Susannah en la isla de Vulcano

Poco después volví a la escuela para terminar el curso; y, cuando regresé, Philip ya se había instalado en la isla.

El hecho de estar de nuevo con él me tranquilizó y me hizo pensar que mis sospechas eran infundadas. Cougabel había introducido aquellas ideas en mi mente y lo había hecho con deliberación. Recuerdo que Luke Carter nos había dicho que los isleños eran vengativos y nunca olvidaban hacerlo. Yo había provocado los celos de Cougabel y, conocedora de mis sentimientos hacia Philip, ella me pagaba con la misma moneda por medio de él.

«¡Muchacha estúpida! —pensé». Más estúpida había sido yo todavía por haber creído semejante cosa por un momento.

El niño iba creciendo. Los isleños le traían regalos y Cougabel estaba encantada con él. Subió con el niño a la montaña para dar gracias al Gigante. Se me ocurrió pensar que, con independencia de cualquier otra cosa, Cougabel era muy valiente, porque había logrado engañar a los suyos y encima se atrevía a ir a la montaña para dar gracias al Gigante.

—Tal vez le ha ido a dar las gracias por haberla librado de esta apurada situación —comentó mi madre—. La verdad es que debiera darnos las gracias a nosotros.

Fui muy feliz durante los meses sucesivos. Philip se había convertido en un miembro de la familia. Yo había terminado mis estudios en la escuela y mis padres eran más dichosos de lo que jamás hubieran sido… exceptuando aquellos insólitos momentos que en cierta ocasión me había mencionado mi madre. Comprendí ahora que se sentían en paz. A medida que pasaba el tiempo, el peligro había ido disminuyendo y su mayor preocupación había sido yo. Ahora sabía que estaban pensando en la conveniencia de que me casara con Philip y me instalara allí para el resto de mi vida. Yo no tendría que vivir confinada como ellos. Tendría que efectuar largos viajes Australia y Nueva Zelanda y tal vez pasar una larga temporada en nuestra patria. Las islas seguían prosperando Muy pronto se convertirían en una comunidad civilizada. Era el sueño de mi padre. Quería que hubiera más médicos y enfermeras; éstos se casarían entre sí, decía, y tendrían hijos…

Oh, sí, éstos eran los sueños que él y mi madre compartían; pero el hecho que más satisfacción les producía era la creencia de que mi futuro ya estaba resuelto.

Había otra cuestión. Yo había observado que uno de los supervisores de la plantación, un joven muy alto apuesto, rondaba constantemente la casa en la esperanza de ver a Cougabel. Le gustaba tomar el niño y acunarlo en sus brazos.

—Creo que Fooca es el padre del niño de Cougabel —le dije a mi madre.

—A mí también se me había ocurrido pensarlo —dijo mi madre, riéndose. Se reía mucho aquellos días—. Es fácil imaginar lo que sucedió —prosiguió diciendo—. Ambos eran amantes. Es probable que Cougabel supiera que estaba embarazada la noche de la danza. ¡Qué criatura tan intrigante! Verdaderamente, hay que admirarla. Es lista la muchacha. Luke Carter era un individuo muy astuto y creo que le ha transmitido a su hija parte de sus características. Es una maravilla el modo en que ha logrado que la situación redundara en su beneficio.

Nos reímos del engaño de Cougabel y, cuando Fooca, acudió a Cougaba ofreciéndose a casarse con su hija, todos estuvimos muy contentos.

Cougabel también lo estuvo.

Se nos permitió asistir a la ceremonia de la boda porque ella había vivido en nuestra casa. Se pasó toda la noche en una de las chozas con cuatro muchachas solteras seleccionadas, todas vírgenes, las cuales la untaron con aceite de coco y le trenzaron el cabello. Fooca estaba en otra choza con cuatro jóvenes que lo cuidaban. Después, a última hora de la tarde, se celebró la ceremonia en mitad del claro. Las muchachas sacaron a Cougabel de la choza y los jóvenes hicieron lo propio con Fooca. Cougaba se encontraba allí con el niño en brazos y dos mujeres lo tomaron solemnemente y lo entregaron a Cougabel. La novia y el novio se tomaron de la mano mientras Wandalo entonaba algo ininteligible para nosotros y Cougabel y Fooca saltaron juntos sobre un tronco de palmera. Era un tronco que se guardaba en la choza de Wandalo, y se decía que había sido vomitado por el cráter del Gigante hacía muchos años cuando la isla había quedado prácticamente destruida. De la misma manera que el tronco había resistido, el matrimonio también resistiría. Era un símbolo.

Después hubo un festín en el claro y también danzas, si bien no de tipo frenético como las que tenían lugar la noche de la Danza de las Máscaras.

Tras haber presenciado la ceremonia del salto sobre el tronco, Philip y yo bajamos paseando a la playa. Se había iniciado los cantos de la boda y podíamos oírlos en la distancia. Nos sentamos sobre la arena de la playa, contemplando el mar. Era una escena preciosa. Las hojas de las palmeras se mecían suavemente, acariciadas por la leve brisa marina; el sol, a punto de ponerse, había teñido las nubes de rojo sangre. A nuestra espalda se levantaba el poderoso Gigante.

—Jamás soñé que pudiera haber un lugar semejante en la tierra —dijo Philip.

—¿Vas a estar a gusto aquí? —pregunté.

—Más que a gusto —dijo y, volviéndose de lado, se apoyó sobre el codo y me miró—. Me alegro mucho de que tú y Laura fuerais amigas —añadió—. De otro modo, tú nunca hubieras venido a la propiedad y ahora no estaríamos juntos. Piénsalo.

—Lo estoy pensando —dije.

—¡Oh, Suewellyn —murmuró él—, qué tragedia hubiera sido!

Yo me eché a reír porque me sentía muy feliz.

—¿Qué piensas de Cougabel? —Me oí preguntar. Aún seguía sospechando, a pesar de creer que era una estupidez. No obstante, quería hablar de ello. Quería estar segura.

—Bueno, es una coqueta —dijo él—. ¿Sabes que no me sorprendería que le pusiera los cuernos a este…? ¿Cómo se llama? ¿Fooca?

—Se la considera muy atractiva. Esta gente es a menudo muy bien parecida, pero ella destaca porque es distinta, ¿comprendes? Este toque de blanco…

—Ah, sí, tu padre me contó que su padre era un hombre que vivía aquí.

—Sí. Nos pegamos un susto cuando nació el niño. Tenía la piel todavía más clara que Cougabel.

—A veces ocurre. El próximo hijo es posible que sea muy oscuro. Y después podría tener otro de piel más clara.

—Bueno, ahora ha saltado sobre el tronco.

—Que tenga suerte —dijo Philip—. Que tengan suerte todos los de la isla.

—Ahora es tu futuro.

Él me tomó la mano y la retuvo.

—Sí —dijo—. Mi futuro… nuestro futuro.

El sol se encontraba muy bajo en el horizonte. Ambos lo contemplamos. Siempre desaparecía con mucha rapidez. Era como un enorme globo rojo que cayera al mar. Ya no estaba. Se hizo enseguida la oscuridad. No había crepúsculos como los que yo recordaba vagamente de mi infancia en Inglaterra.

Philip se levantó de un salto. Me tendió la mano para ayudarme y yo la tomé.

Se oían los cantos de la boda y me pareció que todo andaba bien en el mundo.

Transcurrió una semana. El barco iba a llegar de un momento a otro. Mi padre estaba aguardando ansiosamente su llegada. Le iba a traer los suministros que necesitaba.

Traería también el correo. No es que recibiéramos muchas cartas, pero Laura era una buena corresponsal y generalmente había una carta suya para mí.

Me pregunté qué tal andarían sus relaciones amorosas y si de veras se iba a casar antes que yo. Estaba segura de que Philip me quería y me iba a pedir que me casara con él. No sabía por qué vacilaba. Ya había cumplido los diecisiete años, pero tal vez él siguiera considerándome demasiado joven. Es posible que pareciera más joven de lo que era porque había pasado buena parte de mi vida aislada del mundo. No obstante, a pesar de que había hecho alusiones al futuro, él todavía no me había pedido que me casara con él, ésta era la situación cuando llegó el barco.

Me desperté una mañana y lo vi, blanco y reluciente, en proximidad de la bahía. Se encontraba a cosa de una milla de distancia porque las aguas que rodeaban la isla eran muy poco profundas y no le permitían acercarse más.

Hubo el habitual nerviosismo, pero no más que el habitual, y, mirando hacia atrás, me asombré una vez más de que el destino no advirtiera a la gente en los momentos en los que va a producirse un gran acontecimiento capaz de cambiar toda su vida.

Los pequeños botes del barco estaban siendo bajados y las canoas ya se estaban acercando. ¡Qué entusiasmo se producía cuando llegaba el barco! El ruido y el griterío eran tremendos y apenas podíamos oír lo que decíamos.

Mis padres y yo nos encontrábamos en la playa, disponiéndonos a recibir las embarcaciones, cuando, para nuestro asombro, vimos a alguien a quien estaban ayudando a bajar a uno de los botes del barco. Era una mujer. Estaba bajando por la oscilante escala y dos marineros la sostenían. Se acomodó en la embarcación de remos para que la condujeran a la playa.

—¿Quién demonios puede ser? —preguntó Anabel.

Nuestros ojos contemplaban fijamente la embarcación que se estaba acercando. Ahora la podíamos ver con más claridad. Era joven y lucía un gran sombrero de ala ancha, adornado con margaritas blancas. Era un sombrero de lo más elegante.

Se había vuelto hacia nosotros. Nos había visto. Levantó una mano en gesto mayestático como si supiera quiénes éramos.

La embarcación estaba rozando la arena. Uno de los marineros había saltado. Le dio la mano y ella se levantó. Tenía aproximadamente mi estatura, que era más bien elevada, y llevaba un adherente vestido de seda blanco. Me pareció que era muy atractiva y que se parecía a alguien que conocía.

De repente, lo comprendí. Era como mirarme a un espejo, un espejo no totalmente fiel, y verme reflejada de un modo más favorecedor. La persona a quien se parecía era yo.

El marinero la había ayudado a bajar del bote. La levantó en brazos para que no se mojara los pies.

Ella se quedó de pie mirándonos y esbozó una sonrisa.

—Soy Susannah —dijo.

Creo que todos pensamos que estábamos soñando… todos menos Susannah. Ella dominaba por completo la situación.

Mis padres estaban como aturdidos. Anabel no hacía más que mirarla, como si no pudiera creer que fuera real.

Ella se dio cuenta. Me pareció que debía haber muy pocas cosas de las que Susannah no se diera cuenta. Y la situación se le antojaba muy divertida.

—Tenía que venir a ver a mi padre —dijo—. En cuanto supe a dónde tenía que ir, emprendí el viaje. Y Anabel… te recuerdo. ¿A quién…?

—Nuestra hija —dijo Anabel—. Suewellyn.

—¿Tu hija y…? —dijo ella, mirando a su padre.

—Si —dijo él—. Nuestra hija Suewellyn.

Susannah asintió lentamente mientras esbozaba una sonrisa. Después me miró directamente.

—Somos hermanas… hermanastras. ¿No es emocionante? ¡Imagínate, descubrir que se tiene una hermana a mi edad!

—Yo sabía de tu existencia —dije.

—¡Oh, es una ventaja injusta! —explicó ella sin apartar los ojos de mí—. Somos iguales, ¿verdad? —Se quitó el sombrero. Llevaba el cabello con flequillo sobre la frente—. Somos efectivamente hermanas —añadió— y podríamos ser más parecidas… si vistiéramos de manera similar. Oh, es emocionante. ¡Cuánto me alegro de haberte encontrado al final!

Los marineros depositaron el equipaje sobre la arena al lado de Susannah.

—Has venido para quedarte —dijo Anabel.

—A haceros una visita. Si queréis acogerme. He venido de muy lejos.

—Entremos a la casa —dijo Anabel—. Tendremos mucho de qué hablar.

Susannah se acercó a mi padre y lo tomó del brazo.

—¿Te alegras de que haya venido? —preguntó.

—Pues claro.

—Yo estoy muy contenta. Te recuerdo, ¿sabes?… y también a Anabel.

—Tu madre… —empezó a decir él.

—Murió… hace unos tres años. De neumonía. Sí, tengo muchas cosas que contarte.

Varios muchachos y muchachas se habían acercado para observar a la recién llegada. Mi padre les gritó:

—Vamos. Echadnos una mano con estas maletas.

Ellos se rieron y se acercaron a toda prisa, contentos de que se les incluyera en la aventura.

Y, de este modo, entramos a la casa, en medio de un tumulto de emociones.

Philip ya estaba allí y salió al oírnos. Al ver a Susannah, se detuvo y la miró fijamente.

—Ésta es la hija de mi marido —dijo Anabel—. Ha venido de Inglaterra para vernos.

—Qué interesante —dijo él, adelantándose.

—Encantada —dijo ella, tendiéndole la mano.

—El doctor Halmer —anunció mi padre—. Doctor Halmer, le presento a Susannah Mateland.

—¿Ha venido usted para quedarse? —preguntó Philip.

—Así lo espero, durante algún tiempo. El viaje es muy largo para quedarme sólo un día. Creo que el barco zarpa mañana. Espero serles lo suficientemente simpática como para que no me envíen de nuevo en él.

—Es usted bastante parecida…

—Es natural —dijo ella, volviéndose a mirarme con rostro sonriente—. Compartimos un padre.

Todos entramos. Cougaba salió, seguida de Cougabel. Ésta había acudido evidentemente a visitar a su madre y llevaba en brazos al niño cuya venida al mundo había sido demasiado prematura para nuestra tranquilidad.

—Cougaba —dijo Anabel—. Ha llegado nuestra hija de Inglaterra. Encárgate de prepararle una habitación.

—Sí, sí, sí —dijo Cougaba—. Cougabel, tú me echas una mano.

Cougabel se quedó de pie sonriendo, con el niño en brazos, mirándonos a mí y a Philip hasta que sus ojos se posaron en Susannah.

—Es una casa agradable —dijo Susannah.

—La hemos mejorado mucho desde que vinimos —contestó mi padre.

—Debe hacer unos once años. Recuerdo que tenía siete cuando… os fuisteis.

—Hace once años —dijo Anabel serenamente—. Estarás sedienta. Voy a prepararte algo de beber mientras Cougaba te prepara la habitación.

—¡Cougaba! ¿Es la siniestra mujer que me ha mirado como si fuera una especie de diablo escapado de las puertas del infierno?

—Cougaba es la mayor —dije yo.

—Ah, yo me refería a la joven con el niño. Son criados, supongo. Deseaba tanto encontraros. Fue tan repentina… vuestra desaparición.

Mi madre trajo limonada a la que había añadido algunas de las hierbas que había descubierto y que le conferían un delicioso sabor, convirtiéndola en una agradable bebida refrescante.

—Comeremos dentro de una hora —dijo Anabel—. ¿Tienes hambre? ¿Quieres que lo adelante?

Susannah dijo que no. La bebida era refrescante y le parecía muy bien comer una hora más tarde. Le dirigió a mi padre una pícara mirada.

—Supongo que te estarás preguntando que cómo te he encontrado. El viejo Simons, que te llevaba todos los asuntos, murió el año pasado. Su hijo Alain se hizo cargo del negocio. Conseguí que Alain me revelara tu secreto. No se lo he dicho a nadie, pero estaba decidida a venir a verte.

—¿Cómo murió Jessamy? —preguntó Anabel.

—Fue durante un frío invierno de hace tres años. Nos pasamos varias semanas bloqueados por la nieve en el castillo. Ya sabes cómo sopla el viento por aquellos corredores. Es el lugar con más corrientes de aire que jamás he conocido. Bueno, eso fue demasiado para mi madre. Los pulmones siempre le habían planteado problemas. Elizabeth Larkham, ¿recordáis a Elizabeth Larkham?, murió unos meses más tarde de la misma dolencia. Muchas personas enfermaron aquel invierno.

—¿Y cómo quedó tu madre cuando…? —Empezó a decir Anabel.

Susannah le dirigió aquella sonrisa reservada que yo ya había observado en ella.

—¿Cuando os fuisteis? —preguntó—. ¡Oh, destrozada! Se puso terriblemente enferma. Uno de sus resfriados se complicó con bronquitis. Estaba demasiado enferma para pensar en otra cosa que no fuera tratar de respirar. La oí decir que eso la salvó de morir de melancolía.

Anabel cerró los ojos. Susannah estaba abriendo una vieja herida y hurgando en ella con un cuchillo.

—Pero todo eso pertenece al pasado —añadió—. Ahora las cosas son distintas en el castillo.

Cougabel bajó para decir que la habitación ya estaba lista.

—Sólo ha tenido que hacer cama —dijo; después miró a Susannah y añadió—: Habitaciones siempre limpias en esta casa. Mamabel lo quiere.

—Qué encomiable —dijo Susannah.

Cougabel se encogió de hombros y se rió.

—Voy a acompañarte a tu habitación —dije.

Pensaba que mis padres desearían permanecer a solas un rato para comentar aquel acontecimiento inesperado. Philip se daría cuenta. Era muy sensible, y yo imaginaba que alegaría alguna excusa para dejarles.

Susannah se levantó rápidamente. Supuse que estaba deseando permanecer a solas conmigo.

Al llegar a la habitación, echó una indiferente mirada a su alrededor y después se volvió a mirarme. Estaba claro que yo le interesaba mucho más.

—¿No es… divertido? —dijo—. No sabía que iba a encontrar una hermana.

Se sacudió el pelo y contempló su imagen reflejada en un espejo. Se rió y se acercó a mí. Tomándome del brazo, me arrastró hacia el espejo y ambas permanecimos de pie frente al mismo, la una al lado de la otra.

—Es un parecido bastante acentuado —dijo ella.

—Bueno, tal vez.

—¿Qué quieres decir con… tal vez? Te digo, hermana, que si te cortaras el cabello con un flequillo… si lucieras un vestido de moda como éste… si fueras un poco menos seria… ¿Comprendes lo que quiero decir? Pero si hasta tienes un lunar en el mismo sitio. ¡Imagínate!

Lo contemplé. Había olvidado desde hacía mucho tiempo aquel lunar que me parecía tan significativo cuando Anthony Felton me atormentaba a causa del mismo.

—Yo lo llamo mi punto de belleza —añadió Susannah.

—Es más oscuro que el mío —dije.

—¡Querida e inocente Suewellyn! Te lo confesaré a ti y sólo a ti. Me lo oscurezco un poco con un lápiz especial que tengo para este fin. Tengo unos dientes perfectos… tú también, hermana… y el lunar en este sitio atrae la atención hacia ellos. Por eso usaban lunares postizos en el pasado. Ojalá se hiciera ahora. Qué divertido que tú tengas uno justo en el mismo lugar. Voy a decirte lo que vamos a hacer. Te lo oscureceré un poco para acentuarlo y nos vestiremos igual. ¡Oh, es emocionante haberte encontrado, Suewellyn!

—Si —dije—, lo es.

—Tienes que enseñarme la isla. Me gusta el médico. ¿Vas a casarte con él? Es bastante guapo, ¿verdad? No tan distinguido como nuestro querido papá, pero es que resulta muy difícil que alguien pueda compararse a un Mateland. ¿No estás de acuerdo?

—Creo que Philip es guapo —dije—. Y no estamos comprometidos en matrimonio.

—Todavía… no —dijo ella.

Tenía la impresión de que Susannah podía leer mis pensamientos. Me fascinaba y, al mismo tiempo, me hacía sentir muy incómoda. Mis ideas estaban tan agitadas y yo estaba tan extasiada ante su presencia que apenas podía captar lo que me decía. Se parecía a mí y, sin embargo, era muy distinta. Era lo que yo tal vez hubiera sido si hubiera vivido en un mundo diferente… un mundo de castillos y de vida regalada. En eso estribaba la diferencia. Susannah rebosaba confianza; se creía fascinante y hermosa y, porque lo creía, lo era. Sus rasgos eran tan parecidos a los míos que no hubiera podido ser mucho más atractiva que yo de no haberlo creído. Súbitamente se me ocurrió pensar que hubiera podido ser exactamente igual que ella.

Me estaba mirando a través del espejo y tuve de nuevo la desagradable impresión de que podía leer mis pensamientos.

Siguió hablando, como si contestara a mis palabras.

—Si, somos iguales… rasgo por rasgo. Sólo tienes la nariz una pizca más larga que la mía. Pero las narices son importantes. ¿Recuerdas la de Cleopatra? De haber sido un poco más larga, ¿o quizás un poco más corta?, hubiera cambiado la historia del mundo, según dijo alguien, ¿verdad? Bueno, pues yo no creo que esta diferencia entre nuestras narices vaya a cambiar tantas cosas. Soy ligeramente más animada que tú… más descarada y más irreverente. Pero eso tal vez se deba a mi educación. Nuestras bocas son también un poco distintas. La tuya es más dulce… como un capullo de rosa. La mía es más ancha… demuestra que soy muy aficionada a las cosas buenas de la vida. Nuestros ojos… la misma forma, el color ligeramente distinto. Tú tienes la tez un poco más clara que yo. Vistas así, el parecido no es muy acusado, pero, si nos vistiéramos igual… si la una asumiera el papel de la otra… entonces sería otra historia. Hagámoslo un día, Suewellyn. A ver si podemos engañarles. No creo que podamos engañar a Anabel. Tú eres su pequeña ovejita, ¿verdad? ¿Sabes que siempre tuve la certeza de que Anabel ocultaba algún secreto? Resulta difícil pensar en todos aquellos años. ¿Tú puedes pensar en ellos, Suewellyn?

—Si, puedo.

—Y a ti te tenían escondida, ¿verdad? Y supongo que la noche en que mi padre mató a tío David, fueron a toda prisa por ti y te trajeron consigo a esta isla desierta. Qué vidas tan emocionantes las de nosotros los Mateland, ¿verdad?

—Ésta de aquí difícilmente podría describirse en estos términos.

—Pobre Suewellyn, eso tenemos que cambiarlo. Tenemos que procurar que tu vida sea más divertida.

—Imagino que eres de esas personas a las que les ocurren cosas emocionantes.

—Sólo porque las busco. Tengo que enseñarte a buscarlas, hermanita pequeña.

—No tan pequeña —repliqué.

—Más joven. ¿Cuánto? ¿Lo sabes?

Comparamos nuestras fechas de nacimiento.

—Ah, yo soy la mayor —dijo ella—. Por consiguiente, está justificado que te llame hermanita. O sea, que te escondieron, ¿eh? Anabel te visitaba. Debieron tener una pelea terrible aquella noche. Jamás olvidaré aquella mañana en que me desperté, intuyendo que había ocurrido algo. El castillo estaba sumido en un profundo silencio y las niñeras se negaban a contestar a mis preguntas. Yo no hacía más que preguntar dónde estaba mi padre. ¿Qué le había ocurrido a mi tío David? Y mi madre permanecía tendida en la cama y parecía que estuviera muerta como mi tío. Tardé mucho tiempo en averiguar lo que había sucedido. Jamás les cuentan a los niños estas cosas, ¿verdad? No comprenden que lo que tú imaginas puede ser mucho peor que lo que ha sucedido realmente.

—Difícilmente podría haber una tragedia más grande.

—Tú lo sabías, ¿verdad? Supongo que te lo debieron contar. Y supongo que sabes el porqué.

—Lo cuentan cuando creen que debes saberlo —dije yo y ella soltó una carcajada.

—Eres una hermana pequeña muy digna. Me imagino que siempre haces lo que es justo y honroso, ¿verdad?

—Yo no lo creo.

—Ni yo tampoco… si eres una Mateland. Pero imagínate lo que sentí al saber que tenía a un asesino por padre. Claro que no lo supe hasta más tarde. Tuve que averiguarlo yo misma… escuchando detrás de las puertas. Los criados siempre hablan. «¿Dónde está mi padre?». «¿Por qué ya no está aquí?». Yo siempre hacía preguntas y ellos mantenían la boca cerrada y yo adivinaba a través de sus miradas que hubieran deseado decírmelo. Y no había nadie en la casa del médico y todos los pobres pacientes se iban de vacío. Y mi madre, claro… siempre estaba enferma. Ella nada me decía. Si le hablaba de mi padre, se le llenaban simplemente los ojos de lágrimas. Pero yo lo averigüé a través de Garth. Él lo sabía todo y no supo guardar el secreto. Me dijo que era la hija de un asesino. Jamás lo he olvidado. Creo que experimentó cierta satisfacción al decírmelo. Dijo que su madre me odiaba porque mi padre había matado a tío David.

Se volvió hacia mí y apoyó una mano en mi brazo.

—Estoy hablando demasiado —dijo—. Lo hago siempre. Ya tendremos tiempo de hablar, ¿verdad? Hay tantas cosas que quiero contarte… tantas cosas que quiero saber acerca de ti. Comeremos dentro de una hora, ha dicho Anabel.

—¿Quieres que te ayude a deshacer el equipaje?

—Bueno, sacaré algo de la maleta y me cambiaré. ¿Crees que la negra perversa me querrá traer un poco de agua caliente?

—Mandaré que te la suban.

—Dile que no le eche ningún encantamiento. Parece una de ésas que los preparan.

—En realidad, es muy buena. Sólo hay que andarse con cuidado cuando se les hace alguna ofensa. Mandaré que te suban el agua caliente. ¿Quieres que venga a avisarte cuando esté lista la comida?

—Sería encantador, hermanita.

Salí de su habitación y sólo más tarde recordé que había llegado el correo en el barco y que me estaba aguardando una carta de Laura.

No dejé de pensar en Susannah ni siquiera mientras rasgaba el sobre.

Mi querida Suewellyn:

Al final, ha ocurrido. La boda tendrá lugar en septiembre. Coincidirá exactamente con el barco. Podrás llegar una semana antes y ayudarme en los preparativos. Es todo muy emocionante. Mi madre quiere una boda por todo lo alto. Los chicos simulan que no y dicen que es una tontería. Pero yo creo que, en realidad, están entusiasmados.

Me están confeccionando un traje blanco. Los trajes de las damas de honor serán de color azul pálido. Tú serás una de las damas de honor. Mandaré confeccionar los trajes y sólo hará falta una rápida prueba cuando vengas. Le escribo también a Philip. Podréis viajar juntos. Oh, Suewellyn, soy muy feliz. Te he ganado en la carrera, ¿verdad…?

Aparté la carta a un lado. La próxima vez que viniera el barco, tendría que estar dispuesta a marcharme. Philip podría ir conmigo. Tal vez la boda de Laura le indujera a comprender que yo era casi tan mayor como su hermana y que ya era hora de que me casara también.

Sonreí en mi fuero interno. Todo estaba encajando con naturalidad… o había encajado.

Tenía la sensación de que tal vez cambiaran las cosas, ahora que Susannah había llegado.

* * *

Y cambiaron. Su sola presencia cambió el lugar. Reinaba en la isla una gran conmoción por su causa. Las mujeres y las muchachas hablaban de ella y se reían cuando nos veían pasar. Los hombres la seguían con los ojos.

A Susannah le encantaba aquel interés. Estaba muy contenta de encontrarse en la isla.

Era encantadora, afable y cariñosa; y, sin embargo, su presencia entre nosotros ejerció un efecto que estaba muy lejos de ser tranquilizador… yo sabía que a Anabel le recordaba a Jessamy y que ello turbaba su paz de espíritu. Ahora era tan consciente como al principio del mal que le había hecho a Jessamy.

—Mi pobre mamá siempre estaba muy triste —dijo Susannah—. Janet… ¿recuerdas a Janet? Janet decía que no tenía voluntad de vivir. Janet se mostraba impaciente. «A lo hecho, pecho» solía decir. «De nada sirve llorar por la leche que se ha derramado». ¡Como si perder al marido y a la mejor amiga de una se pudiera comparar con la leche derramada de una jarra!

Susannah rompió a reír mientras recordaba a Janet y la imitaba con mucha propiedad, según pensé yo. Sin embargo, por divertido que pudiera resultar, todo ello le traía a Anabel unos recuerdos muy amargos.

¿Y mi padre?

—Vino un nuevo médico a Mateland. La gente se pasó años hablando de vosotros… Era un prodigio, ¿verdad? Pobre abuelo Egmont. Solía decir: «He perdido a mis dos hijos de golpe». Al cabo de algún tiempo, empezó a dedicar mucha atención a Esmond e invitó a Malcom a ir al castillo más a menudo. Nos preguntábamos si Malcom iba a ser el siguiente en la línea de sucesión. No estábamos seguros de ello porque el abuelo Egmont siempre le había guardado mucho rencor al abuelo de Malcom. Me tenía bastante cariño y algunas personas pensaban que yo iba a ser la siguiente en caso de que Esmond no tuviera hijos. Siempre le habían gustado las chicas… le gustaban mucho más que los chicos… —Susannah se echó a reír—. Es un rasgo familiar de los varones que se ha transmitido a través de los siglos. Parecía comprender la posibilidad de que las chicas tuvieran otras cualidades, aparte la belleza y el encanto. Solía recorrer la hacienda conmigo y mostrarme cosas y hablar conmigo acerca de ella. Solía decir que nada había como tener dos cuerdas en el arco. Garth solía llamarnos a Esmond, a Malcom y a mí las Tres Cuerdas.

En medio de su conversación aparentemente superficial, Susannah sabía descubrir el punto en el que mejor se podía clavar la flecha y, cuando ello ocurría, se observaba en su rostro una expresión de inocencia tal que nadie podía creer que se diera cuenta de lo que estaba haciendo.

Mostraba un gran interés por el hospital, pero, en cierto modo, se las apañaba para menospreciarlo. Era maravilloso tener semejante sitio en un desierto, decía. Hubiera podido formar parte de un verdadero hospital, ¿verdad? Tendrían que adiestrar a aquellas negras en el oficio de enfermeras, suponía. ¡Qué emocionante!

Hacía que todo pareciera algo así como un teatro; y yo observé ahora que en Philip se había operado un cambio. Ya no mostraba aquella misma expresión de entusiasmo cuando hablaba de la labor que iba a realizar.

Me pregunté si incluso mi padre habría empezado a pensar que aquel proyecto era un sueño descabellado.

Anabel y yo nos sentamos juntas en nuestro lugar favorito bajo las palmeras, a la sombra del Gigante Rugiente y, mientras contemplábamos el perláceo mar de un traslúcido color verde azulado y escuchábamos el suave rumor de las olas rompiendo en la playa, Anabel dijo:

—Ojalá Susannah no hubiera venido.

Yo guardé silencio. En realidad, no podía mostrarme de acuerdo porque Susannah me entusiasmaba.

Las cosas habían cambiado desde su llegada y, aunque me constaba que ello no había ocurrido de una manera muy cómoda, mi hermanastra me fascinaba por completo.

—Supongo que, en realidad, soy injusta —dijo Anabel. Es natural que traiga recuerdos de cosas que nosotros preferiríamos olvidar. No hay que reprochárselo. Lo que ocurre es que hace que nosotros mismos nos hagamos reproches.

—Es tan extraño para mí… tan emocionante en cierto modo —dije yo—. A veces, tengo la impresión de estar viéndome a mí misma.

—El parecido no es tan acusado como para eso. Vuestros rasgos son iguales. La recuerdo de niña. Era… perversa. Eso no se suele señalar demasiado en los niños. Pero, bueno, tal como digo, soy injusta.

—Es muy amable con todos nosotros —dije—. Creo que quiere gustarnos.

—Algunas personas son así. Parece que no quieren causar daño… y, de hecho, nadie puede señalar nada en concreto, pero constituyen una molestia para los demás aunque den la impresión de ser inocentes al respecto. Todos hemos cambiado sutilmente desde que ella ha venido.

Pensé mucho en ello. Era verdad en determinado sentido. Mi madre había perdido su exuberante buen humor; pensaba mucho en Jessamy. Yo lo sabía. Mi padre vivía también en el pasado. La muerte de su hermano había sido para él una pesada carga. Jamás necesitaría que le recordaran lo que había hecho, pero había empezado a hallar su salvación y se había dedicado a salvar vidas. Y ahora el peso de la culpa le había vuelto a abrumar. Por otra parte, el hospital había sido menospreciado en cierto modo. Parecía un juego infantil en lugar de una gran empresa.

Philip también había cambiado. Yo no quería pensar en Philip. Había creído que estaba empezando a quererme. Cuando había acudido por primera vez a la propiedad en calidad de amiga de su hermana, yo no había sido más que una colegiala para él. Habíamos disfrutado de nuestra mutua compañía, habíamos hablado y nos habían gustado las mismas cosas. A mí me había entusiasmado todo lo que había visto y a él le había encantado mostrarme las áridas llanuras del interior del continente. Pero había tenido que hacerse a la idea de que yo estaba creciendo. Me pareció que, cuando vino a la isla, ya lo había conseguido. Tal vez con vanidad excesiva, había creído ser una de las causas de su venida. Mis padres también lo habían creído así. Todos nos sentíamos muy felices y a gusto. La pesadilla de la terrible experiencia que mis padres habían vivido se había atenuado aunque jamás podría desaparecer por completo. Ahora la volvían a tener encima, traída por Susannah. A ésta nada se le podía reprochar, como no fuera el hecho de plantear las cosas de tal manera que parecía que todo ello hubiera ocurrido ayer. Pero ¿y Philip? ¿De qué modo le había cambiado Susannah? El caso era que lo había dejado estupefacto.

Cougabel me dijo un día en que se tropezó conmigo en la escalera:

—Vigílala, ella hechicera y hacer un gran hechizo para Phildo.

Phildo era Philip. A éste le había hecho gracia el nombre al oírlo por vez primera. Significaba Philip el doctor.

Cougabel apoyó una mano en mi brazo y me dirigió una expresiva mirada con sus limpios ojos.

—Cougabel vigilará por ti —dijo.

«Ah —pensé—, volvemos a ser hermanas de sangre».

Como es lógico, me gustó el hecho de estar en mejores relaciones con ella, pero me molestó lo que me había insinuado… tanto más por cuanto yo sabía que era cierto.

Era natural que Philip se sintiera atraído por Susannah. Se había sentido atraído por mí y Susannah se parecía a mí, pero en un envoltorio más deslumbrante. Los atuendos que lucía, su manera de hablar y moverse… todo era tentador. Yo hubiera podido imitarla fácilmente, pero desdeñaba hacerlo. Por otra parte, me entristecía observar cómo se iba reduciendo el interés de Philip por mí y crecía por los más sofisticados encantos de Susannah.

Mi madre se mostraba muy fría con él y mi padre también. Ambos debían haber comentado aquel cambio y habían empezado a darse cuenta de que Susannah —sin hacer otra cosa que no fuera mostrarse encantadoramente amable con todos nosotros— estaba echando a perder nuestros planes para el futuro.

A ella le encantaba mi compañía y, por mi parte, me sentía fascinada, pero experimentaba al mismo tiempo cierta aversión hacia ella.

Tenía la sensación de haber regresado a aquel mágico día en que había visto el castillo y había formulado los tres deseos. No cabía duda de que ella también estaba obsesionada por el castillo. Me lo describió con todo detalle… el interior, quiero decir. El exterior estaba grabado en mi memoria para siempre.

—Es maravilloso pertenecer a semejante familia —me dijo—. Yo solía sentarme en aquella gran sala principal y contemplar aquel alto techo abovedado y las preciosas tallas de la galería de los juglares y me imaginaba a mis antepasados bailando. La reina vino una vez… la reina Isabel, ¿sabes? Está todo en los archivos. Los Mateland Tudor se arruinaron con aquella visita y tuvieron que vender algunos de los robles del parque para pagar las facturas de los agasajos. Otro antepasado plantó nuevos árboles gracias a la recompensa que recibió tras la Restauración por haber sido leal a Carlos. Les puedes ver a todos en la galería. Oh, sí, es emocionante pertenecer a esta familia… aunque haya habido ladrones, traidores y asesinos entre nosotros. Oh, perdón. No tienes que ser tan sensible a lo de tío David. No era un hombre muy bueno. Apuesto cualquier cosa a que mi padre tuvo muy buenas razones para participar en aquel duelo. Además, un duelo no es un verdadero asesinato. Ambos acceden a batirse y uno gana, eso es todo. Oh, quisiera que no pusierais esta cara tan sombría cuando hablo de tío David.

—Nuestro padre lo lleva en la conciencia desde hace muchos años. ¿Qué sentirías tú si hubieras matado a tu hermano?

—Puesto que no lo tengo, me resulta difícil decirlo. Pero, si matara a mi hermanastra, me sentiría muy enojada conmigo misma porque, si quieres que te diga la verdad, cada día me gusta más.

Sabía decir cosas encantadoras de este tipo, razón por la cual, nadie creía que alguna vez tuviera intención de herir.

—Tío David era un Mateland típico —añadió—. En otros tiempos, hubiera asaltado a los viajeros, se los hubiera llevado al castillo y se hubiera divertido con ellos. Había uno que lo hacía en la Edad Media. Tío David se hubiera inclinado por las mujeres… un destino peor que la muerte y todas estas cosas. Le gustaban mucho las mujeres, vaya que sí. Tenía amantes bajo las mismísimas narices de tía Esmeralda. Ten en cuenta, que la pobrecilla estaba inválida. Y, además, es una mujer muy cargante. En cuanto a Elizabeth… pero ella ha muerto ahora.

—¿Y qué hay de Esmond? —pregunté.

—Te revelaré un secreto, ¿quieres, Suewellyn? —Dijo, cambiando de expresión—. Voy a casarme con Esmond.

—Oh, qué maravilla.

—¿Cómo lo sabes?

—Bueno, si tú le quieres… y os habéis criado juntos…

—Muy buenas razones, pero hay otra. ¿Quieres que te la diga? Debieras adivinarla. ¿No puedes? No, claro que no. Eres demasiado buena. Te ha criado la dulce Anabel… cuya dulzura no le impidió tener una hija con el marido de su mejor amiga…

—Por favor, no hables así de mi madre.

—Perdona, dulce hermana. Pero su mejor amiga era mi madre y yo estaba presente cuando se enteró. Pero tienes razón. No es justo hablar de ello ahora. En realidad, no es justo juzgar a alguien, ¿verdad? Sólo las personas gazmoñas lo hacen, porque, ¿cómo pueden saber qué es lo que induce a la gente a comportarse como lo hace y cómo sabemos nosotros lo que haríamos en circunstancias similares?

—Estoy de acuerdo —dije.

—En tal caso, no me juzgarás con excesiva dureza si te digo que voy a casarme con Esmond porque es el propietario del castillo.

—¿Y no te casarías con él si no lo fuera?

—No. Es pura y simplemente porque es el dueño del castillo y me casaría con cualquiera que fuera el dueño del castillo. Yo lo heredaría si Esmond muriera, pero, puesto que Esmond está primero, tendría que casarme con él o bien matarle… y el matrimonio es más fácil. Bueno, veo que te he escandalizado. Piensas: se vende por un montón de piedras y habla del asesinato como si fuera una cosa natural.

Yo guardé silencio mientras pensaba: «Si va a casarse con Esmond, se irá y todo quedará igual que antes. Philip y yo volveremos a estar juntos».

Pero no sería lo mismo, claro.

—El castillo me ha fascinado desde que era niña —añadió, no percatándose por una vez de que mi atención se había apartado de sus asuntos para centrarse en los míos—. Yo solía bajar temerosamente a las mazmorras. Venían a jugar conmigo los niños de una mansión cercana y les hacía entrar en la cripta… la cripta da acceso a las mazmorras. Se bajan unos peldaños y te encuentras en un lugar muy oscuro y frío… muy frío, Suewellyn. Cuesta imaginar el frío de allí abajo. Y después están las tumbas… Mateland fallecidos hace mucho tiempo, descansando majestuosamente en aquellas soberbias tumbas. Un día yo descansaré allí. No cambiaré de apellido cuando me case. Nunca seré otra cosa más que una Mateland. Es muy cómodo que Esmond sea mi primo.

—¿Conoce él tu obsesión por el castillo?

—En cierto modo. Pero, al igual que todos los hombres, es vanidoso. Cree que él tiene que estar incluido en esta obsesión y eso es algo que me conviene hacerle creer.

—Me pareces muy cínica, Susannah.

—Tengo que ser realista. Hay que serlo, si se quiere conseguir lo que se desea.

—¿Cuándo vas a casarte con Esmond?

—Probablemente, cuando regrese.

—¿Y eso cuándo será?

—Cuando haya visto el mundo. Estuve en una escuela para señoritas en París durante un año y, al terminar, quise completar mi educación, viajando por el mundo. Quería hacer algo así como un Gran Recorrido. Pero entonces descubrí dónde estaba mi padre y, como es natural, modifique mis planes y me vine aquí.

—Al habértelo dicho, este hombre cometió una falta de lealtad.

—Tuve que mostrarme muy encantadora con él. Puedo hacerlo si quiero.

—Tengo la impresión de que… todo lo haces sin esfuerzo.

—Eso parece. En eso consiste el arte… en que parezca algo que se hace sin esfuerzo. Pero hay que trabajar mucho, ¿sabes?

—A veces me parece que te ríes de mí… que te ríes de todos nosotros.

—Es bueno reírse, Suewellyn.

—Pero no a costa de los demás.

—Yo no quisiera lastimaros… a ninguno de vosotros. Pero si os quiero mucho. Sois mi familia largo tiempo perdida.

Sus ojos me estaban mirando con expresión burlona. Pensé que ojalá comprendiera a Susannah.

Sin embargo, no cabía la menor duda de que su entusiasmo por el castillo de Mateland era sincero. Estaba empezando a sentirme tan subyugada como ella. Tenía la impresión de estar paseando con ella por aquellas salas abovedadas. Percibía el frío de las tumbas, el terror de las mazmorras, el misterio de la cripta y el esplendor de la sala principal. Tenía la sensación de haber subido la escalinata y de haber contemplado los retratos de aquellos Mateland muertos hacía tiempo, de haber comido en su compañía en el comedor con sus paredes cubiertas de tapices y sus sillas de punto de aguja salidas de las manos de algún antiguo antepasado. Paseaba por la habitación Braganza ocupada por la reina de este nombre cuando se había alojado en el castillo. Me sentaba junto al mirador de la biblioteca con gran cantidad de libros de las estanterías amontonados a mi lado… y en la sala principal y la pequeña sala del desayuno que la familia utilizaba cuando no había invitados. Después paseaba por la armería de noche, cuando todo resulta tan espectral y las armaduras parecían centinelas que montaran guardia. Me parecía haber estado en el solarium tomando los últimos rayos del sol antes de que oscureciera. Era extraño. Tenía la impresión de que conocía el castillo, de que había vivido allí. Deseaba que me hablaran de él y acosaba constantemente a Susannah con preguntas.

A ella le hacía gracia.

—Ya ves el poder del castillo —dijo—. Tú que nunca has puesto los pies en él, desearías estar allí. Te gustaría poseerlo, ¿verdad? Oh, sí, te gustaría. Imagínate en el papel de señora de Mateland. Imagínate bajar a las cocinas todas las mañanas para hablar del menú del día con los cocineros, examinando la despensa, contando las conservas, organizando bailes y todas las diversiones que forman parte de las fiestas en un castillo. Es porque perteneces a la familia. Eres una de nosotros. Nuestra sangre corre por tus venas y, aunque la hayas adquirido de una manera poco ortodoxa, está ahí, ¿no? Es la cuna de tus antepasados. Tus raíces brotan de aquellos antiguos muros de piedra.

Era muy significativo lo que decía. Jamás olvidaría mientras viviera aquella vez en que había estado en los lindes del bosque con Anabel y lo había contemplado por vez primera y había visto a los jinetes cruzando la puerta fortificada: Susannah, Esmond, Malcom y Garth.

Susannah y yo pasábamos mucho rato juntas. Le dije que asistiría a la boda de Laura y que me iría en el barco la próxima vez que éste viniera.

—¿Te irás tú también? —le pregunté.

—Lo pensaré —dijo ella—. Estarás ausente dos meses. Oh, sí, tengo que ir contigo. Tengo que empezar a preparar mi regreso a casa. ¿Por qué no te vienes conmigo? Me encantaría enseñarte el castillo.

—¡Irme contigo! ¿Cómo les explicarías mi presencia a Esmond… a Esmeralda y a los demás?

—Les diría: «Ésa es mi querida hermana. Nos hemos hecho buenas amigas. Va a alojarse en el castillo».

—Ellos iban a saber quién era yo.

—¿Y por qué no? Eres una Mateland… una de los nuestros, ¿no?

—No podría ir. Me harían preguntas. Averiguarían dónde estaba mi padre…

—Piénsalo —me dijo ella, encogiéndose de hombros— mientras bailes en esta boda.

—Me iré dentro de dos semanas.

—Y Philip irá contigo. La novia es su hermana, ¿verdad? Tendré que ir, creo.

—Estoy segura de que los Halmer te recibirían muy bien. Es una gran propiedad y hay muchas habitaciones.

Ella adoptó una expresión pensativa.

Algunos días más tarde, me dijo:

—¿Por qué llevas siempre estas batas, Suewellyn? Me gustaría verte vestida con algo realmente elegante.

Ven a probarte uno de mis vestidos. Vamos a ver si podemos engañarles. Te vestirás como yo.

—Hace falta algo más que un vestido.

—Voy a probarlo —dijo ella, mirándome detenidamente.

Sacó el vestido blanco que lucía al llegar a la isla. Se lo acababan de lavar.

—Vamos, póntelo. Deja que te vea.

Lo hice. El vestido me transformó. Me sentaba casi a la perfección. Yo era ligeramente más alta, tan ligeramente que sólo se notaba cuando nos situábamos la una al lado de la otra; y era también un punto más delgada.

—¡Qué transformación! Por el hecho de vivir en una isla desierta no tienes que parecerte a una nativa —dijo ella—. Fíjate en eso, ¿qué piensas?

Nos encontrábamos la una al lado de la otra, de cara al espejo.

—Cada una sigue siendo ella misma —dije.

—Ven. Deja que te arregle el cabello.

Me senté y ella se apartó rápidamente, regresando después junto a mí. Había empezado a cortarme el cabello antes de que yo me hubiera dado cuenta de lo que estaba haciendo: Protesté, pero ya era demasiado tarde. Había empezado a cortarme un flequillo.

Se rió de mi consternación.

—Te aseguro que será una mejora. Te encantará. En cualquier caso, ahora ya es demasiado tarde para detenerme. Por favor, estate quieta si no quieres estropear mi trabajo de artesanía.

Permanecí sentada. La imagen que estaba viendo en el espejo era distinta a la que solía contemplar cuando me miraba.

—¡Ya está! —Exclamó Susannah, retrocediendo un paso—. ¿No es emocionante? —Acercó el rostro al mío—. Podríamos ser gemelas. Tú eres un poco más rubia. Tal vez el clima me aclare un poco el pelo… si me atreviera a salir sin sombrero. Y ahora vamos a completar la imagen.

Volvió mi rostro hacia ella y aplicó un toque de lápiz negro al lunar que tenía en la barbilla.

—Bueno, ya hemos completado la imagen. ¿Crees que puedes engañarles?

—¿Engañar a mi madre? ¡Nunca!

—Tal vez no, pero sí podrías engañar a los que no te conocen muy bien.

Se estaba divirtiendo y le brillaban los ojos.

—Estoy deseando bajar a cenar. Tienes que llevar este vestido, Suewellyn, y, cuando estemos en Sídney, compraremos algunas prendas para ti —me miré el vestido blanco mientras ella añadía—: Quédate con él. Te sienta muy bien. Siempre me ha gustado este vestido. Pero más en ti que en mí.

No hacía más que mirarme al espejo. No, en realidad, no me parecía mucho a Susannah; pero era un yo distinto el que me estaba mirando desde el espejo.

Al salir de la habitación de Susannah, me encontré cara a cara con Cougabel. Ella me miró, dejó escapar un pequeño grito y huyó.

—Vuelve, Cougabel —le grité yo—. ¿Qué te ocurre? Ella se detuvo y se volvió a mirarme como si fuera una aparición.

—Oh, no… no… —gritó—… malo… malo…

Después dio media vuelta y se alejó corriendo.

Se quedaron de una pieza cuando me presenté a la hora de cenar.

—¡Suewellyn! —exclamó mi madre, auténticamente; consternada—. ¿Qué has hecho con tu cabello?

—Lo he hecho yo —dijo Susannah casi en tono de desafío.

Mi madre se limitó a mirarme.

—¿No te gusta? —Preguntó Susannah—. ¿Y no está encantadora con mi vestido blanco? Yo estaba harta de aquellas batas y de que mi hermana anduviera por ahí como una nativa.

—Es encantador —comentó Philip—. Te pareces mucho a Susannah.

Eso me dolió un poco. Estaba encantadora porque me parecía más a Susannah. Por lo menos, era sincero.

—¿Pero qué demonios te has hecho? —Fue el comentario de mi padre.

—Lo ha hecho Susannah —le dijo mi madre.

—Vamos, madrastra… —Susannah se refería de vez en cuando a Anabel, llamándola madrastra; lo hacía utilizando un tono en cierto modo irónico. Anabel lo detestaba y Susannah lo sabía—. Cualquiera diría que le he cortado la cabeza.

—Le has cortado parte de su hermoso cabello —dijo Anabel.

—De esta manera, luce más; y ella está muy bonita. Tienes que reconocerlo.

—Está… más pulcra.

—¡Vaya! —Exclamó Susannah—. Eso es lo que se dice censurar mediante una leve alabanza. ¿A quién le interesa estar más pulcra? Eso es para las tías solteronas. Nosotras queremos estar más elegantes, más à la mode y más guapas, ¿no es cierto, Suewellyn?

—Por el amor de Dios —dije—, dejad de discutir acerca de mi cabello.

—A mí me gusta —terció Philip suavemente. Tras lo cual, nos dispusimos a cenar.

Aquella noche recibí dos visitas cuando ya estaba acostada. La primera fue mi madre. Se sentó en el borde de la cama y me dijo:

—¿Qué te ha inducido a permitir que lo hiciera?

—No me he dado cuenta de lo que estaba haciendo hasta que ha empezado. Entonces no ha tenido más remedio que seguir. En cierto modo, tiene razón. Además, mi cabello ofrecía un aspecto un poco descuidado.

—Hace que te parezcas más a ella. Acentúa vuestro ligero parecido.

—No importa. Ya está hecho. No es más que cabello y me volverá a crecer como antes a su debido tiempo.

—Pronto asistirás a la boda de Laura. Supongo que ella irá contigo.

—Los Halmer son muy hospitalarios. Estoy segura de que Philip la ha invitado.

El rostro de mi madre se endureció.

—Ojalá no hubiera venido —me dijo—. Lo ha cambiado todo…

—Si las cosas han cambiado —dije yo serenamente—, no ha sido realmente sólo por ella. Si hubieran sido más… firmes… no hubieran cambiado.

Yo estaba pensando en Philip y mi madre lo sabía.

—Es una especie de sirena —dijo mi madre en tono enojado—. Siempre fue una niña extraña. Recuerdo que siempre andaba metida en toda clase de marrullerías y travesuras. Pensábamos que, cuando creciera, iba a cambiar.

—No tienes que pensar mal de ella, Anabel.

—No se parece en absoluto a Jessamy ni a su padre. No sé de dónde habrá sacado esta maliciosa perversidad.

—Yo diría que es un rasgo de los Mateland. Algunos de los antepasados no fueron demasiado buenos. En realidad, Susannah no es mala. A veces puede ser muy encantadora.

—Siempre tengo la sensación de que está provocando dificultades. Supongo que no me gusta porque es la hija de tu padre y no me gusta la idea de que nadie le dé una hija más que yo.

Anabel siempre se mostraba sincera y yo la apreciaba por ello.

—Querida, querida Anabel —dije—, no te preocupes porque me hayan cortado un flequillo. Nada podrá modificar nuestra unión, ¿verdad? Con independencia de lo que ocurra, tú siempre estarás a mi lado para ayudarme… y yo estaré al tuyo.

Ella se me acercó más y me rodeó con sus brazos.

—Tienes razón, Suewellyn —dijo—. Algunas veces pienso que me estoy convirtiendo en una vieja tonta. Me besó y se fue.

Mi segunda visita se presentó aproximadamente media hora más tarde, cuando ya estaba a punto de conciliar el sueño. Ésta fue más dramática.

La puerta se abrió lentamente y una negra figura se deslizó al interior. Apenas podía distinguirla porque en la habitación no había más luz que la de la luna creciente y un cielo estrellado.

Me incorporé en la cama.

—¡Cougaba!

—Sí, pequeña señorita. Cougaba.

—¿Ocurre algo? ¿Está bien Cougabel?

—Cougabel muy asustada.

—¿Qué ha ocurrido?

—Lo que usted hace —dijo ella, señalándome con el dedo—. Lo que es. Hay un hechizo sobre usted.

Yo levanté la mano y me toqué el flequillo.

—Vamos, Cougaba, ¿me has despertado para decirme que no te gusta cómo me he cortado el cabello?

Ella se acercó más a la cama; tenía los ojos redondos a causa del horror.

—Yo le digo… malo… malo… Cougabel sabe —dijo—. Usted su hermana de sangre. Lo nota. Lo nota aquí…

Cougaba se tocó la frente y el lugar en el que se suponía que estaba el corazón.

—Ella dice: «Malas cosas le han pasado a pequeña señorita. Hechicera llevársela… hacerla mala. Hacerla como hechicera».

—Querida Cougaba, debes decirle a Cougabel que no se preocupe. Estoy perfectamente bien. Sólo me han cortado un poco el cabello.

—Bruja mala —dijo ella—. Cougaba sabe. Cougabel sabe. Cougabel dijo a Gigante no gustarle. Rugió cuando se hizo esta cosa mala.

—¡El Gigante! ¿Qué tiene eso que ver con él?

—A él gustar que la isla ser grande… rica. A él gustar Daddajo y Mamabel y pequeña señorita. No gustarle Hechicera… y ahora ella tomarla y hacerla como ella.

—Nadie me va a tomar ni a cambiarme. Soy yo misma y siempre lo seré.

Cougaba sacudió la cabeza tristemente.

—Usted irse. Irse en gran barco —se acercó más a la cama—. Llevarse a Phildo con usted. Llevárselo de ella. Ella hacerle un hechizo. Usted… Phildo… felices. Nos gusta. Tener niños pequeños… crecer en la isla. Más niños… muchos niños pequeños… y hacer isla rica. Pero Gigante enfadado. A él no gustar. Llevársela… Volver… volver con Phildo y tener niños.

—Oh, Cougaba, te agradezco que te preocupes tanto por mí.

Extendí los brazos y ella se acercó y me abrazó durante un instante. Después se apartó y frunció el ceño, mirándome el cabello.

—No bueno —dijo, sacudiendo la cabeza—. Ella tomarla… hacerla como ella… Cougabel muy triste. Lo nota en la sangre. Dice Gigante enfadado. El su padre… El padre de su hijo. Ella muy unida a Gigante.

Resultaba inútil recordarle a Cougaba que ello no era cierto. No importaba que, en un momento de tensión, ella hubiera confesado que el padre de Cougabel era Luke Carter y que nosotros supiéramos que el hijo de Cougabel no había sido concebido la Noche de las Máscaras. Al igual que todos los de su raza, Cougaba aceptaba como verdad lo que ella quería.

No obstante, traté de tranquilizarla y, puesto que pensaba que Susannah se iba a ir muy pronto, dejó que la consolara.

Faltaba una semana para la llegada del barco y yo ya estaba lista para la partida.

Estábamos cenando cuando Susannah dijo:

—He decidido no ir a Sídney. Aún no estoy preparada para abandonar la isla y, reconozcámoslo, cuando me vaya, tendré que regresar a casa y, ¿cuándo volveré a tener la oportunidad de venir a veros?

Se hizo el silencio. Philip estaba completamente consternado.

—A Laura le hubiera gustado que asistieras a su boda —dije—. Yo estaba deseando que nos viera a las dos juntas.

—Con flequillos y todo —exclamó Susannah en tono impertinente—. No. Ya estoy decidida. No me rechazaréis, ¿verdad?

Miró con expresión de súplica a nuestro padre y después se volvió, posando los ojos en Anabel.

—Como es natural, puedes quedarte todo el tiempo que desees —dijo mi padre.

—Pensaba que la impresión de novedad ya se había desvanecido un poco ahora —añadió Anabel.

—En eso te equivocas. Este lugar es fascinante. Piensa en todo lo que estáis haciendo. Cuando se ponga auténticamente en marcha el proyecto del hospital, será magnífico. Me encantaría verlo. Pero supongo que, para su puesta en funcionamiento, faltan todavía muchos años. Tal vez regrese algún día a veros a todos. Pero, de momento, aún no me apetece irme. ¿Te importa, Suewellyn?

—Estaba deseando presentarte a Laura. A ella le hubiera encantado conocerte. Pero lo comprendo, claro.

—Regresarás dentro de dos meses. Entonces yo tendré que irme, pero pasaremos un día encantador antes de que me vaya.

—Parece que te gusta la vida primitiva —dijo Anabel con frialdad.

—Hay ciertas cosas que me retienen aquí.

Sus ojos recorrieron la mesa y se posaron en Philip; «Pero él se irá conmigo», pensé yo, y me pregunte que le parecería la isla a Susannah sin Philip, a quien poder esclavizar, y sin mí, de quién poder burlarse.

Muy pronto iba a conocer la respuesta.

Había salido de la casa y estaba bajando a la playa para sentarme en mi lugar favorito bajo una palmera con el propósito de leer uno de los libros que habían llegado en el último barco. Philip se encontraba a mi lado.

—Quiero hablar contigo, Suewellyn.

—Sí. ¿De qué se trata?

—¿Nos sentamos bajo este árbol?

Resultaba evidente que estaba buscando las palabras adecuadas. Al final, dijo:

—He estado pensando mucho en ello…

—¿En qué?

—En la boda de Laura.

—Hay que sacarte las palabras con sacacorchos, Philip. ¿Qué ocurre con la boda de Laura?

—Bueno, hay mucha fiebre en la isla…

—Siempre la ha habido.

—Es… es demasiado trabajo para que tu padre pueda hacerlo solo.

—Se las apañaba muy bien antes de que tú vinieras.

—Creo que me necesita aquí.

—Ah, me estás diciendo que no quieres ir a la boda de Laura —dije muy despacio.

—No es que no quiera ir, Suewellyn.

—Bueno, es que prefieres quedarte aquí.

—No es una cuestión de preferencias. Es que me parece que debiera…

Asentí con la cabeza y contemplé el hermoso mar en calma, hoy de un tono opalescente con el agua tan clara que podía verse la arena del fondo.

Hubiera deseado tenderme en la arena y echarme a llorar. No comprendí hasta aquel momento lo mucho que deseaba quedarme allí rodeada de mi familia, con mi madre profundamente amada, con mi venerado padre… y con Philip. Había hecho planes con vistas a un futuro muy lejano. Había visto el hospital en pleno funcionamiento, cumpliendo todas las misiones de que yo lo creía capaz. Había visto la isla convertida en una próspera comunidad y me había visto a mí misma con Philip, educando a nuestros hijos allí.

—Piensas que… que… —me oí decir.

—Sí —dijo él muy serio—. No podría irme tranquilo y dejar a tu padre solo… ahora…

«Quieres decir que no deseas dejar a Susannah», hubiera querido gritarle.

O sea, que todo había terminado. Durante todo aquel tiempo me había estado diciendo que ella acabaría yéndose y nosotros olvidaríamos su venida.

Entonces pensé: «Pobre Philip. Nunca se casará contigo. Se casará con Esmond… por el castillo».