A pesar de todo lo ocurrido desde el día en que mi madre acudió a llevarme del Crabtree Cottage, aún sigo recordando aquellos años en la isla como los más felices de mi vida. La isla sigue siendo un lugar encantado para mí, un paraíso perdido.
Mirando hacia atrás, no siempre resulta fácil recordar los acontecimientos con claridad. Los hechos se confunden con los años. Me parece ahora que todos los días eran soleados… lo cual, supongo que es cierto, exceptuando la temporada de lluvias. ¡Y cuánto me gustaba la lluvia! Solía permanecer fuera y dejar que me cayera encima aquella suave y fragante lluvia que me empapaba la piel; y después salía el sol y el vapor se elevaba de la tierra, y yo me secaba en un momento. Cada día parecía rebosar de felicidad, pero, como es lógico, no era exactamente así. Había veces en que advertía cierto temor en mis padres. Cada vez que arribaba un barco durante aquellos primeros años, mi madre se esforzaba por ocultarme su inquietud y mi padre se sentaba junto a la ventana más alta que daba a la bahía con un arma de fuego entre las rodillas.
Después todo se calmaba y, cuando el barco volvía a zarpar, tras habernos traído toda clase de emocionantes paquetes, bebíamos un vino especial y nos reíamos alegremente. Comprendí muy pronto que mis padres temían que el barco trajera a alguna persona a la que no querían ver.
Al llegar a la isla, fuimos recibidos por Luke Carter a quien mi padre le había comprado la casa. Luke Carter había sido el propietario de la plantación de cocos que había aportado cierta prosperidad a la isla. Le dijo a mi padre que él había vivido allí veinte años. Pero se estaba haciendo viejo y quería retirarse. Además, la industria se había derrumbado en los últimos años. Los mercados habían caído; la gente no quería trabajar; quería permanecer tendida al sol y rendir tributo al viejo Gigante Rugiente. Él se iba a quedar para enseñarle a mi padre a desenvolverse en la isla. La próxima vez que zarpara el barco, se iría.
Ahora estaba solo. Había tenido un socio que había sucumbido a una de las fiebres de la isla cuyos efectos se intensificaban durante la temporada húmeda.
—Usted es médico —dijo—. Supongo que sabrá cómo hacerles frente.
Mi padre dijo que uno de los motivos que le habían inducido a trasladarse a aquella isla en particular eran aquellas fiebres endémicas. Creía que podría descubrir algún tratamiento para ellas.
—Tendrá usted que habérselas con el viejo Wandalo —le dijo Luke Carter—. Es el que manda en el lugar. Él decide quién va a morir y quién no. Es el brujo y el gran jefe. Permanece sentado bajo su nopal y contempla la tierra.
En el transcurso de los días sucesivos, Luke Carter acompañó a mi padre en un recorrido por la isla.
Mi madre jamás me permitía salir sola. Cuando salíamos, me tomaba fuertemente de la mano y a mí me desconcertaba observar que nuestra presencia llenaba de regocijo a los isleños, sobre todo a los niños a los que era necesario propinar unas palmadas en la espalda para evitar que se ahogaran. A veces les sorprendíamos mirándonos desde las ventanas y, en caso de que nosotros levantáramos la vista, ellos se retiraban rápidamente como si temieran por sus vidas.
Por las noches, Luke Carter solía hablarnos de la isla y de los isleños.
—Son inteligentes —nos dijo—. Muy astutos, sin embargo, y con los dedos muy largos. No respetan la propiedad. Hay que vigilarles. Les gustan los colores y el brillo, pero no sabrían distinguir entre un brillante y un trozo de vidrio. Si les trata bien, reaccionarán en consecuencia. Jamás olvidan un insulto, como tampoco olvidan una buena acción. Si sabe uno ganarse su confianza, son muy fieles. He vivido con ellos veinte años sin que me hayan apaleado hasta morir o me hayan arrojado al cráter del viejo Gigante Rugiente a modo de sacrificio, por consiguiente, me ha ido bastante bien.
—Yo creo que también me las sabré arreglar —dijo mi padre.
—Le aceptarán… a su debido tiempo. Los desconocidos despiertan sus recelos. Por eso me ha parecido mejor permanecer algún tiempo aquí. Para cuando me vaya, ya le considerarán a usted como una parte de la isla. Son como niños. No plantean muchos problemas. Sólo tienen ustedes que procurar mostrarse respetuosos con el Gigante.
—Háblenos del Gigante —dijo mi madre—. Ya sé que es la montaña, claro.
—Bueno, esta isla pertenece a un archipiélago volcánico, tal como ustedes saben. Debió surgir hace millones de años, cuando se estaba formando la corteza de la Tierra y se registraban muchas erupciones internas. Así apareció el viejo Gigante. Es el dios de la isla, como comprenderán.
Ellos creen que tiene poder sobre la vida y la muerte y que hay que aplacarle. Le rinden homenaje. Conchas, flores y plumas adornan las laderas del monte y, cuando éste empieza a rugir, ellos se preocupan mucho. Es un viejo diablo este monte. Una vez hubo una auténtica erupción. Debió ocurrir hace unos trescientos años y la isla quedó casi totalmente destruida. Ahora ruge de vez en cuando y arroja algunos trozos de rocas y lava… para hacerles una advertencia.
—Me parece que hubiéramos tenido que elegir otra isla —dijo mi madre—. No me gusta el ruido de este Gigante Rugiente.
—Es muy seguro. Recuerde que hace trescientos años que no está lo que podría llamarse activo. En realidad, los pequeños rugidos son como una válvula de seguridad. Ya hizo su erupción. Dentro de otros cien años, se habrá apagado por completo.
Nos presentó a Cougaba que le había servido muy bien y estaba dispuesta a hacer lo mismo por nosotros. Esperaba convencernos de que nos quedáramos con ella porque ahora le iba a resultar difícil abandonar la casa grande e instalarse en una de las chozas de los nativos. Había estado a su servicio casi durante los veinte años de su permanencia en la isla. Tenía una hija llamada Cougabel, a la que deberíamos acoger con su madre en la casa.
—Les servirán bien —nos dijo Luke Carter—. Y serán como una especie de mensajeras entre ustedes y los nativos.
Mi madre afirmó inmediatamente que tendría mucho gusto en quedarse con las dos, puesto que había estado muy preocupada pensando en cómo iba a conseguir la servidumbre adecuada.
Pasaron las primeras semanas de nuestra estancia en la isla de Vulcano y, cuando Luke Carter se disponía a marcharse, ya nos encontrábamos perfectamente instalados.
Mi padre ya había causado una profunda impresión. Era un hombre muy alto, un metro noventa con calcetines, y los isleños eran de baja estatura. Ello le dio una ventaja inmediata. Estaba después su personalidad. Era un hombre nacido para dominar y eso es lo que se dispuso a hacer. Luke Carter les había explicado a algunos de los isleños que mi padre era un gran médico que había acudido allí para contribuir a curar a la gente. Tenía unas medicinas especiales y él creía que iba a hacer mucho bien en la isla.
Los isleños se decepcionaron. Ya tenían a Wandalo. ¿Para qué necesitaban a otro médico? Lo que ellos querían realmente, era alguien que siguiera comercializando los productos del coco y que devolviera a la isla la prosperidad de antaño.
Parecía una lástima no explotar los recursos naturales. La isla de Vulcano era la mayor del archipiélago y era todo lo que uno se imagina que debe ser una isla de los mares del Sur: sol ardiente, abundantes lluvias, ondulantes palmeras y playas arenosas. Mi padre había dicho que deseaba bautizar a la isla con el nombre de isla de la Palma cuando la había visto por vez primera, pero la isla ya se llamaba de Vulcano, lo cual, era un nombre análogamente idóneo, teniendo en cuenta la presencia del Gigante.
* * *
Era una isla preciosa, de unos ochenta kilómetros por dieciocho, frondosa, lujuriante, dominada por la gran montaña. La montaña impresionaba mucho e infundía pavor y lo más curioso era que, cuando uno se encontraba en su proximidad, en la isla no era posible alejarse demasiado de ella, parecía poseer aquellas raras cualidades que los nativos le atribuían. Los valles eran fértiles, pero, si uno levantaba la mirada, podía ver las devastaciones causadas por el Gigante en la parte superior de las laderas sobre las que se había derramado su cólera, desgarrando la tierra. En los valles, sin embargo, los árboles y los arbustos crecían profusamente. La casuarina, el árbol de la cera y el pino de Nueva Zelanda florecían en abundancia junto al árbol del pan, el sagú, los naranjos, las piñas, los dulces bananos y, como es natural, el inevitable cocotero.
Era necesario vigilar al Gigante. Podía enfurecerse, me decía Cougaba, que rápidamente se había encariñado conmigo, convirtiéndose en una especie de niñera y criada. Yo la apreciaba y mi madre se alegraba de ello y me animaba a que siguiera haciéndolo. Cougaba estaba agradecida porque no sólo se había quedado ella en la casa, sino que, además, habíamos permitido que se quedara también su hija. Quería mucho a su hija, una niña que debía tener aproximadamente mi edad aunque resultara difícil adivinarlo, tratándose de una nativa. Su piel era considerablemente más clara que la de su madre y aquel suave tono tostado resultaba muy atractivo. Tenía unos vivos ojos oscuros y gustaba de adornarse con conchas y cuentas, muchas de ellas teñidas de rojo con sangre de dragón. Cougabel era una chiquilla muy importante. Y los demás le demostraban cierto respeto. Ello se debía a su nacimiento. Ella misma me dijo que era hija de la máscara. Más tarde averigüé lo que eso significaba.
Descubrí muchas cosas por medio de Cougabel. Me llevaba consigo para depositar conchas y plumas de gallo en las laderas de la montaña.
—Tú venir también —me decía—. A lo mejor, Gigante enfadado contigo. Tú venir a la isla y Wandalo no contento. Decir Hombre de la Medicina aquí. Querer hombre para vender cuerda y cestos y aceite de coco… No querer Hombre de la Medicina.
—Mi padre es médico —contesté—. No ha venido aquí para trabajar con los cocos.
—Tú llevar conchas al Gigante —dijo ella, asintiendo con gesto juicioso como queriéndome decir que sería prudente que siguiera su consejo.
—El Gigante puede enfadarse mucho. Ruge… ruge… ruge… Arroja piedras ardientes. Yo muy enfadado, decir.
—Es lo que se llama un volcán —le dije yo—. Hay otros en el mundo. Es una cosa muy natural.
El inglés de Cougaba y de Cougabel era mejor que el de la mayor parte de los isleños. Llevaban mucho tiempo viviendo en la casa grande. Aun así, dejaba mucho que desear. De todos modos, Cougaba tenía unos gestos muy expresivos y nosotros podíamos entenderla muy bien.
—Avísanos —dijo—. Dice yo enfadado. Entonces nosotros llevarle conchas y flores. Cuando yo era niña como usted, señorita, arrojaron a un hombre al cráter. Era malo. Mató a su padre. Y le arrojaron… pero al Gigante no gustar. No quería un hombre malo para el sacrificio. Quería un hombre bueno. Entonces tomaron hombre santo y lo arrojaron. Pero el viejo Gigante todavía enfadado. Hay que vigilar al viejo Gigante. Una vez acabar con toda la isla.
Yo trataba de explicarle que era un fenómeno perfectamente natural. Ella me escuchaba, asintiendo con gesto grave. Pero yo sabía que no entendía ni una palabra de lo que le decía y que, de haber entendido algo, tampoco me hubiera creído.
Poco a poco fui adquiriendo conocimientos acerca de la isla a través de mis padres, de Cougaba y Cougabel y del brujo Wandalo que no ponía reparo alguno cuando iba a sentarme a su lado bajo el nopal.
Era muy bajito y delgado y sólo llevaba un taparrabo. Me fascinaba la manera en que le sobresalían las costillas. Contemplarle era como contemplar un esqueleto. Tenía una pequeña choza redonda junto a un claro entre los árboles y allí permanecía sentado todo el día, trazando líneas en la arena con su vara mágica.
La primera vez que le vi fue poco después de la partida de Luke Carter, cuando los temores de mi madre se habían apaciguado un poco y yo podía salir por mi cuenta siempre y cuando no me alejara demasiado de la casa.
Me quedé junto al borde del claro, contemplando a Wandalo porque me fascinaba. Él me vio y, cuando yo estaba a punto de alejarme corriendo, me hizo señas de que me acercara. Yo me acerqué despacio, fascinada, pero temerosa.
—Siéntate, pequeña —dijo.
Yo me senté.
—Tú curioseas y atisbas —dijo.
—Es que tú me fascinas.
No me comprendió, pero asintió con la cabeza.
—Vienes del mar desde muy lejos.
—Oh, sí.
Le hablé del Crabtree Cottage y le conté que habíamos venido en barco mientras él me escuchaba atentamente, comprendiendo parte de lo que yo le estaba diciendo, según me pareció.
—No queríamos hombre de la medicina… Hombre para la plantación… ¿Comprendes, pequeña?
Le dije que sí y le expliqué, tal como le había explicado a Cougaba, que mi padre no era un hombre de negocios sino un médico.
—No queremos hombre de la medicina —repitió él con firmeza—. Hombre de la plantación. Gente pobre. Hacer rica a la gente. No hombre de la medicina.
—La gente tiene que dedicarse a aquello que sabe hacer mejor —le señalé.
Wandalo trazó unos círculos en la arena.
—No hombre de la medicina —acercó la vara al círculo que había trazado y agitó la arena—. No bueno que haya venido… Hombre de la medicina marchar… Venir hombre de la plantación.
Resultaba muy inquietante y difícil de comprender, pero había algo siniestro en las acciones y palabras de Wandalo.
Cougabel y yo jugábamos juntas. Era bueno tener una compañera. Asistía a las lecciones que mi madre me daba y Cougaba se llenaba de alegría al ver a su hijita sentada a mi lado, sosteniendo un lápiz y trazando signos sobre una pizarra. Era una chiquilla muy inteligente y distinta a todas las demás de la isla con su piel color chocolate claro. Casi todos los isleños eran muy morenos y muchos de ellos negros. Muy pronto empezamos a ir juntas a todas partes; ella sabía por dónde andaba y qué frutos se podían comer sin peligro; era una niña feliz y yo me alegraba de su compañía. Me enseñó cómo cortar nuestros dedos con conchas y mezclar nuestra sangre.
—Ahora buenas hermanas —me dijo.
Yo intuía que mis padres no eran tan felices como habían pensado. Primero estaban las visitas de los barcos y, pocos días antes de su llegada, yo me percataba de su inquietud. Cuando el barco zarpaba de nuevo, volvíamos a ser inmensamente felices. Me sentaba con ellos y les oía hablar. Me sentaba en un taburete apoyada contra la rodilla de mi madre y ella me acariciaba el cabello con los dedos, tal como solía gustarle hacer.
Yo sabía que mi padre se había trasladado a la isla para estudiar la malaria, la fiebre intermitente, las fiebres de los pantanos y de la jungla. Quería comprobar si era capaz de desterrar aquellas enfermedades de la isla. A su debido tiempo, tenía previsto construir un hospital.
—Quiero salvar vidas, Anabel —dijo en cierta ocasión—. Quiero compensar…
—Has salvado muchas vidas, Joel —dijo ella rápidamente—. Y salvarás muchas más. No debes cavilar. Tenía que ocurrir.
Yo quería hacer algo. Quería demostrarles mi amor y mi agradecimiento por el hecho de haberme sacado del Crabtree Cottage.
En cierto modo, yo había contribuido en parte a configurar el futuro y, mirando hacia atrás, me preguntaba qué hubiera ocurrido si yo no hubiera descubierto, a través de mi amistad con aquellas personas, lo que estaba ocurriendo realmente.
* * *
Debíamos llevar unos seis meses en la isla cuando el Gigante empezó a rugir.
Una de las mujeres oyó el rugido cuando se dirigía a depositar un tributo a los pies de la ladera. Había sido un rugido de enojo. El Gigante no estaba contento. El rumor empezó a extenderse. Yo pude ver el temor reflejado en los ojos de Cougaba.
—El viejo Gigante rugiendo —me dijo—. El viejo Gigante no contento.
Acudí a ver a Wandalo. Le encontré sentado con su vara, trazando rápidamente unos círculos en la arena.
—Vete —me dijo—. No hay tiempo. Gigante ruge. Gigante enfadado. Hombre de la medicina no querido aquí, dice Gigante. Querer hombre de la plantación.
Me alejé corriendo.
Cougaba estaba preparando el pescado que iba a guisar.
—Pequeña señorita… —dijo, sacudiendo la cabeza— viene gran desgracia. Gigante rugir. Danza de la Máscara venir pronto.
Poco a poco averigüé lo que significaba la Danza de la Máscara… en parte a través de Cougaba, algo más a través de Cougabel, y en parte a través de los comentarios de mis padres acerca de lo que habían descubierto.
Durante cientos de años se habían celebrado en Vulcano aquellas danzas de la Máscara. La costumbre se practicaba en la isla de Vulcano y no se conocía en otro lugar del mundo; y la danza se efectuaba cuando los rugidos adquirían un tono siniestro y las conchas y flores ya no parecían aplacar al Gigante.
El Santo —que ahora era Wandalo— tomaba su vara mágica y hacía signos. El dios de la montaña le indicaría cuándo debería celebrarse la fiesta de la Máscara. Siempre se hacía en la fase de luna nueva porque el Gigante quería que los ritos se celebraran en la oscuridad. Una vez elegida la noche, se iniciaban los preparativos que duraban mientras la luna iba menguando. Las máscaras se podían hacer con cualquier material, pero solían ser principalmente de arcilla y tenían que cubrir por completo el rostro del que las llevara. El cabello se teñía a veces de rojo con el jugo del drago. Entonces se podía preparar la fiesta. Había cubas de kawa y de arrac, que era el jugo fermentado de la palmera. Había pescado, tortuga, cerdo y aves, todo lo cual se cocía en grandes hogueras encendidas en el claro en que Wandalo tenía establecida su morada. La noche estaría iluminada tan sólo por las estrellas y por las hogueras en las que se cocían los alimentos.
* * *
Todos los participantes en la danza tenían que ser menores de treinta años y tenían que ir completamente enmascarados de tal modo que nadie pudiera reconocerles.
En el transcurso de toda la víspera, los tambores redoblaban, primero muy despacio… y el tamboreo se prolongaba a lo largo de toda la noche. Los que tocaban los tambores no tenían que dormirse. En caso de que lo hicieran, el Gigante se enojaría. A lo largo de todos los festejos, los tambores no dejarían de tocar y, poco a poco, los redobles se irían intensificando hasta alcanzar un crescendo. Aquélla sería la señal del comienzo de la danza.
Yo no vi la Danza de las Máscaras hasta que fui mucho mayor y nunca olvidaré las evoluciones y contorsiones de aquellos cuerpos morenos y brillantes a causa del aceite de coco con que se habían untado. Los movimientos eróticos tenían el propósito de excitar a los participantes hasta el frenesí. Se trataba de un tributo al dios de la fertilidad que era su dios, el Gigante de la Montaña.
A medida que proseguía la danza, las parejas iban desapareciendo de dos en dos en el bosque. Algunos se hundían en lugares en los que ya no podían adentrarse más. Y aquella noche cada una de las jóvenes yacía con un amante y ni el hombre ni la mujer sabia con quién había cohabitado aquella noche.
Era muy fácil descubrir quién había concebido aquella noche puesto que el acto sexual entre todos los hombres y mujeres había estado prohibido durante toda una luna. El motivo de la importancia de Cougabel estribaba en el hecho de haber sido concebida durante la Noche de las Máscaras.
Se creía que el Gigante Rugiente había entrado en el hombre más digno y había elegido a la mujer que alumbraría a su hijo; por consiguiente, cualquier mujer que tuviera un hijo nueve meses después de la Noche de las Máscaras se consideraba bendita por el Gigante Rugiente. El Gigante no siempre se mostraba pródigo con sus favores. Si no se concebía ningún hijo, ello significaba que el Gigante estaba enojado. A menudo no nacía niño alguno concebido aquella noche. Algunas de las muchachas se asustaban y el temor las hacía estériles porque, tal como me explicó Cougaba más adelante, el Gigante no quería conceder sus favores a una cobarde. En caso de que no naciera algún niño concebido aquella noche, era necesario hacer un sacrificio muy especial.
Cougaba recordaba la vez en que un hombre había trepado hasta el mismo borde del cráter. El hombre quería arrojar algunas conchas a su interior, pero el Gigante había extendido la mano y le había atrapado. Jamás volvieron a ver a aquel hombre.
Nunca olvidaré la primera Fiesta de las Máscaras después de nuestra llegada. Todo el mundo se comportaba de una manera muy extraña. La gente apartaba la mirada cuando nos acercábamos. Cougaba estaba preocupada. Sacudía la cabeza sin cesar y decía.
—Gigante enfadado. Gigante muy enfadado.
Cougabel se mostró un poco más explícita.
—Gigante enfadado contigo —dijo con una expresión de temor en sus brillantes ojos. Después me estrechó en sus brazos—. No querer que tú morir —añadió.
Me olvidé de ello de momento, pero una noche me desperté recordándolo y pensé en las historias que me habían contado acerca de los hombres que habían sido arrojados al interior del cráter para aplacar al Gigante. A través de Cougabel me percaté del peligro que corríamos.
—Gigante enfadado —me explicó Cougabel—. Máscara venir. Él enseñará en la Noche de la Máscara.
—¿Quieres decir que os dirá por qué está enfadado?
—Está enfadado porque no querer hombre de la medicina. Wandalo es hombre de la medicina. No hombre blanco.
Se lo dije a mis padres.
Mi padre contestó que eran un hato de salvajes. Tendrían que estarle agradecidos. Precisamente aquel mismo día se había enterado de que una mujer había muerto a causa de las fiebres.
—Si hubiera acudido a mí en lugar de acudir a aquel viejo loco del brujo tal vez hoy estuviera viva —dijo.
—Creo que tendrías que abrir la plantación —terció mi madre—. Eso es lo que ellos quieren.
—Que lo hagan ellos. Yo nada sé de cocos.
Empezaron a escucharse los tambores de bambú y el redoble se prolongó durante todo el día.
—No me gusta —dijo mi madre—. Su sonido se me antoja siniestro.
Cougaba andaba por la casa sin querer mirarnos. Cougabel me rodeó con sus brazos y rompió en sollozos. Yo comprendí que nos estaban avisando.
Se oían los tambores; podíamos ver la luz de las hogueras y el olor de la carne de cerdo. Mis padres se pasaron toda la noche sentados junto a la ventana. Mi padre sostenía un arma entre las rodillas. Yo me quedé con ellos. Me adormecí y soñé con las aterradoras máscaras; después me desperté y comprobé que se había hecho el silencio porque los tambores habían cesado de redoblar.
El silencio persistió hasta la mañana siguiente.
Más tarde, durante el día, ocurrió una cosa muy extraña. Una mujer se presentó muy angustiada en la casa. Me la habían señalado como la mujer que había concebido en la última Noche de las Máscaras. El suyo era por tanto un niño especial.
El niño estaba enfermo. Wandalo había dicho que moriría porque el Gigante estaba enojado. Como último recurso, la madre había decidido llevarle el niño al hombre blanco de la medicina.
Mi padre llevó el niño al interior de la casa. Se le preparó una habitación. Mi padre acostó al niño y le dijo a la madre que se quedara con él.
La noticia de lo que había ocurrido se extendió muy pronto y los isleños se congregaron alrededor de la casa.
Mi padre estaba muy nervioso. Dijo que el niño padecía fiebre de los pantanos y que, si ya no era demasiado tarde, podría salvarle.
Todos sabíamos que nuestro destino dependía de la vida del niño. En caso de que éste muriera, era probable que nos mataran… o, en el mejor de los casos, que nos expulsaran de la isla. No querían a un hombre de la medicina. Querían que se volviera a poner en marcha la plantación.
Mi padre le dijo alborozado a mi madre:
—Está respondiendo al tratamiento. Tal vez le pueda salvar. Si lo hago, Anabel, pondré en marcha las plantaciones. Sí, lo haré. Nada sé acerca de esta cuestión, pero aprenderé.
Aquella noche no nos acostamos. Miré desde mi ventana y vi a la gente sentada allí. Llevaban antorchas encendidas. Cougaba dijo que, si el niño moría, prenderían fuego a la casa.
Mi padre había corrido un terrible riesgo al acoger al niño en la casa. Pero él era un hombre capaz de correr riesgos. Mi madre también era capaz de ello. Y yo también, tal como descubrí más adelante.
Por la mañana la fiebre había disminuido. A lo largo de todo el día, el estado del niño fue mejorando y, al término de la jornada, resultó evidente que estaba a salvo.
Su madre se arrodilló y besó los pies de mi padre. Él la hizo levantar y llevarse al niño. Después le dio unos medicamentos que ella aceptó agradecida.
Jamás olvidaré aquel momento. Ella salió de la casa con el niño en brazos y no hubo necesidad de que alguien le preguntara cuál había sido el resultado. Su rostro lo decía con toda claridad.
La gente se arremolinó a su alrededor. Todos tocaron al niño con gesto asombrado y después se volvieron a mirar a mi padre.
Él levantó la mano y les dirigió la palabra.
—El niño se pondrá bien y fuerte. Es posible que pueda curar a otros de entre vosotros. Quiero que acudáis a mí cuando estéis enfermos. Es posible que os pueda curar. Es posible que no. Todo dependerá de lo enfermos que estéis. Quiero ayudaros a todos. Quiero alejar la fiebre. Voy a poner de nuevo en marcha las plantaciones. Tendréis que trabajar duro porque tengo mucho que aprender.
Se hizo un profundo silencio. Después los nativos se situaron los unos frente a los otros y juntaron las narices, lo cual creo que debía ser una forma de felicitarse. Mi padre entró de nuevo en la casa.
—Y pensar que todo se ha debido a cinco granos de calomel, otros tantos de un compuesto de coloquíntida y de polvo de escamonea y unas gotas de quinina —dijo.
No se concibió niño alguno aquella Noche de las Máscaras. Era un signo, dijeron los isleños. El Gigante les había considerado indignos. Había enviado a su amigo, el hombre blanco de la medicina, y ellos no le habían honrado debidamente.
El hombre blanco había salvado al hijo del Gigante y, porque estaba contento y porque ellos habían interpretado la Danza de las Máscaras, el Gigante le había pedido a su amigo que pusiera de nuevo en marcha las plantaciones.
* * *
La isla prosperaría mientras siguiera rindiendo homenaje al Gigante.
Ahora mi padre dominaba la isla. Le llamaban Daddajo y mi madre era Mamabel. Yo era conocida como la pequeña señorita o la pequeña blanca. Nos habían aceptado.
Cumpliendo su palabra, mi padre se dispuso a poner de nuevo en marcha el negocio de la isla y, gracias a su inmensa energía, lo consiguió muy pronto. Los isleños estaban locos de felicidad. Daddajo era sin duda el emisario del Gigante Rugiente y les iba a hacer nuevamente ricos.
Mi padre puso en marcha inmediatamente un semillero de cocos. Había encontrado en la casa algunos libros acerca del tema que había dejado Luke Carter y que le proporcionaron la necesaria información. Eligió una parcela de tierra y colocó en ella cuatrocientos cocos maduros. Los isleños se congregaron a su alrededor muy emocionados, diciéndole lo que tenía que hacer, pero él actuaba según las indicaciones del libro y, al verlo, ellos se llenaron de respeto porque estaba haciendo exactamente lo que Luke Carter había hecho. Los cocos se cubrieron después con una capa de tres centímetros de arena, algas y barro blando.
Mi padre encargó a dos hombres que los regaran diariamente. Por ningún motivo deberían dejar de hacerlo, dijo él, mirando hacia la montaña.
—No, no, Daddajo —gritaron ellos—. No… no… nosotros no olvidar.
—Será mejor que no lo olvidéis.
Mi padre nunca se mostraba reacio a utilizar la montaña como amenaza cuando deseaba que se hiciera algo y el sistema le daba un admirable resultado ahora que los isleños se habían convencido de que era el amigo y el siervo del Gigante.
Los cocos se colocaron en la parcela en abril y mi padre dijo que tendrían que trasplantarse antes de la llegada de las lluvias de septiembre. Todos observaron el proceso presidido por mi padre, conversando mientras lo hacían, asintiendo con la cabeza y restregando sus narices. Estaban muy contentos.
Las plantas se colocaron en unos hoyos de unos sesenta a noventa centímetros de profundidad, separadas entre unos seis metros, y sus raíces se depositaron en un lecho de barro blando y algas marinas. Los regadores tendrían que seguir realizando su tarea unos dos o tres años, señaló mi padre, y los nuevos árboles deberían protegerse de los rigores del ardiente sol. Los nativos trenzaron unas hojas de palmera que utilizaron para proteger a los jóvenes árboles. Los árboles tardarían unos cinco o seis años en dar fruto, pero entretanto se podrían hacer progresos con los árboles maduros que abundaban en la isla.
El vivero era una fuente de alegría. Se consideraba la señal de que la prosperidad iba a volver a la isla. El Gigante Rugiente no estaba enojado con ellos. Lejos de castigarles con su cólera, les había enviado a Daddajo con el fin de que ocupara el lugar de Luke Carter que ya se había hecho viejo y no se cuidaba de las cosas, razón por la cual todo el mundo había abandonado sus tareas y, como consecuencia de ello, la isla había dejado de obtener beneficios.
Mi padre se entregó con entusiasmo al proyecto. Ellos le aceptaban ahora como médico, pero él necesitaba otra válvula de escape para su tremenda energía y aquel trabajo se la proporcionaba. Comprendo ahora que tanto él como mi madre estaban nerviosos. A menudo sus pensamientos se dirigían a Inglaterra. Estaban lejos del mundo civilizado y sólo establecían contacto con él cuando venía el barco cada dos meses. Al principio, habían buscado un refugio, un lugar en el que ocultarse y poder estar juntos. Lo habían encontrado y, tras haber alcanzado cierta seguridad, echaban de menos todo aquello. Era humano que así fuera.
Por consiguiente, el proyecto de los cocos significó mucho para ellos y absorbió toda su atención. Reinaba una nueva atmósfera en la isla. Muy pronto se podrían enviar productos a Sídney. Un agente vino a ver a mi padre para organizar la venta de los productos. En la isla se utilizaban las conchas de cauri en calidad de moneda. Mi padre pagaba a los nativos con conchas. Resultaba sorprendente observar lo satisfechos que estaban los isleños ahora que tenían algo que hacer. En lugar de haber un par de mujeres sentadas, trenzando perezosamente un cesto bajo un árbol, tal como las habíamos visto nosotros al llegar, ahora había grupos de mujeres sentadas en unas plataformas abiertas por los lados, pero protegidas del sol por un techado de bardas; las plataformas las había mandado construir mi padre y en ellas las mujeres trenzaban cestos, abanicos, cuerdas y cepillos con la fibra externa. Mi padre había convertido además algunas chozas redondas en una fábrica para la producción de aceite de coco.
La vida había cambiado desde que nosotros habíamos llegado. Ahora era como en la época en que Luke Carter era un hombre joven y enérgico.
Mi padre nombró unos supervisores encargados de controlar las distintas actividades y los supervisores estaban orgullosísimos. Resultaba divertido verles pavonearse y todos los hombres aspiraban a convertirse en supervisores.
Por la mañana mi padre dedicaba una hora a atender en casa a los enfermos y no había duda de que la salud de los isleños había mejorado desde nuestra llegada. La gente lo sabía, y mi padre era considerado con respeto y temor. Creo que mi madre era apreciada; y yo era objeto de cariño.
Habíamos sido bien acogidos en la isla de Vulcano.
En dos años mi padre se erigió en señor de la isla y mi madre me dijo más tarde que, a medida que transcurría el tiempo, se fueron percatando de que no era probable que llegara alguien en barco para llevárselo y conducirlo ante un tribunal por asesinato. Entonces la llegada del barco se empezó a aguardar con ansiedad porque éste nos traía libros, ropa, comida especial, vinos y medicamentos.
Era emocionante despertar y ver el gran barco anclado a escasa distancia de la isla. Por la mañana temprano las canoas se hacían a la mar y regresaban cargadas con los artículos que mi padre había pedido. ¡Qué bonitas eran las canoas… ligeras, finas y ahusadas! Algunas medían unos seis metros de eslora, otras llegaban a medir dieciocho. Sus proas y popas eran altas, estaban hermosamente esculpidas y eran el orgullo de sus propietarios. Cougabel me dijo que las proas y las popas protegían a los ocupantes de las canoas de las flechas que los enemigos pudieran arrojarles, porque en otros tiempos había habido numerosas peleas entre ellos.
Yo dije que las canoas parecían unas lunas crecientes diseminadas por el mar cuando se encontraban a cosa de una milla de tierra. Brillaban al sol porque sus proas y popas se hallaban adornadas a menudo con nácar. Me asombraba la rapidez con la cual aquellos estrechos y puntiagudos remos les hacían surcar las aguas.
Por tanto, parecía que ya nos habíamos acostumbrado a la vida de la isla de Vulcano.
Yo estaba creciendo. Los años pasaban tan rápidamente que perdía la cuenta. Mi madre me daba lecciones e insistía en hacerlo diariamente. Pedía constantemente libros de Sídney, y supongo que me estaba educando como a casi todas las niñas de mi edad pertenecientes a cierta clase social cuya educación estaba a cargo de institutrices.
Cougabel seguía compartiendo mis lecciones. Estaba creciendo físicamente con más rapidez que yo porque las niñas de la isla maduraban a los catorce años y muchas de ellas ya eran madres a esta edad.
A Cougabel le encantaban mis vestidos y gustaba de probárselos. Mi madre y yo vestíamos unas batas sueltas… una moda inventada por mi madre. Las prendas convencionales hubieran sido imposibles con aquel calor. Llevábamos unos grandes sombreros de fibra trenzada que mi madre ablandada considerablemente, sumergiéndolos en aceite… un método también de su invención. Y los teñía… sobre todo de rojo con jugo de drago que nosotros llamábamos sangre de dragón. Pero había encontrado también otras hierbas y flores que crecían en la isla y de las que también había conseguido obtener tintes. Cougabel quería lucir batas y sombreros de colores como los que yo llevara, y ella y yo íbamos vestidas igual. A veces, sin embargo, ella regresaba a su atuendo nativo y no lucía más que un cinturón de flecos hecho con conchas y plumas que le llegaban hasta medio muslo, dejando al descubierto la parte superior de su cuerpo. Alrededor del cuello llevaba sartas de conchas y adornos de madera. Entonces se la veía distinta y parecía otra persona. Cuando se sentaba conmigo con su bata y asistía a las lecciones, yo podía olvidar que no pertenecíamos a la misma raza. Aparte el color de su tez, hubiéramos podido ser dos niñas en una casa de campo.
Suponía, sin embargo, que Cougabel no quería que yo olvidara que era una isleña y, por si fuera poco, una isleña especial.
Una vez nos fuimos andando hasta el pie del monte ella me dijo que el Gigante Rugiente era su padre. Yo no acertaba a comprender cómo era posible que una montaña fuera un padre y me reí, burlándome de ella. Ella se enojó. A veces, podía enojarse muchísimo. Su humor cambió bruscamente y, en aquellos momentos, sus grandes ojos oscuros se encendieron de furia.
—Él es mi padre —gritó—. Lo es… lo es… soy una hija de la Máscara.
A mí siempre me gustaba que me hablaran de la Máscara y ella añadió:
—Mi madre bailó en la Danza de la Máscara y el Gigante vino a ella a través de un hombre… desconocido… tal como hace la Noche de la Máscara. Él me introdujo en ella y yo fui creciendo hasta convertirme en una niña a punto de nacer.
—Eso no es más que un cuento.
Aún no había aprendido por aquel entonces cuándo es prudente guardarse las propias opiniones.
Ella se volvió a mirarme y me dijo enfurecida:
—Tú no sabes. Tú pequeña. Tú blanca… Tú haces enfadar a Gigante.
—Mi padre está en muy buenas relaciones con el Gigante —dije en tono levemente burlón porque había oído a mis padres bromear acerca del Gigante.
—Gigante enviar a Daddajo. Enviar a ti para aprenderme…
—Para enseñarte —dije yo, corrigiéndola.
Me encantaba corregir a Cougabel.
—Te ha enviado para aprenderme —insistió en decir ella, contrayendo los ojos—. Cuando sea mayor y haya una Máscara, saldré a danzar y volveré con el niño del Gigante dentro de mí.
La miré asombrada. «Si —pensé—, estamos creciendo. Cougabel será muy pronto lo suficientemente mayor como para tener un niño».
Empecé a reflexionar. El tiempo estaba pasando y nosotros estábamos perdiendo su noción.
Yo tenía trece años. Llevaba seis en la isla. Durante aquel tiempo, mi padre había creado una floreciente industria y, a pesar de que muchas personas seguían muriendo como consecuencia de distintas fiebres, el índice de mortalidad se había reducido considerablemente.
Mi padre estaba escribiendo un libro sobre las enfermedades tropicales. Tenía previsto construir un hospital. Iba a invertir en aquel proyecto todo lo que tenía. Todos sus sueños y esperanzas giraban en torno de aquel hospital.
Me percaté de que mi madre se proponía algo. Una tarde, cuando ya había cedido el intenso calor del día, ambas nos encontrábamos sentadas a la sombra de una palmera, contemplando los movimientos de los peces voladores a ras del agua.
—Estás creciendo, Suewellyn —me dijo—. ¿Has pensado que no has salido de esta isla desde que llegamos?
—Tú y mi padre tampoco.
—Nosotros tenemos que quedarnos… pero hemos estado hablando mucho acerca de ti. Estamos preocupados por ti, Suewellyn.
—¿Preocupados por mí?
—Sí, por tu educación y por tu futuro.
—Estamos juntos. Es lo que queríamos.
—Es posible que tu padre y yo no siempre estemos aquí.
—¿Qué quieres decir?
—Te estoy simplemente exponiendo una verdad de la vida. Todo termina, ¿sabes? Suewellyn, tienes que irte a una escuela.
—¡Escuela! ¡Pero si no hay una escuela!
—La hay en Sídney.
—¡Cómo! ¿Abandonar la isla?
—Lo podríamos arreglar: Vendrías a pasar las vacaciones con nosotros. Navidad… y el verano. El barco sólo tarda una semana desde Sídney. Una semana para ir… una semana para regresar. Tienes que recibir una instrucción superior a la que yo te pueda dar.
—Es algo que jamás se me había ocurrido.
—Tienes que prepararte en cierto modo para el futuro.
—No podría dejaros.
—Sólo sería durante algún tiempo. La próxima vez que venga el barco, tú y yo nos iremos a Sídney. Echaremos un vistazo a las escuelas y decidiremos lo que hay que hacer.
Me quedé asombrada y, en un primer tiempo, me negué a tomar en consideración la idea, pero, al cabo de un rato, mis padres hablaron conmigo y se despertó mi afición latente a la aventura. Mi educación había sido muy extraña. Durante unos seis años, había vivido en el Crabtree Cottage en el que había sido educada según las más rígidas normas. Después me habían llevado de allí y conducido a una isla primitiva. Imaginaba que el mundo exterior me iba a resultar muy extraño.
En el transcurso de las semanas siguientes me debatí entre una mezcla de sentimientos contradictorios. No sabía si lamentaba esta decisión o si me alegraba de ella. Pero comprendía su conveniencia.
Cuando le dije a Cougabel que me iba a la escuela su reacción fue muy violenta. Me miró con sus grandes ojos brillantes y me pareció que su expresión era de odio.
—Yo vengo, yo vengo —repetía sin cesar.
Traté de explicarle que no podía venir. Tenía que irme sola. Mis padres me enviaban porque las personas como yo tenían que educarse y la mayor parte de nosotros íbamos a una escuela para recibir educación.
Ella no me escuchaba. Cougabel tenía por costumbre cerrar la mente a cualquier cosa que no quisiera escuchar.
Una semana antes de que llegara el barco, mi madre y yo ya habíamos hecho todos los preparativos para la partida. Era agosto. Yo tendría que ir a la escuela en septiembre y en diciembre regresaría a la isla. No iba a ser una separación muy larga, seguía diciendo mi madre.
Una mañana echamos en falta a Cougabel. No había dormido en su cama. Ocupaba una pequeña cama en una habitación contigua a la mía porque había expresado el deseo de dormir en una cama al ver las nuestras. En realidad, quería todo lo que yo tenía y yo tenía la certeza de que, si le hubieran dicho que tenía que ir a la escuela conmigo, se hubiera sentido muy feliz.
Cougaba estaba muy angustiada.
—¿Dónde ir? Llevarse los adornos. Mire la bata. Ella irse con conchas y plumas. ¿Dónde ir?
Daba lástima oírla.
Mi padre trató de tranquilizarla, diciéndole que tenía que estar en la isla, a no ser que hubiera tomado una canoa y se hubiera trasladado a otra isla. Pareció más lógico buscarla en la isla.
—Ella ir al Gigante —decía Cougaba—. Ella ir a pedir que pequeña señorita no se vaya. Oh, es malo… es malo llevarse a pequeña señorita. Pequeña señorita ser de aquí… pequeña señorita no ir —Cougaba se balanceaba hacia adelante y hacia atrás cantando—: Pequeña señorita no ir.
Mi padre dijo en tono impaciente que no le cabía la menor duda de que Cougabel regresaría, ahora que le había dado un buen susto a su madre. Pero pasó el día y ella no regresó. Yo estaba enojada y dolida con ella porque había acortado la duración del tiempo en que podríamos estar juntas.
Al pasar el segundo día, todos empezamos a inquietarnos y mi padre envió a la montaña a unos grupos de hombres en su busca.
Cougaba estaba temblando de terror y mi madre y yo tratamos de tranquilizarla.
—Yo asustada —decía—. Yo muy asustada, Mamabel.
—Ya la encontraremos —le dijo mi madre, calmándola.
—Se lo dije a amo Luke —se lamentó Cougaba—. Le dije: «No dormir en cama grande del amo durante todo un mes. La Danza de las Máscaras será en luna nueva». Y amo Luke reírse y decir: «No para mí y para ti. Haz lo que yo digo, Cougaba». Le hablo del Gigante Rugiente y él reír y reír. Después duermo en la cama. Después la Noche de la Máscara me quedo en la cama y… tengo un hijo. Todos decir: «Ah, este hijo del Gigante, Cougaba mujer respetada. Gigante venir a ella». Pero no era el Gigante… Era el amo Luke y si lo supieran… me matan. Y entonces amo Luke decir: «Que piensen que el Gigante ser padre del niño». Y él reír y reír. Cougabel no ser hija de la Máscara. Y ahora yo asustada. Creo que Gigante estar muy enfadado conmigo.
—No debes tener miedo —le dijo mi madre—. El Gigante comprenderá que no tuviste la culpa.
—Él se la ha llevado. Sé que la ha llevado. Sacar la mano y arrojarla abajo… arrojarla a las piedras ardientes donde quemar para siempre. El decir Cougaba mala. Tú decir tu hija mía. Ahora ser mía.
Nada podíamos hacer para consolar a Cougaba. Ella gemía sin cesar.
—Aquel viejo diablo estaba junto a mi codo, tentándome. He sido mala. He pecado. Dije la gran mentira y el Gigante está enfadado.
Mi madre le advirtió de que no lo dijera y ello fue un alivio para la pobre Cougaba, algo que estaba muy dispuesta a hacer. Yo había visto a los nativos comportarse con benevolencia desde que habían aceptado a mi padre en calidad de emisario del gran Gigante, pero me preguntaba cómo se comportarían en caso de que se volvieran contra nosotros. Y lo que Cougaba había hecho sería sin duda a sus ojos un pecado imperdonable.
Aquella noche encontraron a Cougabel. Mi padre la descubrió en la montaña. Se había roto una pierna y no podía andar.
La llevó a la casa y le entablilló la pierna. Después la hizo tender en la cama y le dijo que no se moviera.
Yo me sentaba a su lado y le leía y Cougaba le preparaba toda clase de bebidas destiladas de plantas porque era muy hábil en estas cosas.
Cougabel me dijo que había ido a la montaña para pedirle al Gigante que impidiera mi partida y que después se había caído y se había hecho daño. Lo consideraba un signo de que el Gigante quería que me fuera y de que a ella la había castigado por dudar de la sabiduría de sus deseos.
Nosotros aceptamos esta explicación.
Cougaba no volvió a comentar el engaño relativo al nacimiento de su hija. El Gigante no podía estar muy enojado, le dijo mi madre, porque se había limitado simplemente a romperle la pierna a Cougabel y mi padre había dicho que, teniendo los huesos jóvenes y fuertes, le podría arreglar la pierna y nadie podría adivinar que se la había roto.
Los días anteriores a mi partida los pasé sobre todo en compañía de Cougabel y, cuando llegó el momento de irme, ella se mostró tranquila y resignada.
Mi padre lamentaba mucho que nos fuéramos, pero yo sabía que pensaba que era lo que había que hacer.
Mi madre y yo llegamos por tanto a Sídney y mi deleite ante aquel hermoso puerto y tal vez mi entusiasmo todavía mayor ante aquella gran ciudad, porque estaba acostumbrada a las bellezas pintorescas, me reconciliaron con aquella nueva fase de mi vida. Me gustaba toda la gente. Me gustaban las calles que serpenteaban sin orden ni concierto por haber surgido de los caminos de carros de otros tiempos. Me encantaban sobre todo las grandes calles y, en pocos días, conseguí orientarme. Compraba con mi madre en unas grandes tiendas como jamás había visto. Nunca hubiera pensado que había tantas cosas para comprar.
Tendríamos que comprar ropa para la escuela, me dijo mi madre en la habitación de nuestro hotel.
—Pero antes —añadió—, tenemos que buscar la escuela.
Mi madre hizo averiguaciones y visitamos tres escuelas antes de decidirnos por una. No estaba lejos del puerto y se encontraba en pleno centro de la ciudad. Mi madre habló con la directora y le explicó que, vivíamos en una isla del Pacífico y que hasta entonces ella me había dado lecciones. Me hicieron algunas pruebas de las que me complace decir que salí bastante airosa, por lo que cabía afirmar que mi madre había sido una buena maestra. Se convino entonces en que yo iba a ingresar en la escuela en calidad de interna cuando empezara el curso, lo cual le daría tiempo a mi madre para dejarme en la escuela y tomar el siguiente barco para regresar a la isla de Vulcano.
¡Qué semanas aquéllas! Compramos como locas. Ya me conocía los nombres de las calles y sabía orientarme. Pudimos comprar mi uniforme en la calle Elizabeth. La directora nos había indicado a dónde ir. Compramos ropas y provisiones y medicinas para enviarlas con el barco que iba a zarpar rumbo a la isla de Vulcano; y, tras haber realizado las compras, nos divertimos mucho explorando la ciudad, contemplando los barcos que arribaban al puerto, visitando el lugar en el que había desembarcado el capitán Cook; y yo me sentí de nuevo como una niña que hubiera salido de excursión con Anabel, tras haberme ella recogido en el Crabtree Cottage.
Llegó el día de mi ingreso en la escuela y tuvimos que despedirnos. Me sentía desesperadamente triste y echaba mucho de menos a mis padres y la isla.
Pero, a medida que transcurrían las semanas, me fui acostumbrando. Mi peculiaridad constituía una atracción. Las niñas se pasaban horas escuchando las historias que yo les contaba de la isla. Yo era una curiosidad y, siendo inteligente y capaz de valerme por mí misma, empecé a disfrutar de la escuela.
En Navidad, cuando regresé a la isla, había cambiado. Todo había cambiado. Cougabel estaba mejor y su pierna no mostraba la menor señal de haberse roto. ¡Otro triunfo para mi padre!
Pero ya no resultaba una compañera adecuada para mí. No era más que una isleña y yo ya había salido al ancho mundo.
Ahora yo hacía muchas preguntas. ¿Qué estábamos haciendo allí? Mi madre había hablado conmigo y había hecho alusiones al pasado, pero siempre había conseguido soslayar las preguntas embarazosas. Ahora ya no podía seguir haciéndolo. Quería saber por qué teníamos que transcurrir nuestra existencia en una isla remota, habiendo ciudades como Sídney en las que había todo un mundo por explorar.
Recordé el castillo que había visto años atrás. Siempre había ejercido en mí un efecto mágico. Ahora me obsesionaba y deseaba conocer muchas cosas. La escuela me había despertado de mi perezosa indiferencia en relación con el pasado. Me consumía el deseo de averiguar todo lo que había ocurrido.
De ahí que mi madre decidiera escribirlo todo para revelármelo.
La próxima vez que regresé para transcurrir las vacaciones en casa, ella me entregó su relato de lo que había sucedido y lo leí con avidez. Lo comprendí. No me escandalizó averiguar que yo era una bastarda y mi padre un asesino. Experimentaba una gran curiosidad por saber lo que habría ocurrido tras la partida de mi padre. Pensaba en Esmond y Susannah. Eran los que más me interesaban. Me preguntaba si les vería alguna vez, y ardía en deseos de trasladarme a aquel mágico castillo para encontrarles.