La danza de las máscaras

Me pasé dos años en la escuela y ya había cumplido los dieciséis cuando se decidió que debería dejarla para regresar a la isla. Entretanto, había hecho amistad con los Halmer. En la escuela, Laura Halmer y yo nos habíamos hecho muy amigas. Ella se había sentido atraída al principio hacia mí como consecuencia de la singularidad de mis insólitos antecedentes y había escuchado con avidez mis relatos de la isla. A mí me había atraído su sofisticación. Ella conocía muy bien la ciudad de Sídney y las tiendas eran su feliz territorio de caza. Su familia se dedicaba a actividades agrícolas, y poseía una gran hacienda a la que siempre se refería como «la propiedad». Dicha propiedad se encontraba a unos ochenta kilómetros al norte de Sídney. Laura, en su calidad de hija menor de una familia de hermanos, estaba un poco mimada y era lógico que, durante mi segundo período en la escuela, sugiriera que la acompañara a su casa para pasar allí las vacaciones intermedias que sólo duraban una semana, razón por la cual no me daba tiempo a regresar a la isla. Me alegré mucho de poder hacerlo.

En casa de los Halmer me encontré en otro mundo distinto. Fui acogida por la familia con gran cordialidad por ser amiga de Laura y, en pocos días, tuve la impresión de conocerles desde muchos años. La propiedad era un lugar emocionante porque en ella se desarrollaban muchas actividades. Se levantaban al amanecer y los hombres Halmer salían temprano y regresaban a las ocho de la mañana para desayunar a base de bistec o chuletas. Había muchos jornaleros, dedicados a diversas tareas. Era una propiedad enorme.

Allí conocí por primera vez a Philip Halmer. Era más joven de los tres hermanos de Laura. Los dos mayores eran unos hombres altos y morenos tan parecidos que, durante los primeros días, no lograba distinguirlos. Hablaban constantemente de las ovejas porque las ovejas eran el principal negocio de la propiedad; se reían mucho; comían mucho y me aceptaron como alguien de la familia por ser amiga de Laura.

Con Philip era distinto. Tenía por aquel entonces unos veinte años. Era muy listo, me dijo su madre. Tenía el cabello de un rubio suave y los ojos azules; era sensible y, al enterarme de que estaba estudiando para médico, me sentí inmediatamente atraída hacia él. Le explique que mi padre se había trasladado a la isla para estudiar las enfermedades tropicales y que tenía intención de construir un hospital allí. Yo me mostraba muy entusiasta en relación con la labor de mi padre y Philip y yo hablábamos muy a menudo acerca de la isla. Ello hizo que se estableciera entre nosotros un nexo especial.

En el transcurso de aquella semana de vacaciones intermedias que pasé en casa de los Halmer, aprendí muchas cosas acerca de la vida en la zona de los chaparrales. Laura, Philip y yo salíamos a pasear a caballo y encendíamos una hoguera entre los chaparrales y preparábamos té en un bote de hojalata y comíamos bollos y tortas de maíz; pocas cosas me habían sabido antes tan bien. Philip me hablaba de los árboles y del follaje y a mí me fascinaban los altos eucaliptos cuyas ramas podían caer tan rápida y silenciosamente desde su gran altura que podían empalar a un hombre, motivo por el cual se habían ganado la denominación de Fabricantes de Viudas. Vi los árboles y la tierra abrasados por los terribles incendios forestales y supe de todas las plagas que podían acosar a los que se asentaban en aquella región, a veces inhóspita.

Así, pues, tras aquella breve semana en casa de los Halmer, se produjo otro cambio en mi vida.

Regresé a la escuela y después empezó a acercarse Navidad.

—Todos quieren que regreses y que pases las Navidades con nosotros —me dijo Laura.

Pero no podía, claro; me esperaban en Vulcano. Ahora, cuando estaba en la isla, me sentía aislada y coartada. Era la primera vez que me sentía muy poco a gusto con mi familia.

Mi madre sabía lo que estaba ocurriendo. Pasábamos mucho rato juntas.

—Ah, Suewellyn —me dijo un día—, has cambiado. Has visto un poco el mundo. Sabes que el hecho de permanecer enjaulada en una isla no es la única vida que puede haber. Tuve razón al enviarte a la escuela.

—Antes era feliz.

—Pero el conocimiento es siempre deseable. No podías pasarte toda la vida en una pequeña isla. No querrás quedarte aquí cuando seas mayor.

—¿Qué vais a hacer tú y mi padre?

—Dudo que alguna vez abandonemos la isla.

—Me pregunto qué estará ocurriendo… allí —dije en tono meditativo.

Ella no tuvo que preguntarme a qué lugar me refería. Sabía que estaba pensando en el castillo. Porque yo había leído lo ocurrido allí y, a través de sus palabras, lo había visto claramente todo.

—Después de tanto tiempo… —añadí.

—Jamás nos podríamos sentir a salvo si nos marcháramos de aquí —dijo ella—. Tu padre es un hombre bueno, Suewellyn. Recuérdalo siempre. Mató a su hermano en un arrebato y jamás lo podrá olvidar. Piensa que lleva grabada la señal de Caín.

—Fue una gran provocación y David merecía morir.

Es cierto, pero muchos dirían que un mal no se corrige con otro mal. Yo me siento culpable en cierto modo. Ocurrió por causa mía. Oh, Suewellyn, qué fácil resulta verse mezclados en… el horror.

Guardé silencio y más adelante tuve ocasión de recordar aquellas palabras. ¡Cuánta razón tenía!

—Un día —añadió ella—, tal vez regreses a Inglaterra. Podrías ir al castillo. No hay nada contra ti.

Después empezó a hablarme del castillo y me forjé en la mente una imagen del mismo tan clara como cuando me lo había mostrado. Lo pude ver entonces tal como lo había visto aquel día de hacía mucho tiempo, con sus cilíndricas torres almenadas y sus grandes muros de piedra.

Después me habló del interior del castillo. Me describió los diversos métodos para guisar el cordero, porque de eso había mucho en la propiedad. Contemplaba con asombro las grandes empanadas que entraban y salían del horno. Y los días iban pasando.

Yo hablaba con los mozos y los aborígenes que trabajaban en la propiedad y me encantaba hacerlo. Me entusiasmaban los altos eucaliptos, las acacias amarillas y las granadillas que crecían en el jardín que la señora Halmer cuidaba con tanto esmero.

Me gustaba aquella familia; me gustaba la amistosa manera con la cual me habían aceptado y su modo de recibirme casi como ignorándome, lo cual quería decir que me trataban como a alguien de la familia.

Me alegré mucho cuando Philip regresó especialmente a casa para verme. Solíamos recorrer juntos a caballo muchos kilómetros. Todo aquello era propiedad de la familia, me decía, y después añadía que estaba deseando terminar los estudios de medicina para poder empezar a trabajar en lo que le gustaba.

Me hizo muchas preguntas acerca de mi padre y yo le hablé de otros detalles del hospital. Su interés iba en aumento cada vez que hablábamos.

—Es la clase de proyecto que me atrae —dijo—. Haber abandonado Inglaterra y venido aquí para realizar esta labor es maravilloso.

Yo no le revelé el motivo por el cual mi padre había venido, pero me sentí muy orgullosa de mi padre y le dije a Philip que se había ganado el respeto de los nativos tras una dura lucha y que incluso había vuelto a poner en marcha la antigua industria de los cocos.

—Mi padre cree que la gente sólo está sana cuando se dedica a algo que le produce satisfacción.

—Yo estoy de acuerdo —dijo Philip—. Un día quiero ir a conocer a tu padre.

Le dije que estaba segura de que sería muy bien recibido.

—Y, además —añadió—, cuando dejes la escuela, Suewellyn, vendrás a pasar con nosotros algún tiempo, ¿verdad?

Le contesté que primero tendrían que invitarme. Él se inclinó hacia mí y me dio un suave beso en la mejilla.

—No seas idiota —dijo—. No hace falta que te invitemos.

Me sentía muy feliz. Estaba empezando a comprender que Philip Halmer significaba mucho para mí.

Cuando regresé a casa por Navidad, los obreros ya habían iniciado la construcción del hospital. Era una obra muy costosa porque todo el material tenía que traerse desde fuera e intervenían muchos obreros. Mi padre estaba muy emocionado; mi madre se mostraba menos eufórica. Cuando estábamos solas me decía:

—Estoy un poco inquieta. Vendrá gente de fuera. Vendrá gente de casa tal vez. Yo sé lo que significa guardar un esqueleto en un armario. Temo que alguien abra la puerta del armario que hemos conseguido mantener satisfactoriamente cerrada durante todo este tiempo.

—Ya todo debe estar olvidado —la consolé, pero no estaba muy segura de que así fuera.

—Estoy un poco inquieta —añadió—. No puedo explicarlo. Temo este hospital. Veo en él algo siniestro.

—Hablas como Cougaba… sólo que con un inglés distinto, pero el sentimiento es el mismo. Querida Anabel, ¿crees que la gente anda buscando prodigios y presagios cuando vive durante mucho tiempo entre personas supersticiosas?

Por mi parte, me sentía un poco incómoda con Cougabel. Me había distanciado de ella y ya no me gustaba transcurrir tanto tiempo en su compañía como antaño. Remar en una canoa ya no se me antojaba tan temerario como antes. No quería que me contaran historias de los isleños. Mis pensamientos estaban lejos, en el mundo exterior.

Ella me siguió durante algún tiempo, mirándome con sus grandes ojos llenos de reproche, y a veces me parecía que en aquellos ojos ardía el odio. Entonces trataba de hablar con ella, de contarle cosas de Sídney y de la escuela y la propiedad. Ella me escuchaba, pero yo me daba cuenta de que su atención fluctuaba. Cougabel no podía imaginarse otro mundo que no fuera el de la isla.

Regresé a la escuela y pasé de nuevo las vacaciones intermedias con los Halmer. Hubo una gran fiesta porque Philip había superado los exámenes finales y ahora ya tenía el título.

—Suewellyn —me dijo él—, voy a aceptar tu invitación. Voy a ir a la isla de Vulcano para visitar a tu padre y ver el nuevo hospital.

Yo me mostré encantada porque sabía que a mis padres les iba a gustar. Se habían puesto muy contentos al decirles yo que pensaba traer a casa a mis amigos.

Se dispuso todo y, al llegar las próximas vacaciones, Philip y Laura me acompañaron a la isla.

Fueron unas vacaciones maravillosas. Mis padres aceptaron inmediatamente a los Halmer y, como es lógico, resultó que mi padre y Philip tenían muchos intereses comunes. Philip se mostró entusiasta del hospital, cuya construcción aún no había finalizado. Seguían llegando los materiales y los obreros y los isleños lo observaban todo con asombro y reverencia. Era cierto que la construcción del hospital había cambiado el rostro de la isla. Aquel reluciente y blanco edificio moderno construido al lado de nuestra casa había transformado aquella isla de los mares del Sur en una moderna colonia.

Mi padre tenía muchos proyectos. En la mesa, al terminar de comer, se pasaba mucho rato hablando. Comprendí que se proponía convertir la isla de Vulcano en una especie de Singapur. Stamford Raffles lo había hecho allí. ¿Por qué no iba él a poder hacerlo aquí?

Todos le escuchábamos prendidos en el embrujo de su elocuencia y Philip más que nadie.

—¿Qué era Singapur antes de que Raffles convenciera al sultán de Jahore de la necesidad de ceder aquel lugar a la Compañía de las Indias Orientales? Por aquel entonces, apenas había alguien allí. ¿Quién hubiera creído posible que se convirtiera en lo que es hoy en día? La cesión tuvo lugar apenas a principios de siglo. Raffles creó Singapur… introdujo la civilización en Singapur. Bueno, pues, eso es lo que voy a hacer con este grupo de islas. Vulcano será el centro. Aquí empezaremos con nuestro hospital. Voy a transformarla en una isla saludable. ¡No tenemos más que una industria, pero una industria extraordinariamente productiva! —Después siguió cantando las excelencias del coco—: Nada se desperdicia. Todo se produce muy sencillamente y sin grandes dispendios. Ya tengo en proyecto establecer plantaciones en otras islas. Quiero extender las explotaciones… rápidamente —su gran preocupación era, sin embargo, el hospital—. Necesitaremos médicos —dijo—. ¿Creéis que habrá muchos que quieran venir aquí? De momento, será difícil, pero, a medida que nos vayamos desarrollando… a medida que haya más comodidades…

Y seguía hablando de esta guisa.

No cabía duda de que tanto Laura como Philip Halmer mostraban un gran interés por mi familia.

Yo me alegraba mucho de que mis padres les tuvieran tanto aprecio. Pero advertía cierta inquietud en la isla. Supongo que el hecho de haber vivido tan íntimamente con personas primitivas y de haberme instalado entre ellas siendo muy joven me había permitido llegar a comprenderlas mejor. Yo intuía que algo fallaba. Tal vez lo advertía en sus miradas, en la furtiva manera con la cual evitaban mirarme a los ojos. Tal vez fuera la vieja Cougaba que no hacía más que mover la cabeza y murmurar para sus adentros. Tal vez fueran las miradas que los nativos dirigían al gran edificio blanco, brillando al sol.

Tuve una clara advertencia. Me encontraba tendida en la cama con la mosquitera a mi alrededor cuando oí que se abría suavemente la puerta. Al principio, pensé que era mi madre, la cual acudía a menudo para mantener conmigo aquellas conversaciones nocturnas que tanto le gustaban; por regla general, ella miraba y esperaba a que yo le dijera que entrara.

Durante un segundo, nadie apareció. De repente, el corazón empezó a latirme con fuerza. La puerta se abrió muy despacio.

—¿Quién es? —pregunté.

No hubo respuesta. Entonces la vi. Había entrado en la habitación. Lucía un cinturón hecho de conchas ensartadas como cuentas. Las conchas eran de color verde, rojo y azul; tintineaban débilmente cuando ella se movía. Alrededor del cuello llevaba varios collares de conchas parecidas; los collares le colgaban entre el valle de sus pechos; iba desnuda de cintura para arriba según era costumbre en la isla. Era Cougabel.

Me incorporé trabajosamente.

—¿Qué quieres, Cougabel, a esta hora de la noche? Ella se acercó a la cama y me dirigió una mirada acusadora.

—A ti ya no gustar Cougabel.

—No seas tonta —le dije—. Pues claro que me gustas.

Ella sacudió la cabeza.

—Tienes a ella… amiga de la escuela y tienes a él. Si, lo sé. Les quieres a ellos… no a mí. Yo pobre medio blanca. Ellos todos blancos.

—Qué tontería —dije—. Ellos me gustan, es cierto, pero no he cambiado con respecto a ti. Siempre hemos sido amigas.

—Tú mientes. Eso no bueno.

—Tendrías que estar acostada, Cougabel —le dije con un bostezo.

—Daddajo les tiene que sacar de aquí —dijo ella sacudiendo la cabeza—, lo dice el Gigante. Daddajo no tiene que darte este hombre.

—¿De qué estás hablando? —le dije.

Pero yo lo sabía. Cougabel —y eso quería decir su madre y toda la isla— creía que Philip había venido para casarse conmigo.

—Malo, malo —añadió—. Gigante lo dice. Él me lo ha dicho. Yo hija del Gigante. Voy a la montaña y él dice: «Que se vaya el hombre blanco. Si no se va, Gigante enfadado».

Estaba celosa, claro. Yo lo comprendía. La culpa era mía. No le había hecho caso ahora que Laura y Philip estaban allí. No hubiera tenido que hacerlo. La había lastimado y era su manera de decírmelo.

—Mira, Cougabel —le dije—. Éstos son nuestros invitados. Por eso tengo que atenderles. Por eso no puedo dedicarte tanto tiempo como antes. Lo siento, pero entre nosotras nada ha cambiado. Soy tu amiga y tú eres mi amiga. Mezclamos nuestra sangre, ¿no? Eso significa que somos amigas para siempre.

—Significa que será maldita la que lo rompa.

—Nadie va a romperlo. ¿Me crees, Cougabel?

Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. Ella se me quedó mirando sin intentar enjugárselas siquiera. Yo salté de la cama y la abracé.

—Cougabel… pequeña Cougabel… no debes llorar. Vamos a estar juntas. Te lo voy a contar todo acerca de la gran ciudad del otro lado del mar, Somos amigas… para siempre.

Eso pareció consolarla y, al cabo de un rato, se retiró.

Al día siguiente, les conté a Laura y a Philip su visita nocturna y les dije que de niñas habíamos jugado juntas.

—Tienes que dejar que se reúna con nosotros algunas veces —dijo Philip—. ¿Sabe montar a caballo?

Yo contesté que sí y les agradecí a Laura y Philip que fueran tan amables con ella. Recorríamos las playas con una canoa. Cougabel y yo remábamos y todos nos reíamos mucho.

—Es realmente una muchacha muy hermosa —dijo Philip—. El hecho de que tenga la piel más clara hace que se distinga de los demás.

Cougabel vestía a veces las batas que solía utilizar antes. Le sentaban muy bien, pero, con las plumas y las conchas, estaba realmente preciosa. Yo observaba a menudo que sus ojos se posaban en Philip y que siempre procuraba estar cerca de él. Si había que servir algo, le servía primero a él. A Philip le hacían gracia sus atenciones.

Pero entonces empezaron las dificultades. Cougabel me dijo:

—Gigante ruge. Muy enfadado. Wandalo preguntar qué ocurre. Al Gigante no le gusta el hospital.

Mi padre había sido informado de ello por Wandalo, si bien no con tanta exactitud. El Gigante había empezado a rugir unos días antes. Al ir a la montaña para depositar unas conchas en honor del Gigante, una mujer le había oído rugir enfurecido. Algo estaba ocurriendo. Algo de la isla no le gustaba. El Gigante guardaba silencio desde hacía mucho tiempo, mientras había durado la construcción del hospital y los trabajos de la plantación habían ido progresando satisfactoriamente. ¿Por qué había empezado a rugir ahora?

Al principio, mi padre se irritó.

—¡Después de tanto tiempo, van a poner obstáculos en mi camino! —gritó.

—Comprenden sin duda las ventajas del hospital y de la plantación —dijo Philip.

—Desde luego, pero son fanáticamente supersticiosos. Permiten que este viejo volcán les domine. Yo he tratado de explicarles que hay cientos de ellos por todo el mundo y que nada tiene de extraño que un volcán apagado ruja un poco de vez en cuando, tal como ellos dicen, mientras se calma. No ha habido una erupción importante desde hace trescientos años. Ojalá pudiera hacérselo comprender.

Philip ya me había oído hablar de la Danza de las Máscaras y de cómo Cougaba había afirmado que Cougabel era una hija del Gigante. Él se mostraba enormemente intrigado por las historias de la isla y solía sentarse con Cougabel para que ésta le contara cosas. Ella se mostraba encantada y a mí me pareció que con ello había quedado resuelta la cuestión de los derechos.

—Desde luego —dijo mi padre—, el que realmente esté creando problemas es este viejo diablo de Wandalo. Siempre ha estado ofendido conmigo. No importa que hayamos salvado muchas vidas con el moderno tratamiento de estas virulentas fiebres que son como una plaga en un clima como éste. Yo he usurpado el lugar del viejo brujo y él está buscando una ocasión para derribar el hospital.

—Eso es algo que usted nunca le permitirá, lo sé —dijo Philip.

—Antes le mataría —contestó mi padre.

Pero el viejo Wandalo permanecía sentado bajo el nopal, haciendo garabatos en la arena con su vara y nosotros, seguíamos recibiendo noticias acerca de los rugidos del Gigante.

Nos enteramos de que en la próxima luna nueva se iba a celebrar la Danza de las Máscaras.

Philip y Laura estaban muy contentos. Consideraban una feliz coincidencia que ello ocurriera durante su visita.

Yo era ahora más consciente que antes de aquel frenético estado de ánimo que se adueñaba de la isla. Comprendí que, aunque mi padre hubiera introducido muchas cosas buenas que ellos habían apreciado durante algún tiempo, los isleños podían regresar a su antigua barbarie en una noche. Mi padre jamás había conseguido desterrar el miedo que les inspiraba el Gigante Rugiente y comprendía, al igual que mi madre, que se había engañado al creer que lo había logrado siendo así que ello se había debido únicamente al hecho de que el Gigante hubiera permanecido algún tiempo en silencio.

Cougabel estaba muy excitada. Esta vez se uniría a los danzantes. Se estaba preparando en secreto y mi madre dijo que tendríamos que extremar la vigilancia habiendo una muchacha núbil en la casa. Ello no había sido necesario en ocasión de la última danza porque Cougabel era entonces muy joven.

En su calidad de hija del Gigante, tal como ella y los Isleños creían que era, la ceremonia iba a revestir un especial significado para ella. Cabía la posibilidad de que el Gigante quisiera favorecer a su hija.

—¿Y eso no sería un incesto? —le pregunté a mi madre.

—Estoy segura de que esta cuestión sería pasada por alto en este ambiente tan exaltado —contestó ella, añadiendo—: Oh, Suewellyn, es necesario que simulemos tomárnoslo en serio. Bastantes quebraderos de cabeza le está dando el viejo Wandalo a tu padre con todas estas alusiones.

—¿Crees de veras que podría llegar a convencer a los isleños de que el Gigante no quiere el hospital?

—Es Wandalo contra tu padre y a mí no me cabe duda de que ganaría tu padre. Pero tendrá en contra todo el peso de muchos siglos de supersticiones.

Fueron unos días de mucho nerviosismo para nosotros y, aunque Philip y Laura pensaran que todo aquello era muy intrigante, yo era profundamente consciente de las inquietudes de mis padres.

Cougabel no se apartaba de Philip. Se sentaba a la puerta de la casa y, cuando él salía, corría tras él. Yo les había visto sentados bajo las palmeras mientras ella le hablaba.

—Estoy reuniendo toda clase de conocimientos populares de Vulcano —me dijo él—. Y no hay como hacerlo a través de su fuente natural.

Se había dado la orden de que ningún marido compartiera la choza con su mujer durante un mes. Philip lo consideraba muy gracioso, pero se mostraba impresionado por la seriedad de los isleños y por su voluntad de respetar la tradición. Por consiguiente, las mujeres vivían juntas en ciertas chozas y los hombres vivían en otras. Cougabel y su madre vivían todavía con nosotros y, puesto que no vivía en la casa ningún varón isleño, la situación se consideraba correcta.

* * *

¡Cómo creció la tensión en el transcurso de aquellas semanas! Mi padre estaba impaciente. Decía que apenas se trabajaba. No pensaban en otra cosa más que en hacerse las máscaras.

—Se calmarán cuando todo haya pasado —dijo mi madre—. Pero tu padre está decepcionado. Esperaba que hubieran superado todas estas cosas. Hay algunos hombres buenos que le ayudan, como tú sabes, y esperaba poder adiestrarles para el hospital, aunque primero necesitara un médico que le ayude, y pensaba adiestrar también a algunas mujeres como enfermeras. Pero todo eso le hace a una dudar de que alguna vez lo consiga. Si son capaces de olvidarlo todo por esta danza ritual, ello significa que son tan primitivos como antes. Tu padre siempre espera poder destruir esta insensata leyenda del Gigante.

—Serán necesarios muchos años para eso —comenté yo.

—Él no lo piensa. Cree que cuando vean los milagros de la moderna medicina, comprenderán que lo único que pueden tener de la montaña es una erupción volcánica… y, en cualquier caso, es muy probable que el volcán esté apagado. Creo que se imaginan estos rugidos para crear un poco de emoción. Por cierto, ¿te ha hablado Philip de lo que tu padre le ha sugerido?

—Pues no —contesté, conteniendo un poco la respiración.

—¡No me digas! Supongo que querrá pensarlo un poco. Pero tu padre estaba diciendo que Philip se siente atraído. Le interesa mucho el experimento y tu padre va a necesitar un médico. Suewellyn, me encantaría que Philip decidiera unirse a nosotros.

Enrojecí de emoción. En caso de que lo hiciera, yo sería muy feliz.

No me hizo falta hablar. Mi madre me rodeó con sus brazos y me estrechó con fuerza.

—Sería maravilloso —dijo—. Una solución. Significaría que os ibais a quedar aquí… tú y Philip. Tú le estimas. Pues claro que sí. ¿Crees que no me he dado cuenta? Si decide venir, estoy segura de que ello tendrá algo que ver contigo. Desde luego, el hospital le entusiasma. Dice que es una idea maravillosa. Dice que es magnífica y admira mucho a tu padre. ¿No te parece extraordinario que se interese por el estudio de las enfermedades tropicales tanto como tu padre?

—Tú estás pensando que Philip y yo vamos a casarnos. Él jamás me lo ha sugerido.

—Oh, cariño, no hace falta que seamos tan reservadas. Ya sé que no lo ha hecho todavía. Éste es un gran paso… Es probable que quiera hablar de ello con sus padres. Vendría a vivir aquí… Oh, ya sé que estamos apenas a una semana de viaje del continente, pero, aun así, es una pequeña aventura. Yo sería muy feliz. Este hospital… esta industria que tenemos aquí es el resultado del esfuerzo de tu padre. Un día todo eso será tuyo. Todo lo que tu padre tenía se ha invertido en esta isla. Ya no le queda ahora ninguna propiedad en Inglaterra. Hemos estado viviendo de su fortuna durante años y ahora este hospital se lo ha llevado todo. Lo que quiero decir es que ésta es tu herencia… y lo que más desearíamos tu padre y yo es ver a su sucesor aquí antes… antes…

—Vais a vivir todavía muchos años.

—Claro, pero es bonito ver que las cosas están arregladas. Si pudiéramos librarnos de este perjudicial Wandalo y de su Gigante Rugiente y se pudiera organizar una vida de personas civilizadas, todo sería muy sencillo. Te veo turbada. No tienes por qué estarlo. Tal vez no hubiera debido hablar, pero quería decirte lo felices que seríamos si… si todo saliera bien. Philip es encantador y a tu padre le gusta y a mí también. Y tú también le quieres, mi querida hija.

Tenía razón. Le quería. Podía imaginarme un futuro en el que todos estuviéramos allí. La isla seguiría creciendo. Tendríamos otras comodidades. Mi padre era un hombre dotado de una inmensa capacidad de organización. Y creo que Philip no era distinto a O. Ambos trabajarían bien juntos. Philip permanecía junto a mi padre durante la hora del día en que éste recibía a los pacientes y mi padre le mostraba los tratamientos que se utilizaban para combatir las enfermedades propias de las islas.

Había por lo menos doce islas arracimadas alrededor de Vulcano. Mi padre creía que un día iban a constituir un archipiélago muy próspero. La industria cocotera se desarrollaría y tal vez se crearan otras. Entonces cabría la posibilidad de que el barco visitara las islas con más frecuencia, en lugar de una vez cada dos meses; sin embargo, el gran objetivo de mi padre era descubrir el origen y el tratamiento de las fiebres de las islas y eso era lo que estaba decidido a hacer.

Se había iniciado el redoble de los tambores. Cougabel se hallaba encerrada en su habitación. Yo sabía que, al igual que todas las muchachas y los hombres que iban a participar en el ritual, se estaba excitando y preparando mentalmente para el frenesí.

Dondequiera que fuéramos podíamos oír el redoble de los tambores. El rumor fue muy suave… casi como un murmullo durante las primeras horas, pero el ruido no tardaría mucho en aumentar.

Me tendí en la cama y pensé en Cougabel que había venido a decirme que estaba celosa. Había visto una expresión en sus ojos que me había alarmado. Durante uno o dos segundos no me hubiera sorprendido que hubiera sacado uno de aquellos puñales lanceolados que utilizaban los isleños y me lo hubiera clavado en el corazón. Sí, me había dirigido una mirada asesina, como si estuviera planeando vengarse de mi olvido.

¡Pobre Cougabel! De niñas apenas habíamos notado que éramos distintas. Habíamos sido muy amigas, hermanas de sangre, y habíamos sido felices juntas. Pero la situación había tenido que cambiar. Hubiera tenido que ser más cariñosa con ella, más considerada. No supe que estaba tan dolida conmigo, si bien hubiera tenido que comprenderlo porque se había dirigido a la cumbre de la montaña cuando yo estaba a punto de irme a la escuela.

El redoble de los tambores nos mantuvo despiertos toda la noche y en nuestra casa reinaba la inquietud: mi padre estaba enojado porque los isleños habían vuelto a sus antiguas costumbres, mi madre estaba nerviosa por él y yo estaba ligeramente preocupada por Cougabel y emocionada al mismo tiempo por las alusiones que me había hecho mi madre a propósito de Philip. Miré hacia el futuro aquella noche y me pareció que había muchas posibilidades de que Philip se uniera a nosotros. Todo iba a cambiar. ¿Sería realmente cierto que estaba enamorado de mí, que quería casarse conmigo y compartir nuestra vida en la isla?

Era una agradable perspectiva que en modo alguno se tenía que desechar. Aún me faltaba un año en la escuela. Cómo hubiera deseado que cesara el redoble de aquellos tambores.

Los tambores siguieron escuchándose a lo largo de todo el día siguiente. Ahora podíamos percibir el olor de la comida que estaban preparando en aquel claro en el que Wandalo tenía su morada. Estábamos aguardando la oscuridad y la súbita cesación del redoble de los tambores, la cual resultaba tan impresionante como el propio redoble.

Al final, se hizo el silencio.

Estaba muy oscuro. Yo me lo imaginaba todo, a pesar de que nunca lo había visto.

Era conveniente que nos quedáramos en casa, decía siempre mi padre. No sabía cómo reaccionarían si vieran a un extraño entre ellos, y, a pesar del tiempo que llevábamos viviendo allí, en una noche como aquélla seríamos unos extraños.

Tratamos de hacer nuestra vida habitual, pero no era fácil. Laura vino a mi habitación.

—Es muy emocionante, Suewellyn —me dijo—. Jamás había disfrutado de unas vacaciones parecidas.

—Tú me has ofrecido unas vacaciones muy buenas en la propiedad.

—Las propiedades son una cosa muy corriente —dijo—. Eso es tan extraño… tan distinto a todo lo que había visto antes. Philip está absolutamente entusiasmado por este lugar —me miró sonriente—. Tiene tantos atractivos. Prométeme una cosa, Suewellyn.

—Será mejor que me digas de qué se trata antes de que te conteste.

—Me invitarás a tu boda y yo te invitaré a la mía. Ocurra lo que ocurra, iremos.

—Eso está hecho —dije.

Estaba hablando con despreocupación. No tenía idea de lo trascendental que iba a ser aquella promesa.

—No volveré a la escuela.

—Todo será muy aburrido sin ti.

—El año que viene por estas fechas te tocará a ti dejar la escuela.

—¡Qué suerte tuve al conocerte! Sólo tengo una queja. Hubieras tenido que nacer un año después y entonces ambas hubiéramos abandonado la escuela juntas. Escucha.

El silencio había terminado. Los tambores habían empezado de nuevo a redoblar.

—Eso significa que el festín ha terminado. Ahora empezará la danza.

—Ojalá pudiera verlo.

—No. Mi padre lo vio una vez y mi madre también, Fue peligroso. Si les hubieran descubierto, sólo el cielo sabe lo que les hubiera ocurrido. Mi padre tiene la certeza, de hecho, el viejo Wandalo se lo dio a entender, de que se enojarían mucho. Descubrirían que el Gigante Rugiente estaba encolerizado y algo horrible iba a suceder. El G. R. lo ordenaría… a través de Wandalo, claro —miró a mi alrededor—. ¿Dónde está Philip?

—No sé. Dijo que iba al hospital.

—¿Para qué? Aún no está listo para empezar a trabajar.

—Le encanta estar allí y planear toda clase de cosas Sí, allí me dijo que iba.

El temor se apoderó de mí. A Philip le interesaban mucho las antiguas tradiciones. ¿Sería posible que hubiera ido a ver la danza? Era peligroso. Él no se daba cuenta de lo peligroso que era. No había vivido con aquella gente, Les había visto tan sólo como personas amables y complacientes. No conocía la otra cara de su naturaleza. Me pregunté qué le harían a una persona a la que sorprendieran espiando en su festín.

—Jamás se le ocurriría ir allí —dijo Laura, leyendo mis pensamientos.

—No, claro —convine yo—. Mi padre le explicó que sería peligroso.

—Eso no hubiera impedido que fuera —dijo Laura—. Pero, si pensara que ello iba a disgustar a tu padre, no iría.

Me quedé tranquila.

Permanecimos sentadas juntas un rato. Escuchamos cómo los tambores alcanzaban su crescendo y después se hizo el silencio.

Ello quería decir que en el claro no habían quedado más que los ancianos; los jóvenes habrían desaparecido en el bosque. El silencio creaba una tensión mucho mayor que el ruido. Me acosté, pero no pude dormir.

Un impulso instintivo me hizo levantar de la cama y acercarme a la ventana. Vi a Philip. Venía de la dirección del hospital; se estaba acercando despacio y furtivamente.

Tuve la certeza de que había estado observando a los danzantes. Comprendí que ello le había parecido irresistible, a pesar de la advertencia de mi padre.

Cougabel me despertó a la mañana siguiente. Lucía su atuendo nativo, con collares de conchas y amuletos alrededor del cuello.

Estaba distinta. Había participado en las fiestas de la noche anterior.

Se me acercó riendo y me dijo en voz baja:

—Sé que tengo la semilla del Gigante dentro de mí. Tengo un hijo del Gigante.

—Bueno, Cougabel —dije—, para saberlo, hay que esperar.

Ella se agachó en el suelo y me contempló, tendida en la cama. Sonreía y su expresión soñadora revelaba que estaba pensando en la noche anterior.

Cougabel había entrado en la condición de mujer. Había pasado por la gran experiencia de la Máscara y creía, tal como supongo que les ocurre a todas las mujeres hasta que averiguan que no están embarazadas, que llevaba en su seno la semilla del Gigante.

Desde luego, Cougabel estaba segura. No hacía más que mirarme, como si se hubiera apuntado un gran triunfo. Más tarde, vi a Philip a solas y le dije:

—Te vi llegar anoche.

Él se turbó.

—Tu padre me advirtió —dijo.

—Pero tú fuiste.

—Por nada del mundo quisiera que tu padre se enterara.

—No se lo diré.

—Era algo que no podía perderme. Quiero entender a esta gente. ¿Y qué mejor manera de entenderla que una noche como la que acaba de terminar?

Me mostré de acuerdo. Al fin y al cabo, mi padre también había sido testigo de una Noche de la Máscara. Y mi madre también. Habían conseguido ocultarse. Mi padre había dicho: «En realidad, están demasiado absortos lo que hacen para andar buscando espías».

—Voy a regresar, ¿sabes? —añadió Philip.

—Oh, Philip, me alegro mucho —contesté con vehemencia.

—Sí, ya lo he decidido. Voy a trabajar con tu padre. Pero antes tengo que hacer un año de prácticas en los hospitales de Sídney. Para entonces, Suewellyn, tú ya habrás terminado la escuela.

Asentí muy contenta.

Ello equivalía a un acuerdo.

Cuando regresé a Sídney, eché de menos a Laura. Efectué una visita a la propiedad. Había un nuevo administrador que se había hecho muy amigo de ella. Supuse que estaban enamorados y, al plantearle yo la cuestión a Laura, ella no lo negó.

—Bailarás en mi boda antes de que yo baile en la tuya —me dijo—. No olvides tu promesa.

Le dije que no la había olvidado.

Philip no estaba. Se encontraba haciendo su año de prácticas en los hospitales y no podía dejarlo.

Cuando regresé a la isla para pasar las vacaciones, estaba a punto de nacer el hijo de Cougabel. Iba a ser un nacimiento muy especial porque ocurriría a los nueve meses de la Noche de la Máscara y, dado que hasta entonces, según me dijo con orgullo, ella había sido virgen, no cabía la menor duda acerca de la paternidad de su hijo.

—Ella hija de la Máscara y tendrá hijo de la Máscara —decía orgullosamente Cougaba.

Era muy típico de Cougaba seguir suponiendo que todos aceptábamos el hecho de que Cougabel había sido concebida una noche de la danza, a pesar de habernos confesado ella misma que la niña era hija de Luke Carter. Se trataba de una de las características de los isleños que más nos exasperaban. Afirmaban que algo era cierto ante la prueba absoluta de que no era verdad y seguían creyendo en ello obstinadamente.

Le había traído un regalo al niño porque deseaba resarcir a Cougabel de mi pasado olvido. Ella me recibió casi mayestáticamente y aceptó la cadena de oro y el colgante que yo había comprado en Sídney, dijo mi madre sin poder dominarse, como si recibiera incienso, mirra y oro. No cabía duda de que Cougabel se había convertido en una persona muy importante. Seguía viviendo en nuestra casa, pero mi madre decía que no deberíamos tenerla en casa porque, cuando naciera su hijo, le buscarían un marido y podíamos tener la certeza de que ante sería muy adecuado. Una hija de la Máscara que gozaba por ello de la protección especial del Gigante y que había nacido de la propia Máscara, tal como todos creían, iba a ser una esposa muy codiciada. Y, siendo, además, una de las bellezas de la isla, Cougabel recibiría muchas proposiciones.

Le dije a Cougabel que me alegraba mucho por ella.

—Yo alegre también —me dijo, dándome a entender con toda claridad que ya no le interesaba mi compañía tanto como antes.

Una noche me despertaron unos extraños ruidos y el rumor de unas apresuradas pisadas cerca de mi habitación. Me puse una bata y salí a investigar. Apareció mi madre. Me tomó del brazo y me empujó de nuevo al interior de mi dormitorio, cerrando la puerta.

—Cougabel va a dar a luz —me dijo.

—¿Tan pronto?

—Demasiado pronto. El niño lleva un mes de adelanto —mi madre había adoptado una expresión misteriosa y preocupada—. Ya comprendes lo que eso significa, Suewellyn. Dirán que el niño no fue concebido aquella noche.

—¿No podría ser prematuro?

—Podría serlo, pero ya sabes cómo es esta gente. Di que el viejo Gigante no permitiría que naciera demasiado pronto. Santo cielo, eso puede acarrearnos problemas. Cougaba está terriblemente trastornada. No sé qué vamos a hacer.

—Todo eso es una estupidez. ¿Cómo está Cougabel?

—Está bien. Los alumbramientos son fáciles para esta gente que vive en estrecho contacto con la naturaleza.

Llamaron a la puerta. Mi madre abrió y apareció Cougaba. Nos miró con grandes ojos perplejos.

—¿Qué ocurre, Cougaba? —se apresuró a preguntarle mi madre.

—Venga —dijo Cougaba.

—¿Está bien el niño? —preguntó mi madre.

—Niño grande, fuerte, varón.

—Entonces Cougabel…

Cougaba sacudió la cabeza.

Nos dirigimos a la habitación en la que Cougabel se encontraba tendida boca arriba, triunfante, pero con uno expresión ligeramente agotada. Mi madre tenía razón. A las isleñas les costaba muy poco esfuerzo dar a luz.

El niño descansaba a su lado. Tenía el cabello oscuro y liso… muy distinto al abundante cabello rizado de los niños de Vulcano; pero lo más sorprendente era su piel, Era casi blanca, lo cual, unido a su cabello liso, proclamaba que el niño tenía sangre blanca.

Miré a Cougabel. Yacía tendida con una extraña sonrisa en los labios y mantenía los ojos clavados en los míos.

* * *

Hubo gran consternación en la casa. Mi madre dijo primero que nadie debería enterarse de que el niño había nacido. Después acudió inmediatamente a informar a mi padre.

—¡Un niño medio blanco! —gritó él—. Dios mío, esto es desastroso. Y nacido antes de tiempo.

—Cierto que podría ser prematuro —le recordó mi madre.

—Jamás lo aceptarán. Eso podría ser desastroso para Cougabel… y para nosotros. Dirán que ya estaba embarazada antes de ir a la Máscara y tú sabes que eso es a sus ojos un pecado merecedor de la muerte.

—Y el hecho de que el niño sea medio blanco…

—Recuerda que Cougabel lleva sangre blanca en las venas.

—Sí, pero…

—No puedes creer que Philip… oh, no, eso es absurdo —añadió mi padre—. Sin embargo, ¿quién podría ser? Claro que el padre de Cougabel era blanco y eso puedo explicar genéticamente que haya dado a luz un hijo todavía más blanco que ella. Nosotros lo sabemos, pero ¿qué vamos a hacer con los isleños? Una cosa es seguro Nadie de fuera de esta casa debe saber que el niño ha florecido. Cougaba tendrá que guardar el secreto. Sólo durante un mes. Explícaselo a Cougaba. Estoy seguro de que es necesario… para todos nosotros.

Y así lo hicimos. No fue fácil porque el nacimiento del hijo de Cougabel se esperaba con gran expectación. Grupos de personas se congregaban frente nuestra casa depositaban conchas a su alrededor y muchos isleños subían a la montaña para rendir tributo al Gigante cuyo hijo, según ellos creían, estaba a punto de nacer.

Cougaba les decía que Cougabel tenía que descansar. Gigante se le había aparecido en sueños y le había revelado que el alumbramiento iba a ser difícil. El alumbramiento de un hijo suyo no era como los demás alumbramientos.

Afortunadamente, los isleños aceptaron la explicación.

Mi padre, siempre deseoso de convertir los desastres en ventajas, le ordenó a Cougaba que dijera a la gente que el Gigante se le había aparecido en otro sueño y tal vez le había dicho que el niño les traería un signo.

Les daría a conocer lo que pensaba de los cambios que estaban produciendo en la isla. A pesar de su insolencia, yo sabía que Cougabel estaba preocupada. Comprendía a su gente mejor que nosotros y no me cabe la menor duda de que aquel nacimiento prematuro sería tan hondo a sus ojos como el color de la piel del niño. Por consiguiente, tanto ella como Cougaba estaban dispuestas a acatar las órdenes de mi padre.

Lo único que teníamos que hacer era mantener el nacimiento en secreto durante un mes. Teniendo en cuenta credulidad de los isleños, ello no fue tan difícil como hubiera podido ser. Bastaba con que Cougaba dijera que Gigante había ordenado esto o aquello para que ellos aceptaran.

Sin embargo, qué grande fue nuestro alivio cuando pudimos mostrar el niño a la muchedumbre que aguardaba. Todos nuestros esfuerzos habían merecido la pena. Incluso Wandalo tuvo que reconocer que el color de piel del niño indicaba que el Gigante se mostraba complacido con lo que estaba ocurriendo en la isla. Le gusta la prosperidad.

—Y, por si fuera poco —dijo mi madre con regocijo—, ha dejado de soltar estos desdichados rugidos. No hubiera podido ser más oportuno.

Así pudimos resolver aquella delicada situación. Sin embargo, a pesar de la afirmación de mi padre en el sentido de que no era muy insólito que una persona de color, hija de padre blanco, engendrara a un hijo de piel clara, yo seguía pensando en Philip y una y otra vez acudían a mi mente las imágenes de Philip y Cougabel, riéndose juntos.

Creo que mis sentimientos hacia Philip cambiaron por aquel entonces. O tal vez fuera yo la que estuviera cambiando. Me estaba haciendo adulta.