Jessamy había desempeñado un importante papel en, mi vida. Siempre había estado presente. Era rica, mimada y la única hija de unos padres excesivamente afectuosos. Jamás envidié sus preciosos vestidos y sus joyas. Creo que no soy envidiosa por naturaleza. Es una de mis virtudes y, puesto que no tengo muchas más, me parece aconsejable anotarlo. En cualquier caso, siempre pensé que tenía muchas más cosas que ella.
Cierto que no vivía en una mansión, rodeada de sirvientes. No tenía varios caballitos para montar cuando me apeteciera. Vivía en una vicaría de irregular construcción con mi padre viudo —mi madre había muerto al nacer yo—, y sólo teníamos dos criadas, Janet y Amelia. Ninguna de ellas me trataba precisamente con mimo, pero creo que Janet me apreciaba a su manera, aunque jamás quisiera reconocerlo. Ambas se mostraban muy dispuestas a señalarme mis faltas. Sin embargo, creo que era más feliz, sí, mucho más feliz que Jessamy.
El caso es, que Jessamy era claramente lo que las personas amables llaman «sencilla» y lo que las personas antipáticas como Janet, que jamás podía decir una mentira aunque ello sirviera para no herir los sentimientos de alguien, llamaban irremediablemente fea.
—¿Que no importa? —Solía decir Janet—. Su padre le comprará un buen marido. Usted, señorita Anabel, se lo va a tener que buscar.
Cuando me lo decía, Janet fruncía los labios como si estuviera segura de que mis esperanzas de encontrar un marido fueran muy frágiles. La querida Janet era la persona más buena del mundo, pero estaba obsesionada por un firme deseo de decir la verdad, del que jamás se apartaba.
—Menos mal que no te han llevado ante el tribunal de la Inquisición, Janet —le dije una vez—. Seguirías manteniéndote aferrada a la más estúpida de las verdades delante del poste de la hoguera.
—Qué cosas dice usted, señorita Anabel —replicó ella—. Jamás conocí a alguien que tuviera tanta fantasía. Tenga en cuenta mis palabras, cualquier día de ésos, va a tener un fracaso.
Pudo ver su profecía convertida en realidad; pero eso fue más tarde.
Allí estaba yo por tanto, en mi casa de la vicaría con mi distraído padre, la honradísima Janet y Amelia que era tan virtuosa como Janet y todavía más consciente de serlo que ésta.
Algunas personas se hubieran podido preguntar cómo era posible que yo disfrutara tanto de la vida, pero el caso, es que disfrutaba. Había muchas cosas que hacer. Veía interés a mi alrededor. Ayudaba bastante a mi padre. Una vez le escribí incluso un sermón y él se encontraba ya hacia la mitad cuando se percató de que no era la clase de sermón que sus feligreses deseaban escuchar. Todo giraba en torno a lo que era una buena persona y, sin querer, había ilustrado mis ideas, describiendo algunas de las faltas de las personas que escuchaban, sentadas en los bancos. Afortunadamente, mi padre cambió el sermón por uno que guardaba en un cajón sobre los dones de Dios a la tierra, dedicado, en realidad, a los festejos de la cosecha, pero, puesto que cambió los sermones antes de que mis revolucionarias palabras despertaran a los feligreses de su modorra acostumbrada, nadie se dio cuenta.
A partir de aquel momento, no me permitieron escribir sermones. Fue una lástima. Me hubiera gustado.
Recuerdo muy bien los domingos. La familia Seton siempre ocupaba su banco, directamente debajo del atril. Era la gran familia que vivía en la mansión y a la que mi padre debía su sustento. Estaban emparentados con nosotros. Lady Seton era mi tía porque ella y mi madre eran hermanas. Amy Jane se había situado «bien» al contraer matrimonio con sir Timothy Seton que era un hombre rico propietario de muchas tierras y que, según creo, tenía también muchas posesiones. Era un matrimonio muy satisfactorio, de no haber sido por una cosa. No tenía un hijo que pudiera perpetuar el ilustre apellido de los Seton y sus esperanzas se cifraban en su única hija Jessamy. Jessamy era objeto de mimos constantes, pero, curiosamente, eso no la había malcriado. Era una niña más bien tímida y yo siempre llevaba las de ganar cuando estábamos solas. Como es natural, cuando no lo estábamos y había personas mayores presentes, yo siempre jugaba limpio, lo cual quiere decir, que siempre dejaba a Jessamy en el mejor lugar.
Cuando éramos pequeñas, antes de que le asignaran una institutriz, Jessamy acudía a clase a la vicaría porque mi padre tenía por aquel entonces un cura auxiliar que solía darnos lecciones.
Pero voy a empezar por el principio. Había dos hermanas llamadas Amy Jane y Susan Ellen. Eran las hijas de un clérigo y, al crecer, Susan Ellen, la más joven de las dos, se enamoró del cura que ayudaba a su padre. Éste era pobre y no gozaba, de medios para contraer matrimonio, pero Susan Ellen jamás se había preocupado por la faceta práctica de la vida. Actuando en contra de los consejos de su padre, de la aldea en pleno y de su enérgica hermana, se fugó con el cura. Eran muy pobres porque él no tenía medios de vida, razón por la cual inauguraron una pequeña escuela y se dedicaron a la enseñanza durante algún tiempo. Entretanto, Amy Jane, la virgen prudente, había conocido al acaudalado sir Timothy Seton. Éste era un viudo sin hijos y deseaba desesperadamente tenerlos. Amy Jane era una agraciada joven muy bien dispuesta. ¿Por qué no iban a casarse? A él le hacía falta una señora para su casa y unos hijos con que llenar los cuartos infantiles. Amy Jane parecía estar en condiciones de proporcionarle ambas cosas.
Amy Jane creía que iba a ser una esposa apropiada para él y, lo que es más importante, que él iba a ser el marido adecuado para ella. Riqueza, posición, seguridad… eran tres objetivos muy deseables a los ojos de Amy Jane. Y, después del desastroso matrimonio de su hermana, tenía que haber alguien que restableciera la fortuna de la familia.
* * *
Por consiguiente, Amy Jane se casó y, con su habitual energía, se dispuso a llevar a cabo las tareas que se había propuesto. En poco tiempo, el hogar de sir Timothy empezó a ser gobernado con la máxima habilidad para gran deleite de éste y mucho menos para el de los criados, dado que aquéllos que Amy Jane no consideró útiles fueron despedidos y los demás, comprendiendo que su destino dependía de su capacidad de agradar a Amy Jane, procuraron hacer justamente eso.
No se tardó mucho tiempo en encontrar un lugar para el cura y su imprudente esposa; ambos iban a vivir a la sombra de la mansión de los Seton.
Amy Jane se dispuso a continuación, a realizar su segundo proyecto, es decir, llenar las habitaciones infantiles de la mansión de los Seton.
En eso no fue tan afortunada. Tuvo un aborto que consideró un descuido por parte del Todopoderoso ya que había rezado mucho y había conseguido que toda la aldea rezara, pidiendo un hijo para ella. Sin embargo, volvió a quedar embarazada casi inmediatamente y esta vez, el embarazo llegó a feliz conclusión y, aunque no hubiera sido totalmente satisfactorio, por lo menos, había sido un principio.
Sir Timothy se mostró encantado con la lloriqueante niña que, según declaraciones de la enfermera Abbott, había precisado de una palmada de más en el trasero para empezar a respirar. «El siguiente será un niño», afirmó Amy Jane con una voz capaz de acobardar al mismo Cielo. El médico se opuso, alegando que Amy Jane pondría en peligro su vida en caso de que lo intentara de nuevo. Que se diera por satisfecha con la niña. La niña estaba respondiendo al tratamiento e iba a sobrevivir.
—No vuelva a correr este riesgo —le dijo el médico—. Yo no podría responder de las consecuencias.
Y, puesto que ni Amy Jane ni sir Timothy deseaban enfrentarse con semejante calamidad, no hubo más hijos. Y Jessamy, tras haberse pasado algunas semanas aferrándose precariamente a la vida, empezó de repente a pedir comida a gritos y a mover las piernas y llorar como todos los niños.
Algunos meses después del nacimiento de Jessamy, la vida y la muerte visitaron simultáneamente la vicaría.
* * *
Amy Jane se quedó aterrada. Mi madre siempre había constituido para ella una gran decepción. No sólo había contraído un matrimonio desastroso, sino que además, precisamente cuando su hábil hermana la estaba ayudando a rehacerse, ofreciéndole un medio de vida muy agradable que sir Timothy había conseguido con cierto esfuerzo, puesto que había otros que, en realidad, se lo merecían mucho más que mi padre, ella había dado a luz una niña y había muerto en la empresa. Una niña pequeña en una vicaría con un hombre más desvalido que de costumbre era un fastidio, por no decir otra cosa peor, pero una mujer del calibre de Amy Jane no se amilanaba fácilmente. Encontró a Janet y la instaló en la casa. A partir de entonces, tuve quien me cuidara y Amy Jane, en su calidad de pariente más próximo de mi madre, me tendría naturalmente bajo su vigilancia.
Así lo hizo efectivamente, y su querida Jessamy constituyó una parte de mi infancia y adolescencia. Los vestidos de Jessamy se enviaban a la vicaría para que los arreglaran para mí. Yo era ligeramente más alta, razón por la cual, los vestidos me hubieran estado cortos, pero ella tenía los hombros más anchos y los levantaba más. Janet decía que era juego de niños estrecharlos un poco y los tejidos eran de mejor calidad que los que hubieran podido entrar en aquella casa procedentes de las tiendas.
—A usted le sientan mejor que a la señorita Jessamy —decía, lo cual, viniendo de Janet que era incapaz de decir mentiras, resultaba muy halagador.
Me acostumbré, por tanto, a llevar vestidos de desecho. Pocos fueron los que no recibí de Jessamy. Dado que pasaba mucho tiempo en su compañía y vestía su ropa usada, acabé convirtiéndome en una parte de su vida.
Hubo un tiempo en que tía Amy Jane pensó que sería de buen tono mandar a las niñas a la escuela y se habló de la posibilidad de enviarnos. La idea me entusiasmó. Jessamy estaba aterrorizada. Pero entonces el doctor Cecil, que era el que había aconsejado que no hubiera en las habitaciones infantiles de la mansión de los Seton más hijos que Jessamy, llegó a la conclusión de que ésta no era lo suficientemente fuerte para ir a un internado. «El pecho», se limitó a decir. Por consiguiente, nada de escuela y dado que el pecho de Jessamy estaba demasiado débil para permitirle ir, el mío, por muy fuerte que fuera —jamás nos había dado ni a mí ni al doctor Cecil la menor indicación de que no lo fuera—, no pudo llevarme allí. Los gastos tendría que pagarlos sir Timothy y no cabía pensar que éste me enviara a la escuela y pagara mientras su hija se quedaba en casa.
Cuando había alguna fiesta en la mansión de los Seton, tía Amy Jane cumplía siempre con su deber y me invitaba. Cuando acudía a la vicaría, utilizaba el carruaje con un calientapiés en invierno y una sombrilla en verano. En los días invernales, tomaba su manguito de martas y descendía del carruaje mientras el cochero de los Seton le mantenía abierta la portezuela con gran deferencia y ella entraba en la casa. En verano, le entregaba la sombrilla al cochero, el cual la abría solemnemente y la sostenía en una mano mientras la ayudaba a bajar con la otra. Yo solía observar este ritual desde una de las ventanas del piso de arriba con una mezcla de hilaridad y temor reverente.
Mi padre la recibía con cierta turbación. Se buscaba frenéticamente las gafas que había empujado hacia arriba. Siempre se le deslizaban demasiado hacia atrás y entonces pensaba que las había dejado en alguna parte, cosa que hacía de vez en cuando.
El propósito de la visita de tía Amy Jane era yo, sin lugar a dudas, porque yo era su Deber. No tenía razón alguna para molestarse por un hombre que debía sus medios de vida a su benevolencia —o, mejor dicho, a la de sir Timothy—, pero todas las bendiciones que caían sobre nuestra casa pasaban, como es lógico, por ella. Me mandaban llamar y ella me estudiaba con atención. Janet decía que yo no le gustaba realmente a lady Seton porque ofrecía un aspecto más saludable que la señorita Jessamy, y le recordaba la debilidad del pecho y las demás dolencias de su hija. No estaba segura de que Janet tuviera razón, pero intuía que tía Amy Jane no me tenía demasiado cariño. Su preocupación por mi bienestar obedecía más a su sentido del Deber que al afecto y nunca me ha gustado ser objeto del Deber. Dudo que a alguien le guste.
—Vamos a tener una velada musical el viernes —dijo un día—. Anabel tendría que venir. Sería conveniente que se quedara a dormir porque terminará tarde y, de este modo, se simplificarán las cosas. Jennings tiene en el carruaje el vestido que va a ponerse. Luego lo traen.
Mi padre, luchando con su propia dignidad, dijo:
—Oh, eso no será necesario. Creo que podremos comprarle un vestido a Anabel.
Tía Amy Jane se echó a reír. Yo había observado que su risa raras veces era alegre. Por regla general, su propósito era el de rechazar o bien denigrar la insensatez de la persona a la que iba dirigida.
—Eso sería totalmente imposible, mi querido James.
El «mi querido» era con frecuencia una expresión de reproche. Eso me llamaba la atención. Las risas solían se expresión de alegría y las palabras cariñosas eran expresión de afecto. Tía Amy Jane les alteraba el significado. Supongo que ello se debía a su condición de persona eficiente y altamente respetable que siempre tenía razón.
—Difícilmente te puedes permitir el lujo de compra unas prendas adecuadas con los emolumentos que tienes —una repetición de la risa mientras sus ojos recorrían nuestro humilde salón y lo comparaban mentalmente con el precioso salón de la mansión de los Seto perteneciente a la familia Seton desde hacía cientos de años, con las brillantes espadas en la pared y los tapices que llevaban muchas generaciones en poder de la familia y se considera que eran gibelinos—. No, no, James, déjalo de mi cuenta. Se lo debo a Susan Ellen —el suave tono de su voz indicaba que se estaba refiriendo a la muerta—. Es lo que ella hubiera querido. Jamás hubiera querido que Anabel se educara como una salvaje.
Mi padre abrió la boca para protestar, pero tía Amy Jane ya se estaba dirigiendo a mí.
—Janet lo podrá arreglar. Será muy fácil —a los ojos de tía Amy Jane, las tareas de las demás personas siempre eran muy fáciles. Sólo eran difíciles las suyas. Pensé que me tenía cierta aversión—. Espero, Anabel —añadió—, que te comportarás con decoro y no disgustarás a Jessamy.
—Oh, sí, tía Amy Jane, lo haré y no lo haré.
Experimenté aquel irresistible impulso de reírme que tan a menudo sentía en presencia de ciertas personas. Mi tía pareció darse cuenta. En voz baja y funérea, me dijo:
—Recuerda siempre lo que tu madre hubiera deseado.
Estaba a punto de decir que no estaba segura de lo que hubiera deseado mi madre porque era discutidora por naturaleza y jamás podía resistir la tentación de aclarar las cuestiones. Algunos de los criados de la mansión de los Seton me habían dicho que mi madre no había sido en absoluto la santa en que la estaba convirtiendo tía Amy Jane. Mi tía parecía haber olvidado la obstinación de que había hecho gala al contraer matrimonio con un clérigo sin posibilidades. Los criados decían que la señorita Susan Ellen había sido «una buena pieza. Siempre andaba metida en algún lío y encima se reía de ello. Bien mirado, señorita Anabel, es usted su vivo retrato». Lo cual era más que suficiente.
Bueno, asistí a la velada musical, luciendo el vestido de moaré de Jessamy que era francamente bonito. Jessamy dijo:
—Sí, estás con él mucho más guapa que yo, Anabel.
Jessamy era un encanto y ello hace que fuera tanto más reprobable cómo la trataba. Le hacía constantemente malas jugadas. Hubo aquel asunto de los gitanos que les dará a ustedes una buena idea de lo que quiero decir.
Nos habían prohibido que fuéramos solas al bosque, pero el hecho precisamente de que el bosque nos estuviera vedado hacía que éste ejerciera en mí una fascinación especial.
Jessamy no quería ir. Era la clase de niña que gustaba de hacer exactamente lo que le ordenaban; pensaba que todo era por su bien. El cielo sabía que ésta era la explicación que nos solían dar. Yo pensaba exactamente lo contrario y me complacía en tratar de demostrar qué era más fuerte… si mi capacidad de persuasión o bien el deseo de Jessamy de seguir el camino de la rectitud.
Yo ganaba invariablemente porque la acosaba hasta conseguirlo. Al final, la convencí de que se atreviera a ir al bosque en el que habían acampado unos gitanos. Podríamos echar un rápido vistazo, le dije, e irnos antes de que ellos nos vieran.
El hecho de que hubiera gitanos en el bosque hubiera tenido que ser una razón de más para que no nos atreviéramos a ir. No obstante, yo estaba decidida y acusé Jessamy de cobardía de modo tan despiadado que, al final, accedió a acompañarme.
Llegamos al lugar en el que se encontraba el carromato. Había una hoguera allí cerca con una marmita hirviendo. Olía muy bien. Sentada en los peldaños del carromato, se encontraba una mujer envuelta en un chal rojo hecho jirones y con unos zarcillos de latón en la orejas. Era una típica gitana con una enmarañada mata de cabello negro y unos grandes y relucientes ojos oscuros.
—Buenos días tengan ustedes, hermosas señorita —gritó al vernos.
—Buenos días —contesté, asiendo a Jessamy del brazo porque tenía la sensación de que ésta iba a dar media vuelta y echar a correr.
—No tengan miedo —dijo la mujer—. ¡Pero si son dos señoritas muy elegantes! Creo que las está esperando una buena suerte.
A mí me emocionaba la perspectiva de echar un vistazo al futuro. Siempre me ha gustado. No podía entonces y no puedo ahora tampoco resistir la tentación de los adivinos.
—Vamos, Jessamy —dije, empujando a mi prima hacia adelante.
—Creo que debiéramos regresar —contestó ella en un susurro.
—Vamos —repetí, sosteniéndola con firmeza.
A ella no le gustaba protestar. Temía que eso pudiera considerarse una muestra de mala educación para con los gitanos. Jessamy siempre estaba pensando en la buena y la mala educación y le aterraba hacer gala de esta última.
—Ustedes dos vienen de la casa grande, supongo —dijo la mujer.
—Ella, sí —contesté yo—. Yo soy de la vicaría.
—Oh, qué maravilla —dijo la mujer, clavando los ojos en Jessamy que lucía una bonita cadena de oro de la que colgaba un medallón también de oro en forma de corazón—. Bueno, preciosa mía —añadió—, estoy segura de que la está aguardando una buena suerte.
—¿De veras? —dije yo, alargando la mano.
Ella la tomó, diciendo:
—Usted será la que se forje su propia fortuna.
—¿Acaso no se la forja todo el mundo? —pregunté.
—Ah, es usted muy lista, ¿verdad? Comprendo. Si, en efecto… con un poco de ayuda del destino, ¿eh? Tiene usted un gran futuro, ya lo creo. Conocerá a un hombre alto y moreno y surcará los mares. Y oro… sí, veo oro. Tiene usted un gran futuro, mi pequeña señorita, vaya si lo tiene. Ahora vamos a ver a la otra señorita.
Jessamy vaciló y yo le tomé la mano. Observé lo morena que era y lo mugrienta que estaba la de la gitana en comparación con la de Jessamy.
—Ooooh. Usted sí que va a tener suerte, ya lo creo. Se casará con un lord y dormirá entre sábanas de seda. Llevará sortijas de oro en los dedos… más bonitos que esta cadena que lleva —había tomado la cadena con la otra mano y la estaba examinando—. Oh, sí, tiene usted un magnífico futuro por delante.
Un hombre se había acercado. Era moreno como la mujer.
—¿Les has estado leyendo el futuro a las señoritas, Cora? —preguntó.
—Benditos corazones —dijo ella suavemente—. Querían que les dijera la buena ventura. Esta pequeña viene de la casa grande.
El hombre asintió con la cabeza. Su aspecto no me gustaba demasiado. Sus ojos eran tan penetrantes como los de un hurón; la mujer, en cambio, estaba gruesa y mostraba una apariencia apacible.
—Espero que te hayan cruzado la palma con plata, Cora —dijo el hombre.
Ella sacudió la cabeza.
Los ojillos de hurón estaban brillando.
—Oh, eso da muy mala suerte. Hay que cruzar la palma de la mano de la gitana con plata.
—¿Qué ocurrirá si no lo hacemos? —pregunté con curiosidad.
—Todo se trastornaría. Lo bueno se transformaría en malo. Oh, es una terrible desgracia… no cruzar la palma de la gitana con plata.
—No tenemos plata —dijo Jessamy, aterrada.
El hombre había acercado las manos a la cadena. Tiró de ella y el cierre se soltó. Se echó a reír y yo observé que tenía unos dientes muy feos; eran negros y parecían colmillos de animal.
Se me ocurrió pensar que los mayores tenían razón y que no era prudente adentrarse en el bosque.
El hombre sostenía la cadena en la mano y la estaba examinando con atención.
—Es mi mejor cadena —dijo Jessamy—. Me la regaló mi papá.
—Su papá es un hombre muy rico. Supongo que le regalará otra.
—Me la regaló por mi cumpleaños. Devuélvamela, por favor. Mi madre se enojará si la pierdo.
El hombre le dio un codazo a la mujer.
—Supongo que Cora se enojará si no se la damos —dijo—. Miren, ella les ha prestado un servicio. Y eso hay que pagarlo. Hay que cruzar la palma de la gitana con plata… de lo contrario, se abatiría sobre ustedes un terrible desastre. Es así, ¿no es cierto, Cora? Cora lo sabe. Ella tiene poderes. Está en contacto con los que lo saben. El diablo es también un gran amigo suyo. Y él le dice: «Si alguien no te trata bien, Cora, dímelo». Bueno, decir la buenaventura sin cruzar la palma de la gitana con plata está en contra de las normas. Pero el oro servirá… el oro servirá igual.
Jessamy se encontraba de pie como paralizada a causa del terror. Contemplaba la cadena que el hombre sostenía en su mano. Intuí que estábamos en peligro. Pude ver que los ojillos del hombre estaban estudiando nuestros vestidos, sobre todo el de Jessamy. Ella llevaba también una pulsera de oro. Afortunadamente, la pulsera se hallaba oculta bajo la manga.
Comprendí súbitamente que teníamos que alejarnos a toda prisa. Tomé a Jessamy de la mano y eché a correr con toda la rapidez que pude, arrastrándola conmigo. Por el rabillo del ojo vi que el hombre empezaba a perseguirnos.
—Déjalas —gritó la mujer—. No seas necio, Jem. Déjalas y engancha los caballos al carromato.
Jessamy estaba jadeando a mi espalda. Yo me detuve y agucé el oído. El hombre había seguido el consejo de Cora y había dejado de perseguirnos.
—Se ha ido —dije.
—Y mi cadena también —replicó Jessamy con tristeza.
—Les diremos que se ha acercado a nosotros y te la ha arrancado del cuello.
—Eso no es del todo cierto —dijo Jessamy.
«¡Santo cielo —pensé—, lo pesadas que pueden llegar a ser las personas que siempre se aferran a la verdad!».
—La ha arrancado —insistí en decir yo—. No debemos decirles que nos hemos adentrado en el bosque. Diremos simplemente que él se ha acercado y te la ha arrancado.
Jessamy estaba muy apenada. Sin embargo, fui yo quien contó la historia, ateniéndome todo lo que pude a la verdad, sin decirles hasta qué extremo nos habíamos adentrado en el bosque y eliminando el detalle de la mujer y la buenaventura.
Hubo una gran consternación… más, según pude colegir, por el hecho de que nos hubieran molestado, tal como dijo tía Amy Jane, que por la pérdida de la cadena. Enviaron a unos hombres al bosque, pero el carromato ya se había ido, si bien los surcos de las ruedas y los restos de la hoguera señalaban el lugar en el que habían estado los gitanos.
Tía Amy Jane, que gobernaba casi todos los asuntos del pueblo del mismo modo que gobernaba los de la mansión de los Seton, mandó colocar por todo el bosque unos letreros que decían «Los intrusos serán perseguidos por la ley» y, a partir de entonces, no se permitió que los gitanos acamparan allí. Me aterré al pensar que mi desobediencia había sido la causa de todo ello, pero me consolé, pensando que yo no había convertido en ladrón al gitano; éste ya lo era, por consiguiente, no creía que tuviera que preocuparme demasiado.
La que se preocupaba era la pobre e inocente Jessamy, la cual se ruborizaba cada vez que se hacían comentarios acerca de los gitanos o de la buenaventura.
Habíamos dicho una mentira, decía, y el ángel registrador tomaría nota. Tendríamos que responder de ello cuando llegáramos al cielo.
—Para eso falta todavía mucho tiempo —la consolé—. Y, si Dios es lo que yo pienso que es, no le tendrá mucha simpatía a este pequeño fisgón del ángel registrador. No es bonito espiar a la gente y anotar lo que hace en un librito.
Jessamy esperaba siempre que los cielos se abrieran y Dios me infligiera un terrible castigo. Yo solía tranquilizarla, diciéndole que Dios ya había tenido oportunidades más que sobradas de hacerlo y nada había hecho hasta entonces, lo cual quería decir que Él no me consideraba tan mala como para eso.
Jessamy no estaba muy segura. Su vida estaba llena de temores e indecisiones. Pobre Jessamy, tenía tantas cosas y parecía que nunca les sabía sacar provecho.
Yo siempre había mostrado un gran interés por Amelia Lang y William Planter. Éstos habían formado parte de la vicaría desde que yo podía recordar y siempre habían sido los mismos a lo largo de los años. Después descubrí que había «algo entre ellos, —tal como decía Janet. En cuanto lo supe, tuve curiosidad por averiguar qué era. Solía comentarlo con Jessamy y hacía toda clase de disparatadas conjeturas acerca de ellos. El nombre de William me encantaba. Se llamaba William Planter, es decir—, plantador», lo cual, le decía a Jessamy, era un nombre precioso para un jardinero. ¿Se habría convertido en jardinero porque se apellidaba «plantador» o habría sido simplemente una broma de Dios… o de quienquiera que le hubiera dado aquel apellido? Porque William pertenecía a una larga estirpe de «plantadores» y todos habían sido famosos por sus aptitudes jardineras.
Me revolcaba de risa y conseguía que Jessamy hiciera lo mismo, olvidando todas las normas de la compostura, mientras le buscaba a la gente nombres que resultaran tan adecuados como el de William Planter. Decía que la cocinera, en lugar de llamarse señora Wells, se tendría que llamar señora Hornera. El mayordomo Thomas debería poseer un apellido adecuado a su función. Al parecer, nadie conocía su verdadero apellido. Todo el mundo le llamaba Thomas. El sirviente tendría que llamarse Jack Criado. Y el cochero George Jaca. En cuanto a Jessamy, tendría que llamarse Jessamy Buena. Todo me parecía tremendamente divertido.
Me seguía interesando aquel «algo» que había entre Amelia y William. En una insólita ocasión, conseguí que Amelia me hablara de ello. Sí, había un entendimiento entre ambos, pero William jamás había hablado y, hasta tanto no lo hiciera, las cosas tendrían que seguir tal como estaban.
No podía comprender qué significaba aquello, puesto que había oído hablar a William muchas veces. No era mudo, dije yo.
—No ha hablado —insistió en decir Amelia y no quiso decir más.
Yo fui el elemento que le hizo «hablar». Conseguí que se reunieran una tarde. Hice que Amelia saliera al jardín a cortar unas rosas cuando William estaba trabajando con los rosales.
Tras haberles reunido, dije:
—William, tú no quieres hablar. Tienes que hacerlo ahora mismo. La pobre Amelia no puede hacer nada hasta que tú hables.
Ellos se limitaron a mirarse el uno al otro y Amelia enrojeció, lo mismo que William.
—¿Entonces quieres, Amelia? —dijo él.
—Sí, William —contestó Amelia.
Les observé con satisfacción, pese a que ellos no parecían percatarse de mi presencia. Pero William había «hablado» y ahora ambos estaban prometidos.
El compromiso duró varios años, pero, a partir de aquel día, se supo que William y Amelia estaban comprometidos y, al decirme Janet que eso quería decir que nadie más podría tenerles, yo comenté que no pensaba que nadie quisiera tenerles.
Le conté de qué manera había conseguido que William «hablara».
—¡Señorita Metomentodo! —dijo; pero yo supe que se estaba riendo.
Siempre había razones que impedían que Amelia y William se casaran. William vivía en una casita que se levantaba en los terrenos de la vicaría. Era poco más que una choza y no había sitio para dos personas. La boda tendría que aplazarse hasta que encontraran una vivienda.
Amelia estaba furiosa por la demora, pero se alegraba de que William hubiera hablado. Yo le recordaba a menudo que ello se había debido a mi estímulo.
Transcurrieron varios años y un día de otoño William sufrió una caída. Había colocado una escalera para recoger las manzanas de las ramas altas cuando perdió pie. Se rompió una pierna, que nunca se le puso buena. Se quedó cojo y empezó a padecer reumatismo en la pierna afectada y entonces mi padre habló con sir Timothy acerca de él.
Sir Timothy era un hombre bueno que se enorgullecía de cuidar de sus sirvientes, y los nuestros, como es lógico —a través de tía Amy Jane, claro está—, se hallaban bajo su jurisdicción.
Pronto resultó evidente que habría que hacer algo por William Planter. Sir Timothy, que, al parecer, tenía posesiones en todo el país, era propietario de una casa en el prado de Cherrington. Se llamaba la «Casa del Manzano Silvestre» por el manzano silvestre que tenía delante.
William ya no podía trabajar como antes. Recibiría, por tanto, una pensión anual, se casaría con Amelia, a la que había tenido aguardando tanto tiempo, y ambos se instalarían en el Crabtree Cottage que iba a ser suyo mientras vivieran.
William y Amelia se casaron y partieron con cierto esplendor hacia Cherrington y el Crabtree Cottage.
Amelia nos enviaba una tarjeta todas las Navidades y parecía que tanto ella como William se habían instalado en el matrimonio tan cómodamente como en el Crabtree Cottage.
Nosotros teníamos un jardinero a horas que también trabajaba en la mansión de los Seton, y una de las viudas del pueblo venía para ayudar en los trabajos de la casa en sustitución de Amelia.
Nosotras seguíamos creciendo. Jessamy me llevaba unos meses, pero yo siempre me consideraba la mayor. Teníamos diecisiete años y se hablaba de nuestra «presentación en sociedad». Eso no iba a ocurrir hasta que tuviéramos dieciocho años, y la finalidad consistiría en encontrarnos unos maridos adecuados. Antes de aquel gran acontecimiento, hubo lo que yo llamaba fiestas de escaramuza y es posible que una de aquellas fiestas, que por aquel entonces no pareció demasiado importante, fuera la que cambiara todo el curso de nuestras vidas.
Tía Amy Jane iba a invitar a varias personas a una fiesta en la casa. Iba a haber lo que ella llamaba «un pequeño baile». No, no un baile propiamente dicho, simplemente una agradable velada, una especie de ensayo, suponía yo, de la gran campaña que se iniciaría cuando Jessamy cumpliera los dieciocho años.
Yo luciría uno de los vestidos usados de Jessamy. Mi padre protestó y dijo que yo debería ir a la ciudad, comprarme la tela y decirle a la modista del pueblo que me hiciera un vestido. Ahora yo sabía que la tela que compráramos y toda la ingeniosa labor de Sally Summers no se podrían comparar con un vestido reformado del guardarropa de Jessamy, porque las prendas de Jessamy venían de Londres o Bath y no sólo eran de última moda, sin que pudieran competir con ellas todas las puntadas de Sally Summers, sino que, además, estaban confeccionadas con unos tejidos tan delicados y costosos que nosotros jamás nos hubiéramos podido permitir el lujo de comprar otros que les igualaran.
Por consiguiente, convencí a mi padre de que me sentía muy dichosa con los vestidos usados de Jessamy, diciéndole que, cuando Janet me los hubiera arreglado, nadie se daría cuenta de que los habían reformado para mí.
Era un vestido precioso… con un corpiño bastante ajustado y recogido en la cintura con una falda que se derramaba como una cascada con cientos de volantes. A Jessamy le había quedado demasiado estrecho y resultaba ideal para la transformación.
Jessamy era morena y tenía la tez un poco aceitunada; se parecía a su padre y había heredado su nariz, que era más bien grande. No obstante, su expresión era muy dulce y tenía unos preciosos ojos oscuros de gacela. Yo pensaba que, con sólo que fuera un poquito más alegre, sería muy atractiva. El vestido era de color rosa y no la favorecía a causa del color de su tez. Yo era rubia, con ojos castaño claro y unas pestañas muy largas con las puntas doradas; tenía las cejas muy bien dibujadas y de un tono algo más oscuro que mi cabello, lo cual, hacía que destacaran. Tenía la piel muy clara, una nariz ligeramente respingona y una boca ancha. Sabía que era atractiva porque la gente siempre me miraba primero a mí y después volvía a mirar. No era en modo alguno hermosa, pero tenía una alegría desbordante que apenas podía reprimir. Siempre encontraba en la vida algo tan tremendamente gracioso que necesitaba compartir la broma con alguien. Para algunas personas —para las personas como tía Amy Jane y Amelia—, aquello era un grave defecto; sacudían la cabeza y hacían todo lo que podían por refrenarlo; a otras personas, en cambio, les parecía divertido y atrayente. Lo sabía por la manera en que sonreían cuando me miraban.
Bueno, pues, allí estábamos en aquel pequeño baile que tan fatal iba a ser para mi futuro.
Me enviaron el carruaje, lo cual fue una delicadeza por parte de mi tía ya que me hubiera resultado un poco violento ir a pie desde la vicaría hasta la gran mansión, ataviada con mis mejores galas.
Llegué antes que los demás invitados y me dirigí a la habitación de Jessamy. Esta lucía un vestido azul de seda, lleno de volantes y frunces. Me apené mucho porque aquel color no favorecía a Jessamy y los volantes tampoco resultaban muy adecuados para ella. Estaba mejor con su traje de montar gris, luciendo la severa chaqueta hecha a medida y la chistera con la cinta de seda gris alrededor.
Como de costumbre, ella se alegró mucho al ver que el vestido me sentaba tan bien.
—Es encantador —gritó—. ¿Por qué será que mis cosas siempre te sientan mejor a ti que a mí?
—Querida Jessamy, eso son figuraciones tuyas —mentí yo, siendo así que nunca me había interesado la filosofía del decir la verdad a toda costa que sustentaba Janet—. Y tú estás preciosa.
—Oh, no es cierto. Todo me está estrecho. ¿Por qué engordo? Tú estás delgada como una vara.
—Hago más ejercicio que tú, Jessamy. Bien sabe el cielo que como mucho. Pero tú sólo estás agradablemente llenita. Mary Macklin decía que a los hombres les gustan las mujeres llenitas y ella tiene que saberlo.
Me reí porque Mary Macklin era nuestra ramera local a la que tía Amy Jane estaba tratando de expulsar del pueblo.
—¿Te lo ha dicho ella? —preguntó Jessamy.
—Oh, no, lo sé de oídas.
Justo en aquel momento entró tío Timothy. Llevaba dos cajitas blancas de cartón.
—Para mis niñas —dijo, mirándonos con orgullo.
En el interior de las cajas había unas orquídeas. Lancé un grito de júbilo. Era justo lo que me hacía falta para añadir un toque de elegancia a mi vestido reformado. Las orquídeas habían sido elegidas con esmero porque hacían juego con nuestros vestidos a la perfección.
Tío Timothy se quedó allí de pie como un colegial satisfecho y súbitamente pensé que era muy bueno. Les había ofrecido el Crabtree Cottage a los Planter y a mí me había regalado aquella preciosa orquídea que tan bien se conjugaba con mi vestido.
Dejé la flor sobre la mesa de Jessamy y le eché los brazos al cuello a tío Timothy, besándole con vehemencia. Y, justo en aquel instante, entró mi tía.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó.
Yo retiré los brazos y dije:
—Tío Timothy nos ha regalado unas orquídeas preciosas.
Tío Timothy se había puesto un poco colorado y había adoptado una expresión como de pedir disculpas.
—Te estás comportando con mucho alboroto. Ahora te voy a prender la flor en el vestido, Jessamy. Hay un lugar adecuado y un lugar inadecuado.
—Bueno, yo me voy —dijo tío Timothy—. Tengo que atender muchas cosas.
—En efecto —replicó mi tía fríamente.
Me acerqué al espejo y me prendí la orquídea. Estaba encantada con ella y sorprendí a tía Amy Jane dirigiéndome un par de miradas perversas.
El capitán Lauder era uno de los invitados. Tenía unos veintitantos años, suponía yo, y era alto, elegante y cortés. Era el hijo de sir Geoffrey Lauder y estaba claro que él y su familia se contaban entre los personajes más importantes, porque tía Amy Jane se mostraba muy amable con ellos.
El capitán Lauder fue presentado a Jessamy y ambos bailaron juntos. Él era encantador e hizo que Jessamy se sintiera a gusto inmediatamente, lo cual no carecía de dificultades porque yo sabía que ella se consideraba siempre inferior en cierto modo a las demás personas. En cambio, con el capitán Lauder estuvo muy animada y a mí se me ocurrió pensar que Jessamy era francamente atractiva; lo que hacía falta era alguien que la convenciera con tanta fuerza que ella lo pudiera creer.
Yo bailé mucho y pude ver de vez en cuando que tía Amy Jane me observaba con cuidado. Esperaba no haber cometido alguna incorrección porque las reuniones de aquella clase me gustaban mucho y hubiera lamentado enormemente que me excluyeran de ellas. Disfrutaba mucho en su transcurso y después me reía al recordarlas. Bailé el baile de la cena con un simpático joven que era soldado y, al dirigirnos al comedor, nos tropezamos con Jessamy y el capitán Lauder.
—Le presento a mi prima —dijo Jessamy.
El capitán Lauder se volvió a mirarme. Mientras me tomaba la mano y me la besaba, observé un brillo de admiración en sus ojos.
—Es usted la señorita Anabel Campion —dijo—. La señorita Seton me ha estado hablando de usted.
Yo hice una mueca y Jessamy se apresuró a decir:
—Sólo cosas bonitas.
—Gracias por haberte reservado el resto —repliqué. Todo el mundo se echó a reír.
Los cuatro nos sentamos juntos y fue una reunión muy alegre, pero cada vez que levantaba la mirada, los ojos del capitán Lauder estaban clavados en mí.
Cuando abandonamos el comedor, el capitán se situó a mi lado.
—Me gustaría que me concediera un baile —dijo.
—Bueno —contesté yo—, parece que ahora mismo empieza.
Bailamos juntos.
—Es usted muy hermosa —me dijo.
Eso no era cierto, pero había aprendido hacía tiempo que, cuando las personas tenían una buena opinión de una, aunque fuera errónea, era mejor que la conservaran.
—Ojalá la hubiera encontrado antes —añadió.
—Estoy segura de que habrá usted disfrutado de la velada, aun sin mi compañía.
Él se echó a reír y me dijo:
—Tengo entendido que es usted la hija del vicario.
—Oh, Dios mío, Jessamy le ha estado facilitando información.
—Le tiene mucho cariño.
—Y yo a ella. Es una persona encantadora.
—Sí, sí, ya me he dado cuenta. Pero sigo pensando que ojalá hubiera encontrado antes a la fascinante señorita Campion.
—Qué cosas tan amables dice usted.
—Parece usted dudar de mi veracidad.
—¿Debiera hacerlo? Me tengo en tan alto concepto que no se me había ocurrido no aceptar todas las cosas bonitas que usted me ha dado a entender acerca de mí.
—¿No tiene calor? ¿Vamos fuera?
Hubiera tenido que decirle que no, claro. Pero no lo hice. Estaba demasiado acalorada y quería descubrir hasta dónde podía llegar la audacia del estimado invitado de tía Amy Jane.
Fuera brillaba la media luna entre las estrellas.
—Está usted preciosa a la luz de la luna —dijo él.
—Es menos reveladora —repliqué.
Me había atraído bajo la sombra de un árbol y me estaba rodeando con sus brazos.
—Considerando fríamente la situación —dije, apartándome—, creo que debiéramos regresar al salón de baile.
—La fría consideración es imposible cuando usted está cerca de mí.
Me había apresado súbitamente en un fuerte abrazo del que no podía librarme. Y entonces sus labios se posaron sobre los míos.
Había ocurrido con mayor rapidez de lo que yo creía posible. No me apetecía estar en el jardín y ser besada a la fuerza por un hombre al que apenas conocía. Pero él era más fuerte que yo.
Entonces escuché una tos y él también debió escucharla puesto que me soltó. Para mi horror, tía Amy Jane se estaba acercando a nosotros.
—Oh —exclamó en tono sobresaltado al ver a quién había sorprendido besándose bajo uno de sus árboles.
Después añadió:
—Capitán Lauder… y… mmm… Anabel. Hija mía, vas a pillar un resfriado. Entra en seguida.
Escapé con sumo gusto. Y, mientras lo hacía, escuché a mi tía añadiendo impertérrita:
—Quiero mostrarle mis hortensias. Aprovechando que está aquí…
Me fui directamente al dormitorio de Jessamy. Estaba turbada y ligeramente arrebolada. Tenía una mancha roja en la mejilla. La rocé con cuidado. Desaparecería muy pronto.
Me arreglé y regresé al salón de baile.
Jessamy estaba bailando con uno de los terratenientes de las cercanías.
Al día siguiente, esperaba una reprimenda de tía Amy Jane. Me había visto besándome con el capitán y, siendo éste uno de sus invitados preferidos, tenía la certeza de que me echaría a mí la culpa de lo que había ocurrido. El capitán Lauder pertenecía a una familia demasiado buena y rica para haber cometido una incorrección. Era un soltero idóneo y el descubrimiento de un caballero ideal encuadrado en esta categoría era su próximo proyecto al que pensaba entregarse en cuerpo y alma. Por consiguiente, si el capitán había sido sorprendido comportándose de manera incorrecta, ello no se podía deber más que al hecho de haber sido inducido por otra persona a cometer semejante indiscreción.
Me asombró que no se me dijera ni una sola palabra, aunque de vez en cuando la sorprendiera mirándome de un modo un poco raro.
Durante algún tiempo, quise convencerme de que ella lo había olvidado. Pero tía Amy Jane jamás lo olvidaría.
Y así, cuando Jessamy y sus padres fueron a visitar el castillo de Mateland, yo no fui invitada, si bien, de no haber sido por aquel incidente, estoy segura de que lo hubiera sido ya que a menudo efectuaba visitas acompañando a Jessamy, y Jessamy siempre suplicaba que yo les acompañara. Estuve segura de que debió hacerlo en aquella ocasión, pero tía Amy Jane se mostró inflexible.
Por lo tanto, no fui al castillo de Mateland. De haber ido, las cosas hubieran rodado de otra manera. Sé que todo hubiera sido distinto y que ahora no te estaría escribiendo esto, Suewellyn. Tu vida y la mía se hubieran deslizado con más suavidad. En cuánta medida los grandes acontecimientos de nuestras vidas dependen de frágiles contingencias. La tuya y la mía hubieran podido ser tan distintas… ¡y todo por culpa de un beso no deseado bajo un roble!
Jessamy regresó del castillo de Mateland en un estado que yo sólo podía calificar de absorto. Durante algún tiempo, no logré sacarle explicación alguna; después empezó a emerger una sorprendente verdad.
Jessamy había despertado; se había animado, lo cual era lo que yo siempre había pensado que le hacía falta para resultar atractiva. El lugar de la niña desgarbada lo ocupaba ahora una joven agradable.
Como es natural, procuré arrancarle la historia sin pérdida de tiempo.
Al parecer, el castillo de Mateland era un lugar encantado. Era una combinación de Eldorado, la Utopía y los Campos Elíseos. Estaba habitado por dioses y por una diosa ocasional; y ya nada podría ser igual para Jessamy ahora que había franqueado aquellos mágicos portales.
—Jamás olvidaré la primera visión que tuve de él —dijo—. Bajamos del tren y el carruaje de Mateland nos estaba aguardando para conducirnos al castillo. Jamás olvidaré la sensación que me produjo avanzar por aquellos caminos…
—Acepto el hecho de que todo ello se te ha quedado grabado en la memoria para siempre. Ya lo has mencionado dos veces. Sigue adelante, Jessamy.
—Bueno, es lo que se piensa que debe ser un castillo. Es medieval.
—Casi todos los castillos lo son. Dejemos el castillo. ¿Qué me dices de la gente?
—Oh, la gente… —dijo Jessamy, medio cerrando los ojos y lanzando un suspiro—. Está Egmont Mateland…
¡Egmont! Es un nombre medieval que hace juego con el castillo.
—Anabel, si me interrumpes para burlarte, no te lo digo.
Me quedé asombrada. ¡Signos de rebelión en nuestra dócil Jessamy! Sí, algo había ocurrido realmente.
—Está Egmont —dije yo—. Sigue a partir de aquí.
—Es el padre.
—¿El padre de quién?
—De David y Joel. David tiene un chiquillo encantador llamado Esmond. Él será el heredero del castillo, claro.
—Qué interesante —dije fríamente, simulando una falta absoluta de interés.
—Bueno, si no quieres oírlo…
—Pues claro que quiero oírlo. Pero es que eres muy lenta.
—Muy bien, hay dos hermanos, David y Joel. David es el mayor y está casado con Esmeralda.
—Me gustan los nombres.
—Ya me estás interrumpiendo otra vez, Anabel. Si quieres oírlo…
—Quiero, quiero —dije humildemente.
—David dirige la hacienda que es de considerables proporciones. Joel es médico…
«Ah —pensé—, conque es Joel». Conocía a mi Jessamy demasiado bien como para no reconocer el cambio que se había producido en su voz al pronunciar aquel nombre. Observé, además, un leve temblor de emoción en sus labios.
—Háblame del médico —le dije.
—Es un hombre muy bueno, Anabel. Quiero decir que hace mucho bien… a muchas personas.
Advertí que mi interés decaía un poco. Había descubierto que las personas que hacen mucho bien a muchas personas se mostraban a menudo indiferentes a los individuos en particular. Les gustaban las personas en masa, no individualmente. Además, solían estar tan sumergidas en sus buenas obras que, fuera de ellas, resultaban un poco aburridas. Mi único interés por Joel residía en el efecto que éste había producido en Jessamy.
—¿Cómo? —pregunté.
—Con su trabajo, naturalmente. Tiene una casa en la pequeña localidad. El castillo está fuera de la ciudad… en plena campiña. Él vive en el castillo con su familia, claro. Los Mateland llevan siglos viviendo allí.
—Apuesto a que desde los tiempos del Conquistador.
—Te estás volviendo a burlar de ellos. No, no desde los tiempos del Conquistador. El castillo fue construido unos cien años después de la llegada del Conquistador a Inglaterra.
—Veo que te conoces la historia de la familia al dedillo. Muy loable después de una breve visita.
—Tengo la sensación de que conozco Mateland de toda la vida.
—¿El castillo o bien a sus fascinantes moradores?
—Ya sabes a qué me refiero.
—Creo que sí, Jessamy. Cuéntame más cosas del emocionante Joel Mateland.
—Es el hijo menor.
—Sí, eso ya me lo has dicho, puesto que tiene un hermano mayor llamado David, el cual tiene un precioso hijo que se llama Esmond, engendrado en colaboración con la resplandeciente Esmeralda. A ellos y al abuelo Egmont ya los tengo situados en mi mente. Ahora háblame de Joel.
—Es alto y apuesto.
—Claro.
—Toda la vida había querido ser médico. La familia se oponía porque en la familia Mateland jamás había habido un médico.
—Ciertamente que no. Demasiado aristocráticos para mancharse con una profesión.
—Vamos, deja de burlarte, Anabel. Nada sabes acerca de esta gente.
—Por suerte, tus conocimientos son tan vastos que los derramas a manos llenas. ¿Cuántos años tiene Joel?
—No es muy joven.
—Yo creía que era el hermano menor.
—Y lo es. David le lleva unos dos años. Joel había estado casado, pero no tuvo hijos. Al igual que todas las grandes familias, querían un heredero.
—¿Qué le ocurrió a la esposa de Joel?
—Murió.
—Conque viudo, ¿eh?
—Es el hombre más interesante que jamás he conocido.
—De eso ya me he dado cuenta.
—A mi madre le gustó mucho. Mi padre les había conocido en alguna parte… no recuerdo dónde. Por eso fuimos a visitarles.
—Está claro que la visita constituyó todo un éxito.
—Oh, sí —exclamó Jessamy con fervor.
«Muy significativo —pensé—. Un viudo. Tal vez la mejor clase de marido para Jessamy. ¡Y el castillo de Mateland!». Había muchas probabilidades de que tía Amy Jane lo aprobara.
Pareció que lo aprobaba porque, al cabo de aproximadamente un mes, hubo otra visita al castillo de Mateland. La visita tenía que durar tan sólo unos días, pero se prolongó y Jessamy y sus padres estuvieron ausentes dos semanas.
Cuando regresaron, una radiante Jessamy acudió a verme.
Adiviné la noticia antes de que ella me la comunicara. Se había comprometido en matrimonio con Joel Mateland. Tía Amy Jane había ganado la campaña casi antes de haberla iniciado. Ya no habría bailes de presentación en sociedad para Jessamy… y entonces comprendí con dolor que tampoco los habría para mí. Hubiera compartido los de Jessamy, pero no podía abrigar la esperanza de que los organizaran especialmente para mí.
Me encogí de hombros.
Jessamy, con su dulzura de carácter, tuvo tiempo de pensar en mí.
—Cuando esté en el castillo de Mateland, tú vendrás y te quedarás conmigo —me dijo.
Vi en sus claros ojos los planes que estaba forjando. A Jessamy siempre le había gustado compartir su buena suerte. Iba a tener el mejor marido del mundo y se complacería en buscar para mí otro que no le anduviera a la zaga.
La besé y le deseé toda la dicha del mundo.
—Es lo que te mereces, dulce Jessamy —le dije, hablando en serio por una vez.
Los Mateland no habían acudido a la mansión de los Seton. Joel estaba muy ocupado con su trabajo, me dijo Jessamy. Ella y su familia podían ir a Mateland cuando quisieran.
La boda, no obstante, se celebraría en Seton. Tía Amy Jane se entregó con frenesí al ajetreo de la preparación porque aquélla iba a ser la ocasión de superar a todo el mundo. No se repararía en gastos. A la muy deseable boda de su única hija se le tendría que conceder todo el honor y la dignidad que merecía.
Una tarde, poco después del anuncio del compromiso, tía Amy Jane acudió a la vicaría en su carruaje. Era a principios de mayo… ni calientapiés con manguito, ni sombrilla. El criado de los Seton la ayudó a descender del carruaje y ella entró directamente en la casa. Janet la acompañó a nuestro ligeramente mísero salón, en el que mi padre recibía a sus feligreses cuando éstos acudían a contarle sus problemas.
Me mandaron llamar.
Tía Amy Jane se encontraba sentada en el único sillón cómodo que había, a pesar de que sus muelles estaban también un poco hundidos. Lo más seguro era que éstos emitieran chirriantes ruidos de protesta cuando alguien se sentaba y me pregunté cómo iban a soportar el peso no despreciable de mi tía. Ésta echó un vistazo a la estancia con su habitual mirada desdeñosa, pero, en realidad, no estaba pensando en eso. Se mostraba de muy buen humor y estaba claro que la boda de su hija iba a ser uno de los grandes acontecimientos de su vida, el cual, sólo rivalizaría con el triunfo de su propia boda con sir Timothy, en el que se basaba toda su opulencia.
—Tal como sabéis —anunció—, Jessamy va a casarse.
No pude evitar murmurar:
—Ya nos hemos enterado.
Tía Amy Jane prefirió hacer caso omiso de mi impertinencia y añadió:
—La boda será un acontecimiento tan señalado como podamos lograr.
Sonrió con expresión relamida. Ello significaba que iba a ser un acontecimiento señaladísimo, tratándose de algo respaldado por la bolsa de tío Timothy, cuyo control sabía todo el mundo quién ejercía.
—Timothy y yo estamos decididos a que sea un día que ni Jessamy ni nosotros podamos olvidar jamás. Hay muchas cosas que hacer hasta el día de la boda. No sé cómo van a conseguir confeccionarle el vestido a tiempo. Pero, hablando de la ceremonia propiamente dicha… Jessamy ha hecho una petición. Quiere que tú seas su dama de honor, Anabel.
—Oh, qué amable por parte de Jessamy. Siempre piensa en los demás.
—Jessamy ha sido educada muy bien —una severa mirada a mi padre que casi no se percató de la alusión porque estaba muy ocupado recuperando las gafas que se le habían deslizado más hacia atrás que de costumbre—. El caso es que vas a ser una dama de honor. Y ahora tendremos que vestirte como es debido. Voy a ordenar que venga Sally Summers y te haga un vestido.
—Tal vez podríamos encontrar algo… —empezó a decir mi padre.
—No, James. El vestido no puede encontrarse. Tiene que hacerse. Tiene que ser absolutamente adecuado para la ocasión. He pensado en el color amarillo ranúnculo.
A mí no me gustaba el amarillo ranúnculo. No era un color que me favoreciera demasiado y tenía la sospecha de que tal vez tía Amy Jane lo hubiera elegido precisamente por esta razón.
—Jessamy prefería el color rosa concha o el azul celeste —añadió.
¡Querida Jessamy! Sabía que, de entre todos los colores, aquéllos eran los que más me favorecían.
—Supongo que ella, en su calidad de novia, será la que decida en esta ocasión —dije.
Mi tía no contestó. En su lugar, dijo:
—Sally vendrá dentro de unos días con la tela. No podemos perder tiempo. Le he dicho que se quedará aquí para confeccionar el vestido. No creo que le lleve más de un día. Tendremos la casa llena de invitados a la boda, por consiguiente, no habrá sitio para vosotros. Naturalmente, tú oficiarás la ceremonia, James, y Anabel se podrá reunir con los demás invitados en la iglesia y vendréis a la mansión para asistir a la fiesta. Los novios se irán a pasar la luna de miel a Florencia. Podréis regresar a la vicaría una vez ellos se hayan ido. Yo haré que os envíen el carruaje.
—¡Oh, tía Amy Jane, qué maravillosamente bien lo sabes organizar! —exclamé—. Todo previsto hasta el último detalle. Estoy segura de que todo saldrá a pedir de boca.
Ella me dirigió una insólita mirada de aprobación; y, cuando se fue, pensé en lo distinta que iba a ser la vida una vez Jessamy se hubiera casado, y en lo mucho que yo había dado su presencia por descontada y lo mucho que la apreciaba.
De todos modos, acudiría a visitarla en su maravilloso castillo encantado y conocería a su marido, el cual había sido capaz de obrar en ella semejante milagro.
Dos días más tarde, se recibió la tela para mi vestido. Era una suave gasa de seda azul celeste.
«¡Querida Jessamy! —pensé».
* * *
Era una mañana encantadora. Junio era el mes de las bodas. Mañana iba a ser el día de la boda de Jessamy.
En la mansión reinaría mucho ajetreo a causa de la llegada de los invitados.
—Tenemos la casa llena —declaró con orgullo tía Amy Jane—. Los Mateland acudirán en pleno y, como es lógico, toda la familia del novio se aloja en la casa.
Yo me había ofrecido a ayudar en el adorno de la iglesia y por la mañana temprano se habían recibido unas rosas de los jardines de los Seton y ahora las flores habían sido colocadas en unos jarrones con agua en el pórtico de la iglesia. Sally Summers era una artista en el arreglo de flores, aparte el hecho de ser costurera, y mi indomable tía le había encomendado aquella misión. La pobre Sally tenía los ojos tan hundidos que parecía que fueran a desaparecerle de la cara; había estado muy agobiada de trabajo en el transcurso de las dos últimas semanas.
—Yo empezaré a colocarlas —le dije—. Usted puede venir más tarde para distribuirlas. Pero será una ayuda que ya estén en los jarrones.
Sally me expresó su gratitud y aquella mañana de junio, víspera de la boda de Jessamy, me dirigí a la iglesia inmediatamente después del desayuno y me dispuse a trabajar en los adornos.
Era una mañana encantadora y me sentía alborozada. Mañana iba a ser el gran día. Quién hubiera creído posible que Jessamy se casara tan pronto. ¡La tímida y pequeña Jessamy había encontrado a un hombre de su gusto cuyo hogar era un castillo! Aunque lo compartiera con David, Esmeralda, el pequeño Esmond y el abuelo Egmont. Y el novio era médico. Qué profesión tan tranquilizadora. Una no padecería nunca misteriosas enfermedades porque él siempre sabría de qué se trataba y, ¿a quién iba a atender con más asiduidad que a su querida esposa? Oh, sí, Jessamy era como una reina de una novela. Jamás lo hubiera creído posible. En realidad, siempre había pensado que, a pesar de mis abrumadoras desventajas, iba a ser yo quien primero se casara.
Bueno, el Destino —o tía Amy Jane, lo cual estaba yo empezando a creer que era lo mismo— había decidido lo contrario. Y aquí estaba yo, delante de aquel cubo de flores de maravillosa fragancia cuyo exquisito perfume llenaba todo el pórtico de la iglesia, dispuesta a emprender una tarea… para la que no estaba realmente muy capacitada; pero tenía que ayudar un poco a la pobre Sally que estaba tan agotada.
Trasladé los cubos al interior de la iglesia y encontré los jarrones en la sacristía. Puse manos a la obra. Ordené las flores según el color, fui al pozo por más agua y empecé a arreglarlas.
Llevaba una hora trabajando, tomando cuidadosamente los tallos llenos de espinas y arreglando las flores lo mejor que podía.
Eran tan hermosas… sólo los mejores capullos serían del gusto de tía Amy Jane y yo me imaginaba los apuros que habrían pasado los jardineros desde el día en que ella había tenido la certeza de que iba a haber una boda. Adopté la decisión de que las rosas de precioso color rosado, cuya fragancia era todavía más exquisita que la de las otras, tendrían que adornar el altar. Había un jarrón especial que se utilizaba para eso. Era de metal y pesaba bastante. Cometí el error de llenarlo de agua y de colocar las flores para subir después con él los tres peldaños alfombrados que conducían al altar. Como es lógico, hubiera tenido que dejarlo en el altar y llenarlo allí. Había sido un gran esfuerzo por mi parte y no iba a invalidarlo. Estaba segura de que no podría volver a conseguir semejante efecto artístico. Por consiguiente, tomé el jarrón y empecé a subir los peldaños del altar.
No estoy muy segura de lo que ocurrió. Si oí que se abría la puerta de la iglesia y me volví y caí o bien si tropecé y caí y, en aquel momento, se abrió la puerta.
Me volví a mirar hacia la puerta, vi a un hombre de pie y el jarrón se me cayó de las manos. Las rosas estaban cayendo y pinchándome las manos e hice un supremo esfuerzo por salvar el jarrón, cosa que no logré. Caí por los peldaños. Todo sucedió en menos de un segundo. Me quedé tendida con el guardapolvo que me había puesto encima del vestido empapado de agua, las flores diseminadas a mi alrededor y el jarrón rodando por los peldaños —pum, pum, pum— y esparciendo por todas partes los preciados capullos de los Seton.
Un hombre se había acercado y me estaba mirando.
—¿Qué ha ocurrido? Me temo que la he asustado —le oí decir.
Había oído hablar a menudo de aquellos dramáticos momentos en cuyo transcurso se conoce a personas que ejercen de inmediato un efecto devastador. Yo jamás había creído semejante cosa. Era necesario conocer a las personas antes de estar en condiciones de juzgar si éstas iban a ser del propio agrado. Eso era lo que siempre había creído. Los sentimientos profundos tienen que desarrollarse.
Sin embargo, algo me ocurrió en aquellos peldaños del altar. Este algo significaba que estaba acercándome al final de mi despreocupada adolescencia en la que, por mucho que me esforzara, cualquier cosa se convertía en una broma. Estaba a punto de ocurrir algo que no era una broma en absoluto.
Observé que era alto y que tenía el cabello oscuro y cejas bastante pobladas. Era en cierto modo un rostro inescrutable que yo hubiera deseado, sin embargo, seguir contemplando indefinidamente.
Debí permanecer tendida, mirándole, tan sólo unos segundos, pero a mí me pareció mucho rato. Después él se arrodilló a mi lado y me ayudó a levantarme.
—He derramado el agua sobre la alfombra —dije.
—Sí, en efecto. Pero vamos a ver si está usted bien.
Vamos, levántese.
Así lo hice.
—¿Está bien? —me preguntó.
—Me duele un poco el pie.
Él se arrodilló y me tocó el tobillo. Su tacto era firme y delicado a un tiempo.
—Apriete —dijo—. Y ahora… apoye todo el peso del cuerpo. ¿Está bien?
—Muy bien —contesté.
—No hay huesos rotos. ¿Qué tal la muñeca? Me parece que se ha dado un golpe ahí.
Me miré las manos. Había sangre en ellas.
—Sólo un par de pinchazos de las espinas —dije, extendiendo la mano y moviéndola.
Él sonrió y, por primera vez, recordé lo desaliñada que debía parecer con aquel guardapolvo que me estaba demasiado grande y el cabello escapándoseme de las horquillas.
—Gracias —dije.
—¿Lo recogemos? —preguntó. Se agachó y recogió el jarrón—. No ha sufrido desperfectos.
—Así lo espero. Es uno de los mejores de la iglesia.
—Es muy bonito. ¿Dónde quiere ponerlo?
—En el altar. Pero ahora tendré que llenarlo de agua y volver a colocar las rosas.
—Yo que usted, no volvería a intentar subir los peldaños con el jarrón lleno.
—He sido una estúpida, pero lo he hecho sin pensarlo.
Él colocó el jarrón sobre el altar y yo me agaché para tomar el cubo de agua. Él me lo quitó y lo llevó hasta el altar. Empecé a colocar las rosas de una forma que hubiera aterrado totalmente a Sally Summers.
—Va a haber una boda aquí mañana —dije—. Estoy arreglando la iglesia. No sé hacerlo muy bien, como usted puede ver, pero ya lo arreglarán como es debido antes de que llegue el día. Habrá entrado para visitar la iglesia, ¿verdad?
—Sí, es una iglesia antigua muy bonita.
—Normanda. En parte, por lo menos. Mi padre tendría mucho gusto en acompañarle en la visita. Se conoce toda la historia al dedillo.
—O sea, que es usted la hija del vicario —dijo él, estudiándome con atención.
—Sí.
—Bueno, pues, me alegro de conocerla. Lamento tan sólo que mi llegada le haya causado tantas molestias.
—Lo puede usted atribuir a mi imprudencia.
—¿Está usted bien ahora?
—Muy bien, gracias.
—¿Un poco aturdida tal vez?
—No. Me he caído muchas veces en mi juventud.
—¿Tiene usted muchas otras cosas que hacer con las flores? —me preguntó, sonriendo.
—Muchísimas, pero no tendré más remedio que irme. La modista va a venir de un momento a otro y no quiero hacerla esperar. Tiene muchas cosas que hacer y, además, es la florista local y no sólo tiene que procurar que yo esté bien para el Gran Día sino que tiene que encargarse también de que mi miserable obra resulte presentable.
—Bueno —dijo él—, no debo entretenerla.
—Me hubiera encantado enseñarle la iglesia —dije en tono pesaroso porque, en aquella fase, aún no había aprendido a disimular mis sentimientos y me sentía extraordinariamente emocionada por alguna razón que entonces no alcanzaba a comprender ya que, a pesar de tratarse de un hombre apuesto, había conocido a otros hombres apuestos y mi conversación con ellos no había sido especialmente brillante. En realidad, me sentía mucho más cohibida que otras veces. Sólo sabía que me sentía muy emocionada y me alegraba mucho de que él hubiera entrado en la iglesia.
—Quizás otra vez —dijo.
—¿Viene usted a menudo por aquí?
—Es la primera vez —me dijo—. Pero volveré. Y, cuando lo haga, la buscaré y le haré cumplir su promesa.
Salimos juntos de la iglesia. Él se inclinó y volvió a ponerse el sombrero que se había quitado al entrar en la iglesia. Iba enfundado en un atuendo de montar y se acercó al caballo que había dejado atado junto a la entrada con cobertizo.
Yo entré en la vicaría. Sally Summers ya estaba allí, mirando nerviosamente el reloj de pared.
—No se preocupe, Sally —dije—. He estado en la iglesia. Le he preparado el agua y he colocado algunas flores en jarrones. No como deben colocarse, claro, pero ahora le será más fácil ordenarlas.
—Oh, gracias, señorita Anabel. Ahora déjeme ver qué tal le sienta el vestido. Ayer estuve en la mansión para ver a la señorita Jessamy. Está preciosa.
Me había quitado el guardapolvo y la ropa vieja y me había puesto el vestido de gasa de seda azul.
—Santo cielo, señorita Anabel —gritó Sally—, tiene sangre en las manos.
—Me he pinchado con los tallos de las rosas. He tropezado en los peldaños y se me ha caído el jarrón con las flores y todo.
Sally se agitó y me dijo:
—No quiero sangre en este vestido, señorita.
—Ahora ya he dejado de sangrar —le dije en tono soñador.
Allí estaba yo, deslumbrante con mi vestido de dama de honor de la novia y pensando que ojalá aquel desconocido pudiera verme ahora.
Miré hacia el futuro y le vi llegando a la iglesia. «¿Está por aquí la hija del vicario? Me prometió enseñarme la iglesia».
Y pasearíamos juntos y él volvería una y otra vez.
Imaginaba lo que estaría ocurriendo en la mansión aquella mañana. Todo el mundo estaría corriendo de un lado para otro y tía Amy Jane sería como un capitán en el puente de su barco, vigilando para que se cumplieran las órdenes.
¿Y Jessamy? Se despertaría temprano, eso si es que había conseguido dormir.
Le llevarían una bandeja. El traje de novia —orgullo del corazón de Sally Summers— aparecería colgado en su armario. Se iniciaría el ritual del acicalamiento y Jessamy se transformaría en una preciosa novia.
Yo hubiera tenido que estar allí. Tía Amy Jane se había mostrado muy mezquina al excluirme. Yo era la confidente natural de Jessamy. Había compartido sus secretos infantiles. Era lógico que ella quisiera hablar conmigo. Y yo quería saber muchas cosas. Estaba segura de que Jessamy desconocía por completo los deberes del matrimonio. No es que yo supiera muchas cosas a este respecto, pero mantenía los oídos atentos y los ojos abiertos, y había logrado adquirir una considerable información.
La mañana fue transcurriendo lentamente. Mi padre estaba nervioso. Iba a realizar la importante tarea de dirigir el servicio y oficiar la ceremonia.
—Es una boda como otra —le dije yo para consolarle. Más tarde recordaría aquellas palabras.
Me sentí muy satisfecha al mirarme al espejo. El vestido de la dama de honor de la novia era muy bonito. Raras veces había lucido un vestido confeccionado especialmente para mí. Me sentía muy importante.
Al final, llegó la hora de ir a la iglesia. Yo tendría que aguardar allí la llegada de la novia. Y allí estaba ella acompañada de tío Timothy… con un aspecto… sí, la única palabra es radiante, con su traje de raso blanco y el largo velo y las flores de azahar en el cabello.
Me vio y esbozó una sonrisa mientras yo abandonaba el último banco para seguirla a ella y a tío Timothy hasta el altar.
Los invitados estaban llegando… los de la novia a un lado, los del novio al otro. Nuestra pequeña iglesia se iba a llenar de gente muy importante.
Entonces vino el novio. Y no tengo que decirte quién era, Suewellyn, porque ya lo habrás adivinado. Era el hombre que había conocido en la iglesia el día anterior. Era Joel Mateland que iba a ser el marido de Jessamy.
No pude comprender entonces mis emociones, pero más adelante iba a tener ocasión de analizarlas. Sólo fui consciente de una pesada nube de depresión, abatiéndose sobre mí. Cada vez que aspire el perfume de las rosas recordaré aquel instante en la iglesia en que él se adelantó para situarse al lado de Jessamy. Y escucharé las voces de ambos pronunciando los juramentos.
Y, a partir de entonces, supe que nada iba a volver a ser igual.
Recuerdo vagamente haberle visto avanzar por el pasillo central, llevando a Jessamy del brazo. Puedo recordar la fiesta de la boda en la mansión. Toda la gente, todo aquel esplendor y Jessamy en medio de todo aquello, rebosante de encanto y felicidad y, en todas partes, la opresiva fragancia de las rosas.
Él se me acercó y me preguntó:
—¿No ha habido ninguna mala consecuencia?
—Ah, la caída —dije, tartamudeando—. Gracias, no. Lo había olvidado.
—El vestido la favorece mucho —me dijo.
—Gracias. Es un poco distinto al guardapolvo que llevaba puesto.
—Aquello también la favorecía —dijo él.
Estábamos manteniendo una conversación muy extraña para ser el novio y la dama de honor de la novia.
—No tenía idea de que fuera usted el novio —me oí decir.
—Yo jugaba con ventaja. Sabía quién era usted.
—¿Por qué no se presentó?
No le dio tiempo a contestar porque Jessamy se había acercado.
—Ah, os estáis conociendo —dijo—. Ésta es mi prima Anabel, Joel.
Me pareció que pronunciaba el nombre de su marido con cierta timidez.
—Sí, lo sé —contestó él.
—Espero que os gustéis el uno al otro.
—Ya nos gustamos. Pero tal vez no debiera hablar en nombre de Anabel.
—Puede hacerlo —dije yo—. Es verdad.
Tía Amy Jane se estaba acercando a nosotros.
—Bueno, vosotros dos…
Se mostraba muy altanera en su nuevo papel de suegra. En lugar de resultarme ligeramente divertida como otras veces, ahora la odié con toda el alma.
Era injusto, pensé. No, no lo era. Hubiera tenido que llevarme al castillo. Entonces le hubiera conocido antes. ¿Qué estaba pensando? ¿Qué me había ocurrido? Lo sabía muy bien. Estas cosas ocurren a veces. Había algo en él que me atraía y me inducía a reír y a llorar al mismo tiempo. Es algo que ocurre de vez en cuando, aunque no con frecuencia. Y a mí me había ocurrido demasiado tarde.
Los días transcurrieron lentamente después de la boda. Me sentía deprimida. Echaba de menos a Jessamy mucho más de lo que hubiera creído posible. Me fui a la biblioteca de mi padre y leí un libro sobre Florencia. Me imaginaba allí… con él. Trataba de imaginarme a Jessamy allí. Jamás le habían interesado demasiado las obras de arte. Me los imaginaba paseando por las orillas del Arno, donde Dante había conocido a Beatriz. Me los imaginaba comprando pulseras con piedrecillas incrustadas en el Ponte Vecchio.
—¿Qué le ha ocurrido de repente? —Me dijo Janet—. Se parece a todo un mes de domingos de lluvia.
—Es el calor —dije porque hacía calor de verdad.
—Es la primera vez que veo que eso la afecta —replicó ella—. Yo creo que está celosa.
Santo cielo, Janet siempre ponía el dedo en la llaga y no vacilaba en decir la verdad.
—No digas sandeces —le contesté.
Pasó agosto. La fiesta de la iglesia ocupó buena parte de nuestro tiempo. Se celebró en los jardines de la mansión de los Seton.
—El año pasado —dijo tía Amy Jane con satisfacción—, Jessamy estaba aquí para ayudarnos.
Traté de sumergirme en la vida del pueblo, pero mi corazón estaba lejos. No es que ello me hubiera interesado demasiado en otros tiempos, pero antes todo me resultaba gracioso. Ahora se me antojaba infinitamente aburrido.
A principios de septiembre, Jessamy regresó a casa para pasar una semana con los suyos. Yo sabía que iba a venir y estaba deseando verla. Me pregunté qué sentiría cuando volviera a ver a Joel.
No fui invitada a la mansión de los Seton.
—Jessamy querrá estar algún tiempo con sus padres —dijo tía Amy Jane—. Nada de intrusos… ni siquiera la familia.
Se mostraba circunspectamente satisfecha de aquel matrimonio.
Pero era propio de Jessamy aprovechar la primera oportunidad para venir a verme. Vino a caballo, luciendo un precioso atuendo de montar azul oscuro y un elegante sombrero adornado con una pequeña pluma azul.
No cabía la menor duda de que era feliz. Nos abrazamos.
—Oh, Jessamy, ha estado todo muy triste sin ti.
—¿De veras, Anabel? —dijo ella, asombrada.
—Nosotros nos hemos quedado aquí, distribuyendo tazas de té en la fiesta al aire libre… a penique la taza, pero todo con buen fin, mientras tú estabas en la romántica Italia con tu príncipe azul. Deja que te vea, mi bella durmiente despertada por un beso.
—Qué tonterías dices, Anabel… como siempre. Estaba bien despierta, te lo puedo asegurar. —Estaba contenta—. De otro modo, no hubiera visto a Joel.
—¿Y es exactamente tal como tú te lo habías imaginado?
—Oh, lo es… lo es.
—¿Por qué no le has traído para que le viéramos?
—No está aquí. Tiene su trabajo, ¿sabes, Anabel?
—Claro. Y no le importa que tú vengas.
—Oh, no. Él me lo aconsejó. Me dijo: «Todos querrán verte, tu padre y tu madre y tu prima…». Te mencionó a ti, Anabel. Creo que le causaste muy buena impresión. Al caerte por los peldaños del altar. Puedes creerlo.
—Sí, lo creo. Debía ofrecer un aspecto bastante curioso, con un guardapolvo de Sally todo mojado, el cabello medio suelto y rodeada de rosas.
—Me lo contó. Le hizo mucha gracia. Dijo que le habías parecido muy…
—¿Muy qué?
—Graciosa y… atractiva.
—Veo que te has casado con un hombre de criterio.
—Tiene que serlo puesto que me eligió.
Oh, sí, Jessamy había cambiado. Tenía aplomo y seguridad. Él se los habría infundido. ¡Afortunada Jessamy!
—Hay tantas cosas que quiero que me cuentes —le dije—. Quiero que me hables de Florencia y de las lunas de miel y de la vida en el castillo encantado.
—Te veo interesada, Anabel.
—Pues claro que estoy interesada.
—Voy a sugerirte una cosa.
—¿Qué?
—Cuando regrese, vendrás conmigo.
—¡Oh, Jessamy! —exclamé.
Era como si se hubieran encendido muchas luces a mi alrededor. Alegría… alegría indescriptible, y después, avisos. No, no. No debes ir. ¿Por qué no? Ya sabes por qué.
—¿No quieres venir, Anabel? —La voz de Jessamy reflejaba decepción—. Te veía tan interesada.
—Lo estoy, pero…
—Pensaba que te encantaría venir. Precisamente me estabas contando lo aburrido que es todo lo de aquí…
—Bueno, es que… ¿Crees que debo?
—¿Qué demonios quieres decir?
—Sois recién casados y todo eso. Sería la tercera en discordia…
—No es así en absoluto —dijo ella, rompiendo a reír—. No estamos solos en una casa propia. Vivimos en el castillo y están todos los demás. No es que vea a Joel demasiado.
—Ah, ¿no le ves demasiado?
—Tiene una casa en la ciudad. Allí es donde trabaja. A veces, se queda en la ciudad. A veces me siento un poco sola.
—¿Sola? ¿Y qué me dices de David y Esmeralda, por no hablar del pequeño Esmond y del abuelo?
—El castillo es muy grande. Tú nunca has vivido en un castillo, Anabel.
—No, en efecto. Tú tampoco habías vivido en uno hasta que contrajiste este brillante matrimonio.
—No hables de esta manera.
—¿Cómo?
—Como si te burlaras.
—Ya conoces mi impertinencia, Jessamy. Nada significa. En modo alguno quisiera burlarme de tu matrimonio. Mereces ser feliz. Eres muy buena persona.
—No digas tonterías —replicó Jessamy.
Le di un beso.
—Te has vuelto sentimental —me dijo ella.
—Jessamy —contesté—. Iré contigo.
Como es natural, había que resolver muchas cosas.
—Sí, tienes que ir —me dijo mi padre—. Te sentará bien. No has sido tú misma últimamente.
—¿Te las podrás arreglar sin mí?
—Claro. Hay muchas personas dispuestas a ayudarme en el pueblo.
Era cierto. En su calidad de viudo, mi padre siempre solía ser objeto de las atenciones de una interminable corriente de damas maduras o ancianas, deseosas de congraciarse con él. Jamás comprendió sus razones y pensaba que las movía su interés por la iglesia. Era un hombre muy inocente. Yo no me parecía a él en absoluto.
Necesitaría ropa nueva, dijo Jessamy y vino con todo un montón de vestidos.
—Los estaba clasificando —dijo—. Iba a tirarlos.
Janet se puso muy contenta y dijo que estaba deseando poner manos a la obra. Se mostraba muy favorable a mi visita a Mateland. Creo que, aunque no me lo demostrara, me quería y pensaba que mi única oportunidad de conseguir un marido adecuado tendría que pasar por Jessamy. Había estado esperando que me organizaran bailes de presentación en sociedad, compartidos con Jessamy, claro, y estaba segura de que yo iba a ser la que obtuviera pretendiente.
Tía Amy Jane no estaba muy convencida.
—Espera un poco —dijo—. Que Anabel te visite más adelante.
Pero, por una vez, Jessamy se mostró inflexible y una dorada mañana de septiembre ella y yo nos sentamos una al lado de otra en un vagón de primera para dirigirnos a Mateland.
Había una parada especial en Mateland y se podía ver en el andén un letrero que anunciaba el Castillo de Mateland. Al apearnos, ya nos estaba aguardando un carruaje con un hombre con librea. Éste se inclinó en una reverencia y se hizo cargo de nuestro equipaje de mano.
—El resto lo recogerá el carro, señora —le dijo a Jessamy.
Pronto enfilamos al trote el camino que conducía al castillo. Jamás olvidaré la primera visión que tuve del mismo. Tú ya lo has visto, Suewellyn. Te lo mostré y te impresionaste tanto como yo. Por consiguiente, no es necesario que te lo describa con detalle. No hace falta que te hable de la magnificencia de aquellos gruesos muros de piedra, de la impresionante puerta fortificada, de las torres con sus matacanes y de las angostas ventanas.
Me entusiasmó. Había una bruma dorada en el aire y tuve la impresión de encontrarme en el umbral de un emocionante drama en el que iba a interpretar un destacado papel.
—Veo que te ha impresionado el castillo —dijo Jessamy—. Impresiona a todo el mundo. Cuando lo vi por vez primera, me pareció algo salido de uno de aquellos cuentos de hadas que solíamos leer, ¿te acuerdas?
—Sí. Siempre solía haber en ellos una princesa cautiva a la que había que rescatar.
—Y las princesas eran todas muy hermosas y tenían una larga cabellera rubia. Del mismo color que la tuya, Anabel.
—Me parece que no encajo demasiado bien en este papel. La princesa eres tú, Jessamy. Despertada de tus años de sueño en Seton por el beso del príncipe Joel.
—Oh, me alegro de que hayas venido, Anabel.
Cruzamos la puerta fortificada y penetramos en un patio. Se acercaron a toda prisa unos criados y nosotras descendimos del carruaje.
—Gracias, Evans —dijo Jessamy en tono mesurado. Me parecía que la vida en el castillo le sentaba muy bien.
Tú has visto el exterior del castillo, Suewellyn, pero no el interior. Puedes creerme, el interior resulta análogamente seductor. El pasado parece asaltarte y envolverte cuando entras en el vestíbulo. No me sorprende que todos los Mateland reverencien aquel lugar. Tiene muchos siglos de existencia. Fue construido por uno de sus antepasados hace muchísimos años, pese a que en el siglo XII era poco más que una fortaleza. Se le han ido añadiendo otras construcciones a través de los tiempos. Creo que ellos aman todas sus piedras y lo han cuidado y embellecido. Es su hogar y su orgullo. Incluso yo empecé a experimentar en cierto modo los efectos de su magnetismo, a pesar de que mi relación con él estaba teniendo lugar a través de Jessamy, casada con uno de los miembros de aquella familia.
El vestíbulo resultaba impresionante con sus muros de piedra bellamente labrada en los que aparecían colgadas unas armas. Había también varias armaduras que habían pertenecido a distintos miembros de la familia. Parecían unos centinelas que estuvieran montando guardia. El techo de vigas de madera era muy bonito y, hacia el fondo, había una galería de juglares; al otro lado se encontraban las rejas y, junto a la galería, se podía ver una hermosa escalinata. Jessamy me miraba por el rabillo del ojo para comprobar qué efecto me estaba produciendo el castillo, pero hasta yo me había quedado muda de asombro.
—Te llevaré a tu habitación —me dijo—. Está cerca de la mía. Ven conmigo.
Cruzamos el vestíbulo y nos dirigimos hacia la escalinata, en lo alto de la cual había una larga galería.
—Es la galería de los retratos. Aquí están colgados los retratos de los miembros de la familia, ilustres o no.
No me digas que hay Mateland que «no» son ilustres.
—Muchísimos —dijo ella, soltando una carcajada. Yo hubiera deseado quedarme un poco, pero ella me apremió.
—Ya tendrás tiempo de verlo —me dijo—. Ven. Quiero enseñarte tu habitación.
—¿Saben que ibas a volver? ¿Saben que vengo yo?
—Saben que iba a volver. No les dije que venías tú. Tú no lo dijiste enseguida.
—Tal vez no me quieran aquí.
—Te quiero yo —dijo ella, abrazándome.
—Es una casa un poco rara, ¿verdad?
—Creo que lo parece porque es muy grande. Cada cual va a lo suyo. Nadie se mete con nadie. Eso da muy buen resultado. He pensado que no te gustaría sentirte aislada en el castillo. Por eso tu habitación está cerca de la mía.
—Tienes razón. No me gustaría sentirme aislada. Imaginaría que todos estos Mateland buenos y malos, muertos hace tiempo, se me iban a aparecer.
—Tú siempre imaginabas cosas. Más tarde te lo enseñaré todo… la biblioteca, la galería larga, la armería, el comedor, el salón, la sala de música… todo.
—No me sorprende que a tu madre le gustara este lugar y lo considerara un digno marco para su estimada hija.
—Oh, a mi madre le gustó en cuanto lo vio.
—A su lado, la mansión de los Seton parece la casita de un bracero del campo.
—Vamos, ya será menos.
—No, claro que no. Eso es injusto con la vieja y querida mansión de los Seton. Seton es encantador. Pero no estoy muy segura de si lo preferiría a un castillo. Este lugar tiene algo. Casi parece que esté vivo.
—Ya basta de fantasías… Ésta es tu habitación.
Miré a mi alrededor. Era de forma circular. Había tres altas y angostas ventanas con unos cortinajes de terciopelo escarlata, una cama con cuatro pilares y cortinas doradas, cubierta por una colcha de color dorado, un gabinete con una palangana y un aguamanil. Unas alfombras persas cubrían el pavimento de baldosas de piedra; había una mesa y un pequeño escritorio, unas sillas y varias alacenas. Me pareció que la habitación estaba muy bien amueblada.
—Nos encontramos en la torre frontal cilíndrica de la parte occidental —me dijo Jessamy mientras yo miraba a través de una ventana.
Pude ver prados, laderas cubiertas de hierba y bosques en la lejanía.
—Yo… estamos un poco más abajo, en el pasillo.
—¿Puedo ver tu habitación? —dije de repente y pensé enseguida que ojalá no lo hubiera dicho.
No quería ver la habitación que ellos ocupaban. Quería olvidarme de ellos por completo.
—Pues claro. Ven a verla.
La seguí unos tres pasos corredor abajo. Ella abrió la puerta de par en par. Era una vasta y hermosa habitación con una gran cama adornada con preciosas colgaduras de seda. Había un tocador, unas sillas y dos grandes armarios; y un gabinete similar al mío.
Yo no hacía más que imaginarlos juntos y hubiera deseado borrar de mi mente aquella imagen. Me hacía sentir desdichada.
Me volví para regresar a mi habitación.
—¿Dónde están los demás? —pregunté.
—Ah, David y Esmeralda se encuentran en el ala este. Nos reunimos a las horas de las comidas.
—¿Y el abuelo?
—Tiene sus propios aposentos. No los abandona muy a menudo. Anabel, hay algo sobre lo que debo advertirte.
—¿Si?
—Se trata de Esmeralda. Está inválida. Lo está desde hace algunos años. Tiene alguien que le hace compañía.
—Oh, no me la imaginaba inválida.
—Sufrió una caída de caballo hace unos dos años. Se pasa casi todo el tiempo en una silla. La atiende Elizabeth.
—¿Elizabeth?
—Elizabeth Larkham. En realidad, es más bien una amiga. Es viuda. Tiene un hijo… Garth. El hijo está en una escuela. Viene aquí durante las vacaciones para estar junto a su madre. Mira… es como un miembro de la familia. Ya les conocerás a todos a la hora de cenar.
—¿Y… tu marido?
—También estará, creo.
Llamaron con los nudillos a la puerta.
—Ah, te están subiendo el equipaje. ¿Quieres lavarte? Te subirán agua caliente. Después tal vez te apetezca descansar un poco. Comeremos en el comedor pequeño. Yo te acompañaré allí cuando estés lista. Al principio, te perderías por el castillo. Yo solía perderme.
Vino mi equipaje y con él una criada que me traía agua caliente.
Saqué un vestido —uno azul con el corpiño ajustado y la falda bastante amplia—, uno de los vestidos reformados de que constaba mi vestuario. Era un vestuario bastante grande y el único vestido especialmente confeccionado para mí era el de gasa de seda azul de dama de honor de la novia.
Me lavé, me tendí un rato en la cama y pensé en lo extraño que resultaba aquello y en la rapidez con la cual todo había ocurrido. El año pasado por aquellas fechas, desconocíamos el nombre de Mateland. Ahora estábamos emparentados con la familia. Y, mientras permanecía tendida, me pregunté qué iba a ocurrir cuando volviera a ver al marido de Jessamy. Sólo le había visto un par de veces: una vez cuando estaba arreglando las flores en la iglesia y otra coincidiendo con la boda; y, sin embargo, podía recordar todos los detalles de su rostro, su inquisitiva y penetrante mirada, como si yo hubiera ejercido en él un efecto análogo al que él había ejercido en mí.
Mi anhelo de verle era casi insoportable, pese a lo cual, yo era consciente de unas voces de advertencia en mi interior.
«No debías haber venido —me decían».
Pero, como es natural, tenía que aceptar la invitación de Jessamy a su nuevo hogar. Incluso tía Amy Jane aprobaba que lo hubiera hecho.
Llamaron a la puerta.
—¿Estás lista? —dijo Jessamy—. Qué guapa estás.
—¿Lo reconoces? —le pregunté.
—Sí, pero a mí nunca me había sentado tan bien.
—Ahora te sentaría. Estás muy bonita. El matrimonio te favorece, Jessamy.
—Sí —dijo ella—, creo que sí —me tomó del brazo—. Mañana te enseñaré el castillo.
—Eres como la soberana de todo lo que inspeccionas.
—Oh, no. Yo no. El señor del castillo es más bien el abuelo Egmont… y, después de él, David. Y después Esmond. Ellos son los soberanos. Nosotros estamos al margen. Recuerda que Joel no es más que un hijo menor.
—Me parece que amas tu viejo castillo.
—Se llega a amar, ¿sabes, Anabel? Tal vez tú no puedas percibirlo… porque no eres una Mateland, pero está ahí. Han luchado por él en el pasado… han dado la vida por él.
—No me cabe duda. Bueno, tú te has convertido en uno de ellos, mi querida prima. Cuánto hay que andar.
—Te he dicho que era un castillo muy grande.
—Estoy deseando explorarlo.
—Algunos sectores son horribles. Las mazmorras y cosas por el estilo.
—Mi querida Jessamy, hubiera sufrido una espantosa decepción si no hubiera habido mazmorras.
Habíamos llegado a una puerta enmarcada en un arco de piedra apuntado y escuché unas voces al otro lado. Jessamy levantó la aldaba y entró. Yo la seguí.
No era una habitación muy grande. La chimenea estaba encendida y ello confería un aire acogedor a la estancia. Había varias personas y, al entrar nosotras, un hombre se levantó y se nos acercó.
En realidad, no era como el Joel que había turbado mis pensamientos desde la primera vez que le había visto, pero tenía cierto parecido con él, por lo que comprendí de inmediato que era David, el hermano mayor y heredero del castillo. Tenía el cabello oscuro y unos brillantes ojos negros. Me tomó las manos y las estrechó con firmeza.
—Bienvenida a Mateland —me dijo—. He sabido inmediatamente quién era usted, señorita Anabel Campion. Jessamy nos ha hablado de usted.
—Y usted debe ser…
—David Mateland. Tengo el honor de ser el cuñado de su prima.
Me había tomado del brazo. Sus manos eran cálidas, casi acariciadoras.
—Aquí la tienes, querida. Anabel, la prima de Jessamy. Supongo que podemos llamarla Anabel, ¿verdad?, forma parte de la familia.
Conque aquélla era Esmeralda, la del nombre deslumbrante. No hubiera podido imaginarme a una persona menos parecida a una piedra preciosa. Estaba pálida y tenía el cabello de un castaño polvoriento. Sus claros ojos azules aparecían hundidos y me pregunté si padecería muchos dolores. Tenía las piernas cubiertas por una manta de pelo de color azul y sus finas manos de venas azuladas descansaban flácidamente sobre la misma.
—Nos alegramos de tenerla en el castillo —me dijo—. Será muy agradable para Jessamy. Elizabeth querida, ven, a saludar a Anabel.
Una mujer joven de elevada estatura había entrado en la habitación. Debía andar por los treinta. Era esbelta y llevaba el lustroso cabello oscuro con raya en medio y recogido en moño en la nuca. Tenía unos grandes ojos azules un poco adormilados y unos gruesos labios rojos que desentonaban en cierto modo con el resto de su cara. Tenía una nariz fina que le confería un aspecto severo. Era un rostro interesante.
Me tendió la mano y estrechó la mía con fuerza.
—Hemos oído hablar mucho de usted a través de Jessamy —dijo—. Ella estaba decidida a que viniera a pasar aquí una larga temporada.
—Siempre hemos sido muy buenas amigas, aparte el hecho de ser primas —dije.
Sus ojos me estaban estudiando e imaginé que en aquellos soñolientos ojos azules brillaba un destello de reflexión.
—¿Dónde está Joel? —Preguntó David—. ¿Va a venir?
—Sabía que yo regresaba hoy —dijo Jessamy—. Estoy segura de que vendrá.
—Así lo espero —dijo David—. No lleva casado el tiempo suficiente para permanecer lejos de casa. Vamos a tomar un trago mientras le esperamos. No sé si a la señorita Anabel le apetecería probar nuestra Copa Mateland. Es una elaboración especial, se lo aseguro, señorita Anabel.
—Gracias —dije—. La probaré.
—No bebas demasiado, Anabel —me advirtió Jessamy—. Es muy fuerte.
—No debías haberla avisado —dijo David—. Quería ver abrirse de par en par las puertas de su comedimiento y ver emerger a la verdadera Anabel.
—Le puedo asegurar que en estos momentos soy yo misma —dije—. No hay ninguna otra a la que se pueda dar salida.
Él se acercó y advertí que sus ojos se posaban en mí. Me estaba poniendo un poco nerviosa.
—¿De veras? —dijo—. Me ha parecido desde un principio que era usted una dama muy singular.
Elizabeth Larkham me ofreció una copa de peltre con la bebida especial de Mateland.
—Estoy segura de que le va a gustar —me dijo—. La elabora el propio David. No permite que lo haga alguien más.
—Sólo yo conozco la fórmula mágica —dijo él, mirándome a los ojos.
—Me interesará probarla —dije, acercándome la copa a los labios.
—Estoy pendiente de sus palabras —me dijo.
—Es buena… muy buena.
—Entonces termínesela y tome otra.
—Me han hecho una advertencia —le recordé. Hizo una mueca y Jessamy se acercó a mí.
—Yo nunca bebo demasiado —me dijo.
—Yo tampoco voy a hacerlo.
Ella me dirigió una leve sonrisa de inquietud. «Querida Jessamy», pensé. Se merece todo lo mejor. Un castillo, un marido que la ame y al que ella ame. Era indudable que todo el mundo tenía que querer a Jessamy.
Cuando nos dirigíamos a cenar, llegó Joel.
Me tomó la mano y noté que un estremecimiento de emoción me recorría el cuerpo. Me pareció que nos mirábamos el uno al otro más tiempo de lo que suele ser costumbre en estos casos, pero tal vez fueran figuraciones mías.
—Me alegro de que haya venido —me dijo.
—Gracias. Y yo me alegro de estar aquí.
Nos fuimos a cenar. Me senté a su lado y raras veces me había sentido tan emocionada en toda mi vida.
—Espero que no hubiera complicaciones —me dijo.
—Me quedé perpleja un instante y él añadió:
—La caída. El tobillo… la muñeca…
—Oh, no. No las hubo.
Y entonces pensé: «Eso no es cierto. Hubo complicaciones, pero no las puedo mencionar porque no creo que algo vuelva a ser exactamente igual que antes».
—La primera vez que la vi, la señorita Campion se encontraba tendida sobre los peldaños del altar —les dijo él a los demás.
—Eso tendrá sin duda un significado —dijo David.
—Yo estaba rodeada de rosas.
—¿Una especie de cordero del sacrificio?
—En modo alguno. Lucía un enorme guardapolvo. Mire, estaba disponiéndome a adornar el altar.
—Ah, quería hacer una buena obra.
—Para la boda de Jessamy —añadí.
—Las flores eran preciosas —exclamó Jessamy—. Jamás olvidaré el perfume de aquellas rosas.
—Estoy seguro de que se debieron arreglar muy artísticamente —dijo David.
—En efecto, pero no por obra mía. Mi talento en este sentido es nulo.
—Pero, en cambio, sabe caer muy bien por los peldaños del altar puesto que superó la prueba sin haber sufrido daños ni en el tobillo ni en la muñeca.
No podía entender a David Mateland. Su evidente interés por mí me estaba haciendo sentir muy incómoda. Daba la impresión de querer mostrarse amable conmigo, pero, al mismo tiempo, se observaba un matiz burlón en su actitud.
—Espero que se sienta a gusto en el castillo —dijo Esmeralda.
—Yo me encargaré de que así sea —dijo Jessamy.
—Está un poco expuesto a las corrientes de aire —señaló Esmeralda—. Pero en esta época del año, no resulta desagradable.
—Dicen que en invierno, cuando sopla el viento del este, un acorazado podría surcar nuestros pasillos —añadió David.
—No es tan malo como eso —me dijo Joel, inclinándose hacia mí y apoyando suavemente una mano en mi brazo—. Además, aún no estamos en invierno.
—Recuerdo la primera vez que vine aquí —dijo Esmeralda—, me pareció un lugar muy frío. Yo procedo de Cornualles, Anabel, donde el clima es mucho más benigno.
—Pero húmedo —terció Elizabeth Larkham—. Yo prefiero el de aquí.
—Bueno, es que a Elizabeth le encanta este lugar y todo lo que con él se relaciona.
—Creo simplemente que tengo suerte de estar aquí —me dijo Elizabeth—. Esmeralda es muy buena conmigo. Y es un alivio tener a mi hijo aquí durante las vacaciones escolares.
—Querida Elizabeth —murmuró Esmeralda.
La conversación se desarrolló en estos términos durante la comida. Yo me percaté de que se respiraba cierta atmósfera de tensión. El ambiente me resultaba muy extraño. Estar cenando en una habitación con tapices en los muros y una armadura en una esquina, estar en un castillo medieval en compañía de unos desconocidos… —exceptuando a Jessamy— constituía para mí una novedad. Pero era algo más que eso. Tenía la sensación de que aquellas gentes llevaban unas existencias muy complicadas que no eran lo que parecían.
Estaba Esmeralda en su silla, asiduamente atendida por Elizabeth Larkham con sus movimientos casi felinos y con aquellos extraños ojos que parecían adormilados y que, sin embargo, captaban todo lo que estaba ocurriendo.
Después estaba David. Me parecía que a éste le comprendía un poco mejor que a los demás. Resultaba evidente que era un hombre que gustaba de la compañía de las mujeres. Sus miradas eran demasiado atrevidas como para que yo pudiera sentirme a gusto; y había en su boca cierta huella de crueldad que, a mi juicio se reflejaba en su conversación. Había un toque de aspereza en sus palabras y tenía la impresión de que se complacía en decir cosas hirientes. Tal vez no fuera oportuno emitir juicios precipitados, pero yo siempre lo había hecho. ¡Cuántas veces me había visto obligada a modificar mi opinión acerca de alguien! Tenía una esposa inválida y ello tenía que ser una prueba muy dura para un hombre con semejante naturaleza sensual, o eso imaginaba yo. Sin embargo, mis pensamientos los ocupaba sobre todo Joel. Joel era un enigma. Apenas dejaba traslucir algo. Parecía distinto a los demás. Era médico y parecía extraño encontrar a un médico ejerciendo su profesión en un lugar como aquél. Tenía un alojamiento en la ciudad, la cual, según pude colegir, se encontraba a unos tres kilómetros de distancia del castillo. Según Jessamy, estaba entregado a su trabajo y algunas veces se quedaba en la ciudad. No acababa de comprender por qué se había casado con Jessamy.
Estaba llegando nuevamente a conclusiones precipitadas. ¿Quién puede saber qué es lo que atrae a las personas entre sí? Estaba claro que Jessamy le adoraba y a casi todos los hombres les gusta ser adorados. Cuando él estaba presente, yo me percataba de que mi atención se centraba exclusivamente en él. Era consciente de todas las veces que me hablaba, de todas las veces que me miraba; y no creo que fueran figuraciones mías pensar que lo hacía con cierta frecuencia.
Me emocionaba. Deseaba estar a su lado. Deseaba llamar su atención, hablar con él, averiguarlo todo acerca de él. Quería saber qué sensación producía el hecho de saber que se había nacido en un castillo, el hecho de haber transcurrido toda la vida en un lugar como aquél, de haber sido educado con su hermano David. Me obsesionaba su persona.
Nos trasladamos a un pequeño salón para tomar café. Allí se habló de muchas cosas. Al día siguiente, me presentarían al abuelo Egmont y conocería al joven Esmond. Tenía cuatro años y me dijeron que había nacido un año antes de que Esmeralda sufriera el accidente.
A las diez en punto, Jessamy dijo que me iba a acompañar a mi habitación. Dijo que estaba cansada del viaje y que estaba segura de que yo también lo debía estar. Mañana me enseñaría el castillo.
Dije buenas noches y Jessamy me acompañó a mi habitación, iluminándome por la escalera con una vela en una palmatoria de latón.
Se me antojó misterioso subir por aquella escalinata siguiendo a Jessamy. Avanzamos por la galería. Las pinturas parecían distintas a la luz de la vela y una podía imaginar que eran personas vivientes que nos estaban mirando.
—No podríamos tener luz de gas en el castillo —dijo Jessamy—. Resulta bastante incongruente, ¿no te parece?
Me mostré de acuerdo.
—En algunas ocasiones, ponemos antorchas en el vestíbulo principal. Te aseguro que resultan de mucho efecto.
—No me cabe la menor duda. Jessamy, tú amas tu castillo, ¿verdad?
—Sí. ¿Tú no lo amarías?
—Creo que sí —contesté.
Llegamos a la habitación de la torre y ella encendió dos velas en el tocador.
No deseaba que se fuera todavía. Sabía que aquella noche no iba a dormir bien.
—Jessamy —dije—, ¿te gusta vivir aquí con todas estas personas?
—Pues claro que me gusta —Jessamy abrió mucho los ojos—. Joel está aquí.
—Pero es como un hogar compartido, ¿no? Están David y Esmeralda… Son dos hogares. Ya sabes lo que quiero decir.
—Las familias como ésta siempre han vivido juntas. En los tiempos antiguos había muchas más. Cuando Esmond crezca y se case, vivirá aquí con su familia.
—Y tus hijos también, supongo.
—Pues claro. Es una tradición.
—¿Y te llevas bien con David y Esmeralda?
—Sí… —dijo ella, vacilando un instante— sí… claro. ¿Por qué no iba a llevarme bien?
—Me parece que protestas demasiado. ¿Por qué no ibas a llevarte bien, dices? Yo creo que hay muchas razones por las cuales no deberías llevarte bien con ellos. Las personas no tienen por qué llevarse necesariamente bien por el hecho de verse obligadas a vivir juntas. En realidad, es más probable que no se lleven bien que lo contrario.
—Oh, Anabel, eso es muy propio de ti. No puedo decir que le tenga un gran aprecio a Esmeralda. Es bastante confusa y se encierra demasiado en si misma. Ello se debe a su situación. Es tan horrible. Antes siempre montaba a caballo. No puede ser muy agradable para ella, ¿no crees? Y David… bueno, no le entiendo en absoluto. Es demasiado inteligente para mí. Dice cosas muy agudas… a veces…
—¿Cosas agudas?
—Cosas hirientes. Él y Joel no se llevan bien. Los hermanos no siempre se llevan bien, ¿verdad? A veces pienso que David está celoso de Joel.
—¡Celoso! ¿Por qué? ¿Tiene alguna intención con respecto a ti?
—Claro que no. Pero hay algo… Y después… Elizabeth.
—Parece una joven muy reservada.
—Se porta maravillosamente bien con Esmeralda. Creo que David le está muy agradecido por lo que hace por Esmeralda. Y ella se alegra mucho de estar aquí. Mira, es viuda y tiene un hijo de unos ocho años… le lleva unos cuatro años a Esmond. El niño está en un internado y ella está muy agradecida de que pueda venir aquí a pasar las vacaciones. Eso le resuelve un gran problema. Anabel, te gusta Joel, ¿verdad?
—Si —contesté serenamente—, me gusta. Me gusta mucho.
Ella me rodeó con un brazo.
—Me alegro, Anabel —me dijo—. Me alegro muchísimo.
A la mañana siguiente, Jessamy me acompañó en un recorrido por el castillo. Me dijo que Joel ya se había marchado a la ciudad.
Me encantó todo lo que vi.
Me dijo que empezaríamos por abajo y así lo hicimos, bajando por una escalera de caracol de piedra con una barandilla de cuerda a la que era necesario asirse con fuerza dado que la escalera no era muy ancha y se estrechaba al máximo por un lado.
Las mazmorras eran horribles, con unas pequeñas celdas sin ventilación, muchas de ellas sin una ventanuca con barrotes tan siquiera.
—Odio todo esto de aquí abajo. Nadie viene jamás… como no sea para enseñárselo a alguien. Todos los castillos antiguos tenían mazmorras. Hubo un Mateland, en tiempos de Esteban, creo, cuando el país se hallaba trastornado por graves agitaciones, que solía asaltar a los viajeros y después los retenía aquí para pedir un rescate. Su hijo era todavía peor. Los torturaba.
—Vamos a ver el resto —dije yo, estremeciéndome.
—Estoy de acuerdo contigo. Es horrible. Aconsejé que tapiaran las mazmorras, pero no quieren ni oír hablar de ello. Egmont se pone rojo de furia ante la sola mención de esta posibilidad o de cualquier otra modificación del castillo.
—Lo comprendo en cierto modo. Pero, por lo que respecta a este lugar… creo que sería mejor olvidar lo que ocurrió aquí.
Subimos la escalera con la ayuda de la barandilla de cuerda y llegamos a una sala de piedra.
—Eso —me explicó Jessamy— se encuentra justo bajo el vestíbulo principal. Se sube por esta escalera de piedra y se sale a un pequeño pasillo y allí delante está la puerta de acceso al vestíbulo principal. Eso es una especie de cripta. Cuando muere la gente, el ataúd se deja aquí algún tiempo.
—Huele a muerte —dije.
Ella asintió.
—Observa la construcción en bloques de creta dura. Y fíjate en estas sólidas columnas.
—Impresionante —dije—. Estoy segura de que ésta es la parte más antigua del castillo.
—Si, forma parte de la primera estructura.
—Qué triste debía ser la existencia en aquellos tiempos.
No podía apartar la mazmorra de mi mente. Estaba segura de que seguiría pensando en ella cuando me encontrara de nuevo arriba, en mis lujosas habitaciones.
Regresamos al vestíbulo en el que Jessamy me mostró las piedras bellamente labradas y las preciosas vigas de madera del techo abovedado. Después me enseñó las exquisitas colgaduras de hilo, que se habían puesto en ocasión de la visita de la reina Isabel al castillo, y las complejas tallas que había al pie de la galería de los juglares, en las que se hallaban representadas escenas de la Biblia. Después pasamos a la larga galería en la que tuve ocasión de estudiar los retratos de varios Mateland antiguos y modernos. Me pareció interesante ver al abuelo Egmont para tener alguna idea acerca del hombre al que iba a conocer. Se parecía extraordinariamente a David. Tenía las mismas cejas pobladas y los mismos ojos penetrantes. Había un retrato de Joel y otro de David.
—Al niño aún no lo han pintado —dije yo.
—No. No les hacen el retrato hasta que cumplen los veinte años.
—Qué emocionante poder contemplar a los antepasados de todos estos años. Oh, Jessamy, tal vez tus descendientes hereden todo eso algún día.
—No es probable en modo alguno —dijo ella—. En primer lugar, yo tendría que tener un hijo… y, además, está Esmond. Sus hijos serán los herederos. David es el mayor.
—Supongamos que Esmond muriera… o que no se casara… entonces no habría herederos legítimos.
—¡Oh, no hables de la muerte de Esmond! Es un chiquillo encantador.
Me pareció que Jessamy estaba deseando alejarse de la galería de retratos.
Exploramos el resto de la casa. Estaba el salón, el comedor en el que habíamos cenado la noche anterior, la biblioteca, la armería, la sala de armas de fuego —jamás había visto semejante colección de armas de fuego—, la habitación Isabel, la habitación Adelaida —ambas reinas habían honrado el castillo con su presencia— y estaban todos los dormitorios. Me pregunté cómo era posible que se llegara uno a orientar en aquel castillo.
Al final, llegamos al cuarto infantil y allí pude conocer a Esmond. Era, tal como Jessamy había dicho, un niño precioso. Estaba sentado junto a una ventana en compañía de Elizabeth Larkham, la cual estaba leyendo un libro cuyas palabras iba siguiendo con el dedo.
El niño se levantó al vernos entrar y se acercó a nosotras. Jessamy dijo:
—Éste es Esmond. Esmond, te presento a la señorita Campion.
Él me tomó la mano y me la besó. Fue un gesto encantador y yo pensé que era muy guapo con su cabello oscuro y sus bellos ojos azules… todo un Mateland, sin la menor duda.
—Usted es la prima de Jessamy —dijo el niño.
Yo le dije que sí y le expliqué que estaba visitando el castillo.
—Lo sé —me dijo.
Elizabeth apoyó una mano en su hombro.
—Esmond me ha estado haciendo preguntas acerca de usted —dijo.
—Es muy amable de tu parte que te hayas interesado —le dije al niño.
—¿Sabe leer? —Me preguntó él—. Es el cuento de los tres osos.
—Creo que ya lo conozco —dije—. «¿Quién se ha sentado en mi silla?». «¿Quién se ha comido mi estofado?».
—No era un estofado. Eran unas gachas de avena —me corrigió con solemnidad.
—Me parece que eso cambia con los años —repliqué—. Estofado o gachas, ¿qué importa?
—Importa —insistió en decir él—. El estofado no se parece a las gachas.
—Esmond es muy meticuloso con los detalles —dijo Elizabeth.
—¿Yo soy meticuloso? —Preguntó Esmond—. ¿Qué es un meticuloso?
—Ya te lo explicaré otra vez —le dijo Elizabeth—. Iba a sacarle —nos dijo—. Ya es la hora del paseo de media mañana.
—Todavía no —dijo Esmond.
Ella le tomó firmemente de la mano.
—Ya tendrás ocasión de seguir hablando con la señorita Campion —le dijo.
—Bueno, nosotras vamos a continuar nuestro recorrido —dijo Jessamy.
—Es un lugar fantástico, ¿no es cierto? —dijo Elizabeth, mirándome directamente y yo presentí una vez más que me estaba catalogando.
Convine en que sí.
—Vamos a ver las almenas —anunció Jessamy—. Quiero mostrarte el pasillo de piedra.
—Te veré más tarde entonces —le dije a Esmond, el cual asintió y dijo con cierta tristeza:
—No era estofado.
Jessamy y yo subimos los peldaños de piedra —de otra peligrosa escalera de caracol— y salimos a las almenas.
—Esmond es un chiquillo muy serio —me dijo Jessamy—. Le convendría mezclarse un poco más con niños de su edad. Sólo ve a otros niños cuando vienen aquí Garth y Malcom. Y ambos son mayores que él.
—He oído hablar de Garth —dije—. Pero ¿quién es Malcom?
—Es algo así como un primo. Su abuelo era el hermano menor de Egmont. Ya te lo puedes figurar. Deduzco que hubo alguna disputa entre Egmont y su hermano. Se pelearon o algo así. Egmont ha cedido y Malcom visita el castillo periódicamente. Creo que Egmont gusta de considerarle como un improbable heredero del castillo. Mira, si Esmond muriera y Joel y yo no tuviéramos hijos, imagino que Malcom sería el siguiente en la línea de sucesión. Malcom tiene aproximadamente la edad de Garth… a veces les tenemos aquí a los dos. Eso es bueno para Esmond. Como es lógico, Elizabeth se dedica a él en cuerpo y alma. Creo que se pone un poco celosa si el niño muestra interés por otra persona.
—No tiene por qué tener celos de mí. Yo no soy más que un barco que pasa de noche.
—No digas eso, Anabel. Quiero que vengas aquí a menudo. No sabes cuánto me alegra tu venida.
—¡Que te alegra! Tú no necesitas alegrarte, desde luego.
—Lo que quiero decir es que tú acrecientas mi alegría.
Pero me había puesto sobre aviso. Las cosas en el castillo no eran lo que parecían. Jessamy no era completamente feliz. Estaba segura de que ello tenía algo que ver con Joel.
* * *
Llevaba tres días en el castillo. Había conocido a Egmont, un anciano de aspecto más bien feroz, con las pobladas cejas de los Mateland que, en su caso, eran grises. Se mostró amable conmigo.
—Le has caído simpática —me dijo Jessamy.
Me dijo que tenía fama de ser muy mujeriego y que en su juventud había tenido amantes por toda la campiña. Había numerosos Mateland en todo el distrito.
—No creo que alguna vez intentara negar su paternidad —me dijo—. Estaba orgulloso de su virilidad. Por otra parte, siempre cuidó de ellos.
—¿Y qué me dices de su mujer? ¿Cómo reaccionaba ante la existencia de estos bastardos por toda la campiña?
—Ella lo soportó y lo aceptó. No podía hacer otra cosa. Como es natural, en aquellos tiempos estas cosas se daban por descontadas, mucho más que hoy en día. La reina da muy buen ejemplo.
—Ha puesto de moda la virtud —repliqué yo—, pero eso significa a veces correr un velo sobre la inmoralidad, en lugar de suprimirla.
Ella frunció levemente el ceño y yo me pregunté qué estaría pensando. Me estaba haciendo muy sensible a su estado de ánimo. Por primera vez en su vida, Jessamy me estaba ocultando algo. Tenía la certeza de que no todo era lo que a primera vista parecía. Sin embargo, por mucho que lo intentara, no lograba que me revelara sus más íntimos pensamientos y, a medida que se iba prolongando mi estancia en el castillo, tanto mayor era mi certidumbre de que allí se ocultaban secretos.
Veía a Joel con frecuencia, pero nunca a solas. A veces, me parecía que ambos procurábamos que así fuera. Pero llegó un día en que nos encontramos a solas.
Yo había estado paseando un poco a caballo por los alrededores del castillo. Jessamy montaba mucho. En Seton lo había hecho siempre y tía Amy Jane había accedido a regañadientes a que yo compartiera sus lecciones. Me encantaba montar a caballo y algunos de los días más felices de mi infancia los había transcurrido galopando y trotando por los campos y recorriendo los caminos, enfundada en uno de los atuendos de montar de Jessamy arreglados para mí. En aquella época, nada me resultaba más emocionante que galopar con un caballo en medio de los azotes del viento.
Por consiguiente, me complacía mucho montar en Mateland donde había, como es lógico, una gran caballeriza y varios caballos de repuesto. Me buscaron una cabalgadura adecuada y Jessamy y yo salíamos todos los días a pasear a caballo.
En el transcurso de uno de nuestros paseos, nos tropezamos con David. Había estado recorriendo la finca de los Mateland a cuyo cuidado dedicaba todos los días y, al vernos, nos acompañó en nuestro paseo.
Charló con nosotras amistosamente, quiso saber qué opinaba de las caballerizas de Mateland y del caballo que me habían asignado y me preguntó cuántos paseos había dado y cosas por el estilo.
En determinado momento, Jessamy se detuvo para hablar con una mujer que se encontraba a la puerta de una de las casitas. Yo descubrí una extraña sonrisa en los labios de David. Éste aceleró un poco el paso y le seguí. Se adentró por una vereda y entonces comprendí que pretendía dejar rezagada a Jessamy.
—¿Sabe Jessamy que vamos por este camino? —le pregunté.
—Ya nos encontrará —contestó él.
—Pero…
—Vamos, Anabel. Nunca tengo oportunidad de hablar con usted.
Hubo algo en su voz que me indujo a mostrarme cautelosa.
—La vamos a perder —protesté.
—Ésta podría ser la finalidad del proyecto.
—No del mío —le recordé yo.
—Anabel, es usted una joven muy atractiva. Y lo sabe. Y no es tan recatada como quiere hacerme creer. Nos ha hechizado a todos.
—¿A todos?
—A mi padre, a mí y a mi hermano recién casado.
—Me halaga haber causado semejante impresión en su familia.
—Anabel, usted causaría impresión dondequiera que fuera. Tiene algo más que belleza. ¿Lo sabía?
—No, pero me interesa conocer el catálogo de mis virtudes.
—Tiene usted vitalidad… una respuesta…
—Una respuesta, ¿a qué?
—A aquello que despierta en los hombres.
—Estoy aprendiendo mucho, pero creo que debo decir que aquí termina la primera lección y que la primera lección será la última.
—Me divierte usted.
—¿Otro de mis talentos? Francamente, me va usted a convertir en una persona muy vanidosa.
—No le digo algo que usted no sepa. Desde que llegó al castillo, ha estado constantemente en mis pensamientos. ¿Ha pensado usted en mí?
—Naturalmente que pienso en las personas cuando estoy en su compañía. Ahora creo que debiéramos buscar la de Jessamy.
—Permítame que le enseñe la finca. Hay muchas cosas que le interesaría ver, Anabel…
Yo di media vuelta y llamé a Jessamy que nos estaba buscando. Me reuní con ella.
—No me he dado cuenta de que subíais por este camino —me dijo ella.
Me sentía muy agitada. Pensé que no podía quedarme en el castillo. Me parecía que había algo un poco siniestro en aquel hombre. Quería alejarme de él.
Pensé mucho en lo que David me había dicho. Yo había impresionado a todos los hombres de la familia. Eso era lo que había dicho. Me constaba que a él le había impresionado. ¿Qué andaba buscando? ¿Una breve aventura, un breve coqueteo? Estaba casado con una inválida y ello debía constituir una dura prueba para un hombre como él. No me cabía la menor duda de que debía tratar de seducir a todas las mujeres con quienes entraba en contacto, por lo que tal vez no debiera atribuir excesiva importancia a su comportamiento. Bastaría con demostrarle que yo no era una mujer de las que se entregan a fugaces aventuras amorosas con hombres casados… y, aunque lo fuera, él no me atraía.
Me gustaba sentarme junto al abuelo Egmont y hablar con él. Éste se mostraba también muy cortés y me daba a entender con toda claridad que me consideraba una mujer atractiva. Yo jamás había pensado demasiado en eso y era como si hubiera cambiado al poner los pies en el castillo de Mateland. Me habían hechizado. «¡Todo hombre que te vea te deseará!». Algo así. El abuelo Egmont me guiñaba el ojo con picardía y me daba a entender que, si tuviera treinta años menos, estaría dispuesto a cortejarme. Ello me hacía gracia y yo reaccionaba con una despreocupada coquetería que a él le encantaba. Había observado que su actitud en relación con Jessamy, Esmeralda y Elizabeth era muy distinta. Por consiguiente, tal vez fuera cierto que había algo en mí capaz de encender aquella chispa en los Mateland.
Sabía que Joel era consciente de mi presencia, pero él parecía evitarme. Sin embargo, me lo encontré un día al salir de las caballerizas. Jessamy tenía algo que hacer y me había preguntado si no me importaría salir a pasear sola a caballo aquel día.
Como es lógico, contesté que no y, cuando ya había cruzado la gran entrada y estaba bajando por la pendiente que conducía al bosque, Joel se reunió conmigo.
—Hola —me dijo como en tono de sorpresa—. ¿Hoy pasea sola?
—Sí. Jessamy está ocupada.
—¿Se dirige usted a algún lugar especial?
—No. Un simple paseo al azar.
—¿Le importa que la acompañe un rato?
—Me encantará —dije.
Y así nos adentramos en el bosque y me emocioné tanto como cuando nuestro encuentro en la iglesia y más tarde en la boda. Era aquella clase especial de emoción que sólo él podía inspirarme.
Me preguntó si lo estaba pasando bien en mi visita y después me habló de la vicaría y de la iglesia que tanto le había impresionado y yo empecé a charlar por los codos sin darme cuenta. Me sentía alborozada. Hubiera deseado apresar y retener los minutos para que no pasaran.
—Supongo que todas las esposas e hijas de vicarios llevan la misma clase de existencia —dije—. Siempre hay una gran preocupación. Puede ser la techumbre, la torre o el campanario… Éste es el siglo de las iglesias en ruinas en Inglaterra, lo cual es muy lógico, supongo, puesto que la mayor parte de ellas fueron construidas hace por lo menos quinientos años. Ustedes deben tener problemas con el castillo.
—Constantes —me aseguró—. Nuestro gran enemigo, el escarabajo de la muerte, nos obliga continuamente a tomar medidas. Ganamos una o dos batallas y después volvemos a oírle golpear en otro sitio. En realidad, ésta es la preocupación de mi hermano.
—Y la suya es su profesión. ¿Hay muchos médicos en la familia?
—No. Yo soy el primero. Fue una especie de batalla, pero insistí mucho.
—Sí —dije—, me lo imagino.
—Ah, conque ya me ha catalogado, ¿eh?
—Sí, como la clase de hombre que, cuando llega a la conclusión de que quiere algo, lo consigue.
—No creo que sea exactamente así, pero nada había que impidiera en mi caso la elección de la profesión médica. Era simplemente que jamás se había hecho y, si conoce usted alguna razón más tonta para no hacer algo que el hecho de que jamás se haya hecho, dígamelo, por favor.
—Ninguna —dije—. O sea, que estudió y, al final, obtuvo el título.
—En efecto. Y no es que fuera el heredero. Los segundones gozan de más libertad que los herederos. A veces no es mala cosa ser segundón.
—En su caso ciertamente no lo fue. Hábleme de sus estudios. ¿Está especializado en algo?
—No… Simplemente medicina general… —me habló de su período de aprendizaje y de cómo, al final, había abierto un consultorio en la ciudad:
—Hacía mucha falta —dijo—. Se registra una gran escasez de médicos en esta zona. Tengo mucho trabajo, se lo puedo asegurar —se volvió súbitamente a mirarme—. ¿Le gustaría ver mi consultorio? Me encantaría mostrárselo. Espero construir un hospital en la ciudad. Es lo que necesitamos.
—Si —dije—, me gustaría mucho.
—Entonces venga conmigo. Estamos muy cerca.
Nos encontrábamos en las afueras de la ciudad y seguimos cabalgando en silencio. Me pregunté cuánto hablaría con Jessamy. Estaba claro que disfrutaba hablando de su trabajo.
Mateland era una pequeña ciudad y, al pasar nosotros, varias personas saludaron a Joel. Me alegré de que fuera tan popular. Me habló de aquellas gentes.
—Éste tiene el corazón grande. Es difícil de tratar porque es un hombre excesivamente enérgico. Riñones —añadió, refiriéndose a una delgada mujercita que le saludó con un «Buenos días, doctor» al pasar.
—Es decir que, para usted, son corazones, riñones o cualquier cosa que ande mal —dije, riéndome.
—Eso es lo que me interesa.
—Los demás somos cuerpos, supongo, hasta que descubre usted que alguno de nuestros órganos es digno de atención.
—Eso es más o menos.
Habíamos llegado a una casa de tres plantas. Estaba separada del resto de las casas de la calle. Había una calzada cochera y un camino semicircular que subía hasta la casa y tenía una verja en cada extremo. Entramos, desmontamos y él ató nuestros caballos.
Al entrar en la casa, apareció una mujer en el vestíbulo. Adiviné inmediatamente que era el ama de llaves.
—Dorothy —dijo él—, le presento a la señorita Campion, la prima de mi mujer.
Dorothy me estudió con la mirada.
—Buenos días tenga usted, señorita —me dijo.
—¿Hay algún recado? —preguntó Joel.
—Ha venido Jim Talbot. Dice que le agradecería que acudiera a visitar a su esposa esta tarde. Está mejor, dice, pero no se encuentra del todo bien.
—Iré esta tarde, Dorothy —Joel se volvió hacia mí—. ¿Le apetece una taza de té o café? Hay tiempo, creo, antes de que empiece la consulta, Dorothy.
—Me apetecería un poco de café —dije y Dorothy se retiró.
Fue una hora mágica para mí. Rebosaba de entusiasmo por su trabajo y se me ocurrió pensar que no le debía resultar fácil hablar con muchas personas tal como hacía conmigo. Su vida era muy distinta a la de los restantes miembros de la familia. ¡Un médico moderno en aquel escenario medieval!
Mientras tomábamos café, me explicó algunas cosas al respecto.
—Si hubiera sido el hermano mayor —me dijo—, jamás hubiera podido hacerlo, y eso significa mucho para mí. No puedo explicarle lo emocionante que resulta. Uno nunca sabe cuándo va a descubrir algo de vital importancia… algún síntoma extraño, algún tratamiento… algo que le indique el camino a seguir. Un viejo médico me inspiró la afición cuando yo era pequeño. Venía al castillo para ver a mi madre y yo solía observarle y escucharle. Mi padre se echó a reír cuando dije que deseaba ser médico. «¿Por qué no? —dije— David puede dirigir la hacienda del castillo». En realidad, a ellos les hubiera gustado que ayudara a mi hermano. Pero David y yo nunca hemos tenido las mismas opiniones. Hubiera habido roces. No sé quién es más obstinado… si él o yo. Ambos queremos salirnos con la nuestra y, cuando dos personas como nosotros empiezan a tirar en direcciones contrarias, algo tiene que ocurrir. ¿Por qué no vino antes al castillo con Jessamy? ¿No ha dicho que iba usted a menudo a la mansión de los Seton?
—Porque no me lo pidieron —contesté.
Él me miró muy fijamente y después dijo algo que me alarmó y complació a un tiempo.
—¡Una lástima! —Se limitó a decir.
—Bueno, al final, he venido —dije yo rápidamente.
Él guardó silencio un instante y, a continuación, dijo:
—Somos muy raros los del castillo, ¿verdad?
—¿De veras?
—¿No nos considera así?
—Todas las personas resultan inesperadas cuando se las llega a conocer.
—¿O sea que no piensa que hay algo en nosotros especialmente distinto?
—No. Exceptuando el hecho de que puedan ustedes seguir la línea de sus antepasados hasta hace cientos años y el de que vivan en un castillo.
—Yo paso mucho tiempo aquí —dijo él en tono vacilante.
—¿Le gusta eso a Jessamy? —pregunté.
—Ella… no ha venido por aquí muy a menudo. Me quedo aquí cuando quiero empezar temprano por la mañana o bien cuando trabajo hasta tarde.
—No está muy lejos del castillo.
—Pero a veces me parece más fácil quedarme.
Me pareció extraño que Jessamy no me lo hubiera comentado.
—Hablando de nuestra diferencia —añadió él—. Siempre circulan rumores sobre nosotros, ¿sabe? Se dice que pesa sobre nosotros una maldición que afecta a las esposas de los Mateland.
—Ah, ¿en qué consiste esta maldición?
—Es una larga historia. Resumiendo, en tiempos de la guerra civil, hubo desacuerdo entre el castillo y los habitantes de la ciudad. Ellos estaban en favor del Parlamento. Como es natural, el castillo era estrictamente realista. El ejército del rey dominaba la zona y parece ser que, en determinado momento, efectuó una incursión en la ciudad; uno de los ciudadanos logró escapar y vino al castillo con su joven esposa que estaba embarazada. Pidió ayuda. Se la negaron y uno de mis antepasados amenazó con entregarlos a los hombres del rey. Ellos se alejaron; la esposa murió en una cuneta y el marido maldijo a los Mateland. Habían asesinado a su esposa, dijo, y no tendrían suerte con las suyas.
—Bueno, yo creo que eso se habrá revelado falso una y otra vez.
—Pues no lo sé. Lo curioso de estas leyendas es que, de vez en cuando, suelen convertirse en realidad y, cuando ello ocurre, adquieren más fuerza.
—Y, cuando no, supongo que se olvidan.
—Mi madre empezó a declinar cuando yo contaba diez años —dijo él—. Usted sabe que Jessamy es mi segunda esposa. Jamás olvidaré la noche en que murió Rosalie. Era mi esposa… mi primera esposa. Tenía dieciocho años. Nos conocíamos desde que éramos niños. Era delicada y bonita y bastante frívola. Le gustaba bailar y era un poco vanidosa en relación con su aspecto… encantadoramente vanidosa, ¿comprende?
—Si —dije—, lo comprendo.
—Iba a celebrarse un baile en el castillo. Ella se había pasado varios días hablando de su traje. Era toda una masa de volantes… de color lila, según recuerdo. Estaba entusiasmada con él y se lo probó la víspera del baile. Empezó a bailar por la habitación. Se acercó demasiado a la llama de la vela. Tratamos de salvarla… pero ya era demasiado tarde.
—Qué terrible. Cuánto lo siento.
—No se pudo hacer nada —dijo él serenamente. Yo extendí una mano y le rocé la suya.
—Pero ahora es feliz —le dije.
Él me tomó la mano y la retuvo, pero no contestó.
—Después —añadió—, hubo un accidente de caballo. Esmeralda, ya sabe. Mi madre… Rosalie… Esmeralda.
—Pero ahora tiene usted a Jessamy y la suerte va a cambiar.
Él siguió mirándome sin hablar. Pero algo ocurrió entre nosotros. Había muchas cosas que no era necesario expresar con palabras. Yo lo comprendí. Había encontrado cierta paz con Jessamy, pero quería algo más.
¿Cómo lo sabía yo? Por cierto anhelo que descubrí en sus ojos, por mi reacción a él y por mi certeza de que él lo sabía.
Posé la taza de café.
—Sus pacientes estarán al llegar —dije.
—Me alegro de que haya venido —me contestó.
—Ha sido muy interesante.
Me acompañó hasta el lugar en el que se encontraban las monturas.
Me alejé a caballo con expresión pensativa y, cuando estaba a punto de adentrarme en el bosque, oí el rumor de unos cascos de caballo a mi espalda. Y entonces un jinete se situó a mi lado.
—Buenos días.
Era David.
—Buenos días —contesté—. Iba a regresar al castillo.
—No pondrá reparos a que la acompañe, espero. Yo también regreso.
Incliné la cabeza.
—¿Observo cierta ausencia de entusiasmo? Veo que no soy tan afortunado como mi hermano. ¿Qué le ha parecido aquella casa?
—¿Ha estado usted siguiéndome? —le pregunté.
—La he visto salir casualmente con el viejo Joel —me contestó con sonrisa maliciosa—. Se les veía muy satisfechos a los dos.
—Me lo he encontrado por casualidad y él se ha ofrecido a mostrarme su consultorio en la ciudad. Me parece que en un hecho tan natural como éste nada hay que justifique su sonrisa.
—Muy cierto —dijo él—. Todo muy correcto y natural. Por qué no iba nuestro noble doctor a enseñarle el consultorio a su prima política. Me ha parecido oportuno dejar caer algunas palabras de advertencia en sus inocentes oídos. Nada hay que elegir entre nosotros, ¿sabe? Los hombres Mateland siempre han tenido los mismos ojos errantes… siempre han sido… siempre han sido famosos por ello desde los tiempos del rey Esteban. No cambian su manera de ser del mismo modo que los leopardos no cambian sus manchas. Guárdese de los Mateland, querida Anabel, y, sobre todo, guárdese de Joel.
—Está dando rienda suelta a su imaginación. Tanto usted como su hermano son hombres felizmente casados.
—¿De veras?
—Y yo —dije— encuentro muy desagradable esta conversación.
—En este caso —contestó, inclinando la cabeza en burlón gesto de respeto—, no debemos continuarla.
Regresamos al castillo en silencio. Estaba muy turbada. Sabía que tenía que alejarme y que no debería regresar.
* * *
Qué aburrida resultaba la vicaría. Mis pensamientos estaban en el castillo. Jessamy me escribió.
Te echo de menos, Anabel. Deberías venir por Navidad. En el castillo se celebrarán unas Navidades tradicionales. Tienen que celebrarse igual que hace cientos de años bebidas ceremoniales y demás, y una gran ponchera en el vestíbulo con humeante ponche en su interior. Me lo ha contado Esmond. Él y yo nos estamos haciendo muy amigos. Habrá villancicos en Nochebuena y se distribuirán cestas de comida navideña entre todos los aldeanos necesitados. Suben al castillo para recogerlas. Los jardineros ya están empezando a preparar los adornos. Tendremos una fiesta en casa. Ven, Anabel. Todo se malogrará para mí si no vienes. Joel está muy ocupado. Llevo varias semanas casi sin verle. Dice que hay muchas enfermedades en la ciudad. Trabaja mucho. Al abuelo Egmont no le gusta. Dice que jamás había ocurrido que un Mateland recibiera dinero de los demás a cambio de lo que hace. Piensa que es humillante. Y que conste que Joel no les cobra a los pobres. Todos los Mateland son ricos… muy ricos, creo. Joel es realmente un hombre muy bueno, Anabel. Lo es de veras…
Me detuve aquí. Me pareció que Jessamy se mostraba excesivamente categórica. Y después seguí pensando en él. Era médico y ayudaba a los pobres, lo cual era muy encomiable. Sin embargo, se observaba en su rostro una determinada expresión… que yo no acertaba a describir, pero que me sugería que no era un santo. Era un hombre que salía en busca de lo que quería y que no descansaba hasta conseguirlo, estaba segura. Podía ser despiadado. Me había obsesionado. Pensaba que ojalá nunca le hubiera visto. «Somos todos iguales», había dicho David. ¿Significaba eso que todos eran unos mujeriegos?
«Deja de pensar en ellos», me dije.
Había muchas cosas que hacer en la vicaría, aun cuando yo hubiera decidido que no iba a ir a Mateland por Navidad. Tía Amy Jane y tío Timothy habían sido invitados al castillo y se trasladarían allí.
—Será muy interesante celebrar las Navidades en un castillo —dijo tía Amy Jane—. Espero que todo vaya bien aquí, James —quería decir, como es lógico, que iban a ser las primeras Navidades en que ella no estaría en casa para supervisar los festejos—. Estaré aquí para la fiesta de los niños —añadió—. Y daré permiso para que la Unión de Madres celebre su reunión anual en nuestro salón. Ya me he encargado de todo. Creo que puedo dejar el resto en tus manos e irme con la conciencia tranquila.
¡Cuánto hubiera deseado ir! «Tonta —me dije—, tú has tenido la culpa. Te habían invitado».
Me parecieron unas Navidades muy largas. Llovió durante toda la víspera de Navidad. Janet preparó el ganso con la ayuda de una de las mujeres del pueblo. Era demasiado trabajo para ella sola, ahora que Amelia se había ido al Crabtree Cottage.
El médico, su esposa y sus dos hijas comieron con nosotros el día de Navidad. Pareció una cosa muy tranquila en comparación con nuestras habituales Navidades en la mansión de los Seton. El día se me antojó interminable y después vino el Día de los Aguinaldos.
Salí a dar un paseo a caballo. Tenía permiso para montar uno de los caballos de las caballerizas de los Seton. El mozo que me lo ensilló me dijo:
—No parece lo mismo sin la señorita Jessamy. Era una joven encantadora.
—Es, Jeffers —le dije—. No hable de ella como si perteneciera al pasado.
Me sentía deprimida. No hallé placer en aquella mañana a pesar de ser un día templado y encantador, con una suave bruma en el aire. Observé que había muchas bayas en el acebo, lo cual era indicio de un invierno muy riguroso, según decían los que eran versados en asuntos campestres.
Estaba inquieta por Jessamy. Y no sabía por qué. Ella lo tenía todo. ¿Por qué tenía que preocuparme su futuro? Tenía que dejar de pensar en el castillo de Mateland y en sus moradores. Mi vida iba a seguir otro rumbo.
Regresé con el caballo a las caballerizas de los Seton y desde allí me fui andando a la vicaría. Mi padre no estaba en casa.
—Aún no ha vuelto —me dijo Janet—. Le esperaba hace una hora. Estoy esperando para poner la comida en la mesa.
—¿Crees que está todavía en la iglesia?
—Dijo que iba a salir a buscar no sé qué… no me acuerdo qué era.
Entré en la iglesia. Cada vez que entraba, no podía dejar de imaginarme tendida sobre los peldaños del altar con Joel Mateland de pie a mi lado. Hasta entonces, yo había sido una persona distinta.
Llamé a mi padre. No obtuve respuesta.
«Tiene que estar en la sacristía —pensé—, o en la capilla de la Virgen».
Entonces le vi. Se encontraba tendido muy cerca del lugar en el que yo me había caído. Me acerqué a él gritando:
—Padre, ¿qué ha ocurrido?
Me arrodillé junto a él. Al principio, creí que estaba muerto. Entonces le vi parpadear. Salí corriendo en busca de ayuda.
Había sufrido un ataque y estaba paralizado de un lado y había perdido el habla.
Le cuidé con la ayuda de Janet. Vino un vicario para sustituir a mi padre durante su enfermedad… eso decían; pero yo sabía, y Janet también, que mi padre jamás volvería a predicar.
Tom Gillingham era un joven soltero muy serio. Janet suponía que le habían enviado con un propósito deliberado.
—¿Qué propósito? —pregunté yo—. ¿El de Dios o el del obispo?
—No me importaría suponer que un poco de ambos —replicó Janet.
Fiel a su costumbre de hablar sin rodeos, Janet me había planteado claramente la cuestión.
—Su padre no va a mejorar —me dijo—. Rece a Dios para que no empeore. Y, ¿qué va a ser de usted? Tiene que pensar en usted misma. Sí, ya puede mirarme como si quisiera decirme que me metiera en mis asuntos. Son mis asuntos. Trabajo aquí, ¿no? ¿Qué nos ocurrirá a usted y a mí cuando muera su padre?
—Es posible que viva muchos años.
—Usted sabe que no. Ya ve que se agrava día a día. Yo calculo dos meses… tres a lo sumo. Entonces tendrá usted que pensar. Dudo que el vicario le deje una fortuna.
—Tus dudas están confirmadas, Janet.
—Bueno, pues, ¿qué va usted a hacer? ¿Dama de compañía de alguna anciana? No me la imagino en este trabajo, señorita Anabel. Institutriz de unos niños… eso es un poco más probable, pero sigue sin ser adecuado. O eso, o quedarse aquí.
—¿Y cómo podría hacerlo?
—Eso está clarísimo puesto que Tom Gillingham es soltero.
No pude evitar una sonrisa.
—No sé qué iba a decir él si supiera que le estás organizando el futuro.
—No le importaría… tal como yo lo he arreglado. Es cariñoso con usted, señorita Anabel. No me sorprendería que tuviera en proyecto algo por el estilo.
—Desde luego, es un joven muy simpático —convine yo.
—Y usted se ha educado en una vicaría… conoce todos los entresijos y demás.
—Me parece muy satisfactorio, de no ser por una cosa.
—¿Cuál es?
—No quiero casarme con Tom Gillingham.
—Dicen que el amor puede aumentar.
—Y puede también disminuir, pero, si no está presente al principio, ni eso siquiera puede hacer. No, Janet, tendremos que pensar en alguna otra cosa.
—Yo no estoy muy preocupada. Podría irme durante algún tiempo a casa de mi hermana Marian. Nunca nos llevamos muy bien, pero podría quedarme allí algún tiempo mientras buscara algo.
—Oh, Janet —exclamé—, no quisiera decirte adiós. El rostro de Janet se contrajo, pese a que ésta controlaba siempre sus emociones.
Ambas guardamos silencio. Nos enfrentábamos con un futuro muy sombrío.
Cuando tía Amy Jane y tío Timothy regresaron a casa, se horrorizaron al conocer la noticia de la enfermedad de mi padre.
—Eso te coloca en una situación muy difícil, Anabel —dijo tía Amy Jane.
—Tendrás que venirte a la mansión de los Seton —me dijo el bondadoso tío Timothy.
Tía Amy Jane le miró con frialdad. Jamás le había gustado que me demostrara cariño.
—Anabel jamás querría vivir de caridad —dijo ella con firmeza—. Es demasiado orgullosa.
—¡Caridad! —Exclamó tío Timothy—. Es nuestra sobrina.
—Mi sobrina. Por consiguiente, Timothy, yo soy la que debe saber qué es mejor para ella. Creo que habrá algo que pueda hacer.
—Sabré lo que tengo que hacer cuando llegue el momento —dije fríamente.
Tía Amy Jane me miró con expresión inquisitiva. Comprendí que estaba empezando a elaborar un plan de acción con respecto a mi futuro.
Al ver que Tom Gillingham ya se encontraba en la vicaría y, de hecho, había sido nombrado sucesor de mi padre cuando éste muriera, tía Amy Jane vio la misma solución que había visto Janet. Tom Gillingham se tendría que casar conmigo… tanto si quería como si no. Tendría que entrar en razón, al igual que todas las personas que desempeñaban algún papel en los proyectos de tía Amy Jane.
Yo sabía que Tom no pondría reparos. Mostraba interés por mí y yo sabía que me bastaría con reaccionar favorablemente para que él me propusiera matrimonio.
Pero yo no podía hacerlo. Ello equivaldría a escribir el final de la historia de mi vida porque todo lo que siguiera sería previsible.
Si Jessamy no se hubiera ido. Si yo jamás hubiera visto el castillo de Mateland, si jamás hubiera comprendido que había en el mundo otras metas distintas al mero hecho de vivir con cierto grado de comodidad, tal vez me hubiera mostrado dispuesta a aceptar lo que parecía inevitable. Pero había vislumbrado otra vida. Había conocido a Joel Mateland y, aunque éste fuera el marido de mi prima, seguía pensando en él.
El hecho de instalarme serenamente en la iglesia de Seton en calidad de esposa del vicario, no era vida para mí.
* * *
Mi padre murió en primavera. Había llegado el momento de adoptar una decisión.
Tom Gillingham me había dicho con toda claridad que no tenía que darme prisa en marcharme, si bien, siendo yo soltera, no sería correcto que siguiera viviendo en la rectoría. Mientras vivía mi padre, aunque estuviera inválido, era distinto.
Llegó el día del entierro. Tom ofició la ceremonia y todos nos dirigimos después al cementerio, siguiendo el ataúd con sus portadores.
Mientras permanecíamos de pie alrededor de la tumba, me sentí invadida por la desolación al pensar en mi querido padre con su inutilidad y su naturaleza distraída, pero siempre humilde.
Era el término de un modo de vida.
Noté una mano en la mía y, al volverme, vi a Jessamy. Al verla, me animé y me llené de cierta esperanza. Parte de mi tristeza se desvaneció.
* * *
Todos los visitantes que habían acudido a darnos el pésame se habían ido. Jessamy se encontraba sentada en un taburete de mi dormitorio con los brazos cruzados alrededor de las rodillas, mirándome. Siempre se había sentado de aquella manera. El hecho de verla allí me trajo muchos recuerdos de nuestra infancia en cuyo transcurso yo la había dominado, la había intimidado a veces y la había hecho objeto de mis diabluras. Querida, querida Jessamy que nunca había dejado de amarme a pesar de mi maldad para con ella.
—¿Qué vas a hacer, Anabel? —me preguntó.
Me encogí de hombros.
—No vas a casarte con Tom Gillingham, ¿verdad? Mi madre dice que sí.
—Por una vez, se equivoca. Me gusta Tom, pero…
—Pues claro que no puedes casarte con él —dijo ella con firmeza—. ¿Qué ocurriría después?
—Creo que la única alternativa que se me ofrece es buscarme un trabajo.
—Oh, Anabel. Eso no te gustaría.
—Cuando no se tiene dinero, a menudo se tienen que hacer cosas que no son del agrado de una. Pero estoy preocupada por Janet. Mira, aunque pueda irse a vivir algún tiempo con su hermana, no quiere quedarse allí. Tendrá que buscarse otro trabajo… y los trabajos no se encuentran fácilmente.
—Anabel, quiero que regreses conmigo. Ven al castillo. Te echo mucho de menos. Me encuentro sola muy a menudo. A decir verdad, Joel se pasa fuera mucho tiempo… y entonces… y entonces… pienso que no está muy…
—¿Que no está muy qué?
—Satisfecho de nuestro matrimonio. Le veo casi distante algunas veces. Esmeralda puede decir cosas muy hirientes, al igual que David… sobre todo, David. A veces pienso que él y Joel se odian. Y después está Elizabeth… No sé qué pensar de ella. A veces me siento muy sola allí… un poco asustada. No, no exactamente asustada… pero…
—Yo pensaba que eras muy feliz allí.
—Y lo soy… sobre todo ahora… Anabel, voy a tener un hijo.
Me levanté de un salto, le tomé la mano, la hice levantar del taburete y la abracé.
—Sí, ¿no te parece emocionante? —dijo ella.
—Joel estará muy contento.
—Sí, lo está. Anabel, tienes que regresar conmigo. Digo que tienes que regresar… sobre todo ahora.
—No creo que deba, Jessamy.
—Pero es que tienes que hacerlo. No puedes abandonarme.
—¡Abandonarte! Tienes un marido… un hijo en camino. Lo tienes todo. ¿Qué puedes querer de mí?
—Te quiero a ti —Jessamy guardó silencio un instante. Después añadió—: Anabel, me sentiría más feliz, más segura, si tú estuvieras conmigo.
—¿Segura? ¿De qué tienes miedo?
—De n… nada, en realidad. —Jessamy se echó a reír con nerviosismo—. No sé. Tal vez se deba a que se trata de un castillo. Hay allí tantas cosas del pasado. Todos los Mateland muertos hace tiempo… A veces, me parece que están allí… observándolo todo… Después está la leyenda de las esposas. Se dice que trae mala suerte ser una esposa Mateland.
—Jessamy —le dije—, tú tienes miedo de algo.
—Sabes que siempre he sido un poco tonta. Anabel, te necesito. Ya lo he arreglado. Janet podría venir contigo. Podría ser tu sirvienta personal. Se resolvería todo si tú vinieras.
—Pero… tal vez los demás no me querrían. Tu marido… tu suegro…
—Estás equivocada. Estás absolutamente equivocada. Todos se mostraron muy complacidos cuando lo sugerí… todos ellos. Dijeron cosas encantadoras acerca de ti. El abuelo Egmont dijo que tú alegrarías la casa. David dijo que sería agradable tenerte porque eres muy graciosa.
—¿Y Esmeralda?
—Ella nunca se entusiasma demasiado por nada, pero no dijo que no quería que vinieras.
—¿Y tu marido?
—Creo que estaría tan contento como los demás. Piensa que sería beneficioso para mí tenerte allí. Hay sitio suficiente en el castillo. Y Janet puede venir también. ¿Crees que le gustaría?
—Sí —dije—. Pero no creo que fuera prudente —después añadí con firmeza—: No, Jessamy, no iré.
Pero sabía que iría. Podía seguir dos caminos… uno de ellos era sombrío y nada me ofrecía, y el otro me llevaba hacia la aventura y la emoción y, aunque pudiera resultar peligroso, mi naturaleza siempre me había impulsado a cortejar el peligro. Me atraía y me fascinaba.
Antes de que transcurriera un mes desde la muerte de mi padre, Janet y yo nos pusimos en camino hacia el castillo de Mateland.
Allí estaba yo por tanto, instalada en mi habitación de la torre. Mi nuevo hogar era ahora el castillo de Mateland. Janet estaba encantada.
—Un poco distinto a la vicaría —comentó—. Y aquí puedo vigilar a esta señorita Jessamy, ella que es tan dulce, porque no estoy muy segura de que la traten bien.
—¿Qué quieres decir? —le pregunté.
—Me parece que la tienen un poco abandonada, eso es lo que quiero decir. Y aquí hay gente que necesita vigilancia.
Y Janet también se mostraba feliz de encontrarse instalada allí en calidad de perro guardián del castillo.
Yo estaba empezando a superar el golpe de la muerte de mi padre. No me había dado cuenta, cuando él vivía, de lo mucho que le quería. Me había parecido siempre tan inútil, tan confuso, tan encerrado en sus libros, cumpliendo con sus obligaciones y dirigiendo todos los domingos unos sermones a unas gentes que acudían no tanto guiados por el deseo de escucharle cuanto porque se esperaba de ellas que acudieran. Ahora que se había ido, me percataba de que había sido un hombre generoso. Había pasado por alto su bondad.
Me había dejado un poco de dinero… no lo bastante para poder vivir, pero sí lo suficiente para comprarme algunas cosas que pudiera necesitar y para permitirme conservar un mínimo de independencia.
Haber abandonado la vicaría y haberme sumergido en aquel nuevo y emocionante ambiente era el mejor medio que se me podía ofrecer para recuperarme de mi pena. Jamás había considerado a mi padre como mi guardián; él jamás se había inmiscuido demasiado en mis asuntos y había sido una figura en segundo plano; pero, ahora que se había ido, me sentía sola.
Pasaba los días con Jessamy y creo que yo constituía para ella tanto consuelo como ella lo constituía para mí.
Era indudable que me habían acogido favorablemente. El abuelo Egmont bajó a cenar la primera noche de mi estancia en el castillo y me hizo sentar a su lado. Parecía gozar de cierto secreto placer.
—Va usted a traer un poco de vida al castillo —me dijo, moviendo la barbilla para expresar su alegría—. Siempre me ha gustado ver a mi lado a una bonita mujer.
David ladeó la cabeza y me guiñó el ojo.
—Conque está aquí —dijo—. Ahora es uno de los nuestros. No es necesario que le diga lo que pienso al respecto. Mil bienvenidas al castillo de Mateland, hermosa Anabel.
¿Y Joel? Me miró fijamente con ojos sonrientes, diciéndome con más claridad de lo que hubiera podido hacer con palabras lo mucho que se alegraba de que yo estuviera allí.
Esmeralda apenas puso de manifiesto algún sentimiento en uno u otro sentido.
—Espero que le guste vivir aquí —me dijo en tono dubitativo.
Elizabeth Larkham dijo que era indudable lo mucho que Jessamy se había alegrado de mi llegada, como si pensara que Jessamy iba a ser la única que se beneficiara de ella.
Y allí estaba yo. Había encontrado un refugio para mí y para Janet. No cabía dudar de la satisfacción de Janet. Ella compartía también aquel esnobismo innato de casi todos los criados, por el cual cuanto más encumbrada es la casa en la que sirven tanto más complacidos se muestran. Y pasar de una vicaría en la que había que hacer ciertas economías a un castillo en el que parecía haber una corriente interminable de bienes materiales había sido un gran progreso.
Supe desde un principio que tendría que andarme con cuidado. David estaba decidido sin duda a perseguirme. Observaba cierto brillo en sus ojos cada vez que me miraba. Sabía que ya era su amante en su imaginación. Estaba decidida a no llegar a serlo jamás en la realidad y me daba cuenta de que él estaba análogamente decidido a que lo fuera. Era un hombre despiadado. Sí, tendría que andarme con cuidado. No es que temiera sucumbir a sus estratagemas. Eso jamás podría ocurrir; sin embargo, creía que él iba a hacer todo lo posible por atraparme en una situación comprometida. En cuanto a Joel, no estaba muy segura acerca de sus sentimientos hacia mí. Algunas veces, sus ojos se posaban en mí con el mismo deseo que yo había observado en los de David. Cuando estaba a su lado, me tocaba el brazo, la mano o los hombros y yo intuía que deseaba estar cerca de mí.
Hubiera sido una insensata si no me hubiera percatado de los profundos sentimientos que había despertado en los hermanos Mateland.
Había veces en que permanecía tendida en mi dormitorio de la torre y me decía: «Si fueras una mujer buena y virtuosa, te irías de aquí. Sabes que nada bueno puede resultar de todo eso. David es un bucanero, un descendiente de aquellos hombres que capturaban a los viajeros y los llevaban al castillo para torturarlos o bien pedir un rescate. Sería capaz de hacer cualquier cosa con tal de satisfacer sus deseos. Corres un gran peligro con él. Y… te estás comprometiendo cada vez más con Joel. Te emociona su presencia. Es más, a veces buscas su compañía. La verdad es que te estás enamorando de Joel Mateland y que cada día te comprometes más. Convertirse en su amante sería más horrible que convertirse en la amante de David porque él es el marido de Jessamy».
La atmósfera resultaba inquietante. Cada noche cerraba la puerta de mi dormitorio con llave. Me alegraba de que Jessamy se encontrara a pocas puertas de distancia. Solía imaginármelos a ella y a Joel juntos. Pero él solía transcurrir más tiempo en la casa de la ciudad.
Jessamy estaba turbada. Una vez tuvo una pesadilla y gritó. Yo acudí a su dormitorio y la encontré revolviéndose en la cama. Estaba diciendo algo acerca de la maldición que pesaba sobre las esposas Mateland.
La desperté, la tranquilicé y me quedé toda la noche en su habitación.
—Estabas soñando —le dije—. No debes tener estas pesadillas. Son malas para el niño.
Bastaba con que Janet o yo dijéramos que algo perjudicaría al niño para que Jessamy se preocupara. Su vida giraba en torno del niño. Era como si buscara en él algún consuelo.
Había muchas cosas que hubiera deseado preguntarle a Jessamy acerca de su matrimonio, pero me resultaba difícil hablar de ello. Temía traicionar mis sentimientos hacia Joel.
Tenía que ocurrir lo inevitable. Quiero que comprendas, Suewellyn, que ni yo ni Joel éramos perversos. Ambos habíamos tratado por todos los medios de que no ocurriera. Pero hay algo en nosotros que nos impulsa a actuar con despreocupación y, en el transcurso de mis primeros meses de estancia en el castillo, lo intentamos de veras, pero se trataba de algo más fuerte que nosotros.
* * *
Jessamy tuvo que dejar de montar a caballo y yo salía a pasear sola. Un día me encontré a Joel en el bosque.
—Tenía que hablar con usted —me dijo—. Sabe que la amo, Anabel.
—No debe decir eso —contesté sin convicción.
—Debo decir lo que es cierto.
—Se casó usted con Jessamy.
—¿Por qué no vino con ella la primera vez? Todo hubiera sido distinto si hubiera venido.
—¿De veras? —dije.
—Usted sabe que sí. Hubo una tremenda e innegable atracción entre nosotros ya desde el primer momento en que nos conocimos en los peldaños del altar. Aquello fue muy significativo. ¡Oh, Anabel, si hubiera sido usted!
Me esforcé por no olvidar la lealtad que le debía a Jessamy.
—Pero no lo fui —dije—. Y usted se casó con Jessamy. ¿Por qué lo hizo si no la amaba?
—Ya le hablé de mi primer matrimonio. Tenía que volverme a casar. Quería tener hijos. Había esperado años. Eso es lo más irónico. Si hubiera esperado un poco más…
—Ahora ya es demasiado tarde.
—Nunca es demasiado tarde —dijo él, inclinándose hacia mí.
—Pero Jessamy es su esposa… muy pronto le dará un hijo.
—Usted está aquí —dijo él— y yo estoy aquí…
—Creo que debo abandonar el castillo.
—No debe hacer eso. Si lo hiciera, yo la seguiría, nada resolvería con su partida. Anabel, usted y yo somos de la misma clase, estamos hechos el uno para el otro Surgió algo entre nosotros desde un principio. Usted lo sabe tan bien como yo. Sólo muy raras veces en la vida se encuentra a la persona adecuada en el momento adecuado.
—Pero nosotros nos hemos encontrado en el momento indebido —le recordé—. Demasiado tarde…
—No vamos a permitir que los convencionalismos nos repriman. Apartaremos a un lado estas barreras creadas por el hombre. Usted está aquí y yo estoy aquí. Eso es suficiente.
—No, no —insistí en decir yo—. Jessamy es mi querida prima. Ella es buena y totalmente incapaz de deslealtades y crueldades. No debemos traicionarla.
—Le digo que vamos a estar juntos, Anabel —dijo él con firmeza—. Durante el resto de nuestras vidas, se lo juro. ¿Piensa que voy a dejar que se vaya? Usted no es de esas personas que permiten que los convencionalismos destrocen sus vidas.
—No, tal vez no. Pero está Jessamy. Si fuera otra persona…
—Vamos a atar los caballos aquí y hablaremos un poco. Quiero retenerla… hacerle comprender…
—No —dije rápidamente—, no.
Y, dando media vuelta con mi caballo, me alejé al galope.
Pero era inevitable. Una tarde, él vino a mi habitación. Jessamy estaba sentada en el jardín. Era un precioso día de septiembre y estábamos disfrutando de un sol como de veranillo de San Martín.
Él cerró la puerta y se quedó de pie, mirándome. Yo me había quitado el vestido y me disponía a cambiarme para reunirme con Jessamy en el jardín.
Él me tomó en sus brazos y me besó. Siguió besándome y advertí que le deseaba tanto como él me deseaba a mí.
Pero Jessamy estaba allí abajo, inocente y confiada, y yo me aferré a la lealtad y al amor que sentía por ella.
—No, no —protesté—. Aquí no.
Era una confesión. Él me apartó un poco y me miró.
—Tú sabes, Anabel, amor mío —me dijo— que nos pertenecemos el uno al otro. Nada en la tierra nos va a separar.
Yo lo sabía.
—Muy pronto entonces… —añadió él.
Y estaba sonriendo.
No quiero justificarme. No hay justificación. Nos hicimos amantes. Fue una perversidad por nuestra parte, pero la verdad es que ninguno de los dos es un santo. No pudimos evitarlo. Nuestras emociones eran más fuertes que nosotros. Estoy segura de que raras veces dos personas se aman como nosotros nos amábamos… inmediata y simultáneamente. Estoy segura de que amar así es el estado más feliz que puede haber en el mundo… si se es libre de hacerlo. Tratamos de olvidar que estábamos traicionando a Jessamy, pero, como es lógico, yo no podía olvidarlo por completo. Era la amargura de mi éxtasis. Algunas veces en que nos encontrábamos en la mayor intimidad, lo olvidaba; pero no por mucho tiempo, y me resultaba muy difícil huir del recuerdo de Jessamy. Siempre la tenía en mi mente, exceptuando aquellas insólitas ocasiones, y me despreciaba a mí misma por engañarla puesto que, mirando hacia atrás, me percataba de que había comprendido que iba a ocurrir algo así en caso de que acudiera al castillo. Hubiera tenido que ser noble y generosa. Hubiera tenido que buscarme un puesto de dama de compañía de alguna anciana antipática y atender sus deseos, sacar a pasear a su detestable perrito o bien tratar de dedicarme a la tarea de educar a unos pequeños monstruos en el cuarto infantil de algún hogar desconocido. Me estremecía al pensarlo y, sin embargo, a pesar de lo desdichada que hubiera sido, hubiera podido mantener la cabeza alta.
* * *
Jessamy tuvo un embarazo difícil. El médico dijo que tendría que permanecer en cama y ella así lo hizo. No se quejaba y aguardaba ansiosamente el día en que nacería su hijo. Se mostraba muy considerada conmigo.
—No tienes que quedarte todo el día en casa, Anabel —me decía—. Toma un caballo y entrénalo.
¡Querida Jessamy y despreciable Anabel! Tomaba un caballo, me dirigía a la casa de la ciudad y allí me reunía con Joel.
Él no tenía tantos remordimientos como yo. Él era un Mateland y los Mateland, imaginaba yo, jamás se habían privado de la satisfacción de sus sentidos. Yo era plenamente consciente de que había habido muchas mujeres antes que yo. Y lo más curioso es que ello se me antojaba un reto. Iba a conseguir atarle a mí. Estaba decidida a hacerlo. En realidad, yo era por aquel entonces una mezcla de contrastes. Estaba jubilosa y estática, pero, al mismo tiempo, me sentía invadida por la vergüenza y el aborrecimiento de mí misma. Sabía, sin embargo, una cosa y era que no tenía más remedio que comportarme tal como lo estaba haciendo. Era como si una poderosa fuerza nos empujara el uno hacia el otro. Yo creo que él también pensaba lo mismo. Decía que jamás en su vida había conocido algo como aquello y, aunque eso es lo que suele decir la gente en tales circunstancias, yo le creía.
Debes comprender, Suewellyn, que, si no hubiera sido un sentimiento poderoso y abrumador, si no hubiera tenido la certeza de que aquél era el único hombre al que podría amar, no me hubiera entregado a semejantes relaciones. No soy una mujer buena, pero tampoco soy ligera de cascos.
* * *
Por consiguiente, mientras Jessamy aguardaba el nacimiento de su hijo, yo hacía ardorosamente el amor con su marido. Estábamos completamente absortos el uno en el otro y únicamente cuando nos encontrábamos solos en aquella casa podíamos permitirnos el lujo de comportarnos con naturalidad. En el castillo teníamos que ocultar nuestros sentimientos y sabíamos que nos hallábamos en una situación sumamente peligrosa. No sólo teníamos que engañar a Jessamy sino que, además, yo era constantemente consciente de la vigilancia a que me sometían los ojos de David. El hecho de que le hubiera rechazado le había parecido gracioso y, al mismo tiempo, había intensificado sus deseos.
En caso de que supiera algo, Esmeralda no prestaba al asunto la menor atención. Creo que estaba acostumbrada a los devaneos amorosos de su marido. A menudo sorprendía a Elizabeth Larkham vigilándome de cerca. Era la amiga de Esmeralda y resultaba evidente que no aprobaba el interés que yo despertaba en David.
En cuanto al viejo, estaba segura de que, de haber estado al corriente de la situación, ésta le hubiera resultado muy divertida.
Era un hogar muy extraño. Cuando estaba en el castillo, con quien más a gusto me sentía era con el joven Esmond. Nos habíamos hecho muy buenos amigos. Yo solía leer para él y ambos nos sentábamos en compañía de Jessamy mientras ella confeccionaba alguna prenda infantil. Para mí era un consuelo tener al niño a mi lado; me sentía muy incómoda cuando me encontraba a solas con Jessamy.
Creo que la única persona que sabía lo que estaba ocurriendo entre Joel y yo, era Dorothy. Ésta se mostraba imperturbable y yo no podía saber lo que pensaba. Se me ocurrió pensar que tal vez otras mujeres hubieran acudido antes a la casa. Se lo pregunté a Joel y él reconoció que ello había ocurrido una o dos veces. Me aseguró con vehemencia que todo aquello había sido muy distinto. Jamás había habido algo como lo nuestro, y yo le creía.
Garth, el hijo de Elizabeth Larkham, vino al castillo para pasar allí las vacaciones estivales. Era un niño bullicioso que se comportaba como si el castillo fuera suyo. Le llevaba varios años a Esmond y era el que dirigía los juegos. Me pregunté si Esmond le acogería con agrado. Él no decía que no. Era demasiado educado para eso. Su madre decía que era bueno que tuviera a alguien más próximo a su edad y tal vez tuviera razón. Vino también otro muchacho para una breve visita. Era una especie de primo, llamado Malcom Mateland. Deduje que su abuelo era el hermano de Egmont.
Mirando ahora hacia atrás, todo lo que ocurrió me parece inevitable. La hija de Jessamy nació en noviembre y para entonces descubrí que yo iba a tener un hijo.
Fue un descubrimiento devastador, si bien es cierto, que hubiera tenido que estar preparada para ello. Me guardé la información durante varios días.
La hija de Jessamy fue bautizada con el nombre de Susannah. Era costumbre en nuestra familia imponer dos nombres a las niñas. Amy Jane, por ejemplo. Mi madre se llamaba Susan Ellen. En cuanto a Jessamy y a mí, nuestros nombres eran una combinación de otros dos: Jessica Amy y Ann Bella. Es lógico, por tanto, que Jessamy pensara en llamar Susan Anna o Susannah a su hija.
Tan distraída estaba Jessamy con su hija que no advirtió mi preocupación.
Hablé de mi apurada situación con Joel. Él se mostró encantado ante la perspectiva de que tuviéramos un hijo y apartó a un lado todas las dificultades. Estaba empezando a comprender muy bien a Joel. Era un hombre enérgico, como todos los Mateland. Cuando surgía alguna situación difícil, siempre partía de la base de que se podría encontrar una solución.
—Bueno, cariño —me dijo—, eso ya ha ocurrido antes, millones de veces. Ya encontraremos algún medio.
—Tendré que irme —dije—. Encontraré alguna excusa para abandonar el castillo.
—Alejarte durante un breve período… sí. Pero regresarás.
—¿Y el niño?
—Ya buscaremos algo.
Tardamos algún tiempo en elaborar un plan de acción. Decidimos al final, que yo les diría a los del castillo que un lejano pariente de mi padre que vivía en Escocia estaba deseando verme. Había oído hablar a mi padre de aquella gente, pero, al parecer, había habido alguna disputa en la familia y ahora, al enterarse de que mi padre había muerto, deseaban verme.
Le dije a Jessamy que consideraba conveniente ir.
Jessamy odiaba las disputas familiares y me dijo que por qué no iba a pasar con ellos una o dos semanas.
Me fui, dando a entender que estaría ausente una o dos semanas. Después ya encontraría alguna razón para prolongar mi estancia.
Ahora estaba embarazada de tres meses. Janet conocía el secreto. Hubiera sido imposible ocultárselo. Al principio, se mostró horrorizada, pero su esnobismo jugó en mi favor. Por lo menos, el padre de mi hijo llevaba un gran nombre y su hogar era un castillo. Ello hacía que el pecado fuera más venial a sus ojos. Me iba a acompañar.
No fuimos a Escocia tal como habíamos dicho, sino a una pequeña aldea de montaña cercana a los Apeninos y allí vivimos mientras aguardábamos la llegada del niño. En el transcurso de aquel período, Joel vino dos veces a verme y, en cada una de las ocasiones, pasó unos cuantos días conmigo. Fueron unos días muy apacibles. Estábamos juntos en las montañas y simulábamos que estábamos casados y que yo no me ocultaba para que nuestro hijo naciera en secreto.
Bueno, a su debido tiempo tú viniste al mundo, Suewellyn, y quiero que sepas ahora que ningún hijo fue más amado de lo que fuiste tú.
¿Qué podía hacer? Hubiera podido instalarme en una casa en alguna parte. Pensamos en ello. Joel hubiera podido visitarnos. Pero yo no quería que ocurriera tal cosa. Quería que todo resultara lo más fácil posible para todos nosotros. Joel quería que yo viviera en el castillo. Por consiguiente, decidimos que tú vivirías con Amelia y William Planter. Yo podría visitarte con frecuencia y vigilarte y podía confiar en que los Planter cumplirían con su obligación: además, serían bien remunerados por ello.
Ellos te tomaron bajo su custodia y te educaron y, tal como tú sabes, yo solía acudir a verte con regularidad.
Es una situación bastante corriente. Como es natural, la gente empezó a sospechar. Los vecinos de los Planter debieron adivinarlo. Yo siempre le decía a Joel que teníamos que sacarte de allí. Quería tenerte conmigo. Los Planter jamás te maltratarían, de eso estaba segura, pero nunca te amarían. Yo estaba muy preocupada por ti.
¿Recuerdas el día que te llevé a Mateland? Te mostré el castillo y vino Joel. Fuiste muy feliz aquel día, ¿verdad? Formulaste tres deseos. Estuve a punto de perder el aplomo cuando me revelaste cuáles eran.
Parece un milagro que se hayan convertido en realidad. Ojalá se hubieran convertido en realidad de otra manera.
Ya te he hablado de David, ¿verdad? David era un hombre malvado. Sé que ni Joel ni yo somos santos. Sé que permitimos que nuestros sentidos se superpusieran al deber. Sé que te trajimos al mundo imprudentemente, sabiendo que nos iba a ser imposible criarte tal como lo padres deben criar a sus hijos. Nos preocupamos primero por la satisfacción de nuestros egoístas deseos. Pero amamos, Suewellyn, amamos. Ésta es mi justificación. David jamás hubiera podido amar algo o a alguien más que a sí mismo. Se preocupaba por su orgullo, el cual, tenía que ser satisfecho a toda costa. Además, había también envidia en él. Intuí rápidamente que envidiaba a Joel. Cierto que era el hermano mayor y tenía un hijo que le sucedería. Pero Joel experimentaba una especie de placer interior. Su trabajo entre los enfermos le daba una satisfacción de la que David carecía. Además, David era un hombre muy sensual. No digo que Joel no lo fuera. Lo era. Hay en tu padre una crueldad análoga a la que había en David. Ambos poseían los rasgos característicos de los Mateland. Ambos ponían de manifiesto una afición innata al poder y dicen que el poder corrompe. Pero Joel era capaz de amor. Y a mí me consta que David no lo era. Sólo se preocupaba por la satisfacción de sus deseos. Yo le había rechazado y suponía que, como consecuencia de ello, su deseo por mí se había intensificado; sin embargo, él no sólo me quería a mí sino que, además, quería vengarse.
David era un hombre de otro siglo. Pertenecía a una época en la que el señor del castillo era un señor feudal al que todo el mundo obedecía y de cuyo capricho dependía el destino de todos. Le creía capaz de gran crueldad; más aún, de complacerse en ella.
Por consiguiente, Suewellyn, tú te criaste en el Crabtree Cottage y yo siempre me había hecho la promesa de que te compensaría por aquellos primeros tiempos. No fueron un abandono. Eso jamás. Yo sufría por ti, ansiaba tenerte conmigo. Joel y yo hablábamos de ti constantemente.
Rezaba para que pudiéramos estar juntos. Ése era mi deseo… y también el tuyo.
Los años empezaron a sucederse con rapidez. Yo sabía que estaban preñados de peligros. Sabía que David me vigilaba. Suponía que estaba al corriente de lo que había entre Joel y yo.
Descubrí que Elizabeth Larkham era su amante. Era una mujer extraña, una mujer insólita. Creo que apreciaba a Esmeralda, pero, tal como nos había ocurrido a Joel y a mí, sus emociones la habían desbordado. Aquellos hombres Mateland podían ejercer un terrible poder.
En cierto modo, le estaba agradecida a Elizabeth porque apartaba de mí la atención de David. A decir verdad, yo intuía cierta amenaza en el castillo. Había sido el escenario de muchas tragedias en el pasado; muchas oscuras acciones habían tenido lugar en el interior de aquellos muros. A veces creía que la violencia, la pasión, la muerte y el desastre dejan en pos de sí alguna huella que perciben después las generaciones sucesivas.
A veces, reinaba una atmósfera como la de una caldera a punto de hervir. Estaba David, envidioso, sensual, buscando satisfacer sus insaciables sentidos; estaba Esmeralda en su silla, inmóvil y gris como un fantasma del pasado y a menudo me preguntaba cómo habría sido su vida con David antes de que ocurriera el accidente. Estaba Elizabeth Larkham, tranquilizando a Esmeralda, haciéndose necesaria para Esmeralda… y para el marido de Esmeralda; y estábamos yo y Joel, entregados a nuestra pasión ilícita, tratando de aferrarnos a algo que jamás podría ser mientras Jessamy viviera. Estaba también Jessamy, la querida e inocente Jessamy, consciente de que algo andaba mal en su matrimonio, consciente de la indiferencia de su marido y de su propia ineptitud, viviendo por su hija. Y después los hijos: Esmond, brillante e inteligente, casi a punto de ser enviado a un internado; Garth, que venía durante las vacaciones; y Malcom, que hacía visitas menos frecuentes, un muchacho dominante que ya ponía de manifiesto los rasgos típicos de los Mateland; y, naturalmente, Susannah, una niña preciosa que solía gritar para lograr salirse con la suya y que se reía adorablemente cuando lo conseguía… otra auténtica Mateland.
Aun así, hubo un tiempo en que llegué a sentirme segura. ¡Qué insensata! David jamás iba a permitir que otra persona le venciera.
Tal vez se estuviera cansando de Elizabeth, pero lo cierto, es que observé que cada vez me acosaba con más insistencia. Cuando salía a pasear a caballo, él me seguía. Me resultaba muy difícil dirigirme a la casa de la ciudad sin que él me viera.
Salía cuando tenía algún momento libre y, si no conseguía eludir su vigilancia, no iba a la casa y Joel me esperaba en vano.
Descubrí que Joel odiaba intensamente a David. Las emociones de Joel eran siempre intensas. Jamás hacía las cosas a medias. Se entregaba en cuerpo y alma a cualquier cosa que le obsesionara. Le obsesionaba su trabajo; le obsesionaba nuestra pasión. Yo pensaba a menudo en los felices que hubiéramos podido ser —él, tú y yo, Suewellyn— en aquella casa de la ciudad, lejos del castillo.
Eso me recuerda la última vez que te visité en el Crabtree Cottage… no, no la última vez porque la última vez fue cuando te llevé conmigo. Quiero decir la penúltima vez.
No me percaté de que me seguían. Hubiera tenido que darme cuenta. Pero él era muy hábil. David había observado que yo me ausentaba con frecuencia del castillo durante un día, para visitar presuntamente a unos parientes de mi padre. Yo había dicho que éstos eran una rama de la familia en cuya casa me había alojado cuando tú naciste y a la que había tenido ocasión de conocer entonces.
Bueno, en aquella ocasión, David me siguió hasta el Crabtree Cottage. Se quedó unos días en la posada local e hizo muchas preguntas. Te vio… y te asustó, según creo. Descubrió lo que esperaba descubrir. Tú estabas allí… nuestra hija, mía y de Joel.
Regresó muy contento y al otro día me siguió cuando salí a dar un paseo a caballo y me dio alcance en el bosque.
—Bueno, Anabel —me dijo—, tengo que hablar contigo.
—¿Y qué tienes que decirme? —le pregunté.
—Es algo a propósito del eterno triángulo… tú, Joel y yo.
—No creo que quiera escuchar lo que tengas que decirme a este respecto —repliqué.
—Ah, pero es que no se trata de lo que tú quieras escuchar sino de lo que yo tengo que decir. Lo sé todo, dulce Anabel. Sé cómo os comportáis tú y Joel. En lugar de atender supuestamente a los enfermos, tú y él os dedicáis a retozar en su dormitorio de soltero. Me sorprende de ti, Anabel, aunque no de mi hermano, desde luego.
—Voy a regresar al castillo.
—Todavía no. Ya regresaremos más tarde. Lo sé todo, Anabel. Sé del nido de amor, instalado encima de la sala de la consulta. Sé también de la chiquilla. Es encantadora… lo que cabría esperar de una hija tuya… y de Joel, claro.
Me sentí enferma de horror. Pensaba que tal vez hubiera adivinado mis relaciones con Joel, pero el hecho de que hubiera descubierto tu existencia me horrorizaba.
—Tú… —empecé a decir, tartamudeando— tú has hablado con ella…
—No te alarmes. Las chiquillas no me atraen. Me gustan las mayores y hermosas como tú, Anabel.
—¿Por qué me dices eso? ¿Por qué me has espiado…?
—Eres lo bastante lista para saberlo. No sé qué va a decir Jessamy cuando se entere de que su querida amiga es la amante de su marido. ¡Y de que, además, tiene una hija! ¿Sabes que tu hija se parece un poco a Susannah? No hay mucha diferencia en sus edades. No cabe duda de que ambas son unas Mateland.
Me sentí enferma. Pensé en Jessamy. Imaginaba su apenado rostro cuando se enterara. Que fuera yo precisamente… ¡su prima y su más querida amiga! La traición era mil veces más horrenda por ser yo quien le había sido desleal.
—No debes decírselo a Jessamy —dije.
—No quiero hacerlo, claro. Y no lo haré… con una… condición.
Me quedé fría de espanto.
—¿Qué… condición?
—Cabía esperar que ello fuera obvio para una persona con tanta capacidad de discernimiento como tú.
Traté de alejarme, pero él apoyó una mano en las riendas de mi caballo.
—Bueno —dijo—, ¿no será simplemente cuestión de cuándo?
Levanté el látigo. Hubiera podido azotarle el sonriente rostro. Él me asió el brazo.
—¿Por qué tan ofendida? —preguntó—. No eres una vergonzosa virgen, ¿verdad? Quiero decir que no iba a ser la primera vez que te entregaras a esta clase de aventura.
—Eres despreciable.
—Y tú eres deseable. Tanto, dulce Anabel, que estoy dispuesto a tomarme toda clase de molestias por ti.
—No quiero volver a verte.
—¿Adónde iremos? ¿En el castillo? Sería divertido, ¿verdad? ¿Cuándo vendrás?
—Nunca —contesté.
—Oh, pobre y querida Jessamy, ¡cómo se va a disgustar!
—¿Es que no tienes decoro?
—En absoluto.
—Te odio.
—En cierto modo, eso lo hará más interesante. Mira, Anabel, he estado esperando este momento… durante años. Sé lo de ti y Joel. ¿Por qué ser tan amable con un hermano y tan cruel con el otro?
—Joel y yo nos amamos —dije con vehemencia.
—Muy conmovedor. Casi me hace llorar.
—Dudo que jamás hayas llorado por algo como no sea de rabia.
—Hay muchas cosas que tienes que aprender acerca de mí, Anabel. Pero las aprenderás. Vas a disponer de mucho tiempo para ello. Tienes que ocultarle a Jessamy tu maldad, ¿no es cierto? Y sólo hay un medio para hacerlo.
—Yo misma se lo iré a decir.
—¿De veras? ¡Pobre Jessamy! Es una muchacha muy sentimental y no ha estado bien desde que nació Susannah. Padece de los pulmones, tú lo sabes, y su corazón no está en las condiciones que debiera. Espero que a Joel no se le haya ocurrido alguna idea genial. Oh, Dios mío, la intriga se complica. No sé cómo recibirá la noticia. Me refiero a la historia de tu maldad. Tuya y de su marido… el marido y la mejor amiga. Por desgracia, sucede a menudo.
Espoleé el caballo y me alejé al galope. No sabía a dónde ir ni qué hacer. Al final, regresé al castillo. Jessamy estaba descansando, me dijeron. Me sentía presa de una gran inquietud. No podía soportar que Jessamy se enterara.
Y la alternativa…
Estaba temblando de miedo. Un pensamiento me martilleaba constantemente la cabeza. Jessamy no debería saberlo.
Volvía una y otra vez a mi mente la escena en el bosque. No podía olvidar el brillo de sus ojos y sus gruesos labios sensuales. Podía leer sus pensamientos con toda claridad y comprendía que, al final, él sabía que me tenía en su poder.
* * *
Mi puerta se abrió lentamente. Me levanté sobresaltada porque era Jessamy.
—¿Te he asustado? —me dijo ella.
—N… no —contesté.
—¿Ocurre algo?
—No, ¿por qué?
—Te veo… distinta.
—Me duele un poco la cabeza —le dije.
—Oh, Dios mío, Anabel, no es frecuente verte indispuesta.
—Estoy casi bien, en realidad.
—Debes decirle a Joel que te dé un tónico. ¿Por qué no te tiendes un poco? Había venido a hablar contigo acerca de Susannah.
—¿Qué le ocurre a Susannah?
—A veces puede ser muy testaruda, ¿sabes, Anabel? Quiere salirse constantemente con la suya y parece que siempre lo consigue.
—Es una Mateland —dije yo.
—No tendría que molestarte con eso ahora. No es algo importante. Supongo que quería simplemente hablar. Estaba un poco preocupada por ella y, cuando estoy preocupada, es a ti a quien recurro. ¿Recuerdas?, hace unos siete años que viniste al castillo.
—Yo tenía diecisiete entonces —dije por decir algo.
—Eso significa que ahora tienes veinticuatro. Tendrías que tener un marido, Anabel.
Cerré los ojos porque aquello me estaba resultando insoportable. Ella siguió hablando como si meditara para sus adentros.
—Tendríamos que hacer algo por ti. Organizar fiestas… bailes… hablaré con Joel… cuando le vea. ¿Qué ocurre? ¿De veras estás bien? Yo no hago más que hablar y a ti te duele la cabeza. ¡Debes descansar, Anabel!
Me obligó a tenderme en la cama. Me cubrió con una colcha. Yo hubiera deseado gritarle: «Tendrías que odiarme. Eso es lo que merezco».
Ella me dejó tendida allí, tratando de pensar en lo que debería hacer.
No se me ocurría una solución. Jessamy tendría que saberlo y yo no podía soportar que lo supiera. Era necesario que se lo dijera a Joel. Pero temía hacerlo. Temía lo que él pudiera hacer. Sabía que se llenaría de cólera contra su hermano y, sin embargo, tenía que decírselo.
Salí de mi habitación, todavía enfundada en mi atuendo de montar. Al llegar al vestíbulo, David me llamó. Corrí hacia la puerta, pero él llegó antes que yo.
—Hay un límite de tiempo, ¿sabes? —me dijo—. Digamos que cuatro horas para que adoptes una decisión. Creo que sería un bonito gesto que acudieras a mi habitación. Está en la torre cilíndrica frontal. Es una habitación muy agradable. Encenderé la chimenea muy temprano. Te estaré esperando. Supongo que mi diligente hermano estará en el consultorio. No parece muy deseoso de estar con su mujer. Nosotros ya sabemos el por qué, claro. Tiene otras cosas que hacer. Muy bien, Anabel querida, esta noche.
Me alejé corriendo. Me dirigí a las caballerizas. Monté en mi caballo y me fui a dar un paseo. Pero no fui a la ciudad. No me atrevía a decírselo a Joel. Pero tendría que decírselo, claro.
Galopé temerariamente por los campos, preguntándome constantemente qué iba a hacer.
Era muy entrada la tarde. «Tengo que ver a Joel, tengo que decírselo». Una de las cosas que nos habíamos dicho el uno al otro era que siempre lo compartiríamos todo.
Había terminado con sus pacientes y observé su complacencia al verme. Me arrojé en sus brazos. Estaba medio sollozando de alivio.
Se lo conté todo y, mientras me escuchaba, palideció. Al final, dijo:
—Te espera esta noche. En su lugar, me encontrará a mí.
—Joel —grité—, ¿qué vas a hacer?
—Voy a matarle —me dijo.
—No, Joel. Tenemos que reflexionar. No tienes que precipitarte. Sería un asesinato… tu propio hermano.
—Sería simplemente matar una avispa. Le odio.
—Joel… por favor… trata de calmarte…
—Debes dejarlo de mi cuenta, Anabel.
—No puedo soportar que Jessamy se entere. Ya jamás volvería a creer en alguien. Siempre ha confiado en mí. Siempre hemos estado muy unidas… hemos sido muy amigas. No puedo soportar que se entere de que he hecho eso, Joel.
Comprendí que estaba dominado por la cólera y no podía pensar en ninguna otra cosa. Sabía que la cólera podía ser violenta, obsesiva. Recordé cómo una vez un niño de la ciudad había sido maltratado por sus padres y cómo se había encolerizado Joel con ellos. Consiguió que les encarcelaran y que el niño fuera cuidado en otro lugar. Era una cólera justa, desde luego, pero no había tenido en cuenta que los padres se hallaban bajo los efectos de la tensión y no eran personas de inteligencia normal. Yo discutí con él al respecto, pero se mostró inflexible. Ahora sólo pensaba en vengarse de David… no por habernos espiado, no por haberte localizado, sino por lo que me había insinuado. Por su chantaje, decía él, porque eso era en efecto. Y sólo había un medio de tratar con los chantajistas, decía, y este medio consistía en eliminarles.
Yo estaba asustada de las pasiones que había despertado en aquellos dos hombres. Conocía sus temperamentos tormentosos, el de Joel no menos tormentoso que el de David, y estaba asustada.
Regresamos juntos al castillo. Yo me dirigí a mi habitación pretextando un dolor de cabeza y no bajé a cenar. Jessamy vino después de la cena para ver cómo me encontraba. Me dijo que todo le resultaba muy extraño. Joel apenas había hablado y David se había comportado de una manera muy rara.
—Se ha pasado el rato gastando bromas… incomprensibles —dijo Jessamy—. No las he entendido y me he alegrado de que terminara la cena. Pobre Anabel. Es tan insólito que no te encuentres bien. David estaba diciendo que no recordaba que alguna vez hubieras estado indispuesta… exceptuando aquella vez hace seis o siete años en que pasaste una temporada con los parientes de tu padre. Ha dicho que, antes de tu partida, no tenías tu aspecto habitual pero que, cuando regresaste, observó que ya te habías recuperado. Ha sido una cena horrible, Anabel. Me he alegrado de que terminara. Pero estás cansada —se inclinó para besarme—. «Mejor por la mañana», eso es lo que la vieja ama Perkins solía decir, ¿te acuerdas?
—Gracias, Jessamy —dije—. Te quiero mucho. Recuérdalo.
—No te debes encontrar muy bien para haberte puesto tan sentimental —dijo ella, riéndose—. Buenas noches, Anabel.
Hubiera querido extender la mano hacia ella, tratar de explicárselo y pedirle perdón.
Permanecí tendida allí un buen rato.
Joel había dicho que vendría por mí y que ambos nos dirigiríamos juntos a la habitación de David. Pero no vino y, mientras esperaba con los ojos clavados en la puerta, oí el sonido amortiguado de un disparo en el exterior del castillo.
Permanecí alerta y presté atención. No se escuchaba el menor ruido desde abajo. Temía que el disparo tuviera algo que ver con David y Joel.
Me dirigí a la habitación que Jessamy compartía con Joel y me detuve junto a la puerta, escuchando. Estaba segura de que Jessamy se encontraba sola.
Entonces no pude evitarlo. Me dirigí a la habitación de David, situada en la torre cilíndrica. Me detuve junto a la puerta y escuché. No se percibía el menor rumor, por lo que abrí la puerta despacio y asomé la cabeza al interior. El fuego parpadeaba en la chimenea. La habitación se hallaba iluminada por la luz de varias velas. Había una silla junto a la chimenea y se observaba una bata de seda sobre la colcha de terciopelo de la cama.
Allí no había nadie.
Mis temores se estaban intensificando por momentos. Bajé corriendo la escalera y salí al patio. Tenía que saber qué había ocurrido y me aterraba descubrirlo. Oí las pisadas de alguien que corría. Contuve la respiración y escuché.
Joel estaba corriendo hacia mí y comprendí que había ocurrido una terrible tragedia.
Me arrojé en sus brazos. Apenas podía respirar. Tenía como un enorme nudo en la garganta, lo cual, supongo, que era de terror.
—He oído… un disparo… —dije, tartamudeando.
—Ha muerto —me dijo—. Le he matado.
—Dios nos ayude —murmuré.
—He ido a su habitación —me dijo—. Le he dicho que lo sabía y que iba a matarle. Él me ha dicho que lo íbamos a arreglar de una manera civilizada. Me ha sugerido un duelo a pistola. «Ambos somos buenos tiradores», me ha dicho. Hemos ido a la sala de armas de fuego por las pistolas. Él siempre creyó que era el mejor tirador… por eso me lo ha sugerido… pero esta vez no lo ha sido.
—Le has matado, Joel —dije en voz baja—. ¿Estás seguro?
—Sí. En pleno corazón. Es donde le había apuntado. Había que elegir entre él o yo… y tenía que ser él… por ti… por mí… por Suewellyn.
—¡Joel! —grité—. ¿Qué vas a hacer?
—Siempre pensé que un día le iba a matar… de lo contrario, él me mataría a mí. Ya habíamos estado a punto de hacerlo una o dos veces. Ahora ya todo ha terminado. Me voy. Tengo que hacerlo… esta noche…
—Joel… ¡no!
—Tú vendrás conmigo. Tendremos que abandonar el país.
—Ahora…
—Ahora… esta noche. Tenemos que pensarlo cuidadosamente. No es imposible. Podré arreglar la situación con mi banco cuando estemos lejos. Podemos llevarnos objetos de valor… todo lo que podamos coger y nos resulte cómodo de llevar. Ve a tu habitación. Recoge todo lo que puedas. Que nadie se entere de lo que estás haciendo. Mañana por la mañana ya estaremos muy lejos. Recorreremos a caballo unos cuantos kilómetros y después tomaremos el tren con destino a Southampton. Embarcaremos y nos iremos a… Australia con toda probabilidad… y, desde allí, seguiremos a otro sitio.
—Joel —dije en voz baja—. La… niña.
—Sí —dijo él—. Ya he pensado en la niña. Tendrás que ir a buscarla. Los tres nos iremos juntos.
Regresé a mi habitación y una hora después de haber oído el disparo de pistola ya estaba cabalgando a través de la noche con Joel.
Nos separamos en la estación de ferrocarril. Él se dirigió a Southampton donde tú y yo nos tendríamos que reunir con él. Yo tenía que esperar la llegada de los trenes y no pude acudir a recogerte hasta el día siguiente. El resto ya lo sabes.
Ésta es mi historia, Suewellyn. Tú has llegado a querernos a tu padre y a mí y ahora que sabes cómo ocurrió, lo comprenderás.