezado con el borde de aquella mesa y había resbalado. Yo le había costado su salud y vigor; debía pagárselo como pudiera.

La casa nunca había sido alegre; ahora era sombría y melancólica. Ella se sentaba en su sillón en la sala en los días buenos, y revisaba las cuentas. Nunca me dejaba verlas; ella hacía casi todas las compras. No me concedía ninguna autoridad, aunque mis conocimientos crecían y ya no estaban lejos de los de ella.

Nuevamente volví a tener la sensación de que la Casa de la Reina era una cárcel. Y del mismo modo que en el pasado había soñado en reunirme con mi madre para escapar, pensaba ahora en aquella velada con Redvers y me decía; volverá de su viaje y vendrá a verme.

Pasaron los meses y no tuve noticias de él. El otoño estaba con nosotros… el olor a dalias y crisantemos en el jardín; la húmeda niebla surgía del río y se cumplió el aniversario de aquella velada y seguía sin noticias de él.

Tía Charlotte estaba más tullida, más irritable. Casi no pasaba un día sin que me recordara cuál era mi deber.

Seguí esperando y deseando que algún día Redvers viniera a buscarme, pero él nunca lo hizo.

Las noticias me las trajo Ellen. Su hermana seguía trabajando con los Crediton. Se había casado con el mayordomo y había prosperado en el mundo. Lady Crediton estaba satisfecha de ella, y aunque no fuera exactamente ama de llaves, estaba encargada de las doncellas, lo que era muy conveniente ya que era la esposa del mayordomo.

Ellen me dijo una vez cuando me ayudaba a sacar una alfarería Ferrybridge de una de las vitrinas y la empaquetábamos para un cliente:

—Señorita Anna, desde ayer he estado pensando que debo hablarle.

La miré, solemnemente alarmada: estaba evidentemente preocupada y me pregunté si el señor Orfey se había cansado de esperar el legado y se habría dirigido a alguna otra.

—Ayer fui al castillo para ver a Edith.

Evité mirarla; debía tener mucho cuidado con la alfarería.

—Escucho —dije.

—Hay noticias del capitán.

—El capitán —repetí tontamente.

—El capitán Stretton. Ha pasado algo horrible.

—¿No está… muerto?

—Oh, no, no… pero ha pasado una horrible desgracia o algo así. Perdió el barco.

—¿Quieres decir que… se ha hundido?

—Algo así. No hablan de otra cosa en el castillo. Es algo horrible. Y él está muy lejos. Y ha habido una especie de desgracia, pero hay algo más, señorita Anna.

—¿Qué, Ellen?

—Está casado. Hace un tiempo que está casado. Tiene una mujer en el extranjero. Ya debe haber estado casado aquella noche, cuando vino aquí. ¡Quién lo hubiera imaginado!

No lo creí. Él me lo hubiera dicho. Pero ¿por qué iba a discutir conmigo sus asuntos privados? Yo, dolorosamente, no habría entendido. Había creído… ¿Qué había creído? Yo era una imbécil. Era todo lo que había dicho tía Charlotte. Aquella velada no había significado nada para él. Dos personas pueden ver un mismo hecho de modo totalmente distinto. Había venido a verme porque no tenía nada mejor que hacer antes de partir. Tal vez sabía lo que yo sentía por él y eso le divertía. Quizás él había contado a su mujer aquella última noche. La comida a la luz de las velas, la llegada de tía Charlotte. Podía ver el lado cómico de la cosa.

—Es interesante —dije.

—Yo no lo sospechaba, ¿y usted, señorita?

—¿Sospechar qué?

—Que él era casado. Lo tenía escondido. Eso también ha creado líos. ¡Uy, casi ha dejado usted caer eso! ¡Si que se hubiera armado una buena! Si se hubiera roto…

Roto, pensé dramáticamente, como mis sueños, como mis esperanzas. Porque había esperado. De verdad había creído que él iba a volver un día y que entonces yo iba a empezar a ser feliz.

*****

El capitán Redvers Stretton era casado. Lo oí en diversas partes. Se había casado con alguien en el extranjero, se había casado con una extranjera, decían. Desde hacía ya cierto tiempo.

Cuando se enteró tía Charlotte, cosa inevitable, rió como rara vez la había visto reír antes. Y a partir de ese día me provocaba. Rara vez perdía la ocasión de sacar a luz el nombre de él.

—¡Tu capitán Stretton, tu visitante nocturno! ¿Así que había estado casado? ¿Te lo dijo acaso?

—¿Por qué me lo iba a decir? —contestaba yo—. La gente que viene a ver muebles no suele contar su historia personal, ¿verdad?

—La gente que viene a ver un Levasseur tal vez debería hacerlo —decía ella riendo. Estaba de mejor humor que últimamente, pero burlona y llena de malignidad.

Creo que él volvió, pero yo no lo vi. Me enteré por Ellen de que había vuelto. Y pasó el tiempo, un día igual a otro, primavera, verano, otoño, invierno, y nada que volviera una semana distinta de otra, fuera del hecho de que vendimos una de las piezas chinas que parecía incolocable, por lo que tía Charlotte dijo era un excelente precio, pero que yo sospeché era lo que ella había pagado. Se sintió aliviada al verla partir.

—No hay otra igual —dijo—; laca roja tallada. Siglo XV del período Hsüan.

—Y tampoco encontrarías otro comprador —devolví.

Así estábamos, siempre provocándonos. Yo me estaba volviendo vieja y amargada, y lo mismo le pasaba a todo el mundo en la casa. Ellen había perdido algo de su exuberancia. El señor Orfey seguía esperando. Pobre Ellen, él deseaba más el legado que la muchacha. La señora Morton estaba más estirada que nunca; salía en sus días libres, cada quincena y nunca sabíamos adónde iba. Era misteriosa y secreta en sus maneras. Yo tenía veinticinco años… ya no era joven. A veces pensaba: han pasado cuatro años desde aquella noche. Y eso no había significado nada para él, porque ya estaba casado y no me lo había dicho. Implicaba… Pero ¿había implicado algo o yo lo había imaginado? La tía Charlotte nunca olvidaba. Siempre me recordaba que me había portado como una idiota. Yo había sido una inocente y él lo sabía. A ella le parecía divertido; tenía risitas enfurecedoras cuando hablaba del asunto. Era el único tema que le parecía divertido.

Oh, la siniestra Casa de la Reina, con cuatro mujeres que envejecían y se entristecían, todas en espera de algo que cambiara sus sórdidas vidas. Yo sabía lo que era para cada una: tía Charlotte esperaba la muerte; Ellen casarse con el señor Orfey. Sin duda la señora Morton esperaba lo que iba a heredar. Y yo… al menos, pensaba, seré libre. ¿Por qué no me iba? ¿Podría encontrar empleo? Quizás en algún lugar de Inglaterra hubiera un anticuario que pudiera utilizar mis servicios; pero sin embargo, por más que la detestaba —porque la detestaba a veces— sentía una responsabilidad hacia tía Charlotte. Si yo me iba ella iba a quedar abandonada. Yo realizaba más y más el trabajo esencial. Podría haber dirigido sola el negocio, fuera del hecho de que nunca se me permitía ver las cuentas. Y en el fondo de mi corazón creía tener un deber hacia ella. Era la hermana de mi padre. Me había recibido cuando mis padres me dejaron en Inglaterra; me había cuidado cuando quedé huérfana.

Los relojes seguían marchando. Su tic tac tenía ahora un significado muy especial.

*****

La tía Charlotte había empeorado, ya no podía dejar el lecho. El daño a la columna había agravado su enfermedad, decía el doctor Elgin. Su dormitorio se había convertido en una oficina. Seguía controlando los libros y nunca me permitía verlos; pero yo me encargaba de todas las ventas y de buena parte de las compras, aunque todo debía ser sometido a ella y pagaba las cuentas con sus propias manos. Yo estaba muy ocupada; me entregué con devoción al trabajo y si alguna vez Ellen o la señora Buckle hablaban de lo que pasaba en el Castillo Crediton, yo decidía que aquello no me interesaba.

Un día el doctor Elgin pidió verme; acababa de bajar del cuarto de tía Charlotte.

Dijo:

—Está empeorando. Ya no se puede mover sin ayuda. Llegara un momento en el que estará postrada en la cama. Sugiero que tome una enfermera.

Vi que esto era necesario, pero dije que era un asunto que debía discutirse con mi tía.

—Hágalo —dijo el médico— y dígale que usted no puede hacer todo lo que hace y además atender a un enfermo. Necesita una enfermera especializada.

Al principio tía Charlotte se opuso a la idea, pero después cedió. Todo cambió con la llegada de Chantel Loman.

¿Cómo describir a Chantel? Era pulcra y me recordaba una porcelana de Dresde. Tenía ese precioso tono de pelo hecho famoso por Tiziano, con cejas algo pesadas y oscuras pestañas; sus ojos eran de un tono verde decidido y me pareció que era el color más arrebatador que yo había visto jamás. Tenía una naricita recta, un cutis de tono delicado, y una figura esbelta. Si tenía algún defecto era la pequeñez de la boca. Pero se me ocurrió —y ya se me había ocurrido con algunas de las más bellas obras de arte que manejaba— que era una ligera imperfección lo que añadía algo a la belleza. La belleza perfecta en el arte o la naturaleza puede ser monótona; aquella pequeña irregularidad la hacía excitante. Y así me pareció que era Chantel.

Cuando por primera vez vino a la Casa de la Reina y se sentó en un sillón tallado estilo Restauración que estaba en aquel momento en el vestíbulo, pensé: «No se quedará. No debía haber venido en primer lugar».

Pero me equivoqué. Ella dijo después que el lugar la había fascinado, al igual que yo. Yo parecía tan… dominante. Ya una solterona con mi falda y chaqueta de tweed, mi blusa severa, y mí pelo, en verdad bello, tirado hacia atrás y sujeto de una manera que destrozaba su belleza y eso era criminal.

Chantel hablaba así, recalcando ciertas palabras y tenía una manera de reír al fin de una frase como si se burlara de sí misma. Nunca hubiera podido imaginar a nadie menos semejante a una enfermera.

La llevé a ver a tía Charlotte, y curiosamente —o quizá debería decir muy naturalmente— tía Charlotte simpatizó con ella en seguida. Chantel encantaba natural y fácilmente, le dije a Ellen.

—Es una verdadera belleza —dijo Ellen—. Las cosas cambiarán ahora que ha venido.

Y cambiaron. Ella era brillante y eficiente. Incluso tía Charlotte rezongaba menos. Chantel estaba interesada en la casa y la exploró. Luego me dijo que era la casa más apasionante que había visto en su vida.

Después de acomodar a tía Charlotte para pasar la noche, Chantel solía venir a mi cuarto a charlar. Creo que se alegraba de tener en la casa a alguien que era más o menos de su edad. Yo tenía veintiséis y ella veintidós; pero la vida de ella había sido más interesante, había viajado algo con su último paciente y parecía una mujer de mundo.

Me sentí más feliz de lo que me había sentido en mucho tiempo, y lo mismo pasaba con todo el personal de la casa. Ellen se interesaba en Chantel y creo que le hizo confidencias sobre el señor Orfey. Incluso la señora Morton era más comunicativa con ella de lo que jamás había sido conmigo, porque fue Chantel quien me informó que la señora Morton tenía una hija inválida, que vivía con una hermana soltera de la señora Morton, a cinco millas de Langmouth. Allí era donde iba ella los días que tenía libres, y había venido a la Casa de la Reina y soportaba los caprichos de tía Charlotte y las incomodidades para estar cerca de su hija. Esperaba el día en que pudiera retirarse y vivir junto a su hija.

—¡Qué raro que te haya dicho todo eso! —exclamé—. ¿Cómo lograste hacerla hablar?

—La gente habla conmigo —dijo Chantel.

Se plantaba ante mi ventana, mirando el jardín y el río, y decía que todo era fascinante. Estaba vitalmente interesada en todo y en todos. Incluso aprendió algo acerca de antigüedades. «El dinero que deben representar» decía.

—Pero primero hay que comprarlas —le explicaba— y algunas ni siquiera han sido pagadas. Tía Charlotte las almacena y cobra una comisión si hace la venta.

—¡Qué inteligente eres! —decía admirativamente.

—Tienes tu profesión, que sin duda es más útil.

Ella hacía una mueca. A veces me recordaba a mi madre: pero era eficiente como nunca lo había sido mi madre.

—Conservar preciosas mesas y sillones antiguos pueden ser más útil que conservar fastidiosos inválidos. He visto algunos horrores que te podría contar.

Su conversación era divertida. Me dijo que había sido criada en una vicaría.

—Y sé por qué se dice «pobre como rata de iglesia». Así éramos de pobres. ¡Tanta economía! Destrozaba el alma, Anna. —Rápidamente nos habíamos tuteado, y el nombre de Chantel era tan bonito que me padecía una pena no usarlo—. Allí estaba papá salvando el alma de sus feligreses mientras sus pobres hijos tenían que vivir de pan y sobras. ¡Uf! Nuestra madre murió… a consecuencia de su último parto… cuando yo nací. Éramos cinco.

—¡Qué maravilloso tener tantos hermanos y hermanas!

—No es tan maravilloso cuando se es pobre. Todos decidimos tener profesiones y yo elegí la de enfermera porque, como dije a Selina, mi hermana mayor, eso me llevará a las casas de los ricos y por lo menos podré recoger las migajas que caen de la mesa.

—¡Y viniste a dar aquí!

—Esto me gusta —contestó—. El lugar me excita.

—Por lo menos no te daremos pan y sobras.

—No me importaría que lo hicieran. Valdría la pena por estar aquí. Es una casa maravillosa, llena de cosas raras, y tú no eres en modo alguno una persona corriente, como no lo es la señorita Brett. Esto es lo bueno en esta profesión. Nunca se sabe dónde va a llevarnos.

Sus chispeantes ojos verdes recordaban esmeraldas.

Dije:

—Pienso que alguien tan bella como tú debería haberse casado.

Sonrió de soslayo.

—He tenido propuestas.

—Pero nunca has estado enamorada —contesté.

—No. ¿Y tú?

Aquello me inundó las mejillas de rubor; y sin poder evitarlo hablé de Redvers Stretton.

—Un devastador Casanova —dijo ella—. Ojalá hubiera estado entonces aquí. Te habría prevenido.

—¿Cómo podías saber que tenía mujer en el extranjero?

—No te preocupes, lo habría descubierto. Mi querida Anna, debes pensar que te escapaste de una buena. —Sus ojos brillaban excitados—. Piensa en lo que podría haber pasado.

—¿Qué? —pregunté.

—Podría haberte propuesto matrimonio y haberte seducido.

—¡Qué tontería! Todo fue culpa mía en verdad. Él nunca dio la menor indicación de estar… interesado en mí. Fue mi tonta imaginación.

Ella no contestó, pero, a partir de ese momento se interesó mucho en el Castillo Crediton. La oí hablar con frecuencia con Ellen del castillo y de los Crediton.

Mis relaciones con Ellen habían cambiado: ella estaba mucho más interesada en Chantel que en mí. Yo lo entendía, porque Chantel era maravillosa. Con un hábil toque de alabanza hasta podía poner de buen humor a la tía Charlotte. Su encanto residía en su interés en la gente; era ávidamente curiosa. Después del día libre de Ellen bajaba a preparar en la cocina, con ésta, una bandeja para tía Charlotte, y yo las oía reír juntas.

La señora Buckle decía:

—La enfermera Loman es un toque de sol en esta casa.

Y yo opinaba que tenía mucha razón.

Fue a Chantel a quien se le ocurrió la idea de hacer unos Diarios. La vida, dijo, estaba llena de interés.

—La de alguna gente —dije.

—La de toda la gente —me corrigió.

—Aquí no pasa nada —le dije— he perdido la cuenta de los días.

—Eso demuestra que deberías tener un Diario y escribir todo lo que pasa. Tengo una idea. Los haremos ambas y los leeremos después. Será muy divertido porque, viviendo tan juntas como vivimos, anotaremos las mismas cosas. Las veremos a través de nuestros ojos distintos.

—Un Diario —dije— nunca tendré tiempo.

—Sí, lo tendrás. Un Diario absolutamente sincero. Insisto: te sorprenderá el bien que puede hacerte una cosa así.

Y así empezamos a escribir los Diarios.

Ella tenía razón, como siempre. La vida adquirió un nuevo aspecto. Los acontecimientos parecían menos triviales; y era interesante ver de qué manera distinta los anotábamos. Ella coloreaba todo con su propia personalidad y mi relato parecía seco en comparación. Ella veía la gente de otro modo, la volvía más interesante; incluso tía Charlotte emergió como una persona simpática de entre sus manos.

Nuestros Diarios nos proporcionaron mucho placer. Lo importante era anotar exactamente lo que uno sentía, decía Chantel.

—Quiero decir, Anna, si sientes que me odias por algo, no ahorres las palabras. ¿Para qué sirve un Diario si no es sincero?

De modo que me acostumbré a escribir como si estuviera hablando sola y cada semana intercambiábamos los Diarios y sabíamos exactamente lo que la otra sentía.

Con frecuencia me preguntaba cómo había podido pasar los días antes de la llegada de Chantel. En cierto modo era para mí también una enfermera, aunque yo no necesitara cuidados físicos.

Hacía sólo diez meses que Chantel estaba con nosotros y había vuelto el otoño. Los tintes otoñales y sus aromas todavía llenaban de dolor mi corazón, aunque lo sentía mucho más ligero. Aquel verano había sido húmedo y la atmósfera había tenido efecto sobre tía Charlotte: no podía dejar la cama. ¡Cuánta razón la del doctor Elgin al afirmar que necesitaba una enfermera! La facilidad con la que la frágil Chantel podía levantarla, con ayuda de la señora Morton, siempre me sorprendía. La enfermedad de tía Charlotte estaba en un estado avanzado y el médico le daba píldoras de opio para hacerla dormir. Ella luchaba contra lo que condenaba como drogas, pero finalmente cedía.

—Una por noche —decía el doctor Elgin— dos a lo sumo. Más sería fatal.

Las píldoras se guardaban en un armario en la antesala —como yo la llamaba— contigua al cuarto. El médico dijo que era mejor que las píldoras no estuvieran cerca de la cama, para que tía Charlotte no se sintiera tentada de tomar más de las prescriptas si los dolores se agudizaban, porque la droga podía ser menos efectiva si su uso era frecuente.

—Encárguese usted de eso, enfermera Loman.

—Puede usted confiar en mí, doctor —dijo Chantel.

Y naturalmente confiaba. Habló conmigo acerca de tía Charlotte. Había sido muy inteligente de mi parte traer a la enfermera Loman. Mi tía era una mujer muy fuerte. No había nada orgánicamente enfermo en ella. De no ser por su artritis estaba perfectamente sana. Podía seguir años en su estado actual.

La noche antes que el doctor Elgin me dijera esto tuve una extraña experiencia. Desperté y me encontré de pie junto a mi cama. No sabía qué me había pasado. Estaba segura de haber tenido un extraño sueño, aunque no recordaba qué era. Quizás un futuro en el que todos nosotros estábamos envejeciendo y atendiendo a tía Charlotte… Ellen, la señora Morton, Chantel y yo. Todo lo que recordaba del sueño eran unas palabras que aún resonaban en mis oídos: «Durante años…». Y no sabía cómo había salido de la cama. En un momento creía recordar que me había levantado; en el otro no estaba segura de haberlo hecho.

Era una experiencia aterradora.

Fui a la puerta de mi cuarto y permanecí allí oyendo los ruidos de la casa. ¿Había sucedido algo que me había perturbado? Sólo pude oír el leve rumor del viento entre los árboles frente a la ventana y el súbito crujir de un tablón. Después fui consciente del tic tac de los relojes en toda la casa.

¿Qué había pasado? Nada: había sido perturbada por un sueño.

*****

Pasaron las semanas. El invierno era duro: el viento del este penetraba en la casa y, como decía tía Charlotte «le endurecía los huesos», y hacía que le doliera cualquier movimiento. Estaba resignada ahora a estar postrada en la cama. Tenía los pies hinchados y deformados, y no podía mantenerse de pie. Se apoyaba totalmente en Chantel y la señora Morton.

Yo tenía que ausentarme días enteros de la Casa de la Reina para ir a remates, aunque nunca iba tan lejos que tuviera que quedarme la noche fuera. No era fácil para una mujer viajar sola. Además yo acortaba mis viajes lo más posible, ya que los negocios se hacían difíciles si no había nadie para atenderlos cuando yo no estaba.

Empezaba a sospechar que tía Charlotte no siempre había comprado juiciosamente. Las mercaderías chinas seguían quemándonos las manos. Su experiencia y conocimiento la habían llevado con frecuencia a adquirir una pieza más por su rareza y que por la posibilidad de venderla, lo que estaba muy bien si se era coleccionista, pero nuestro negocio era comprar y vender.

Durante aquel duro y largo invierno mantuve mi Diario al día; y lo mismo hizo Chantel. Yo me enteraba de todo lo que pasaba en casa, todos los pequeños detalles, que Chantel volvía divertidos y leves; y, con estilo más pesado, yo describía mis visitas a los remates y los clientes.

Y una mañana que desperté para encontrar unos dibujos de helada en la ventana, me enteré de que tía Charlotte había muerto.

*****

Chantel había ido como de costumbre, a las siete, para llevarle una taza de té. Luego vino corriendo a mi cuarto. Nunca la olvidaré allí de pie, con sus enormes ojos verdes, su cara desusadamente pálida, su pelo color Tiziano cayendo sobre sus hombros.

—Anna… ¡tu tía ha muerto! No lo entiendo. Hay que llamar en seguida al doctor Elgin. Que vaya Ellen a buscarlo.

Y el médico vino; nos dijo que tía había muerto por una sobredosis de tabletas de opio, que siempre se guardaban en la antesala. ¿Cómo, entonces, había podido tomarlas? La inferencia era obvia. Alguien se las había dado. La Casa de la Reina no sólo era una casa de muerte, sino una casa de sospechas.

Fuimos todos interrogados. Nadie había oído nada durante la noche. Mi cuarto quedaba encima del de tía Charlotte; el de Chantel quedaba en el mismo piso; Ellen y la señora Morton estaban juntas, del otro lado de la casa.

No recuerdo ahora detalles de esos días, porque sólo volví a escribir en mi Diario después de la investigación. De alguna manera no podía hacerlo. Era una pesadilla y yo no quería creer que fuera real.

Pero una pregunta debía ser contestada, porque la ley lo exigía. ¿Cómo podía tía Charlotte haber tomado unas píldoras que estaban en el otro cuarto cuando no podía caminar? La inferencia era: alguien se las había dado. Y la pregunta inevitable: ¿quién?

¿Quién tenía algo que ganar? Yo era la principal beneficiada. La Casa de la Reina y el negocio de antigüedades serían míos a la muerte de ella. Yo era la única parienta viva; era evidente que todo sería mío. Yo había sido educada con este fin. La sugerencia apareció, desde el principio. Antes que nadie lo mencionara: ¿acaso yo me había cansado de esperar? La sospecha pesaba sobre la casa como un miasma, horrible, insinuante.

Ellen quedó como muerta, pero pude ver el cálculo en sus ojos: ¿recibiría su legado? ¿Quedaría satisfecho el señor Orfey? La señora Morton parecía casi aliviada. La vida en la Casa de la Reina no era lo que la señora Buckle hubiera llamado un lecho de rosas. La señora Buckle era demasiado sencilla para ocultar su excitación. Estar vinculada a una casa en la que había ocurrido una muerte súbita, elevaba enormemente su prestigio.

Fue agotador… las preguntas, la policía, la investigación.

¿Qué hubiera sido de mí de no haber sido por Chantel? Con frecuencia me lo he preguntado. Ella fue como mi ángel guardián; estaba constantemente conmigo, asegurándome que todo se iba a arreglar. Naturalmente tía Charlotte había tomado ella misma las píldoras. Estaba en su carácter una cosa así.

—Nunca se hubiera suicidado —exclamé—, nunca. Hubiera sido en contra de sus principios.

—No sabes lo que puede hacer el dolor a la gente… un dolor que sigue y sigue y que sólo puede empeorar. Lo he visto. Al principio no quería las píldoras de opio, y después las tomaba y siempre pedía más.

Oh, sí, Chantel me salvó. Nunca olvidaré con cuánto valor me defendió durante la investigación. Estaba preciosa, pero muy discreta con su capa negra de enfermera, sus ojos verdes y su pelo rojizo, tan atractivo. Tenía más que belleza: tenía poder para ganar la confianza de la gente y vi que dominaba a todos en el tribunal, como nos había dominado en la Casa de la Reina. Testimonió con tono claro y muy reposado. Es verdad que tía Charlotte no podía caminar en circunstancias ordinarias. Pero le había visto hacer lo imposible, y no sólo a tía Charlotte, sino a otros pacientes en circunstancias similares. Iba a explicar. Se había puesto en el cuarto de la señorita Brett una pieza de mobiliario; era una pieza que su sobrina quería hacerle comprar, y aunque la señorita Brett era inválida y sufría muchos dolores, tenía los ojos alertas en lo que se refería a los negocios. Y se había levantado de la cama para examinar la pequeña pieza. La enfermera Loman había quedado atónita, porque creía que la enferma no podía caminar. En determinadas circunstancias los enfermos como la señorita Brett desarrollaban poderes especiales. Creía que el doctor Elgin podía confirmar esto, y, de todos modos, ella había encontrado a la señorita Brett junto al armario. Es verdad que casi debió ser llevada en vilo a la cama, pero es verdad que había llegado junto al mueble sin que la ayudaran. La enfermera Loman creía que eso era lo que debía haber pasado aquella noche. El dolor era intenso; la dosis que había tomado sólo le había proporcionado un corto sueño. Por eso había decidido tomar más. Cerca del armario en el que se guardaban las píldoras de opio la enfermera Loman había encontrado un botón del salto de cama de la señorita Brett, y sabía que ese botón no faltaba cuando había dado la píldora a mi tía y le había dado las buenas noches.

Presentaron el salto de cama; se examinó el botón; se había derramado agua en la mesita de noche junto a la cama de mi tía.

El veredicto fue que tía Charlotte había sufrido grandes dolores y se había quitado la vida, con la mente un poco trastornada.

Pero el asunto no quedó ahí. Se leyó el testamento. El negocio y la Casa de la Reina eran para mí; había doscientas libras para la señora Morton y —esto era una sorpresa— doscientas para Chantel; ciento cincuenta para Ellen y cincuenta para la señora Buckle.

Chantel escribió en su Diario: «¡Qué sorpresa! Aunque sabía que me quería un poco. Debe de haber añadido el codicilo el día en que vinieron a verla aquellos dos importantes caballeros. Supongo que eran abogados. Aunque es raro que me haya incluido a mí. Pero el dinero es siempre un consuelo. Y me gustaría que las cosas no hubieran pasado como pasaron. ¡Pobre, pobre Anna! En verdad es muy vulnerable. En cuanto a los otros —especialmente Ellen— no pueden ocultar su júbilo».

En verdad había un cambio en la Casa de la Reina. La señora Morton quiso irse en seguida, y lo hizo. Ellen dijo que el señor Orfey no se oponía a que ella se quedara conmigo hasta que yo encontrara a alguien para reemplazarla. Chantel pidió quedarse un tiempo, aunque sus servicios ya no eran necesarios.

—Por favor, quédate —le dije, y ella se quedó.

*****

Nos sentábamos en el cuarto de la reina —el cuarto favorito de Chantel— y hablábamos del futuro. A veces ella se echaba en la cama de la reina, siempre con mucho cuidado, siempre consciente de su antigüedad y de la necesidad de conservarla, y decía que se sentía como una reina. Procuraba ser ligera, pero a mí me resultaba difícil. Sabía que la gente hablaba. Decían que yo había heredado mucho. Y la señora Buckle había hablado de las dificultades que había entre mi tía y yo, aunque todo había marchado suavemente desde la llegada de la enfermera Loman.

Chantel me ayudó a ordenar las cosas. Pronto me enteré de que yo había heredado, sobre todo, deudas. ¿Qué le había pasado a tía Charlotte? En los últimos dos o tres años había perdido la capacidad de juzgar. No era sorprendente que no me dejara mirar sus libros. Quedé horrorizada ante el precio que había pagado por aquellas piezas chinas. Y había otras. Hermosas en sí mismas, pero más adecuadas para museos que para compradores privados. Había pedido préstamos al banco a un alto interés. Rápidamente comprendí que el negocio estaba al borde de la bancarrota.

A veces me despertaba por la noche y creía oír la risa burlona de tía Charlotte. Y un día desperté con una idea horrible en mi mente. Recordé el día en que me había encontrado de pie, en el cuarto; y me imaginé yendo, en sueños, al cuarto de tía Charlotte y sacando seis píldoras de opio, disolviéndolas en agua y poniéndolas junto a su cama. Ella bebía con frecuencia durante la noche. Supongamos que…

—¿Qué pasa? —Preguntó Chantel—. Parece que no hubieras podido dormir un segundo.

—Tengo mucho miedo —dije y ella insistió en que le dijera por qué.

—No escribiste en tu Diario ese sueño que tuviste hace un tiempo.

—Pensé que era demasiado trivial.

—Nada es demasiado trivial. Y hemos prometido decirlo todo —sonrió, reprochándome.

—¿Acaso es importante?

—Sí —dijo ella—, todo es importante. Es lo que he aprendido en mi profesión. Pero ya no importa. Anna, debes sacar esa sospecha de tu mente.

—No puedo. Creo que sospechan de mí. La gente ha cambiado conmigo. Lo he notado en el pueblo.

—Chismes. Necesitan hablar de algo. ¿Acaso yo no encontré el botón del salto de cama?

—¿Lo encontraste, Chantel?

—¿Si lo encontré? ¿Qué quieres decir?

—Me pregunto si no intentaste salvarme.

—Oye —dijo—, estoy segura de que sucedió de la manera que sucedió.

—¿En verdad la viste una vez levantarse de la cama para ir a ver una vitrina?

—No hablemos de eso. La gente hace esas cosas. Te digo que lo he visto. Y claramente es lo que ella hizo.

—Chantel —dije—, creo que me has salvado de algo… muy desagradable. Quizá se hubiera podido probar. Supongamos que yo haya caminado en sueños…

—¡Qué tontería! Tú no eres sonámbula. Estabas a medias despierta cuando saliste de la cama. Estabas preocupada por tu tía. Supongo que habrá estado muy grosera aquel día. Escucha, Anna: tienes que sacarte todo eso de la cabeza. Tienes que concentrarte en sacar adelante el negocio. Olvida el pasado. Es la única manera de seguir adelante.

—Oh, Chantel, lo mejor que me ha sucedido es tu venida aquí…

—Me gustaba el trabajo —dijo ella—. Y pronto te sentirás bien. Hubieras hecho frente a todo en caso de un juicio. Sé que lo habrías hecho. Pero debes dejar de pensar en eso. Ha terminado. Está acabado. Ahora debes empezar a vivir. Quizá te suceda algo maravilloso dentro de unas semanas.

—¿A mí?

—Ésa es una actitud equivocada. Las cosas maravillosas nos pueden pasar a cualquiera. Así he vivido mi vida. Ante los casos más atroces me he dicho: «No durará. Pronto va a terminar».

—¿Qué haría yo sin ti? —pregunté.

—Por ahora no es necesario que lo pienses… por ahora.

Tenía razón al decir que nada era eterno. Vino un día a verme para decirme que el doctor Elgin le había conseguido un empleo.

—Nunca adivinarás dónde. ¡En el Castillo Crediton! Quedé atónita. Primero, ella iba a dejarme y, segundo, iba al castillo.

—Son buenas noticias —dijo—. Tengo que trabajar para ganarme la vida y… piensa, ¡no estaremos lejos! Podré verte… con frecuencia.

—El Castillo Crediton —repetí—. ¿Hay allí algún enfermo? ¿Acaso lady Crediton?

—No, la vieja está fuerte como un caballo. Voy a atender a la señora Stretton, la esposa del capitán.

—Ah —dije débilmente.

—Está delicada. Nuestro clima, supongo. Una afección pulmonar. No me sorprendería que empeorara. Y también hay un niño. No pude resistir cuando el doctor Elgin me propuso el empleo.

—¿Y cuándo… vas a empezar?

—La semana próxima —se inclinó y, tomándome la mano, la estrechó con fuerza—. Estaré cerca, a mano. Nos veremos con frecuencia. Y no olvides nuestros Diarios. ¿Has escrito recientemente en el tuyo?

—No he podido, Chantel.

—Debes empezar en seguida. Te contaré todo lo referente al Castillo Crediton y a la extraña vida de sus habitantes, y tú me contarás todo lo que pase aquí.

—Oh, Chantel —exclamé— ¿qué haría yo sin ti?

—Repetirse es señal de vejez, según me han dicho —dijo con una sonrisa—. Pero debo decir que me encantan esas repeticiones. No seas morbosa, Anna. No estás sola: soy tu amiga.

Dije:

—Todo ha cambiado tan bruscamente. Tengo que hacer planes. El negocio se bambolea, Chantel. Tendré que ver mucha gente. Entre otros el abogado de tía Charlotte y el gerente del banco.

—Eso te tendrá ocupada. Escribe todo en tu Diario. Yo haré lo mismo. Hagamos un pacto, diremos la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Y nos consolaremos sabiendo que no estamos solas. Podremos vivir nuestras propias vidas y la vida de la otra. —Sus ojos verdes eran enormes—. No me niegues Anna, que este estado de cosas resulta muy excitante.

—Nunca debemos perdernos de vista —dije.

Ella asintió.

—Intercambiaremos los Diarios, de manera que, aun cuando no nos veamos con frecuencia, sabremos lo que está pasando.

—¿Sabré todo lo que te pase en el Castillo Crediton?

—Todo —afirmó solemne—. Anna, ¿has sentido alguna vez el deseo de ser una mosca en una pared y oírlo y verlo todo sin que nadie sepa que estás allí?

—¿Quién no lo ha deseado?

—Bueno, así será. Serás la mosca en mi pared —rió. ¡Cómo me aligeraba el ánimo! ¡Y cuánto iba a echarla de menos!

*****

Ellen, casada con el señor Orfey, vino a decir que él no se oponía a que ella viniera por las mañanas para dar una mano; la señora Buckle seguía viniendo a limpiar y lustrar, aunque se iba a las cuatro, y, a partir de esa hora, yo estaba sola en la Casa de la Reina.

Y cuando caían las sombras yo meditaba sobre la muerte de tía Charlotte.

Despertaba de pronto de un sueño en el cual yo iba a su cuarto y sacaba las píldoras del frasco para oírme gritar: «No, no, no lo hice». Después seguía echada, escuchando los relojes, que parecían calmarme. ¡Debía haber sucedido como decía Chantel! No había otra explicación.

No debía meditar sobre el pasado. Dios sabía si el futuro era difícil. ¿Cómo pagar las deudas de tía Charlotte? Muchas piezas que yo suponía le pertenecían no habían sido pagadas. Había gastado buena parte de su capital en la colección china; en los últimos años el negocio no había dado ganancia. Por alarmante que fuera, yo creía en la historia de Chantel. Obsesionada por un dolor creciente, impaciente por la inactividad, viendo aumentar las deudas y la eventual bancarrota, tía se había forzado —y yo conocía la extensión de su voluntad— a salir de la cama y buscar el olvido.

Yo debía tomar alguna decisión. No podía dejar que las cosas se precipitaran. En verdad no podía permitirme hacerlo. Formé toda clase de planes. ¿Poner un anuncio pidiendo un socio con dinero? ¿Vender y quedarme con lo que quedara después de pagar las deudas? Las ventas forzosas con frecuencia significaban precios reducidos. Si ganaba lo bastante como para pagar las deudas podía considerarme afortunada. No quedaría nada fuera de la casa. Quizá pudiera venderla. Era la respuesta.

Así corría mi mente en las noches desveladas y por las mañanas me miraba al espejo y murmuraba: «La vieja señorita Brett».

Chantel vino, dejó su Diario y se llevó el mío. Lo traería al día siguiente.

Aquella noche llevé el de ella a mi cama y la idea de leerlo me sacó de la melancolía. Mi vida era seca, casi aterradora: Chantel, como antes, era mi salvación. Enterarme de lo que pasaba en el Castillo Crediton iba a darme el respiro que necesitaba. Además, yo siempre iba a interesarme en cualquier cosa que pasara en el hogar de Redvers Stretton.

Sentí que el ánimo se me levantaba un poco al echarme sobre las almohadas y acercar la lámpara de kerosén —que había traído de abajo— a mi cama, para leer el Diario de Chantel.