El gigante rugiente

Por consiguiente, me fui sola a Sídney. Uno de los hermanos de Laura acudió a recibirme al puerto y después me acompañó a la propiedad. El equipaje me lo enviarían al día siguiente en carro.

Tuve que explicarle a Alan, el hermano, que Philip había pensado que había demasiado trabajo en la isla para que él pudiera irse.

—Te aseguro que Laura se lo va a tomar muy a mal —dijo Alan, haciendo una mueca.

En la propiedad me recibieron cordialmente. Laura estaba radiante. Se decepcionó al no ver a Philip, pero, tras el disgusto inicial, recuperó rápidamente el buen humor dado que su felicidad no le permitía separarse por mucho tiempo de su dicha absoluta.

Me gustaba su futuro marido. Se irían a Queensland, donde él había heredado una propiedad, y tenían previsto marcharse inmediatamente después de la boda.

Me probé el traje de dama de honor y Laura dijo que mi nuevo peinado era muy elegante.

—Te cambia mucho, Suewellyn —me dijo—. Has perdido aquel aspecto inocente que tenías. Pareces una mujer de mundo.

—Tal vez esté empezando a serlo.

Vino a mi habitación tal como hacía cuando éramos colegialas y se sentó en el suelo, quitándose los zapatos y apoyando la barbilla en el cuenco de sus manos mientras yo permanecía sentada en el sillón.

—¿No te recuerda eso otros tiempos? —dijo—. Y ahora… imagínate, me voy a casar. Me he adelantado.

—Me llevas un año.

—Si, ésta podría ser la razón. La familia está decepcionada, Suewellyn.

—¿Te refieres a la ausencia de Philip?

—Si y, además, creo que esperaban en cierto modo… Ya sabes cómo son las familias. Tienen una boda en la familia e inmediatamente quieren otra. Mi padre dice que las bodas son contagiosas. En realidad, creo que el próximo va a ser Alan. Pero ellos piensan en Philip. Te aprecian mucho, Suewellyn.

—Siempre han sido muy amables conmigo. Eso significó mucho para mí cuando venía a pasar aquellas cortas vacaciones. Puesto que no me hubiera dado tiempo a trasladarme a la isla, hubiera tenido que quedarme en la escuela.

—A ellos les encantaba que vinieras. Pensaban que te llevabas muy bien conmigo. Me parece que Philip ha hecho mal. ¿Tanto trabajo hay por allí?

Yo vacilé.

—Suéltalo —me dijo ella—. ¿Qué ha ocurrido? A mí no puedes engañarme. ¿Qué ha ocurrido entre vosotros dos?

—No hay nada…

—Hay algo. ¿Ya no os gustáis el uno al otro?

—No creo que alguna vez le haya gustado a Philip lo suficiente para querer casarse conmigo.

—Le gustabas. Se estaba enamorando de ti. Todos lo sabíamos. Mi madre solía decir que no era más que una cuestión de tiempo. Están muy decepcionados. Querían anunciarlo en mi boda.

—No. No había nada de todo eso en absoluto —ella me estaba mirando fijamente y no tuve más remedio que confesárselo—: Mi hermanastra vino a vernos a la isla. Se podría decir que le hizo perder la cabeza.

—Ah, ¿y se va a casar con ella?

—Oh, no. Ella se va a casar con otro.

—¡Qué lío! ¡Y menudo tonto es Philip!

—Son cosas que ocurren. No se pueden organizar las vidas de los demás.

—¿Te importa…?

—Nunca pensé que hubiera algo serio entre Philip y yo. Supongo que aún no estaba muy madura. Mis padres pensaron que sería ideal porque entonces yo me quedaría en la isla y Philip trabajaría allí con mi padre. En realidad, todo encajaba demasiado bien.

—¡Qué lástima! Eso estropea las cosas en cierto modo.

—A ti no te las puede estropear. Todo es perfecto. Vas a ser inmensamente feliz, Laura.

—Si, lo soy. Vendrás a pasar una temporada con nosotros en Queensland, ¿verdad?

—Podría tomarlo en consideración… si me invitaran.

—Te invito aquí y ahora.

—Muy bien, pues, lo tomaré en consideración.

Después hablamos de los preparativos de la boda y de la luna de miel y yo le hice creer que, en realidad, Philip no había sido muy importante para mí.

Laura se casó y yo fui su dama de honor y, al día siguiente de la boda, ella y su marido emprendieron el viaje de luna de miel. Me quedé en la propiedad aguardando la partida del barco rumbo a la isla. Trataron de convencerme de que me quedara hasta el último día, pero les dije que quería efectuar algunas compras en Sídney. La verdad era que deseaba marcharme. Había allí demasiadas cosas que me recordaban mis felices vacaciones en compañía de Philip y Laura. Se me ocurrió pensar que jamás volvería a visitar la propiedad. No quería hacer demasiados planes con vistas al futuro. Me pregunté cómo iban a ser las cosas en la isla cuando Susannah se hubiera ido. Era posible que Philip se quedara, a menos que se inventara alguna excusa para seguirla a Inglaterra, cosa que era muy capaz de hacer. No quería pensar en ello.

Fue toda una aventura alojarme sola en el hotel, pese a que los propietarios me conocían por haber estado una o dos veces allí con los Halmer cuando éstos acudían para acompañarme al barco y despedirme. Había muchos clientes en el hotel, sobre todo ganaderos de los llanos que se sentaban en el gran salón, hablando de los precios de la lana y haciendo negocios entre sí. Yo me quedé en mis habitaciones y pedí que me sirvieran las comidas allí. Sólo permanecería en Sídney dos días. No obstante, se me antojó un período muy largo y comprendí que era la primera vez en mi vida que estaba auténticamente sola.

Ansiaba regresar a la isla y, sin embargo, me preguntaba qué encontraría cuando llegara. No sería el paraíso que había sido en otros viajes del pasado. Philip se habría enterado de que Susannah no le tomaba en serio. ¡Pobre Philip!

¡Qué distinto hubiera sido todo si Susannah nunca hubiera ido a la isla de Vulcano!

Era la mañana de la víspera de la partida del barco y decidí efectuar algunas compras de última hora. Salí de uno de los establecimientos de la calle Elizabeth en el que había comprado algunas prendas para Anabel y, al emerger a la luz del sol, una voz me dijo:

—Buenos días, señorita Mateland.

Me volví y vi a un joven al que jamás había visto. Él se quitó el sombrero y me hizo una reverencia.

—No me recuerda —dijo—. Soy Michael Roston, de Roston Evans. Mi padre, que era quien llevaba sus asuntos, murió hace tres semanas y ahora yo me he hecho cargo del negocio.

Comprendí entonces que me había tomado por Susannah. Vacilé.

—Lo siento —me oí decir.

—Fue repentino —añadió él—. Un ataque. Por cierto, ha llegado algo para usted. Iba a llevarlo al barco y enviárselo a la isla de Vulcano. Suponía que aún estaba usted allí.

—Estaba esperando el barco —dije.

—¿O sea que regresa de nuevo? ¿Va usted a venir a recoger la correspondencia? Ya sabe dónde estamos, en la calle Hunter. Es un poco molesta la subida hasta el cuarto piso. Pero la firma lleva mucho tiempo en el número 33 de Hunter. A mi padre jamás se le hubiera ocurrido mudarse a otro sitio.

El corazón me estaba latiendo apresuradamente. El nombre se grabó con toda claridad en mi mente, lo cual significaba que la idea estaba allí sin que yo me hubiera dado cuenta. Señor Michael Roston de Roston Evans, calle Hunter, número 33, cuarta planta. Sería divertido recoger la correspondencia de Susannah y llevársela.

«Mira —le diría—, el parecido debe ser muy acusado. Se me acercó un joven que me tomó por ti y decidí dejar que lo creyera y te he traído la correspondencia».

—Yo recogeré la correspondencia —dije.

—Muy bien —dijo él.

—Tal vez vaya esta tarde.

—Sí, hágalo. Si yo no estuviera, alguien se la entregará. Avisaré de que usted va a ir.

—Eso haré y… siento mucho lo de su padre.

—Le echamos de menos. Él lo llevaba todo. No siempre es fácil coger todos los hilos. Pero seguiremos conservando nuestras antigua relaciones, claro, particularmente con sus representantes de Inglaterra. Llevamos más de cincuenta años colaborando con Carruthers Gentle.

Le di las gracias y regresé al hotel. Ahora no presté la menor atención a los ganaderos que estaban haciendo sus negocios con la lana.

Me encaminé directamente a mi habitación. Aquel encuentro me había estimulado considerablemente.

Me quité el sombrero. Sí, me parecía a ella. Me sentía como ella. Importante. Recibiendo cartas de Inglaterra a través de un agente australiano.

La pequeña simulación me había animado.

Aquella tarde acudí a recoger las cartas. Volví a ver al joven. Esta vez ya estaba más preparada para desempeñar mi papel. Recordé que el joven sólo había visto a Susannah una vez y muy de pasada. Su padre se hubiera percatado inmediatamente de que yo era una impostora.

—¿Le gusta la isla de Vulcano, señorita Mateland? —me preguntó, iniciando de esta guisa la conversación.

—Me parece interesante.

—Supongo que regresará a Inglaterra antes de que finalice el año.

—Tal vez.

—Estará usted echando de menos muchas cosas. Mi padre me habló del maravilloso castillo en el que usted vive.

—Es un lugar muy hermoso.

Me hizo después algunas preguntas acerca de la isla.

—Tengo entendido que ha cambiado desde que se construyó el hospital, que la industria es floreciente y que se está convirtiendo en una comunidad bastante civilizada.

—Así es, en efecto —dije.

—Tengo entendido que hay que darle las gracias al inglés que se trasladó allí hace unos años. No es un lugar muy prometedor. Creo que una vez la isla quedó totalmente destruida a causa de una erupción volcánica.

—Eso fue hace trescientos años.

—Ahora supongo que el volcán está apagado.

Le dije que debía irme porque tenía que preparar muchas cosas para el día siguiente. Temía que me hiciera algunas preguntas a las que me resultara difícil contestar.

Me llevé la correspondencia a mi habitación y la guardé en una pequeña maleta de mano que llevaría conmigo.

Me preguntaba qué iba a decir Susannah cuando le dijera que me habían confundido con ella en las calles de Sídney.

Hacía mucho calor el día que zarpamos. Me quedé en cubierta, contemplando el soberbio puerto. Permanecí allí mientras atravesábamos los Heads y hasta que la tierra se perdió de vista y nos encontramos en alta mar.

Entonces me fui a mi camarote.

Estaba deseando ver a mis padres, pero, en cierto modo, temía regresar a la isla. Susannah ya estaría preparada para marcharse. Pobre Philip, ¿querría acompañarla?

«Oh, Susannah —pensé—, ¿por qué viniste a la isla para desorganizar nuestras vidas?».

Llevábamos varios días de navegación y, a la tarde del día siguiente, avistaríamos tierra. Me despertó por la noche el balanceo del barco. No era corriente en aquellas aguas.

Cuando bajé a desayunar, me di cuenta de que había ocurrido algo. La gente conversaba con aquella mezcla de emoción e inquietud reveladora de que algo extraordinario está a punto de suceder.

Pregunté qué ocurría.

—No podemos averiguar la causa. El barco empezó a balancearse. Nos hemos detenido porque, cuanto más avanzamos, tanto mayor es el balanceo.

Durante la mañana, percibimos en el aire un extraño olor; un olor acre y sulfuroso, y había una nube de humo flotando en el cielo.

Empezaron a circular por el barco toda clase de rumores.

Me detuve para hablar con una mujer que se encontraba apoyada en la borda, contemplando el mar.

—Dicen que hay una erupción volcánica en algún lugar —me comentó—. Una de las islas…

Un pánico terrible se apoderó de mí.

—¿En cuál? —grité—. ¿En cuál de ellas?

—No lo sé —contestó la mujer, sacudiendo la cabeza—. Todas son volcánicas en esta zona.

Me sentí mareada. Tuve visiones de los limpios y grandes ojos de Cougabel, llenos de profecías. «Gigante Rugiente no contento…».

Una fatalista certidumbre se apoderó de mí. Sabía que el Gigante había cesado de rugir y había dado rienda suelta a su cólera.

El capitán no sabía qué hacer.

Tenía que entregar mercancías en la isla y no estaba absolutamente seguro de cuál de las islas había resultado afectada y, dado que el balanceo del barco había cesado, decidió arriesgarse a seguir adelante.

Yo me encontraba en cubierta. Estaba contemplando las ruinas de mi hogar. Podía ver la cumbre de la montaña escupiendo llamas y rodeada de humo.

Me dirigí al capitán.

—Ésta es mi casa —le dije—. Tengo que ir a verlo por mí misma.

—No puedo permitir que vaya —contestó él—. Es peligroso.

—Es mi casa —repetí con obstinación.

—Enviaré dos botes a la orilla por si hubiera alguna persona que necesitara ayuda.

—Yo iré con ellos —dije.

—Me temo que no podré permitirlo.

—Es mi casa, ¿sabe? —repetía yo.

Él lo sabía porque había estado al mando de aquel barco muchas de las veces en que yo había ido y venido de la escuela.

—No puedo permitir que vaya —dijo.

—Entonces iré a nado. No puede impedírmelo. Tengo que verlo por mí misma. Mi madre puede estar allí… mi padre…

Él comprendió que estaba llena de angustia y temor.

—Bajo su propia responsabilidad —dijo.

Me encontraba en aquella isla otrora hermosa. Miré a mi alrededor, pero apenas podía reconocer algo. El Gigante se levantaba, enorme y amenazador, con sus laderas requemadas por las terribles corrientes de lava que había vomitado sobre la fértil tierra. Sobre lo que quedaba de las chozas se podían ver escorias volcánicas y cenizas. Quedaban restos de piedra pómez ardiente y de lava encendida. Estaba oscuro, casi como si fuera de noche, pero pude ver que lo único que quedaba del hermoso hospital era un montón de piedras.

—¿Dónde estáis? —murmuré—. ¿Anabel… Joel… dónde estáis? Philip, Susannah, Cougaba, Cougabel… ¿Dónde?

Había ríos de pastoso barro por todas partes. Estaba claro que la corriente de lava se había condensado en lluvia, mezclándose con el fino polvo volcánico hasta formar aquella pasta. La corriente de lava había bajado por las laderas y había sepultado las casitas de los isleños.

* * *

Alrededor de la isla había polvo y piedras que habrían sido arrojadas por el cráter a varios kilómetros a la redonda.

No podía creerlo. Era una pesadilla. Sabía que nadie podía sobrevivir a semejante cataclismo.

Estaba perdido… todo. Toda mi vida se había borrado.

¿Por qué me había reído del Gigante Rugiente? ¿Por qué nos habíamos reído todos? ¿Por qué no habíamos hecho caso de las advertencias de los nativos que eran más expertos que nosotros?

Al final, el Gigante nos había destruido…, había destruido a mi padre, junto con sus sueños y esperanzas, a mi querida madre, a Cougaba, a Cougabel, a Susannah, a Philip…

Yo me había salvado gracias a un milagro que había adoptado la forma de la boda de Laura. Pero me había salvado, ¿para qué?

Estaba sola… desconsolada.

Pensé que ojalá hubiera estado allí con ellos.

El capitán me miró con ojos compasivos.

—Nada puede usted hacer. Ninguno de nosotros puede hacerlo. Debe regresar a Sídney con el barco.

Tenía la mente en blanco. No podía pensar en el futuro. No podía pensar en otra cosa más que en el hecho de que ellos se habían ido… de que todos habían muerto. No quería regresar a Sídney. Quería quedarme en aquel lugar en el que todos habíamos sido tan felices. Quería rebuscar entre los escombros. Quería buscar y buscar.

—Por si acaso… —le dije al capitán.

—Nadie puede haber sobrevivido —me dijo el capitán, sacudiendo la cabeza—. ¿Adónde habrían ido? Imagínese lo que debió ocurrir.

—Dígamelo —sacudí la cabeza, gritando—. Dígamelo.

Él me rodeó con su brazo y trató de consolarme.

—No debe atormentarse —me dijo.

—¡Que no debo atormentarme! Mi casa… todo lo que amaba… todo lo que significaba algo para mí… perdido… ¡y no debo atormentarme!

Él guardó silencio y yo añadí:

—Dígame qué les ha ocurrido. Dígame cómo fue.

—Debió ocurrir con mucha rapidez —dijo—. Es posible que no hubiera ninguna señal de advertencia. Una súbita conmoción… en el interior del cráter…

—Rugiente —grité yo histéricamente—. Era el Gigante Rugiente. Nosotros nos reíamos de él… nos reíamos. Oh, era malo… y nosotros nos reíamos…

—Mi querida señorita Mateland, de nada sirve pensar en ello —me dijo él—. Dudo que hayan sufrido. Todo debió ocurrir con excesiva rapidez.

—Todo ha terminado… —dije—. Años de esperanzas y sueños… y todo ha terminado.

—Permítame acompañarla de nuevo al barco —dijo el capitán—. Regresaremos a Sídney y entonces podrá usted hacer planes.

—¿Planes? —Murmuré con aire ausente—. ¿Planes?

No había pensado en el futuro hasta entonces. Pero, como es lógico, tenía que seguir viviendo.

No quería pensar en el futuro. No quería pensar en vivir sin ellos. Sólo quería saber cómo había ocurrido. Quería pensar en ellos en sus últimos momentos. Mi madre, la que más quería de todos, la señorita Anabel que había traído tanta felicidad a una chiquilla en una casa sin amor hacía tantos años, la señorita Anabel, la de la risa más alegre que yo jamás hubiera oído… había desaparecido. Yo sabía lo que significaba ser amada tiernamente y había amado a mi vez. Y ahora… y ahora…

No podía imaginarme un mundo sin ella.

—Dígame… dígame cómo ocurrió —volví a gritar.

—Bueno, fue una erupción volcánica. Pensábamos que estaba apagado. Hacía trescientos años que no se registraba una erupción. Se limitaba a gotear un poco de vez en cuando.

—Rugía —dije yo—. Rugía y rugía. Era el Gigante Rugiente. Así lo llamaban.

—Sé que los nativos se mostraban muy supersticiosos al respecto. Siempre se muestran supersticiosos con las cosas que no entienden. Debió producirse una oscuridad total. El mar estaría movido. Como usted puede ver, se ha retirado de las playas. Se observan muchos animales marinos muertos. Debieron verse destellos como de relámpagos y la lava debió empezar a brotar del cráter, sepultando la isla.

—Lava ardiente…

—Y el polvo volcánico debió formar la pasta. El aire debía estar lleno de vapor. Pero se está usted atormentando, señorita Mateland. Vamos, la acompañaré al barco. Tenemos que alejarnos rápidamente. Quería cerciorarme de que nada podía hacer. Nadie ha sobrevivido. Ya lo ve. Venga conmigo.

—Quiero quedarme —grité, ilógicamente—. Es mi casa.

—Ya no —dijo él con tristeza—. Venga. Tenemos que regresar. Podría ser peligroso permanecer aquí. Podría producirse una nueva erupción.

Me tomó firmemente del brazo y me acompañó a la pequeña embarcación.

Regresamos al barco.

Sabía que jamás iba a olvidar el espectáculo de la isla… humeante, destruida. El hospital… las plantaciones… todos los sueños… todo lo que había significado algo para mí… todo había desaparecido.

Debía estar como aturdida. El capitán me acompañó al hotel. Era un hombre muy amable y siempre recordaré su compasivo carácter con gratitud.

Todo el mundo se mostraba amable conmigo, tal como suele mostrarse la gente cuando ocurre alguna terrible desgracia. El director del hotel me asignó mi antigua habitación y me dejó sola allí. Deseaba estar sola.

Estuve allí dos días: sin comer, tendida simplemente en la cama. Sólo experimentaba alivio cuando dormía, cosa que hacía de vez en cuando a causa del puro agotamiento. Pero el despertar era terrible porque entonces me sentía abrumada de nuevo por la realidad.

Pasados aquellos dos días, desperté de mi estupor. La señora Halmer vino desde la propiedad porque se había enterado de lo que había ocurrido. Dijo que tenía que regresar con ella. Necesitaba recuperarme de aquel espantoso golpe.

Lo pensé y no estuve segura de si quería ir o no. La suya sería también una casa de luto porque su hijo Philip había sido una de las víctimas.

Dijo que compartiríamos nuestra pena y que nos consolaríamos mutuamente.

Al observar que yo estaba todavía demasiado aturdida como para adoptar una decisión, dijo que regresaría al cabo de una semana, pero que si entretanto yo quería ir a su casa, sería bien recibida en cualquier momento.

—Podrás pensar en lo que vas a hacer —me dijo—. Lo pensaremos juntas. En la propiedad estarás tranquila. Nadie te molestará.

Una vez se hubo ido, tuve la sensación de que había descorrido la cortina que me había mantenido encerrada en mi tristeza.

¿Qué iba a hacer? Si tenía que seguir viviendo, tendría que llevar una vida. Había perdido a mi familia y mi hogar. ¿A dónde iría? ¿Qué tendría que hacer?

Traté de apartar a un lado estas preguntas.

«No me importa —me decía—. No me importa lo que vaya a ser de mí».

Era una estupidez. Yo estaba allí. Estaba viva. Tenía que seguir viviendo.

¿Cómo?

Me sentí invadida por la inquietud al recordar que estaba en un hotel. Tenía un poco de dinero que me había traído para el viaje, pero no me iba a durar mucho.

Estaba sin un céntimo… casi. Mi padre lo había invertido todo en el hospital y las plantaciones. Aquello iba a ser mi herencia.

Recordaba a mi madre, diciéndome: «Tu padre ha invertido todo lo que tenía en el hospital y en las plantaciones. Eso será tuyo un día, Suewellyn».

No pude soportar el recuerdo de su voz y de aquellos hermosos ojos azules tan preocupados por mí. Hundí el rostro en la almohada.

—No me importa. No me importa lo que vaya a ser de mí —murmuré.

Y entonces me pareció volver a oír su voz: «Eso es una tontería, cariño. Tienes que seguir viviendo. Tienes que encontrar alguna solución. No es propio de ti darte por vencida. Nosotros no somos gente de esta clase. Tu padre… yo… tú. Cuando la vida es cruel, le hacemos frente. Luchamos, Suewellyn».

Tenía razón. Tendría que seguir adelante. Tendría que abrirme paso en medio de aquel cenagal de dolor y tristeza. Tenía que seguir viviendo.

Necesitaría dinero, por consiguiente, tendría que trabajar. ¿Qué podía hacer? ¿Qué hacía la gente que se encontraba en mi situación? Había recibido una buena educación. Mi madre había sido una institutriz excelente. Podía hacer algo.

Pero no quería. Quería tomar el barco y regresar a la isla de Vulcano y subir al cráter de la montaña y decirle al Gigante Rugiente que me matara tal como les había matado a ellos.

Casi podía percibir las manos de mi madre, acariciándome el cabello.

«Suewellyn, eres una Mateland. Los Mateland nunca se dan por vencidos».

Si, era una Mateland. Pensé en mis antepasados de la galería de retratos. Siempre había deseado ir al castillo. Incluso ahora lo deseaba. Me sorprendía. Ello significaba que la vida me interesaba un poco. Debía interesarme, puesto que, experimentaba el deseo de ver el castillo.

Entonces recordé la correspondencia de Susannah que había recogido. La tenía en mi maleta. ¿Qué iba a hacer con ella ahora? ¿Devolvérsela a Roston Evans? ¿Explicar que me había hecho pasar por Susannah? No tenía ánimo para eso.

Saqué las cartas y las manoseé. Era un alivio no pensar durante unos instantes en aquella desolada isla.

No sé cuándo se debió apoderar de mí aquel impulso. Fue como si me agarrara a una cuerda salvavidas. Tenía que dejar de pensar en mis padres y en Philip. Temía que hacer algo que me absorbiera hasta tal punto que dejara de torturarme.

Abrí la carta, diciéndome que ahora Susannah había muerto y yo tenía que saber algo de sus asuntos.

Era una carta de aspecto oficial y la había enviado un procurador de Mateland, los Carruthers Gentle mencionados por el señor Roston. Leí:

Querida señorita Mateland:

Nos vemos en la obligación de informarla del repentino fallecimiento del señor Esmond Mateland, ocurrido el jueves pasado. De conformidad con el testamento de su abuelo, el castillo de Mateland con todas sus haciendas, pasa a usted en calidad de heredera nombrada por su abuelo, en caso de fallecimiento de su primo, sin descendencia. Le ruego tenga la bondad de ponerse en contacto con nosotros cuanto antes. Estaremos en comunicación con los Roston Evans y compañía a quienes enviamos esta carta. A su recibo, tenga la bondad de acudir al despacho de éstos en el número 33 de la calle Hunter de Sídney.

Sinceramente suyo,

pp. Carruthers Gentle Ltd.

Había una firma que no pude descifrar del todo.

Me recliné en el asiento. Es decir, que Susannah era ahora la propietaria del castillo. Aquél había sido su propósito y tenía previsto casarse con su primo Esmond Mateland por esta razón. Ahora Esmond había muerto y Susannah era propietaria del castillo… mejor dicho, lo sería si estuviera viva. ¿A quién pertenecía ahora el castillo?

Creo que la idea se me ocurrió en aquel momento. Era tan descabellada, tan absurda que, al principio, no la capté. Pero estaba allí como una semilla, germinando, dispuesta a brotar y a estrangular mis escrúpulos.

Mi estado de ánimo debía ser muy raro porque, algunas semanas antes, no se me hubiera ocurrido abrir cartas que no estuvieran dirigidas a mí.

Tomé la otra carta. Era una caligrafía débil e inclinada. Antes de poder detenerme, ya había rasgado el sobre. Decía:

Querida Susannah:

Ya te habrás enterado de la terrible noticia. Como puedes suponer, estoy desolada. Se encontraba tan bien hace tan poco tiempo. Los médicos están desconcertados. Puedes imaginarte mi estado. Estoy abrumada por la pena. Tienes que regresar a casa enseguida. Sé que te encuentras en el otro extremo del mundo y que tardarás en llegar. Pero, por favor, emprende el viaje enseguida. Me parece que hace mucho tiempo que no te vemos porque recuerda que te pasaste un año en Francia en aquella escuela de señoritas y después estuviste muy poco tiempo en casa antes de irte de nuevo… esta vez a Australia. Pronto ni me acordaré del aspecto que tienes. Hace tanto tiempo.

Sé lo que sentirás. Tu sufrimiento será como el mío. Al fin y al cabo, tú eras la muchacha con quien iba a casarse y yo su madre. ¿Quién podría estar más cerca? Había amenazado con dirigirse a Australia para traerte a casa. Cierto que se pasó mucho tiempo en París cuando tú estabas allí. La situación de aquí es caótica. Carruthers Gentle dicen que tienes que venir porque sólo cuando tú regreses se podrán arreglar las cosas. Tú eres ahora la propietaria de Mateland. Santo cielo, qué tragedias acosan a nuestra familia. Esmond morir así… tan joven. Y su padre… he tenido una buena participación en estos sufrimientos. Mis ojos no mejoran, naturalmente. Es un proceso gradual, pero ya me han advertido de que dentro de cinco años estaré ciega.

Tienes que disponerte a regresar a casa enseguida, Susannah.

Con todo mi cariño.

Tu tía Esmeralda

Volví a leer las cartas y me pasé mucho rato con la mirada perdida en el espacio.

Cuando levanté los ojos, observé que había permanecido sentada allí media hora. En su transcurso, mis pensamientos me habían llevado de nuevo al pasado. Me encontraba en el borde del bosque, contemplando el castillo. Me encontraba en su interior, viéndolo con toda claridad gracias a lo que me habían contado mi madre y Susannah.

Era asombroso.

En el transcurso de todo aquel tiempo, no había pensado en mi trágica situación.