Molly Davis dio unos pasos hacia atrás en la carretera para admirar el letrero recién pintado de la empalizada:
MONKSWELL MANOR
Casa de Huéspedes
Hizo un gesto de aprobación. Realmente tenía un aspecto muy profesional. O tal vez pudiera decirse casi profesional, ya que la última a de Casa bailaba un poco y el final de «Manor» estaba algo apretujado; pero, en conjunto, Giles lo hizo muy bien. Era muy inteligente. ¡Sabía hacer tantas cosas! Molly no cesaba de descubrir nuevas virtudes en su esposo. Hablaba tan poco de sí mismo que sólo muy lentamente iba conociendo sus talentos. Un ex marino siempre es un hombre «mañoso», se decía.
Pues bien, Giles tendría que hacer uso de todos sus talentos en su nueva aventura, ya que ninguno de los dos tenía la menor idea de cómo dirigir una casa de huéspedes. Pero era divertido y les resolvía el problema de alojamiento.
Había sido idea de Molly. Cuando murió tía Catalina y los abogados le escribieron comunicándole que le había dejado Monkswell Manor, la natural reacción de ambos jóvenes fue vender aquella propiedad. Giles le preguntó:
—¿Qué aspecto tiene?
Y Molly había contestado:
—Oh, es una casona antigua, llena de muebles victorianos, pasados de moda. Tiene un jardín bastante bonito, pero desde la guerra está muy descuidado; sólo quedó un viejo jardinero.
De modo que decidieron venderla, reservándose únicamente el mobiliario preciso para amueblar una casita o un pisito para ellos.
Pero en el acto surgieron dos dificultades. En primer lugar no se encontraban pisos ni casas pequeñas, y en segundo lugar todos los muebles eran enormes.
—Bueno —decidió Molly—, tendremos que venderlo todo. Supongo que la comprarán.
El agente les aseguró que en aquellos días se vendía cualquier cosa.
—Es muy probable que la adquieran para instalar un hotel o casa de huéspedes, en cuyo caso pudiera ser que se quedaran con el mobiliario completo. Por fortuna la casa está en muy buen estado. La finada señorita Emory hizo grandes reparaciones y la modernizó precisamente antes de la guerra y apenas se ha deteriorado. Oh, sí, se conserva muy bien.
Y entonces fue cuando a Molly se le ocurrió la idea.
—Giles —le dijo—, ¿por qué no la convertimos nosotros en casa de huéspedes?
Al principio su esposo se burló de ella, pero Molly siguió insistiendo.
—No es necesario que tengamos a mucha gente… por lo menos al principio. Es una casa fácil de llevar; tiene agua fría y caliente en los dormitorios, calefacción central y cocina de gas. Y podríamos tener gallinas y patos que nos proporcionarían huevos, y plantar verduras en el huerto.
—Y quién haría todo el trabajo… Es muy difícil encontrar servicio.
—Oh, lo haremos nosotros. En cualquier sitio en que vivamos tendremos que hacerlo, y unas cuantas personas más no representan mucho más trabajo. Cuando hayamos empezado podemos hacer que venga una mujer a ayudarnos en la limpieza. Con sólo cinco personas que nos pagasen siete guineas por semana…
Molly se abismó en optimistas cálculos mentales.
—Y además, Giles —concluyó—, sería nuestra propia casa. Con nuestras cosas. Y me parece que si no nos decidimos por esto, vamos a tardar años en encontrar otro sitio donde vivir.
Giles tuvo que admitir que aquello era cierto. Habían pasado tan poco tiempo juntos después de su agitado matrimonio, que ambos estaban deseosos de instalar su hogar ya perdurable.
Así es que el gran experimento pasó a ser puesto en práctica. Publicaron anuncios en los periódicos de la localidad y el Times de Londres, obteniendo varias respuestas.
Y aquel día precisamente iba a llegar el primero de sus huéspedes. Giles había salido temprano en el coche para tratar de adquirir varios metros de alambrada que había pertenecido al Ejército y que se anunciaba en venta al otro lado del condado. Molly tuvo que ir andando hasta el pueblo para hacer las últimas compras.
Lo único malo era el tiempo. Durante los dos últimos días había sido extremadamente frío, y ahora comenzaba a nevar. Molly apresuróse por el camino mientras espesos copos se fundían sobre el impermeable y su rizoso y brillante cabello. El parte meteorológico había sido en extremo descorazonador: eran de esperar intensas nevadas.
Pero que no se helaran las cañerías. Era una lástima que fueran a salirles mal las cosas cuando acababan de empezar. Miró su reloj. ¡Ya más de las cinco! Giles ya habría vuelto… y se estaría preguntando por dónde andaba ella.
—Tuve que volver al pueblo a comprar algunas cosas que había olvidado —le diría.
Y él preguntaría:
—¿Más latas de conserva?
Siempre bromeando por eso; en la actualidad su despensa estaba bien provista para casos de apuro.
Y ahora, pensó Molly mirando al cielo preocupada, parecía que los apuros iban a presentarse bien pronto.
La casa estaba vacía. Giles aún no había regresado, Molly fue primero a la cocina, y luego subió a revisar los dormitorios recién preparados. La señora Boyle, en la habitación sur, la de los muebles de caoba. El mayor Metcalf, en el cuarto azul, de roble. El señor Wren, en el ala este, en el del mirador. Todos eran bonitos… y ¡qué suerte que tía Catalina tuviera un surtido tan espléndido de ropas de cama! Molly ahuecó un edredón y volvió a bajar. Era casi de noche, y la casa le pareció de pronto muy silenciosa y vacía. Era una casa solitaria, situada a dos millas del pueblo. A dos millas…, pensó Molly, de cualquier parte.
A menudo se había quedado sola en la casa…, pero nunca hasta aquel momento tuvo aquella sensación de soledad…
La nieve batía blandamente contra los paneles de la ventana, produciendo un susurro inquietante… ¿Y si Giles no pudiera regresar?… ¿Y si la capa de nieve fuese tan espesa que no dejara avanzar el automóvil? ¿Y si tuviera que quedarse allí sola… tal vez durante varios días?
Contempló la cocina, grande y confortable, que parecía reclamar una cocinera rolliza que la presidiera moviendo las mandíbulas rítmicamente al comer pasteles y beber té muy cargado, teniendo a un lado de la mesa a un ama de llaves entrada en años, al otro una doncella sonrosada y enfrente una fregona que las miraría con ojos asustados. Y en vez de eso, allí estaba ella sola. Molly Davis, representando un papel que aún no encontraba muy natural. Toda su vida, hasta aquel momento, parecía irreal… lo mismo que Giles. Estaba representando un papel, sólo representando…
Una sombra pasó ante la ventana y Molly se sobresaltó… Un desconocido se acercaba quedamente. Molly oyó abrir la puerta lateral. El desconocido se detuvo en el umbral, sacudiéndose la nieve antes de penetrar en aquella casa vacía.
Y de pronto se tranquilizó.
—¡Oh, Giles! —exclamó—. ¡Cuánto me alegro de que hayas vuelto!
—¡Hola, cariño! ¡Buen tiempecito! ¡Cielos, estoy congelado!
Golpeó el suelo con los pies y se frotó las manos.
Automáticamente, Molly cogió el abrigo que él había arrojado, como de costumbre, sobre el arcón de roble, y lo colgó en la percha luego de sacar de sus bolsillos la bufanda, un periódico, un ovillo de cordel y el correo de la mañana. Dirigiéndose a la cocina, dejó todo aquello encima de la mesa y puso la olla sobre el fogón de gas.
—¿Conseguiste la alambrada? —le preguntó—. Has tardado mucho.
—No era de la que yo quiero. No nos hubiera servido para nada. ¿Y tú qué has estado haciendo? Me refiero a que no habrá llegado nadie todavía.
—La señora Boyle no vendrá hasta mañana.
—Pero el mayor Metcalf y el señor Wren tendrían que haber llegado hoy.
—El mayor Metcalf ha enviado una postal diciendo que no podrá llegar hasta mañana.
—Entonces a cenar sólo tendremos al señor Wren. ¿Cómo te lo imaginas? Yo como funcionario público retirado.
—No, creo que es un artista.
—En ese caso —repuso Giles—, será mejor que le cobremos una semana por adelantado.
—Oh, no, Giles; trae equipaje. Si no paga nos quedaremos con él.
—¿Y si luego resulta que consiste sólo en piedras envueltas en papel de periódico? La verdad es, Molly, que no tenemos la menor idea de cómo llevar este negocio. Espero que no se den cuenta de nuestra inexperiencia.
—Seguro que la señora Boyle lo descubre —dijo Molly—. Es de esa clase de mujeres.
—¿Cómo lo sabes? ¡Si aún no la has visto!
Molly le volvió la espalda, y extendiendo un periódico sobre la mesa fue a buscar un pedazo de queso y comenzó a rallarlo.
—¿Qué es esto? —quiso saber su esposo.
—Pues será un exquisito pastel de queso galés —le informó—. Miga de pan y patata chafada, y sólo un poquitín de queso para justificar su nombre.
—Eres una cocinera estupenda —dijo Giles con admiración.
—¿Tú crees? Sólo puedo hacer una cosa a un tiempo. Es el hacer varias a la vez, lo que demuestra tener mucha práctica. El desayuno es lo peor.
—¿Por qué?
—Porque se junta todo… huevos con jamón… café con leche… las tostadas. La leche se sale, o se queman las tostadas… El jamón se carboniza o los huevos se cuecen demasiado. Hay que vigilarlo todo con la velocidad de un gato escaldado.
—Tendré que espiarte mañana por la mañana, sin que tú te des cuenta, para contemplar esa encarnación del gato escaldado.
—Ya hierve el agua —dijo Molly—. ¿Quieres que llevemos la bandeja a la biblioteca y escuchemos la radio? No tardarán en dar noticias de Prensa.
—Y como parece ser que vamos a pasar la mayor parte del tiempo en la cocina, veo que tendremos que instalar un aparato aquí también.
—Sí. ¡Qué bonitas son las cocinas! Ésta me encanta. Creo que es lo más bonito de la casa… con su mesa… la vajilla… y la sensación de grandeza que da esta enorme cocina económica… aunque, naturalmente, me alegro de no tener que cocinar con ella.
—Supongo que debe consumir en un día nuestra ración de combustible de todo un año…
—Casi seguro. Pero piensa en las cosas que se asaban aquí… solomillos de ternera y piernas de cordero. Grandes calderos en los que se preparaba mermelada casera de fresas con libras y libras de azúcar. ¡Qué época tan agradable la victoriana… y qué cómoda! Fíjate en los muebles de arriba, grandes, sólidos y bastante adornados…, pero ¡oh!, comodísimos; amplios armarios para la mucha ropa que se solía tener. Y en todos los cajones, que se abren y cierran con una facilidad extraordinaria. ¿Te acuerdas de aquel pisito moderno que nos alquilaron? Todo se atascaba… las puertas no cerraban, y si se cerraban, luego no podían abrirse.
—Sí, eso es lo malo de las casas modernas. Si se estropean estás perdido.
—Bueno, vamos a escuchar las noticias.
Las noticias consistieron principalmente en tristes pronósticos sobre el tiempo, el acostumbrado punto muerto de los asuntos de política internacional, discusiones en el Parlamento y un asesinato en la calle Culver, en Paddington.
—¡Bah! —dijo Molly, desconectando la radio—. Sólo miseria. No voy a escuchar otra vez las recomendaciones para que economicemos combustible. ¿Qué es lo que esperan? ¿Que nos quedemos helados? No creo que haya sido un acierto inaugurar nuestra casa de huéspedes en invierno. Debimos haber esperado hasta la primavera. —Y agregó en otro tono de voz—: Quisiera saber qué aspecto tenía esa mujer que han asesinado.
—¿La señora Lyon?
—¿Se llamaba así? Me pregunto quién la asesinó y por qué…
—Tal vez tuviera una fortuna escondida debajo de un ladrillo.
—Cuando se dice que la policía está deseando interrogar a un hombre que «se vio por la vecindad», ¿significa ello que él es el presunto asesino?
—Por lo general creo que sí. Es simplemente un modo de decirlo.
La aguda vibración del timbre les hizo sobresaltarse.
—Es la puerta principal —dijo Giles—. ¿Será el asesino? —agregó a modo de chiste.
—En una comedia, desde luego, lo sería. Date prisa.
—Debe de ser el señor Wren. Ahora veremos quién tiene razón, si tú o yo.
El señor Wren entró acompañado de un ramalazo de nieve y, todo lo que Molly pudo distinguir de su persona, desde la puerta de la biblioteca, fue su silueta recortándose contra el blanco mundo exterior.
«Qué parecidos son todos los hombres civilizados», pensó Molly. Abrigo oscuro, sombrero gris y una bufanda alrededor del cuello.
Giles cerró la puerta, mientras el señor Wren se quitaba la bufanda y el sombrero y dejaba la maleta en el suelo… todo ello sin parar de hablar. Tenía una voz aguda, casi molesta, y la voz del recibidor, le reveló como un hombre joven, de cabellos rubios, tostado por el sol, y los ojos claros e inquietos.
—Muy malo, demasiado malo —decía—. El invierno inglés ha llegado a su punto culminante… y hay que ser muy valiente para hacerle cara. ¿No le parece? He tenido un viaje terrible desde Gales. ¿Es usted la señora Davis? ¡Encantado! —Molly sintió su mano aprisionada en una mano huesuda—. Es completamente distinta de como la había imaginado. Yo me la suponía como la viuda de un general del Ejército indio… muy triste… una verdadera rinconera victoriana… y es celestial… sencillamente celestial… ¿Tienen flores de cera? ¿O aves del paraíso? Oh, este lugar me va a encantar. Temía que fuera demasiado anticuado… muy, muy… Manor. Y es maravilloso, auténticamente victoriano. Dígame, ¿tienen alguno de esos aparadores de caoba… de caoba rojiza con grandes frutas talladas?
—Pues a decir verdad —dijo Molly, casi sin aliento ante aquel torrente de palabras—, sí lo tenemos.
—¡No! ¿Puedo verlo en seguida? ¿Está aquí?
Su velocidad era desconcertante. Ya había hecho girar el pomo de la puerta del comedor y encendido la luz. Molly le siguió consciente de la mirada desaprobadora de su marido.
El señor Wren pasó sus dedos largos y angulosos por el rico trabajo de talla del macizo aparador, lanzando exclamaciones apreciativas.
—¿No tienen una gran mesa de caoba? ¿Cómo es que han puesto todas esas mesitas pequeñas?
—Pensamos que los huéspedes lo preferirían así —repuso Molly.
—Querida, claro que tiene toda la razón. Me había dejado llevar de mi amor a la época. Claro que de tener la gran mesa habría que sentar a su alrededor a la familia adecuada. Un padre severo, con una gran barba… una madre prolífica, once niños; una torva institutriz y alguien llamado «pobre Enriqueta…» la pariente pobre que es la ayuda de todos y se siente muy agradecida porque le han dado cobijo. Miren esa chimenea… imagínese las llamas que lamen el hogar quemando la espalda de la pobre Enriqueta.
—Le subiré la maleta a la habitación —dijo Giles—. ¿La habitación del ala este?
—Sí —repuso Molly.
El señor Wren salió al vestíbulo mientras Giles subía la escalera.
—¿Es una cama con dosel? —preguntó.
—No —repuso Giles antes de desaparecer en un recodo de la escalera.
—Me parece que no voy a ser del agrado de su esposo —dijo el señor Wren—. ¿Dónde ha estado? ¿En la Marina?
—Sí.
—Me lo figuraba. Son mucho menos tolerantes que en el Ejército y las fuerzas aéreas. ¿Cuánto tiempo llevan casados? ¿Está usted muy enamorada de él?
—Tal vez deseará usted subir a ver si le agrada su habitación.
—Sí. Perdón. He estado algo impertinente. Pero la verdad es que quiero saberlo. Quiero decir, que es interesante conocer la vida de los demás, ¿no le parece? Me refiero a lo que sienten y piensan, no a lo que son y a lo que hacen.
—Supongo que usted es el señor Wren —dijo Molly.
El joven se quedó cortado.
—Pero ¡qué tonto…! Nunca se me ocurre aclarar las cosas primero. Sí, yo soy Cristóbal Wren… no se ría. Mis padres eran una pareja muy romántica y esperaban que yo llegara a ser arquitecto y por eso les pareció una buena idea llamarme Cristóbal… De ese modo ya tenía mucho ganado.
—¿Y es usted arquitecto? —preguntó Molly, incapaz de ocultar su regocijo.
—Sí, lo soy —repuso el señor Wren, triunfante—. Por lo menos estoy muy cerca de serlo. Todavía no he terminado la carrera. Pero la verdad es que soy un buen ejemplo de un deseo que por una vez se cumplió. Y si quiere que le diga la verdad, me temo que ese nombre me servirá de estorbo. Nunca llegaré a ser un Cristóbal Wren. No obstante, los Nidos Prefabricados de Cris Wren puede que lleguen a tener fama.
Giles bajaba la escalera y Molly dijo:
—Ahora le enseñaré su habitación, señor Wren.
Cuando bajó al cabo de unos minutos, Giles le preguntó:
—Bueno, ¿le han gustado los muebles de roble?
—Tenía tantas ganas de dormir en una cama con dosel que le di el cuarto rosa.
Giles gruñó algo que terminaba en «ese joven cargante».
—Escúchame, Giles —Molly adoptó una expresión severa—. Esto no es una reunión de invitados, sino un negocio. Y te guste o no, Cristóbal Wren…
—No me gusta —la interrumpió Giles.
—… tienes que aguantarte. Nos paga siete guineas a la semana y eso es todo lo que importa.
—Si las paga, sí.
—Se ha comprometido a pagarlas. Tenemos su carta.
—¿Y le has llevado tú la maleta hasta la habitación rosa?
—La ha llevado él, naturalmente.
—Muy galante. Pero no te hubieras cansado cargando con ella. Desde luego no es probable que esté llena de piedras envueltas en papeles. Es tan ligera que me parece que debe estar vacía.
—¡Chist! Ahí viene —dijo Molly avisándole.
Cristóbal Wren fue acompañado a la biblioteca que presentaba un bonito aspecto con sus butacones y el hogar de la chimenea encendido. Molly le dijo que la cena se servía al cabo de media hora, y contestando a sus preguntas le explicó que de momento él era el único huésped.
—En este caso —dijo Cristóbal—, ¿le molestaría que fuera a la cocina a ayudarla? Puedo hacer una tortilla, si me lo permite —ofreció para que Molly accediera.
Así fue cómo Cristóbal se metió en la cocina y luego les ayudó a secar los platos y los vasos.
Molly se daba cuenta de que todo aquello no acreditaba a una casa de huéspedes formal… y a Giles no le había gustado nada. Oh, bueno, pensó Molly antes de quedarse dormida: mañana, cuando estén los demás, será distinto.