La gran impostura

Una de las características humanas más corrientes, consiste, en el hecho de que, cuando alguien emprende una acción censurable, deshonrosa e incluso criminal, la mente del transgresor empieza inmediatamente a descubrir razones que justifican su acción.

Yo era una Mateland. La descendencia de mi padre estaría incluida sin duda en la línea de sucesión. Yo era la segunda hija de mi padre. Esmond había muerto; Susannah había muerto. Si mis padres se hubieran casado, yo hubiera sido la siguiente.

De nada me valía recordar que mis padres no se habían casado. Tal como me decían los niños con toda franqueza en la escuela, yo era una bastarda; y los bastardos no gozaban de derecho alguno.

Sin embargo, me dijo mi persuasiva mente, mi padre había querido a mi madre con más ternura que a nadie. A sus ojos, ella era su esposa. Yo era una Mateland. Había cambiado de apellido al irme con ellos; tenía derecho sin duda, a ser reconocida como tal.

La idea se estaba afianzando.

De no haber sido por Susannah, Philip hubiera estado ahora conmigo. Me hubiera acompañado a la boda de su hermana y nos habríamos casado, porque él, estaba en cierto modo, enamorado de mí, tal como yo lo estaba de él.

Pero Susannah había venido y me había robado mi amor. ¿Por qué no iba yo a quedarme con su herencia? ¡Ya estaba! Lo había dicho.

—Es fantástico —exclamé en voz alta—. Es imposible. Es un sueño descabellado.

¿Y la alternativa?

Contemplé cara a cara mi sombrío futuro. Podía acudir a Roston Evans; podía confesar mi pequeña impostura. De momento, la cosa no era muy seria. Después podría irme a casa de los Halmer y quedarme con la señora Halmer hasta que decidiera lo que iba a hacer. Tal vez, podría pedir prestado un poco de dinero para regresar a Inglaterra y buscarme allí un trabajo de institutriz o de dama de compañía, que eran los únicos caminos que se ofrecían a las mujeres de cierta educación que se ven súbitamente obligadas a ganarse la vida. Sería absolutamente desdichada.

Por otra parte, estaba aquel descabellado plan que acababa de presentárseme. Estaban acudiendo a mi mente toda clase de conceptos, ideas y posibilidades.

«Está mal —seguía diciéndome—. Es un engaño. Es un delito. Es impensable».

En cierto modo, el hecho de reflexionar acerca de ello, me servía de alivio y me hacía olvidar mi desgracia. «Pues claro que no lo haré —me decía—, pero sería interesante ver cómo se podría hacer… si es que se pudiera hacer».

Pasó una hora. Seguía pensando en ello.

Podía acudir a Roston Evans. El joven no me conocía. En realidad, creía que yo era Susannah. El hecho de que me hubiera abordado en la calle, había sido el comienzo de todo. Jamás se me hubiera ocurrido semejante idea si ello no hubiera sucedido. El destino me estaba tentando. Era como un anzuelo. Había empezado a dar el primer paso por la pendiente al permitirle seguir creyendo que yo era Susannah. ¿Por qué lo había hecho? Era como si estuvieran empezando a emerger unas pautas preordenadas.

La primera parte sería fácil. Podría acudir al señor Roston y conseguir el dinero para mi regreso a casa. Le podría decir que había embarcado rumbo a la isla y no había podido desembarcar a causa de la erupción volcánica. Todo ello era cierto.

Podría ir a Inglaterra… y al castillo de Mateland. Entonces se iniciaría la parte más peligrosa.

Una frase de la carta de Esmeralda acudía sin cesar a mi mente: «Pronto ni me acordaré del aspecto que tienes. Hace tanto tiempo».

¡Sin duda estaba escrito que así ocurriera!

Pensaba mucho en el castillo. Creía saber algo acerca de Esmeralda a través de lo que Anabel y Susannah me habían contado. Había dicho que hacía mucho tiempo que no nos veíamos; se había referido a la debilidad de su vista. Aquella carta era como un dedo que me estuviera haciendo señas, como un destino que me estuviera diciendo: «Ven. Se te ha allanado el camino».

Esmond era la única persona tan profundamente consciente de todo lo relacionado con Susannah como para descubrir inmediatamente la impostura. Y Esmond había muerto.

Bueno, había sido divertido soñar y forjar aquella descabellada aventura, y bien sabía Dios lo mucho que necesitaba divertirme para poder superar la horrible depresión que me abrumaba.

Hasta ahora nada había hecho como no fuera dejar que Roston me creyera Susannah, recoger la correspondencia de ésta y leerla. Todo ello no era excesivamente perverso.

Tenía que dejarlo y empezar a reflexionar con sensatez.

La tristeza me invadió. No hacía más que ver a Anabel acudiendo a visitarme al Crabtree Cottage llevándome consigo en aquella noche que jamás iba a olvidar y, sobre todo, asiendo mi mano mientras ambas contemplábamos juntas el castillo.

No experimentaba el menor deseo de seguir viviendo a menos que… a menos que…

Pasé una noche muy intranquila. Me adormecía y soñaba que llegaba al castillo.

«Ahora es mío», me decía en sueños.

Después me despertaba y me revolvía en la cama sin poder librarme del sueño.

Por la mañana, lo primero que pensé fue: «El señor Roston estará buscando a Susannah. Pensará que no estuvo en la isla. A estas horas ya sabrá que es la propietaria del castillo y que éste era el contenido de las cartas que me entregó. Estará aguardando su visita». Yo había creado una situación. Lo había olvidado. Sí, estaba metida en ello más profundamente de lo que había supuesto al principio.

En lugar de horrorizarme, la idea me llenó de regocijo. Los Mateland vivían peligrosamente y yo era una de ellos.

Entonces supe que iba a lanzarme a esta desaforada aventura. Iba a poner en práctica el mayor engaño que jamás hubiera podido concebir. Sabía que estaba mal. Sabía que podía correr un grave riesgo. Pero iba a hacerlo. Tenía que hacerlo. Era el único medio de salir de aquel lodazal de abatimiento.

El caso era que no me importaba lo que me pudiera ocurrir. El Gigante Rugiente me había robado de golpe todo lo que me importaba.

Iba a emprender aquella acción desesperada porque, por un considerable número de razones, me iba a proporcionar un interés por la vida.

Además, quería el castillo. En cuanto lo había visto, me había sentido ligada a él y el deseo de adueñarme de él aumentaba por momentos porque era lo único que me permitiría desear seguir viviendo.

Mientras bajaba por la calle Hunter, reflexioné acerca de lo que iba a decirle al señor Roston, pero, cuando entré en el edificio y empecé a subir la escalera, aún no estaba totalmente decidida. No me hubiera sorprendido que hubiera soltado bruscamente la verdad acerca de mi engaño. Sin embargo, cuando él me recibió en su despacho, no lo hice. Empezó diciéndome:

—Señorita Mateland, me alegro de que haya venido. La estaba esperando. Ha sido terrible. Claro que siempre hay la posibilidad de que el volcán entre en erupción, pero nadie lo creía probable, de lo contrario, mi padre le hubiera desaconsejado el viaje. Tiene que haber sido un golpe para usted. Y ahora… este golpe todavía mayor. El fallecimiento de su primo en Inglaterra.

—Yo… yo no puedo creerlo. Es terrible.

—Claro, claro. Supongo que debió ser una enfermedad repentina. Algo inesperado. Una conmoción espantosa para usted.

Me estaba tranquilizando amablemente, pero yo intuí que estaba deseando ir al grano.

—Supongo que regresará usted a Inglaterra.

—Es lo que debo hacer. No dispongo de suficiente dinero para el pasaje…

—Mi querida señorita Mateland, eso no constituye problema alguno. Hemos recibido instrucciones de Carruthers Gentle. Le puedo adelantar todo lo que necesite. Le podemos reservar el pasaje. Tengo entendido que su tía está aguardando ansiosamente su regreso.

Mi determinación se estaba debilitando. «El viejo diablo» se encontraba efectivamente junto a mi codo.

De repente comprendí en el despacho del señor Boston, que iba a seguir adelante.

Tres semanas más tarde zarpé rumbo a Inglaterra en el vapor Victoria. Mis pensamientos volvieron a aquel viaje que había efectuado en compañía de mis padres más de diez años antes. Qué distinto había sido y, sin embargo, en ambos viajes me había sentido dominada por una sensación de aventura y emoción. En ambos casos, me estaba dirigiendo a una nueva vida.

Me estaba ocurriendo algo muy misterioso. Estaba cambiando de carácter. A veces, experimentaba la extraña sensación de estar convirtiéndome en Susannah. Había en mí una nueva crueldad. ¿Sería posible que, cuando alguien moría, el alma de aquella persona hallara refugio en el cuerpo de otra? Creía recordar que había una teoría a este respecto. A veces, me parecía que Susannah se había encarnado en mí.

El señor Roston me había hecho entrega de un baúl de ropa y documentos que ella le había dejado en custodia. Antes de abandonar Sídney, me lo puse todo. Me probé todos los vestidos y los elegantes sombreros. Todos me sentaban perfectamente. Empecé a caminar como Susannah. Empecé a hablar como ella. La muchacha que había sido jamás se hubiera atrevido a hacer lo que ahora estaba haciendo. Lo más significativo era que había dejado de buscar justificaciones.

Era una Mateland; era la hermana de Susannah; pertenecía al castillo. ¿Por qué no iba a asumir el papel de Susannah? ¿Qué daño podía causar con ello? Susannah había muerto. Significaría simplemente que iba a cambiar mi nombre de Suewellyn por el de Susannah. Incluso sonaban un poco parecido.

En los baúles figuraban impresas las iniciales S. M.

Mis propias iniciales.

La larga travesía por mar me ofreció el tiempo que necesitaba para acostumbrarme y para observar el cambio que se estaba operando en mí. La gente se fijaba en mí. Había perdido todo mi recelo. Me había convertido no sólo en una joven atractiva sino en alguien que sabe que lo es.

El hecho de que ahora no pudiera volverme atrás contribuía a aumentar mi confianza. Tenía que seguir adelante y lo iba a hacer. Nadie se percataría jamás de la diferencia. A partir de aquel momento, yo sería Susannah Mateland, heredera de un castillo y de una fortuna.

Aquella descabellada aventura me había sido beneficiosa. Era tan absurda y estaba tan preñada de peligros y había tantas cosas que aprender que no tenía tiempo de pensar en mi desgracia. Podía incluso sonreír, pensando en Susannah que siempre se había complacido en llevarme ventaja y que ahora había desaparecido, dejándome a mí para disfrutar de lo que era suyo.

En el barco había un poco de vida social. El capitán se fijaba mucho en mí. Sabía que había ido a visitar a unos parientes en la isla de Vulcano y estaba muy apenado. Pero se alegraba de que hubiera logrado escapar indemne.

—Si hubiera ocurrido una semana más tarde, yo hubiera estado allí —dije—. Quería efectuar una última visita antes de regresar a Inglaterra.

—Se ha escapado felizmente por los pelos, señorita Mateland.

Contemplé el mar con tristeza. Había momentos en que tenía la impresión de estar muy lejos de ser feliz y seguía pensando que ojalá hubiera estado allí con ellos.

Él me dio una palmada en la mano.

—No debe afligirse, señorita Mateland, pero es una tragedia que la isla haya quedado asolada.

Comprendió que el tema era doloroso para mí y no volvió a mencionarlo.

Sin embargo, se mostraba especialmente amable conmigo y le dije que regresaba a casa para hacerme cargo de mi herencia.

—El castillo de Mateland ha pasado a mi propiedad al morir mi primo —dije.

—Ah, la esperan a usted muchas cosas a su regreso. ¿Conoce este castillo, señorita Mateland?

—Oh, sí… sí… es mi casa.

—Se encontrará mejor cuando llegue a casa —dijo él, asintiendo.

Yo seguí hablando del castillo. Me sentía rebosante de orgullo. Tenía casi la sensación de que Susannah me empujaba desde mi interior y me aplaudía. Y pensé: «Eso es lo que hubiera hecho Susannah. Me estoy convirtiendo en Susannah».

Ésta fue la parte más fácil.

Era abril cuando arribamos a Southampton. Tomé el tren con destino a Mateland. Era como desandar aquel viaje de hacía mucho tiempo en que había permanecido sentada, asiendo con fuerza la mano de Anabel, rebosante de emoción por el hecho de que mis tres deseos se hubieran hecho realidad.

Recordé el consuelo que me proporcionaba Anabel y aquella nueva y encantadora sensación de seguridad. Ahora estaba muy lejos de sentirme segura.

En realidad, me estaba inquietando por momentos.

* * *

Estación de Mateland. ¡Qué conmovedoramente familiar! Me apeé del tren y un hombre con una gorra de visera me salió al encuentro.

—¡Señorita Susannah! —gritó—. Bien venida a casa. La están esperando. Me alegro de verla. Qué terrible tragedia, ¿verdad?… El señor Esmond morirse así.

—Sí —dije yo—. Terrible… terrible…

—Le vi poco antes de morir. Regresó a casa. Había estado fuera. Aún puedo verle bajando de este tren, con aquella sonrisa suya… tan serena. «Otra vez de vuelta a casa, Joe», me dice. «A mí no me pillarás mucho tiempo lejos de Mateland». No como usted, señorita Susannah.

—No, Joe, no como yo.

—Bueno, ha cambiado usted un poco.

Me dio un vuelco el corazón a causa del súbito temor.

—Oh… espero que no para mal.

—No… no. Eso no, señorita Susannah. La señora Tomkin se alegrará de su regreso. Justamente me decía el otro día: «Ya es hora de que regrese la señorita Susannah, Joe. Cuando ella vuelva, cambiarán las cosas en el castillo».

—Dele recuerdos de mi parte a la señora Tomkin, Joe.

—Así lo haré, señorita. Estoy deseando llegar a casa para decírselo. ¿Le ha enviado el castillo algún carruaje?

—No estaba segura de la hora…

—Le pediré el cabriolé. ¿Qué le parece?

Le dije que era una buena idea.

Mientras permanecía sentada en el cabriolé, recorriendo aquellos caminos, me dije que aquélla iba a ser mi primera prueba. Tendría que mantener constantemente muy abiertos los ojos y los oídos. No tendría que perderme ni el menor detalle. Tendría que aprender constantemente. Incluso aquel breve encuentro me había permitido averiguar el nombre del jefe de estación, el hecho de que éste tuviera una esposa y el de que Esmond tuviera un carácter reposado.

Era espantoso, horrible y, al mismo tiempo, tremendamente estimulante.

Y, súbitamente, todo estaba frente a mí en toda su gloria. Me sentí invadida por la emoción al contemplar aquellas encumbradas murallas y las sólidas torres cilíndricas en las cuatro esquinas, la puerta fortificada con sus almenas, los grises muros de pedernal, formidables, inexpugnables, y las angostas ranuras de las ventanas.

Experimenté una gran oleada de afecto posesivo por aquel lugar. Mateland. Era mío.

El cabriolé penetró en el patio, cruzando el rastrillo. Allí nos detuvimos y dos criados se acercaron corriendo para ayudarme a descender. No estaba segura de si tenía que conocerles o no. El mayor de los dos me dijo:

—Señorita Susannah…

—Sí —contesté yo—. Estoy aquí.

—Es una buena noticia, señorita Susannah.

—Gracias —dije.

—Parece que hace mucho tiempo que se fue, señorita, y han ocurrido muchas cosas desde entonces. Éste es Thomas, señorita, el nuevo mozo de cuadra.

—Buenos días, Thomas.

Thomas se rozó un mechón de pelo que le caía sobre la frente y murmuró algo.

—Bueno, señorita Susannah. Mandaré que suban e equipaje a su habitación. Querrá usted ver enseguida a la señora Mateland. Ha estado aguardando su llegada con impaciencia.

—Sí —dije—, sí.

Entré en el castillo. Reconocí el vestíbulo principal través de las descripciones que de él me habían hecho Anabel y Susannah. Contemplé el soberbio techo de vigas de madera, las paredes de piedra de las que colgaban algunos tapices junto con lanzas y picas. Sabía que en la parte superior del muro había lo que llamaban un «atisbadero». Era una abertura apenas visible desde abajo por parte de quienes no supieran exactamente dónde estaba. Detrás había un pequeño gabinete desde el que la damas de la casa solían contemplar las fiestas de abajo cuando se las consideraba demasiado jóvenes para participar, o bien cuando los invitados eran demasiado atrevidos. Sabía que ahora se utilizaba para ver qué visitantes habían llegado y poderse uno ir hacia otro lado en caso de que no les quisieran recibir.

Tenía la horrible sensación de que estaba siendo observada y, de repente, mientras permanecía de pie en el vestíbulo, el terror se apoderó de mí.

Me había metido en todo aquello sin reflexionar. No había pensado a dónde me iba a llevar. Era una impostora. Era un engaño. Estaba tomando posesión de aquel magnífico lugar sin tener derecho legal a hacerlo.

De nada servía pensar ahora que tenía un derecho moral, tal como había estado pensando desde que me había embarcado en aquella loca aventura.

Había venido para tomar posesión del castillo. Era como si me encontrara bajo los efectos de un hechizo. Ahora me parecía que cientos de ojos me observaban, me invitaban a seguir adelante, se burlaban de mí y me instaban a que viniera a ver qué podía hacer para apoderarme del castillo.

En este primer momento, me sentía atrapada. Allí estaba, en el centro del vestíbulo principal, y no sabía qué camino seguir. Susannah se hubiera encaminado directamente a su habitación o bien a la de Esmeralda. Susannah lo hubiera sabido.

Había una escalinata hacia el fondo del vestíbulo.

Sabía que conducía a la galería de retratos. Se la había oído mencionar a Anabel y a Susannah muchas veces. Empecé a subir y experimenté alivio al ver a una mujer de pie en el rellano.

Era de mediana edad, tenía un aspecto severo, llevaba el cabello castaño apartado de la frente y alisado hacia atrás y tenía unos ojos castaño claros muy penetrantes.

—Señorita Susannah —dijo—. Vaya, ya era hora.

—Hola —dije yo cautelosamente.

—Deje que la vea. Mmm. Ha cambiado. El extranjero le ha sentado bien. La veo un poco más delgada. Supongo que será por todo este trastorno.

—Supongo que sí.

«¿Quién es? —me pregunté—. Alguna especie de criada, pero con ciertos privilegios». Un horrible pensamiento cruzó por mi imaginación. Podía ser una de las niñeras que conocieran a la niña desde su nacimiento. Si así fuera, muy pronto descubriría mi impostura.

—Fue terrible… lo del señor Esmond… tan de repente. ¿Va primero a ver a la señora Mateland o bien a su habitación?

—Creo que será mejor que vaya primero a verla.

—La acompañaré y la avisaré de que ha llegado, ¿quiere?

Asentí con alivio.

—¿Cómo está su vista? —pregunté.

—Mucho peor. Tiene cataratas en los dos ojos. Puede ver un poco… pero, como es natural, se agravará.

—Lo siento.

—Bueno —dijo la mujer mirándome con severidad—, ya sabe usted que ella nunca se ha tomado a la ligera las desgracias… y ahora que ha muerto el señor Esmond…

—Claro —dije.

La mujer empezó a subir la escalera y yo subí a su lado.

—La avisaré de que está aquí antes de que entre —dijo.

Avanzamos por la galería. Tuve la impresión de conocerla bien. Allí estaban todos mis antepasados. Los estudiaría detenidamente cuando me apeteciera.

Estábamos subiendo la escalera. Al llegar a lo alto de la misma, la mujer se detuvo. Se volvió a mirarme y tuve la impresión de que el corazón se me iba a escapar del pecho.

—¿Vio usted a su padre? —me preguntó.

Asentí.

—¿Y a la señorita… Anabel…?

Advertí un leve temblor en su voz mientras lo decía y entonces lo supe porque, al principio, su cara se me había antojado vagamente familiar. Era la que había traído la comida aquella vez que habíamos ido al bosque y la que había llevado el carruaje, la que, según Anabel me había contado, siempre decía lo que pensaba, no podía decir mentiras y raras veces decía cosas agradables acerca de algo. Traté por unos momentos de buscar su nombre en los escondrijos de mi memoria. ¡Y entonces pensé que era Janet! Tenía que ser Janet, pero no caería en la trampa de utilizar su nombre hasta que estuviera segura.

—Sí —dije—, les vi a los dos.

—¿Eran…?

—Eran muy felices juntos —dije con vehemencia—. Mi padre estaba realizando una maravillosa labor en la isla.

—Nosotros nos enteramos simplemente de la explosión o de lo que fuera.

—Fue una erupción volcánica.

—Lo que fuera los mató a los dos. La señorita Anabel… era muy revoltosa… pero tenía un carácter muy dulce.

—Tienes razón —dije.

Otra vez aquella severa mirada clavada en mí.

—Jamás hubiera tenido que hacerlo —dijo, encogiéndose de hombros.

Se volvió y seguimos andando. Se detuvo junto a una puerta, llamó con los nudillos y una voz dijo:

—Adelante.

Janet me miró y se acercó los dedos a los labios.

—¿Eres tú, Janet? —Oí que decía la voz.

—Sí, señora Mateland.

Tenía razón. Era Janet. Me pareció que había hecho progresos.

—La señorita Susannah ha llegado a casa, señora Mateland.

Entré en la habitación.

Conque aquélla era Esmeralda, la esposa de David, a quien mi padre había matado en un duelo. Se encontraba sentada en una silla, lejos de la luz. Era evidentemente una mujer muy alta y delgada; su expresión era de resignación, se la veía pálida y el cabello se le estaba volviendo gris.

—Susannah… —dijo.

—Oh, tía Esmeralda —me oí decir—, me alegro de verte.

—Pensaba que nunca ibas a venir.

Su voz sonaba quisquillosa.

—Había cosas que resolver —dije, besando su mejilla de piel tan fina como el papel.

—Esta cosa tan terrible —empezó a decir—. Esmond…

—Lo sé —murmuré.

—Fue de repente. Esta terrible enfermedad. Estaba bien la semana anterior y súbitamente se puso enfermo y se murió en una semana.

—¿Qué fue?

—Una especie de fiebre… fiebre gástrica. Si por lo menos Elizabeth viviera. Sería un consuelo para mí. Malcom tiene un carácter muy práctico. Lo arregló todo. Oh, mi querida Susannah, tienes que llevar luto conmigo. Sé que ibas a casarte con él, pero él era mi hijo… mi único hijo. Lo único que tenía. Ahora no tengo a nadie.

—Tenemos que consolarnos mutuamente —le dije.

Ella soltó un extraño bufido.

—Eso es un poco incongruente, ¿no te parece?

Le di una palmada en la mano porque no estaba segura de lo que tenía que contestarle.

—Bueno —añadió—, tendremos que tratar de llevarnos bien. Supongo que no querrás echarme de mi casa.

—¡Tía Esmeralda! ¿Cómo puedes decir semejante cosa?

—Bueno, ahora que Esmond se ha ido, supongo que no tengo los mismos derechos. Siendo su madre, era natural… bueno, da lo mismo. Lo que sea sonará. Es todo tan angustioso.

—No tenía intención de molestar a nadie —le aseguré—. Quiero que todo siga igual.

—Tus viajes te han sentado muy bien, Susannah.

—Ah, quieres decir que he cambiado.

—No sé. Supongo que será porque te veo después de tanto tiempo. Te veo distinta en cierto modo. Me imagino que todos estos viajes cambian a una persona.

—¿En qué sentido, tía Esmeralda? —pregunté con inquietud.

—Es simplemente una impresión. Me pareces menos… bueno, yo siempre he pensado que tú eras muy dura, Susannah. No sé…

—Háblame de tus ojos, tía Esmeralda.

—Cada vez están peor.

—¿No se puede hacer algo?

—No, es una vieja dolencia. La padece mucha gente. Tengo que soportarla.

—Lo siento.

—¡Ahí está! Eso quería decir. Te has vuelto más cariñosa. Da la impresión de que te preocupas de verdad, jamás pensé que mis ojos te interesaran.

Aparté el rostro. Esmeralda pensaba que mi interés por sus ojos era de carácter puramente altruista. Lo lamentaba por ella, pero no podía evitar comprender que aquella dolencia suya constituía una ventaja para mí.

—¿Te apetece un poco de té? —añadió ella—. ¿O prefieres ir primero a tu habitación?

De repente, me acordé. Tenía que descubrir dónde estaba mi habitación. Si esperaba a que me subieran las maletas, podría identificarla gracias a ellas.

—No sé si me habrán subido las maletas —dije.

—Tira de la cuerda de la campana —dijo ella—. Les pediré que nos suban un poco de té y que nos digan cuándo te subirán el equipaje.

Janet regresó.

—Diles que nos suban un poco de té, Janet —le ordenó Esmeralda.

Janet asintió y se retiró.

—Janet no cambia demasiado — me atreví a decir. —Janet… ah. Es demasiado impertinente, si quieres que te diga la verdad. Parece creer que ocupa una posición especial. Me sorprendió que se quedara tras la huida de tu padre hace años. Vino con Anabel de su casa, ¿sabes? Tienes que haber visto a Anabel con tu padre.

—Sí.

—Oh, aquella isla ridícula. A veces pienso que hay un rasgo de locura en los Mateland.

—Es muy probable —dije yo, soltando una pequeña carcajada.

—Aquel horrible asunto. Dos hermanos… jamás podré superarlo. Me alegré de que Esmond fuera demasiado joven para saber lo que había ocurrido. Y después Joel yéndose a aquella isla y viviendo allí como un nabab o algo por el estilo. Tu padre siempre fue muy extravagante. A decir verdad, David también lo era. Entré a formar parte de una familia muy extraña cuando me casé.

—Bueno, de eso hace ya mucho tiempo, tía Esmeralda.

—Muchísimos años de aburrimiento. Tiene que haber muchas cosas que puedas contarme… acerca de ellos… de todo.

—Algún día lo haré —dije.

Nos trajeron el té.

—Susannah, ¿quieres servirlo? —me pidió ella—. Yo no veo muy bien. Soy capaz de derramar el té en el platito.

Me senté, llené las tazas y le ofrecí una a ella. Había en una bandeja unos pastelillos y un poco de pan y mantequilla.

—Esmond estuvo muy nervioso tras tu partida —añadió ella—. Francamente, Susannah, ¿hacía falta que te quedaras allí tanto tiempo?

—Está muy lejos, ¿comprendes?, y, habiendo hecho un viaje tan largo, me pareció que tenía que quedarme allí una temporada.

—¡Menuda eres tú para no encontrar el escondrijo de tu padre! Y después regresaste a Sídney y, en tu ausencia, todo aquello estalló. Qué culminación de todo aquel melodrama secreto. Le cuadra en cierto modo.

—Fue… horrible —dije con vehemencia.

—Pero tú no estabas allí, Susannah.

—A veces pienso que ojalá…

Ella estaba esperando. Tenía que andarme con cuidado. No tenía que mostrar la intensidad de mis sentimientos. Tenía la impresión de que Susannah jamás se había preocupado demasiado por las cosas que no la concernían directamente.

—Pienso que ojalá me hubieran acompañado a Sídney —dije sin demasiada convicción en la voz—. Háblame de Esmond.

Se hizo un breve silencio y después ella dijo:

—Fue una recaída de aquella misteriosa enfermedad que sufrió antes de que te fueras. ¿Recuerdas?

Asentí.

—Estuvo enfermo entonces… desesperadamente enfermo. Tal como sabes, pensamos que iba a ser el final… pero se recuperó. Pensábamos que iba a suceder lo mismo la segunda vez. Fue un terrible golpe. Malcom se hizo cargo de los asuntos de la finca. Es muy amigo de Jeff Carleton.

—Ah, ¿de veras? —dije.

—Sí. Creo que Jeff piensa que la herencia hubiera tenido que pasar a Malcom después de Esmond. En realidad, yo pensé que así iba a ser. Pero tu abuelo siempre había tenido prejuicios contra Malcom a causa de su abuelo. Se odiaban aquellos dos hermanos. Jamás he conocido a una familia en la que hubiera más riñas.

Experimenté un temblor de inquietud. Tendría que conocer a aquella gente. Estaba patinando sobre una capa de hielo muy fina y llegaría inevitablemente a un lugar en el que el hielo sería demasiado delgado… y entonces ocurriría el desastre.

—Creo que Jeff Carleton querrá verte muy pronto. Está un poco nervioso por estas cosas, pero es natural.

—Claro —repliqué, buscando desesperadamente en mi mente alguna información recibida en el pasado que me pudiera indicar quién era Jeff Carleton.

—Espera que todo siga igual que siempre. No creo que quieras cambiar nada. Yo siempre pensé que mi querido Esmond era ligeramente despreocupado.

Me estaba empezando a forjar una imagen de Esmond. Tranquilo. Despreocupado.

—Creo que le dio a Jeff demasiada mano libre y Jeff espera que todo siga igual.

—Así lo creo —dije.

—Siempre hubo muchas disputas en torno a la hacienda y supongo que, al morir David, Jeff debió hacerse cargo de todo. A él le gustaba y Esmond era entonces muy joven.

—Y despreocupado —añadí yo.

Ella asintió.

Tomé un sorbo de té caliente. Me reconfortó, pero nada pude comer. Estaba demasiado agitada.

Esmeralda siguió hablando y yo me debatía desesperadamente, tratando de coger algún hilo y hacer algún comentario atinado. Fue un ejercicio agotador y, cuando llamaron a la puerta y apareció Janet para decir que ya me habían subido las maletas a la habitación, me levanté con gran rapidez. Estaba deseando disponer de unas cuantas horas para poder asimilar lo que había averiguado.

Me levanté y dije que me iría a mi habitación.

—Nos veremos a la hora de cenar —me dijo Esmeralda.

Salí. Ahora había llegado el momento de buscar mi habitación. Suponía que debía estar en el piso de arriba. Me volví furtivamente a mirar. Era importante que nadie me viera. Subí corriendo la escalera. Al llegar a lo alto, una figura emergió desde el fondo del pasillo. Era Janet.

—¿Va a su habitación, señorita Susannah?

—Pues… sí —repliqué.

—Bueno, sus maletas están allí. Subí con ellas para cerciorarme de que todo estuviera bien.

—Ah, gracias.

«Vete —hubiera deseado gritarle—. ¿Qué estás haciendo aquí?». Era casi como si supiera que me encontraba en un apuro y quisiera pillarme.

Pasé junto a ella y ella se encaminó hacia la escalera. Había una ventana en el pasillo. Me acerqué a ella y me detuve como si quisiera contemplar el panorama de abajo… el verde prado y el bosque en la lejanía.

Creí que Janet se había ido y me dirigí hacia la primera puerta. Estaba a punto de abrirla con rapidez cuando oí su voz.

—No… no… yo no lo haría, señorita Susannah. Yo que usted no lo haría.

Había regresado y se encontraba de pie a mi espalda, apoyando una mano en mi brazo.

—Sería demasiado doloroso para usted. Está como él la dejó. Su madre no permitió que cambiáramos nada. Creo que viene aquí a veces. No le es fácil levantarse. Creo que se sienta aquí a meditar, llorando su desaparición.

«¡La habitación de Esmond!» pensé. ¡Me había escapado por los pelos! Janet había creído que deseaba meditar.

Quería librarme de ella.

—Tengo que entrar, Janet —dije con lo que a mí me pareció una adecuada dosis de emoción.

Ella lanzó un suspiro y entró en la habitación conmigo. Todo estaba muy pulcro. Estaba su cama, una hilera de estanterías de libros a lo largo de una pared, el escritorio en un rincón, los sillones, las cortinas color bronce con crisantemos estampados.

Janet se encontraba a mi espalda.

—Murió en esta cama —dijo—. Su madre no quiere que se cambie. Pero yo no le aconsejaría que se quedara aquí, señorita Susannah. No sé. Da miedo. No es bueno para usted.

—Quiero quedarme un rato aquí, Janet —contesté—. Quiero estar sola.

—Muy bien, pues. Haga usted lo que quiera —dijo ella, retirándose y cerrando la puerta.

Me senté en un sillón, pero no estaba pensando en Esmond sino en Janet y en la manera en que iba a encontrar mi habitación sin que ella supiera que la estaba buscando.

Al cabo de un rato, abrí cautelosamente la puerta y asomé la cabeza al pasillo. Todo estaba tranquilo y desierto. Avancé furtivamente por el pasillo, abriendo una puerta tras otra y buscando mis maletas.

Había varios dormitorios. Abrí con cuidado la puerta del final del pasillo y encontré la habitación en la que se hallaban mis maletas.

Nerviosa y en tensión, entré y me dejé caer en la cama.

Y aquello no eran más que las primeras horas.

Mientras deshacía las maletas, llamaron a la puerta.

—Adelante —dije con el corazón latiéndome con fuerza tal como me ocurría siempre que tenía que enfrentarme con alguna nueva prueba.

Era Janet otra vez.

—¿La puedo ayudar?

—No, gracias. Ya me las apañaré.

—¿He olvidado traerle alguna cosa a su habitación?

—No creo.

—Grace, la nueva criada… le tiene un poco de miedo.

—¿Y eso por qué?

—Bueno, ha oído hablar de usted y de sus berrinches. Y ahora es usted el ama, por así decirlo.

Me reí con inquietud.

—¿Va usted a poner todas estas cosas en el cajón? Todas tan bien dobladas. Eso no es propio de usted, señorita Susannah. Jamás conocí a una persona más desordenada que usted. Las cosas siempre diseminadas por el suelo. Ahora se ha vuelto ordenada. ¿Éste es el efecto que le ha hecho el viaje?

—Podría decirse que sí. Cuando se hacen y deshacen las maletas, una se da cuenta de que tiene que mantener las cosas un poco en orden.

Ella asintió y me dijo, bajando la voz:

—Quiero decirle algo. Sobre Anabel.

—¿Sí? —dije yo con inquietud.

—Usted la vio en aquella isla. ¿Cómo estaba?

—Estaba contenta y feliz y parecía satisfecha de la vida.

—Fue un golpe terrible para mí cuando se fue —dijo Janet, sacudiendo la cabeza—. Era como si fuera mía. No hubiera tenido que dejarme aquí de esta manera.

—No le hubiera sido fácil llevarte consigo.

—¿Por qué no? Vine aquí con ella desde la vicaría. Yo hubiera tenido que estar con ella… no en este lugar.

—Bueno, pues, te quedaste aquí.

—Yo la quería —dijo Janet en tono meditativo—. Era un poco una enredadora… siempre andaba tramando cosas… nunca sabía una lo que iba a hacer a continuación… pero tenía un temperamento muy dulce.

Yo no podía hablar. Temía que mi emoción me traicionara.

—¿Y eran felices allí… ella y el amo Joel? —añadió—. Jamás olvidaré aquella noche. Todas aquellas carreras de un lado para otro… todo el ruido y las conversaciones… y después cuando le encontraron allí afuera. Recuerdo que lo llevaban en una camilla. En cierto modo, no parecía que estuviera ocurriendo en la vida real. Lo malo que tiene la vida real es que a veces puede no parecer real. ¡Oh, mi pobre señorita Anabel!

Yo pensé: «Todo eso tiene un propósito. Experimenta recelos. Me está sometiendo a prueba. Significa algo».

—Había una chiquilla —dijo ella—. Yo la vi una vez. Una niña muy bonita. No sé qué debió ser de ella.

—Estaba allí… con ellos —le dije.

—¡Vaya por Dios! Hubiera tenido que suponerlo. La señorita Anabel no se hubiera ido, abandonándola.

—No, no lo hizo.

—Entonces la debió usted ver en aquella isla, señorita Susannah.

—Sí, la vi. Era Suewellyn.

—Exacto. Una vez comieron en el campo. Yo estaba allí.

—¿De veras? —pregunté yo con el corazón latiéndome a toda prisa.

Temía que mi agitación me traicionara.

—Sí. Una chiquilla desconcertada. Se veía que era una Mateland. ¿Qué fue de ella?

Percibí los ojos de Janet clavados en mí y contesté rápidamente:

—Estaba en la isla… cuando ocurrió. Murió con ellos.

—Pobrecilla. Me recordó a usted cuando la vi. Aproximadamente la misma edad… la misma figura… y un algo que me hizo pensar: «¡No cabe la menor duda acerca del establo del que procede!» Es una tragedia terrible… y una suerte que no estuviera usted allí cuando ocurrió. Es curioso que se fuera usted a Sídney justo en el momento oportuno.

—Pareces saberlo todo, Janet.

—Bueno, es que la señora Mateland recibió la noticia a través de aquellos abogados, ¿comprende? El amo Joel hubiera sido el auténtico heredero tras la desaparición de Esmond, en caso de que no le hubieran desheredado… De todos modos, fue mucho mejor no tenerle en medio del camino, como se dice. El viejo amo Egmont se encontró en un buen apuro al comprender que había perdido a sus dos hijos de un solo tiro como quien dice. Desheredó al amo Joel y, de todos modos, estaba el amo Esmond. Quién hubiera pensado que él se iba a morir así. Me alegro de que la chiquilla estuviera con la señorita Anabel. Yo sólo estuve con ellos un rato, pero resultaba enternecedor verles juntos… aunque estuviera mal, claro. Mi pobre señorita Anabel. Se merecía cosas mejores.

—Sí —dije yo con fervor—, en efecto.

Janet me miró con dureza y yo me apresuré a añadir:

—Bueno, ahora todo ha terminado.

—Tantas muertes —dijo Janet—. No me gusta. Aquel volcán… bueno, fue la voluntad de Dios. Pobre amo Esmond también. No sé cuánto tiempo vamos a dejar su habitación tal como está. Su madre no quiere que se cambie. ¿Va usted a tolerarlo, señorita Susannah? Los papeles del escritorio… los libros y demás… sin tocar… dejándolo todo exactamente tal y como estaba cuando él murió… bueno, eso es lo que ha querido su madre.

—Ya veremos, Janet —dije yo.

Ella me miró con expresión afligida y se retiró. Una vez se hubo ido, me quedé sentada en la cama, contemplando el espacio.

«¿Sospecha algo?», me pregunté.

Superé aquella velada bastante bien. Pude apañármelas con Esmeralda sobre todo porque era parcialmente ciega y no podía distinguir alguna diferencia entre Susannah y yo. Además, era una mujer completamente centrada en sí misma, lo cual, constituía una gran ventaja en una situación como aquélla. Apenas prestaba atención a las diferencias que pudiera descubrir, atribuyéndolas en todo caso a los efectos del viaje.

Con los criados era distinto. Algunos de ellos conocían a Susannah desde pequeña, pero creo que me aceptaban como a Susannah aunque pensaran que había cambiado.

La más temible era Janet. Janet sabía demasiado. Conocía la existencia de Suewellyn. Tal vez empezara a atar cabos. Y entonces, ¿qué?

Aquella misma noche pude descubrir con qué facilidad podía cometer un error. ¿Quién hubiera creído que pudiera traicionarme una cosa tan sencilla como un budín?

El postre de aquella noche era budín de jengibre. No me apetecía comer nada y tomé un poco de queso y galletas después del plato principal, rechazando el budín. Chaston, el mayordomo, debió informar de ello porque, cuando ya le había dado las buenas noches a Esmeralda y estaba a punto de subir la escalinata para dirigirme a mi habitación, una agitada mujer de rostro arrebolado apareció desde detrás de la mampara y cerró el paso a la escalera con su voluminoso cuerpo.

—¿Ocurre algo? —pregunté.

—Sí ocurre, señorita Susannah.

—¿De qué se trata?

—Me gustaría saber, señorita, si es usted de la opinión de que ya no soy digna de guisar para esta casa.

Semejante afirmación hecha con tanta verborrea y en un tono que yo sólo podía calificar de belicoso, constituía una indicación de que la ira de aquella dama se había desencadenado con toda su fuerza.

Me pregunté por qué se me hablaba de aquella manera y entonces recordé que yo era Susannah, la dueña de aquella enorme casa.

—Pues no —dije—. La comida me ha parecido excelente.

—¿Pues qué le ha ocurrido a mi budín de jengibre para que se me haya devuelto intacto?

—Nada, estoy segura.

—¡Algo habrá tenido que la haya molestado! Se lo he hecho especialmente para usted, sabiendo lo mucho que le gusta. Me tomo la molestia de hacérselo en su primera noche… tal como hago siempre que usted regresa a casa de algún viaje… y, cuando lo devuelven a la cocina, apenas queda algo. No ha probado ni un poco.

—Oh, se… —había olvidado que no conocía su nombre—. Lo siento. El caso es que… estoy demasiado cansada para poder comer esta noche.

—No —dijo ella, haciendo caso omiso de mi interrupción—, lo recibo tal como lo he enviado. Y me digo cuando me lo traen: «Bueno, señora Bates, parece que sus artes culinarias no son lo suficientemente sublimes para ésos que viajan por esos mundos». Pues le puedo decir, señorita, que no muy lejos de aquí hay gente que recibiría con mucho gusto en su casa a alguien que supiera hacer un budín de jengibre como éste.

—Es que estoy muy cansada, señora Bates.

—¿Cansada usted? Usted nunca ha estado cansada. Y, si ésos son los efectos de los viajes, haría usted bien quedándose en casa…

—¿Me preparará usted un budín de jengibre mañana por la noche, señora Bates? —le dije en tono de súplica.

Ella me miró con expresión despectiva, pero yo pude ver que estaba empezando a ablandarse.

—Lo haría si me lo ordenaran.

—En tal caso, me encantará saborearlo. Ahora estoy demasiado agotada… y me falta el necesario apetito para hacerle honor esta noche.

—Ha tomado usted queso, me ha dicho Chaston —replicó ella en tono de acusación—. ¡Ha dejado mi budín de jengibre por el queso! Cuando la recuerdo de pie en una silla con los dedos en el cuenco, lamiendo cuando yo no miraba… —su rostro se arrugó en una sonrisa—. Usted me decía: «Es el jengibre, señora Bates. El diablo me ha tentado». Era usted de mucho cuidado, vaya que sí, y el budín de jengibre siempre fue su preferido. Ahora parece que…

—Oh, no, no, señora Bates, todavía me gusta. Por favor, hágame uno mañana.

Ella estaba empezando a parpadear.

—No podía comprenderlo —dijo—, al ver llegar el budín tal como lo había enviado. Hubiera sido suficiente para partirle el corazón a cualquier cocinera.

Se había ablandado. Aceptó mis excusas. Pero cuánto alboroto por un budín. ¡Tenía que andarme con mucho cuidado!

Me sentía agotada cuando llegué a mi dormitorio. Había aprendido muchas cosas y la más importante había sido el descubrimiento de la facilidad con la cual podía traicionarme.

Dormí bien. Me imagino que estaba agotada tanto física como mentalmente. Me desperté con aquella sensación que ahora empezaba a ser habitual en mí: una mezcla de terrible inquietud y emoción. Comprendía que en cualquier momento se podía descubrir mi engaño. Tendría suerte si sobrevivía unas cuantas semanas.

Me levanté y bajé a desayunar. Tenía cierta idea de que el desayuno se tomaba entre las ocho y las diez y de que una misma se servía del aparador. Entré en la sala en la que habíamos cenado la noche anterior. Si, la mesa estaba puesta para el desayuno y la comida humeaba en unos platos de plata que había en el aparador.

Mientras desayunaba, entró Janet.

—Oh, qué temprano —dijo con su acostumbrado tono familiar—. No es muy propio de usted levantarse a esta hora, señorita Susannah. ¿Qué le ha ocurrido? ¿Ha cambiado de hábitos en el extranjero? La señorita Dormilona se ha convertido en la señorita Madrugadora.

O sea, que había vuelto a cometer otro fallo. Tenía que recordarlo.

—No creo que Jeff Carleton llegue antes de las diez —añadió—. Le aseguro que no esperará que usted quiera echar un vistazo a la finca con él a esta hora. Estaba diciendo que se alegraba mucho de que usted regresara a casa. Dice que es una responsabilidad muy grande para él no pudiendo recibir permiso para lo que quiere. Aunque le advierto que el señorito Esmond le dejaba más o menos mano libre. Dice que no espera lo mismo de usted.

Presté atención. O sea, que aquella mañana tendría que efectuar un recorrido por la finca con Jeff Carleton, el administrador. Tenía que agradecerle a Janet que me facilitara tanta información. Me alegraba de estar averiguando tantas cosas. Había aprendido a mantener los ojos y los oídos abiertos.

—Estaré dispuesta cuando llegue —dije—. Has dicho a las diez.

—Bueno, ésa es la hora a la que usted y el señorito Esmond solían ir con él, ¿no?

—Oh, sí —dije.

—Le ha mandado a Jim que le ensille a Dominico. Está seguro de que a usted le apetecerá recorrer la hacienda inmediatamente.

—Oh, sí —repetí.

—Supongo que Dominico no la habrá olvidado. Dicen que los caballos nunca olvidan. Con usted siempre fue bueno.

Aquellas palabras encerraban una advertencia. Experimenté una angustia momentánea. ¿Y si el caballo me rechazaba? Las palabras de Janet me habían dado a entender que Dominico, a pesar de que era bueno con Susannah, se mostraba menos inclinado a serlo con otras personas…

—La dejo con su desayuno —dijo Janet.

Subí a mi habitación y me cambié a un atuendo de montar. Musité una plegaria de agradecimiento a mi padre por haber traído un par de caballos a la isla y a los Halmer por haberme permitido montar tan a menudo en la propiedad. Todos ellos eran hábiles jinetes y el hecho de galopar en su compañía por la región de los chaparrales y de tratar de emular su habilidad me había proporcionado confianza y cierta experiencia.

Poco después de las diez, Jeff Carleton llegó a la casa. Yo bajé a recibirle.

—Bueno, señorita Susannah —dijo, estrechándome la mano—, me alegro de verla de regreso. Esperábamos que volviera antes. Eso ha sido una terrible tragedia.

—Sí —dije yo—, terrible.

—Todo fue tan repentino. Apenas una semana antes yo había estado recorriendo la finca a caballo con él y con el señorito Malcom y después… desapareció.

Yo sacudí la cabeza.

—Disculpe que le hable de ello. Tenemos que seguir adelante, ¿no es cierto, señorita Susannah?, y me pregunto si tendrá usted alguna idea acerca de la finca.

—Bueno, me gustaría echarle un vistazo…

No estaba segura de si llamarle Jeff, Carleton o bien señor Carleton… por lo que no le llamé nada.

—Querrá usted hacerse cargo de todo, imagino —dijo él, soltando una carcajada.

—Oh, sí, supongo que sí.

Llegamos a los establos. El mozo se adelantó y me dijo:

—Buenos días, señorita Susannah. Ya le tengo preparado a Dominico.

—Gracias.

Pensé que ojalá conociera los nombres de aquella gente. Era un inconveniente no conocerlos.

Identifiqué el caballo. Su nombre era estupendo. Era un caballo precioso, con un pelaje negro en el que se observaban algunas manchas blancas alrededor del cuello. El nombre le cuadraba.

—Aquí hay alguien que se alegrará de su regreso, señorita Susannah. Dominico siempre fue su caballo. Le juro que se quedó muy triste cuando usted se fue. Claro que ya se acostumbró a su ausencia cuando usted estuvo en Francia.

—Es cierto —dije.

Me alegré de haber hecho siempre buenas migas con los caballos y de poder acercarme a Dominico con confianza. Le di cautelosamente unas palmadas. Echó las orejas hacia atrás. Había adoptado una actitud de alerta.

—Dominico —le susurré—, soy Susannah… que ha vuelto para estar contigo.

Hubo un momento de tensión en cuyo transcurso no supe si iba a rechazarme. Le di nuevamente unas palmadas y le dije:

—No te has olvidado. Me conoces.

Le estaba hablando con suavidad. Me saqué un terrón de azúcar del bolsillo. Susannah siempre lo había hecho con nuestros caballos. Eran unas criaturas con las que se mostraba muy cariñosa.

—Eso está hecho —dijo el mozo—. La recuerda muy bien.

Salté a la silla y, dándole nuevamente unas palmadas, murmuré:

—Mi buen Dominico.

No estuve segura de si sabía que no era Susannah, pero comprendí que le había gustado; y experimenté una sensación de triunfo mientras salíamos de las caballerizas.

—¿Adónde quiere ir primero? —preguntó Jeff Carleton.

—Lo dejo a su discreción.

—Me parece que podríamos echar un vistazo a los Cringle.

—Sí —repliqué—, si le parece una buena idea. Permití deliberadamente que se adelantara. Llegamos a un camino que discurría junto al bosque y cabalgamos el uno al lado del otro.

—Va a encontrar usted algunos cambios, señorita Susannah.

—Me lo imagino.

—Hace mucho tiempo que no venía usted por aquí. —Muchísimo tiempo. Claro que hubo aquel breve período en que estuve en casa tras mi permanencia en Francia.

—Si, y después se volvió a marchar. Habrá algunas cosas que usted querrá cambiar tal vez.

—Ya veré.

—Usted siempre ha tenido ideas acerca de la finca. Asentí, preguntándome qué ideas habría tenido Susannah.

—Claro que nunca pensamos…

—Claro que no. Pero son cosas que ocurren.

—El señorito Malcom se mostró muy interesado. Estuvo aquí hace un mes, creo.

—¿Sí?

—Creo que tenía ciertas ideas… siendo un hombre, es natural. Cuando el señorito Esmond murió… debió pensar probablemente que usted no iba a querer molestarse en dirigir los asuntos. Yo pensé para mis adentros: «¡No conoces a la señorita Susannah!».

Solté una breve carcajada.

—Claro que, tratándose de una finca como ésta —prosiguió diciendo Jeff Carleton—, la gente podría pensar que, habiendo un hombre en la familia, es él quien debería ocuparse de estos asuntos.

—Y usted cree que Malcom tenía esta idea.

—Desde luego que sí. Él pensaba que tal vez fuera el siguiente cuando Esmond muriera, habida cuenta de que usted era una mujer, pese a constarle, al igual que a todos nosotros, que su abuelo tendría sus dudas acerca de la posibilidad de nombrarle heredero a causa de aquella disputa de hace tiempo.

—Sí —dije yo.

—Podría decirse que el hermano menor de su abuelo tenía derecho a la finca y que este derecho podía pasar a su hijo y a su nieto. Tiene cierta lógica. Algunas familias no permiten que hereden las damas. Los Mateland son distintos.

—Sí, los Mateland son distintos.

Por lo menos, había logrado averiguar cuáles eran las pretensiones de Malcom. Era el nieto del hermano menor del abuelo Egmont. Una pretensión muy definida. Era aquél a quien yo le estaba robando la herencia.

Un estremecimiento de alarma me recorrió el cuerpo.

Pero era un día encantador. Los campos estaban llenos de ranúnculos y margaritas; y los pájaros estaban locos de alegría porque el sol brillaba en el cielo y la primavera se estaba convirtiendo en verano.

No pude evitar sentirme alborozada.

—Las granjas están obteniendo muy buenos beneficios —añadió Jeff Carleton—. Todas menos la de los Cringle. No sé qué piensa usted de ellos y si desea hacer alguna sugerencia al respecto.

—Los Cringle —dije yo como si estuviera reflexionando acerca de la cuestión.

—Se vinieron abajo después de la tragedia.

—Oh… sí.

¿De qué tragedia estaría hablando? Tenía que andarme con cuidado.

—El viejo ya nunca ha vuelto a ser el mismo. Parece que a Jacob le ha afectado más que a nadie. Cierto que Saúl era su hermano. Creo que eran gemelos… siempre juntos. Jacob dependía de Saúl. Fue un terrible golpe para él.

—Tiene que haberlo sido.

—Y, como consecuencias de ello, la granja se ha resentido. Yo sugerí la conveniencia de quitársela. No están sacando el máximo provecho de la tierra. Esmond no quiso ni oír hablar de ello. Tenía buen corazón el señorito Esmond. Todos sabían que podían contarle sus problemas. Sé que usted solía impacientarse un poco con él a veces.

—Si —murmuré.

—Por consiguiente… supongo que estarán esperando que se produzcan cambios. Está la abuela Bell de las casitas que quiere que le arreglen el tejado. Tendríamos que encargarnos de ello. Le entrará la lluvia si no lo arreglamos bien. Iba a pedirle a Esmond que se lo hiciera, pero él cayó enfermo el mismo día en que ella iba a plantearle la cuestión. ¿Quiere echar un vistazo al tejado?

—No —dije—. Encárguese de que lo arreglen.

—Sería conveniente hacerlo, la verdad. Pero, volviendo a los Cringle… —yo miré a mi alrededor. Vi trigales y unas ovejas pastando a lo lejos. La alquería se levantaba en un valle—. En realidad, no cuidan la propiedad. Saúl sí lo hacía. Saúl era un buen trabajador… uno de los mejores que teníamos. Fue una lástima. Nadie consiguió llegar al fondo del asunto.

—No —dije yo.

—Bueno, eso ya es historia pasada. Hace un año o más… ya es hora de que se hubiera olvidado. La gente a veces se mata… tiene sus motivos particulares y yo digo siempre que hay que vivir la propia vida y procurar no juzgar a los demás. ¿Quiere ver a los Cringle?

Vacilé y después dije:

—Sí, creo que sí.

Cambiamos de dirección y cabalgamos por entre los campos de trigo y centeno para ir a la alquería.

Desmontamos y Jeff Carleton ató los caballos. Jeff cruzó después un patio en el que unas gallinas estaban picoteando lombrices o cualquier cosa que pudieran encontrar.

Jeff Carleton empujó una puerta que esta entreabierta.

—¿Hay alguien en casa? —gritó.

—Oh, es usted —dijo una voz ronca—. Puede entrar.

Entramos a una cocina de pavimento de piedra. Hacía calor y algo se estaba cociendo en un hornillo. Una mujer que se encontraba junto a una mesa tenía las manos metidas en un cuenco. Estaba amasando pasta. Sentado en un rincón de la chimenea se veía a un anciano.

—Hola, Moisés —dijo Jeff Carleton—. Hola, señora Cringle. Ha venido a verles la señorita Susannah.

La mujer hizo de mala gana una reverencia. El viejo soltó un gruñido.

—¿Cómo están? —pregunté amablemente.

—Como siempre —dijo Moisés—. Esta casa está de luto.

—Lo sé —contesté—. Y lo siento. Pero ¿cómo van las cosas en la granja?

—Jacob trabaja como un esclavo —dijo el viejo—. Por la mañana, al mediodía y por la noche trabaja como un esclavo.

—Y los niños le echan una mano —añadió la mujer.

—Sin embargo, las cosas no marchan como debieran —señaló Jeff Carleton.

—Echamos de menos a Saúl —musitó amargamente el anciano.

—Lo sé —dije yo.

—Los niños crecerán muy pronto —dijo Jeff en tono tranquilizador—. Me estaba preguntando si no sería una buena idea dejar el año que viene en barbecho la hectárea y media de Gravel. No da buena cosecha y lleva uno o dos años sin darla.

—Era cosa de Saúl —terció Moisés.

—Bueno —replicó Jeff amablemente—, Saúl tampoco hubiera podido hacer gran cosa con este campo de haber estado aquí. Yo creo que lo dejaría en barbecho cosa de un año.

—Se lo diré a Jacob —dijo la mujer.

—Hágalo, por favor, señor Cringle, y, si quiere consultar conmigo, estaré a su disposición en cualquier momento. Bueno, ya nos vamos.

Salimos y Jeff desató los caballos.

—No ha sido que digamos una acogida muy cordial —comenté.

—¿La esperaba usted en casa de los Cringle? Todos están obsesionados con lo que le ocurrió a Saúl. Es terrible que un hombre se quite la vida. Lo consideran como una desgracia para la familia. Está enterrado en la encrucijada. El rector no quiso enterrarlo en tierra sagrada. Eso significa mucho para personas como los Cringle.

—Me lo imagino.

Estaba deseando alejarme al máximo de aquella alquería.

Habíamos salido al camino y estábamos atravesando una zona arbolada cuando algo pasó silbando junto a mi cabeza y estuvo en un tris de alcanzarme antes de caer ruidosamente al suelo.

—¿Qué es eso? —dije.

Jeff Carleton saltó del caballo y se agachó. Recogió una piedra.

—Tienen que ser unos niños que jugaban —dijo.

—Un juego muy peligroso —repliqué—. Si me hubiera alcanzado… o le hubiera alcanzado a usted… hubiera podido hacernos mucho daño.

—¿Quién ha arrojado esta piedra? —gritó él.

Silencio por respuesta.

Jeff me miró y se encogió de hombros. Después dejó caer la piedra al suelo y corrió por entre los árboles, gritando:

—¿Quién anda ahí?

Tuve la certeza de escuchar el rumor de alguien que corría por entre los helechos.

Jeff regresó y montó en su caballo.

—No veo a nadie —dijo—. ¿Seguimos adelante?

Yo asentí con la cabeza.

Recorrimos la finca y tuve ocasión de ver otras granjas y a otros arrendatarios. Superé la prueba sin haber cometido errores graves, pero aquella piedra me había trastornado. Estaba segura de que me la habían arrojado a mí y que lo había hecho alguien perteneciente a la misteriosa familia Cringle.

Cuando regresé a la casa, Janet se encontraba en el vestíbulo. No podía quitarme de la cabeza la idea de que me estaba vigilando. Pareció tranquilizarse al verme.

—Bueno, ha tenido una buena mañana, señorita, eso está claro —me dijo.

—Sí, gracias, Janet.

—Hay algo que quería decirle. Es sobre la habitación del señorito Esmond. Usted dirá lo que hay que hacer, claro, pero he pensado que tal vez le interesaría examinar esta habitación… y revisar, por ejemplo, los papeles de su escritorio. Alguna vez habrá que hacerlo y doña Esmeralda no tiene el valor de hacerlo… y, además, su vista no se lo permite. He pensado que, si usted tiene intención de hacerlo… quizá quiera hacerlo… pronto.

—Gracias —dije—. Lo haré cuando tenga ocasión.

La emoción se había apoderado de mí. ¿Quién sabe?, tal vez pudiera averiguar algo a través de los documentos que había en el escritorio de Esmond. Sí, era una excelente idea. Podría ser de inestimable valor para mí. Tal vez aquellos papeles me proporcionaran información de vital importancia para mi papel.

Me lavé rápidamente y almorcé con Esmeralda. Ella era lo más fácil para mí y su compañía me resultaba muy relajante. Su acusada ceguera constituía una gran ayuda, lo cual, era perverso de pensar, pero debo reconocer que era un alivio; además, su casi exclusiva concentración en sí misma era también una ventaja.

Me preguntó cómo había pasado la mañana y le dije que había recorrido la hacienda en compañía de Jeff Carleton.

—Menuda eres tú para no encargarte inmediatamente del asunto —dijo ella—. Siempre le estabas diciendo a Esmond que tenía que tomárselo con más interés. Yo siempre decía que tú estabas enamorada del castillo y no ya de Esmond.

—Oh, tía Esmeralda —protesté—, ¿cómo puedes decir eso? Sin embargo, siempre he amado el castillo.

—No hace falta que me lo digas… O sea, que has recorrido la hacienda con Jeff. Qué suerte tienes de poder moverte. Ojalá yo pudiera…

De este modo, nos deslizamos hacia su tema preferido de conversación y estuve a salvo durante el resto del almuerzo.

Decidí poner en práctica la sugerencia de Janet cuanto antes y, cuando Esmeralda se retiró a su habitación para su siesta de la tarde y la casa se quedó tranquila, me fui a la habitación de Esmond.

Cerré la puerta y me quedé de pie, mirando a mi alrededor. Era una habitación corriente… si es que una habitación del castillo de Mateland podía considerarse corriente. La ventana redondeada abierta en el muro y el banco de piedra al pie de la misma, la distinguían de cualquier habitación que jamás hubiera visto; lo que se me antojó más convencional fue el mobiliario. Había un sofá, dos sillones, una silla, una mesita sobre la que se veía un quinqué y el escritorio en un rincón. La habitación nada me revelaba acerca de Esmond.

Me acerqué inmediatamente al escritorio. Allí estarían los papeles de que Janet me había hablado.

Abrí un cajón y vi varios cuadernos de notas. Tomé uno y lo abrí. Había en el índice toda una serie de nombres cuidadosamente anotados. Pasé las páginas y vi que contenía información acerca de unas personas, comprendiendo inmediatamente que se trataba de personas que vivían en la finca.

Me percaté de lo útil que me podría resultar aquella información. Si repasara cuidadosamente aquel cuaderno, conocería los nombres y averiguaría algo acerca de la gente que vivía en la finca.

Hubiera deseado gritar: «Gracias, Janet, por haberme conducido a esto».

«Emma Bell —leí en la lista del principio. Busqué la página que se indicaba en el índice—. De setenta y tantos años. Vive en la casita desde que se casó hace cincuenta años. Los hijos se han casado y se han ido. Está sola. Vive de lo que gana como costurera».

Ahora ya sabía que ésta era la Emma Bell cuyo tejado había que arreglar.

«Tom Camber. Ochenta años. Llegó a Mateland a los doce. Tendrá la casita mientras viva. Después se estudiará la posibilidad de ofrecérsela a Tom Gelder cuando se case con Jessie Hill, criada».

Era maravilloso. Podría estudiar aquel cuaderno y saberlo todo acerca de aquella gente antes incluso de conocerla. No hubiera podido disponer de mejor ayuda para consolidar mi posición.

Seguí leyendo con creciente satisfacción. Decidí llevarme el cuaderno para estudiarlo. Me sentía enormemente alborozada ante la idea de recorrer a caballo la finca y tropezarme tal vez con Tom Gelder y decirle que tendría la casita cuando ésta quedara libre.

Aquellas personas estaban cobrando vida para mí y yo deseaba con toda el alma hacerlas felices y conseguir que se alegraran de que yo me hubiera convertido en la señora del castillo. Ello aliviaría considerablemente mi conciencia y, mientras leía los datos correspondientes a cada una de ellas y pensaba en lo que podría hacer, parte de mi abrumador sentimiento de culpabilidad empezó a desvanecerse.

Estaba profundamente enfrascada en la lectura del cuaderno cuando oí que se abría la puerta. Me sobresalté y me volví, advirtiendo que me ruborizaba.

Janet se encontraba de pie junto a la puerta.

—Oh, me parecía haber oído a alguien aquí —dijo—. Pero no estaba segura. Está usted revisando los papeles, tal como le he dicho.

Me estaba mirando fijamente y tuve la certeza de que recelaba de mí.

—He seguido tu consejo —le dije—. Todo está muy ordenado.

—Bueno, algunos de estos papeles hay que estudiarlos detenidamente —replicó Janet—. Y me alegro de que lo haga usted. No conviene que lo haga doña Esmeralda y se trastorne.

—Parece que hay información relacionada con la finca.

—Eso tiene que haber. Tal vez en el interior del escritorio…

—El escritorio está cerrado con llave.

—Tiene que haber una llave en alguna parte. ¿Dónde la guardaba el señorito Esmond?

Me estaba mirando con una extraña expresión… medio divertida y medio consternada. No lograba entender a Janet en absoluto.

Chasqueó los dedos y añadió:

—Creo que la guardaba en este jarrón. Eso es. La encontré cuando estaba quitando el polvo. Pensé que era mejor quitar yo misma el polvo de esta habitación. Ya sabe cómo son algunas de estas chicas en lo concerniente a los objetos de los difuntos. En cuanto muere alguien, piensan que se transforma en un duende… pese a que el señorito Esmond era un hombre muy bondadoso y jamás tuvo una palabra de reproche para nadie. Ah, sí, aquí está. En este jarrón. Me parece que es ésta.

—¿Estás segura de que eso está bien?

—¿Que si está bien, señorita Susannah?

—Quiero decir… examinar estos papeles particulares.

Sin que su mirada se apartara de mi rostro, su boca se curvó en una sonrisa. Durante un temible momento, pensé: «Lo sabe. Se está burlando de mí. Esta sonrisa quiere decir que resulta gracioso que yo que he cometido este gran engaño tenga algún escrúpulo».

Su rostro había vuelto a adquirir su habitual expresión de persona práctica.

—Bueno, alguien tendrá que revisarlos alguna vez. Está usted tomando las riendas de lo que él dejó, ¿no?

—Supongo que se podría decir que sí.

Tomé la llave.

—Muy bien, pues, señorita —me dijo ella—, la dejo con eso.

—Gracias, Janet.

—Será mejor que cierre el escritorio cuando haya terminado.

—Lo haré.

La puerta se cerró. Se mostraba claramente servicial conmigo, pero me ponía un poco nerviosa. Siempre aparecía sin más y me producía la impresión de que sabía algo.

Pero tal vez esta sensación se debiera a mis remordimientos de conciencia.

Abrí el escritorio.

Había varios montones de papeles pulcramente colocados en pequeñas casillas. Examiné algunos de ellos. Eran recibos y distintas facturas de la producción que se había obtenido de las granjas. Había también algunas facturas relativas a obras de reparación efectuadas en el castillo.

Cosas todas que yo debería conocer. Entonces, mientras colocaba de nuevo en su sitio uno de los montones de facturas, mi mano rozó unos libritos encuadernados en cuero. Los saqué. Estaban atados conjuntamente con una cinta roja; eran diarios y habían sido ordenados cronológicamente. Decidí examinar el último. Se había empezado a escribir el año anterior y las anotaciones terminaban bruscamente en noviembre. Yo sabía por qué. Era entonces cuando Esmond había muerto.

Aquéllos eran los diarios de Esmond y, a través de su lectura, podría hacerme alguna idea de la clase de vida que había llevado.

Me senté con los diarios en las manos. Tenía la sensación de estar profanando una tumba. La faceta honrada de mi personalidad surgía de vez en cuando y me desconcertaba. El hecho de que todavía existiera, tal vez, resultara sorprendente, pero allí estaba.

Sin embargo, el instinto de supervivencia era más fuerte y pude comprender lo rentable que iba a serme aquel día. Tenía suerte de haberme abierto paso tan pronto hasta aquella habitación y las gracias se las tenía que dar a Janet. Lo que allí pudiera averiguar revestiría para mí un inestimable valor.

Abrí el primer diario. Las anotaciones eran cortas. Por ejemplo:

Tantalus ha perdido una herradura esta mañana. La he llevado Jolly.

He esperado mientras la herraba y me hablaba de su hija que va a casarse este año. He llegado tarde para reunirme con S. Estaba furiosa. No me ha hablado en todo el día.

Pasé las páginas.

He ido a Bray Woods con S. Un día precioso. S. estaba de buen humor y, por consiguiente, yo también. He salido con Jeff. Está deseando que aprenda cosas relacionadas con la finca. Me lo he pasado muy bien.

Pasé a uno de los más recientes. En él se hablaba mucho de Susannah y las anotaciones habían adquirido un nuevo carácter. Eran más emocionales de lo que hubiera sido la breve exposición de un hecho y, leyendo entre líneas, comprendí que la causa era Susannah.

Examiné la que había sido escrita poco antes de la partida de Susannah hacia Australia. Pensé que me permitiría averiguar más datos acerca de acontecimientos más recientes. Era necesario que descubriera la mayor cantidad de datos acerca de Susannah.

S. me inquieta. No la entiendo en absoluto. A veces, es encantadora. Otras creo que disfruta lastimándome. Aunque, en realidad, da lo mismo. Esta mañana ha estado odiosa. Se ha pasado el rato discutiendo. Se ha mostrado muy descortés con el pobre Saúl Cringle. Él se ha entristecido mucho. Al comentarle yo que dice cosas que hieren los sentimientos de las personas y destruyen su orgullo y su respeto de sí misma, se ha burlado de mí. Ha dicho que yo era muy blando y que jamás sabría gobernar el castillo. Me ha dicho: «Supongo que tendré que casarme contigo para evitar que todo se haga pedazos y se convierta en ruinas». Al decirme ella eso, yo no he podido contenerme y le he preguntado: «¿Lo dices en serio, Susannah?». Y ella ha contestado: «Pues claro que lo digo en serio». Después me ha tomado el rostro entre sus manos y me ha besado de una manera muy extraña. Me he sentido muy aturdido.

Ahora el diario parecía girar exclusivamente en torno a Susannah. No cabía la menor duda de que ella le había fascinado y aturdido por completo. Se habían prometido en matrimonio. Él quería casarse en seguida, pero ella aún no había finalizado sus estudios en la escuela.

La historia estaba empezando a emerger. Me la imaginaba con su arrogancia, fruto de la confianza que le infundía su capacidad de atracción. Tenía algo que resultaba irresistible. Podía ser cruel y lograr que se le perdonara la crueldad. Yo creo que se trataba de una atracción física excesiva.

Dejé el diario sobre el escritorio mientras reflexionaba acerca de todo el alcance de mi locura. ¿Cómo se me había podido ocurrir que pudiera ser capaz de ser como Susannah?

Después volví al diario.

Garth vino ayer. Se va a quedar aquí algún tiempo. Hemos salido a pasear a caballo los tres juntos. S. le está tomando antipatía a G. Es una lástima porque él trata de ser amable. «Es un intruso», dice ella. Ha sido muy grosera con él y le ha dado a entender que no era más que el hijo de una dama de compañía, una criada de rango superior. Elizabeth se pondría furiosa.

Hoy hemos salido a pasear a caballo. Hemos pasado por la granja de los Cringle. Saúl C. estaba recortando el seto con una guadaña. Nos hemos detenido a echar un vistazo. S. ha dicho que había que reparar algunas vallas. Saúl se ha puesto muy colorado. Parecía un colegial que no hubiera hecho los deberes. Y el hecho de que sea tan alto —debe medir un metro noventa— me ha inducido a lamentarlo mucho más. Ha empezado a dar excusas. Con aquella voz que a mí no me gusta escuchar porque asusta a la gente cuyos medios de vida dependen del castillo, Susannah le ha dicho: «Yo que usted, me encargaría de arreglar estas vallas, Saúl Cringle». La guadaña se le ha caído y él se ha hecho un corte bastante grande. Entonces Susannah ha cambiado. Ha desmontado, me ha arrojado las riendas a mí y ha corrido para ver si Saúl se había hecho mucho daño. Después ha obligado a éste a entrar en la casa y ella misma le ha vendado. Me he alegrado de ver este cambio en ella. Pero así es Susannah. Mientras nos alejábamos, me ha dicho: «No ha sido nada. Un pequeño corte. Pero él lo exagera porque quería que yo lo lamentara». «Vamos, no lo creo», he contestado. Y entonces ella me ha dicho que estaba volviendo a mostrarme blando y que la necesitaría a ella para el gobierno de la finca. Ella sabría cómo tratar a la gente como Saúl Cringle. Después ha estallado en una carcajada. No, no entiendo a Susannah.

Parece querer acosar a Saúl Cringle. Encuentra defectos en todo lo que se hace en la granja. Se comporta de una manera muy extraña. Una noche la vi regresar tarde. Estaba lloviendo y venía calada hasta los huesos. Salí a su encuentro y ella se enojó mucho conmigo. «Mira, Esmond Mateland —me dijo—, si vas a espiarme, no pienso casarme contigo. Jamás me casaría con un hombre que me espiara».

Susannah casi no me ha hablado en todo el día. Vino a mi habitación anoche. Llevaba puesta una bata y nada más. Se la quitó y se deslizó al interior de mi cama. No hacía más que reírse. Me dijo: «Si vas a casarte conmigo, tendrás que acostumbrarte a eso».

Oh, Susannah…

No podía seguir leyendo. «Está muerto —me repetía—. Estoy fisgoneando algo que sólo era para él».

No me sorprendía que Susannah se hubiera presentado en su habitación de aquella guisa. Su sensualidad constituía el núcleo de su atractivo. Había una promesa en las miradas que dirigía a aquéllos a quienes deseaba esclavizar; y yo tenía la impresión de que, en caso de que se encaprichara, no se mostraría reacia a cumplir aquella promesa.

Me pregunté cómo habrían sido sus relaciones con Philip. Pero, como es natural, ella se iba a casar con Esmond.

No quería seguir leyendo. Y, sin embargo, me sentía impulsada a hacerlo. Si quería desempeñar a la perfección el papel que había asumido, era necesario que supiera cómo era ella. El efecto que ejercía sobre Esmond me decía muchas cosas; y yo la había visto con Philip.

¡Cómo había podido pensar que podría llegar a ser Susannah!

Reuní los papeles y los diarios. Me los tendría que llevar a mi habitación para estudiarlos con más detenimiento.

Cerré con llave el escritorio, volví a dejar la llave en el jarrón y cerré suavemente la puerta del dormitorio de Esmond a mi espalda.

Aquella noche leí en la cama los papeles relacionados con la finca. Ahora estaba segura de que podría recorrer la finca a caballo y hablar con la gente como si la conociera. Me sentía invadida por una nueva sensación de confianza. Probé algunos de mis recién adquiridos conocimientos con Esmeralda y tuve la certeza de haberlo hecho muy bien. Con ella era fácil, sin embargo; no era persona que se preocupara por las gentes de la finca como no fuera para proporcionarles carbón y mantas por Navidad y bollos calientes de Semana Santa por Pascua (una hermosa costumbre que llevaba más de un siglo practicándose en Mateland y que había sido instaurada por alguna viuda bienhechora) y un ganso por San Miguel. No es que ella se preocupara personalmente por estos detalles, pero ordenaba que otros se encargaran de la distribución. Me imaginaba que ahora tendría que hacerlo yo.

Charlé con aire de entendida con Janet, la cual, asintió con la cabeza en gesto de aprobación, haciéndome sentir como una niña que se ha aprendido bien las lecciones.

Los días sucesivos transcurrieron tranquilamente, y yo, me pasaba las mañanas cabalgando por la finca. Me detenía a visitar a algunos de los campesinos, confiando en mis recién adquiridos conocimientos. La anciana señora Bell quitó el polvo de una silla para que yo me sentara y me empezó a hablar de las goteras del tejado.

—Ya nos hemos encargado de ello, señora Bell —pude decirle—. El bardero vendrá muy pronto.

—Oh, señorita Susannah —exclamó ella—, me alegraré mucho, ya lo creo. No es agradable estar en la cama y no saber si la lluvia te va a caer encima o no.

Yo contesté que estaba segura de que no, y que, siempre que hubiera algo que necesitara hacerse, nos lo dijera a mí o bien al señor Carleton.

—Dios la bendiga, señorita Susannah —dijo ella.

—Ahora vamos a cuidar de usted, señora Bell —le aseguré.

—Vaya, cuánto me alegro. Ha vuelto usted distinta. Señorita Susannah, si no se toma a mal que se lo diga… Más suave por así decirlo. El señorito Esmond era un caballero muy suave, siempre prometiendo aunque no siempre cumpliendo las promesas… ya sabe usted lo que quiero decir. Gracias a Dios, ahora será distinto…

—Me esforzaré al máximo para que todo el mundo esté a gusto —repliqué—. Lamento que el ambiente no sea más bonito.

—Oh, es precioso, señorita. Es lo que yo le dije a Bell cuando vinimos aquí… de eso hace cincuenta años, señorita.

Dije que esperaba que la señora Bell cumpliera otros cincuenta años en la casita y eso la hizo reír.

—Siempre fue usted un diablillo, pero, si me perdona que se lo diga, es un diablillo más simpático desde que ha regresado.

Salí muy contenta. Por lo menos, les gustaba más que Susannah.

Después de la señora Bell, visité a las Thorn. Se trataba de una mujer inválida con su hija Emily, la cual, debía tener cerca de cincuenta años. La hija era una delgada y huesuda mujercilla parecida a un ratón, de rápidos movimientos, cabello entrecano y oscuros ojillos sobresaltados que se movían inquietos, como si temieran algún peligro. Conocía la situación a través de los diarios de Esmond. Había sido camarera de una dama y gozaba de buena posición hasta que murió su padre y su madre se quedó inválida a causa del reumatismo. Entonces había tenido que regresar a casa para cuidar a su madre. Se ganaba la vida haciendo preciosos bordados y confeccionando prendas para un establecimiento de Mateland, lo cual, le resultaba muy útil porque se podía llevar el trabajo a casa. Pobre señorita Thorn, lo sentía mucho por ella.

Se puso muy nerviosa al verme llegar y me miró como si fuera un profeta de la desgracia.

—Estoy simplemente visitando la finca, señorita Thorn —le dije—. Quiero saber qué tal está todo el mundo, ¿comprende?

Ella asintió con la cabeza y se pasó la lengua por los labios. Era una mujer asustada. Me preguntaba por qué. Tendría que procurar averiguarlo sin que se notara demasiado. Pobre señorita Thorn, era como un ratoncillo asustado.

Mientras permanecía sentada, conversando con ella, se oyó un golpe en el techo. Yo levanté los ojos, presa del sobresalto.

—Es mi madre —dijo ella—. Quiere algo. ¿Me disculpa un momento, señorita Susannah? Iré a decirle que está usted aquí.

Me quedé sentada, estudiando la pequeña estancia con su chimenea abierta y la mesa cubierta por un desgastado pero limpio mantel rojo sobre el cual, se encontraba un paquete de papel de seda que yo supuse debía contener trabajos de costura. Pude oír el incesante zumbido de una voz en el piso de arriba.

Al cabo de cinco minutos, apareció de nuevo la señorita Thorn.

—Perdone, señorita Susannah, le estaba explicando a mi madre que se encontraba usted aquí.

—¿Podría verla?

—Bueno, si usted quiere…

No estaba segura de si hubiera debido decirlo o no. Adiviné inmediatamente que no era la clase de cosa que Susannah hubiera dicho. La sorprendida mirada de la señorita Thorn me lo dio a entender con claridad. Pese a lo cual, ésta se levantó y yo la seguí al piso de arriba. Las casitas eran todas más o menos iguales. Dos habitaciones en la planta baja con una cocina y una escalera en la habitación de atrás que conducía a las dos habitaciones del piso de arriba.

En una de ellas, se encontraba la señora Thorn, una corpulenta mujer parecida físicamente a su hija, pero aquí terminaba toda la semejanza. Comprendí inmediatamente que la señora Thorn era una mujer que sabía salirse con la suya. Ésta era la causa de la mirada acobardada de su hija. Se veía fácilmente que la señora Thorn poseía un temperamento dominante.

Me escudriñó y, por un instante, pensé que iba a acusarme de ser una impostora.

—Vaya, es muy amable de su parte que se haya molestado, señorita Susannah —dijo—, no me lo esperaba. Es la primera vez que alguien del castillo viene a visitarme —me miró con una expresión desdeñosa que yo atribuí al resentimiento—. Ya no le sirvo a nadie para nada desde que me quedé inválida por culpa del reumatismo. Desde que Jack Thorn murió, no tengo derecho alguno a estar aquí, supongo.

—Vamos, señora Thorn, no hay que hablar así. Estoy segura de que la señorita Thorn no permitirá que piense semejante cosa.

—Bueno, ella… —la señora Thorn dirigió a su hija una perversa mirada—. Abandonó su carrera, sí, para venir a cuidar a su anciana madre. Eso es algo que no se puede olvidar como si tal cosa.

—Tiene la casita muy ordenada —dije, comprendiendo que el ratoncito de la hija necesitaba protección contra su severa aunque inválida madre.

—Una melindrosa, eso es lo que es… una auténtica melindrosa… acostumbrada a vivir en mansiones, eso es… sirviendo a señoras de postín.

Cada vez me estaba dando más lástima el ratoncillo.

—Fue una terrible desgracia la que me ocurrió, señorita Susannah. Aquí tendida… un día sí y otro también. No puedo mover un músculo sin que me duela. No salgo. No sé qué está ocurriendo. No me enteré del fallecimiento del señorito Esmond hasta una semana después. Y, cuando se habló tanto acerca de su primera enfermedad y Saúl Cringle hizo lo que hizo… bueno, pues, yo tampoco me enteré. Estas cosas la hacen sentir a una aislada… no sé si me entiende.

Le dije que sí y que lamentaba sinceramente la situación. Había ido para ver si todo marchaba bien en las casitas.

—Todo está en orden —se apresuró a decir la señorita Thorn—. Hago todo lo que puedo…

—Ya me he dado cuenta —dije, tranquilizándola—. Todo está muy pulcro y ordenado.

—Dice que va a haber cambios ahora que usted ha regresado, señorita Susannah —dijo nerviosamente la señorita Thorn.

—Para bien, espero —dije yo.

—El señorito Esmond era un amo muy bueno con nosotros.

—Sí, lo sé.

Me levanté y me despedí de la señora Thorn. La señorita Thorn me acompañó por la escalera y se quedó de pie junto a la puerta, con expresión suplicante.

—Me encargo bien de todo —repitió—. Hago todo lo que puedo.

Ojalá supiera cuál era el motivo de su preocupación. Tenía intención de averiguarlo.

Me alejé a caballo y observé que me encontraba muy cerca de los Cringle. La granja y sus moradores me fascinaban. Me intrigaba Saúl. Me lo imaginaba recortando el seto mientras Susannah le provocaba. Ella le tenía antipatía, quería burlarse de él y demostrarle, suponía yo, que debía sus medios de vida al castillo.

Desmonté y até mi caballo. Un muchacho pasó corriendo y se detuvo a mirarme.

—Hola —le dije.

Él se limitó a dar media vuelta y se alejó corriendo.

Empecé a subir por el camino que conducía a la alquería, pensando: «No hubiera tenido que venir. No hace mucho que los visité en compañía de Jeff Carleton». Empecé a pensar en las posibles excusas. Le preguntaría a Jacob (éste era su nombre) qué le parecía la idea de dejar en barbecho la hectárea y media de Gravel ahora que había tenido suficiente tiempo de reflexionar acerca de la cuestión.

Llamé a la puerta con los nudillos. El anciano se encontraba sentado en su silla y la señora Jacob se hallaba limpiando la mesa de madera y una joven estaba haciendo ristras de cebollas y dejándolas en una bandeja.

—Oh, es la señorita Susannah otra vez —dijo la mujer.

La muchacha me miró con un par de preciosos ojos castaños en los que se observaba, sin embargo, con una expresión asustada.

—He venido simplemente para ver si ya habían adoptado una decisión acerca del campo —dije.

—Nosotros no somos quiénes para adoptar decisiones —dijo la mujer—. Nosotros tenemos que escuchar y hacer lo que se nos manda.

—Yo no quiero que sea así —protesté—. Ustedes conocen mejor la granja que yo.

—Jacob dice que, si lo dejamos en barbecho, nos faltará una cosecha y, aunque ésta no sea tan buena como debiera ser, no deja de ser una cosecha.

—En eso tiene razón —convine—. Creo que Jacob y el señor Carleton tendrían que reunirse para discutirlo.

—Dale a la señorita Susannah unas gotas de tu sidra, Carrie —dijo el viejo.

—Oh, eso no será suficientemente bueno para las personas como ella.

—Uno de nosotros lo fue una vez —comentó irónicamente el viejo y yo me pregunté qué habría querido decir—. Tráela, chica —le gritó a la joven que estaba trenzando las ristras de cebollas.

—Vamos, Leah —dijo la mujer.

La muchacha se levantó obedientemente y se acercó a una cuba que había en un rincón. A mí no me apetecía la sidra, pero pensé que iba a ser una descortesía rehusar y bien sabía el cielo lo susceptibles que eran aquellas gentes.

—La ha hecho ella —dijo el hombre, moviendo la cabeza en dirección a la mujer—. Y es una buena bebida. Le gustará, señorita Susannah. Eso, siempre y cuando no sea usted demasiado orgullosa para beber con personas de nuestra condición.

—¡Qué tontería! —exclamé—. ¿Y por qué iba a serlo?

—Algunas personas no siempre tienen que tener una razón —contestó el viejo—. Date prisa, Leah.

Leah estaba abriendo la espita de la cuba y llenando una jarra con un líquido dorado. Me ofrecieron un pichel de peltre. Tomé un sorbo. No me gustaba demasiado, pero comprendí que tendría que beber so pena de ofender a los Cringle más todavía de lo que aparentemente estaban, por lo que me acerqué el pichel a los labios y seguí tomando sorbos. Era una bebida fuerte. Todos me estaban observando con atención.

—La recuerdo cuando era pequeña —dijo el anciano—. De eso hace años… cuando su tío aún vivía y su padre estaba aquí. Antes de que huyera tras haber asesinado a su hermano.

Guardé silencio, pero estaba muy nerviosa. Percibí el odio que se encerraba en el hombre y en la mujer. La muchacha era distinta. Parecía estar perdida en sus propios pensamientos. Era una delicada y preciosa criatura y sus ojos me recordaban los de una gacela: grandes, suplicantes y en guardia, temerosos de algún peligro como los de la señorita Thorn.

Adiviné instintivamente que estaba embarazada. Había un abultamiento apenas perceptible bajo su cintura… pero lo más revelador era su expresión. Hubiera podido jurar que estaba en lo cierto.

—¿Vives aquí con tu marido? —pregunté.

No estaba preparada para el efecto que mis palabras produjeron. Ella enrojeció intensamente y me miró como si fuera una bruja con poderes sobrenaturales para escudriñar su mente.

—¡Nuestra Leah… un marido! ¡No tiene marido!

—No… yo… no estoy casada —dijo la muchacha como si ello fuera una gran calamidad.

Justo en aquel momento fui consciente de una sombra en la ventana. Me volví de golpe. Pude distinguir fugazmente una ropa oscura, tras lo cual, quienquiera que hubiera estado mirando desapareció.

Mi inquietud se acrecentó. Alguien había estado observándome desde la ventana. Siempre resulta desconcertante que la estén observando cuando una no lo sabe.

—Había alguien ahí —dije.

—Uno de esos grajos que pasan volando frente a la ventana, supongo —contestó la mujer, sacudiendo la cabeza.

Yo no creía que hubiera sido un grajo, pero nada dije.

—No —siguió diciendo la mujer—, nuestra Leah no está casada. Tiene dieciséis años. Esperará cosa de un año todavía y, cuando se case, no vivirá aquí. Esta alquería no podría mantener a más gente. Usted ya está pensando que no rendimos lo suficiente.

—Yo no pienso eso, señora Cringle.

—Entonces alguna otra cosa la habrá traído aquí, señorita Susannah. Preferiríamos que nos lo dijera sin rodeos.

—Quiero conocer a todas las personas de la finca.

—Pero, señorita Susannah, si nos conoce a casi todos de toda la vida. Claro, hubo la vez que usted se fue cuando el señorito Esmond estuvo enfermo y parecía que se iba a morir y nuestro Saúl…

—Calla la boca, mujer —le dijo el viejo—. La señorita Susannah no quiere oír hablar de eso. Supongo que es lo último de que quiere oír hablar.

—Creo que es mejor mirar al futuro —dije.

El anciano soltó una áspera carcajada.

—Es una buena idea, señorita, cuando el pasado no se presta a que lo miren.

La sidra era francamente fuerte y me habían llenado un pichel muy grande. Me pregunté si podría dejarlo sin que pareciera una grosería. Llegué a la conclusión de que no, bastante ofendidos estaban ya.

Apuré el contenido del pichel y me levanté. La sidra era evidentemente muy fuerte. Veía la cocina de la alquería como un poco brumosa. Era consciente de que todos me estaban mirando con una especie de solapado triunfo. Sin embargo, no la muchacha; ella era distinta; tenía demasiados problemas para que le interesara una victoria sobre mi persona. Me parecía muy comprensible en caso de que estuviera ilegalmente embarazada. Me imaginaba lo que eso iba a significar en un hogar como aquél.

Estaba desatando el caballo cuando el muchacho que había visto al llegar, se me acercó corriendo.

—Ayúdeme, señorita —me dijo—. Mi gatita se ha quedado atrapada en el granero. No puedo alcanzarla. Usted sí podría. Está maullando. Venga a ayudarme.

—Enséñame el camino —le dije.

Su rostro se iluminó con una sonrisa.

—Yo se lo enseñaré, señorita. ¿Me la bajará?

—Lo haré, si puedo.

Él se volvió y echó a andar rápidamente. Yo le seguí. Cruzamos un campo y llegamos a un granero cuya puerta se encontraba abierta y estaba oscilando.

—La gata… se ha metido… allí arriba… y no puede bajar. Usted puede alcanzarla, señorita.

—Lo intentaré —dije.

—Por aquí, señorita.

Se apartó a un lado para que yo pudiera entrar. Lo hice y la puerta se cerró inmediatamente. Me encontraba en una completa oscuridad y no podía ver ni el menor asomo de luz exterior.

Lancé un grito de asombro, pero el muchacho se había ido y oí el rumor de un pestillo al deslizarse. Después… me quedé sola.

Miré a mi alrededor y súbitamente me noté la carne de gallina. Había oído hablar de personas a las que se les erizaba el cabello. Jamás me había ocurrido semejante cosa, pero me ocurrió entonces. Porque, colgado de una de las vigas, vi el cuerpo de un hombre. Se balanceaba colgado de una cuerda y giraba ligeramente al hacerlo.

Lancé un grito y exclamé:

—¡Oh… no!

Hubiera deseado dar media vuelta y echar a correr.

Aquellos primeros segundos fueron terribles. El muchacho me había encerrado allí con un hombre muerto… y, por si fuera poco, un hombre que se había ahorcado o había sido ahorcado por otros.

El terror se apoderó de mí. El granero estaba oscuro y resultaba misterioso. No podía soportarlo. El muchacho lo había hecho deliberadamente. No había gata alguna… tan sólo un cadáver colgando de una cuerda.

Estaba temblando. Me habían atraído hacia allí con un propósito deliberado. El muchacho debía saber lo que había allí dentro. ¿Por qué me había hecho eso?

El pánico me invadió. No sabía qué hacer.

El granero se encontraba a cierta distancia de la alquería. Si gritara, ¿me oirían?… y, en caso de que me oyeran, ¿acudirían los Cringle a ayudarme?

Eso sería lo último que hicieran. Percibía las oleadas de odio que me habían asaltado en la cocina de aquella casa… por parte de todos, menos de la muchacha llamada Leah. Tenía demasiados problemas para prestarme atención.

Una terrible sensación de ineptitud se adueñó de mí.

¿Qué iba a hacer? ¿Y si no estuviera muerto? Tenía que tratar de bajarlo. Tenía que tratar de salvarle. Sin embargo, mi primer impulso era el de huir, llamar a alguien, pedir ayuda. Traté de empujar la puerta para que se abriera, pero la habían cerrado por fuera con un pestillo. La sacudí. Pero el granero era una estructura muy frágil y empezó a moverse mientras yo golpeaba la puerta.

Tenía que averiguar si el hombre estaba vivo. Tenía que bajarle.

Me sentía enferma e inepta. Deseaba salir al aire libre y alejarme de aquel horrible lugar.

Contemplé de nuevo el macabro espectáculo. Pude ver ahora que la figura aparecía fláccida y sin vida. Algo en su modo de colgar me lo decía.

La contemplé horrorizada porque ahora había girado y yo estaba contemplando un rostro grotesco… un rostro que no era humano. Era blanco… blanco como la nieve recién caída y tenía por boca una sonriente abertura de color sangre.

No era un hombre. No era un ser humano, aunque los calzones de pana y el gorro de tweed fueran como los que solían usar los hombres que trabajaban en el campo.

Me adelanté, pero mi instinto se rebelaba contra mi voluntad de acercarme a la cosa.

Comprendí súbitamente que no podía seguir allí. Golpeé la puerta y grité:

—Déjenme salir. ¡Socorro!

Me encontraba de espaldas a la cosa que colgaba. Experimentaba la extraña sensación de que ésta iba a cobrar vida, descolgarse de la cuerda que le rodeaba el cuello, acercarse a mí y entonces… no sabía qué iba a suceder.

La sidra me estaba haciendo efecto… provocándome una sensación de mareo. No era una sidra corriente. Estaba convencida de que me habían ofrecido deliberadamente una cantidad excesiva de aquel fuerte brebaje. Me odiaban aquellos Cringle. ¿Quién era el muchacho que me había encerrado en el granero? Un Cringle, estaba segura. Tenía que serlo. Había oído decir que había dos hijos y una hija.

Empecé a golpear de nuevo la puerta. Y seguí pidiendo socorro.

Mis ojos miraron a mi alrededor. Estaba allí… aquella horrible cosa sonriente.

Tenía que tratar de tranquilizarme. Me pregunté qué podría significar aquello. Lo habían hecho los Cringle. Querían asustarme. Le debían haber dicho al chico que me llevara allí y me encerrara. ¿Con qué objeto? ¿Tenían la intención de mantenerme encerrada allí? ¿Y de matarme tal vez?

Aquello era demasiado absurdo, pero estaba lo suficientemente aterrada para creer posible cualquier cosa.

Tenía que salir de allí. No podía soportar permanecer en aquel granero con esa horrible cosa sonriente que me miraba, colgando de la cuerda.

Volví a gritar. Volví a aporrear la puerta hasta hacerla temblar bajo mis golpes. ¿Qué esperanza tenía? ¿Quién iba a pasar por allí? ¿Quién iba a oírme? ¿Cuánto tiempo debería permanecer encerrada allí con aquella cosa?

Me apoyé contra la puerta. Tenía que tratar de pensar con lógica y tranquilidad. Me había encerrado allí un muchacho travieso. Pero ¿cuál era el significado de aquella figura colgante? ¿Por qué me había conducido el muchacho hasta allí con la historia de la gata atrapada? Los muchachos eran traviesos por naturaleza. A algunos les gustaba gastar bromas pesadas. Tal vez al muchacho se le había antojado divertido encerrarme allí con aquella cosa. Era el muchacho al que había visto al llegar a la alquería. Tenía que ser un Cringle. Podía haber colgado aquella figura allí y después haberme esperado. ¿Por qué? Todo aquello encerraba un significado, estaba completamente segura.

No podía permanecer allí indefinidamente. Me echarían en falta. Pero ¿quién sabría dónde buscarme?

¿Y si me acercara a aquella cosa… y la examinara con más detenimiento…? Pero no me atrevía a hacerlo. Me resultaba demasiado extraño y horrible en la oscuridad. Era como el muñeco de un ventrílocuo. Pero éste tenía algo… Parecía vivo.

Volví a aporrear la puerta. Tenía las manos arañadas. Pedí socorro a voz en grito.

Presté atención presa de la angustia y el corazón me dio un vuelco porque había oído una voz.

—Hola… ¿qué ocurre? ¿Quién anda ahí?

Golpeé la puerta con todas mis fuerzas. El granero estaba estremeciéndose.

Oí después el rumor de los cascos de un caballo y de nuevo la voz.

—Un momento. Ya voy.

El caballo se había detenido. Se hizo un breve silencio. Después la voz se oyó más cercana.

—Un momento.

Estaba descorriendo el pestillo. Oí que éste salía de la pieza de cierre. Un rayo de luz penetró en el granero y yo casi caí en brazos del hombre que estaba entrando.

—¡Dios bendito! —exclamó éste—. ¿Qué estás haciendo aquí, Susannah?

¿Quién era? No le conocía. En aquel momento, no tenía tiempo para otra cosa más que para respirar de alivio.

Me sostuvo contra sí un instante y después me dijo:

—Me pareció que el granero se iba a venir abajo.

—Un muchacho me hizo venir hasta aquí… —dije balbuciendo—… y cerró la puerta con pestillo. He mirado y he visto… eso.

Él miró la cosa que colgaba de la cuerda.

—¡Dios mío! —dijo lentamente—. Menuda broma de gastar… menuda broma tan insensata.

—Le he echado un vistazo y me ha parecido que era un hombre. La cara estaba vuelta hacia el otro lado.

—¿Es que nunca van a olvidar…?

No sabía de qué estaba hablando, pero me estaba dando cuenta de que me habían sacado de una situación aterradora para colocarme en otra muy peligrosa.

Él se había acercado a la figura y la estaba examinando.

—Es uno de sus espantapájaros —dijo—. ¿Por qué lo habrán colgado de este modo?

—Me dijo que su gata estaba atrapada aquí.

—Uno de los muchachos Cringle, ¿verdad?

Decidí correr el riesgo. Suponía que tenía que conocer a los muchachos Cringle. Asentí con la cabeza.

—Eso es demasiado. A algunas personas les hubiera dado un ataque al corazón. Tú estás hecha de una madera más fuerte, Susannah. Vamos a salir de aquí, ¿te parece? ¿Tienes el caballo cerca?

—Sí, junto a la entrada de la granja.

—Muy bien. Regresaremos. He llegado esta mañana. Me han dicho que habías salido a recorrer la finca y he pensado salir en tu busca.

Salimos al exterior. Yo estaba todavía temblando a causa de aquella experiencia, pero me había recuperado lo suficiente para examinarle. Era alto y lo que más me llamaba la atención era su aire autoritario. Lo había observado y admirado en mi padre y, en aquellos momentos, comprendí que era eso lo que a Philip le faltaba. Aquel hombre tenía el cabello oscuro y sus ojos castaños tenían una mirada penetrante que hubiera constituido para mí una señal de advertencia de no haberme encontrado en semejante estado. Debió percatarse del examen a que lo estaba sometiendo porque me dijo:

—Deja que te vea, Susannah. ¿Has cambiado mucho desde tu circunnavegación del mundo?

Evité su mirada y procuré no mostrarme tan nerviosa como me sentía.

—Algunas personas parecen pensar que he cambiado… un poco —dije.

Él me estaba mirando atentamente y yo me quité el sombrero y sacudí el cabello porque, a causa del flequillo, tenía la impresión de que me parecía más a Susannah sin sombrero.

—Sí —dijo él—, estás más madura. Éste es el efecto que te producen los viajes. Sobre todo la clase de viajes que tú emprendes.

—¿Quieres decir que me he hecho mayor?

—¿Acaso no nos hemos hecho todos más mayores? Ha transcurrido casi un año… más que eso. No te vi cuando regresaste de la escuela. ¿Cuánto tiempo estuviste aquí entonces?

—Debieron ser unos dos meses.

—Y después se te ocurrió esta descabellada idea de irte a Australia. Querías encontrar a tu padre. Lo conseguiste, ya lo sé.

—Sí, lo conseguí.

—Vamos a buscar a los caballos y regresemos a casa. Dios mío, estás temblando. ¡El maldito espantapájaros! Son muy vengativos estos Cringle. Nunca me gustaron. ¿Por qué tenían que culparte a ti de la muerte de Saúl? Ya sé que siempre le estabas pinchando. Es una lástima que no supieras manejarles. Todo este fanatismo religioso. El viejo Moisés es un diablo santurrón, aunque él se considere un ángel. Creo que les dio a estos chicos un buen vapuleo cuando eran jóvenes. ¿Y a qué les ha conducido todo eso? Saúl se colgó de una cuerda en un granero y Jacob… se está convirtiendo en un tipo como su padre. Y, además, es un necio si ha tenido algo que ver con esta broma. Tendría que andarse con más cuidado ahora que mandas tú. Tendría que pensar en la posibilidad de perder la granja. Todos temen los cambios que vas a introducir. En cuanto a la chica, Leah. Se llama así, ¿verdad…?

—Si, se llama así. La he visto esta mañana…

—Apuesto a que lo está pasando muy mal. Estaba terriblemente asustada.

Cada vez me sentía más perpleja. ¡O sea, que Saúl Cringle se había ahorcado en un granero! Y, por esta causa, a mí me habían encerrado con aquel espantapájaros colgando de las vigas. El hogar de los Cringle encerraba un gran secreto y Susannah formaba parte del mismo.

Súbitamente me sentí muy asustada.

Entretanto, tenía que descubrir quién era mi rescatador.

Regresamos a caballo al castillo. Él se pasó todo el rato hablando y yo me esforcé desesperadamente por no traicionarme.

Al llegar a las caballerizas, se produjo para mí la primera situación afortunada de la mañana.

Uno de los mozos dijo:

—Conque ha encontrado a la señorita Susannah, señorito Malcom.

Entonces supe que mi acompañante era el hombre a quien yo había arrebatado la herencia.

Cuando entramos al castillo, Janet se encontraba en el vestíbulo.

—Buenos días, señorita Susannah, señorito Malcom —dijo.

Contestamos a su saludo y noté que me estaba estudiando con atención.

—El almuerzo será dentro de una hora —dijo.

—Gracias, Janet —replicó Malcom.

Me fui a mi habitación y no transcurrió mucho rato antes de que Janet llamara a la puerta.

—Adelante —dije.

Ella entró y yo me percaté de aquella mirada vigilante que ya había advertido al verla en el vestíbulo.

—¿Tiene usted alguna idea de cuánto tiempo se va a quedar el señorito Malcom, señorita Susannah? —me preguntó—. Me lo estaba preguntando la señora Bates. Le gustaba el sabor del azafrán y a ella se le ha terminado. Y no es tan fácil conseguirlo.

—No tengo idea de cuánto tiempo se va a quedar.

—Es muy propio de él eso de presentarse de manera inesperada. Empezó a presentarse inesperadamente cuando… bueno, cuando su abuelo empezó a darle esperanzas tras la desgracia.

—Oh, sí —murmuré yo—. Con Malcom no se puede estar seguro.

—Usted nunca se ha llevado demasiado bien con él, ¿verdad?

—No. Nunca me he llevado bien.

—Son demasiado parecidos ustedes dos, eso es lo que yo solía decir siempre. Querían ustedes hacerse cargo de todo… los dos lo querían. Yo siempre pensaba que el pobre señorito Esmond estaba como aplastado entre ustedes dos.

—Supongo que eso era un poco lo que ocurría.

—Bueno, puesto que ustedes dos siempre andaban a la greña… yo esperaba siempre las visitas del señorito Malcom. Yo siempre decía que eran buenas para usted —me miró con expresión inquisitiva—. A veces, podía ser usted un pequeño diablillo.

—Supongo que era un poco insensata.

—Bueno, me parece que nunca le había oído decir algo parecido. Yo siempre decía: «La señorita Susannah siempre ve un punto de vista y éste es el suyo». Lo mismo le ocurría al señorito Malcom. De lo que no cabe duda, es de que le tiene un gran cariño al castillo. Y los arrendatarios le quieren, además. No es que no quisieran al señorito Esmond. Pero él era excesivamente blando y, además, tenía la costumbre de prometer cosas que luego no cumplía. Decía siempre que sí porque quería agradar a la gente. Aborrecía decir que no y por eso nunca lo hacía. Decía siempre sí, sí, sí, tanto si podía hacerlo como si no.

—Eso era un error.

—En eso estoy de acuerdo con usted, señorita Susannah. Pero todo el mundo le quería. Fue un golpe muy duro para todos nosotros cuando se murió de aquella manera, y la gente de la finca lo sintió mucho.

Me pareció que podía preguntar por la muerte de Esmond porque sabía que Susannah no estaba presente cuando ocurrió.

—Me gustaría conocer algo más acerca de la última enfermedad de Esmond —dije.

—Bueno, sucedió lo mismo que aquella vez que enfermó. Usted se encontraba aquí cuando ocurrió. Tuvo los mismos síntomas… aquella terrible debilidad que se apoderó de él súbitamente. Ya recuerda usted cómo estaba cuando regresó de aquella escuela de señoritas. El señorito Garth estaba aquí también. Fue cuando Saúl Cringle se mató. Después pareció que el señorito Esmond mejoraba. Todo fue muy dramático, ¿verdad? Y entonces decidió usted ir en busca de su padre. Sé lo que sentía. Nunca olvidaré el día en que encontraron a Saúl Cringle ahorcado en el granero. Nadie pudo decir por qué lo había hecho. Es posible que se debiera a algo relacionado con el viejo Moisés. Les hacía bailar al son que él tocaba. Saúl y Jacob y ahora los nietos. Supongo que la joven Leah, Rubén y Amós se lo están pasando muy mal. Pero ellos tienen la manía de que usted tuvo algo que ver con el suicidio de Saúl. Le había estado usted pinchado, dicen… buscándole defectos… usted siempre acudía a la granja de los Cringle, ¿recuerda?

—Quería cerciorarme de que la finca marchaba adecuadamente.

Me pareció que Janet me miraba con astucia.

—Bueno, eso entonces le correspondía a Esmond, ¿no? Decían que Saúl había sido educado con tanta severidad que pensaba que iría a parar al fuego del infierno en caso de que cometiera el más mínimo error. Ésta podría ser la explicación.

—¿Cómo? —dije yo—. Si pensaba que iría a parar al fuego del infierno, sería más lógico pensar que procurara aplazar su llegada allí.

—Eso es lo que diría usted, señorita Susannah. Usted siempre ha sido irreverente. Yo se lo decía a la señora Bates: «A la señorita Susannah no le importa ni Dios ni el hombre». Su madre temía por usted.

—Oh, mi madre… —murmuré yo.

—¡Pobre señora! Nunca superó el golpe de que la abandonaran de aquella manera… y de que él se fuera con su mejor amiga.

—Tenían sus razones.

—Bueno, ¿acaso no las tiene todo el mundo? —Janet se encaminó hacia la puerta y se detuvo, con la mano en el tirador—. En fin, me alegro de que usted y el señorito Malcom parezcan llevarse mejor. Aún es temprano. Pero ustedes andaban siempre peleándose como el perro y el gato. Yo creo que eso tiene que ver con el castillo. En los viejos tiempos, la gente solía pelearse por los castillos… todo aquel aceite hirviente que solían arrojar desde las almenas… y los arietes y los dardos lanzados a través de las aspilleras… Todo eso hacían para adueñarse de un castillo. Ahora se utilizan otros métodos.

—Ahora todo está arreglado —dije yo.

—Usted siempre se propuso ser la dueña del castillo —me dijo ella con aire cauteloso—. Siempre pensé que ésta era la causa de que usted hubiera decidido casarse con Esmond. Y ahora, claro, lo ha conseguido sin casarse con él. Usted es ahora la dueña del castillo y, si Esmond hubiera vivido, lo hubiera tenido que compartir con él. Aun así, usted se hubiera salido con la suya. Estoy segura. Pero ahora es distinto. Usted ostenta el mando absoluto.

—Sí —dije, y me pareció muy extraño que ella anduviera siempre detrás de mí y me hablara de aquella manera.

Sin embargo, no me atrevía a disuadirla de que lo hiciera. Había aprendido muchas más cosas a través de Janet que de cualquier otra persona. Y necesitaba desesperadamente aprender.

—Bueno, ya me voy —dijo—, querrá usted arreglarse para el almuerzo.

No pude evitar sentirme agradecida hacia ella. O sea, que Malcom y yo éramos viejos enemigos. Él quería el castillo. Y había creído en la posibilidad de heredarlo a la muerte de Esmond. Habría sido un golpe muy duro para él ver que yo —o, mejor dicho, Susannah— me le había adelantado.

Ahora tenía que andarme con especial cuidado. Malcom conocía a Susannah, pero llevaba algún tiempo sin verla. Afortunadamente, jamás habían sido muy amigos y, de hecho, se habían tenido antipatía; no obstante, él estaba en la plenitud de sus facultades y nada le causaría más deleite que descubrir este engaño.

Esta iba a ser mi prueba. Los demás habían sido relativamente fáciles comparados con él. Esmeralda, tal vez, me hubiera planteado algún problema de no haber estado medio ciega; con Malcom sería distinto. Él era astuto y, por otra parte, nada le complacería más que el hecho de descubrir que yo era una impostora puesto que, como consecuencia del fallecimiento de Susannah, él era en realidad el auténtico heredero. Sólo una falsaria se interponía entre él y el castillo.

Íbamos a almorzar los tres solos, y me sentía invadida por la inquietud. Pensé que ojalá hubiera tenido más tiempo para prepararme con vistas a la llegada de Malcom. Desde la cabecera de la mesa, Esmeralda le escudriñó.

—Suponía que pronto ibas a estar con nosotros —le dijo.

—No sabía que Susannah estaría aquí, y pensaba echar un vistazo a la finca por si hubiera alguna cosa que pudiera hacer.

—Desde luego, Jeff Carleton se habrá alegrado mucho de verte.

—Aún no le he visto. Había salido y entonces yo he ido en busca de Susannah.

—Me ha alegrado muchísimo verte —le dije.

—Vaya, eso es inesperado, Malcom —terció Esmeralda.

—Lo ha sido. ¡Y en qué circunstancias! Creo que habría que decirles algo a los Cringle. Eso ha sido demasiado.

—Espero que no vaya a haber dificultades —dijo Esmeralda—, porque eso me pone enferma. Bien sabe el cielo que ya hemos tenido bastantes.

—Han sido estos muchachos Cringle, supongo —dijo Malcom.

Pensé que yo había guardado suficiente silencio y decidí intervenir:

—Yo estaba en casa de los Cringle y uno de los chicos me ha dicho que su gata se había quedado atrapada en el granero y me ha pedido que le ayudara a liberarla. Me ha acompañado al granero y allí había…

—Era un espantapájaros, vestido como Saúl —dijo Malcom.

—¡Qué… horrible! —exclamó Esmeralda.

—Estaba colgado allí… —dije.

—Y llevaba puesto uno de los viejos gorros de Saúl —añadió Malcom—. Debo decir que resultaba muy realista hasta que la cosa se volvía y le veías la cara. Producía una impresión terrible.

—Me lo imagino. Por eso has estado tan callada, Susannah.

—Los Cringle tienen que olvidarse de todo eso —terció Malcom—. Tienen que dejar de echarte la culpa… de echarnos la culpa a nosotros… de lo que ocurrió. Saúl no estaba en su sano juicio, si quieres que te lo diga —me estaba mirando fijamente—. Tal vez algunos sepan por qué lo hizo… pero yo digo que es mejor olvidarlo.

—Sí —dijo Esmeralda—, debieran olvidarlo. Eso me está dando dolor de cabeza.

Entonces empezó a hablar de una nueva receta que tenía para los dolores de cabeza. La consideraba muy eficaz.

—Lleva romero. Nadie hubiera podido imaginar que eso tuviera propiedades calmantes, ¿verdad?

Yo empecé a hablar animadamente de hierbas, sin dejar de pensar: «Tengo que averiguar qué estaba haciendo Susannah cuando se produjo el suicidio de Saúl Cringle». Estaba segura de que habría tenido algo que ver con ello.

Terminamos de almorzar y Esmeralda se fue a su habitación a descansar. No pregunté qué iba a hacer a Malcom, sino que me fui a mi habitación con el propósito de echar un vistazo a algunos de los documentos del castillo.

Pensé que ojalá pudiera olvidar la imagen de aquella horrible figura colgando.

Había evitado la lectura de los diarios de Esmond. Me había mostrado reacia a hacerlo y me había burlado de mis escrúpulos, tan incongruentes en alguien que estaba cometiendo una impostura que cada vez adquiría más los visos de un delito.

A veces, experimentaba el deseo de hacer una maleta y marcharme, dejando una nota… ¿a quién?… a Malcom, diciéndole que Susannah había muerto y que yo la había suplantado. No tenía derecho a estar allí y me iba.

Pero ¿adónde? ¿Qué iba a hacer? Muy pronto me quedaría sin medios para mantenerme. Tal vez, pudiera hacer lo que hubiera debido hacer al principio: quedarme con los Halmer hasta que encontrara alguna especie de trabajo.

* * *

No podía quedarme en mi habitación. Me ahogaba. Salí y crucé los campos en dirección al bosque. Y allí me tendí en el lugar en el que había estado hacía mucho tiempo con Anabel, contemplando el castillo.

La intensidad de mi emoción me sorprendió y me alarmó. Estaba prendida en el hechizo del castillo. Jamás lo abandonaría voluntariamente. Si lo hiciera, siempre suspiraría por volver.

Me había embrujado. Comprendí que debió ejercer el mismo efecto en Susannah. Ella había estado dispuesta a casarse con Esmond para conseguirlo; y, a juzgar por lo que había oído decir de Esmond, cada vez me estaba resultando más claro que ella jamás hubiera podido enamorarse de él. Habría sentido hacia él aquel suave y provocador afecto que yo había asociado con ella y Philip.

Me la imaginaba constantemente acudiendo a la habitación de Esmond, desnuda bajo la bata. Intuía el desconcierto y el deleite de Esmond. ¡Pobre Esmond!

¿Y Susannah? Quería ser admirada, adorada. Me había dado cuenta desde un principio. Me preguntaba por qué habría permanecido tanto tiempo en la isla. A causa de Philip, claro.

En la sombra del bosque me sentía en cierto modo segura. Era como si el espíritu de mi padre y de mi madre se cerniera sobre mí. Pensé en el primer momento de tentación y me pregunté por qué yo, que hasta entonces había sido tan observante de las leyes, me había dejado arrastrar por aquel engaño. Traté en vano de buscar pretextos. Había perdido a todos los que amaba. No tenía medios de vida. La vida había descargado sobre mí un terrible golpe y entonces…, se me había presentado esta oportunidad. El hecho de cometer aquella impostura me había librado de una depresión de la que intuía que jamás hubiera podido escapar. Me había hecho olvidar en algún momento a mis padres y todo lo que había perdido. «Pero no hay justificación alguna», me dije.

Y, sin embargo, mientras permanecía tendida a la sombra de los árboles, supe que, si tuviera ocasión de volver al pasado, volvería a hacer lo mismo.

Me sobresaltó el rumor de la maleza. Alguien se estaba acercando. El corazón me empezó a latir de inquietud al aparecer Malcom por entre los árboles.

—Hola —me dijo—. Te he visto venir por aquí —se tendió a mi lado—. Estás trastornada, ¿verdad? Siguió estudiándome detenidamente.

—Bueno —dije, contemporizando—, ha sido una experiencia bastante perturbadora.

Me miró con expresión inquisitiva.

—En otros tiempos… —empezó a decir, pero se detuvo.

Yo aguardé con inquietud a que siguiera.

—¿Si? —dije, sin poder evitar animarle a que siguiera, pese a la angustia que experimentaba.

—Vamos, Susannah, ya sabes cómo eras. Bastante despiadada. Incluso cínica. Yo hubiera imaginado que te lo ibas a tomar como una especie de broma pesada.

—¿Una broma aquello?

—Bueno, es posible que incluso tú te hubieras sobresaltado un poco. Pero no hubiera imaginado que fuera a darte un ataque de histerismo.

—A mí no me ha dado semejante cosa.

—Es una exageración —dijo él, riéndose—. Pero Garth solía decir: «Susannah está completamente acorazada. Irá por la vida sin que la hieran las hondas y los dardos de la adversa fortuna. Ella jamás ha permitido que ésta le fuera adversa». ¿Lo recuerdas?

—Oh, Garth —dije en tono evasivo.

—Yo estaba de acuerdo con él, ¿sabes? Pero ahora parece ser que esta cosa del granero ha conseguido atravesar la coraza.

—Creo que tendría que regresar —dije, bostezando.

—Bueno, tú nunca fuiste muy aficionada a mi compañía, ¿verdad?

—¿Tienes que seguir hurgando en el pasado?

—Siento esta inclinación, porque te veo distinta, en cierto modo.

—La gente suele parecer distinta cuando hace mucho tiempo que no se la ha visto.

—¿Lo parezco yo?

—Te lo diré más adelante, cuando haya tenido tiempo de reflexionar acerca del asunto.

Me levanté.

—No te vayas todavía, Susannah —me dijo él.

Me quedé aguardando mientras él me miraba con aquellos ojos de expresión desconcertada que destruían mi paz de espíritu.

—Quería hablar contigo —añadió.

—¿De qué?

—De la finca, claro. Ahora tendrás que ser más seria.

—Soy seria.

—En tu ausencia, yo estuve mucho aquí con Jeff… y Esmond. Esmond me pidió que le ayudara. La finca necesita mucho cuidado y atención… sobre todo cuidado, tú ya me entiendes. Hay que tratar con la gente… hay que preocuparse por ella y por sus problemas.

—Lo sé.

—Nunca pensé que te dieras cuenta.

—Parece ser que pensabas muchas cosas raras acerca de mí.

Malcom se había levantado y se encontraba de pie muy cerca de mí. Su proximidad me turbaba claramente.

—Ahora que has vuelto, ¿quieres que me vaya? —preguntó.

No sé qué sentimiento debió apoderarse entonces de mí. Tal vez, fuera mi espíritu de aventura. Sabía muy bien que su llegada me había colocado en una situación de inminente peligro. Pero él me excitaba. Tal vez, yo fuera una auténtica aventurera y la idea del peligro añadiera sabor a mi vida. En cualquier caso, me oí decir:

—N… no. No quiero que te vayas… todavía.

Él me tomó la mano y la sostuvo con fuerza durante uno o dos segundos.

—Muy bien, Susannah —dijo—, me quedaré. Me apetece quedarme, ¿sabes?, incluso ahora que has vuelto.

Yo me aparté. Estaba tratando de luchar contra una insensata emoción que no podía reprimir. Aquel hombre ejercía en mí un efecto extraordinario.

Regresamos juntos al castillo y seguimos hablando acerca de la hacienda.

Aquella noche, Malcom no se presentó a la hora de la cena. Dejó dicho que cenaría con Jeff Carleton. Me sentí decepcionada, pero experimenté cierto alivio. Me resultaba muy cómodo estar sola con Esmeralda, porque ésta apenas me exigía esfuerzo.

Habló de Malcom en tono crítico.

—Lo está consiguiendo todo de Jeff —dijo—. Ha estado comportándose como si el castillo fuera suyo en el transcurso de todos los años en que mi pobre y querido Esmond ha estado enfermizo.

—Pobre Esmond —dije a modo de tanteo—. Nunca se recuperó de aquella primera enfermedad.

—Nunca olvidaré lo enfermo que se puso mi pobre muchacho aquella primera vez —dijo ella, asintiendo—. Pero tú te acuerdas tanto como yo.

—Oh, sí…

—Tan enfermo estaba que no pensaba que pudiera sobrevivir y era angustioso verle. Yo estaba con él todo lo que mi salud me permitía. Y después aquella recuperación… y el horrible asunto de Saúl Cringle que tanto nos conmovió a todos. Y después tú… yéndote a ver a tu padre.

—Lo describes todo con mucha precisión —le dije.

—Es algo que jamás olvidaré. Yo creo que, después de aquella enfermedad de Esmond, Malcom empezó a concebir esperanzas. Creyó de veras que iba a ser el siguiente. Tu abuelo era un hombre perverso. Creo que disfrutaba alentando las esperanzas de Malcom. Siempre aborreció a su hermano y una vez dijo que Malcom era su vivo retrato. No sé qué debía decirle a Malcom a solas. No me sorprendería que hubiera alentado sus esperanzas… por consiguiente, cuando Esmond se puso enfermo, él pensó naturalmente…

—Es lógico —dije.

—Estuvo mucho tiempo aquí en tu ausencia. Hacía más por la finca que el propio Esmond. Esmond se alegraba de dejar los asuntos en sus manos. Pobrecito mío, debía encontrarse muy débil por aquel entonces.

—Pobre Esmond —volví a decir.

—No hubieras debido dejarle tanto tiempo, Susannah.

—No, no hubiera debido hacerlo.

Cambié de tema, preguntándole acerca de su dolor de cabeza y, como de costumbre, eso no dejó de suscitar su interés. Cuando me retiré a mi habitación, me sentía muy desvelada.

Tenía que hacer algo. Tenía que prescindir de mis últimos escrúpulos y leer lo que Esmond había escrito acerca de aquel período en que él había enfermado y Saúl Cringle se había quitado la vida y Susannah había abandonado el castillo para ir en busca de su padre.

Me desnudé, me acosté y me llevé los diarios a la cama.

Encontré el que necesitaba. Estaba fechado unos dos años atrás. Decía:

Una noche inquieta. He esperado a S. No ha venido. Ojalá accediera a nuestra boda. Siempre dice: «Todavía no». Garth está aquí. Él y Susannah andan siempre discutiendo. He tratado de evitarlo, pero ella le llama advenedizo. S. me desconcierta. Coge unas antipatías tan violentas… a Garth y, naturalmente, a Saúl C., por ejemplo.

Malcom ha llegado. El y S. parece ser que se tienen una antipatía teñida en cierto modo de frialdad. Ella se muestra desdeñosa con él y él la ignora, o simula hacerlo. No creo que alguien pueda ser realmente indiferente a S.

S. ha estado fuera toda la tarde. No sé a dónde ha ido. Es inútil preguntárselo. Aborrece lo que ella llama ser espiada. La he visto montando a caballo más tarde. Ha salido de las caballerizas y se ha reunido con Garth. Han estado hablando un rato. Los he estado observando desde mi ventana. Siempre me preocupo cuando los veo juntos. Siempre temo que ella le diga algo imperdonable y que haya dificultades. Hoy parecía, sin embargo, que reinaba entre ellos más armonía. Después ella ha entrado y él se ha ido. He bajado para reunirme con ella. Me ha parecido que estaba acalorada. Se lo he comentado y me ha contestado bruscamente:

«¡Bueno, no es que estemos en pleno invierno que digamos! —O, con aquel tono de voz tan áspero que utiliza cuando está enojada—. ¿Me estabas observando? —Ha preguntado». «Si —he contestado—, he visto que te reunías con Garth. Me ha alegrado ver que pareces menos irritada con él que de costumbre». «Ah, ¿de veras? —Ha dicho ella». «Si. —Le he contestado—, te he visto bastante amable». «¡Amable! —Me ha gritado—. Yo nunca he sido amable con este hombre». Después se ha echado a reír y me ha besado. Cuando S. me besa, no puedo pensar en otra cosa. Ojalá fuera siempre así.

S. vino anoche. Nunca sé cuándo esperarla. Hace unas cosas tan extraordinarias. Tenía una botella de sidra que le había dado Carrie Cringle. «Pobre Esmond, creo que te sienta muy mal que venga a tu habitación de esta manera. Si no quieres, no lo haré, ¿sabes?». Eso es muy propio de Susannah. Sabía que yo la quería más que nada en el mundo y a veces, eso la complace, pero, en cambio, otras veces la irrita. Me dijo: «Eso estimulará tu ardor. Ahogará tus escrúpulos. Vamos. Beberemos los dos». Llenó dos vasos que había traído. Me trajo el vaso y me hizo beber, acercándomelo a la boca y tomando ella después un sorbo del mismo. Era una bebida embriagadora. Cuando me he despertado por la mañana, ella se había ido. Hay un poema de Keats que me recuerda a S. La belle dame sans merci. S. me tiene esclavizado. De eso no cabe duda.

Me sentí indispuesto a la mañana siguiente. Pensé que era la sidra. S. vino a verme y se mostró consternada. «No ha podido ser la sidra —dijo—. A mí no me ha hecho efecto». Le recordé que ella sólo había ingerido un sorbo de mi vaso. «¡Te equivocas! —me gritó ásperamente—. Yo también me bebí un vaso».

Esmond tardó un mes en volver a hacer anotaciones en el diario.

Hoy me encuentro mejor. Menos débil. S. se está preparando para el viaje. Dice que tiene que ver a su padre. Creo que está trastornada por lo de Saúl Cringle a quien encontraron ahorcado en el granero poco después de ponerme yo enfermo. Han circulado muchos rumores y algunos han comentado que S. le hizo la vida imposible y amenazó con convencerme de que les arrebatara la granja. No es cierto. Jamás hizo eso. Pero había ido con frecuencia a la granja de los Cringle. La gente la había visto dirigiéndose a la misma montada en su caballo. Todo ha sido muy desagradable. Comprendo que se quiera ir y que siempre haya estado intrigada por la desaparición de su padre.

Las anotaciones eran a partir de aquí muy escasas.

Hoy he recibido una carta de S. A través de uno de los procuradores, ha descubierto el paradero de su padre. Se encuentra en una remota isla, escribe, en la que es como una especie de gran jefe blanco. Está deseando verle. Garth ha venido hoy. Malcom vino ayer. Su compañía me resulta agradable.

Hoy me he sentido un poco indispuesto. Algo parecido a la enfermedad que tuve hace unos meses, El mismo aturdimiento y los mismos calambres. Tenía que haber acompañado a Jeff en un recorrido por la finca. Ha ido Malcom en mi lugar.

Hoy he estado un poco mejor, pero no tanto por la noche. Creo que tendré que llamar al médico.

Pienso constantemente que ojalá S. estuviera aquí. No sé cuándo regresará a casa. Malcom dice que se vendrá a vivir al castillo si necesito ayuda. Me imagino que me considera un enclenque. Le he agradecido su ofrecimiento. Se quedará una temporada. Cuando regrese S., nos casaremos. Ella no querrá que Malcom esté aquí. Tendré que procurar arreglarlo.

La siguiente anotación correspondía a una semana más tarde.

Me sentía demasiado cansado para escribir. Y ahora estoy demasiado cansado para escribir mucho.

Pienso constantemente en S. Malcom y Garth son muy buenos. Ojalá pudiera librarme de esta apatía.

Ésta era la última anotación. Comprendí por la fecha que había muerto poco después.

Cerré el diario y me recliné contra la almohada con aire pensativo. El diario explicaba pocas cosas y no me había permitido conocer el misterio de los Cringle; pero me había ofrecido una imagen más completa de Esmond y Susannah.

Recordé lo que Cougabel había dicho de ella. Era una bruja. Era una hechicera. Tal vez, Cougabel hubiera tenido razón.

No podía dormir. Estaba pensando en el peligroso papel que había asumido.

«¿Dónde terminará?», me pregunté.