Han transcurrido tres meses.
Supongo que no soy desafortunada. La señora Christopher es buena conmigo. Me levanto todas las mañanas a las seis y media, le preparo el té, se lo sirvo en la cama, descorro las cortinas y le pregunto si ha pasado una buena noche. Después tomo el desayuno que me sirve un poco a regañadientes una de las criadas porque no comprende la razón de que tenga que servir a una compañera. Después ayudo a la señora Christopher a arreglarse. Padece reuma y el caminar le resulta doloroso. Después la llevo a dar un paseo matinal en su silla de ruedas. Recorremos el paseo porque estamos en Bournemouth y ella se detiene a conversar con sus amistades mientras yo permanezco de pie, recibiendo a veces, un frío buenos días dirigido a mí.
Después la llevo de nuevo a casa. Y por la tarde, mientras ella descansa, saco a pasear al pequinés que es una criatura de muy mal genio que me tiene tanto aprecio como el que yo le tengo a él, lo cual, significa que existe entre nosotros un estado de neutralidad armada que podría conducirnos en cualquier momento a una guerra declarada. Después voy a la biblioteca y elijo los libros —románticas historias de amor y pasión— que le gustan a la señora Christopher. Y, a su debido tiempo, se los leo.
Así transcurren los días.
La señora Christopher es una amable mujer que trata de hacer agradable la vida de quienes la rodean; y yo se lo agradezco, tras haberme pasado tres semanas al servicio de una acaudalada viuda de la Belgrave Square. Yo era lo que ella llamaba su «secretaria social», lo cual, consistía en toda una serie de tareas que ella esperaba que se realizaran con la máxima rapidez y eficiencia y todas a la vez. Creo que hubiera soportado aquel trabajo, pero lo que no podía aguantar era el carácter autoritario de la viuda. Me despedí y tuve la gran suerte de encontrar a la señora Christopher.
Pasé de la humillación al aburrimiento; y creo que esto último me pareció más soportable porque había conocido lo primero.
Mantuve mi promesa y le escribía a Janet con regularidad. Le comunicaba detalles de la ciudad y de la señora Christopher y estoy segura, de que ella debía escandalizarse ante el hecho de que semejante destino le hubiera sobrevenido a una Mateland, aunque su nacimiento hubiera sido irregular.
Me enteré a través de ella de lo que había ocurrido.
Se suponía que Garth y Susannah habían acudido al granero con algún propósito y habían llevado la linterna consigo. Ésta se había volcado y el fuego había prendido en el heno seco que había ardido inmediatamente. Se habían hallado restos del cuerpo de Garth y, a pesar de que no había quedado rastro de Susannah, se habían identificado algunas de sus joyas y un cinturón que llevaba aquel día.
Malcom se había hecho cargo del castillo. La granja de los Cringle estaba empezando a ofrecer el aspecto de los tiempos anteriores a la muerte de Saúl. Leah había tenido un hijo: un niño. La muerte de Susannah la había trastornado mucho.
Éstas eran las noticias del castillo.
En cuanto a mí, podía estar contenta de haber salido tan bien librada. Lo único que tenía que hacer ahora, era seguir con la vida que estaba llevando y, a medida que transcurriera el tiempo, mi imprudente engaño se iría perdiendo en el pasado.
Mientras recorría el paseo con el pequinés pisándome los talones y mientras reflexionaba acerca de los libros en la biblioteca, pensaba mucho en Malcom.
Era lógico que mi engaño le hubiera molestado. Fui consciente de ello en el granero. Sin embargo, me había rescatado. Había salvado a Jacob Cringle de los problemas puesto que, aunque fuera inocente de asesinato, le hubiera resultado muy difícil demostrarlo. ¿Y a mí qué me hubiera ocurrido? Si Garth hubiera matado a Jacob, me hubiera encontrado en una situación muy peligrosa. Me hubieran podido acusar de complicidad en un asesinato. Experimentaba un frío estremecimiento de pánico cuando pensaba en ello. Tal vez, me hubieran acusado. Había ciertamente una poderosa razón para que yo quisiera librarme de Jacob. ¿Qué hubiera dicho y hecho Garth entonces? Sabía que era un hombre totalmente sin escrúpulos. ¿Se hubiera ido y me hubiera dejado soportando la acusación? Sin embargo, había sido salvada… salvada por Malcom. Él había hecho posible que la Susannah que yo había creado muriera, dejándome a mí, Suewellyn, libre de vivir mi vida.
Procuraba no pensar en él, pero me resultaba imposible. Le tenía siempre en mis pensamientos. A veces, cuando leía, pronunciaba las palabras sin pensar en su significado porque mis pensamientos estaban en aquellos tiempos del castillo, ahora aparentemente tan lejanos, en que Malcom y yo salíamos a cabalgar juntos y hablábamos seriamente acerca de los asuntos del castillo.
¡Cuánto ansiaba estar de nuevo allí! Hubiera deseado franquear a caballo la puerta fortificada, contemplar aquellos grises muros inexpugnables, experimentar aquel resplandeciente orgullo en el hogar de mis antepasados.
Pero ahora todo se había esfumado. Lo había perdido todo. Jamás volvería a verlo.
—Estás soñando —solía decirme la señora Christopher.
—Lo siento —contestaba yo.
—¿Fue un enamorado infiel? —me preguntaba ella en tono esperanzado.
—No… nunca tuve un enamorado.
—¿Alguien que nunca habló?
Me daba una palmada en la mano. Era romántica. Vivía en los libros que leía; lloraba por las personas buenas que sufrían alguna desgracia y se enojaba con las malas.
«Eres demasiado joven para estar encerrada cuidando a una vieja —me decía—. No importa. Tal vez, un día conozcas a alguien simpático en el paseo».
Me encariñé con ella y creo que ella se encariñó conmigo y, aunque no creía que quisiera perderme, sabía que se hubiera alegrado de que algún apuesto héroe se hubiera enamorado de mí en el paseo y me hubiera convertido en su esposa.
Por consiguiente, no podía quejarme. Cuando pensaba en la viuda, me alegraba de la buena suerte que había tenido al encontrar a la señora Christopher.
Era un frío y ventoso día de octubre. Siempre hacía un frío muy intenso en el paseo en semejantes días y a mí me costaba trabajo sujetarme el sombrero y controlar al perro con su correa. Tenía la certeza de que él se percataba de mis dificultades y no hacía más que sentarse, negándose a moverse para que yo tuviera que llevarle más o menos a rastras.
Cuando regresé, la criada me dijo que la señora Christopher deseaba verme.
La señora estaba excitada, tenía las mejillas arreboladas e iba ligeramente despeinada porque tenía la costumbre de tirarse de los cabellos cuando se ponía nerviosa.
—Ha venido alguien preguntando por ti —me dijo con los ojos muy redondos a causa de la curiosidad.
—¿Por mí? ¿Está segura?
—Completamente. Ha dicho tu nombre con toda claridad.
—¿Un hombre…?
—Oh, sí —dijo la señora Christopher sonriendo—. Un hombre de aspecto muy distinguido.
—¿Dónde está?
—Le tengo aquí. Se encuentra en el salón. No iba a dejar que se fuera. Le he dicho que no tardarías en regresar y le he encerrado allí con el Lady’s Companion.
—Oh, gracias…
—Será mejor que te arregles un poco primero, ¿eh? Vas despeinada… y, tal vez, debieras ponerte una blusa más bonita.
Me arreglé y me dirigí al salón.
Malcom se levantó al verme entrar.
—Hola —dijo.
—Hola —contesté yo.
—Conque vives aquí —dijo, mirándome—. ¿Dama de compañía de la anciana?
Asentí con la cabeza.
—Hubiera tenido que venir antes —dijo.
—Oh, no… no… Me alegro de que hayas venido ahora. ¿Ocurre algo?
—No. Todo marcha bien.
—Ya lo sé a través de Janet.
—Si, te he localizado a través de ella. Todo salió tal como esperaba. Se aceptó que Garth y Susannah habían acudido al granero juntos. Habían corrido rumores acerca de sus relaciones y, por consiguiente, todo encajaba. Buscaron el cadáver de Susannah, pero los investigadores se dieron por satisfechos con los restos carbonizados del cinturón y con las joyas que se habían encontrado. Janet las había identificado y otras personas también. Dejé tu caballo allí para que lo encontraran junto con el de Garth y fui a recoger el mío al día siguiente. Todo se desarrolló según el plan.
—Fue un plan muy inteligente.
—Por consiguiente, Susannah ha muerto —añadió él—. Leah Chivers se puso muy triste, pero ahora tiene al niño y parece contenta.
—¿El castillo?
—Todo va bien. Lo he dejado en las capacitadas manos de Jeff Carleton. Él se encargará de todo en mi ausencia.
—¿Te vas?
—Creo que a Australia.
—Será interesante.
Pensaba que ojalá no hubiera venido. Me hacía recordar lo mucho que le estimaba y lo mucho que deseaba estar con él.
—Tengo un motivo —dijo—. Espero casarme.
—Vaya… te deseo suerte. ¿Será alguien de Australia?
—No… pero nos iremos allí después de la ceremonia… eso si ella accede.
—Apuesto a que la convencerás.
Hubiera querido gritarle: «Vete. ¿Por qué vienes aquí a provocarme?». Pero le dije:
—Supongo que debió sorprenderte mucho lo que hice. Debes haberme despreciado por ello.
—Fue una sorpresa en cierto modo… pero creo que hubiera tenido que comprender que tú no eras Susannah.
—O sea, que… en realidad, no te engañé.
—Le tenía una profunda antipatía. Se la había tenido siempre… desde que éramos niños. El cambio… era demasiado prodigioso para ser real —hizo una pausa—. Creo que intuía subconscientemente que estaba ocurriendo algo… algo muy extraño. Susannah no podía haber cambiado tanto.
—Bueno, pues… te deseo mucha suerte… en tu matrimonio.
—Suewellyn, estoy seguro de que ya sabes lo que quiero decir. Todo depende de ti.
Yo me lo quedé mirando.
—Quería venir antes. Lamenté enviarte lejos de aquel modo. Me pareció la única manera de salir de una situación difícil. Después descubrí que la querida Janet sabía dónde estabas.
—La querida Janet —me oí decir.
—He forjado un plan.
—Eres muy hábil forjando planes.
Y, de repente, todo el mundo pareció cantar porque él había tomado mis manos entre las suyas.
—Éste es el plan —me dijo muy serio—. Yo iría a Australia y allí, por una milagrosa coincidencia, descubriría a una pariente largo tiempo perdida… una prima segunda o tercera… o algo así… en cualquier caso, una tal Suewellyn. Vivía en la Isla de Vulcano con sus padres, pero se encontraba visitando a unos amigos en Sídney cuando tuvo lugar la erupción. Se quedó por tanto, en Sídney y, durante mi estancia allí, conocí a una joven que me llamó la atención por su parecido con mi familia. Nos enamoramos y nos casamos. La convencí de que abandonara Sídney y, como es natural, tú ya sabes quién resultó ser. Pero el plan tiene un obstáculo.
—¿Cuál es?
—Nos casaremos antes de irnos, pero tendremos que hacerlo en secreto. Nos iremos a Australia después de la boda. Es posible que visitemos la isla de Vulcano. ¿O acaso eso te entristecería demasiado? Ya basta de tristezas. Después regresaremos a casa… a nuestra casa del castillo. Tan sólo me falta averiguar una cosa.
—¿Cuál?
—Si tú estás de acuerdo.
—No estaré soñando, ¿verdad? —le dije, sonriendo.
—No. Estás completamente despierta.
Entonces me estrechó con fuerza en sus brazos y yo hubiera deseado que aquel momento durara eternamente. El salón de la señora Christopher, con los retratos de los perritos falderos y pequineses que la habían dominado en otros tiempos, se me antojó el lugar más hermoso del mundo.
Entonces fuimos a decírselo y ella nos miró con expresión radiante y dijo que era como una de aquellas novelas que yo le leía y nos expresó su satisfacción. No le importaba en absoluto tener que insertar otro anuncio en el Lady’s Companion, solicitando los servicios de alguien que sacara a pasear al perro y fuera a cambiar los libros a la biblioteca.
* * *
Al cabo de un mes, nos casamos. Abandonamos Inglaterra en el Ocean Queen y yo crucé los mares llena de dicha hasta el otro extremo del mundo. Éramos muy felices… tanto más por cuanto nos habíamos perdido el uno al otro durante algún tiempo.
Nos alojamos en un hotel de Sídney entre los ganaderos y los prósperos mineros; nos trasladamos a la isla de Vulcano. Me conmovió mucho contemplar cómo las canoas en forma de luna creciente se acercaban al barco. Permanecí de pie sobre la arena de la playa y contemplé el Gigante que había destruido tantas cosas. Ahora estaba en silencio. Había dejado de rugir. Ya se habían levantado algunas chozas y las palmeras que se habían librado del holocausto aparecían frescas y verdes y cargadas de frutos. Se iban a plantar más. Tal vez Vulcano volviera a tener habitantes.
A su debido tiempo, regresamos a Inglaterra y encontramos el castillo tal como había estado durante cientos de años.
Los criados salieron para recibir al amo y a la nueva esposa Mateland que él había descubierto en Australia y que había resultado ser una pariente suya, una Mateland.
Janet estaba allí.
Tan pronto como entré en mi habitación, acudió a verme. Por segunda vez, dio rienda suelta a su emoción. Fue cuando prendí en su blusa el broche del camafeo que había guardado para ella.
Entonces me miró.
—Todo ha salido bien —dijo—. Ha conseguido triunfar, ¿eh? Después de todos sus pecados…
—Si, Janet —dije—. Después de todos mis pecados, he conseguido triunfar.
FIN