Capítulo IV

1

Todos se sobresaltaron, y durante unos segundos no consiguieron localizar la procedencia de la llamada, que llegaba hasta ellos como un aviso fantasmal. Hasta que, con un grito, Molly señaló la ventana, donde un hombre golpeaba con los nudillos en el marco, y todos se explicaron el misterio de su llegada al ver que llevaba puestos los esquíes.

Lanzando una exclamación, Giles cruzó la estancia para abrir la ventana.

—Gracias, señor —dijo el recién llegado, que tenía una voz alegre y un rostro muy moreno—. Soy el sargento detective Trotter —presentóse él mismo.

La señora Boyle le miró con disgusto por encima de su labor de punto.

—No es posible que sea ya sargento —dijo mirándole desaprobadoramente—. Es usted demasiado joven.

El joven, que por cierto lo era mucho, pareció ofenderse y dijo en tono ligeramente molesto:

—No soy tan joven como parezco, señora.

Sus ojos recorrieron el grupo hasta detenerse en Giles.

—¿Es usted el señor Davis? ¿Puedo quitarme los esquíes y dejarlos en alguna parte?

—Desde luego, venga conmigo.

Cuando la puerta del vestíbulo se hubo cerrado tras ellos, la señora Boyle dijo con acritud:

—¿Para eso pagamos hoy en día a nuestros policías? ¿Para que se diviertan practicando deportes de invierno?

Paravicini se había acercado a Molly y le preguntó:

—¿Por qué ha enviado a buscar a la policía, señora Davis?

Ella retrocedió un tanto bajo la firmeza y malignidad de aquella mirada. Aquél era un nuevo Paravicini, y por unos instantes Molly sintió miedo.

—¡Pero si yo no he avisado! —dijo con desmayo.

Y entonces Cristóbal Wren entró por la puerta, muy excitado, diciendo con voz penetrante:

—¿Quién es ese hombre que hay en el vestíbulo? ¿De dónde ha salido? Es preciso ser muy valiente para venir con este tiempo.

La voz de la señora Boyle se dejó oír por encima del entrechocar de sus agujas de crochet.

—Puede que lo crea o no, pero ese hombre es un policía. ¡Un policía… esquiando!

Su tono parecía expresar que había llegado el quebrantamiento de la gradación entre las clases sociales.

—Perdóneme, señora Davis, ¿podría utilizar un momento el teléfono?

—Desde luego, mayor Metcalf.

El mayor se dirigió al aparato mientras Cristóbal Wren decía con su voz chillona:

—Es muy guapo, ¿no les parece? Siempre he creído que los policías tienen un gran atractivo.

—Oiga… oiga… —El mayor Metcalf gritaba irritado por el auricular. Volvióse a Molly—. Señora Davis, este teléfono, está muerto, completamente muerto.

—Funcionaba muy bien hace sólo un momento Yo…

La interrumpió la risa estridente, casi frenética, de Cristóbal Wren.

—De modo que ahora estamos completamente aislados. Es divertido, ¿verdad?

—Yo no le veo la gracia —repuso el mayor Metcalf.

—Ni yo, desde luego —dijo la señora Boyle.

Cristóbal continuaba riendo a carcajadas.

—Se trata de un chiste de mi propiedad —dijo—. ¡Chitón —se llevó el índice a los labios—, que viene el «poli»!

Giles entraba en aquel momento con el agente Trotter. Este último se había librado de los esquíes y sacudido la nieve, y llevaba en la mano una gran libreta y un lápiz.

—Molly —dijo Giles—, el sargento Trotter quiere hablar unos momentos con nosotros dos reservadamente.

Molly les siguió fuera de la estancia.

—Pasemos al gabinete —invitó Giles.

Fueron a la reducida habitación situada al fondo del vestíbulo que bautizaron con este nombre. El sargento Trotter cerró la puerta con sumo cuidado.

—¿Qué es lo que hemos hecho? —preguntó Molly, inquieta.

—¿Hecho? —El sargento Trotter la miró sonriente—. ¡Oh! —agregó—. No se trata de eso, señora. Lamento haber dado lugar a un malentendido. No, señora Davis, es algo distinto por completo. Es más bien un caso de protección de la Policía, no sé si me comprenden ustedes.

Como no le entendieron lo más mínimo, los dos le miraron interrogantes.

El sargento Trotter siguió hablando:

—Es con relación a la muerte de la señora Lyon. La señora Maureen Lyon, que fue asesinada en Londres hace dos días. Tal vez lo hayan leído ustedes en los periódicos.

—Sí —dijo Molly.

—Lo primero que quiero saber es si ustedes conocían a la señora Lyon.

—Jamás la había oído nombrar —dijo Giles, y Molly murmuró unas palabras para acompañarle en su negativa.

—Bien, ya me lo figuro. Pero a decir verdad, Lyon no era el verdadero nombre de la interfecta. La Policía tenía su ficha con las huellas dactilares, de modo que pudieron identificarla sin dificultad. Su verdadero nombre era Greeg; Maureen Greeg. Su fallecido esposo, John Greeg, fue un granjero residente en Longridge Farm, no muy lejos de aquí. Es posible que ustedes hayan oído hablar del caso Longridge Farm.

En la estancia reinaba el silencio más absoluto. Sólo se oía el golpe amortiguado de la nieve que resbalaba del tejado.

Trotter agregó:

—Tres niños evacuados se alojaron en casa de los Greeg en Longridge Farm en 1940. Uno de esos niños falleció a consecuencia de abandono y malos tratos. El caso armó mucho alboroto, y los Greeg fueron condenados a presidio. Greeg escapó cuando le llevaban a la cárcel, robó un automóvil y sufrió un accidente durante el intento de burlar a la policía. Murió en el acto. La señora Greeg cumplió su condena y fue puesta en libertad hará unos dos meses.

—Y ahora ha sido asesinada —dijo Giles—. ¿Quién suponen que la mató?

Pero el sargento Trotter no era partidario de las prisas.

—¿Recuerda el caso, señor? —quiso saber.

Giles negó con la cabeza.

—En 1940 yo era guardiamarina y servía en el Mediterráneo.

Trotter dirigió su mirada a Molly.

—Yo… yo recuerdo haber oído algo —dijo Molly bastante inquieta—. Pero ¿por qué se dirige usted a nosotros? ¿Qué tenemos que ver con esto?

—Pues porque es posible que corran peligro, señora Davis.

—¿Peligro? —Giles estaba asombrado.

—Ocurre lo siguiente, señor. Cerca del lugar del crimen se recogió un librito de notas en el que había apuntadas dos direcciones. La primera: calle Culver, 74.

—¿Allí donde fue asesinada esa mujer? —dijo Molly.

—Sí, señora Davis. La otra dirección era: Monkswell Manor.

—¿Qué? —Molly exteriorizó su asombro—. Pero eso es extraordinario.

—Sí. Por eso el inspector Hogben consideró necesario averiguar si ustedes conocían la relación que pudiera existir entre ustedes, o esta casa, y el caso Longridge Farm.

—Ninguna…, absolutamente ninguna —repuso Giles—. Debe tratarse de una coincidencia.

—El inspector Hogben no lo considera así —dijo el sargento Trotter con amabilidad—; y hubiera venido él en persona de haberle sido posible. Debido al estado atmosférico, y por ser yo un esquiador experto, me ha enviado a mí para que averigüe todo lo referente a las personas que habitan esta casa, y que debo transmitir por teléfono, y para que tome las medidas que considere necesarias para la seguridad de todos.

Giles exclamó con acritud:

—¿Seguridad? Pero hombre, ¿es que cree que van a asesinar a alguien aquí?

—No quisiera asustar a su esposa —dijo Trotter—, pero eso es precisamente lo que teme el inspector Hogben.

—¿Y qué razones pueden tener…?

Giles se interrumpió y Trotter precisó:

—Eso es lo que he venido a averiguar.

—Pero todo esto es una locura.

—Sí, señor. Y precisamente porque es una locura, resulta peligroso.

—Hay algo más que todavía no nos ha dicho, ¿verdad, sargento? —preguntó Molly.

—Sí, señora. En la parte superior de la hoja del librito de notas habían escrito: «Tres Ratones Ciegos», y prendido en las ropas del cadáver de la mujer asesinada se encontró un papel con las palabras: «Éste es el primero», un dibujo de los tres ratones y un pentagrama con la tonadilla infantil «Tres Ratones Ciegos».

Molly cantó por lo bajo:

Tres Ratones Ciegos,

¡Van tras la mujer del granjero!

Ved cómo corren.

les…

Se interrumpió.

—¡Oh, es horrible… horrible! Eran tres niños, ¿verdad?

—Sí, señora Davis. Un muchacho de quince años, una niña de catorce y el niño de doce, que murió…

—¿Qué fue de los otros dos?

—Creo que la niña fue adoptada, pero no hemos conseguido dar con su paradero. El muchacho tendrá ahora unos veintitrés años. Hemos perdido su rastro. Se dice que siempre fue un poco… raro. A los dieciocho años se alistó en el Ejército, para desertar más tarde. Desde entonces no se ha sabido de él. El psiquiatra del Ejército dice que, desde luego, no es normal.

—¿Y usted cree que haya sido él quien asesinó a la señora Lyon? —preguntó Giles—. ¿Y que es un maniático homicida que puede venir aquí por alguna razón desconocida?

—Supongo que debe haber alguna relación entre alguno de los que viven aquí y el caso de Longridge Farm. Una vez hayamos establecido esta relación, podremos prevenirnos. Usted declara que no tiene nada que ver con ese caso, ¿verdad? Y usted lo mismo, ¿eh, señora Davis?

—Yo… oh, sí…, sí…

—¿Quieren decirme exactamente quiénes habitan en esta casa?

Le dieron los nombres. La señora Boyle, el mayor Metcalf. Cristóbal Wren… Y el señor Paravicini. El sargento los fue anotando en su libreta.

—¿Criados?

—No tenemos criados —repuso Molly—. Y eso me recuerda que debo subir a pelar patatas.

Y salió de la habitación a toda prisa,

Trotter miró a Giles.

—¿Qué sabe usted de esas personas?

—Yo… nosotros… —Giles hizo una pausa antes de agregar con calma—: La verdad es que no sabemos nada de ellos, sargento. La señora Boyle escribió desde su hotel de Bournemouth. El mayor Metcalf desde Leamington. Míster Wren desde un hotel particular de South Kessington. El señor Paravicini surgió de la nada… o mejor dicho, de entre la nieve… Su automóvil había volcado a causa de la ventisca, cerca de aquí. No obstante, supongo que tendrá tarjetas de identidad, cartilla de racionamiento o alguno de esos papeles.

—Ya lo averiguaremos, desde luego.

—En cierto modo es una suerte que haga tan mal tiempo —dijo Giles—. Así el asesino no podrá llegar hasta aquí, ¿no le parece?

—Tal vez no le sea necesario venir, señor Davis.

—¿Qué quiere decir? —repitió.

El sargento Trotter vaciló unos instantes y luego dijo:

—Tenemos que considerar que es posible que ya esté aquí.

Giles le miró sorprendido.

—¿Qué quiere decir? —repitió.

—La señora Greeg fue asesinada hace dos días. Y todos sus huéspedes han llegado aquí después, ¿verdad, señor Davis?

—Sí, pero habían reservado habitación… algún tiempo antes… todos, excepto Paravicini.

El sargento Trotter suspiró. Su voz denotaba cansancio.

—Estos crímenes fueron planeados de antemano.

—¿Crímenes? ¡Pero si sólo se ha cometido uno! ¿Por qué está tan seguro de que haya de haber otro?

—Lo habrá… No; espero evitarlo. Pero se intentará, estoy seguro de ello.

—Pero entonces…, si está en lo cierto —Giles habló muy excitado—, sólo hay una persona que puede ser el asesino. La única que tiene la edad precisa: Cristóbal Wren.

2

El sargento Trotter entró en la cocina.

—Señora Davis —dijo a Molly—, me agradaría que pudiera usted acompañarme a la biblioteca. Quisiera interrogarles a todos; el señor Davis ha sido tan amable de ir a prevenirles…

—Muy bien…, pero déjeme que termine de pelar las patatas… Algunas veces desearía que sir Walter Raleigh no las hubiera descubierto nunca…

El sargento Trotter guardó silencio y Molly agregó para disculparse.

—La verdad es que todo me parece fantástico…

—No es fantástico, señora Davis. Se trata de hechos.

—¿Tiene usted la descripción del hombre? —preguntó Molly con curiosidad.

—De estatura mediana, más bien delgado, llevaba un abrigo oscuro y sombrero gris; hablaba con voz apenas perceptible y se cubría el rostro con una bufanda. Ya ve… podría ser cualquiera. —Hizo una pausa y agregó—: Hay tres abrigos oscuros y tres sombreros grises colgados en el vestíbulo, señora Davis.

—No creo que ninguno de mis huéspedes viniera de Londres precisamente.

—¿No, señora Davis? —Y con un movimiento rápido el sargento Trotter dirigióse al aparador y cogió un periódico.

—El Evening Standard del 19 de febrero. De hace dos días. Alguien lo ha traído aquí, señora Davis.

—¡Qué extraño! —sorprendióse Molly al tiempo que una ligera lucecita brillaba en su memoria—. ¿Cómo puede haber llegado ese periódico?

—No debe juzgar siempre a las personas por su apariencia, señora Davis. La verdad es que usted no sabe nada de la gente que tiene en su casa. Eso me da a entender que ustedes dos son nuevos en este negocio.

—Sí, es cierto —admitió Molly sintiéndose de pronto muy joven, tonta e inexperta.

—Y tal vez tampoco lleven mucho tiempo de casados.

—Sólo un año —Se sonrojó ligeramente—. ¡Fue todo tan rápido…!

—Amor a primera vista —dijo el sargento Trotter con simpatía.

Molly no fue capaz de enfadarse.

—Sí —dijo, añadiendo a modo de confidencia—: Hacía quince días que nos conocíamos…

Sus pensamientos volaron a aquellos catorce días de noviazgo vertiginoso. No habían existido dudas… En aquel mundo preocupado, de confusión y nerviosismo, se había realizado el milagro de su mutuo encuentro… Una ligera sonrisa curvó sus labios.

Volvió a la realidad, bajo la mirada indulgente del sargento Trotter.

—Su esposo ha nacido por esta región, ¿verdad?

—No —repuso Molly, distraída—. Es de Lincolnshire.

Sabía muy pocas cosas de la infancia y juventud de Giles. Sus padres habían muerto y él evitaba hablar de su niñez. Molly suponía que debía ser muy desgraciado de niño.

—Permítame que le diga que son ustedes muy jóvenes para dirigir un negocio como éste —dijo el sargento.

—¡Oh, no lo sé! Yo tengo veintidós años y además…

Se interrumpió al abrirse la puerta y entrar Giles.

—Todo está dispuesto. Ya les he puesto en antecedentes —anunció—. Espero que le parecerá a usted bien, ¿verdad?

—Eso ahorra tiempo —repuso Trotter—. ¿Está preparada, señora Davis?

3

Cuando el sargento Trotter entró en la biblioteca oyó simultáneamente cuatro voces.

La más aguda y chillona era la de Cristóbal Wren, que declaraba que no iba a poder dormir aquella noche, que todo era emocionante y por favor, por favor, pedía que le dieran más detalles.

A modo de acompañamiento, la señora Boyle afirmaba con voz grave.

—Esto es una afrenta… ¡Valiente protección tenemos…! La Policía no tiene derecho a dejar que los asesinos anden sueltos por el país.

El señor Paravicini accionaba elocuentemente con ambas manos y sus palabras quedaban ahogadas por la voz de la señora Boyle. De vez en cuando podían oírse las frases tajantes del mayor Metcalf pidiendo «pruebas».

Trotter alzó la mano y todos, a un mismo tiempo, enmudecieron.

—¡Gracias! —les dijo—. El señor Davis acaba de hacerles un resumen del motivo de mi presencia. Ahora deseo saber una cosa, una sola cosa y pronto. ¿Quién de ustedes tiene algo que ver con el caso de Longridge Farm?

El silencio continuó inalterable y cuatro rostros impasibles fijaron sus miradas en el sargento Trotter. Los rasgos de las emociones de momentos antes: indignación, histeria, curiosidad…, se habían desvanecido de aquellos semblantes.

El sargento Trotter volvió a hacer uso de la palabra, esta vez con más apremio.

—Por favor, entiéndame. Tenemos razones para creer que uno de ustedes corre peligro… peligro de muerte… ¡Tengo que averiguar quién es!

Nadie habló ni se movió.

Algo semejante a la ira alteraba ahora la voz de Trotter.

—Muy bien… Les interrogaré uno por uno. ¿Señor Paravicini?

Una sonrisa apenas perceptible apareció en los labios de míster Paravicini, quien alzó las manos en un gesto de protesta.

—¡Pero si yo soy un extraño en esta región, señor inspector! No sé nada, nada en absoluto, de los sucesos locales a que se refiere usted.

Trotter, sin perder tiempo, prosiguió:

—¿Señora Boyle?

—La verdad, no veo por qué…, quiero decir…, ¿por qué tendría yo que ver en tan desagradable asunto?

—¿Señor Wren?

—Por aquel entonces era yo un niño —repuso Cristóbal con voz estridente—. Ni siquiera recuerdo haber oído nunca hablar de ello.

—¿Y usted, mayor Metcalf?

—Lo leí en los periódicos —repuso con brusquedad—. Entonces yo estaba en Edimburgo.

—¿Eso es todo lo que tienen que decir?

De nuevo reinó el silencio. Trotter exhaló un suspiro de desesperación.

—Si uno de ustedes es asesinado —les dijo—, no culpen a nadie, sino a ustedes mismos.

Y dando media vuelta abandonó la biblioteca.