Estaban todos reunidos en la cocina. Sobre el fogón de gas la olla de patatas hervía alegremente. El sabroso aroma del asado que salía del horno era más fuerte que nunca.
Cuatro seres asustados se miraron unos a otros: el quinto, Molly, pálida y temblorosa, sorbía un vaso de whisky, que el sexto, el sargento Trotter, le había obligado a beber.
El propio sargento Trotter, con su rostro grave y contrariado, contemplaba a los reunidos. Habían transcurrido sólo quince minutos desde que los terribles gritos de Molly les atrajeran a todos a la biblioteca.
—Acababa de ser asesinada cuando usted llegó junto a ella, señora Davis —le dijo—. ¿Está segura de no haber visto u oído nada cuando cruzó el vestíbulo?
—Oí silbar —dijo Molly con voz débil—, pero eso fue antes. Creo… no estoy segura… creo haber oído cerrar una puerta… precisamente cuando yo… cuando yo… entraba en la biblioteca.
—¿Qué puerta?
—No lo sé.
—Piense, señora Davis… trate de recordar…, ¿arriba, abajo, a la derecha o a la izquierda…?
—No lo sé, ya se lo he dicho —exclamó Molly—. Ni siquiera estoy segura de haber oído algo.
—¿Es que no puede dejar de acosarla? —dijo Giles, furioso—. ¿No ve que está nerviosa?
—Estoy investigando un crimen, señor Davis… Le ruego me perdone, comandante Davis.
—No utilizo mi título de guerra en ninguna ocasión, sargento.
—Perfectamente, señor —Trotter hizo una pausa, como si hubiera tocado un punto delicado—. Como iba diciendo, estoy investigando un crimen. Hasta ahora nadie ha tomado este asunto en serio. La señora Boyle tampoco. No quiso darme cierta información. Todos ustedes han hecho lo mismo. Bien, la señora Boyle ha muerto y, a menos que lleguemos al fondo de todo esto… y pronto, puede que haya otra muerte.
—¿Otra? ¡Tonterías! ¿Por qué?
—Porque… —repuso el sargento Trotter con voz grave— eran tres ratoncitos ciegos…
—¿Una muerte por cada uno? —preguntó Giles, extrañado—. Pero tendría que existir alguna relación… quiero decir, otra relación con aquel caso.
—Sí, tiene que haberla.
—Pero ¿por qué ha de haber otro crimen aquí?
—Porque sólo había dos direcciones en el librito de notas. Había sólo una posible víctima en la calle Culver, 74. Ya ha muerto. Pero en Monkswell Manor hay un campo más amplio.
—Tonterías, Trotter. Sería una coincidencia casi improbable que se hubieran reunido aquí por azar dos personas relacionadas con el caso de Longridge Farm.
—Dadas ciertas circunstancias, no sería mucha casualidad. Piénselo, señor Davis.
Se volvió hacia los otros.
—Ya tengo sus declaraciones de dónde estaba cada uno de ustedes cuando la señora Boyle fue asesinada. Voy a repasarlas. ¿Usted, señor Wren, estaba en su habitación cuando oyó gritar a la señora Davis?
—Sí, sargento.
—Señor David, ¿usted se encontraba en su dormitorio examinando el teléfono supletorio que hay allí?
—Sí —repuso Giles.
—El señor Paravicini se hallaba en el salón tocando el piano. A propósito, ¿no le oyó nadie, señor Paravicini?
—Tocaba muy piano, muy piano, sargento, y sólo con un dedo.
—¿Qué es lo que tocaba?
—Tres Ratones Ciegos, sargento —Sonrió—. Lo mismo que el señor Wren silbaba en el piso de arriba. La tonadilla que todos llevamos metida en la cabeza.
—Es una canción horrible —dijo Molly.
—¿Y qué me dice del cable telefónico? —quiso saber Metcalf—. ¿Lo habían cortado intencionadamente?
—Sí, mayor Metcalf. Precisamente junto a la ventana del comedor… acababa de localizar la avería cuando gritó la señora Davis.
—¡Pero eso es una locura! ¿Cómo espera el criminal poder salir con bien de todo esto? —preguntó Cristóbal con voz estridente.
El sargento le contempló fijamente unos instantes.
—Tal vez eso no le preocupe mucho —dijo—. O es posible que se crea demasiado listo para nosotros. Los asesinos son así. Nosotros tenemos un curso de psicología en nuestro aprendizaje. La mentalidad de un esquizofrénico es muy interesante.
—¿No podríamos suprimir las palabras innecesarias? —preguntó Giles.
—Desde luego, señor Davis. Sólo hay dos de ellas que nos interesan de momento. Una es asesinato y la otra peligro. Nos hemos de concentrar sobre esas palabras. Ahora, mayor Metcalf, permítame que aclare sus movimientos. Dice que estaba usted en el sótano…, ¿por qué?
—Echando un vistazo —repuso el mayor—. Miré en el interior de ese armario que hay debajo de la escalera y entonces vi una puerta, la abrí, había un tramo de escalones y los bajé. Tiene usted un sótano muy bonito —dijo dirigiéndose a Giles—. Parece la bien conservada cripta de un viejo monasterio.
—No se trata de buscar antigüedades, mayor Metcalf. Estamos investigando un crimen. ¿Quiere escuchar un momento, señora Davis? Dejaré abierta la puerta de la cocina —Y salió. Oyóse cerrar una puerta con cuidado—. ¿Es eso lo que oyó usted, señora Davis? —preguntó al reaparecer.
—Yo… creo que fue algo así.
—Era la puerta del armario de debajo de la escalera. Podría ser que el asesino, tras matar a la señora Boyle, se retirara por el recibidor, y al oírla salir de la cocina se refugiara en este armario y cerrara la puerta.
—En ese caso estarán sus huellas en el interior del armario —exclamó Cristóbal.
—Y también las mías —dijo el mayor Metcalf.
—Cierto —repuso el sargento Trotter—. Pero nos ha dado una explicación satisfactoria, ¿verdad? —agregó en tono más bajo.
—Escuche, sargento —intervino Giles—, admito que usted es el encargado de aclarar este asunto, pero ésta es mi casa, y en cierto modo me siento responsable de las personas que se hospedan aquí. ¿No podríamos tomar ciertas medidas de precaución?
—¿Tales como…? Diga, diga usted, señor Davis.
—Bien, para ser franco, habría que arrestar a la persona que aparece como principal sospechoso.
Y Giles miró fijamente a Wren.
Wren adelantóse, exclamando con voz aguda:
—¡No es verdad! ¡No es verdad! Todos están contra mí… Todo el mundo está siempre contra mí. Ahora ustedes quieren echarme la culpa. Es una persecución… una persecución…
—Cálmese, muchacho —le dijo el mayor Metcalf.
—Tranquilícese, Cris —Molly acercóse a él—. Nadie está en contra suya. Dígale que no hay nada de eso, sargento.
—Nosotros no echamos la culpa a nadie —repuso el sargento Trotter.
—Dígale que no va a arrestarle.
—No voy a arrestar a nadie. Para hacerlo necesito pruebas. Y no las hay… por ahora.
—Creo que te has vuelto loca, Molly —exclamó Giles—, y usted también, sargento. Hay una sola persona que reúna las características del asesino y…
—Aguarda, Giles, espera —interrumpió su esposa—. ¡Oh, cálmate! Sargento Trotter…, ¿puedo… puedo hablar un momento con usted?
—Yo me quedo —dijo Giles.
—No, vete, por favor.
El rostro de Giles estaba sombrío y presagiaba tormenta cuando habló.
—No sé lo que te ha pasado, Molly.
Y siguió a los otros fuera de la habitación.
—Diga usted, señora Davis, ¿qué es ello?
—Sargento Trotter, cuando usted nos habló del caso de Longridge Farm, nos dio a entender que debía ser el hermano mayor el… responsable de todo esto. Pero no lo sabe con certeza, ¿verdad?
—Así es, señora Davis. Pero la mayoría de posibilidades, se inclinaban hacia ese lado…, desequilibrio mental, deserción del Ejército… ése fue el informe del psiquiatra.
—Oh, ya, y por consiguiente todo parecía indicar a Cristóbal. Yo no creo que haya sido él. Debe de haber otras… posibilidades. ¿Es que aquellos niños no tenían familia… padres, por ejemplo?
—Sí. La madre había muerto, pero el padre estaba sirviendo en el extranjero.
—Bueno. ¿Y qué hay de él? ¿Dónde se encuentra ahora?
—No tenemos informes. Obtuvo los documentos de desmovilización el año pasado.
—Y si el hijo era un desequilibrado mental, el padre también pudo serlo.
—Es posible.
—De modo que el asesino pudiera ser de mediana edad, o más bien viejo. Recuerde que el mayor Metcalf se asustó mucho cuando le dije que había telefoneado la policía. Y realmente estaba atemorizado.
—Créame, por favor, señora Davis —dijo el sargento Trotter con calma—. No he dejado de considerar todas las posibilidades desde el principio. El joven Jim… el padre, e incluso la hermana. Podría haber sido una mujer, ¿sabe? No he pasado nada por alto. Puedo estar seguro en mi interior…, pero no lo sé… todavía. Es muy difícil conocer todo lo referente a los demás… sobre todo en estos tiempos. Le sorprendería lo que se ve en el Departamento de Policía. Principalmente en matrimonios. Bodas rápidas… casamientos de guerra… Sin explicar el pasado… Sin hablar de familia, ni amistades. La gente acepta la palabra de un desconocido como artículo de fe. Si un individuo dice que es piloto de aviación, o mayor del ejército… la chica le cree a pies juntillas… y algunas veces tarda uno o dos años en descubrir que es un empleado de un Banco que se ha fugado y que tiene esposa e hijos… o que es un desertor del ejército… o peor.
Hizo una pausa y continuó:
—Sé perfectamente lo que está pensando, señora Davis. Sólo quiero decirle una cosa. El asesino se está divirtiendo. Eso es de lo único que estoy seguro.
Y se dirigió hacia la puerta.
Molly quedóse inmóvil mientras sentía arder sus mejillas. Al cabo de unos instantes avanzó lentamente hacia el fogón y se arrodilló para ir a abrir la puerta del horno. El aroma sabroso y familiar alegró su ánimo. Era como si de pronto volviera a encontrarse en el mundo amable de la rutina cotidiana. Guisar… cuidar de la casa… la vida ordinaria y prosaica…
Desde tiempo inmemorial las mujeres han preparado los alimentos para los hombres. El mundo de peligros… y locuras se desvaneció. La mujer, en su cocina, se encuentra a salvo… completamente a salvo.
Abrióse la puerta. Molly volvió la cabeza, viendo entrar a Cristóbal Wren casi sin aliento.
—¡Cielos! —exclamó Cristóbal—. ¡Qué desorden! ¡Alguien ha robado los esquíes del sargento!
—¿Los esquíes del sargento? Pero ¿quién ha podido ser?
—La verdad es que no puedo imaginarlo… quiero decir, que si el sargento decidía marcharse y dejarnos, supongo que el asesino debiera sentirse satisfecho. En fin, que no tiene sentido, ¿no le parece?
—Giles los puso en el armario de debajo de la escalera.
—Bueno, pues ya no están allí. Es algo extraño, ¿verdad?
Rió alegremente.
—El sargento está furioso… Y culpa al pobre mayor Metcalf…, que sostiene que no se fijó si estaban o no cuando miró dentro del armario justamente antes de que mataran a la señora Boyle. Trotter dice que debió haberlo notado forzosamente —Cristóbal bajó la voz—. Si quiere saber mi opinión, creo que este asunto está empezando a desmoralizar a Trotter.
—Nos está desmoralizando a todos nosotros —replicó Molly.
—A mí no. Lo encuentro estimulante. ¡Es tan deliciosamente irreal!…
—No diría eso… si hubiera sido usted quien la hubiese encontrado. Me refiero a la señora Boyle. Sigo recordándola… No consigo olvidarlo… Su rostro… hinchado y cárdeno…
Se estremeció. Cristóbal acercóse a ella y le puso una mano sobre el hombro.
—Lo sé. Soy un estúpido. Lo siento. No quise entristecerla.
Un sollozo ahogóse en la garganta de Molly.
—Hace unos momentos todo parecía como antes… esta cocina…, el preparar la comida… —Habló de un modo confuso e incoherente—. Y, de pronto, todo… volvió de nuevo… como una pesadilla.
Había una curiosa expresión en el rostro de Cristóbal Wren mientras contemplaba con marcada atención a la joven.
—Ya comprendo —le dijo—. Bueno, será mejor que me vaya… y no la entretenga.
Cuando Cristóbal tenía ya la mano en el pomo de la puerta, la joven exclamó:
—¡No se marche!
Él se volvió, mirándola interrogadoramente, y regresó a su lado despacio.
—¿Lo ha dicho de veras?
—¿El qué?
—Que no quiere que me marche.
—Sí, ya se lo he dicho. No quiero estar sola. Tengo miedo de quedarme sola.
Cristóbal sentóse junto a la mesa. Molly abrió el horno y cambió de estante el pastel de carne.
—Eso es muy interesante —dijo Cristóbal en voz baja.
—¿El qué?
—El que no tema quedarse a solas… conmigo. No tiene miedo, ¿verdad?
Molly movió la cabeza.
—No, no tengo miedo.
—¿Por qué no tiene miedo, Molly?
—No lo sé… yo no…
—Y, no obstante, soy la única persona que reúne las características del asesino.
—No —repuso Molly—. Existen otras… posibilidades. He estado hablando de ello unos momentos con el sargento Trotter.
—¿Y está de acuerdo contigo?
—Por lo menos no está en desacuerdo —dijo la joven despacio.
Ciertas palabras volvían a martillear su cerebro. Especialmente la última frase: «Sé perfectamente lo que está pensando, señora Davis». Pero ¿lo sabía? Es posible que lo supiera. También dijo que el asesino estaba disfrutando… ¿Era cierto?
Y preguntó a Cristóbal:
—Tú no te estás divirtiendo precisamente, ¿verdad? A pesar de lo que acabas de decirme.
—¡Cielos, no! —repuso Cristóbal mirándola, sorprendido—. ¡Qué cosas tan chocantes se te ocurren!
—Oh, no es cosa mía, sino del sargento Trotter. ¡Le odio! Me ha metido cosas en la cabeza… cosas que no son verdad… que no pueden ser verdad.
Se cubrió el rostro con las manos, pero Cristóbal se las apartó suavemente.
—Escucha, Molly, ¿qué es todo esto?
Ella dejó que la sentara en una silla junto a la mesa de la cocina. Los modales de Cristóbal ya no eran ni morbosos ni infantiles.
—¿Qué te pasa, Molly? —le dijo.
La joven le miró largamente.
—¿Cuánto tiempo hace que te conozco, Cristóbal? ¿Dos días?
—Poco más o menos. Estás pensando que para hacer tan poco tiempo nos conocemos bastante bien.
—Sí… es extraño, ¿verdad?
—Oh, no lo sé… Existe una corriente de simpatía entre nosotros. Posiblemente porque ambos… hemos luchado contra ella.
No era pregunta, sino afirmación, y Molly la pasó por alto. Preguntó en voz muy baja:
—Tu nombre verdadero no es Cristóbal Wren, ¿verdad?
—No.
—¿Por qué…?
—¿Por qué he escogido ése? Oh, me pareció bastante ingenioso. En el colegio solían burlarse de mí llamándome Cristóbal Robin. Robin… Wren… me figuro que fue por asociación de ideas.
—¿Cuál es, pues, tu verdadero nombre?
Cristóbal repuso con voz tranquila:
—No creo que te interese… No significaría nada para ti… No soy arquitecto. En la actualidad soy un desertor del ejército.
Por un momento en los ojos de Molly brilló un relámpago de alarma.
Cristóbal lo comprendió así.
—Sí —continuó—. Igual que nuestro asesino desconocido. Ya te dije que yo era el único que coincidía con su descripción.
—No seas tonto —replicó Molly—. No he creído nunca que fueses el asesino. Continúa… háblame de ti… ¿Qué impulsos fueron los que te hicieron desertar? ¿Los nervios?
—¿Te refieres a que sentí miedo? No. Por extraño que parezca, no estaba asustado… es decir, no más asustado que los otros. Gozaba fama de tener mucho temple ante el enemigo. No; fue algo bien diferente. Fue por… por mi madre.
—¿Tu madre?
—Sí… verás; murió durante un ataque aéreo. Quedó sepultada. Tenían que desenterrarla. No sé lo que se apoderó de mí cuando me enteré… supongo que estaba un poco loco. Pensé… que me había ocurrido a mí… Sentí que debía regresar a casa en seguida… y sacarla yo mismo… No puedo explicarlo… fue todo tan confuso… —Ocultó el rostro entre las manos y siguió con voz ahogada—: Anduve de un lado a otro durante mucho tiempo, buscándola a ella… o a mí mismo… no sé. Y luego, cuando mi mente se aclaró, tuve miedo de regresar… sabía que nunca conseguiría explicarlo… y desde entonces… no soy absolutamente nadie.
Quedó mirándola con el rostro contraído por la desesperación.
—No debes pensar así —le dijo Molly—. Puedes volver a empezar.
—¿Es que acaso es posible?
—Pues claro… eres muy joven.
—Sí, pero ya ves… he llegado al fin.
—No —insistió la joven—. No has llegado al fin, sólo lo piensas. Yo creo que todo el mundo siente esa sensación una vez en la vida por lo menos… que ha llegado su fin y que no pueden continuar.
—Tú la has tenido, ¿verdad, Molly? Debe ser así, pues de otro modo es de suponer que no hablarías como lo haces.
—Sí.
—¿Qué te pasó a ti?
—Pues lo que a mucha gente. Estaba prometida a un piloto de aviación… y lo mataron.
—¿No hubo nada más que eso?
—Supongo que hay algo más. Sufrí un rudo golpe cuando era niña… y me predispuso a pensar que todo en la vida era… horrible. Cuando murió Jack se confirmó mi creencia, profundamente arraigada, de que todo era cruel y traicionero…
—Comprendo… Y luego, supongo —dijo Cristóbal sin dejar de mirar con gran fijeza y observarla— que apareció Giles.
—Sí —Cristóbal vio la sonrisa tierna, casi tímida, que temblaba en sus labios—. Llegó Giles… y volví a sentirme feliz y segura. ¡Giles!
La sonrisa desapareció de sus labios. Se estremeció como si tuviera frío.
—¿Qué te ocurre, Molly? ¿Qué es lo que temes? Porque estás asustada, ¿no es así?
La joven asintió con la cabeza.
—¿Y es algo referente a Giles? ¿Algo que ha dicho o hecho?
—No es Giles, en realidad, sino ese hombre horrible.
—¿Qué hombre horrible? —Cristóbal estaba sorprendido—. ¿Paravicini?
—No, no; el sargento Trotter.
—¿El sargento Trotter?
—Sugiriendo cosas… cosas ocultas… provocándome terribles ludas acerca de Giles… pensamientos que nunca cruzaron por mi mente. ¡Oh, le odio… le odio!
Cristóbal alzó las cejas sorprendido.
—¿Giles? ¡Giles! Sí, claro, él y yo somos de la misma edad. A mí me parece mucho mayor, pero me figuro que no debe serlo. Sí, Giles también coincide con las características del asesino. Pero escucha, Molly, todo esto es una tontería. Giles estaba aquí contigo el día que esa mujer fue asesinada en Londres.
Molly no contestó. Cristóbal la miraba extrañado.
—¿No estaba aquí?
Molly habló casi sin aliento. Sus palabras fueron un susurro incoherente.
—Estuvo fuera todo el día… con el coche… fue al otro extremo de la comarca para comprar una alambrada que vendían allí… por lo menos eso fue lo que dijo… y es lo que pensaba… hasta… hasta…
—¿Hasta qué?
Lentamente Molly alargó la mano para señalar la fecha del ejemplar del Evening Standard que cubría parte del tablero de la mesa de la cocina.
Cristóbal miró y dijo:
—Es la edición de Londres de hace dos días.
—Estaba en el bolsillo del gabán de Giles cuando regresó. Debió… debió haber estado en Londres.
Cristóbal se extrañó. Miró de nuevo el periódico y luego a Molly, y frunciendo los labios comenzó a silbar aunque se interrumpió de pronto. No quería silbar aquella tonadilla precisamente en aquellos momentos, y escogiendo sus palabras con sumo cuidado y evitando mirar a Molly a los ojos, dijo:
—¿Qué es lo que sabes de… Giles?
—¡No! —exclamó la joven—. ¡No! Eso es lo que ese Trotter dijo… o insinuó. Que las mujeres solemos ignorarlo todo del hombre con quien nos casamos… especialmente en tiempo de guerra. Que aceptamos siempre… todo lo que nos cuentan…
—Supongo que eso es cierto.
—¡No digas eso tú también! No puedo soportarlo. Es porque estamos todos trastornados. Creemos… creemos que cualquier suposición fantástica… ¡No es cierto! Yo…
Se detuvo sin terminar la frase. La puerta de la cocina acababa de abrirse.
Entró Giles con expresión sombría.
—¿Les he interrumpido? —preguntó.
Cristóbal se apartó de la mesa.
—Estoy tomando unas cuantas lecciones de cocina —dijo.
—¿De veras? Escuche, Wren; los téte-a-téte no son prudentes en los momentos presentes. No se acerque más a la cocina, ¿me ha oído?
—¡Oh!, pero seguramente…
—No se acerque a mi esposa, Wren. Ella no va a ser la próxima víctima.
—Eso —atajó Cristóbal— es precisamente lo que me preocupa.
Si hubo intención en sus palabras, Giles pareció no darse cuenta.
—Soy yo quien debo vigilar aquí. Sé cuidar de mi propia esposa. ¡Fuera!
Molly dijo con voz clara:
—Por favor, vete, Cristóbal. Sí…, márchate.
El muchacho dirigióse hacia la puerta sin prisa.
—No me iré muy lejos —Sus palabras iban dirigidas a Molly y tenían un significado definitivo.
—¿Quiere marcharse de una vez?
Cristóbal soltó una risita infantil.
—Ya me voy, comandante.
La puerta cerróse tras él y Giles se volvió para enfrentarse con su mujer.
—¡Por amor de Dios, Molly! ¿Es que te has vuelto loca? ¡Estar aquí encerrada y tan tranquila con un peligroso maniático homicida!
—No es… —Cambió la frase comenzada—. No es peligroso. De todas maneras estoy prevenida… y puedo cuidar de mí misma.
Giles rió de mala gana.
—También podía la señora Boyle.
—¡Oh, Giles! ¡No!
—Lo siento, querida, pero ya estoy harto. ¡Ese condenado muchacho! No comprendo qué es lo que ves en él.
Molly repuso despacio:
—Me da lástima.
—¿Te compadeces de un lunático homicida?
Molly le dirigió una mirada indescifrable.
—Puedo sentir compasión de un lunático homicida —repuso.
—Y también llamarle Cristóbal. ¿Desde cuándo os tuteáis?
—¡Oh, Giles! No seas ridículo. Hoy en día todo el mundo se tutea. Tú lo sabes.
—¿A los dos días de conocerse? Pero tal vez haya más que eso. Puede que conocieras a Cristóbal Wren, el extraño arquitecto, mucho antes de que viniera aquí. Es posible que fueras tú quien le sugiriera la idea de venir. ¿O es que lo planeasteis los dos?
—Giles, ¿te has vuelto loco? ¿Qué es lo que insinúas?
—Pues que Cristóbal Wren era un antiguo amigo tuyo y que estáis en bastante buenas relaciones… cosa que has procurado ocultarme.
—Giles, ¡debes estar loco!
—Supongo que insistirás en decir que no le habías visto nunca hasta el momento en que puso los pies en esta casa. Pero es bastante extraño que se le ocurriera venir a un lugar tan apartado como éste, ¿no te parece?
—No lo es más que se le ocurriera igual también al mayor Metcalf… y a la señora Boyle.
—Sí… yo creo que sí… He leído que esos maniáticos que hablan solos sienten una atracción especial hacia las mujeres. Y parece cierto. ¿Cómo le conociste? ¿Cuánto hace que dura esto?
—¡Eres absurdo, Giles! No había visto nunca a Cristóbal Wren hasta que vino aquí.
—¿No fuiste a Londres hace un par de días para poneros de acuerdo y encontraros aquí como si fueseis dos desconocidos?
—Giles, sabes perfectamente que no he estado en Londres desde hace algunas semanas.
—¿No? Esto es muy interesante —Sacó el guante de su bolsillo y se lo tendió—. Éste es uno de los guantes que llevabas anteayer, ¿no es cierto? El día que yo fui a Sailham a comprar la alambrada.
—El día que tú fuiste a Sailham a comprar la alambrada —repitió Molly con firmeza—. Sí, llevaba esos guantes cuando salí.
—Dijiste que habías ido al pueblo. Si sólo fuiste hasta allí, ¿qué es lo que hace esto dentro del guante?
Y con un ademán acusador le enseñó el billete rosado del ómnibus.
Se produjo un silencioso angustioso.
—Fuiste a Londres —insinuó Giles.
—Está bien —repuso Molly alzando la barbilla—. Fui a Londres.
—Para encontrarte con ese tipo.
—No, no fui a eso.
—Entonces, ¿a qué fuiste?
—De momento no voy a decírtelo, Giles.
—Eso quiere decir que vas a tomarte tiempo para inventar una buena historia.
—Creo que… ¡te aborrezco!
—Yo no te odio… —repuso Giles despacio—. Pero casi quisiera odiarte… Me doy cuenta de que…, no sé nada de ti… que no te conozco…
—Yo siento lo mismo —replicó Molly—. Eres… eres sólo un extraño. Un hombre que miente…
—¿Cuándo te he mentido?
Molly echóse a reír.
—¿Crees que me tragué la historia de que ibas a comprar esa alambrada?… Tú también estuviste en Londres aquel día.
—Supongo que debiste verme. Y no tuviste la suficiente confianza en mí…
—¿Confianza en ti? Nunca volveré a fiarme de nadie…
Ninguno de los dos había notado que se abría la puerta con sigilo. El señor Paravicini carraspeó desde el umbral.
—Es violento para mí —murmuró—; pero ¿no creen que están diciendo peores cosas de lo que es su intención? Uno se acalora tanto en estas disputas de enamorados…
—Disputas de enamorados… —repitió Giles con sorna—. ¡Tiene gracia!
—Desde luego, desde luego —replicó Paravicini—. Sé lo que siente. Yo también pasé por ello cuando era joven. Pero lo que vine a decirles es que el inspector insiste en que vayamos todos al salón. Al parecer tiene una idea.
El señor Paravicini rió divertido.
—Se oye decir con frecuencia… que la policía tiene una pista… eso sí, pero ¿una idea? Lo dudo mucho. Nuestro sargento Trotter es un sargento entusiasta y concienzudo, mas no le creo superdotado intelectualmente.
—Ve tú, Giles —dijo Molly—. Yo tengo que vigilar la comida. El sargento Trotter puede pasarse sin mí.
—Hablando de comida —intervino el señor Paravicini, acercándose a Molly—, ¿ha probado alguna vez higadillos de pollo servidos sobre pan tostado bien cubierto de foie-gras y una lonja de tocino muy delgada y untada de mostaza francesa?
—Oh, ahora apenas se encuentra foie-gras —repuso Giles—. Vamos, señor Paravicini.
—¿Quiere que me quede con usted y la ayude?
—Usted se viene conmigo al salón, Paravicini —le atajó Giles.
Paravicini rió por lo bajo.
—Su esposo teme por usted. Es muy natural. No se aviene a la idea de dejarla a solas conmigo… por temor a mis tendencias sádicas…, no las deshonrosas. Tendré que obedecer a la fuerza.
E inclinándose graciosamente le besó las puntas de los dedos.
Molly dijo violentamente:
—¡Oh, señor Paravicini! Estoy segura…
—Es usted muy inteligente, joven —contestó a Giles sin hacer caso de Molly—. No quiere correr ningún riesgo. ¿Acaso puedo probarle… a usted, o al inspector… que no soy un maniático homicida? No, no puedo. Esas cosas son difíciles de probar.
Comenzó a tararear alegremente. Molly se exasperó.
—Por favor, señor Paravicini… no cante esa horrible canción.
—¿Tres ratones ciegos? ¿Conque era eso? Se me ha venido a la cabeza sin darme cuenta. Ahora que me fijo, es una tonadilla horrenda. No tiene nada de bonita, pero a los niños les gustan esas cosas. ¿Lo ha notado? Ese ritmo es muy inglés…, el lado cruel y bucólico del pueblo inglés. Les cortó el rabo con un trinchante. Claro que a un niño no le gustaría eso… Podría contarles muchas cosas acerca de los pequeñuelos…
—No, por favor —dijo Molly con desmayo—. Creo que usted también es cruel —Su voz adquirió un tono de histerismo—. Usted ríe… y sonríe… es como un gato jugando con un ratón… jugando…
Se echó a reír.
—¡Cálmate, Molly! —rogó Giles—. Ven, vamos todos al salón.
—Trotter debe estar impaciente. No importa la comida. Un crimen es algo mucho más importante.
—No estoy muy de acuerdo con usted —dijo Paravicini mientras les seguía con su andar saltarín—. Al condenado a muerte siempre se le sirve una opípara comida cuando está en capilla… Es lo que se hace siempre.
Cristóbal Wren se unió a ellos en el recibidor y Giles frunció el ceño. El joven dirigió una mirada ansiosa a Molly, pero ésta, con la cabeza muy alta, siguió andando sin mirarle.
Entraron casi en procesión por la puerta de la sala. El señor Paravicini cerraba la marcha con su andar saltarín.
El sargento Trotter y el mayor Metcalf les aguardaban en pie. El mayor presentaba un aspecto abatido y Trotter estaba sonrojado y nervioso.
—Muy bien —les dijo el sargento cuando entraron—. Quería verles a todos. Quiero poner en práctica cierto experimento… para lo cual necesito su cooperación.
—¿Tardará mucho rato? —quiso saber Molly—. Tengo bastante que hacer en la cocina. Después de todo, tenemos que comer a alguna hora.
—Sí —replicó Trotter—. Lo comprendo, señora Davis, pero hay cosas más urgentes que la comida. La señora Boyle, por ejemplo, ya no necesita comer.
—La verdad, sargento —intervino el mayor Metcalf—, me parece un modo muy crudo de comentar las cosas.
—Lo siento, mayor Metcalf, pero quiero que todos colaboren.
—¿Ha encontrado ya sus esquíes, sargento Trotter? —preguntó Molly.
El joven enrojeció.
—No, señora Davis; pero puedo decir que tengo mis sospechas de quién los ha cogido, y sus motivos. No pudo decir más por el momento.
—No lo diga, por favor —suplicó Paravicini—. Siempre he pensado que las explicaciones deben dejarse para el final… ya sabe para ese excitante último capítulo.
—Esto no es un juego, señor.
—¿No? Ahora creo que se equivoca. Considero que esto es un juego… para alguien.
—El asesino se está divirtiendo —murmuró Molly en voz baja.
Tocios la miraron sorprendidos.
—Sólo repito lo que me dijo el sargento Trotter.
El aludido no pareció muy satisfecho.
—No me parece bien que el señor Paravicini hable del último capítulo como si se tratara de un misterio emocionante —dijo—. Esto es real… Algo que está sucediendo.
—Mientras no me suceda a mí… —dijo Cristóbal.
—Concretemos, señores —intervino el mayor Metcalf—. El sargento va a decirnos claramente el papel que debemos representar…
Trotter aclaró su garganta. Su tono se volvió oficial.
—Hace poco me hicieron ustedes ciertas declaraciones relacionadas con sus respectivas posiciones en el momento en que tuvo lugar la muerte de la señora Boyle. El señor Wren y el señor Davis se hallaban en sus dormitorios. La señora Davis se hallaba en la cocina. El mayor Metcalf en el sótano, y míster Paravicini aquí, en esta habitación. Éstas son las declaraciones que hicieron ustedes. No tengo medio alguno de comprobarlas. Pueden ser verdad… o no serlo. Para hablar con claridad… cuatro de estas declaraciones son ciertas…, pero una es falsa. ¿Cuál?
Giles dijo con acritud:
—Nadie es infalible. Alguien puede haber mentido… por alguna otra razón.
—Lo dudo, señor Davis.
—¿Pero cuál es su idea? Acaba de confesar que no tiene medio de comprobar nuestras declaraciones.
—No, pero supongamos que todos tengan que realizar sus movimientos por segunda vez.
—¡Bah! —replicó el mayor Metcalf despectivamente—. Reconstruir el crimen. Valiente idea.
—No se trata de la reconstrucción del crimen, mayor Metcalf, sino de los movimientos de las personas en apariencia inocentes.
—¿Y qué espera conseguir con eso?
—Me perdonará si no se lo digo por el momento.
—¿Así que usted quiere repetir lo ocurrido? —preguntó Molly.
—Más o menos, señora Davis.
Hubo un silencio… en cierto modo violento.
«Es una trampa —pensó Molly—. Es una trampa, pero no comprendo cómo…»
Podía haberse pensado que había cinco culpables en aquella habitación, en vez de uno y cuatro inocentes. Todos dirigían furtivas miradas al joven sonriente y seguro de sí que exponía su plan.
Cristóbal exclamó con voz aguda:
—Pero no comprendo… no puedo comprender… qué es lo que espera descubrir… con sólo hacer que repitamos lo que hicimos antes. ¡Me parece una tontería!
—¿Lo es, señor Wren?
—Naturalmente, haremos lo que usted diga, sargento —repuso Giles despacio—. Cooperaremos. ¿Debemos repetir exactamente lo que hicimos antes?
—Sí, deben repetir todos sus actos.
La ligera ambigüedad de su frase hizo que el mayor Metcalf le mirara inquisitivamente mientras el sargento Trotter proseguía:
—El señor Paravicini nos dijo que estaba sentado al piano tocando cierta tonadilla. Señor Paravicini, ¿sería tan amable de demostrarnos lo que hizo, con toda exactitud?
—Desde luego, mi querido sargento.
Paravicini dirigióse con su andar característico hasta el piano de cola y tomó asiento en el taburete.
—El maestro tocará la rúbrica musical de un asesino —anunció.
Sonriente y con ademanes exagerados fue tocando con un solo dedo la tonadilla de Tres Ratones Ciegos.
«Está disfrutando —pensó Molly—. Se está divirtiendo…»
En la amplia habitación las apagadas notas produjeron un efecto casi impresionante…
—Gracias, señor Paravicini —dijo el sargento Trotter—. ¿Debo creer que tocó esa canción de esta misma manera… en la ocasión anterior?
—Sí, sargento, exactamente así. La repetí tres veces.
El sargento Trotter volvióse hacia Molly.
—¿Toca usted el piano, señora Davis?
—Sí, sargento Trotter.
—¿Podría interpretar esa melodía, tocándola exactamente como lo ha hecho el señor Paravicini?
—Desde luego.
—Entonces póngase al piano y esté preparada para hacerlo cuando le dé la señal.
Molly pareció asustarse un tanto. Luego dirigióse lentamente hacia el piano.
—Volveremos a representar cada papel…, pero no es necesario que lo hagan las mismas personas.
—No… no le veo la punta —dijo Giles.
—Pues la tiene, señor Davis. Es un medio de comprobar las declaraciones originales… y me atrevo a decir que sobre todo una en particular. Ahora, por favor, voy a asignarles sus papeles. La señora Davis se quedará aquí… al piano. Señor Wren, ¿quiere hacer el favor de ir a la cocina? Eche un vistazo a la comida. Señor Paravicini, ¿querrá subir a la habitación del señor Wren? Allí puede ejercitar sus talentos musicales. Tres Ratones Ciegos, como lo hizo él. Mayor Metcalf, vaya usted a la habitación del señor Davis y examine el teléfono. Y usted, señor Davis, ¿quiere mirar el interior del armario del recibidor y luego bajar al sótano?
Se produjo un embarazoso silencio. Luego los cuatro se dirigieron a la puerta perezosamente.
Trotter les siguió y volviéndose dijo por encima de su hombro:
—Cuente hasta cincuenta y luego empiece a tocar, señora Davis.
Antes de que la puerta se cerrara tras él, la joven pudo oír la voz del señor Paravicini diciendo:
—Nunca hubiera creído que la policía fuera tan aficionada a los juegos de salón.
Cuarenta y ocho, cuarenta y nueve, cincuenta. Molly, obediente se dispuso a tocar… Y de nuevo la cruel tonadilla encontró eco en el amplio salón…
Tres Ratones Ciegos…
Ved cómo corren…
Molly sintió que su corazón iba latiendo cada vez más de prisa. Como había dicho Paravicini era una melodía horrenda y obsesionante. Poseía toda la infantil incomprensión hacia la piedad, que resultaba tan terrorífica para los adultos.
Desde arriba y muy apagadas llegaban las notas de la misma tonadilla, que silbaba Paravicini representando el papel de Cristóbal Wren.
De pronto, en la habitación contigua comenzó a sonar la radio. El sargento Trotter debía haberla conectado… Entonces, era él quien representaba el papel de la señora Boyle…
Pero ¿por qué? ¿Qué iba a conseguir con todo aquello? ¿Dónde estaba la trampa? Porque la había… seguro, no cabía la menor duda.
Una corriente de aire frío le dio en la nuca. Molly volvióse extrañada. ¿Es que se había abierto la puerta? ¿Habría entrado alguien en la habitación? No, el salón estaba vacío, mas de pronto sintióse nerviosa… asustada. ¿Y si entraba alguien? Supongamos que el señor Paravicini se acercara sigilosamente al piano y sus largos dedos apretaran y apretaran…
—¿De modo que está tocando su propia marcha fúnebre, querida señora? ¡Feliz idea…!
—Tonterías… no seas estúpida… no imagines cosas… Además, le estás oyendo silbar. Lo mismo que él debe oírte a ti.
¡Casi apartó los dedos de las teclas al ocurrírsele que nadie había oído tocar a Paravicini! ¿Era aquélla la trampa? ¿Sería posible que no hubiera estado tocando? Entonces habría podido estar no en el salón, sino en la biblioteca… estrangulando a la señora Boyle.
Se había mostrado molesto, muy molesto, cuando Trotter le dijo a ella que tocara, y se había hecho fuerte en asegurar lo calladamente que fue desgranando la melodía, dando a entender que tal vez no se oyera desde el exterior de la estancia. Y si esta vez oía alguien… entonces, Trotter tendría lo que deseaba… la persona que había mentido tan deliberadamente.
Se abrió la puerta del salón, y Molly, que esperaba ver aparecer a Paravicini, casi lanzó un grito. Pero era sólo el sargento Trotter quien entró precisamente cuando tocaba la tonadilla por tercera vez.
—Gracias, señora Davis —le dijo.
Parecía muy satisfecho de sí mismo, y sus gestos eran rápidos y seguros.
Molly apartó las manos del teclado.
—¿Ya tiene lo que buscaba? —le preguntó.
—¡Sí, desde luego! —Su voz sonaba triunfal—. Tengo exactamente lo que deseaba.
—¿Qué? ¿Quién ha sido?
—¿No se lo imagina, señora Davis? Vamos… ahora ya no es tan difícil. A propósito, si me permite decirlo, ha sido usted muy tonta. Me ha dejado que ignorara quién iba a ser la tercera víctima y como resultado ha corrido usted un serio peligro.
—¿Yo? No sé lo que me quiere decir.
—Quiero decir que no ha sido sincera conmigo, señora Davis. Usted me ha ocultado algo… lo mismo que hiciera la señora Boyle.
—Sigo sin comprender.
—Oh, claro que sí. Cuando yo mencioné el caso de Longridge Farm usted lo conocía ya perfectamente. Oh, sí, lo sabía y estaba preocupada. Y fue usted quien confirmó que la señora Boyle estuvo en la Oficina de Alojamiento en esta parte del país. Usted y ella vivieron en esta región. De modo que cuando yo empecé a preguntarme quién sería la tercera víctima probable, en seguida pensé en usted, que no quiso confesar de buenas a primeras que conocía el caso de Longridge Farm. Los policías no somos tan ciegos como parecemos.
Molly dijo en voz baja:
—Usted no me comprende. Yo no quería recordar.
—La comprendo muy bien —Su voz adquirió otro tono—. Su nombre de soltera era Wainwright, ¿no es cierto?
—Sí.
—Y es usted algo mayor de lo que dice. En 1940 cuando ocurrió lo de Longridge Farm, usted era la maestra del colegio de Abbeyvale.
—¡No!
—¡Oh, sí, señora Davis!
—Le digo que no era yo.
—El niño que murió se las compuso para enviarle una carta. Robó el sello. En la carta suplicaba ayuda… a su cariñosa maestra. Es obligación de la profesora averiguar por qué los alumnos no acuden a la escuela. Usted no lo hizo. Ni prestó atención a la carta de aquel pobre diablo.
—¡Basta! —A Molly le ardían las mejillas—. Está usted hablando de mi hermana. Ella era maestra, y no es que hiciera caso omiso de la carta. Estaba enferma… con pulmonía. No vio la carta hasta después de la muerte del niño. Eso la trastornó mucho…, muchísimo… era muy sensible. Pero no tuvo la culpa. Y es por eso, porque lo tomé tan a pecho, que nunca he podido soportar que me lo recordasen. Siempre ha sido como una pesadilla para mí.
Molly se cubrió el rostro con las manos. Cuando las apartó, Trotter la miraba fijamente:
—De modo que era su hermana… Bueno, después de todo… —Sus labios se curvaron en una extraña sonrisa—. Eso no importa mucho, ¿verdad? Su hermana… mi hermano…
Sacó algo de su bolsillo. Ahora sonreía satisfecho.
Molly miraba el objeto que el sargento tenía en la mano.
—¡Creí que la policía no usaba revólver! —exclamó.
—La policía, no… —repuso Trotter—. Pero ¿sabe?, yo no soy policía. Soy Jim. El hermano de Jorge. Usted pensó que era de la policía porque telefoneé desde el pueblo y le dije que iba a venir el sargento Trotter. Corté los cables telefónicos del exterior de la casa cuando llegué para que no pudiera volver a llamar al puesto de policía…
Molly vio que no dejaba de apuntarle con el revólver.
—No se mueva, señora Davis… y no grite… o apretaré el gatillo en el acto.
Seguía sonriendo. Y Molly, horrorizada, comprendió que era una sonrisa infantil. Y su voz se iba volviendo la de un niño.
—Sí. Soy el hermano de Jorge. Jorge murió en Longridge Farm. Aquella mujer nos envió allí y la esposa del granjero fue cruel con nosotros y usted no quiso ayudarnos… a tres ratoncitos ciegos. Dije que la mataría cuando fuera mayor. No he pensado en otra cosa desde entonces.
Frunció el ceño.
—Se preocuparon mucho por mí en el ejército… aquel médico no cesaba de hacerme preguntas… Tuve que marcharme… Temía que me impidiera realizar mis proyectos. Pero ahora ya soy mayor. Y las personas mayores pueden hacer lo que les agrada.
Molly intentó recobrarse.
«Háblale —se dijo—. Distrae su mente».
—Pero, Jim, escuche. Nunca conseguirá escapar.
Su rostro volvió a ensombrecerse.
—Alguien ha escondido mis esquíes. No consigo encontrarlos —rió—. Pero me atrevo a asegurar que todo irá bien. Es el revólver de su esposo. Lo cogí de su cajón. Así pensarán que fue él quien disparó contra usted. De todas formas… no me importa mucho. Ha sido todo tan divertido. ¡Imagínese! ¡La cara que puso aquella mujer de Londres cuando me reconoció! ¿Y esta estúpida de esta mañana?
Hasta ellos, con impresionante efecto, llegó un silbido. Alguien silbaba la tonadilla de Tres Ratones Ciegos.
Trotter se sobresaltó… mientras una voz gritaba:
—¡Al suelo, señora Davis!
Molly dejóse caer en tanto que el mayor Metcalf, saliendo de detrás del sofá que había junto a la puerta, se abalanzaba sobre Trotter. El revólver se disparó… y la bala fue a incrustarse en una de las pinturas al óleo que tanto apreciaba la finada señora Emory.
Momentos después se armó un barullo de mil demonios. Entró Giles seguido de Cristóbal y Paravicini.
El mayor Metcalf, que seguía sujetando a Trotter, habló con frases entrecortadas:
—Entré mientras usted estaba tocando… y me escondí detrás del sofá… He estado persiguiéndole desde el principio… es decir, sabía que no era agente de la policía. Yo soy policía… el inspector Tanner. Me puse de acuerdo con Metcalf para venir en su lugar. Scotland Yard consideró conveniente que vigiláramos este lugar. Ahora… muchacho —se dirigió amablemente al ahora dócil Trotter—, vas a venir conmigo…, Nadie te hará daño. Estarás muy bien. Te cuidaremos…
—¿Jorge no estará enfadado conmigo?
—No, Jorge no estará enfadado —repuso Metcalf.
—Está loco de remate, ¡pobre diablo!
Salieron juntos. El señor Paravicini tocó a Cristóbal Wren en el brazo.
—Usted también va a venir conmigo —le dijo.
Giles y Molly, al quedarse solos, se miraron a los ojos… fundiéndose en un abrazo cariñoso.
—Querida, ¿estás segura de que no te ha hecho daño?
—No, no. Estoy perfectamente, Giles. Me he sentido tan confundida. Casi llegué a pensar que tú…, ¿por qué fuiste a Londres aquel día?
—Querida, quise comprarte un regalo para nuestro aniversario, que es mañana, y no quería que lo supieras.
—¡Qué casualidad! Yo también fui a Londres a comprarte un regalo sin que te enteraras.
—He estado terriblemente celoso de ese neurótico estúpido. Debo haber estado loco… perdóname, cariño.
Se abrió la puerta y entró Paravicini con su andar característico.
Llegaba resplandeciente.
—¿Interrumpo la reconciliación…? ¡Qué escena más encantadora…! Pero debo decirle adieu. Va a venir un jeep de la policía y he pedido que me lleven con ellos. —Inclinóse para susurrar al oído de Molly con misterio—: Es posible que encuentre algunas dificultades en un futuro próximo…, pero confío en poder arreglarlas, y si recibiera usted una caja… con un pavo… digamos, un pavo, algunas latas de foie-gras, un jamón… algunas medias de nylon…, ¿eh…? Bueno, sepa que se lo envío con mis mayores respetos a una damita tan encantadora. Señora Davis, mi cheque está encima de la mesa del recibidor.
Y tras depositar un beso en la mano de Molly, salió por la puerta.
—¿Medias de nylon? —murmuró la joven—. ¿Foie-gras? ¿Quién es ese señor Paravicini? ¿Papá Noel?
—Me figuro que es un tipo que se dedica al mercado negro —repuso Giles.
Cristóbal Wren asomó la cabeza por la puerta.
—Amigos míos, espero no haberles molestado, pero en la cocina se huele terriblemente a quemado. ¿Puedo hacer algo?
Con un grito de angustia y exclamando: «¡Mi pastel!», Molly salió corriendo de la estancia.