Cartas del pasado

A la mañana siguiente, Jeff Carleton acudió al castillo. Vivía a cosa de un kilómetro de las murallas del castillo. La casa había sido durante muchas generaciones la residencia del administrador de la finca y resultaba muy agradable, porque Jeff sabía rodearse de comodidades. Era soltero y tenía a su servicio a un matrimonio muy eficiente. Janet decía que vivía mejor que nosotros los del castillo, porque no tenía que soportar todas aquellas corrientes de aire.

Jeff era un hombre satisfecho de la vida. Estaba muy encariñado con el castillo, pero no hasta el extremo de idolatrarlo. Si se hubiera ido a otra finca parecida, en muy poco tiempo se hubiera sentido identificado con ella tal como ahora se identificaba con Mateland. Lo cierto, es que Jeff era un hombre muy normal que gustaba de organizarse la vida a su gusto y de vivir de acuerdo con sus preferencias. Teníamos suerte de tener a un administrador tan bueno.

Había venido para informar de que le ordenaría al bardero que fuera a la casa de la abuela Bell a la mañana siguiente. Yo contesté que se lo iría a comunicar a la abuela.

—Eso le gustará —dijo él—. Agradecerá que usted se lo diga. Les gusta saber que alguien se interesa por ellos.

En ocasiones como aquéllas me sentía casi feliz. Quería hacer todo lo que pudiera por aquellas gentes para que la vida les resultara más agradable. Quería poder decirme a mí misma: «Es posible que esté suplantando a otra persona, pero, por lo menos, hago más bien del que ella hubiera hecho».

Sabía que no me justificaba, pero era un tanto a mi favor.

Monté a caballo de muy buen humor y casi experimenté el deseo de ponerme a cantar mientras contemplaba los setos y los verdes campos y percibía la caricia de la suave brisa en mis mejillas.

Llegué a la casita de la abuela Bell, até mi caballo y llamé a la puerta. No hubo respuesta y entonces entré porque el pestillo estaba descorrido.

Entré en el cuarto de estar. Todo estaba tranquilo. La mesa aparecía cubierta con un mantel de lana; el reloj hacía solemnemente tictac en la repisa de la chimenea, con la vieja cocina al lado.

—Señora Bell —grité—, ¿qué le ocurre?

Aquella habitación conducía al dormitorio. Ahora conocía la distribución de aquellas casitas y sabía que la abuela Bell utilizaba la habitación de atrás de la planta baja en calidad de dormitorio porque le resultaba muy trabajoso subir la escalera.

Llamé a la puerta. Oí un ligero rumor y, empujando la puerta, entré. La abuela Bell se encontraba tendida en la cama; estaba pálida, tenía las facciones en tensión y se estaba comprimiendo el pecho.

—Señora Bell —grité—, ¿qué le ocurre—?

Ella se volvió a mirarme y pude ver que sufría.

—Voy a avisar al médico en seguida —dije, saliendo.

Me dirigí a toda prisa a casa del doctor Cleghorn. Sabía dónde estaba, porque había pasado por allí muchas veces. Anabel y mi padre habían hablado de aquella casa porque en ella, había tenido mi padre su consulta hacía muchos años. Tuve la suerte de encontrar al doctor Cleghorn y regresé con él a la casita.

La abuela Bell ya no sufría ahora. El médico la hizo tenderse y le dijo que no debería moverse. Iba a avisar a la enfermera del distrito para que acudiera a cuidarla.

—¿Hay algo que pueda hacer? —pregunté.

—Pues nada, en realidad. Procure que no trate de levantarse. No debe moverse. La enfermera vendrá y, si todo el mundo la vigila, eso es lo mejor que se puede hacer.

Una vez fuera de la casita, me dijo:

—Me temo que no hay muchas posibilidades de que se recupere. Lleva mucho tiempo padeciendo del corazón. Y es una anciana. Le doy unos cuantos meses de vida todo lo más, y no volverá a levantarse de esta cama.

—Pobre señora —contesté—. Tenemos que procurar que nada le falte.

—Es muy bondadoso de su parte, señorita Mateland —me dijo el médico, dirigiéndome una extraña mirada—. Le servirá de alivio que la gente la visite. Necesita cuidados. Nos hace mucha falta un hospital. El más cercano que conozco se encuentra a más de treinta y cinco kilómetros. Se habló una vez de que se iba a construir uno aquí…

«Sí —pensé—, lo sé. Pero este hospital se construyó en una isla situada a muchos kilómetros de aquí y lo destruyó el Gigante Rugiente».

Regresé a la casita para aguardar la llegada de la enfermera del distrito. Cuando ésta vino, me fui y regresé al castillo para almorzar. Malcom estaba allí y me olvidé de mi nerviosismo. Hablamos de la abuela Bell:

—Cleghorn me ha dicho que habías ido a su casa —dijo Malcom—. Dice que ella hubiera muerto si tú no hubieras ido a avisarle.

Me sentí inmensamente satisfecha.

—Iré a verla esta tarde —dije—. Tendrán que aplazar la reparación del tejado hasta que se encuentre un poco mejor. No podemos permitir que lo hagan estando ella enferma.

—Se lo diré a Jeff para que aplace el trabajo —dijo Malcom.

—Sí, hazlo, por favor —repliqué.

Aquella tarde salí hacia la casita de la abuela Bell y no me había alejado mucho cuando Malcom se me acercó, montando en su caballo.

—Iba a ver a la abuela Bell —le expliqué.

—Te acompañaré.

—Como quieras —contesté, procurando no mostrar demasiado entusiasmo.

—Desde luego, te has tomado muy a pecho lo que te he dicho —me comentó.

—¿Qué me has dicho?

—Que la gente necesita un toque personal. Las personas necesitan saber que piensas en ellas como seres humanos.

—Eso lo sabía yo muy bien —repliqué.

—Pues nadie lo hubiera dicho antes de que te fueras.

—Todos crecemos, ¿no? Incluso tú eras un poco desconsiderado cuando eras más joven.

Él me miró inquisitivamente.

—Me pregunto a menudo qué te debió ocurrir lejos de aquí —dijo.

—He visto algo del mundo. Los viajes ensanchan la mente, dicen.

—Y parece ser que cambian también el carácter.

—Me guardas rencor, ¿verdad?

—En absoluto. Estoy dispuesto a perdonarle a la nueva Susannah todos los pecados de la antigua.

Entonces pensé: «Está sospechando algo. Tiene que sospechar».

Me estaba mirando detenidamente y advertí que me ruborizaba bajo su mirada.

—Algo tendremos que hacer con la abuela Bell —dije rápidamente.

—No te preocupes —dijo él, sonriendo—. Intercambiaremos ideas al respecto.

Llegamos a la casita Bell, pero la abuela Bell estaba demasiado enferma para hacernos caso, si bien pareció que nuestra presencia la consolaba.

Entró la enfermera del distrito y dijo que, en su opinión, alguien tendría que estar en la casita todo el día.

—Tal vez los Cringle pudieran prescindir de Leah —dijo.

—Oh, sí, es una buena idea —dije con entusiasmo. Observé que Malcom me estaba estudiando con atención—. ¿No estás de acuerdo? —le pregunté para disimular mi turbación.

—Una idea excelente —dijo él.

—Si los Cringle ponen dificultades, dígales que a Leah se le pagará este servicio —añadí—. Puede venir al castillo a recibir el dinero.

—Será una gran ayuda —dijo la enfermera—. Yo puedo pasarme por aquí un par de veces al día, pero, en el estado en que se encuentra, hace falta alguien que esté con ella todo el día. Gracias, señorita Mateland. Voy a buscar en seguida a Leah.

—Me quedaré aquí hasta que regrese con ella —dije.

—Nos quedaremos —me corrigió Malcom.

Una vez la enfermera se hubo ido, dije:

—No es necesario que te quedes.

—Quiero quedarme —contestó él—. Me interesa.

—Me gustaría que dejaras de mirarme como si fuera un bicho raro —estallé al final.

—Un bicho raro, no —dijo él—. Lo que ocurre, es que no acierto a digerir este cambio tan milagroso. Me gusta, desde luego. Me gusta muchísimo, pero me desconcierta.

Me encogí de hombros con fingida impaciencia.

—Ahora tengo responsabilidades —dije.

Leah entró tímidamente en la casa. Me gustaba. Era distinta al resto de la familia. Había adivinado previamente que se encontraba en «apuros», tal como suele decirse, y ahora tuve la certeza de que así era efectivamente.

—Pasa, Leah —dije—. Ya sabes lo que queremos que hagas.

Ella me miró a mí, después miró a Malcom y comprendí que éste la intimidaba más que yo, lo cual, me complació mucho.

—La enfermera ya me lo ha dicho —contestó ella.

—O sea, que ya sabes que queremos que te quedes aquí y que le des a la señora Bell la medicina que el doctor Cleghorn le ha recetado. Si empeorara, puedes pedir ayuda en seguida. ¿Te has traído alguna labor para hacer?

Ella asintió y yo apoyé una mano en su hombro. Estaba deseando pedirle que confiara en mí. Suponía que pocas personas hubieran confiado en Susannah, pero algunas veces me olvidaba del papel que estaba interpretando, lo cual, era una imprudencia porque Malcom se mostraba cada día más receloso. Yo era consciente de su manera de mirarme. Muy pronto empezaría a hacerme preguntas, a las que yo no sabría responder. Daba la impresión a veces, de que sabía que yo estaba engañando a todo el mundo y de que él estaba aguardando el momento en que yo me traicionara del todo.

—Bueno —dijo cuando salimos de la casita—, lo has sabido llevar muy bien. Se diría que te has pasado la vida dirigiendo fincas.

—Me alegro de que así lo pienses.

Me tomó del brazo mientras nos dirigíamos al lugar en el que se encontraban los caballos. Yo me tensé y hubiera querido apartarme, pero pensé que no podría hacerlo sin que el incidente adquiriera una importancia excesiva.

—El terreno es muy accidentado aquí —dijo para justificar su cariñoso gesto—. Es fácil resbalar.

No contesté y, cuando llegamos junto a los caballos, él me comprimió levemente el brazo y, mientras me ayudaba a montar, me dirigió una cálida sonrisa, pero en sus ojos seguía observándose la misma expresión de perplejidad de siempre.

Malcom cenó aquella noche con nosotros. Y Jeff Carleton también.

La conversación giró en torno a cuestiones relacionadas con el castillo, lo cual, aburría a Esmeralda. Ésta trató de encauzar la conversación hacia sus interesantes enfermedades y hacia los tratamientos a que el doctor Cleghorn la estaba sometiendo, pero, aunque consiguiera atraparnos, se veía fácilmente que sólo la escuchábamos a medias.

—El doctor Cleghorn dice que la señora Bell no puede sobrevivir —dijo Jeff—. Ya hubiera muerto de no haber sido por su oportuna llegada a la casa, señorita Mateland. Llevó al médico justo a tiempo. No obstante, él dice que lleva mucho tiempo delicada y que no puede durar más que unos cuantos meses, aunque se le prodigue toda clase de cuidados. La casita quedará libre. Habrá que decidir a quién se la vamos a conceder.

—¿Quién cree que se lo merece más, Jeff? —preguntó Malcom.

—Bueno, están los Baddock. Quieren irse de la casa del padre de la mujer. Allí no hay suficiente sitio para ellos. La casita les sería muy útil y Tom Baddock es un buen trabajador.

—¿Le ha dicho usted algo al respecto? —preguntó Malcom.

—No, pero sé que la quiere. Nada se puede decir hasta que la abuela Bell haya muerto.

—Ciertamente que no —dije yo—. Parecería que estamos tratando de quitar de en medio a la anciana.

—En realidad, las casitas están destinadas a los trabajadores —me recordó Jeff.

—Bueno, el marido de la señora Bell trabajó para nosotros. Me parece muy duro que tengan que perder sus casas junto con sus maridos.

—Es una cuestión laboral —señaló Jeff—. La casa forma parte del salario. El señorito Esmond permitió que la señora Bell se quedara y ella se quedó.

—Hizo muy bien —dije con cierta vehemencia.

—Desde luego —dijo Malcom, respaldándome.

—Muy bien —replicó Jeff—, pero no sería muy beneficioso para la finca que todas las casas estuvieran ocupadas por mujeres que hubieran perdido a sus maridos.

—Bueno, según el médico, la pobre señora Bell no va a durar aquí mucho tiempo —dijo Malcom—, y lo que hay que decidir es si se va a otorgar la casa a los Baddock.

—Dejemos esta cuestión hasta que la casa quede realmente vacía —dije yo con firmeza—. No me gusta hablar de la abuela como si ya hubiera muerto.

Sabía que me había acalorado y que hablaba con excesivo ardor. No hacía más que pensar en lo que significaba ser pobre y viejo y constituir un estorbo para todo el mundo.

—Y no le diga una palabra a los Baddock —añadí—. Hablarían y no me gusta. Dejaremos la cuestión de la casa hasta que verdaderamente se la podamos adjudicar a alguien.

Hablamos de otras cuestiones. Una o dos veces, sorprendí a Malcom mirándome. Estaba sonriendo y yo experimenté un fugaz instante de felicidad.

Al día siguiente, acudí a visitar a la abuela Bell. Leah estaba cosiendo. Ocultó rápidamente lo que estaba haciendo bajo una prenda que tenía sobre el regazo y simuló estar trabajando en ésta. Había enrojecido intensamente y yo pensé que era muy bonita.

—¿Cómo ha estado? —pregunté.

—No hace nada, señorita. Permanece simplemente tendida.

—Le haré compañía un rato —dije—. Deja la costura y ve a la granja. Podrías traer un poco de leche. Diles que lo carguen en la cuenta del castillo. Podrás estirar un poco las piernas.

Leah se levantó obedientemente y dejó su labor de costura sobre la mesa. Después salió rápida y silenciosamente. Me recordaba a una gacela.

La abuela Bell permanecía tendida inmóvil, con los ojos cerrados. Miré a mi alrededor y me la imaginé llegando allí con el señor Bell hacía muchos años, recién casada, iniciando una nueva vida y criando a dos hijos que a su debido tiempo, se habían casado y se habían ido lejos. El reloj hacía ruidosamente tic, tac y la abuela respiraba afanosamente. Me levanté y me acerqué al trabajo de costura que Leah había dejado sobre la mesa. Le di la vuelta y encontré lo que había imaginado. Había ocultado la pequeña prenda al verme entrar.

«¡Pobre chiquilla! —pensé—. Dieciséis años y a punto de ser madre. Sin marido y sólo una terrible y severa familia a quien recurrir».

¡Pobre pequeña Leah! ¡Cuánto hubiera deseado poder ayudarla! «Lo haré —me prometí a mí misma—. Procuraré hacerlo».

Me acerqué a la cama y la abuela abrió los ojos y me miró. Pareció que me reconocía fugazmente.

—Señorita Su… Su… —murmuró.

—Sí, estoy aquí —dije—. No se esfuerce en hablar. La estamos cuidando.

Me miró, expresando con sus ojos el asombro que no podía expresar con palabras.

—Be… ben… —musitó.

—No hable —le supliqué.

—Ben… bendita sea.

Le tomé la mano y se la besé y en sus labios se dibujó una leve sonrisa.

—No… no la se… señorita…

No era propio de la señorita Susannah. Eso era lo que había querido decir. Susannah jamás se había preocupado por las ancianas enfermas. No se sentaba junto a sus lechos. Sabía que me estaba comportando en desacuerdo con mi personaje, pero no me importaba. Ansiaba consolarla. Quería decirle que ya habíamos dispuesto que el bardero acudiera a arreglarle el tejado, que nos íbamos a encargar de todo y que iba a transcurrir los últimos años de su vida sin zozobras.

Creo que con mi presencia conseguí transmitirle estas ideas.

Ella me tomó la mano y nos encontrábamos de esta guisa cuando Leah regresó con la leche.

—Muy bien, Leah —le dije.

Ella me miró con aquellos grandes ojos de gacela tan turbados por el miedo.

—Es usted buena, señorita Susannah —me dijo—, digan lo que digan. No es usted como antes… no es la misma…

No comprendió lo inquietantes que me resultaban sus palabras.

—Gracias, Leah —dije—. Me gustaría que me dijeras si ocurre algo. Si necesitas ayuda… Quiero ayudar a todas las personas de la finca… ¿Me entiendes?

Ella asintió.

—Muy bien, pues, Leah, ¿ocurre algo? ¿Estás preocupada por algo?

—Estoy bien, señorita —dijo ella, sacudiendo la cabeza.

La dejé mientras ella le daba la leche a la abuela Bell y regresé a caballo al castillo.

Era distinta. Me preocupaba por las personas. Susannah jamás se había preocupado por alguien más que por sí misma. Y los demás estaban empezando a observar esta diferencia.

* * *

Aquella noche, a la hora de cenar, Esmeralda dijo que tendría que escribirle a Garth. Hacía mucho tiempo que no tenía noticias de él.

Me pregunté cómo sería Garth. Se habían referido a él varias veces. Yo sólo sabía que era el hijo de Elizabeth Larkham, la acompañante de Esmeralda en los viejos tiempos. Era viuda y Garth era su único hijo.

Después me olvidé de él. La cuestión de la abuela Bell: y de la casa y de Leah y su problema me absorbía totalmente.

Temía que Leah emprendiera alguna acción violenta. No sabía de qué manera podría enfrentarse con una familia como la suya; no parecía que fuera a tener el valor de rebelarse contra ellos. Me la imaginaba ahogándose en la corriente que discurría por las tierras del castillo como Ofelia, con flores en la cabeza. O buscando otro medio de quitarse la vida. Yo había tratado varias veces de hablar con ella, pero nada había conseguido. Ella siempre insistía en que nada le ocurría.

Dos mañanas más tarde, cuando acudí a la casita, descubrí que la abuela Bell había muerto.

Nadie hablaba de otra cosa más que de la abuela Bell. La enfermera del distrito vino para amortajarla y el enterrador Jacks le cavó la tumba. Asistí al entierro y Malcom me acompañó. Comprendí que con ello había vuelto a sorprenderles a todos. Susannah jamás había asistido a un entierro de los que habían tenido lugar en la finca, si bien Esmond lo había hecho de vez en cuando. Prometía a menudo que asistiría y, cuando no asistía, acudía más tarde a visitar a la familia del difunto para explicarle el motivo que le había impedido estar presente. Tal vez, ello no fuera verdad, pero servía en cierto modo para apaciguarlos, porque demostraba que él no olvidaba los deberes para con los difuntos.

Por consiguiente, provoqué un gran revuelo con mi asistencia, y me alegré de que mi presencia y la de Malcom pareciera realzar la ceremonia por el simple hecho de creerlo así los asistentes a la misma.

Las lágrimas asomaron a mis ojos mientras escuchaba el rumor de la tierra aterronada cayendo sobre el ataúd y pensaba en la pobre abuela. Al final, por lo menos, había encontrado la paz.

Malcom me tomó del brazo mientras nos alejábamos.

—Estás muy afectada —me dijo.

—¿Y quién no lo estaría? —repliqué—. La muerte inspira pavor.

—Sé de algunos que no lo estarían y a quienes la muerte de alguien con quien no hubieran estado personalmente relacionados, se les hubiera antojado bastante aburrida. Así hubieras sido tú en otros tiempos, Susannah.

Me asió fuertemente del brazo y me obligó a volverme y a mirarle a la cara. Los momentos como aquél me resultaban aterradores. Me pareció que estaba a punto de decirme que era una falsaria y una impostora.

—A menudo me pregunto… —empezó a decir.

—¿Qué? —pregunté débilmente.

—Susannah, ¿qué ha ocurrido para que hayas cambiado? Te has vuelto tan… humana.

—Siempre pertenecí a esta especie, ¿sabes?

—Las actitudes superficiales no resuelven nada.

—Bueno, permíteme decirte que soy la misma de siempre.

—Pues te esfuerzas mucho por parecer otra cosa.

—Oh, supongo que era joven y despreocupada.

—No era una cuestión de juventud y despreocupación. Eras… un monstruo.

Fingí ignorar el comentario y añadí:

—¡Pobre abuelita! Era una buena mujer. Cumplió con su deber durante todos estos años y se sentía muy agradecida por el hecho de poder vivir en aquella oscura casita y ganarse el sustento.

Él guardó silencio y me pareció que estaba profundamente ensimismado, lo cual, resultaba muy inquietante.

Apenas nos dirigimos la palabra mientras regresábamos al castillo.

A la mañana siguiente, un visitante acudió al castillo para verme. Era un joven llamado Jack Chivers. Trabajaba en varias granjas cuando se precisaba de sus servicios.

Le recibí en el pequeño salón contiguo al vestíbulo. Permaneció de pie delante de mí, manoseando nerviosamente el gorro.

—Tenía que hablar con usted en seguida, señorita Susannah —dijo—. Quiero saber si tengo alguna posibilidad de que se me asigne la casita de la señora Bell.

—Pero es que… —empecé a decir yo—. Bueno, es que ya está decidido.

—Entonces lamento haberla molestado, señorita —dijo, dando media vuelta con rostro apesadumbrado.

Había algo tan desesperado en la caída de sus hombros que le retuve. Observé que debía tener unos dieciocho años y que era muy bien parecido.

—Un momento —le dije—. No se vaya todavía. ¿Por qué le hace tanta falta la casita?

—Quiero casarme, señorita.

—Bueno, puede esperar un poco, ¿no? Habrá otras casas a su debido tiempo.

—No podemos esperar —musitó—. Gracias, señorita. Pensé que, tal vez, hubiera alguna posibilidad.

—No pueden esperar —dije, añadiendo—: Dígame con quién va a casarse.

—Leah Cringle, señorita.

—Oh —dije yo—, siéntese un momento.

Se sentó y yo le miré fijamente al tiempo que le decía:

—Leah va a tener un hijo, ¿verdad?

Él enrojeció hasta la raíz del cabello. Después sonrió, pero no fue una sonrisa de complacencia. Era más bien, de turbación y de pánico.

—Sí, señorita, eso es, más o menos. Si tuviéramos un sitio adonde ir, podríamos casarnos.

—¿No pueden casarse sin la casita?

—No habría sitio para ella… Leah tendría que quedarse en la granja de los Cringle. La vida no merecería la pena. La única solución es, casarnos en secreto… y después irnos juntos a una casita.

—Comprendo —dije—. Sí, lo comprendo. Hay que reparar el tejado, ¿sabe? Querrá usted que le arreglen un poco la casa.

Él me estaba mirando con incredulidad.

—Comprendo lo difícil que iba a ser la vida para Leah en la granja de los Cringle —añadí—. Supongo que debería decirle que tendrían ustedes que haberlo pensado antes…

—Lo sé, señorita. Siempre hay que pensarlo… pero el caso es, que no se piensa. Ella es muy guapa y un día estaba llorando. Algo había ocurrido. En casa de los Cringle, siempre ocurre algo… Mucho rezar y mucho hacer el bien, pero hacen desgraciado a todo el mundo. Y entonces… antes de darme cuenta de lo que estaba haciendo… y, tras haber empezado, seguimos. Quiero a Leah, señorita, y ella me quiere y no hay nada que queramos más que nuestro niñito…

Me noté un nudo en la garganta. «No me importa lo que diga Jeff —pensé—. No me importa lo que diga Malcom. Yo soy la reina del castillo».

—Muy bien —dije—. Tendrá la casita. No hay por qué demorarlo. Cásense y múdense a la casa. La podrán limpiar, ¿verdad? Será mejor que no lo comenten hasta que usted y Leah se hayan casado. Los Cringle son una gente muy rara.

—Oh, señorita, ¿lo dice en serio?

—Lo digo en serio. La casita es suya. Vaya y dígaselo a Leah y no olvide que es un secreto… todavía.

—Oh, señorita —dijo él—, no sé qué decir.

—En este caso, no diga nada. Sé lo que siente y por ello no hace falta que me lo diga.

Monté en mi caballo y me dirigí inmediatamente a casa de Jeff. Malcom se encontraba allí. Malcom acudía allí con frecuencia. Se hubiera dicho que el castillo era suyo por la manera en que se ocupaba de los asuntos.

Lo expuse inmediatamente:

—He resuelto la cuestión de la casa Bell. Se la vamos a dar a Jack Chivers.

—¡Jack Chivers! —Exclamó Jeff—. No es más que un muchacho. Los Baddock están primero.

—Los Baddock tendrán que esperar. Jack Chivers la va a tener.

—¿Por qué? —preguntó Malcom.

—La hacienda del castillo es mía —dije, mirándole—. Yo soy la que adopta las decisiones. Ya le he dicho a Jack Chivers que tendrá la casa.

—Pero eso no parece razonable —dijo Jeff en tono tranquilizador.

—En realidad, hay una buena razón para que le demos la casa. Leah Chingle va a tener un hijo suyo. Quieren casarse enseguida. Necesitan la casa —ambos hombres me estaban mirando fijamente—. Ya me imagino a Leah Cringle viviendo con sus horribles padres —añadí con vehemencia—. Por no hablar del abuelo. Como es lógico, no podría. Tengo la extraña sensación de que, si no se hace algo, ella se quitará la vida. Yo soy la responsable de esta gente. Leah y Jack Chivers van a tener la casita y sanseacabó.

Comprendí que ambos hombres estaban pensando que era una insensatez permitir que una mujer adoptara decisiones. La mujer obedecía a los impulsos de su corazón y ellos, en su calidad de hábiles hombres de negocios, sabían perfectamente que era la cabeza la que siempre tenía que mandar.

Me reí en mi fuero interno. Tenían que recordar que era yo la que mandaba.

Al día siguiente, me fui a la casita y, estando en el dormitorio, oí que alguien abría cautelosamente la puerta. Bajé la escalera. Jack Chivers se encontraba allí con Leah. Ambos estaban mirando a su alrededor con asombrado arrobamiento. La transformación que se había operado en Leah parecía milagrosa. Jamás había visto a alguien más rebosante de felicidad.

Y todo gracias a mí.

Experimenté uno de aquellos insólitos momentos de suprema felicidad que raras veces se producen y cuya duración suele ser muy breve.

—¿Habéis venido a inspeccionar vuestro nuevo hogar? —pregunté.

Leah corrió hacia mí y después hizo una cosa muy rara. Se arrodilló y, tomando mi falda por el dobladillo, se la acercó a los labios y la besó.

—Leah —dije, reprimiendo mi emoción—, levántate en seguida. Dime una cosa, ¿vais a cambiar el papel de la pared?

* * *

En el transcurso de las semanas siguientes, me sentí muy feliz, lo cual, quiere decir, que podía pasarme varias horas seguidas sin recordar el espectáculo de aquella isla devastada y la terrible sensación de pérdida de mis seres queridos; y, al mismo tiempo, no pensaba en la enormidad de aquel engaño que había emprendido y tampoco me preguntaba cómo era posible que me hubiera dejado arrastrar a ello.

La razón estribaba en que estaba empezando a intervenir cada vez más activamente en los asuntos de la hacienda del castillo. Me encantaba intervenir. Tenía la sensación de que había nacido para aquello. ¡Si hubiera sido realmente Susannah, qué contenta hubiera estado!

Me encantaba observar el cambio que se había producido en Leah; era una hermosa muchacha y la felicidad acentuaba su belleza. Ella y Jack Chivers se encontraban sumidos en un estado de dicha. Se pasaban todos los ratos libres que tenían en la casita, arreglándola; el tejado ya se había reparado y la casa estaba empezando a ofrecer un aspecto muy distinto al que tenía cuando la ocupaba la señora Bell. Encontré en el castillo unas cortinas que podían cortarse y adaptarse a las ventanas de la casa. La gratitud de Leah brillaba en sus ojos.

Como es lógico, hubo cierta oposición, sobre todo, por parte de los Baddock. Se comentaba, al parecer, que algunas personas eran premiadas por sus pecados mientras que las honradas eran despedidas con las manos vacías.

Jeff Carleton se mostraba de acuerdo. No creo que Malcom se mostrara de acuerdo. Pero era mi voluntad e, independientemente de lo que pudieran pensar, los demás nada podrían hacer.

Conseguí apaciguar a los Baddock, prometiéndoles la siguiente casa que quedara vacía y ellos se calmaron en cierto modo.

Estaba descubriendo en mí una nueva cualidad. Siempre me habían interesado las personas. Las comprendía porque sabía ponerme en su lugar; y ello me era muy útil. Estaba empezando a ganarme la confianza de la gente, lo cual, era toda una hazaña, puesto que Susannah era muy imprevisible y un día se mostraba amable y, al otro, parecía no percatarse de la existencia de la gente. Estaba empezando a consolidar mi posición. Lo comprendía por la manera en que las personas comentaban sus problemas conmigo y porque estaba empezando a borrar la impresión que Susannah les había causado, sustituyéndola por la mía.

No sólo me complacía ayudarles, sino que, además, pensaba constantemente: «¿Será tan malo, puesto que les hago bien? Si puedo hacerles más felices de lo que hubieran sido bajo Susannah; ¿puede ser una acción tan perversa?». Aunque no modificara el hecho de que yo fuera una impostora, mi engaño me permitía obrar el bien. Susannah no vivía para disfrutar de todo aquello; por consiguiente, yo nada le había quitado. Pero aquello hubiera tenido que pertenecer a Malcom.

¡Malcom! Estaba constantemente en mis pensamientos. Desde el día en que yo había dicho que la casa iba a ser para Jack Chivers, Malcom y yo habíamos transcurrido mucho tiempo juntos.

Jack Chivers y Leah Cringle se casaron. Yo asistí a la boda y, para mi asombro, Malcom también asistió.

La iglesia estaba casi vacía. Ningún miembro de la familia Cringle se encontraba presente. Aún seguían desaprobando la boda a causa de las circunstancias que la habían rodeado.

—Que no vengan —le dije a Malcom en voz baja—. La ocasión será más feliz sin su presencia.

—Como de costumbre, tienes razón —contestó él.

Me encantó ver a Leah avanzando por el pasillo del brazo de Jack, con sus ojos de gacela radiantes de felicidad. Al verme, las lágrimas asomaron a sus ojos. Pensé que iba a detenerse y que me iba a besar el borde de la falda.

Al salir de la iglesia, les dimos la enhorabuena.

—Oh, señorita Susannah —dijo Leah—, no hubiera podido ocurrir de no haber sido por usted. Jamás se lo podré pagar.

—Bueno, Leah, ahora ya eres la señora Chivers. Vas a vivir feliz a partir de ahora.

—Es una orden —terció Malcom—. Una orden de la señorita Susannah y vosotros sabéis que hay que obedecer siempre sus órdenes.

Leah apenas le miró. Era muy tímida. Pero sus grandes ojos de gacela estaban clavados en mí.

Cuando ella y Jack se dirigieron a la casita, tomados del brazo, yo me quedé mirándoles un rato. Súbitamente me di cuenta de que Malcom me estaba observando detenidamente.

—Susannah —me dijo suavemente.

Yo temía mirarle porque pensaba que iba a revelar la emoción que me embargaba.

—Has hecho tuya su causa, ¿verdad? —añadió él—. Me imagino que te pedirán que seas la madrina cuando nazca el niño.

Yo no contesté. Él se me acercó un poco más.

—Parecen satisfechos de la vida —dijo en tono meditativo—. El matrimonio tiene muchas cosas buenas. ¿No estás de acuerdo conmigo, Susannah?

—Oh, sí… claro.

—Tú misma lo tomaste en consideración una vez… tú y Esmond.

Guardé silencio. Comprendía que me encontraba en un terreno muy peligroso.

—Susannah —añadió él—, hay algunas cosas que quiero saber.

—Creo que tendríamos que regresar al castillo —dije yo rápidamente.

—¿Qué ocurre, Susannah? —Preguntó él, asiéndome el brazo—. ¿De qué tienes miedo?

—¡Miedo! —exclamé, soltando una carcajada en la esperanza de que ésta resultara convincente—. ¿De qué estás hablando? Vamos. Ahora tengo que regresar.

—Hay algo que tengo que descubrir —añadió él.

En aquel momento, estuve segura de que recelaba de mí. Eché a andar con paso rápido y él caminó a mi lado sin hablar más.

Aquella tarde, cuando me disponía a iniciar el recorrido por la finca, él ya me estaba aguardando.

—¿Te importa que te acompañe? —me preguntó.

—Pues claro que no… si quieres.

—Lo quiero mucho —replicó él.

Lo curioso fue que no me dijo una sola cosa más susceptible de molestarme, y aquella tarde me sentí realmente feliz. Me encantó pasear a caballo con él bajo el sol. Traté de olvidar que me encontraba allí desempeñando un falso papel. Traté de creer que era realmente Susannah, una Susannah que quería ayudar a la gente y que se complacía en hacerlo.

Pasamos frente a la casa de las Thorn, pero no las visitamos.

—La señorita Thorn se ha pasado muchos años cuidando a su antipática y anciana madre —dije yo.

—Es el destino que les está reservado a muchas mujeres.

—No es justo —contesté—. Voy a hacer algo por ella, si puedo.

—¿Qué?

—He descubierto que la señorita Thorn está llena de inquietudes. ¡Piensa en la vida que lleva! Ojalá pudiera hacerla feliz.

Habíamos recorrido una parte de la finca y ahora nos disponíamos a penetrar en el bosque. Para mí, siempre sería el bosque encantado a causa de aquel episodio de mi infancia.

—Vamos a descansar aquí un rato —dijo Malcom—. Siempre fue mi lugar favorito.

—Y también el mío —dije yo.

—Desde aquí hay una vista preciosa del castillo. Parece como una pintura.

Atamos los caballos y nos tendimos sobre la hierba.

Era la mayor satisfacción que había experimentado desde la muerte de mis padres; y súbitamente comprendí que tal vez, pudiera volver a hallar la felicidad. Había aprendido otra cosa. Mi felicidad no se debía enteramente a lo que había logrado hacer en la finca. Se debía también a Malcom.

Él me recordaba a mi padre. Al fin y al cabo, era un pariente lejano. Se observaba en él un acusado rasgo de los Mateland. Me dije que la amistad con Malcom suplía algo que me hacía falta para llenar el terrible vacío de mi vida.

—¡Qué hermoso es! —Exclamó de repente—. ¿Sabes, Susannah?, éste es para mí el lugar más hermoso del mundo.

—Le tienes cariño al castillo.

—Sí. Y tú también.

—El castillo ejerce como una especie de hechizo. Se piensa en todo lo que ha ocurrido aquí —añadí—. El solo hecho de contemplarlo te transporta al siglo diecisiete y a cien años más tarde, cuando vinieron los primeros Mateland.

—Eres muy versada en la historia de la familia.

—¿Tú no?

—Sí. Pero tú… Susannah… tú eras muy distinta. Aquella frase siempre me llenaba de inquietud.

—¿De veras? —dije con voz tenue.

—De niño yo te aborrecía intensamente. Eras una mocosa egoísta.

—Algunos niños son así.

—Pero tú lo eras especialmente. Creías que el mundo sólo existía para satisfacer los caprichos de Susannah.

—¿Tan mala era?

—Peor —dijo él con tono categórico—. E incluso, más adelante…

—¿Si? —dije yo para espolearle mientras el corazón me latía con fuerza.

—Estoy asombrado desde que regresaste de Australia. Todo este drama por la casa de los Chivers y por la pobre y pequeña Leah.

—Eso nada tiene de raro —dije—. Es una triste historia humana que se repite incesantemente.

—Lo insólito es el papel que ha desempeñado Susannah. Te preocupabas de veras, ¿no es cierto? Y te has ganado la eterna gratitud de la pequeña Leah.

—Es tan poco lo que he hecho.

—Le has demostrado a Jeff Carleton que la que manda eres tú.

—Bueno, y lo soy, ¿no? Él lo sabe.

—Lo sabe ahora.

—Supongo que piensas que una mujer no debería ocupar esta posición.

Él guardó silencio unos instantes y después dijo:

—Depende de la mujer de que se trate.

—¿Y tú crees que esta mujer es digna?

—Totalmente —contestó en tono grave.

Permanecimos un rato en silencio; después dije:

—Malcom… tú pensaste cuando Esmond murió que eso iba a ser para ti…

—Sí —dijo él—, me pareció probable.

—Y lo querías. Lo querías con toda el alma.

—Sí, es cierto.

—Lo siento, Malcom.

—¡Que lo sientes! —exclamó él, echándose a reír—. No tienes por qué sentirlo. Es lo que se llama el destino. Nunca pensé que tu abuelo fuera a dejarle el manejo de la finca a una mujer. Debía quererte mucho.

—Tú has hecho muchas cosas por el castillo. Quisiera…

—Sí, ¿qué quisieras?

No contesté. No podía decirle lo que estaba pensando y dije, en su lugar:

—Supongo que te irás. Te echaremos de menos… Jeff y yo.

Él se inclinó hacia mí y apoyó la mano sobre la mía.

—Gracias, Susannah. Tal vez alguien pudiera convencerme de que me quedara.

El corazón me empezó a latir apresuradamente. ¿Qué estaba insinuando? ¿Estaría dándome a entender que él y yo nos íbamos a casar… tal como habían tenido intención de hacer Susannah y Esmond?

Me estaba observando atentamente. Pensé: «Ha llegado el momento. Si me pide que me case con él, tendré que decírselo». ¿Y qué iba a pensar si supiera que soy una impostora y una falsaria?

—Pero tú tienes tu propia vida —me oí decir—. ¿Qué haces cuando no estás aquí?

Él me miró perplejo e inmediatamente comprendí que había cometido un error. Susannah hubiera sabido lo que hacía.

Tras una pausa, él dijo:

—Tú ya sabes que hay que dirigir Stockley. Afortunadamente, Tom Rexon es un buen administrador. Por eso, puedo dejar los asuntos en sus manos. Si hubiera que adoptar alguna decisión importante, se puede poner en contacto conmigo. Por lo demás, está completamente capacitado para llevar la finca.

O sea, que su casa era Stockley. Me pregunté dónde estaría. Tenía que andarme con cuidado para no traicionarme. Era fácil dar un paso en falso y ahora mismo acababa de dar uno. Había interrumpido el curso de la conversación. ¿Qué era lo que estaba Malcom a punto de decir? Ahora ya no iba a decirlo.

Habló de Stockley y de la diferencia entre su hacienda y la del castillo.

—No tiene la fascinación del castillo, claro, pero me gusta aquel viejo lugar. Al fin y al cabo, es mío.

Y, mientras permanecía tendida escuchando a Malcom, me di cuenta de que mi situación se estaba complicando más que nunca porque me estaba enamorando de él.

El idilio seguía adelante. Cada mañana salíamos a cabalgar juntos. Una vez, mi yegua perdió una herradura y tuvimos que llevarla a un herrero. Mientras aguardábamos a que la herraran, nos dirigimos a una posada cercana y bebimos sidra y comimos pan caliente con queso. Raras veces me había sabido mejor la comida, y una vez más recordé intensamente aquel día en que había comido en el bosque con mis padres y había formulado tres deseos. Si ahora pudiera formular tres deseos. Desearía que… no, no que fuera Susannah, sino que pudiera ser la heredera legal del castillo, que Malcom enamorara de mí y que pudiera olvidar la tragedia la isla de Vulcano.

Era absurdo. Jamás la olvidaría, pero tal vez, con un poco de suerte, pudiera superponer otra imagen al pasado. Cabía la posibilidad de que el presente y el futuro me fascinaran tanto que jamás sintiera la tentación de mirar hacia atrás y echar de menos los días anteriores a la desgracia.

¿Por qué iba yo a desear que me ocurrieran tales cosas? No las merecía. Había cometido una terrible impostura, y no debería quejarme en caso de que tuviera que pagar las consecuencias de mi maldad.

Pero, qué feliz hubiera sido si las cosas hubieran sido distintas.

Recuerdo que aquel día comentamos el caso de Emily Thorn.

Por lo menos, había conseguido romper su reserva y había logrado que confesara su miedo.

La había acorralado en su cocina justo el día anterior. Estaba muy nerviosa. Me dijo que me prepararía una taza de té y yo me senté en la cocina, hablando con ella. Cuando estaba abriendo el bote del té, se escuchó el rumor de unos golpes desde arriba. Ella se aturdió y adoptó una expresión decepcionada y ansiosa.

Se le cayó el bote y el té se esparció sobre la mesa.

—¡Dios mío —exclamó—, qué idiota soy! Mi madre tiene razón.

—No es nada —dije. Tomé el bote y empecé a recoger con una cuchara parte del té que se había esparcido sobre la mesa—. Vaya a ver qué quiere su madre —añadí—. Yo prepararé el té.

Ella se retiró y, cuando volvió, yo ya tenía hecho el té.

—¿Ocurre algo? —pregunté.

—No. Sólo quería su limonada. Debe haber oído que había alguien aquí abajo, señorita Susannah.

Me lo imaginaba. Había interrumpido porque pensaba que su hija tenía una visita.

Como consecuencia del aturdimiento de la señorita Thorn, aquella mañana, mientras nos tomábamos el té, pude intimar con ella más que nunca.

Había sido doncella. Y eso le gustaba.

—Tenía una señorita encantadora —me dijo—. Ella tenía un pelo precioso y yo sabía peinárselo de tal modo, que le luciera al máximo. Estaba muy contenta conmigo. Me regalaba vestidos, cintas y cosas por el estilo. Después se casó y yo hubiera podido irme con ella, pero mi madre necesitaba a alguien que la cuidara y tuve que volver a casa.

Pobre señorita Thorn, cuyo único destello de alegría había consistido en peinar el cabello de otra mujer y recibir las prendas de vestir que ésta había desechado.

Entonces descubrí la verdadera fuente de su inquietud. Estaba claro que su madre constituía para ella una pesada carga, al igual que el hecho de verse condenada a cuidarla durante el resto de su vida. Ella lo aceptaba, pero, cuando muriera su madre, ¿adónde iría? Tendría que buscarse un trabajo y un lugar en el que vivir. ¿Cómo podría hacerlo? Ella también se haría vieja.

—No tiene por qué preocuparse —le dije—. Mientras viva su madre, las cosas seguirán como están, y no debe temer que la saquemos de la vivienda antes de que hayamos encontrado otra cosa para usted. Quién sabe si decidiré tener una doncella.

Y, mientras permanecíamos sentados en la posada, le conté a Malcom lo que había dicho. Él me miró largo rato con expresión inquisitiva.

—Ésa no es manera de dirigir con éxito una hacienda, ¿sabes, Susannah? —me dijo.

—Es la manera de dirigirla felizmente —repliqué—. El cambio que se ha producido en la señorita Thorn es prodigioso.

—Te estás comportando como un hada madrina.

—¿Y qué tienen de malo las hadas madrinas?

—Están muy bien siempre y cuando tengan la magia a mano.

—Yo la tengo… en cierta medida. Quiero decir, que dispongo de medios para ayudar a esta gente a resolver sus problemas.

Él se inclinó hacia adelante y me besó la punta de la nariz.

Me eché hada atrás y entonces me dijo, arqueando las cejas:

—No he podido evitarlo. Estabas tan encantadora y tan resplandeciente de virtud —apoyó los codos sobre la mesa y me miró inquisitivamente—. Dime, Susannah, ¿qué ocurrió en Australia?

—¿Por qué lo preguntas?

—Tiene que haber sido algo tremendo. Como lo de san Pablo en el camino de Damasco. Has cambiado. Has cambiado por completo.

—Lo siento, pero…

—¡Que lo sientes! No es cuestión de sentirlo. Es un motivo de alegría. Te has convertido en una nueva Susannah. Te has vuelto consciente… te has vuelto vulnerable. Siempre pensé que tenías pellejo de armadillo. Sólo querías salirte con la tuya. Pero algo tiene que haber ocurrido en Australia…

—Encontré a mi padre, claro.

Él me estaba mirando fijamente y mi inquietud crecía por momentos.

—Ahora que lo pienso, ni siquiera pareces la misma. Casi podría creer… pero yo no creo en los cuentos de hadas. ¿Y tú?

Pensé en los tres deseos que había formulado en el bosque encantado y vacilé.

—¡Sí crees! —exclamó él—. Alguna vieja bruja debió acudir a ti, ¿verdad? Te debió decir: «Te convertiré en lo que tú quisieras ser y, a cambio, me quedaré con tu alma». Oh, Susannah, no habrás vendido tu alma, ¿verdad?

No pude mirarle a los ojos. Pero estaba pensando: «Si, tal vez lo haya hecho».

—No permitas que algo te vuelva a cambiar a como eras antes, Susannah. Por favor, sigue siendo como eres.

Yo me limité a permanecer sentada, mirándole, y supe entonces, que estaba enamorada de Malcom Mateland. Me sentía alborozada, pero pronto la desesperación se apoderó de mí al percatarme del carácter irremediable de la situación en la que me encontraba.

Era una impostora. Estaba asustada. Aquello no era más que un engaño. No tenía que dejarme atrapar demasiado en la red.

Pero ¿de qué me iba a servir? Ya estaba atrapada.

* * *

Transcurrieron unos cuantos días más. Vi a Malcom cada día. Janet se dio cuenta. Creo que debí traicionar mis sentimientos hacia él. Ella era muy observadora y a veces me ponía muy nerviosa porque imaginaba que me estaba controlando muy de cerca; sin embargo, tenía que reconocer que me había ayudado con sus chismorreos en más de una ocasión.

No había el menor servilismo en Janet. Ella se consideraba una persona altamente privilegiada y con derecho a expresar sus opiniones.

—Usted y el señorito Malcom se están haciendo muy amigos —me dijo—. Si me lo preguntara, le diría que me parece que eso es bueno.

—No te lo he preguntado, Janet —dije—. Pero supongo que todas las amistades son buenas.

—Me recuerda usted a alguien a quien conocía muy bien. Siempre tenía una respuesta a punto. Bueno, supongo que la amistad es una buena cosa, pero, entre personas como usted y el señorito Malcom, es algo más que buena.

—Ah, ¿sí? —dije.

—Bueno, lo que quiero decir es que usted tiene el castillo y él quería el castillo y podría ser muy útil para gobernarlo… y me parece que se aprecian bastante el uno al otro…

—Janet, tú supones demasiadas cosas —dije.

—Bueno, bueno —replicó ella en tono conciliador—. Tal vez hable a destiempo. Pero podría ser una buena cosa y nada tiene de malo decirlo. Podría resolver muchas cosas y eso ya es bonito de por sí.

O sea, que Janet ya se había dado cuenta. Me pregunté si también se habrían dado cuenta los demás.

Mi naturaleza era tal, que siempre me inducía a ver las cosas con optimismo. Pensé para mis adentros que, si Malcom me amara y yo me casara con Malcom y él compartiera el castillo conmigo, ¿qué podría haber de malo en ello? Podría dejar los asuntos en sus manos. Yo siempre recordaría que él era el heredero legítimo. ¿Podría yo, en semejantes circunstancias, olvidar mi culpa? Tal vez, se pudiera enderezar un entuerto. Yo estaría a su lado y le ayudaría en lo que quisiera hacer. Sería como si Susannah hubiera muerto. Sería como si el heredero del castillo se hubiera casado conmigo y yo me hubiera convertido de este modo en la dueña del mismo.

Parecía como si los dioses de la buena suerte me estuvieran ofreciendo el perdón en bandeja.

Fue una encantadora y eufórica experiencia. Me hacía pensar que era libre de enamorarme de Malcom, de casarme con él en caso de que me lo pidiera y de vivir en paz el resto de mi vida.

Tal vez, dentro de diez años, cuando hubiéramos crecido juntos y hubiéramos tenido hijos, se lo confesara todo. Para entonces, ya no habría posibilidad ninguna de que él no lo comprendiera y se mostraría dispuesto a perdonarme.

Oh, era una afortunada solución. Parecía posible que pudiera alcanzarse.

Nos reíamos juntos, trabajábamos juntos y yo me sentía feliz. Hablábamos constantemente del castillo: de lo que había que hacer y de cómo había que hacerlo. Parecía que formáramos una sociedad.

Un día él me preguntó:

—¿Has pensado alguna vez en casarte ahora que Esmond ha muerto?

Yo aparté el rostro. No me atrevía a mirarle. Sabía que sus sentimientos hacia mí eran muy distintos a los que le había inspirado Susannah, pero sabía también que, siempre que estábamos a punto de llegar a una situación de mayor intimidad, él se retraía a causa de cierto misterio que percibía entre nosotros. No podía creer en el cambio que se había operado en Susannah y, a pesar de que sus emociones le empujaban hacia mí, su sentido común le advertía en mi contra. Creo que alguna vez pensaba que iba a volver a ser como antes y se preguntaba si yo estaría jugando a simular. ¡Cuánta razón tenía! Y cuán a menudo había considerado yo la posibilidad de hacerle una confesión. Pero temía perderle. Quería atarle a mí tan fuertemente que él no pudiera escapar aunque lo que yo hubiera hecho le llenara de horror. La intensidad de mis emociones era muy profunda, tal como yo creía que debía ser la de las suyas, pero mi sensación de culpa y su desconfianza se interponían entre nosotros como una espada de dos filos.

—El matrimonio es algo que no debe emprenderse a la ligera —murmuré yo—. Tú, que nunca te has casado, estarás sin duda de acuerdo.

—Ciertamente, siempre he pensado que era un estado que no debía tomarse a la ligera. La muerte de Esmond debió ser un terrible golpe para ti, ¿no es cierto?

Yo aparté la cabeza, simulando emocionarme.

—Estaba alelado por ti —añadió él—. A mí me daba mucha lástima de él. Tú eras muy distinta entonces. Parecías otra persona. Yo hubiera tenido envidia… ahora.

Le miré a la cara. Hubiera deseado con toda el alma que me rodeara con sus brazos y me dijera que me amaba.

Él me asió por los hombros y me sacudió suavemente.

—¡Algo ha ocurrido, Susannah! —gritó—. ¿Qué es? Dímelo, por el amor de Dios.

Hubiera querido confesárselo. Pero no me atreví. Tenía tan poca confianza en él como la que él tenía en mí.

—Mi padre murió —dije serenamente—. Fue un golpe muy grande…

Él bajó los brazos. No me creía. No era eso lo que deseaba escuchar.

Me soltó con un gesto de exasperación.

No dijo más, pero yo tuve la certeza de que un día… muy pronto… lo diría. Tal vez, me pidiera que me casara con él y entonces, ¿qué iba a hacer yo? ¿Me atrevería a confesárselo?

Empecé a reflexionar en mi fuero interno. ¿Qué necesidad había de una confesión? Casándose conmigo, Malcom compartiría automáticamente el castillo.

¿Por qué no tenía que ser ésta la solución? El destino me estaba ofreciendo una salida.

* * *

Tal vez hubiera tenido que comprender que eso era demasiado bueno para poder ser verdad. La vida no suele desarrollarse con tanta suavidad.

Encontré las cartas en mi escritorio de la habitación de Susannah. Era una preciosa pieza del siglo XVIII que había suscitado mi admiración desde el primer momento en que la había visto. Tenía varios cajones que yo utilizaba para guardar los papeles y diarios que había sacado de la habitación de Esmond.

Había revisado a menudo dichos papeles. Me habían sido muy valiosos para averiguar detalles acerca de la gente de la finca y me resultaba muy útil estudiarlos.

Me encontraba en un estado de euforia porque había transcurrido casi todo el día en compañía de Malcom. Había visitado la casa de los Chivers y había averiguado que todo marchaba bien allí; vi que las cortinas del castillo resultaban muy distinguidas y comprendí que eran una fuente de placer para Leah; sin embargo, lo que más la complacía era mi interés por ella. Me consideraba una especie de protectora y eso me conmovía profundamente.

Por consiguiente, me apetecía acostarme y me acerqué al cajón para sacar unos papeles. Tenía intención de sentarme en la cama y examinarlos, según la costumbre que ya había adquirido. Abrí el cajón y, al sacarlos, vi que algunos se habían quedado enganchados. Tiré de ellos, pero no salieron y entonces me arrodillé y me puse de cuatro patas para descubrir qué los retenía.

Tiré suavemente, pero no salieron. Introduje entonces la mano para ver si podía percibir con el tacto qué los retenía. Estaban como atascados. Si sacara todo el cajón, los liberaría. Así lo hice. Entonces descubrí que había un cajón secreto detrás del cajón en el que yo guardaba los papeles. Introduje la mano y lo abrí. En su interior encontré un fino rollo de papeles atado con una cinta roja. Deshice el nudo de la cinta y alisé los papeles. Vi que eran cartas. El corazón me empezó a latir porque descubrí que eran cartas dirigidas a Susannah.

Permanecí arrodillada unos segundos con las cartas en la mano. No era por naturaleza una de estas personas que escuchan detrás de las puertas o leen la correspondencia de otras y ahora vacilé, tal como había hecho al descubrir los diarios de Esmond.

Un instinto me decía que aquellas cartas, tal vez, contuvieran una información vital, por lo que tenía que dejar a un lado los escrúpulos. Cerré el cajón secreto, coloqué el otro en su sitio y me llevé las cartas a la cama, reprendiéndome a mí misma por mis escrúpulos y mi necedad.

Las leí y, tras haberlo hecho, permanecí tendida y despierta en la cama, reflexionando acerca de su contenido. Aquellas cartas me habían destrozado. Sólo podía hacer conjeturas acerca de quién las había escrito, pero me parecía que sólo había una persona capaz de haberlo hecho.

Estaban fechadas cronológicamente, por lo que supe que habían sido escritas a Susannah poco antes de su partida hacia Australia.

La primera de ellas decía:

Queridísima y Admirabilísima (llamada a partir de ahora y para siempre Q. A.).

Qué dicha estar contigo tal como estuvimos anoche. Jamás soñé que pudiera ser así. Y lo mejor aún no ha llegado. Tú tienes que desempeñar tu papel y entonces todo ocurrirá muy pronto. Campanas de boda y nosotros dos aquí, el rey y la reina del castillo. Tú sabes cómo manejar a S. C. Él hará cualquier cosa que tú le pidas. Está alelado. Has sido muy lista reduciéndole a semejante estado. Consérvale así. No te pregunto cómo, pero lo comprendo y trataré de no sentirme celoso de tu amante rural. Necesitamos su ayuda para lo que nos hace falta, ya que ello, tiene que proceder de una fuente que no pueda descubrirse… por si acaso. Si él nos lo proporciona, se verá envuelto en el asunto. No creo que se llegue a eso. Vamos a encargarnos de que todo se desarrolle con suavidad.

Q. A., tendré que escribirte porque no convendrá que ande por ahí en semejantes circunstancias. Nunca se sabe. Podríamos delatarnos. Por consiguiente, quema las cartas y escribe en cuanto las hayas leído. De este modo, te podré escribir con toda franqueza. Comunícame cuándo S. C. te haya dado lo que necesitamos. Lástima que tengamos que mezclarle, pero ya nos encargaremos de ello más tarde. El rey y la reina actuarán.

Hasta pronto, amor mío.

Devoto Esclavo y Fiel Amante

Pasé a la siguiente.

Q. A.:

O sea, que S. C. se está haciendo de rogar. No lo tiene, dice. Se lo tendrás que sacar. Dile que es para una limpieza facial. Para algo, lo deben usar en la granja. Arráncaselo. Me estoy poniendo celoso. Me parece que le tienes cierto cariño. Estoy seguro de que desempeñas bien tu papel, pero terminemos de una vez y ya basta, ¿eh? Ojalá pudiéramos casarnos, pero supongo que no querrás hacerlo hasta que la costa quede libre. Siempre fuiste un diablo, Q. A. Quieres nadar y guardar la ropa, ¿verdad? No quieres soltar al primo E. hasta que descanse. Quieres ocupar el supremo lugar, ¿no es cierto? Recuerda que yo llevo la misma sangre. Sabes que somos una estirpe intrépida, intrigante y ambiciosa. Los Mateland de Mateland. Quema esta carta y todas mis cartas. Sácale esta cosa a S. C. y después encárgate de utilizarla. Me estoy impacientando por ti. Espero con ansia el día en que ambos podamos estar juntos donde tú sabes.

Mi Q. A.

Tu DEFA.

Y la última:

Q. A.

He estado esperando ansiosamente tus noticias. ¿Qué ha fallado? La mezcla no era lo bastante fuerte. Sé que tenías que evitar las sospechas. A punto de morir… pero eso no basta, ¿verdad? Y S. C. quitándose la vida de esta manera tan melodramática. Lástima que hayamos tenido que utilizarle. No obstante, tienes razón. No tenemos que volver a intentarlo hasta dentro de mucho tiempo. Sí, estoy de acuerdo… un año, yo diría. Entonces se le podría declarar la misma enfermedad. Suena bastante verosímil. Quién hubiera supuesto que S. C. iba a ser tan necio. Esperemos que no haya hablado. Esta clase de gente suele hacerlo a veces. Hacen confesiones. Ojalá hubiéramos podido conseguir las sustancias sin su intervención. Pero era demasiado peligroso… comprarla… o conseguirla a través de otro medio. ¡Habíamos conseguido borrar muy bien nuestras huellas y va este imbécil y llama la atención sobre su persona de esta manera! Ahora presta atención, Q. A. Me gusta tu plan. Te irás a alguna parte. Irás en busca de tu padre porque has descubierto su paradero. Me parece muy bien. No debes estar presente cuando vuelva a ocurrir.

Estupendo. Pero yo no puedo perderte durante todo este tiempo. Me iré contigo y regresaré… y, dentro de un año, lo tendremos todo resuelto. Tenemos que ser pacientes. Tendremos que pensar en la recompensa… tú y yo nos pertenecemos.

En realidad, es una imprudencia poner todo eso por escrito, pero contigo soy imprudente… tal como tú lo eres conmigo. Les hemos engañado a todos con nuestras batallas. Seguiremos engañándoles. Te enterarás de la noticia cuando esté hecho y entonces regresarás a casa y tú y yo descubriremos que nuestra antipatía era un error. Siempre nos habíamos querido. Campanas de boda y el castillo en nuestro poder. Mateland para siempre.

Quema esta carta igual que las demás. ¿Te das cuenta de que esta carta podría condenarnos? Pero yo confío en ti. En cualquier caso, ambos estamos metidos en esta empresa.

Pronto iré al castillo y tú estarás haciendo planes para irte. Muéstrate muy cariñosa con Esmond. Pero vete. La situación podría ser embarazosa.

Contigo muy pronto.

Tu DEFA.

Estaba destrozada. Aquellas cartas revelaban muchas cosas. Esmond había sido asesinado. Había sido la víctima de Susannah y de su amante. Susannah había intentado matarle y su amante había conseguido hacerlo, convirtiendo de este modo a Susannah en la dueña del castillo. Susannah había seducido a Saúl Cringle y éste le había proporcionado el veneno que había causado la muerte de Esmond… probablemente arsénico, puesto que se había hablado de un cosmético. Y ella había cometido la imprudencia de dejar aquellas cartas —a pesar de lo comprometedoras que eran— en el cajón secreto de su escritorio, desoyendo el apremiante requerimiento de su amante en el sentido de que las destruyera. Y, de este modo, yo las había encontrado. Qué imprudente había sido Susannah. Sin embargo, tal vez, hubiera tenido algún ulterior motivo para guardarlas.

Estaba tratando de no pensar en el abrumador hecho que se desprendía de todo aquello. No quería examinarlo. No me atrevía a hacerlo.

Pensé en el día en que había permanecido encerrada en el granero con aquella horrible figura colgando de las vigas. Una cosa resultaba evidente. Los Cringle sabían que Susannah había tenido algo que ver con Saúl y, creyéndome Susannah, me habían obligado a enfrentarme con aquel horror.

Era una situación explosiva.

Sin embargo, tenía ante mí un temor del que ya no podría escapar. Una frase danzaba incesantemente ante mis ojos. «Recuerda que llevo la misma sangre…».

Sólo había una persona capaz de haber escrito semejante cosa. ¡Malcom!

Por consiguiente, debía saber que yo era una impostora. Debía saberlo porque sus cartas revelaban lo íntimamente unido que había estado a Susannah. No era posible que me hubiera tomado por ella. Además, teniendo en cuenta el carácter de las relaciones entre ambos, estaba claro, que sabía que yo me estaba haciendo pasar por ella. ¿Por qué no me había desenmascarado? De haberlo hecho, el castillo sería suyo. ¿Por qué me permitía seguir adelante con aquel engaño? ¿Qué podía significar aquello? ¿Dónde me había metido? Yo era una impostora, lo sabía. Me estaba haciendo pasar por otra mujer. Pero Malcom, el hombre de quien me había enamorado, era un asesino.

No veía otra posibilidad.

Malcom era el devoto esclavo y fiel amante de Susannah. Estaba jugando a algún juego. ¿A cuál?

Me sentí enferma de miedo.

Debía saber que Susannah había muerto y que él era un asesino. Era un actor muy inteligente. Tenía que serlo para ser capaz de engañarme tal como lo estaba haciendo. Le interesaba el castillo. Y, como es lógico, había hecho lo que había hecho por el castillo.

Sin embargo, ¿por qué no lo reclamaba ahora?

Habiendo muerto Susannah, podría heredarlo. ¿Por qué no me había desenmascarado?

Los pensamientos se sucedían vertiginosamente en mi cabeza. Aquella noche, no conseguí dormir. Permanecí tendida, revolviéndome y agitándome en espera de la llegada de la aurora.

* * *

A nadie vi a la hora del desayuno. Me dirigí al bosque. No podía enfrentarme con Malcom. Me parecía que él llevaba una máscara igual que yo. ¿Qué habría debajo de aquel rostro fuerte y agradable? Algo frío y artero, astuto, cruel, sensual y asesino.

No podía soportarlo. Había sido engañada por completo. Quería dejar de pensar en él y, sin embargo, no podía. Me había dejado arrastrar demasiado por mis sentimientos. Además, yo no era simplemente una muchacha que hubiera depositado su confianza en un hombre —un hombre cínico, capaz de las más viles acciones—, sino que era, además, una persona manchada por la falsedad.

¡Qué necia había sido! Qué tela tan enmarañada había tejido, y yo me encontraba en el centro de aquel misterio, de aquella intriga y de aquel asesinato.

Tenía que procurar que todo pareciera normal.

Regresé al castillo para el almuerzo. Me alegré de ver que Malcom no estaba. Había dejado dicho que almorzaría con Jeff Carleton.

Esmeralda y yo almorzamos solas.

Escuché el relato de su noche insomne y de su incapacidad de hallar alivio para su espalda. Después oí que decía:

—Le he escrito a Garth para decirle que estás aquí. Hace mucho tiempo que no viene. Es probable que no se sienta muy inclinado a venir ahora que su madre ha muerto.

Después del almuerzo, volví a salir. Me fui al bosque y me tendí allí, contemplando el castillo y pensando de nuevo en aquel mágico día de mi infancia. Supongo que fue entonces cuando empezó todo.

Pero ¡qué distinta era ahora de aquella joven e inocente niña!

Cuando regresé a casa, Janet se encontraba en mi habitación, guardando en un cajón algunas cosas que había lavado.

—Santo cielo —me dijo—. Pone cara de haber perdido un soberano y de haber encontrado un penique.

—Estoy bien —repliqué—. Me siento un poco cansada. Anoche no dormí bien.

Me estudió de aquella manera que tanto me molestaba.

—¡Ya se ve! ¿Ocurre algo, señorita Susannah?

—No —contesté alegremente—. Nada en absoluto. Ella asintió y siguió guardando cosas.

Oí la llegada de un jinete en la distancia. Me acerqué a la ventana y vi a Malcom. Detuvo el caballo y permaneció unos momentos contemplando el castillo. Podía imaginar la satisfacción de su rostro. Le gustaba el castillo al igual que a Susannah, y a mí estaba empezando a gustarme. El castillo estaba habitado, habitado por los fantasmas de las personas que habían morado en él… principalmente por la familia Mateland a la que Malcom, Susannah y yo pertenecíamos.

Estimábamos el castillo por muchas razones, no sólo por el hecho de haber sido el hogar de la familia durante varias generaciones, sino también por el hechizo que ejercía en nosotros y que nos inducía a mentir y a engañar para obtener su posesión… y que incluso a algunos de nosotros los inducía a matar.

No bajé a cenar. Pretexté dolor de cabeza. No podía enfrentarme con Malcom… todavía.

Janet me trajo la cena en una bandeja.

—No quiero comer —le dije.

—Vamos —me contestó ella como si fuera una niña de dos años—. Si hay algún problema, es mejor no afrontarlo con el estómago vacío.

Me estaba observando con ansiedad. A veces, me parecía que Janet me apreciaba realmente.

La noche no me trajo consuelo alguno.

Cuando, al final, conseguí sumirme en lo que hubiera tenido que ser un dichoso olvido, me vi acosada por sueños de terror en los que intervenían Esmond, Malcom, Susannah y yo misma.

* * *

Por la mañana, me levanté temprano y bajé para ver si podía desayunar un poco. Mientras jugueteaba con la comida, se presentó Ghaston para decirme que Jack Chivers había acudido a verme. Estaba aguardando fuera y parecía muy trastornado.

—Le he dicho, señorita Susannah, que no quería molestarla a la hora del desayuno —dijo Chaston—, pero él ha dicho que es algo muy importante acerca de su mujer y me ha convencido de que viniera a decírselo.

—¡Su mujer! —exclamé—. Pues claro que tenías que molestarme. Recibiré a Jack Chivers ahora mismo.

—Muy bien, señorita Susannah. ¿Le hago pasar?

—Sí, por favor. Inmediatamente.

Jack Chivers entró en la sala. Yo le hice pasar enseguida a una de las pequeñas estancias contiguas. Pensé que había venido a decirme que a Leah le habían empezado los dolores y me preocupé porque aún no era ni mucho menos, el momento.

—¿Qué ocurre, Jack? —pregunté.

—Es Leah, señorita. Está muy trastornada…

—El niño…

—No, no es el niño, señorita. Dice que tiene que verla. Dice que vaya, por favor, en cuanto pueda.

—Lo haré sin falta, Jack. ¿De qué se trata?

—Se lo quiere decir ella misma, señorita Susannah. Si pudiera usted venir…

Iba vestida con atuendo de montar, por lo que dije que iría inmediatamente y me fui con él a la casa a lomos de mi caballo.

Leah se encontraba sentada junto a la mesa, muy pálida y asustada.

—Pero, Leah, ¿qué ha ocurrido? —le pregunté.

—Es mi padre —me dijo—. Me lo ha sacado.

—¿Que te ha sacado qué, Leah? ¿Qué quieres decir?

—Me amenazó con golpearme, señorita Susannah. Yo nunca lo hubiera dicho… sobre todo ahora… no lo hubiera dicho. Pero estaba asustada… no por mí sino por el niño. Se lo he dicho todo y él ha dicho que ya arreglaría las cuentas…

—¿Qué le has dicho?

—Le he contado lo de usted… y Saúl.

—¿Lo de mí… y Saúl?

—Señorita Susannah, me dijo que me iba a matar si no se lo contaba. He tenido que decírselo, señorita. He tenido que hacerlo por el pequeño.

—Pues claro que sí… pero ¿qué?

—No puedo entenderlo, señorita. Es como si alguien ocupara su lugar. Es como si usted ya no fuera la señorita Susannah. Usted es buena. Yo lo veo, señorita. Tiene que ser el diablo que la poseyó. Ahora se lo han expulsado de dentro, ¿verdad, señorita? Sé que eso se puede hacer. Usted es buena ahora, señorita. Nunca voy a olvidar lo que ha hecho por mí y Jack… y por el niño. Jack tampoco lo olvidará. Pero he tenido que decírselo… he tenido que decirle cómo era usted cuando tenía los demonios dentro.

—Pero ¿qué le has dicho, Leah?

—Todo lo que sabía… Mi tío Saúl estaba atormentado, vaya si lo estaba. Dijo que su alma estaba perdida. Que tendría que ir al infierno. Solía hablar conmigo. Siempre hablaba conmigo. Me había salvado de muchos azotes. Era bueno tío Saúl… pero no hay quien pueda luchar contra el diablo, señorita… y usted tenía entonces el diablo dentro.

—Por favor, Leah, ¿quieres decirme qué le has contado a tu padre?

—Lo que tío Saúl me había contado a mí. Yo les había visto a ustedes… les había visto yendo al granero juntos y quedándose allí… y después salían, riéndose. Eran los diablos los que se reían, ahora lo sé, pero entonces yo pensaba que era usted una malvada… una bruja malvada. Y tío Saúl tenía el rostro resplandeciente y parecía que hubiera estado con los ángeles… hasta que se acordaba, y entonces le entraban deseos de matarse.

—Oh, ayúdame, Dios mío —murmuré.

—Él solía hablar conmigo. Habló conmigo la víspera del día en que lo hizo. Estaba en el campo y yo le llevé el té frío y el bocadillo de tocino ahumado. Estábamos sentados junto al seto y él me dijo: «No puedo soportarlo, Leah. Tendré que irme… he pecado. He pecado espantosamente. Y no veo salida. El salario del pecado es la muerte, Leah, y yo me he ganado este salario. —Eso me dijo, señorita—. El diablo me tentó», dijo. Y yo le dije: «Sí. La señorita Susannah. Ella es el diablo. —Entonces empezó a temblar y dijo—: No puedo alejarme de ella, Leah. Cuando ella no está aquí, sé que está mal y, cuando está, sólo pienso en ella». Yo le dije: «Pide perdón y no vuelvas a pecar. Él dijo: —Pero ya he pecado, Leah. He pecado como tú no puedes imaginar». Yo le dije: «Sí, has pecado, pero la gente peca de esta manera. Mira a Annie Draper. Tuvo un hijo y después se casó con el granjero Smedley y ahora va a la iglesia con regularidad y todo el mundo la tiene por muy buena. Es lo que se dice arrepentirse de los propios pecados. Tú puedes arrepentirte, tío Saúl. —Y él no hacía más que sacudir la cabeza. Después dijo que había ido demasiado lejos. Yo me esforzaba por consolarle y le decía: —Es lo mismo, tío Saúl. Tanto si fue con la señorita Susannah como te ocurrió a ti… como con un buhonero de paso como le ocurrió a Annie Smedley». Pero él no estaba convencido. Y entonces dijo una cosa horrible. Dijo: «Es peor que eso. Es peor que la fornicación y es suficiente para enviarme al infierno. Es un asesinato, Leah, eso es lo que es. Ella me pidió que la ayudara a eliminar al señorito Esmond. No puede soportarlo. No va a casarse con él. Mira, ella quiere el castillo, pero no le quiere a él. —Yo le dije—: ¿Qué quieres decir? ¿Qué tienen que ver contigo los asuntos de la gente del castillo?». Y él me dijo: «Es la señorita Susannah. Tengo que hacer lo que ella me pida. Tú no lo entiendes. Tengo que hacerlo. Y lo he hecho. Y no hay más que una salida». Yo no sabía muy bien qué es lo que quería decir, señorita… hasta el día siguiente en que le encontraron ahorcado en el granero.

—¿Y eso es lo que le has contado a tu padre? —pregunté con un hilillo de voz.

—Yo no se lo hubiera dicho, señorita. No se lo hubiera dicho después de lo que ha hecho por Jack y por mí. No se lo hubiera dicho… de no haber sido por el niño. Sé que tenía usted los demonios dentro, señorita. Ahora lo sé. Sé que, sin ellos, es usted buena y cariñosa. Yo no se lo hubiera dicho… de no ser por el daño que hubiera podido causarle al niño. Pero tenía que decirle a usted lo que había hecho.

—Gracias, Leah —dije—. Gracias. Te estoy muy agradecida.

—Señorita Susannah —me dijo ella en tono muy serio—. Fueron los demonios que tenía usted dentro, ¿verdad? Ya no volverá usted a ser mala. Será usted siempre tal como es de verdad, ¿no es cierto?… ¿buena y cariñosa para que todos podamos sentirnos seguros con usted?

—Lo seré, Leah —dije, llorando—. Lo seré.

—Señorita Susannah, mi padre… puede hacer cosas terribles. Es un hombre demasiado bueno para no luchar contra lo que él piensa que es malo… esté donde esté. Dice que no permitirá que eso se olvide. Va a vengar a Saúl. Va a hacer algo… no sé qué. Pero es un hombre terriblemente cruel… cuando quiere enmendar un daño.

—Leah —dije—, no debes trastornarte. Piensa en el niño.

—Lo hago, señorita. Pienso en todo lo que ha hecho por nosotros. Fue terrible cuando vino aquí. Pero yo estaba asustada, señorita, no por mí, sino por el niño.

—No te inquietes. Todo se arreglará —dije.

Quería irme para reflexionar acerca del significado de todo aquello.

Salí de la casa y me fui al bosque. Ahora estaba atrapada. Había pensado adueñarme de la custodia del castillo y, al hacerlo, me había puesto la máscara de una asesina.

Estaba aturdida a causa del miedo y era incapaz de forjar planes. No sabía hacia qué lado volverme.

El vengativo Jacob Cringle sabía por qué se había suicidado su hermano Saúl. Sabía que se había planeado un asesinato en el castillo y que más tarde éste se había llevado a cabo.

No permitiría que se olvidara aquel asunto. Iba a perseguir a los asesinos y a llevarlos ante la justicia. Iba a vengar la muerte de su hermano.

Yo sabía que el asesinato se había planeado. Tenía pruebas en las cartas que había encontrado en el cajón secreto. Todo estaba empezando a encajar.

Sin saberlo, había asumido el papel de la asesina.

Me encontraba atrapada en el castillo de Mateland. Tal como había dicho Cougabel: «Aquel viejo diablo» había estado junto a mi codo. Me había tentado. Había extendido ante mí la gloria del castillo y me había prometido que sería mío… a cambio de mi lealtad hacia él.

Y yo había sucumbido a la tentación. Ahora me encontraba en una situación cuyo peligro aumentaba de hora en hora. Cogida en una trampa que yo misma me había preparado.

* * *

No sé cómo superé el día. Puesto que no podía comer, salí, simulando tener que atender asuntos de la finca y afirmando haber comido en una de las posadas.

Regresé a última hora de la tarde. Tendría que volver a alegar que me dolía la cabeza. No podía enfrentarme con ellos aquella noche. No quería ver a Malcom. Estaba tan metido en el asunto como yo y, cuando pensaba en las cartas, experimentaba náuseas. A través de ellas, se adivinaba con toda claridad, cuáles habían sido sus relaciones con Susannah y lo que yo no acertaba a comprender era el motivo por el cual me estaba induciendo a creer que me aceptaba. Debía haber sabido desde un principio que yo era una impostora. ¿A qué juego estaba jugando? Necesitaba tiempo… mucho tiempo… para tratar de entender todo aquello.

Entró Janet con una bandeja.

—Están preocupados —me dijo—. Hace dos noches que no baja usted a cenar. ¿Qué ocurre?

—Un simple dolor de cabeza.

—No es natural que a las muchachas les duela la cabeza. Será mejor que la vea un médico.

Sacudí la cabeza y ella se retiró.

Cuando regresó por la bandeja, vio que no había probado bocado.

Se acercó a los pies de la cama y me miró.

—Será mejor que me lo cuente —me dijo—. Si hay dificultades, yo puedo ser útil.

No contesté.

—Será mejor que me lo diga. Tal vez pueda ayudarla. La he ayudado bastante, creo, desde el primer momento en que usted vino aquí simulando ser la señorita Susannah.

—¡Janet! —exclamé.

—¿Piensa que no lo sabía? ¿Piensa que podía engañarme? Tal vez pudiera usted engañar a la pobre doña Esmeralda que apenas puede ver y no se interesa mucho por otra cosa que sí misma. Pero a mí no me engaña. Supe en cuanto le vi que era usted la hija de la señorita Anabel.

—¡Tú… lo sabías…!

—¡Suewellyn! —exclamó ella—. La vi una vez cuando era pequeña. Anabel y Joel vinieron. Eran una pareja temeraria. Sí, adiviné quién era usted. Se parece un poco a Susannah… pero hay un mundo de diferencia entre las dos. Tenía que hacer todo lo que pudiera por la hija de Anabel. Yo la quería mucho. Era una joven encantadora. Es lo que ella hubiera hecho, supongo. Oh, sí, supe quién era usted.

Lo único que pude decir fue:

—¡Oh, Janet!

Ella se me acercó y me rodeó con sus brazos. Aquella muestra de emoción y afecto resultó tanto más eficaz por cuanto Janet no solía ser, en general, demasiado expansiva.

—Bueno, pequeña —dijo ella—. Haré lo que pueda. No hubiera tenido que tratar de ser Susannah. Es como una paloma que fingiera ser un halcón. Susannah tenía el diablo dentro. Algunos lo veían y lo sabían, pero no podían resistírsele.

—Todo ha ido tan lejos… —empecé a decir.

—No tenía más remedio que ser así. No se pueden hacer estas cosas sin tropezar con dificultades más tarde o más temprano. La vida no es un juego de máscaras y simulaciones.

—No sé qué hacer —dije—. Tendré que irme.

—Sí —convino ella—. Váyase y empiece una nueva vida. No obstante, la buscarán. El señorito Malcom querrá saber dónde está, ¿no es cierto? Parece que se han encariñado ustedes el uno con el otro.

—Por favor… —dije en voz baja.

—Muy bien, muy bien. Tiene gracia. No podía soportar a Susannah. Lo mismo le ocurría a Garth. Creo que debían ser los únicos hombres que no habían caído en sus brazos. Y tal vez hubieran caído con sólo que ella se lo hubiera propuesto. Oh, ésa se conocía todos los trucos. Pero tenía el diablo dentro… y yo lo dije desde un principio.

No podía hablarle a Janet de las cartas. No podía hablarle de la confesión de Leah.

Ya era bastante que supiera quién era yo.

Ello constituía para mí un pequeño consuelo.

* * *

Respiraba el desastre en el aire. No sabía qué hacer ni qué decir. Malcom me había engañado totalmente. Lo había sabido desde un principio. ¿Cuáles eran sus planes con respecto a mí? Había simulado creer que yo era Susannah. ¿Por qué? Había representado un soberbio papel. Pero tal vez yo también lo hubiera hecho.

Estaba aturdida. Pensaba incluso, en la posibilidad de huir, de ocultarme, de regresar a Australia… consiguiendo pasaje… acudiendo a casa de Laura, o bien, a la propiedad y pidiendo amparo.

No, hablaría con Malcom. Le diría: «Sí, soy una impostora y una embustera y haces bien en despreciarme. Pero tú eres un asesino. Planeaste con Susannah asesinar a Esmond y después ella se fue y tú llevaste a efecto el plan. Por lo menos, yo no he matado. He tomado sólo lo que hubiera sido de Susannah, si ella hubiera vivido. Y soy su hermanastra. Sé que lo que tomé es legalmente tuyo ahora… pero tú asesinaste por ello».

Aún no podía irme. Tenía que ver a Malcom primero. Tenía que explicarle por qué había actuado como lo había hecho y quería saber por qué había simulado él creer que yo era Susannah.

El día transcurrió con inquietud. El golpe se produjo poco antes de la cena.

Íbamos a cenar en el comedor pequeño, tal como hacíamos siempre que no había invitados. Al bajar por la escalinata, vi a un hombre en el vestíbulo.

Al verme, él se quedó muy quieto y después se me acercó corriendo.

—¡Susannah! —gritó y, a continuación, se detuvo en seco.

—Hola —dije yo, sonriendo.

Era evidentemente alguien a quien tenía que conocer. Él se limitó a mirarme fijamente.

Yo bajé un peldaño. Él me tomó las manos y acercó el rostro al mío.

—Me alegro de verte —dijo, tartamudeando.

En aquel momento, Esmeralda apareció en lo alto de la escalera.

—Me alegro de que hayas vuelto, Garth —dijo. Ahora ya lo sabía.

—Llevo sin ver a Susannah desde que se fue a Australia.

—Sí, es cierto —dije yo con voz tenue.

—Vamos a cenar —terció Esmeralda—. Oh, aquí está Malcom. Malcom, Garth está aquí.

—Eso veo —dijo Malcom.

Le miré cautelosamente. Era el mismo de siempre. Nadie hubiera imaginado que pudiera ser capaz de planear un asesinato a sangre fría.

Traté de recordar las cosas que había oído decir acerca de Garth. Era el hijo de Elizabeth Larkham, la cual, era la acompañante de Esmeralda cuando Anabel vivía en el castillo. Aún seguía visitando periódicamente el castillo.

Fuimos a cenar.

—¿Te gustó Australia? —me preguntó Garth.

Le dije que me había gustado hasta que ocurrió la tragedia.

—¿La tragedia?

«Claro —pensé— no debió enterarse».

—La isla en la que vivía mi padre fue destruida por la erupción de un volcán —dije.

—Eso debió ser muy dramático, ¿no?

—Fue trágico —dije, percatándome de que me estaba temblando la voz.

—Y tú tuviste la suerte de escapar.

—Estaba en Australia cuando ocurrió.

—De ti no podía esperarse otra cosa —dijo Garth.

—Vamos, Garth —dijo Esmeralda—, nada de peleas. Ya sé lo que ocurre cuando vosotros dos lleváis cinco minutos juntos.

—Nos portaremos bien, ¿verdad, Susannah?

—Lo intentaremos —añadí yo.

Me hizo varias preguntas acerca de la isla y yo las contesté con una emoción que no pude reprimir. Después Malcom cambió de tema y todos participamos en una conversación centrada en el castillo. Intuía que Malcom simpatizaba demasiado con Garth y suponía que el sentimiento debía ser mutuo. Una o dos veces sorprendí a Garth mirándome con expresión perpleja.

Me estaba poniendo cada vez más nerviosa porque advertía que me estaba evaluando.

—Ha cambiado —dijo al final—. ¿No lo crees así, Malcom?

—¿Susannah? —Contestó Malcom—. Oh, sí, desde luego. La visita a Australia le ha dejado una huella muy profunda.

—Fue una considerable aventura —les recordé— y, teniendo en cuenta lo que ocurrió…

—Sí, teniendo en cuenta lo que ocurrió —dijo Garth muy despacio.

—Susannah está demostrando ser una excelente guardiana… o tal vez pudiéramos decir un senescal —dijo Malcom, mirándome con una sonrisa—. Debo decir, que me ha sorprendido un poco.

—¿No tenías entonces demasiada buena opinión de mí? —pregunté en un susurro.

—No puedo decir que la tuviera. Nunca imaginé que dedicaras tiempo y pensamientos a esta tarea. Nunca pensé que te pudieran interesar los arrendatarios.

—O sea, que está demostrando ser un modelo de virtud, ¿verdad? —Dijo Garth—. Debo decir que me conmueve.

—Garth, por favor… —dijo Esmeralda.

—Muy bien, muy bien —dijo Garth—. Pero tengo que decir que la sola idea de que a Susannah le hayan crecido alas, me hace gracia. Tendré que acostumbrarme a ello, supongo. ¿Qué has hecho, Susannah? ¿Pasar una nueva hoja, arrepentirte de la locura de tu comportamiento… o qué?

—Me interesa todo lo del castillo, naturalmente.

—Sí, siempre te interesó… hasta cierto punto. Y ahora… al haber entrado en su posesión… supongo que la cosa cambia.

Conseguí en cierto modo, superar aquella inquietante cena. Mientras nos levantábamos de la mesa, Malcom dijo:

—No te he visto mucho en estos últimos días. ¿Dónde te has escondido?

—No me encontraba muy bien —contesté.

—Te preocupas demasiado por esta gente —me dijo él con expresión solícita—. Un poco está muy bien…

—Estoy bien —insistí en decir—. Tan sólo un poco cansada.

Subí a mi habitación.

Estaba pensando: «No puedo seguir así. Algo tiene que ocurrir». Acaricié la idea de bajar ahora a ver a Malcom y decirle lo que sabía. Tal vez debiera confesárselo a Esmeralda.

Me quité el vestido y me puse una bata. Me senté ante el espejo, contemplando mi imagen reflejada en el mismo como buscando inspiración acerca de lo que debería hacer. La máscara de Susannah cubría todavía mi rostro. Pero pensaba que se me había caído un poco.

Oí unas pisadas en el pasillo. Se detuvieron junto a mi puerta y ésta se abrió.

Apareció Garth.

Estaba sonriendo. Se acercó a mí sin apartar los ojos de mi rostro.

—No sé quién eres —me dijo—, pero sé una cosa y es que tú no eres Susannah.

—Haz el favor de salir de mi habitación —dije, levantándome.

—No —contestó él—. ¿Quién demonios eres tú? ¿Qué estás haciendo aquí, simulando ser Susannah? Te pareces un poco a ella, sí. Pero a mí no puedes engañarme. Eres una impostora. ¿Quién eres tú, pregunto?

No contesté. Me asió por los hombros y me obligó a volver la cabeza hacia él mientras acercaba su rostro al mío.

—Si alguien conoce a Susannah, ése soy yo. Conozco a Susannah centímetro a centímetro. ¿Dónde está? ¿Qué has hecho con ella? ¿De dónde has venido?

—Suéltame —grité.

—Cuando me lo digas.

—Soy… soy Susannah.

—Eres una embustera. ¿Qué te ha ocurrido entonces? Te has vuelto una santa, ¿verdad? Tan buena con todo el mundo. Ganándote la aprobación del primo segundo Malcom. ¿Qué pretendes? Dices que eres Susannah. Entonces sigamos desde donde lo dejamos, ¿quieres? Vamos, Susannah, tú nunca fuiste tan esquiva. ¿Te das cuenta del tiempo que hace que no estamos juntos?

Me había atraído hacia sí y había empezado a besarme… de una manera violenta y salvaje. Me estaba rasgando la bata. Parecía que se estuviera sumiendo en una especie de frenesí.

—Detente —grité.

Se detuvo y soltó una carcajada en cierto modo demoníaca.

—Si eres Susannah —dijo—, demuéstramelo. Nunca fuiste lo que se dice tímida. Insaciable, así eras tú, Susannah. Sabes que me querías tanto como yo te quería a ti. Por eso resultaba tan divertido.

—Suéltame —grité—. No soy Susannah.

—Ah —dijo él, soltándome—, ahora vas a decirme la verdad. ¿Dónde está Susannah?

—Susannah ha muerto. Murió en la erupción volcánica de la isla de Vulcano.

—¿Y quién demonios eres tú?

—Su hermanastra.

—Dios nos libre. Tú eres la mocosa de Anabel. De Anabel y de Joel.

—Ellos fueron mis padres.

—Y tú estabas con ellos en aquella isla…

—Sí. Vino Susannah. Yo me fui a Australia para asistir a la boda de una amiga y, mientras estaba allí, el volcán entró en erupción. Mató a todos los de la isla.

—Y entonces… tú ocupaste su lugar —me miró con una expresión como de admiración—. ¡Astuta muchacha! —añadió—. ¡Astuta chiquilla!

—Ahora supongo que se lo dirás a los demás. He confesado. Y me alegro. No puedo seguir de esta manera.

—Un buen plan —dijo él, mirándome con expresión reflexiva—. Y tomaste posesión del castillo, ¿verdad? Un duro golpe para Malcom. ¡Menuda broma! —Empezó a reírse—. Esmond murió y eso le dio el castillo a Susannah… y entonces viene la hermanita bastarda y decide quedarse con él. Resulta muy gracioso. En cierto modo, me gusta. Pero no es totalmente perfecto, ¿verdad?, y, cuando viene el devoto esclavo y fiel amante de Susannah, se encuentra con un cuco en el nido.

Comprendí entonces que el autor de las cartas había sido él. Y me asusté.

—Fue una mala acción por mi parte —dije—. Ahora me doy cuenta. Se lo diré a los demás y me iré.

—Podrían llevarte ante los tribunales por impostora, pequeña intrigante. No, no debes confesar. Eso es una tontería. Yo no te delataré. Se me ocurrirá alguna solución. Conque ha muerto, ¿eh? ¡Susannah! Era una bruja. Era una hechicera. Tú nunca serás eso, mi querida y pequeña impostora. No tienes lo que ella tenía. ¿Qué otra persona lo ha tenido jamás? Oh, Susannah… estaba pensando que esta noche iba a ser como antes. ¿Por qué debió querer irse a aquella maldita isla…? —Estaba sinceramente conmovido, pero, de repente, se animó—. Nunca permitas que te abrume la desgracia —añadió—. Nunca llores por lo que está hecho y ha muerto y ha desaparecido. Yo no voy a hacerlo, te lo prometo. Ahora tú tienes el castillo. Muy bien, pues. Dejaré que te quedes con él… si lo compartes conmigo.

—¿Qué quieres decir?

—Susannah y yo íbamos a casarnos cuando Esmond muriera.

—Tú… tú mataste a Esmond.

—Nunca digas eso en voz alta —dijo él, asiéndome por la muñeca—. Esmond murió. Sufrió una recaída en su antigua enfermedad. Y esta vez no se recuperó.

Todo era repugnante. Estaba aprendiendo demasiado, pero había un detalle que me alegraba el corazón: me había equivocado en cuanto al hombre que había escrito aquellas cartas. No era Malcom sino Garth.

Con el terror que Garth me había provocado, se mezclaba la alegría de saber que Malcom jamás había sido el amante de Susannah y no había participado en el asesinato de Esmond.

Garth se me acercó y apoyó las manos en mis hombros.

—Tú y yo sabemos demasiado el uno acerca del otro, pequeña imitación de Susannah. Tendremos que colaborar y veo un medio. Sí, lo veo —me tomó la barbilla entre sus manos y contempló mi rostro. Yo me aparté. Me asustaba el brillo de sus ojos—. He vuelto a casa pensando que esta noche Susannah y yo íbamos a estar juntos. Me moría de deseo por Susannah. Y ella ha muerto… aquella encantadora, deseable, perversa e insaciable bruja ha muerto. Aquella hechicera de hombres ha desaparecido. El demonio ha recuperado lo que era suyo —casi me empujó para apartarme y se sentó pesadamente en una silla, descargando un puñetazo sobre el tocador.

Después miró hacia adelante y yo me pregunté qué iba a hacer.

Súbitamente, empezó a reírse.

—Conque has muerto, Susannah. Me has decepcionado con tu muerte… No importa. Me las apañaré sin ti. Me has enviado a alguien que se parece un poco a ti. Podría creer que eres tú… a veces —se volvió a mirarme—. Ven aquí —dijo.

—No haré semejante cosa. Vete, por favor.

—Quiero mirarte. Tienes que hacerme olvidar que he perdido a Susannah.

—Voy a dejar el castillo —dije—. Tienes que irte mañana.

—¡Claro! Habla la reina del castillo. No importa que haya usurpado la corona y que yo lo sepa. Piensas que vas a darme órdenes, ¿verdad? No, pequeña reina sin derecho a la corona, tú vas a hacer lo que yo diga. Y después podrás seguir siendo reina mientras yo te lo permita.

—Mira —le dije—. Voy a confesárselo a los demás. Voy a irme de aquí. Y tú puedes hacer lo peor que se te antoje.

—¡Valor! —comentó él—. Y era de esperar. Si no hubieras tenido nervio, no estarías aquí, ¿verdad? Se me ha ocurrido un plan que podría ser beneficioso para ambos. Me gustas, pequeña. Eres como Susannah… en cierto modo, y eso podría ser excitante —me tomó la mano y trató de atraerme hacia él—. Vamos a probarlo. Vamos a ver si puede dar resultado. Si me gustas, me casaré contigo. Y gobernaremos juntos, tal como Susannah y yo nos habíamos propuesto hacer.

—Por favor, quítame las manos de encima y vete —grité—. Si no lo haces, haré sonar la campanilla y pediré socorro.

—¿Y si yo les dijera lo perversa que eres?

—Puedes hacerlo. Pienso decírselo yo misma.

—Así lo creo. Sería una insensatez. Lo echaría todo a perder. Malcom sería proclamado heredero legítimo y nosotros no queremos que eso ocurra, ¿verdad? No. Quédate tranquila. Elaboraré un plan. Será como si forjara planes con Susannah.

—No haré ningún plan contigo.

—No tienes más remedio. O ser amable conmigo o terminar tu jueguecito.

—Mi jueguecito ha terminado ahora.

—No tiene por qué terminar.

—Si la única alternativa consiste en hacer planes contigo, ha terminado sin remisión.

—Bonitas palabras. Pronunciadas con nobleza —giró sobre sus talones y me miró—. Me gustas más a cada minuto que pasa. Ha sido un sobresalto averiguar que no eras Susannah Pero de nada sirve volver sobre el pasado, ¿verdad? Ahora me iré… si tú quieres. Pero ya estoy elaborando planes… Vamos a sacar algo bueno de todo eso… tú y yo juntos.

Sólo pude decirle:

—Por favor, vete… ahora…

Él asintió.

Después se acercó y me besó con fuerza en la boca.

—Oh, sí —murmuró—, me gustas, pequeña Susannah de mentirijillas. Vas a aceptar mis ideas. Vamos a abrirnos paso juntos a través de todo esto.

Después se fue.

Me cubrí con la bata los hombros enrojecidos en el lugar en que él me los había comprimido con fuerza. Me sentía enferma y muy asustada.

¿Qué podía hacer ahora?

Mientras permanecía sentada, llamaron a la puerta. Me levanté de un salto, temiendo que hubiera vuelto.

—¿Quién es? —pregunté en voz baja.

—Soy Janet.

Abrí la puerta.

—¡Santo cielo! ¿Qué ha ocurrido?

—Nada… nada… —dije—. Todo está bien, Janet.

—No me venga con que nada. Sé que no es cierto. Garth ha estado aquí. Le he visto salir. ¿Qué se propone?

—Lo sabe, Janet.

—Me lo suponía. Me he asustado al verle llegar. Había algo entre él y Susannah. Había algo entre ella y muchos hombres. No podía resistirse a los hombres… y a los hombres no hay nada que les guste más.

—Oh, Janet —exclamé en tono hastiado—, ¿qué voy a hacer? Jamás hubiera debido hacer eso.

—Pero lo hizo y a lo hecho pecho. Eso la ha devuelto al castillo al que pertenece por derecho propio. Hubiera tenido que regresar y revelar quién era. Dudo que la hubieran rechazado.

—Janet… Garth… ¿quién es?

—El hijo de Elizabeth Larkham. Solía pasar muchas temporadas aquí de muchacho. Venía aquí porque su madre estaba aquí.

—Sí, lo sé. Pero ¿quién era su padre?

—David, naturalmente. Elizabeth era presuntamente una viuda, pero, bueno, había sido la amante de David antes de venir aquí… y Garth fue el resultado. Se hizo pasar por viuda y vino a vivir bajo el mismo techo que su amante. Son así esos Mateland. Siempre lo han sido a lo largo de los tiempos, creo. Los leopardos no pueden cambiar las manchas y los Mateland tampoco pueden cambiar su manera de ser.

Yo estaba pensando: «¡La sangre de los Mateland! Garth, naturalmente. No Malcom». Me sentía profundamente aliviada porque Malcom estaba completamente libre de culpa.

Entonces le conté a Janet todo lo que había ocurrido. Fue un alivio confesarlo. Por lo menos, sabía que ella era una amiga. Le revelé el encuentro de David conmigo cuando regresaba a casa de la escuela y le conté cómo Anabel había acudido a recogerme y los tres nos habíamos ido juntos.

Ella me escuchó con atención y quiso saber cómo había vivido Anabel en la isla y si había sido feliz allí.

—¿Y se refirió alguna vez a mí? —preguntó.

—Lo hizo —contesté— y siempre con cariño.

—Hubiera tenido que llevarme consigo —dijo Janet—. Pero entonces hubiera muerto y ahora no podría cuidar de usted.

—¿Qué voy a hacer, Janet? —pregunté—. Tengo que decírselo a ellos, claro. Mañana se lo diré a Malcom.

Sí —dijo Janet—, pero pensemos en ello primero, estuvo sentada conmigo hasta muy tarde y después yo me acosté. Estaba tan agotada que, para mi asombro, dormí hasta la mañana siguiente.

Al día siguiente, al levantarme, supe que Malcom había salido y estaría ausente todo el día.

Ello me concedía un día de respiro, puesto que había llegado a la conclusión de que la confesión se la iba a hacer a Malcom.

Bajé a desayunar. Me alegré de estar sola porque sólo pude tomarme una taza de café. Mientras me la estaba bebiendo, apareció Ghaston. Jack Chivers había vuelto de nuevo para verme.

Le hice pasar a la pequeña estancia contigua al vestíbulo en la que le había recibido la primera vez.

—Es Leah otra vez —me dijo.

—¿El niño…?

—No, es su padre. Dice que vaya a verla en cuanto pueda.

Subí a mi habitación, me enfundé en mi atuendo de montar y me dirigí a caballo a la casita.

Leah me estaba aguardando y en sus grandes ojos se observaba una expresión de preocupación.

—Es mi padre otra vez. Ha dejado eso para usted. Me ha dicho que se lo entregara en propia mano.

Tomé el sobre que ella me dio, lo desgarré, saqué una hoja de papel y leí su contenido.

Tengo algo que decirle, señorita Susannah, y quiero decírselo con rapidez. Usted intentó asesinar al señorito Esmond y mi hermano la ayudó. Era un hombre bueno, pero usted es una bruja y no son muchos los que pueden resistirse a las brujas. Ahora tiene usted que pagar por ello. Quiero un arrendamiento para poder tener la granja durante el resto de mis días y quiero que éste se renueve después para Amós y Rubén. Quiero nuevo equipo y todo lo que haga falta para que la granja vuelva a prosperar. Podrá usted decir que eso es un chantaje. Tal vez lo sea. Pero usted no puede traicionarme sin traicionarse a usted misma. Venga al granero… aquél en el que el pobre Saúl se ahorcó.

Venga a las nueve esta noche y traiga un papel firmado en el que me prometa lo que pido, y yo le doy mi palabra de que guardaré silencio acerca de lo que sé. Si me falla, al día siguiente todo el mundo sabrá lo que consiguió usted de Saúl y la verdadera razón de que éste se suicidara.

Contemplé el papel. Leah seguía mirándome con los ojos llenos de inquietud.

Introduje la carta en el sobre y me la guardé en el bolsillo.

—Oh, señorita Susannah —dijo Leah—, espero que no sea muy malo.

La miré con tristeza y pensé: «No veré al niño cuando nazca. Estaré lejos. ¿Dónde?». Jamás volvería a ver el castillo. Jamás vería a Malcom.

* * *

No sé cómo conseguí superar aquel día.

Janet vino a mi habitación durante la mañana. Impulsivamente, le mostré la carta de Jacob Cringle.

—Eso me suena a chantaje —dijo ella.

—Odia a Susannah —repliqué—. Lo comprendo. La considera responsable de la muerte de Saúl.

—No debe ir allí esta noche.

—Se lo diré a Malcom cuando le vea.

—Sí —dijo Janet—. Confiéselo con sinceridad. No creo que reaccione con demasiada dureza. Creo que le tiene un poco de aprecio. Fue usted un cambio tan enorme… después de Susannah. Él no la podía soportar.

—Tendré que irme, Janet. Tendré que dejarlo todo…

—Regresará. Lo presiento en mis huesos. Pero dígaselo a Malcom. Es su mejor plan.

—Eso he pensado. Salí para no tener que regresar a la hora del almuerzo. Me quedaba otro día porque Malcom no volvería hasta muy tarde. Hoy no le hablaría. Lo haría mañana. Regresé y me fui a mi habitación. Era media tarde.

Tomé la carta de Jacob Cringle y la volví a leer.

Lo más curioso era que había estado pensando en la posibilidad de proporcionar nuevo equipo a la granja de los Cringle y de ofrecerle a Jacob un aliciente para que trabajara más, dado que me constaba que era un buen granjero. A su debido tiempo, yo le hubiera dado todo lo que me pedía. Pero él me odiaba… porque pensaba que yo era Susannah. Quería decirle que comprendía su deseo de venganza. Pero ¿cómo?

Mientras permanecía sentada con la carta en la mano, se abrió la puerta y, para mi horror, vi que era Garth.

—Ah, la pequeña impostora —dijo él—. ¿Te alegras de verme?

—No —contesté.

—¿Qué tienes ahí?

Me arrebató la carta de las manos y, tras haberla leído, la expresión de su rostro se modificó.

—¡Hombre insensato! —dijo—. Sabe demasiado.

—No iré a verle —repliqué.

—Tienes que ir.

—Voy a decírselo a Malcom en cuanto tenga ocasión. No será necesario que vea a Jacob Cringle.

Él adoptó una expresión pensativa y me miró con los ojos entrecerrados.

—Si no vas a verle, acudirá al castillo. Le gritará la verdad a todo el mundo. Tienes que verle y explicarle quién eres. Díselo y ya no tendrá ocasión de hacer nada. Susannah ha muerto. Eso es el final del asunto. Es la única solución.

—Creo que debiera decírselo a Malcom primero.

—Malcom no regresará hasta muy tarde esta noche. Tienes que ver a Jacob primero.

Reflexioné.

—Iré contigo. Te protegeré —dijo él.

—No necesito que vengas.

—Muy bien. Pero de nada le servirá proclamar a gritos todo eso —añadió Garth, dando una palmada a la carta.

—Le veré esta noche. Se lo explicaré.

Él asintió.

Para mi asombro, no siguió molestándome.

Había tomado una decisión. Iba a ver a Jacob Cringle. Le iba a decir que yo no era Susannah, que jamás había conocido a su hermano Saúl y que Susannah había muerto. Tal vez, eso le dejara satisfecho y suavizara sus deseos de venganza.

Después regresaría y le confesaría a Malcom la verdad.

Experimentaba una sensación de alivio. Mi loco engaño estaba a punto de tocar a su fin. Cualquier precio que me pidieran debería pagarlo y aceptar cualquier cosa que me ocurriera porque me la tenía merecida.

Me pareció que el día nunca iba a terminar. Me alegré cuando llegó la hora de la cena, pese a que no pude comer. Garth, Esmeralda y yo participamos en una especie de conversación. No puedo recordar lo que dije, pero fuera lo que fuese debió ser algo muy vago, estoy segura. Estaba pensando constantemente en lo que le iba a decir a Jacob Cringle y, sobre todo, en cómo se lo iba a decir a Malcom después.

Temía aquella noche y, sin embargo, estaba deseando que llegara.

Cuando terminó la cena, me fui corriendo a mi habitación y me cambié de ropa, enfundándome en mi atuendo de montar. Eran las ocho y media y mi cita con Jacob Cringle era a las nueve. Tardaría diez minutos en llegar al granero.

Entró Janet. Estaba muy afligida.

—No debiera ir —dijo—. No me gusta.

—Tengo que ir, Janet —le dije—. Tengo que hablar con Jacob Cringle. Hay que darle una explicación. Su hermano murió y él le echa la culpa a Susannah. Yo ocupé el lugar de ésta… y creo que le debo una explicación.

—Escribir una carta como ésa… es casi un chantaje y los chantajistas son mala gente.

—No creo que sea tan sencillo. Creo que hay una diferencia en este caso. De todos modos, ya estoy decidida.

Mientras permanecíamos allí, escuchamos el rumor de los cascos de un caballo abajo.

—Será Malcom —dijo Janet, mirándome fijamente.

—Se lo contaré todo esta noche. En cuanto regrese, se lo diré.

—No vaya —me suplicó Janet en tono apremiante. Pero yo sacudí la cabeza.

Ella se quedó inmóvil, mirándome mientras salía.

En las caballerizas monté en mi caballo. El de Malcom estaba allí. O sea, que era él quien acababa de llegar. Uno de los mozos acudiría muy pronto a atender a su caballo, por consiguiente, tenía que darme prisa.

Salí de las caballerizas. El granero resultaba pavoroso a la luz de la luna. Jamás había conseguido borrar de mis pensamientos el terror que me había inspirado aquel lugar desde que había visto aquella horrible cosa colgando.

Até mi caballo y, mientras lo hacía, escuché el rumor de un jinete que se acercaba. Pensé que debía ser Jacob. Miré a mi alrededor y alguien estaba desmontando a mi lado. Era Garth.

—Vengo contigo —me dijo.

—Pero… —empecé a decir.

—Nada de peros —me ordenó él—. No puedes manejar este asunto sola. Necesitas ayuda.

—No quiero ayuda.

—Pero la vas a tener, tanto si la quieres como si no. Me tomó del brazo. Yo intenté soltarme, pero él me asió con fuerza.

—Vamos —dijo.

La puerta del granero chirrió cuando la abrimos. Entramos. Jacob estaba allí con una linterna. Vi que el espantapájaros colgaba todavía de las vigas.

—Conque ha venido, señorita —dijo Jacob, interrumpiendo sus palabras al ver que no estaba sola.

—Sí, he venido —dije—. He venido para decirle que está equivocado.

—Yo no, señorita. A mí no me podrá convencer de otra cosa. Mi hermano Saúl se mató, dicen, pero fue usted quien le indujo a hacerlo.

—No, no. Yo no soy Susannah Mateland. Soy su hermanastra. Ocupé su lugar.

Garth me apretaba el brazo con tanta fuerza que me estaba lastimando.

—Cállate, pequeña estúpida —musitó—. ¿Qué es todo eso, Cringle? —dijo después en voz alta y tono encolerizado—. Está tratando de someter a chantaje a la señorita Mateland.

—La señorita Mateland nos destrozó cuando condujo a mi hermano a la muerte. Entonces nos desanimamos. Quiero una oportunidad para empezar de nuevo… eso es todo… para mejorar la granja… puesto que ella nos lo arrebató, tiene obligación de darnos eso.

—¿Y qué diría usted, buen hombre, si le dijera que, por culpa de la faena de esta noche, va usted a perder la granja?

Contuve el aliento.

—No… no, eso no es tan…

—Le voy a decir lo que diría —gritó Jacob—. Diría que este lugar es demasiado incómodo para ustedes dos. Les llevaría ante la justicia.

—¿Sabe usted lo que ha hecho, Cringle? —murmuró Garth alegremente—. Acaba de firmar su sentencia de muerte.

—¿Qué quiere decir…? —dijo Jacob.

Yo lancé un grito porque Garth había sacado una pistola de su bolsillo y estaba apuntando a Jacob. Pero Jacob fue demasiado rápido para él. Se abalanzó sobre Garth y le asió la mano que sostenía el arma.

Ambos hombres forcejearon. Yo me encogí de miedo contra la pared.

Entonces se abrió la puerta y alguien entró justo en el momento en que se disparó la pistola. Yo contemplé horrorizada la sangre que había salpicado la pared.

La pistola había caído al suelo y Jacob Cringle se encontraba de pie, contemplando el cuerpo tendido.

Era Malcom quien había entrado y su presencia me llenó de alivio. Se arrodilló junto a Garth.

—Ha muerto —dijo serenamente.

Se hizo un terrible silencio en el granero. La luz de la linterna brillaba en aquella macabra escena. El horrible espantapájaros colgaba de las vigas con el rostro dirigido hacia nosotros. Resultaba espantoso con aquella horrible abertura roja en el lugar de la cara correspondiente a la boca.

Y en el suelo yacía Garth.

Jacob Cringle se cubrió el rostro con las manos y empezó a sollozar.

—Le he matado. Le he matado. He cometido un asesinato. Ha sido obra de Satanás.

Malcom se pasó un rato sin decir palabra. Pensé que aquel horrible silencio iba a prolongarse indefinidamente. Era como una pesadilla. No podía creer que fuera real.

Estaba esperando desesperadamente que pronto pudiera despertar.

—Hay que hacer algo… y en seguida —dijo Malcom al final.

Jacob bajó las manos y le miró. Malcom estaba pálido; ofrecía una expresión ceñuda y decidida.

—Está muerto —dijo—. No cabe la menor duda.

—Y yo lo he matado —murmuró Jacob—. Estoy condenado para siempre.

—Le ha matado en defensa propia —dijo Malcom—. Si usted no le hubiera matado, él le hubiera matado a usted. Eso es defensa propia, no un crimen. Ahora escúcheme, Jacob. Ha permitido usted que su afán de venganza le hiciera perder el sentido común. Usted es un hombre bueno, en el fondo, Jacob, y sería todavía mejor si no se creyera tan justo. Tenemos que actuar inmediatamente. Lo he pensado muy rápidamente, por lo que es posible que el plan tenga algún fallo. A primera vista, parece que podría dar resultado. Va usted a ayudarme.

—¿Q… qué, señor?

—Después de esta noche, tendrá usted el arriendo de la granja para usted y sus hijos y dispondrá del equipo necesario para que la granja vuelva a ser próspera. Esta dama no es la señorita Susannah Mateland. Se ha estado haciendo pasar por la propietaria del castillo. Lo entenderá usted a su debido tiempo. Pero podría haber dificultades. Un hombre ha resultado muerto esta noche e, independientemente de cómo haya ocurrido, habrá preguntas y se echará la culpa a alguien. Usted y yo vamos a prender fuego a este granero, Jacob. Vamos a borrar todas las huellas de lo que ha ocurrido esta noche. Dejaremos la linterna aquí entre el heno. El incendio tiene que parecer accidental. Parecerá que dos personas han muerto en el incendio. Garth Larkham y esta dama. Este será el final de Susannah Mateland y de Garth Larkham. —Malcom se volvió a mirarme y me dijo—: Escúchame con atención. Regresarás al castillo y cogerás todo el dinero que puedas. Toma mi caballo, no el tuyo. Deja el tuyo aquí. Procura que no te vean, pero, si alguien te viera, compórtate con naturalidad. Que no se vea que montas mi caballo; por consiguiente, no lo lleves a las caballerizas. Atalo en el bosque cuando regreses al castillo. Cuando hayas cogido el dinero, regresa junto a mi caballo y dirígete a la estación de Denborough. Se encuentra a unos treinta kilómetros de distancia. Quédate en la posada de allí y deja mi caballo. Yo iré a recogerlo mañana. Toma el tren con destino a Londres. Hay uno a las seis de la madrugada. Y, cuando estés en Londres, asumirás tu verdadera identidad… y desaparecerás.

Me sentía desesperadamente desgraciada. Mi engaño había terminado al igual que todo aquello que merecía la pena para mí. Percibía la frialdad de su voz. Me despreciaba.

Tenía, como es lógico, motivos sobrados para ello. Pero, por lo menos, me estaba ofreciendo la oportunidad de escapar.

—Dame este anillo que llevas —me dijo.

—Me lo dio mi padre —contesté yo, tartamudeando.

—Dámelo —dijo él severamente—. Y también el cinturón y el broche.

Me los quité con dedos temblorosos y se los entregué.

—Constituirán una prueba de tu presencia aquí, en el granero incendiado, aunque no se encuentre tu cadáver. Bueno, Jacob, ¿qué dice usted a eso?

—Haré lo que usted diga, señor. Es cierto que no tenía intención de matarle. El disparo se escapó.

—Yo creo que él tenía intención de matarle a usted, Jacob, para hacerle callar para siempre. Deme la pistola. Pertenece al castillo. Yo la devolveré. —Malcom se dirigió a mí—: ¿A qué esperas? Considérate afortunada. Ya sería hora de que te hubieras ido.

Yo me alejé y él gritó a mi espalda:

—Ya sabes lo que tienes que hacer. Es imprescindible que no cometas ningún error. Vete… a ser posible sin que te vean… y no lo olvides, toma el tren de las seis con destino a Londres.

Salí del granero tambaleándome como si estuviera aturdida. Tomé su caballo y regresé al castillo.

Nadie me vio cuando entré en mi habitación. Janet se encontraba allí con expresión muy inquieta.

—Le he mandado tras de usted —dijo—. Le enseñé la nota de Jacob y le dije quién era usted.

—Oh, Janet —dije yo—, eso es el final. Me voy… esta noche.

—¡Esta noche! —exclamó ella.

—Sí. Ya sabrás lo que ha ocurrido. Garth ha muerto. Pero todo va a parecer distinto a como era realmente. Y yo me voy a ir ahora mismo… voy a alejarme de todos vosotros, Janet.

—Voy con usted.

—No, no puedes. No daría resultado si lo hicieras. Tengo que desaparecer y la gente tiene que creer que he muerto quemada en el granero con Garth.

—No entiendo nada de todo eso —dijo Janet.

—Lo entenderás… y sabrás la verdad. Es el final. Tiene que ser el final. Yo tengo que obedecerle. Ha dicho que no me entretuviera y que me fuera en seguida. Tengo que irme. Tengo que coger todo el dinero que pueda. Me voy a Londres. Tengo que iniciar una nueva vida.

Janet salió corriendo de la habitación mientras yo cogía todo el dinero que podía. No era mucho, pero, con un poco de cuidado, me duraría para unos cuantos meses. Janet regresó con una bolsa llena de soberanos y un broche de camafeo.

—Tómelos —dijo— y comuníqueme lo que ocurra. Escriba. Prométamelo. No… júremelo. Comuníqueme siempre dónde está. El broche me lo dio Anabel. Le darán un poco de dinero por él.

—No puedo aceptarlo, Janet.

—Puede y me sentiré mortalmente ofendida si no lo hace. Tómelo… y comuníqueme dónde está… siempre.

—Lo haré, Janet.

—Es una promesa solemne.

Me rodeó con sus brazos y ambas permanecimos abrazadas unos instantes. Era la primera vez que veía a Janet profundamente emocionada.

Después abandoné el castillo. Me dirigí al lugar en el que había dejado atado el caballo de Malcom. Aspiré un acre olor a quemado y supe que el granero ya estaba ardiendo. Con ello se estaban destruyendo las pruebas de lo que había ocurrido aquella noche. Garth había muerto; Susannah había muerto. La impostura había terminado.