Tres deseos en un bosque encantado

Estoy atrapada. Me encuentro apresada en una telaraña y el que yo misma la haya tejido apenas me sirve de consuelo. Cuando pienso en la magnitud de lo que he hecho, me siento abrumada por un aturdido terror. Me he comportado de manera perversa, lo sé, tal vez criminal; y cada mañana, cuando me despierto, hay una pesada nube encima de mí y me pregunto qué nuevos desastres me va a reservar el día.

Con cuánta frecuencia he deseado que ojalá nunca hubiera oído hablar de Susannah, de Esmond y de los demás… pero, sobre todo, de Susannah. Ojalá nunca hubiera tenido aquella visión del castillo de Mateland, tan noble, tan hermoso, con su impresionante entrada, sus murallas grises y sus almenas como surgidas de un romance medieval. Entonces jamás hubiera podido caer en la tentación.

Al principio, todo me pareció muy fácil y yo estaba desesperada.

«Este viejo diablo se encuentra a tu lado, tentándote», me hubiera dicho mi vieja amiga Cougaba de la isla de Vulcano.

Era cierto. El diablo me había tentado y yo había sucumbido a la tentación. Por eso estoy aquí en el castillo de Mateland, atrapada y desesperada, buscando algún medio de salir de la situación que cada día resulta más peligrosa.

Todo se remonta a hace mucho tiempo… en realidad, empezó antes de que yo naciera. Es la historia de mi padre y de mi madre; es la historia de Susannah y también la mía. Sin embargo, cuando me percaté por vez primera de que había algo insólito en mí, apenas tenía seis años.

Pasé aquellos primeros años en el Crabtree Cottage del prado común de Cherrington. La iglesia dominaba el prado, que tenía un estanque en el centro junto al cual había un banco de madera en el que los ancianos se sentaban cuando hacía buen tiempo y se pasaban toda la mañana charlando. En el prado había también un mayo, y el Primero de Mayo los aldeanos elegían una reina y se organizaban unos maravillosos festejos que solía contemplar a través de las tablillas de las persianas de madera de la ventana del salón cuando lograba escapar de la severa mirada de tía Amelia.

Tía Amelia y tío William eran muy religiosos y decían que se hubiera tenido que desterrar el mayo y acabar con aquellas ceremonias paganas; pero yo me alegraba de poder decir que aquélla no era la opinión del resto de nosotros.

Cuánto hubiera deseado salir allí, trayendo ramos verdes del bosque y tomando una de las cintas y danzando alrededor del mayo con los retozones festejantes. Pensaba que ser elegida Reina de Mayo debía ser el colmo de la dicha. Pero había que tener dieciséis años por lo menos para poder aspirar a semejante honor y, por aquel entonces, aún no había cumplido los seis.

Acepté la peculiaridad de mi vida y supongo que hubiera seguido haciéndolo durante algún tiempo de no haber sido por los movimientos de cabeza y por las alusiones que escuchaba a mi alrededor. Una vez le oí decir a tía Amelia:

—No sé si hicimos bien, William. La señorita Anabel me lo pidió y yo cedí.

—Hubo el dinero —le recordó tío William.

—Pero eso es justificar el pecado, eso es lo que es.

Tío William le aseguró que nadie podía decir que ellos hubieran pecado.

—Hemos justificado a una pecadora, William —insistió en decir ella.

William replicó que a ellos nada se les podía reprochar. Habían hecho aquello por lo que habían sido pagados y tal vez hubieran rescatado un alma del fuego del infierno.

—Los pecados de los padres son castigados en los hijos —le recordó tía Amelia.

Él se limitó a asentir con la cabeza y salió hacia la leñera en la que estaba tallando una cunita para las fiestas de Navidad en la iglesia.

Empecé a darme cuenta de que a tío William le preocupaba mucho menos ser bueno que a tía Amelia. Sonreía de vez en cuando… cierto que era una sonrisa un poco torcida, como si se avergonzara de ella, pero a veces amenazaba con aflorar; y una vez que me sorprendió contemplando a través de la persiana los festejos del Primero de Mayo abandonó la estancia sin decir nada.

Estoy escribiendo al cabo de muchos años, pero creo que empecé a percatarme muy pronto de que en la aldea de Cherrington se hacían comentarios acerca de mi persona. Tío William y tía Amelia formaban una pareja muy poco adecuada para estar al cuidado de una niña.

Matty Grey, que vivía en una de las casitas del prado y solía sentarse a la puerta de su casa en los días de verano, era todo un «carácter», tal como se decía en la aldea. Me gustaba hablar con Matty siempre que podía. Ella lo sabía y, cuando me acercaba, emitía unos extraños resuellos y su voluminoso cuerpo se estremecía, lo cual era su manera de reírse. Me llamaba y me invitaba a sentarme a sus pies. Me llamaba «pobrecito bicharraco» y le rogaba a su nieto Tom que fuera cariñoso con la pequeña Suewellyn.

Mi nombre me gustaba bastante. Era una combinación de Susan y Ellen. La w creo que debieron incluirla para que no hubiera dos es juntas. Me parecía que era un buen nombre. Distinguido. Había muchas Ellens en nuestra aldea y había una Susan a la que llamaban Sue. En cambio, Suewellyn era original.

* * *

Tom obedecía a su abuela. Impedía que los demás niños se burlaran de mí por el hecho de ser diferente. Yo frecuentaba la escuela Dame, dirigida por una señora que había sido institutriz de la hija del terrateniente que vivía en la gran mansión y, cuando aquella señorita ya no precisó de sus servicios, eligió una casita no lejos de la iglesia e inauguró una escuela a la que acudían los niños del pueblo, incluso Anthony, el hijo de la hija del terrateniente. A éste le iban a asignar un tutor cuando tuviera aproximadamente un año más, y después lo mandarían a otra escuela. Formábamos un grupo heterogéneo que se reunía en el salón frontal de la señorita Brent y trazábamos letras con unos palillos de madera en unas bandejas llenas de arena y cantábamos las tablas. Éramos veinte niños de todas clases, con edades comprendidas entre los cinco y los once años; algunos terminarían sus estudios a los once años y otros los continuarían. Aparte el heredero del terrateniente, estaban también las hijas del médico y tres niños de un agricultor del lugar; y después había otros como Tom Grey. Entre ellos, yo era la única cuyas circunstancias eran insólitas.

El caso es que yo era un poco misteriosa. Había llegado a la aldea un día, ya nacida. La llegada de la mayor parte de los niños era un acontecimiento muy comentado antes de que el recién llegado hiciera efectivamente su aparición. Vivía con un matrimonio que constituía la pareja menos idónea que pudiera haber para hacerse cargo de una niña. Iba siempre bien vestida y a veces lucía unas prendas más caras de lo que la situación económica de mis guardianes se hubiera podido permitir.

Después estaban las visitas. Ella venía una vez al mes.

Era hermosa. Llegaba a la casita en el cabriolé de la estación y a mí me enviaban al salón para que la viera. Sabía que era una ocasión importante porque el salón sólo se utilizaba en casos muy especiales, por ejemplo, cuando nos visitaba el vicario. Las persianas estaban siempre cerradas para evitar que el sol estropeara el color de la alfombra o dañara los muebles. Se respiraba en él una atmósfera sagrada. Tal vez fuera la pintura de Jesucristo crucificado o la de san Esteban, creo que era, con muchas flechas clavadas en el cuerpo y la sangre manándole de las heridas, al lado de un retrato de nuestra reina cuando era joven con una cara muy seria, desdeñosa y condenatoria. La estancia me deprimía y sólo la atracción de ocasiones tales como el Primero de Mayo me impulsaba a contemplar a través de las tablillas a los que se divertían en el prado.

Sin embargo, cuando Ella estaba allí, la habitación se transformaba. Sus atuendos eran maravillosos. Lucía unas blusas que siempre parecían llevar adornos de volantes y cintas; llevaba faldas largas acampanadas y sombreritos con adornos de plumas y lazos.

Siempre me decía: «¡Hola, Suewellyn!», como si recelara de mí. Después me tendía la mano y yo corría a tomársela. Entonces me levantaba en brazos y me estudiaba con tanto detenimiento que yo me preguntaba si llevaría la crencha del pelo recta y si habría recordado lavarme detrás de las orejas.

Nos sentábamos la una al lado de la otra en el sofá. Yo aborrecía casi siempre el sofá. Estaba hecho, de tela de crin y me hacía cosquillas en las piernas, incluso a través de las medias, pero, cuando ella estaba allí, no lo notaba. Me hacía muchas preguntas, todas acerca de mí. ¿Qué me gustaba comer? ¿Tenía frío en invierno? ¿Qué hacía en la escuela? ¿Eran todos amables conmigo? Cuando aprendí a leer, quiso que le mostrara lo bien que sabía hacerlo. Me rodeaba con sus brazos y me estrechaba con fuerza y, cuando regresaba el cabriolé para llevarla de nuevo a la estación, me abrazaba y parecía que estuviera a punto de echarse a llorar.

Resultaba muy halagador porque, aunque se pasaba un rato hablando con tía Amelia cuando a mí me mandaban salir del salón, parecía que las visitas me las hacía especialmente a mí.

Cuando ella se iba, la casa parecía distinta. Daba la impresión de que tío William se esforzara por impedir que sus facciones rompieran a reír; y tía Amelia andaba por la casa murmurando para sus adentros:

—No sé. No sé.

Como es lógico, las visitas eran objeto de atención en el pueblo. James, el conductor del cabriolé, y el jefe de estación hacían comentarios en voz baja acerca de ella. Comprendí más tarde que habían llegado a sus propias conclusiones acerca de un asunto que difícilmente hubiera podido calificarse de oscuro y no me cabe la menor duda de que me hubiera enterado mucho antes de no haber sido por la orden de cuidar de mí que Matty Grey le había dado a su nieto. Tom había dejado muy claro que yo estaba a su cargo y que cualquiera que me injuriara a mí tendría que responder ante él. Yo quería a Tom, a pesar de que éste jamás se dignaba hablar demasiado conmigo. Para mí, sin embargo, era mi protector, mi caballero con su reluciente armadura, mi Lohengrin.

Pero ni siquiera Tom podía evitar que los niños juntaran sus cabezas y murmuraran acerca de mí, y un día Anthony Felton descubrió el lunar que yo tenía justo bajo la boca, en el lado derecho de la barbilla.

—Fijaos en la señal que tiene Suewellyn en la cara —gritó—. Es el sitio donde la besó el diablo.

Todos escucharon con los ojos muy abiertos mientras él les contaba cómo el diablo acudía a medianoche y elegía a los suyos. Después los besaba y, en el lugar en el que los había rozado, quedaba una señal.

—Tonto —le dije—. Mucha gente tiene lunares.

—Los hay que son especiales —dijo Anthony con aire misterioso—. Lo sé cuando lo veo. Una vez vi a una bruja que tenía un lunar así junto a la boca… ¿lo veis?

Todos me estaban mirando, horrorizados.

—No parece una bruja —osó decir Jane Motley, yo tuve la certeza de que no lo parecía con mi pulcro vestido de sarga y mi cabello castaño claro severamente alisado hacia atrás y recogido hacia arriba en dos trenzas, sujeta cada una con una cinta de color azul marino. Un bonito y cómodo peinado, tal como decía a menudo tía Amelia cuando le expresaba mi deseo de llevar el cabello suelto.

—Las brujas cambian de forma —explicó Anthony.

—Yo siempre supe que había algo distinto en Suewellyn —terció Gill, la hija del herrero.

—¿Cómo es… el diablo? —preguntó alguien.

—No lo sé —repuse—. Jamás le he visto.

—No la creáis —dijo Anthony Felton—. Lleva la señal del diablo.

—Eres un tonto —le dije—, y nadie te iba a prestar atención si no fueras el nieto del terrateniente.

Tom no había acudido a la escuela aquel día. Había tenido que ir a ayudar a arrancar patatas para su padre. —Bruja— dijo Anthony.

Yo tenía miedo. Todos me estaban mirando con una expresión muy extraña y súbitamente me percaté de mi aislamiento, del hecho de ser distinta a los demás.

Era una extraña sensación… por una parte, de júbilo por ser distinta y, por otra, de temor.

Apareció la señorita Brent y ya no hubo más murmullos, pero, al terminar las clases aquel día, abandoné a toda prisa la escuela. Aquellos niños me daban miedo a causa de algo que había visto en sus ojos. Creían de veras que el diablo me había visitado por la noche y me había dejado su señal.

* * *

Crucé corriendo el prado hacia el lugar en que Matty Grey se encontraba sentada a la puerta de su casa; tenía a su lado una olla de medio litro de capacidad y mantenía las manos cruzadas sobre el regazo.

—Corres… como si el diablo te estuviera persiguiendo —me gritó.

Un frío temor se apoderó de mí. Me volví a mirar. Matty estalló en una carcajada.

—Era un decir. No te persigue ningún diablo. Pero te veo muy agitada, eso sí es cierto.

Me senté a sus pies.

—¿Dónde está Tom? —pregunté.

—Todavía arrancando patatitas. La cosecha de este año ha sido buena. —Matty se pasó la lengua por los labios—. A una buena patatita no hay quien la iguale. Toda caliente y harinosa, con su bonita envoltura marrón. Nada la iguala, Suewellyn.

—Este lunar que tengo en la cara —dije yo.

—¿Qué es eso? —dijo ella, clavando los ojos en mí, sin moverse—. Ah, eso es un signo de belleza, eso es.

—Dicen que es el sitio donde me besó el diablo.

—¿Quién lo ha dicho?

—En la escuela.

—No tienen derecho a decir eso. Ya se lo diré a Tom. Él les hará callar.

—¿Por qué lo tengo entonces, Matty?

—Bueno, a veces se nace con eso. La gente nace con toda clase de cosas. Mira, la prima de mi tía nació con una cosa que parecía un puñado de fresas en la cara… a causa del antojo que tuvo su madre de comer fresas antes de que ella naciera.

—¿Y por qué tuvo mi madre el antojo de que yo naciera con una mancha así en la cara?

Estaba pensando: «¿Dónde está mi madre?». Era otra de mis cosas raras. No tenía madre. No tenía padre. Había huérfanos en el pueblo, pero éstos sabían quiénes habían sido sus padres. La diferencia estribaba en que yo no lo sabía.

—Bueno, eso nunca se sabe, ¿verdad, cielo? —me dijo Matty en tono consolador—. A todos nos ocurren estas cosas de vez en cuando. Yo conocía a una niña que nació con seis dedos. Eso no era fácil de ocultar. ¿Qué es un lunar que nadie había observado antes? Voy a decirte una cosa. Creo que aquí te favorece. Hay muchas personas que les atribuyen una gran importancia. Los oscurecen para llamar la atención. No tienes que preocuparte por eso.

Matty era una de las personas más consoladoras que jamás he conocido en mi vida. Se conformaba con su suerte, lo cual era poco más que vivir en aquella oscura casita… «una arriba, otra abajo, una pieza en la parte de atrás para lavar y guisar y un retrete al fondo del jardín, —así solía describirla. Lindaba con la casa de su hijo, el padre de Tom—. Cerca, pero no demasiado —solía decir—, que es como debe ser». Y, si los días eran lo bastante secos para que pudiera sentarse fuera y ver lo que ocurría, no pedía más.

Aunque tía Amelia deplorara el hecho de que permaneciera sentada a la puerta de su casa, rebajando con ello la categoría del prado, lo cierto era que Matty vivía su vida tal como quería y había alcanzado un grado de satisfacción al que muy pocas personas llegan.

Cuando acudí a la escuela al día siguiente, Anthony Felton se me acercó y me susurró al oído:

—Eres una bastarda.

Me le quedé mirando. Había oído utilizar aquella palabra en tono insultante y estaba a punto de revelarle cuál era la opinión que tenía de él. Pero Tom se acercó en aquel momento y Anthony se alejó de inmediato.

—Tom —dije en voz baja—, me ha llamado bastarda.

—No importa —dijo Tom, añadiendo misteriosamente—: No ha sido la clase de bastarda que tú piensas.

Lo cual me resultó muy desconcertante en aquellos momentos.

Dos o tres días antes de mi sexto cumpleaños, tía Amelia me llevó al salón para hablar conmigo. Era una ocasión muy solemne y esperé con ansiedad lo que iba a decirme.

Era el primer día de septiembre y un rayo de sol había conseguido filtrarse a través de las tablillas de la persiana que no estaba convenientemente cerrada. Lo recuerdo ahora con toda claridad: el sofá de tela de crin, las sillas a juego tapizadas en tela de crin en las que, Dios gracias, casi nunca se sentaba nadie, con sus respaldos protegidos cuidadosamente por unas fundas, la rinconera con los adornos que se desempolvaban dos veces por semana; las pinturas sagradas de la pared y el retrato de la joven reina de aspecto tan antipático, con los brazos cruzados y la banda de la Orden de la Jarretera sobre sus hombros caídos. No se respiraba la menor alegría en aquella estancia y por eso el rayo de sol resultaba tan fuera de lugar. Estaba segura de que tía Amelia se daría cuenta y no tardaría en echarlo fuera.

Pero no lo hizo. Estaba evidentemente muy absorta y bastante preocupada.

—La señorita Anabel va a venir el día tres —dijo.

El tres de septiembre era el día de mi cumpleaños. Junté las manos y esperé. La señorita Anabel siempre me había visitado el día de mi cumpleaños.

—Piensa hacerte un pequeño obsequio.

El corazón me empezó a latir con fuerza. Esperé, conteniendo la respiración.

—Si eres buena… —añadió tía Amelia. Era la premisa habitual y por ello no le hice demasiado caso. Después prosiguió diciendo—: Te pondrás el vestido del domingo aunque sea jueves.

El hecho de ponerme el jueves el vestido del domingo se me antojó lleno de buenos presagios.

Tía Amelia mantenía los labios firmemente apretados. Comprendí que no aprobaba aquella reunión.

—Va a llevarte a pasar el día fuera.

Me quedé asombrada. Apenas podía reprimir mi entusiasmo. Hubiera deseado empezar a brincar arriba y abajo sobre la silla tapizada en tela de crin.

—Debemos procurar que todo esté bien —dijo tía Amelia—. No quisiera que la señorita Anabel pensara que no te hemos educado como una dama.

Declaré que todo estaría bien. No olvidaría lo que se me había enseñado. No hablaría con la boca llena. Tendría el pañuelo a punto por si lo necesitaba. No canturrearía. Recordaría siempre que tenía que esperar a que me dirigieran la palabra antes de hablar.

—Muy bien —dijo tía Amelia; y, más tarde, la oí decir a tío William—: ¿Qué estará tramando? No me gusta. Resultará perturbador para la niña.

Vino el gran día. Mi sexto cumpleaños. Me calzaron las botas negras con botones y me pusieron la chaqueta azul oscuro con un vestido de algodón mercerizado debajo. Llevaba unos guantes azul oscuro y un sombrero de paja con una cinta elástica bajo el mentón.

Vino el cabriolé de la estación con la señorita Anabel y, cuando volvió a marcharse, me llevaba también a mí.

La señorita Anabel estaba distinta aquel día. Se me ocurrió pensar que estaba un poco asustada de tía Amelia. No hacía más que reírse y dos o tres veces me tomó las manos al tiempo que me decía:

—Eso es bonito, Suewellyn.

Subimos al tren bajo la mirada curiosa del jefe de estación y muy pronto nos alejamos entre los resoplidos del vapor. No recordaba haber estado en un tren y no sabía qué era lo que más me emocionaba, si el rumor de las ruedas que parecían entonar una alegre canción o los campos y bosques que iban pasando velozmente; sin embargo, lo que más me complacía era la presencia de la señorita Anabel sentada a mi lado. De vez en cuando, me comprimía la mano.

Había muchas preguntas que deseaba hacerle, pero recordé la promesa que le había hecho a tía Amelia de comportarme como una niña bien educada.

—Estás muy callada, Suewellyn —dijo la señorita Anabel y entonces le expliqué lo que me habían dicho acerca de la conveniencia de no hablar hasta que me dirigieran la palabra.

Ella se echó a reír; tenía una risa parecida a un gorjeo que me impulsaba a reírme cada vez que la oía.

—Vamos, olvídate de eso —me dijo—. Quiero que me hables siempre que te apetezca. Quiero que me digas cualquier cosa que se te ocurra.

Y lo más curioso fue que, una vez levantada la prohibición, me quedé muda.

—Pregúntame tú y yo te contestaré —dije.

Ella me rodeó con un brazo y me atrajo hacia sí.

* * *

—Quiero que me digas que eres feliz —dijo—. Te gustan tío William y tía Amelia, ¿verdad?

—Son muy buenos —dije—. Creo que tía Amelia es más buena que tío William.

—¿Acaso él no es amable contigo? —me preguntó rápidamente.

—Oh, no. Más amable quizá. Pero tía Amelia es tan buena que le cuesta trabajo ser amable. Nunca se ríe…

Me detuve porque la señorita Anabel se estaba riendo mucho y parecía como si yo hubiera dicho que tía Amelia no era amable.

Ella se limitó a abrazarme y me dijo:

—Oh, Suewellyn… eres una niñita tan pequeña.

—No lo soy —dije—. Soy más alta que Clara Feen y Jane Motley. Y ellas son mayores que yo.

La señorita Anabel seguía abrazándome con fuerza, por lo que no podía verle el rostro y me pareció que ella no quería que se lo viera.

El tren se detuvo y ella se levantó.

—Vamos a bajar aquí —dijo.

Me tomó de la mano y nos apeamos del tren. Avanzamos por el andén casi corriendo. Fuera había un carruaje de dos ruedas con una mujer sentada en él.

—Oh, Janet —gritó la señorita Anabel—, sabía que vendrías.

—Pues claro —dijo la mujer, mirándome.

Estaba pálida y llevaba el cabello castaño aplanado a ambos lados de la cara y recogido hacia atrás en un moño. Lucía un sombrero marrón con una cinta ajustada bajo la barbilla y súbitamente me recordó a tío William porque observé que estaba tratando de reprimir una sonrisa.

—Conque ésta es la niña, señorita —dijo.

—Ésta es Suewellyn —contestó la señorita Anabel. Janet chasqueó la lengua.

—No sé por qué estoy… —empezó a decir.

—Janet, te lo estás pasando muy bien. ¿Está ahí la canasta?

—Tal como usted dijo, señorita.

Janet consultó el reloj que llevaba prendido a su blusa de fustán negro.

—Las once y media —dijo.

—Toma la canasta —dijo la señorita Anabel, asintiendo—. Prepáralo todo. Suewellyn y yo vamos a dar un pequeño paseo. Te gustará, ¿verdad, Suewellyn?

Yo asentí con la cabeza. Me hubiera gustado cualquier cosa que hubiera compartido con la señorita Anabel.

—Tenga cuidado, señorita —dijo Janet—. Si la vieran…

—No nos van a ver. Pues claro que no. No nos acercaremos demasiado.

—Espero que no.

La señorita Anabel me tomó de la mano y ambas nos alejamos.

—Parece un poco enfadada —dije.

—Es cautelosa.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Que no le gustan los riesgos.

No sabía de qué estaba hablando la señorita Anabel, pero me sentía demasiado feliz para que ello me preocupara.

—Adentrémonos en el bosque —dijo ella—. Quiero enseñarte una cosa. Ven. Corramos.

Empezamos a correr sobre la hierba, sorteando los árboles.

—A ver si me pillas —dijo la señorita Anabel.

Estuve a punto de pillarla; entonces ella se echó a reír y se apartó de mí. Me sentía todavía más feliz que en el tren y el carruaje. El bosque que se había aclarado y nos encontrábamos casi fuera del mismo.

—Suewellyn —me dijo ella suavemente—. Mira.

Y allí estaba, a unos cuatrocientos metros del lugar en el que nos encontrábamos, elevándose sobre una suave pendiente, con un foso a su alrededor. Lo podía ver claramente. Era como un castillo de cuento de hadas.

—¿Qué te parece? —me dijo.

—¿Es… de verdad? —pregunté.

—Pues claro… es de verdad. Lleva ahí setecientos años. Imagínate, Suewellyn.

Siempre he tenido muy buena memoria visual y podía contemplar algo y recordarlo con detalle tras una mirada o dos, razón por la cual pude conservar la imagen del castillo de Mateland grabada en mi mente en el transcurso de los años sucesivos. Ahora lo describo tal como sé que era.

Cuando, a la edad de seis años, lo vi por primera vez, hubo aquel día un algo mágico que recordaría en los años sucesivos casi como un sueño.

El castillo era soberbio y misterioso. Estaba cercado por unas altas murallas y en los cuatro ángulos había unas impresionantes torres cilíndricas; a cada lado se veía una torre cuadrada y estaba también la tradicional puerta fortificada con sus matacanes. Unas alargadas ventanas se abrían en los muros de sillería. El parapeto de la torre de atrás que defendía la puerta de abajo constituía un sobrecogedor recuerdo de que en otros tiempos se había arrojado desde allí aceite hirviendo sobre cualquiera que se hubiera atrevido a intentar romper las defensas. Detrás de las almenas había unos pasadizos desde donde los defensores del castillo debían arrojar su lluvia de flechas. Todo eso y mucho más lo aprendí más tarde; llegué a conocer todos los voladizos, todos los matacanes; todas las vueltas de las escaleras de caracol. Pero, a partir de aquel momento, ya me fascinó por completo. Era como si se hubiera apoderado de mí. Más tarde me complacía en pensar que el castillo me había inducido a actuar tal como lo hice.

Pero, en aquellos momentos, sólo podía permanecer de pie al lado de la señorita Anabel, contemplándolo sin habla.

La oí reírse y preguntarme en un susurro:

—¿Te gusta?

¿Que si me gustaba? Me parecía una expresión muy insulsa para describir los sentimientos que me inspiraba el castillo. Era lo más maravilloso que jamás hubiera visto. Había una pintura del castillo de Windsor en el salón de la señorita Brent y era muy bonita. Pero aquello era distinto. Aquello era real. Pude ver que el sol de septiembre iluminaba los afilados fragmentos de pedernal de los muros y los hacía centellear.

Ella estaba aguardando mi respuesta.

—Es… precioso. Es real.

—Pues claro que es real —dijo la señorita Anabel—. Lleva ahí setecientos años.

—¡Setecientos años! —repetí como un eco.

—Mucho tiempo, ¿verdad? Y fíjate, tú sólo llevas seis años en la tierra. Me alegro de que te guste.

—¿Vive alguien en él?

—Caballeros… —dije en un susurro—. Tal vez la reina.

—La reina no, y hoy en día no existen caballeros con armadura… ni siquiera en los castillos de setecientos años de antigüedad.

Súbitamente, aparecieron cuatro personas: una niña con tres niños. Estaban cruzando a caballo la extensión de hierba que había frente al foso del castillo. La niña iba montada en un caballito y la miré con especial detenimiento porque parecía tener aproximadamente mi edad. Los niños eran mayores.

La señorita Anabel contuvo fuertemente la respiración. Posó la mano en mi brazo y me acompañó de nuevo a los matorrales.

—Bueno —murmuró casi para sus adentros—. Van a entrar.

—¿Viven aquí? —pregunté.

—No todos. Susannah y Esmond sí. Malcom y Garth son visitantes.

—Susannah —dije—. Es un poco como mi nombre.

—Pues sí, es cierto.

Observé cómo los jinetes cruzaban el puente tendido sobre el foso. Franquearon la puerta fortificada y entraron en el castillo.

Su aparición había afectado profundamente a la señorita Anabel. Ésta me tomó súbitamente de la mano y entonces recordé las instrucciones que me había dado tía Amelia en el sentido de que no hablara a menos que me dirigieran la palabra.

La señorita Anabel echó a correr por entre los árboles. Traté de darle alcance y ambas nos volvimos a reír. Llegamos a un claro del bosque y allí Janet había abierto la canasta, había extendido un mantel sobre la hierba y estaba colocando cuchillos, tenedores y platos.

—Esperaremos un poco —dijo la señorita Anabel. Janet asintió y frunció los labios como si estuviera reprimiendo algo que quería decir y que no era muy agradable.

La señorita Anabel se dio cuenta porque dijo:

—No es asunto tuyo, Janet.

—Oh, no —dijo Janet como una gallina con las plumas erizadas—, eso lo sé muy bien. Yo hago simplemente lo que me dicen.

La señorita Anabel le dio un empujoncito y después dijo:

—Prestad atención.

Todas prestamos atención. Pude oír el rumor inconfundible de los cascos de un caballo.

—Ya está aquí —dijo la señorita Anabel.

—Tenga cuidado, señorita —le advirtió Janet—. Podría no ser él.

Apareció ante nuestros ojos un hombre a caballo. Anabel lanzó un grito de alegría y corrió a su encuentro.

Él bajó del caballo y amarró el animal a un árbol. La señorita Anabel, que era muy alta, pareció de repente muy bajita a su lado. Él apoyó las manos sobre sus hombros y la miró durante unos segundos. Después dijo:

—¿Dónde está?

La señorita Anabel extendió la mano y yo corrí hacia ella.

—Ésta es Suewellyn —dijo.

Yo me incliné en reverencia, tal como me habían enseñado a hacer ante personas como el terrateniente o el vicario. Él me levantó en brazos y me estudió.

—Pero, si es muy pequeña —dijo.

—Recuerda que sólo tiene seis años —le dijo la señorita Anabel—. ¿Qué esperabas, una amazona? Y es muy alta para su edad. ¿No es cierto, Suewellyn?

Yo dije que era más alta que Clara Feen y que Jane Motley, que eran mayores que yo.

—Bueno —dijo él—, es una suerte. Me alegro de que superes a estas dos.

—Pero si usted no las conoce —dije.

Y ambos se echaron a reír.

Él me dejó de nuevo en el suelo y me dio unas palmadas en la cabeza. Hoy me habían dejado el cabello suelto. A la señorita Anabel no le gustaban las trenzas.

—Ahora vamos a comer —dijo la señorita Anabel—. Janet ya nos lo tiene todo preparado. Después —le dijo al hombre en un susurro—: No lo aprueba en absoluto, te lo aseguro.

—Eso no hace falta que me lo asegures —dijo él.

—Piensa que es otro de mis planes absurdos.

—Bueno, ¿y acaso no lo es?

—Vamos, sabes que tú lo querías tanto como yo.

Él no había apartado todavía la mano de mi cabeza. Me despeinó el cabello y dijo:

—Creo que sí.

Al principio, lamenté un poco que Janet y él estuvieran allí. Hubiera querido tener a la señorita Anabel para mí sola. Pero, al cabo de un rato, empecé a cambiar de idea. Sólo hubiera deseado que Janet no estuviera presente. Esta permanecía sentada un poco apartada de nosotros y su expresión me recordaba a tía Amelia, lo cual me recordaba a su vez la desagradable verdad de que aquel mágico día iba a tocar a su fin y yo tendría que regresar a la casa del prado, conservando tan sólo un recuerdo. Pero, de momento, aquello era el Ahora y el Ahora era espléndido.

Nos sentamos a comer y me situé entre la señorita Anabel y el hombre. Una o dos veces ella le llamó por su nombre, que era Joel. A mí no me dijeron cómo tenía que llamarle, lo cual me resultaba un poco embarazoso. Había algo en él que impedía que alguien pudiera hacer caso omiso de su persona constantemente. Intuí que a Janet le infundía un temor reverente. Cuando se dirigía a él, le llamaba «señor».

Tenía los ojos castaño oscuro y el cabello de un castaño algo más claro. Tenía un hoyuelo en la barbilla y dientes blancos muy fuertes. Tenía manos blancas de apariencia muy fuerte. Se las estudié con detenimiento y vi un anillo de sello en su dedo meñique. Parecía estar observándonos a mí y a la señorita Anabel; y la señorita Anabel nos estaba observando a los dos. Janet, sentada a cierta distancia, había sacado su labor de punto y las agujas repiqueteaban, revelando su desaprobación con tanta claridad como lo estaban haciendo sus labios fruncidos.

La señorita Anabel me hizo preguntas acerca del Crabtree Cottage y de tía Amelia y tío William. Muchas de ellas ya me las había hecho y comprendí que me las estaba haciendo de nuevo para que él pudiera escuchar mis respuestas. Él prestaba atención y asentía con la cabeza de vez en cuando.

* * *

La comida era deliciosa, o tal vez yo estaba tan encantada que todo me parecía distinto a mi vida cotidiana. Comimos pollo, un pan crujiente y una especie de escabeche que jamás había saboreado anteriormente.

—Vaya —dijo la señorita Anabel—, a Suewellyn le ha tocado la espoleta de la pechuga —tomó el hueso de mi plato y lo sostuvo en su mano—. Vamos, Suewellyn, tira conmigo. Si te quedas con la mitad más grande, podrás formular un deseo.

—Tres deseos —dijo el hombre.

—Sólo puede ser uno, Joel, ya lo sabes —replicó la señorita Anabel.

—Hoy van a ser tres —dijo él—. Es un cumpleaños especial. ¿Acaso lo habías olvidado?

—Pues claro que es un día especial.

—Por consiguiente, los deseos serán especiales. Vamos a celebrar la prueba.

—Ya sabes lo que tienes que hacer, Suewellyn —dijo la señorita Anabel. Tomó el hueso—. Tú rodeas con el dedito este extremo y yo rodeo con mi dedo este otro y entonces tiramos. La que se quede con el trozo más grande tendrá derecho al deseo.

—Un deseo por triplicado —dijo Joel.

—Hay una condición —dijo la señorita Anabel—. No hay que revelar los deseos. ¿Preparada?

Rodeamos con nuestros dedos meñiques los extremos del hueso. Se escuchó un crujido. El hueso se había roto y yo lancé un grito de júbilo al ver que el trozo más grande se había quedado en mi mano.

—Ha ganado Suewellyn —gritó la señorita Anabel.

—Cierra los ojos y formula los deseos —dijo Joel.

Permanecí sentada con el hueso en la mano, preguntándome qué era lo que más quería. Quería que aquel día durara eternamente, pero sería una tontería desear semejante cosa porque nada, ni siquiera los huesos de pollo, podía lograr que ello se hiciera realidad. Estaba pensando intensamente. Lo que siempre había querido era un padre y una madre; y, antes de que pudiera darme cuenta, ya había formulado este deseo… pero no un padre y una madre cualquiera. Quería un padre como Joel y una madre como la señorita Anabel. Ya había formulado mi segundo deseo. No quería tener que vivir en el Crabtree Cottage. Quería vivir con mi propio padre y mi propia madre.

Ya había formulado los tres deseos.

Abrí los ojos. Ambos me estaban mirando fijamente.

—¿Has formulado los deseos? —me preguntó la señorita Anabel.

Asentí y apreté los labios. Era muy importante que se convirtieran en realidad.

Después comimos pastelillos con mermelada de cerezas y estaban deliciosos y, mientras hincaba el diente en el dulce, pensé que no podía haber mayor felicidad.

Joel me preguntó si montaba a caballo.

Le dije que no.

—Pues tendría que aprender —dijo él, mirando a la señorita Anabel.

Joel se levantó y extendió la mano hacia mí.

—Ven a ver si te gusta —me dijo.

Me fui con él al lugar en que se encontraba su caballo; él me levantó en brazos y me sentó sobre el lomo del animal.

Después Joel hizo pasear al caballo por entre los árboles. Me pareció que era el momento más emocionante de mi vida. A continuación, montó velozmente a mi espalda y empezamos a cabalgar con rapidez. Cruzamos el bosque y salimos a un campo. El caballo iba al trote y luego al galope y yo pensé por un instante: «A lo mejor es el diablo que ha venido para llevarme».

Lo más curioso, sin embargo, era que no me importaba. Quería que me llevara lejos. Quería permanecer con él y con la señorita Anabel durante el resto de mi vida. No me importaba que fuera el diablo. Si tía Amelia y tío William eran unos santos, yo prefería al diablo. Tenía la sensación de que la señorita Anabel no estaría lejos de donde él estuviera y que, si yo estuviera con el uno, estaría con el otro.

Pero el emocionante galope tocó a su fin y el caballo empezó de nuevo a cabalgar despacio por entre los árboles hasta llegar al claro en el que Janet estaba recogiendo los restos de la comida y colocando de nuevo la canasta en el carruaje.

Joel desmontó y me tomó en brazos para dejarme en el suelo.

Me sentía indescriptiblemente triste porque sabía que mi visita al bosque encantado con su lejano castillo había tocado a su fin. Era como un hermoso sueño del que no deseara despertar. Pero sabía que no tenía más remedio que hacerlo.

Él me levantó en sus brazos y me besó. Yo le rodeé el cuello con mis brazos y le dije:

—Ha sido un paseo a caballo encantador.

—Jamás un paseo a caballo me había resultado más agradable.

La señorita Anabel nos estaba mirando como si no supiera si reír o llorar, pero, siendo la señorita Anabel, se echó a reír.

Él montó en su caballo y nos acompañó hasta el carruaje. La señorita Anabel y yo subimos. Él se alejó en una dirección y nosotras lo hicimos en otra para regresar a la estación.

Allí bajamos.

—No olvides acudir a esperarme a la estación, Janet —dijo la señorita Anabel.

Ello me hizo recordar con tristeza que aquel día estaba a punto de terminar, que muy pronto me encontraría de nuevo en el Crabtree Cottage y que los acontecimientos de aquel día iban a perderse en el pasado. Nos sentamos la una al lado de la otra en el tren, tomadas fuertemente de la mano, como si no quisiéramos soltarnos jamás. ¡Cómo corría el tren! ¡Cuánto hubiera deseado detenerlo! Las ruedas se burlaban de mí, diciéndome una y otra vez: «¡Pronto vas a volver! ¡Pronto vas a volver!».

Cuando ya casi habíamos llegado, la señorita Anabel me rodeó con su brazo y me preguntó:

—¿Qué es lo que has deseado, Suewellyn?

—Ah, no tengo que decirlo —dije—. Si lo hiciera, los deseos jamás se convertirían en realidad y yo no podría soportarlo.

—¿Tan importantes eran entonces?

Asentí con la cabeza.

Ella guardó silencio un rato y después me dijo:

—No es del todo cierto que no debas decírselo a nadie. Se lo puedes decir a una persona. Si quieres, claro… y, si lo dices en voz baja, ello no afectará para nada a la posibilidad de que los deseos se conviertan en realidad.

Me alegré. Resultaba muy consolador poder compartir las cosas y con nadie lo hubiera deseado más que con la señorita Anabel.

Por tanto, le dije:

—He deseado primero un padre y una madre; después he deseado que usted y Joel fueran mis padres; y después he querido que todos nosotros estuviéramos juntos.

Ella guardó silencio largo rato y me pregunté si habría lamentado que le dijera todo aquello.

Habíamos llegado a la estación. El cabriolé nos estaba aguardando y, al poco rato, ya nos encontrábamos en el Crabtree Cottage. El lugar se me antojó más triste que nunca, ahora que había estado en el bosque mágico y había visto el castillo encantado.

La señorita Anabel me besó y dijo:

—Tengo que darme prisa para no perder el tren.

Daba todavía la impresión de que estuviera a punto de echarse a llorar, pese a que estaba sonriendo. Escuché el clop clop de los cascos de los caballos que se la llevaban.

Había en mi habitación dos paquetes que la señorita Anabel había dejado para mí. Uno de ellos contenía un vestido de seda azul adornado con cintas. Era el vestido más bonito que jamás hubiera visto, el regalo de cumpleaños que me había hecho la señorita Anabel. En el otro paquete había un libro que hablaba de caballos y comprendí que éste era el regalo de Joel.

¡Oh, qué cumpleaños tan maravilloso! Sin embargo, lo más triste de las ocasiones maravillosas estribaba en el hecho de que éstas hacían que los días sucesivos parecieran más monótonos.

El comentario que le había hecho tía Amelia a tío William acerca de la excursión había sido:

«¡Perturbador!».

Tal vez tuviera razón.

* * *

En el transcurso de las semanas siguientes, viví como en un sueño. No hacía más que contemplar el vestido azul colgado en mi armario. No me lo había puesto. Era muy poco adecuado, decía tía Amelia; y yo había llegado a la conclusión de que estaba en lo cierto. Era demasiado bonito para lucirlo. Era sólo para mirar. En la escuela, la señorita Brent me dijo:

—¿Qué te ha ocurrido, Suewellyn? Estás muy distraída estos días.

Anthony Felton decía que acudía por las noches a las reuniones de brujas y que me quitaba toda la ropa y danzaba sin cesar y besaba la cabra del granjero Mills.

—No seas tonto —le decía yo y creo que los demás convenían conmigo en que todo aquello se lo estaba inventando.

Tía Amelia jamás hubiera permitido que saliera de noche y me quitara la ropa, lo cual era indecente, y el hecho de besar a una cabra hubiera sido insalubre.

Leí todo lo que pude del libro acerca de los caballos. Era un poco difícil para mí; pero siempre esperaba que la señorita Anabel volviera algún día y me llevara al bosque encantado. Era necesario que supiera algo acerca de los caballos cuando me reuniera de nuevo con Joel. Entonces pensé que habría sido una insensata al no haber deseado algo que fuera más fácil de alcanzar: como, por ejemplo, otro día en el bosque, en lugar de un padre y una madre. Los padres y las madres tenían que estar casados. Y no eran en modo alguno como la señorita Anabel y Joel.

Empecé a interesarme por los caballos. Anthony Felton tenía un caballito y le supliqué que me dejara montarlo. Al principio, se burló de mí, pero después supongo que debió pensar que, si trataba de montar, me caería con toda certeza y entonces resultaría muy divertido. Me acompañaron a la dehesa de la mansión y monté en el caballito de Anthony y empecé a pasear por el campo. Fue un verdadero milagro que no me derribara. Yo no hacía más que pensar en Joel e imaginar que él me estaba observando. Deseaba con toda el alma brillar ante sus ojos.

Anthony sufrió una gran decepción y ya no quiso dejarme volver a montar su caballito.

* * *

Era noviembre cuando la señorita Anabel regresó. Estaba más pálida y más delgada. Me dijo que había estado enferma; había padecido pleuresía y por eso no había venido antes.

—Sólo eso me ha impedido venir —me dijo.

—¿Vamos a volver al bosque? —pregunté.

Ella sacudió la cabeza, un poco tristemente, pensé yo.

—¿Te gustó? —me preguntó con vehemencia.

Junté las manos y asentí. No había palabras suficientes para expresar lo mucho que me había gustado.

Ella guardó silencio con gesto un poco apenado y yo le dije:

—Era un castillo maravilloso. No parecía de verdad. Creo que es uno de aquéllos que a veces desaparecen. A pesar de la niña y de los niños que entraron en él. Y estaba el caballo. Yo monté aquel caballo… Galopamos con él. Fue muy emocionante.

—¿Todo aquello te gustó mucho, Suewellyn?

—Sí, me gustó mucho más que cualquier cosa que jamás haya hecho.

Más tarde la oí hablar con tía Amelia.

—No —dijo Amelia—, no quiero, señorita Anabel. ¿Dónde lo iba a tener? No estaríamos en condiciones de permitirnos semejante cosa. Habría más habladurías de las que hay y le aseguro que ya es bastante.

—Sería muy beneficioso para ella.

—Provocaría comentarios. No creo que el señor Planter estuviera de acuerdo. Hay límites, señorita Anabel. Y, en un sitio como éste… En primer lugar, están sus visitas. En estos casos, no suele haber visitas.

—Lo sé, lo sé, Amelia. Pero se te pagará bien…

—No es cuestión de dinero. Es una cuestión de apariencias. En un lugar como éste…

—Bueno, pues. Dejémoslo de momento. Me hubiera gustado que montara a caballo y a ella le hubiera encantado.

Todo era muy misterioso. Sabía que la señorita Anabel quería regalarme un caballito por Navidad y que tía Amelia no lo permitía.

Estaba furiosa. Hubiera tenido que desear tener un caballito. Aquello hubiera sido más sensato. Había sido una estúpida y había deseado algo que no era posible. La señorita Anabel se fue, pero yo sabía que iba a volver muy pronto, a pesar de haberle dicho tía Amelia que no viniera con demasiada frecuencia. La situación era mala.

Le pedí a Anthony Felton que me dejara montar de nuevo en su caballito, pero él se negó.

—¿Y por qué tendría que hacerlo? —preguntó.

—Porque yo he estado a punto de tener uno —le contesté.

—¿Qué quieres decir? ¿Cómo es posible que tú hayas estado a punto de tener uno?

—He estado a punto de tener uno —insistí en decirle.

Me imaginé paseando a caballo frente a la dehesa de los Felton con un caballito mucho más hermoso que el de Anthony Felton y me sentí tan enfurecida y decepcionada que odié a Anthony y a tía Amelia. A tía Amelia no se lo podía decir, pero a Anthony se lo podía decir y así lo hice.

—Eres una bruja y una bastarda —me dijo él—, y es terrible ser ambas cosas.

* * *

Matty Grey ya no se sentaba a la puerta de su casa. Hacía demasiado frío.

«Este viento que sopla en el prado me penetra en los huesos —decía—. Y eso es malo para mis tornillos. —Sus tornillos eran el reuma y en invierno le dolían tanto que no podía apartarse del fuego—. Hoy los tornillos me están fastidiando —solía decir—. No es ninguna broma, no. No obstante, Tom me va encender un buen fuego, ¿y qué es mejor que un fuego de leña? Y, cuando hay una tetera cantando en el hogar… te digo que no se podría estar más cerca de los ángeles del cielo».

Adquirí la costumbre de entrar en la casa de Matty cuando regresaba de la escuela. No podía quedarme mucho rato porque tía Amelia no tenía que enterarse de aquellas visitas. No las hubiera aprobado. Nosotros pertenecíamos a una «clase mejor» que la de Matty. Todo era bastante complicado porque, a pesar de que no estábamos al mismo nivel que el médico y el párroco, los cuales a su vez no tenían la misma categoría que el terrateniente, estábamos un poco por encima de Matty.

Matty me decía que cortara una buena rebanada de pan.

—La mitad de abajo, cariño.

Y yo la colocaba en un largo tenedor de tostar que el tío de Tom había hecho en la fragua y la sostenía delante del fuego hasta que adquiría un color pardo dorado.

—Una buena taza de té cargado y una buena rebanada de pan tostado, tu propia chimenea y el viento silbando fuera y tú lejos de todo ello… no creo que pudiera haber algo mejor.

Yo no estaba de acuerdo con Matty. Podía haber un bosque encantado, un mantel extendido sobre la hierba; podía haber espoletas de pollo y dos personas maravillosas, distintas a cualquier otra que yo jamás hubiera conocido. Podía haber un castillo encantado contemplado a través de los árboles y un caballo en el que galopar.

—¿En qué estás pensando, pequeña Suewellyn? —preguntó Matty.

—Depende de uno —dije—. Tal vez a algunas personas no les gustara la tostada y el té fuerte. Tal vez prefirieran una comida en el bosque.

—Eso es lo que yo quería decir. Lo que a uno le gustaría, ¿verdad? Bueno, pues, eso es lo que me gusta a mí. Ahora tú me vas a contar lo que te gustaría a ti.

Y, antes de que pudiera darme cuenta, se lo conté. Ella me escuchó.

—Y tú viste este bosque, ¿verdad? ¿Y viste el castillo? Y te llevaron allí, ¿verdad? Lo sé, fue la señora que viene.

—Matty —le dije muy excitada— ¿sabías que, si rompes una espoleta de pollo y te quedas con el trozo más grande, puedes expresar tres deseos?

—Oh, sí, es una costumbre muy antigua. Cuando yo era pequeña, comíamos pollo de vez en cuando… era todo un festín. Lo desplumábamos y lo rellenábamos… y, al final, había una lucha entre los pequeños por la espoleta.

—¿Expresaste alguna vez un deseo? ¿Se hicieron realidad tus deseos?

Ella guardó silencio un rato y después me dijo:

—Sí. Creo que he tenido una buena vida. Sí, creo que mis deseos se han hecho realidad.

—¿Piensas que los míos también se harán realidad?

—Sí, creo que sí. Cualquier día de éstos todo se hará realidad para ti. Es muy guapa la señora que viene a verte.

—Es hermosa —dije—. Y él…

—¿Quién es él, cielo?

«Estoy hablando demasiado —pensé—. No debo… ni siquiera con Matty». Temía, en caso de que hablara, descubrir que ello no había ocurrido realmente y que yo me había limitado a soñarlo.

—Oh, nada —dije.

—Estás quemando la tostada. No importa. Raspa lo negro en el fregadero.

Raspé la parte quemada del pan y puse mantequilla en la tostada. Hice y serví el té. Después me senté un rato, contemplando las imágenes del fuego. Vi que la leña ardía en tonos rojos, azules y amarillos. Y vi el castillo. De repente, las cenizas cayeron en el hogar y la imagen se desvaneció.

Comprendí que ya era hora de irme. Tía Amelia me estaría echando en falta y haciendo preguntas.

Las Navidades ya casi se nos habían echado encima. Los niños acudían al bosque para recoger hiedra y acebo con que adornar la clase. La señorita Brent instaló un buzón en el recibidor de su casa para que echáramos en él las tarjetas a nuestros amigos. El día anterior a la víspera de Navidad, cuando terminaran las clases, la señorita Brent actuaría de cartero, abriría el buzón recubierto de papel, sacaría las tarjetas y, sentada junto a su escritorio, nos llamaría por nuestros nombres y nosotros acudiríamos a recoger las tarjetas que nos hubieran dirigido.

Todos estábamos muy emocionados al respecto. Hicimos las tarjetas en la propia clase y hubo muchos murmullos y risitas mientras pintábamos los trozos de papel y, con gran sigilo, los doblábamos y escribíamos en ellos los nombres de aquéllos a quienes iba dirigido el obsequio, echándolos después al buzón.

Por la tarde, habría un concierto. La señorita Brent tocaría el piano y todos cantaríamos juntos, y los que tuvieran buena voz actuarían de solistas; y otros recitarían poesías.

Iba a ser un gran día para nosotros y todos empezamos a esperarlo con entusiasmo varias semanas antes de Navidad.

Para mí fue mucho más emocionante la visita de la señorita Anabel. Vino la víspera de la fiesta en la escuela. Me había traído unos paquetes en los que figuraba escrita la advertencia «Abrir el día de Navidad». Pero a mí siempre me emocionaba más la propia señorita Anabel que lo que traía.

—En primavera —me dijo—, comeremos de nuevo en el bosque.

Yo me mostré encantada.

—En el mismo sitio —dije—. ¿Habrá espoletas de pollo?

—Sí —me prometió ella—. Entonces podrás formular otros deseos.

—A lo mejor no me quedo con el trozo más grande de hueso.

—Yo creo que sí te vas a quedar con él —me dijo ella, sonriendo.

—Señorita Anabel, ¿estará él… estará Joel?

—Creo que es posible —me contestó—. Te gustó, ¿no es cierto, Suewellyn?

Vacilé un instante. Gustar no era exactamente una palabra que se pudiera aplicar a los dioses.

Ella se alarmó.

—No te debió… asustar, ¿verdad?

Yo seguí guardando silencio y ella añadió:

—¿Quieres volver a verle?

—Oh, sí —grité con entusiasmo y ella pareció darse por satisfecha.

Me puse triste cuando vino el cabriolé para llevarla a la estación; pero no tan triste como de costumbre porque, a pesar de que la primavera estaba todavía muy lejos, ésta vendría a su debido tiempo y entonces tendría ante mí la maravillosa perspectiva del bosque.

Tío William había terminado la cunita de Navidad que había estado haciendo en la leñera y ahora la cunita se encontraba en la iglesia, albergando una imagen del Niño Jesús. Tres de los niños de la escuela iban a ser los Reyes Magos. Uno de ellos el hijo del vicario, porque suponía que era lógico que el vicario quisiera que lo fuera. Anthony Felton otro, porque era el nieto del terrateniente y su familia hacía generosos donativos a la iglesia y permitía que todas las fiestas al aire libre y las ventas de productos tuvieran lugar en sus terrenos o, en caso de que lloviera, en el gran salón; y Tom el tercero, porque tenía una voz muy bonita. Escuchar aquella voz angélica surgiendo de un niño tan desaliñado era como un milagro. Me alegré por Tom. Era un honor. Matty se mostró encantada.

—Su padre tenía una bonita voz. Y mi abuelito también —me dijo—. Es cosa de la familia.

Tom había colocado una enorme rama de acebo sobre El regreso del marinero que tanto adornaba la habitación de Matty. Yo estudiaba a menudo El regreso del marinero porque era la clase de pintura que no hubiera imaginado que Matty pudiera tener. Era un grabado un poco lóbrego y, además, no tenía color. El marinero se encontraba de pie en la puerta de la casa con un fardo al hombro. Su mujer miraba con rostro anonadado, como si estuviera contemplando alguna horrible desgracia y no ya el regreso de un ser querido. Matty había hablado de la pintura con lágrimas en los ojos. Era extraño que alguien capaz de tomarse a risa las penas de la vida derramara lágrimas por las penas imaginarias de alguien representado en un cuadro.

Yo había insistido en que me contara la historia.

—Verás —me dijo ella—, ocurrió lo siguiente. ¿Ves aquella cuna de allí? Hay un niño pequeño. Pero el caso es que el niño no hubiera tenido que nacer porque el marinero llevaba tres años ausente y ella ha tenido el niño mientras él no estaba. A él no le gusta… y a ella tampoco.

—¿Y por qué no le gusta? Supongo que tendría que alegrarse de regresar a casa y encontrar a un niño pequeño.

—Bueno, eso quiere decir que el niño no es suyo y no le gusta.

—¿Por qué?

—Bueno, se podría decir que está celoso. Había dos cuadros. Mamá los repartió al morir. Dijo: «El regreso es para ti, Matty, y La partida es para Emma». Emma es mi hermana. Se casó y se fue al norte.

—¿Y se llevó La partida?

—Pues sí. Y no es que le importara demasiado. A mí me hubiera gustado tener los dos cuadros. Él la mataba, ¿sabes?, y venía la policía para llevárselo y ahorcarlo. Eso significaba La partida. Oh, me hubiera encantado tener La partida.

—Matty —pregunté—, ¿y qué ocurrió con el niñito de la cuna?

—Alguien se hizo cargo de él —dijo Matty.

—¡Pobre niño! Se quedó sin padre y sin madre.

Matty dijo rápidamente:

—Tom ha estado aquí y me ha hablado de este buzón que tenéis en la escuela. Espero que hayas hecho una bonita tarjeta para Tom. Es un buen chico nuestro Tom.

—Le he hecho una preciosa —dije—, de un caballo.

—A Tom le gustará. Es muy aficionado a los caballos. Estamos pensando ponerle a aprender con el herrero Jolly. Los herreros tratan mucho con caballos.

Las sesiones con Matty siempre terminaban demasiado pronto. Siempre estaban ensombrecidas por la idea de que tía Amelia me estaría esperando en casa.

El Crabtree Cottage me resultaba triste después de haber estado con Matty. El linóleo del suelo estaba tan reluciente que constituía un peligro y no había ramas de acebo sobre las pinturas de Jesucristo y de san Esteban. El acebo hubiera estado sin duda fuera de lugar allí y el hecho de colocar una rama sobre la antipática reina hubiera sido nada menos que un delito de lesa majestad.

—Es una cochinada —había sido el comentario de tía Amelia—. Se cae por todas partes y se pisan las bayas.

Llegó el día de la fiesta. Cantamos y los más capacitados —yo no me encontraba entre ellos— recitaron poesías y actuaron como solistas. Se abrió el buzón. Tom me había enviado un precioso dibujo de un caballo y había escrito en el papel: «Felices Navidades. Sinceramente tuyo, Tom Grey. —Todo el mundo había enviado tarjetas a todo el mundo y, por consiguiente, hubo un gran reparto. La que recibí de Anthony Felton se proponía herirme, más que felicitarme. Era el dibujo de una bruja montada en una escoba. La bruja llevaba suelto el cabello oscuro y tenía un lunar negro en la barbilla—. Te deseo unas hechiceras Navidades», decía la nota. El dibujo era muy malo y me encantó observar que la bruja más se parecía a la señorita Brent que a mí. Me vengué enviándole el dibujo de un niño enormemente gordo (Anthony era notoriamente glotón y muy inclinado a la obesidad), sosteniendo un pastel de Navidad. «No engordes demasiado estas Navidades, no sea que no puedas montar a caballo», le había escrito; y él sabría que la tarjeta encerraba el deseo de que engordara.

La víspera de Navidad cayeron algunos copos de nieve y todo el mundo expresó el deseo de que se solidificaran. Pero, en su lugar, se fundieron al tocar el suelo y muy pronto se transformaron en lluvia.

Acudí a las ceremonias religiosas de medianoche con tía Amelia y tío William, lo cual hubiera tenido que constituir todo un acontecimiento ya que no teníamos por costumbre permanecer levantados hasta tan tarde; pero nada podía constituir realmente un acontecimiento teniendo yo que caminar entre mis dos severos guardianes y permanecer sentada rígidamente con ellos en el banco de la iglesia.

Estuve medio dormida durante la celebración religiosa y me alegré de poder volver a la cama. Vino después la mañana de Navidad, emocionante a pesar del hecho de que yo no tuviera ninguna media de Navidad. Sabía que los demás niños las tenían y pensaba en lo divertido que debía ser ver la media repleta de cosas bonitas y meter la mano para sacar los regalos.

—Eso es infantil —decía tía Amelia—, y malo para las medias. Ya eres demasiado mayor para estas cosas, Suewellyn.

No obstante, tenía los regalos de Anabel. De nuevo prendas de vestir: dos vestidos, uno de ellos muy bonito. El azul que ella me había regalado sólo me lo había puesto en ocasión de sus visitas. Ahora había uno de seda y otro de lana y un precioso manguito de piel de foca. También había tres libros. Me encantaron los regalos y mi gran pena fue que Anabel no estuviera presente para entregármelos en persona.

Tía Amelia me regaló un delantal y tío William un par de medias. La verdad es que dichos regalos no me entusiasmaron demasiado.

Fuimos a la iglesia por la mañana; después regresamos a casa y almorzamos. Hubo un pollo que me trajo recuerdos, pero no se habló para nada de la espoleta. Después hubo pastel de Navidad. Por la tarde me puse a leer los libros. Fue un día muy largo. Hubiera deseado correr a la casita de los Grey. Matty se había ido a pasar el día a la casa de al lado y los alegres gritos de júbilo podían escucharse desde el prado. Tía Amelia los oyó y dijo que ya estaba bien, que las Navidades eran una solemne festividad. Se conmemoraba el nacimiento de Cristo. La gente hubiera tenido que conducirse con solemnidad y no comportarse como los paganos.

—Yo creo que tendrían que ser alegres —dije—, porque ha nacido Jesucristo.

—Espero que no se te empiecen a ocurrir extrañas ideas, Suewellyn —me dijo tía Amelia.

La oí comentar con tío William que había toda clase de gente en aquella escuela y que era una pena que personas como los Grey estuvieran autorizadas a enviar a sus hijos allí, mezclándose con gente de superior categoría.

Dije casi a gritos que los Grey eran las mejores personas que conocía, pero comprendí que era absurdo tratar de explicarle semejante cosa a tía Amelia.

Vino después el Día del Aguinaldo… otra fiesta más tranquila todavía que la de Navidad. Llovía y el viento del suroeste soplaba en el prado.

Un día muy largo. Tan sólo pude deleitarme con los regalos y preguntarme cuándo iba a lucir el vestido de seda.

* * *

Anabel vino por Año Nuevo. Tía Amelia había encendido la chimenea del salón —acontecimiento muy poco frecuente— y había subido las persianas porque ya no podía seguir lamentándose de que el sol le estropeaba los muebles.

Bajo el sol invernal, la estancia seguía pareciendo muy triste. La luz no contribuía a conferir mayor alegría a las pinturas. San Esteban parecía más torturado si cabe, la reina todavía resultaba más antipática y Jesucristo no había cambiado.

La señorita Anabel llegó a la hora acostumbrada, es decir, poco después del almuerzo. Estaba encantadora con su abrigo ribeteado de piel y su manguito de piel de foca, hermano mayor del mío.

La abracé y le di las gracias por los regalos.

—Un día —me dijo—, tendrás un caballito. Insistiré en ello.

Hablamos tal como solíamos hacer siempre. Yo le mostré mis libros y comentamos cuestiones relacionadas en la escuela. No le hablé de las bromas de que me hacían objeto Anthony Felton y sus compinches, porque sabía que eso la iba a preocupar.

Así transcurrió el día con Anabel y, a su debido tiempo, vino el cabriolé para llevarla de nuevo a la estación. Me pareció que había sido una visita de Anabel como las de siempre, pero ello no era exactamente cierto.

Fue Matty quien me habló del hombre de la Posada del Rey Guillermo.

Tom trabajaba allí después de las clases, transportando el equipaje de los clientes a las habitaciones y encargándose de otros menesteres.

—Es una segunda alternativa —decía Matty—. Por si lo del herrero no da resultado.

Tom le había hablado del hombre de la posada y Matty me lo contó.

—Ha habido un buen escándalo en la Posada del Rey Guillermo —me dijo ella—. Un caballero muy encopetado y poderoso, alojado en la mejor habitación. Y llegó hecho una furia porque no había ningún cabriolé que le llevara a la Posada del Rey Guillermo al bajar del tren. ¿Cómo era posible que lo hubiera? El cabriolé lo usaba otra persona, ¿no es cierto? —Matty me dio un suave codazo—. Ayer tuviste visita, ¿verdad? Bueno, pues, el señor Todopoderoso tuvo que esperar y hay una cosa que a esta clase de caballeros no suele gustarle demasiado… y es que les hagan esperar.

—En realidad, el cabriolé no tarda mucho en ir al Crabtree Cottage y regresar a la estación.

—Ah, pero es que a los caballeros ricos e importantes no les gusta que les hagan esperar ni un minuto mientras se sirve a otras personas. Me lo ha contado Jim Fenner (era nuestro jefe de estación, mozo y hombre para todo). Se quedó de pie en el andén, echando chispas mientras el cabriolé se iba con tu joven señorita. No hacía más que decir: «¿Adónde va? ¿Va muy lejos?. —Y el viejo Jimmy, muy preocupado porque vio que era un gran señor, va y le dice—: Bueno, señor, no va a tarda mucho. Ha ido tan sólo al Crabtree Cottage del prado con la señorita». «El Crabtree Cottage —ruge él—, ¿y eso dónde está?». «Está en el prado, señor. Junto a la iglesia. A un tiro de piedra. La señorita podría recorrer la distancia andando en diez minutos. Pero siempre toma el cabriolé y lo alquila para que la acompañe de nuevo a la estación». Eso pareció tranquilizarle y dijo que esperaría. Le hizo a Jim muchas preguntas. Resultó que era u caballero muy charlatán cuando no estaba enojado. Estuvo muy amable y le dio a Jim cinco chelines. Eso no es cosa que Jim vea todos los días. Dice que espera que el caballero se quede aquí mucho tiempo.

Como es natural, hubiera deseado seguir hablando con Matty, pero me fui y regresé corriendo a mi casa. Ahora oscurecía muy pronto y salíamos de la escuela al crepúsculo. La señorita Brent había dicho que en invierno saldríamos a las tres para que los niños que vivían más lejos pudieran regresar a casa antes de que oscureciera. En verano, terminábamos a las cuatro. Empezábamos a las ocho de la mañana en lugar de a las nueve como en verano y a las ocho estaba todavía muy oscuro.

Tía Amelia estaba reuniendo unas hojas y me dijo:

—Voy a llevarlas a la iglesia, Suewellyn. Es una lástima que no haya flores en esta época del año. El vicario estaba diciendo que todo quedaba muy vacío cuando se terminaban las flores de otoño y yo le he dicho que buscaría algunas hojas para usarlas. Creo que le ha parecido una buena idea. Puedes venir conmigo.

Dejé la cartera de la escuela en mi habitación y bajé obedientemente. Cruzamos el prado para dirigirnos a la iglesia.

Reinaba allí un profundo silencio. Las vidrieras de colores parecían distintas sin la luz del sol o el resplandor de la iluminación de gas. Hubiera tenido que asustarme un poco por el hecho de quedarme sola allí, temiendo que la imagen de Jesucristo bajara de la cruz y me dijera que era muy mala. Pensaba que, a lo mejor, las figuras de las vidrieras de colores iban a cobrar vida. Había muchos tormentos representados en ellas y estaba mi viejo amigo san Esteban que tanto había sufrido en la tierra. Nuestras pisadas resonaban pavorosamente sobre las baldosas de piedra.

—Tendremos que darnos prisa, Suewellyn —dijo tía Amelia—. Oscurecerá muy pronto.

Subimos los tres peldaños de piedra del altar.

—¡Ya está! —Dijo tía Amelia—. Lo animarán un poco. Creo que será mejor que las ponga en agua. Mira, Suewellyn, toma este jarrón y llénalo en el pozo.

Lo tomé y salí corriendo de la iglesia. El cementerio estaba fuera. Las lápidas sepulcrales semejaban ancianos y ancianas arrodillados con los rostros ocultos por unos capuchones grises.

El pozo se encontraba a pocos metros de la iglesia. Para llegar hasta el mismo, tenía que pasar frente a algunas de las lápidas más antiguas. Había leído sus inscripciones muchas veces cuando salíamos de la iglesia. Las personas habían sido enterradas allí hacía muchísimo tiempo. Algunas de las fechas correspondían al siglo XVIII. Pasé corriendo frente a ellas en dirección al pozo y empecé a bombear el agua con fuerza para llenar el jarrón.

Mientras lo hacía, escuché una pisada repentina. Me volví a mirar. Había oscurecido desde que tía Amelia y yo habíamos entrado en la iglesia. Experimenté un estremecimiento en la columna vertebral. Tenía la sensación de que alguien… algo me estaba observando.

Volví a prestar atención al pozo. Había que hacer un esfuerzo para sacar el agua y no era fácil accionar la bomba con una mano y sostener el jarrón con la otra.

Me temblaban las manos. «No seas tonta —me dije—. ¿Por qué iba alguien a acudir al cementerio?». Tal vez fuera la esposa del vicario que regresaba a la vicaría o tal vez alguno de los devotos feligreses al que también se le hubiera ocurrido la idea de adornar el altar.

Había llenado demasiado el jarrón. Vertí un poco de agua. Y entonces volví a escuchar el rumor. Lancé un jadeo de horror. Una figura se encontraba de pie entre las lápidas sepulcrales. Estaba segura de que era un fantasma que había surgido de una tumba.

Solté un grito de sobresalto y eché a correr a toda prisa hacia el pórtico de la iglesia. Derramé el agua del jarrón y me mojé la pechera del abrigo. Pero había alcanzado el refugio de la iglesia.

Me detuve un instante para mirar hacia atrás. No pude ver a nadie.

Tía Amelia me estaba esperando con impaciencia junto al altar.

—Vamos, vamos —me dijo.

Le entregué el jarrón. Tenía las manos mojadas y frías y estaba temblando.

—Aquí no hay suficiente —me dijo en tono de censura—. Eres una niña descuidada y has derramado el agua.

Yo me mantuve firme.

—Allí afuera está oscuro —dije en tono obstinado. Nada me hubiera podido inducir a regresar al pozo.

—Supongo que tendremos que apañárnoslas —dijo ella, rezongando—. Suewellyn, no sé por qué no puedes hacer las cosas como es debido.

Arregló las hojas y salimos de la iglesia. Yo me mantuve pegada a ella mientras cruzábamos el cementerio y salíamos al prado.

—No es lo que me hubiera gustado para el altar —dijo tía Amelia—. Pero tendremos que conformarnos.

Aquella noche no pude dormir. Me adormilaba y me veía junto al pozo del cementerio. Me imaginaba al fantasma surgiendo de la tierra y saliendo para asustar a la gente. Desde luego, me había asustado. Siempre había, creído que los fantasmas eran unos seres transparentes de un blanco brumoso. Pero, reflexionando acerca de ella con toda la serenidad que me permitían la oscuridad y mi temor, recordé que el fantasma iba completamente vestido. Era un hombre, un hombre muy alto con un reluciente sombrero negro. No había tenido ocasión de observar otros detalles, exceptuando la fijeza de su mirada. Una mirada directamente clavada en mí.

Al final, me dormí tan profundamente que a la mañana siguiente me desperté tarde.

Tía Amelia me examinó con una expresión muy severa cuando bajé a desayunar. No me había llamado. Jamás lo hacía. Yo tenía que despertarme sola a la hora adecuada e irme a la escuela a la hora correspondiente. Era algo que tenía que ver con la Disciplina, cosa que tía Amelia reverenciaba tanto como la Respetabilidad.

Por este motivo, llegué tarde a la escuela y la señorita Brent, que opinaba que la Puntualidad era tan necesaria como la lectura, la escritura y la aritmética, me dijo que, si no podía llegar a tiempo, tendría que quedarme media hora más y escribir el Credo antes de abandonar la escuela.

Como es natural, eso significaría que no tendría tiempo de visitar a Matty.

Pasó el día y, a las tres, me senté junto a mi pupitre escribiendo «Creo en Dios Padre…» y, al llegar a «concebido», empecé a recitar el abecedario y terminé en veinte minutos. Lo llevé al salón del piso de la señorita Brent, que estaba arriba, llamé a la puerta y se lo entregué. Ella le echó un vistazo, asintió y me dijo:

—Será mejor que te des prisa. Estarás en casa antes de que oscurezca. Y procura ser puntual, Suewellyn. Es de mala educación no serlo.

—Si, señorita Brent —dije yo en tono sumiso, alejándome a toda prisa.

Si tomaba el atajo del cementerio, que me permitía ganar unos minutos, tal vez me diera tiempo a visitar a Matty y contarle lo del fantasma que había visto el día anterior. Si llegaba tarde a casa, podría decirle a tía Amelia que me había retrasado, escribiendo el «Credo». Ella asentiría con aire sombrío y aprobaría la acción de la señorita Brent.

El hecho de cruzar el cementerio después de la experiencia que había tenido el día anterior parecía un poco raro. Sin embargo, lo más curioso era que mi temor confería al cementerio una especial fascinación, lo cual tal vez explique en cierto modo lo que ocurrió más tarde. Aún no había oscurecido del todo. El día había sido más claro que el anterior y el sol parecía una bola roja en el horizonte. Tenía miedo. Me debatía en una mezcla de inquietud y emoción, pero, en cierto modo, me sentía atraída casi involuntariamente por el cementerio.

En cuanto llegué me dije que era una estúpida por haberlo hecho. El temor me atenazó con fuerza y experimenté un gran deseo de dar media vuelta y echar a correr. Pero no lo hice. Me mantendría apartada del sector más antiguo y me abriría paso por entre las lápidas más blancas cuyas inscripciones aún no habían sido borradas por el tiempo y la intemperie.

Me estaban siguiendo. Lo sabía. Podía oír las pisadas a mi espalda. Eché a correr. Quienquiera que me estuviera siguiendo también apresuró el paso.

Qué necia había sido al haber acudido al cementerio. Estaba jugando a ser valiente. Ayer ya había tenido una advertencia. Qué miedo había pasado, y eso que tía Amelia no estaba muy lejos. Me hubiera bastado con regresar junto a ella. Y, sin embargo, hoy había regresado… sola.

Pude ver los muros grises de la iglesia. Quienquiera que me estuviera siguiendo era más rápido que yo. Aquello… él… me estaba pisando los talones.

Contemplé el portal de la iglesia. Recordaba haber oído decir algo sobre que las iglesias eran un refugio por ser lugares sagrados. Allí no podían existir los malos espíritus.

Vacilé junto al portal de la iglesia… ¿sería conveniente que entrara o bien que echara a correr?

Una mano se extendió y me tocó.

Lancé un jadeo.

—¿Qué sucede, chiquilla? —Me preguntó una voz muy cariñosa y musical—. No hay nada que temer, ¿sabes?

Di media vuelta para mirarle.

Era un hombre muy alto y observé el sombrero negro que también llevaba el día anterior. Estaba sonriendo. Sus ojos eran de color castaño oscuro y su cara no se parecía en absoluto a la cara que yo imaginaba que tendría un fantasma. Tenía delante a un hombre vivo. Él se quitó el sombrero e hizo una reverencia.

—Sólo quería hablar contigo —añadió.

—Estaba usted ayer en el cementerio —le dije yo, acusándole.

—Sí —dijo él—, me gustan los cementerios. Me gusta leer las inscripciones de las tumbas, ¿a ti no?

Me gustaba, pero no dije nada. Estaba temblando de miedo.

—La bomba del pozo estaba un poco rígida, ¿verdad? —siguió diciendo—. Quería ir a ayudarte. Hacía falta una persona que sostuviera el jarrón mientras la otra accionaba la bomba del pozo, ¿no te parece?

—Si —contesté.

—Enséñame la iglesia, ¿quieres? Me interesan las iglesias antiguas.

—Tengo que regresar a casa —le dije—. Llego tarde.

—Sí, más tarde que los demás. ¿Por qué?

—Me han obligado a quedarme para… escribir el Credo.

—Creo en Dios Padre. ¿Tú crees, chiquilla?

—Pues claro que creo. Todo el mundo cree.

—¿De veras? Entonces sabes que Dios cuidará de ti y te protegerá contra todos los peligros de la noche… incluso contra los desconocidos con quien puedas tropezarte en los cementerios. Vamos… sólo un momento. Enséñame la iglesia. Creo que están bastante orgullosos de las vidrieras de colores que tienen.

—El vicario está muy orgulloso —repliqué—. Se han escrito cosas acerca de ellas. Él tiene muchos recortes. Puede verlos, si quiere. Él se los enseñaría.

Me sostenía todavía del brazo y me estaba empujando hacia el portal de la iglesia. Echó un vistazo indiferente a los anuncios que había en el pórtico acerca de las distintas reuniones.

Me sentí más tranquila en el interior de la iglesia. Aquella atmósfera de santidad me devolvió el valor. Intuía que nada horrible podía ocurrirme allí con el crucifijo dorado y las vidrieras de colores en las que aparecía representada la vida de Jesucristo en hermosos tonos rojos, azules y dorados.

—Es una iglesia muy hermosa —dijo.

—Sí, pero tengo que irme. El vicario se la enseñará.

—Enseguida. Sería mejor que la viera de día.

—Pronto oscurecerá —le dije— y yo tengo…

—Sí, tienes que estar en casa cuando oscurezca. ¿Cómo te llamas?

—Suewellyn —le contesté.

—Es un nombre bastante insólito. ¿Qué más? —Suewellyn Campion.

Asintió con la cabeza como si le gustara mi nombre.

—¿Y vives en el Crabtree Cottage?

—¿Cómo lo sabe?

—Te vi entrar allí.

—O sea que me había visto antes.

—Estaba allí cerca casualmente.

—Ahora tengo que irme, de lo contrario, tía Amelia se enojará.

—Vives con tía Amelia, ¿verdad?

—Sí.

—¿Dónde están tu padre y tu madre?

—Tengo que irme. El vicario le hablará de la iglesia.

—Sí, enseguida. ¿Quién era la señora que te visitó hace dos días?

—Ya sé quién es usted —dije—. Usted es el que se enfadó por lo del cabriolé.

—Sí, es cierto. Me dijeron que había ido tan sólo al Crabtree Cottage. Es una dama muy atractiva. ¿Cómo se llama?

—Señorita Anabel.

—Ah, comprendo. ¿Y te visita muy a menudo?

—Pues sí.

Súbitamente, me tomó la barbilla y me estudió el rostro. Pensé que era el diablo y que estaba buscando el lunar de mi barbilla.

—Sé lo que está buscando —le dije—. Suélteme. Ahora tengo que irme. Si quiere ver la iglesia, pídaselo al vicario.

—Suewellyn —dijo él—. ¿Qué ocurre? ¿Qué ocurre? ¿Qué estoy buscando? Dímelo.

—No tiene nada que ver con el diablo. Se nace con ello. Es como tener una fresa en la cara por haber tenido tu madre el antojo de unas fresas.

—¿Cómo? —dijo él.

—No es nada, se lo aseguro. Hay mucha gente que los tiene. No es más que un lunar.

—Es muy bonito —dijo él—. Francamente bonito. Bueno, Suewellyn, has sido muy amable conmigo y voy a acompañarte a casa.

Salí casi corriendo de la iglesia. Él se situó a mi lado. Cruzamos rápidamente el cementerio y llegamos al borde del prado.

—Bueno, allí está el Crabtree Cottage —dijo él—. Echa a correr. Yo te vigilaré desde aquí hasta que te encuentres a salvo en casa. Buenas noches, Suewellyn, y gracias por ser tan amable conmigo.

Mientras entraba en mi habitación, tía Amelia salió de la suya.

—Llegas tarde —me dijo.

—Me han obligado a quedarme.

Ella asintió, esbozando una sonrisa de satisfacción.

—He tenido que escribir el Credo —le dije.

—Eso te enseñará a no quedarte en la cama —me comentó.

Entré en mi habitación. No podía hablarle acerca del desconocido. Todo resultaba tan extraño. ¿Por qué me habría seguido? ¿Por qué había querido que le enseñara la iglesia y, una vez dentro, apenas había mostrado interés? Todo era muy desconcertante. Por lo menos, yo no había cedido al temor. Había tenido el valor de cruzar el cementerio y había descubierto que el fantasma era un hombre en realidad.

Me pregunté si volvería a verle.

Pero no le vi.

Cuando acudí a visitar a Matty al día siguiente, ésta me dijo que el caballero había abandonado la Posada del Rey Guillermo. Tom le había llevado el equipaje hasta el cabriolé; y él se había ido en el tren, con billete de primera clase.

—Era todo un caballero —dijo Matty—, viajando con billete de primera clase y pidiendo lo mejor que había en la Posada del Rey Guillermo. John Jeffers no suele tener muchos clientes así, y le dio un chelín a Tom por subirle el equipaje y otro por bajárselo. Todo un caballero.

Pensé en la conveniencia de referirle a Matty mi encuentro en el cementerio con aquel hombre que era todo un caballero.

Vacilé. No estaba muy segura al respecto. Tal vez algún día se lo contara, pero todavía no… no, todavía no.

Hacia finales de semana dejé de experimentar aquella vaga inquietud que había sentido desde que había visto por primera vez a aquel hombre en el cementerio. Al fin y al cabo, en la iglesia me había parecido amable. Tenía uno de los rostros mejor parecidos que jamás hubiera visto. Me recordaba un poco a Joel. Su voz era parecida y sonreía de la misma manera. Había querido visitar la iglesia y había pensado que, siendo una persona que vivía en aquel pueblo, yo podría explicarle algo acerca de ella. Eso era todo.

Sabía que no había acudido a visitar al vicario al otro día, porque se había marchado a la mañana siguiente.

Había sido un día muy frío. La señorita Brent había encendido la chimenea de la clase… aun así, nuestros dedos estaban entumecidos a causa del frío y eso no era bueno para escribir. Todos nos alegramos cuando dieron las tres y pudimos regresar a casa. Entré a visitar a Matty, que se encontraba sentada frente a una rugiente chimenea. La tetera, cubierta de negro hollín, estaba en el hogar y Matty no tardaría mucho en preparar el té.

Me recibió como siempre con aquella risa sibilante que hacía estremecer su rollizo cuerpo.

—Eso es como un día y medio —dijo—. El viento sopla directamente del este. Ni un perro saldría con semejante día… a menos que no tuviera más remedio.

Me acurruqué a sus pies y pensé que ojalá pudiera quedarme allí toda la noche. En el Crabtree Cottage no iba a sentirme tan a gusto ni mucho menos. Sabía que había una capa de polvo en la repisa de la chimenea y que había migas de pan bajo la silla de Matty; pero había en todo aquello una intimidad que echaba de menos en casa. Pensé en mi gélido dormitorio, desnudándome allí arriba y caminando cautelosamente por el linóleo peligrosamente lustroso y temblando en la cama. Junto a la chimenea de Matty había una botella de piedra con agua caliente que ella se llevaba a la cama.

Entró Tom y dijo:

—Hola, abuela.

Me saludó con una inclinación de cabeza. Siempre se mostraba tímido conmigo.

—¿No les haces falta en el Rey Guillermo? —le preguntó Matty.

—Tengo una hora antes de que empiece a haber trabajo. No es que vaya a haber mucho… con una noche como ésta.

—Bueno, no vienen caballeros tan elegantes todos los días.

—Ojalá vinieran —dijo Tom.

Sin saber cómo, empecé a contarles lo de mi encuentro en el cementerio. No tenía intención de hacerlo, pero, en cierto modo, me parecía que ello me daría tono; Tom le había llevado el equipaje y había recibido un chelín. Quería que supieran que yo también le había conocido.

—Parece que le interesan las iglesias y todo eso —dijo Tom.

Matty asintió.

—Una vez vino un hombre… le interesaban las tumbas. Allí se sentaba… junto a la estatua de sir John Ecclestone y la frotaba con un trozo de papel. Sí, suele haber esta clase de gente.

—Al salir más tarde de la escuela, regresé a casa cruzando el cementerio. Allí estaba… esperando.

—¿Esperando? —Repitió Tom—. ¿Qué?

—No lo sé. Quiso que entrara en la iglesia con él y le dije que el vicario le contaría todo lo que deseara saber.

—Oh, al vicario le hubiera gustado. Cuando empieza a hablar de los arcos y las vidrieras, no hay quien le detenga.

—Fue curioso —dije—. Era como si, en realidad, quisiera verme a mí… y no la iglesia.

Matty le dirigió una severa mirada a Tom.

—Tom —le dijo muy seria—, te dije que vigilaras a Suewellyn.

—Y lo hago, abuela. Aquel día ella tuvo que quedarse hasta más tarde, ¿verdad, Suewellyn?, y yo tuve que irme a trabajar a la posada.

Yo asentí.

—No tienes que visitar iglesias con desconocidos, cielo —dijo Matty—. Ni iglesias ni nada.

—En realidad, yo no quería, Matty. Él me obligó en cierto modo.

—¿Y cuánto tiempo estuvisteis en la iglesia? —preguntó Matty con gran interés.

—Unos cinco minutos.

—Y él se limitó a hablar contigo, ¿verdad? ¿No… él no…?

Me desconcerté. Matty estaba tratando de decirme algo y yo no sabía exactamente qué.

—No importa —siguió diciendo ella—. Recuérdalo, Su Señoría Todopoderosa ya se ha ido, creo. Por consiguiente, ya se han terminado para él las visitas a las iglesias.

Se hizo el silencio en la casa. Después el centro del fuego se vino abajo y arrojó una lluvia de chispas sobre el hogar.

Tom tomó el atizador y se arrodilló para reavivar el fuego. Tenía el rostro muy colorado.

Matty se mostraba insólitamente silenciosa.

No podía quedarme más, pero me hice el propósito mental, cuando estuviera a solas con Matty, de preguntarle por qué se había inquietado tanto por aquel hombre.

Sin embargo, jamás se me presentó la ocasión.

* * *

Había sido un día templado y brumoso. Estaba casi oscuro poco después de las tres cuando regresé a casa de la escuela. Al llegar al prado, vi el cabriolé de la estación frente al Crabtree Cottage y me pregunté qué podría significar aquello. La señorita Anabel siempre nos comunicaba de antemano su venida.

Por consiguiente, no visité a Matty tal como había sido mi intención, sino que eché a correr con toda la rapidez que pude en dirección a mi casa.

Cuando entré, tía Amelia y tío William salieron del salón. Mostraban una expresión perpleja.

—Estás en casa —dijo innecesariamente tía Amelia; tragó saliva y se produjo un breve silencio. Después añadió—: Ha ocurrido algo.

—La señorita Anabel… —empecé a decir yo.

—Está arriba, en tu habitación. Será mejor que subas. Ella te lo contará.

Subí corriendo. Reinaba el caos en mi habitación. Mis ropas estaban sobre la cama y la señorita Anabel había empezado a colocarlas en una maleta.

—¡Suewellyn! —gritó ella al verme entrar—. Me alegro de que hayas regresado tan temprano.

Se acercó corriendo y me abrazó. Después me dijo:

—Vas a venir conmigo. Ahora no te lo puedo explicar… Lo entenderás más tarde. Oh, Suewellyn, quieres venir, ¿verdad?

—¡Con usted, señorita Anabel, desde luego!

—Tenía… después de haber vivido aquí tanto tiempo… pensaba… no importa… ya tengo tu ropa. ¿Hay alguna otra cosa?

—Están mis libros.

—Muy bien, pues… ve por ellos…

—¿Es para unas vacaciones?

—No —contestó ella—, es para siempre. Ahora vas a vivir conmigo y… y… Ya te lo contaré todo más tarde. De momento, quiero que no perdamos el tren.

—¿Adónde vamos?

—No estoy segura. Pero lejos. Suewellyn, ayúdame.

Fui por los pocos libros que tenía y los puse junto con mi ropa en la maleta que la señorita Anabel había traído.

Me sentía perpleja. Siempre había abrigado la esperanza de que ocurriera algo parecido. Pero ahora que estaba ocurriendo, me sentía demasiado aturdida para poder aceptarlo.

Ella cerró la maleta y me tomó de la mano.

Nos detuvimos cosa de un segundo para echar un vistazo a la habitación. Aquella habitación escasamente amueblada que había sido la mía desde que podía recordar. Linóleo extraordinariamente reluciente, textos en las paredes… todos ellos, edificantes y ligeramente amenazadores. El que más me llamaba la atención decía: «Oh, qué tela tan enmarañada tejemos cuando nos ejercitamos por primera vez en el engaño».

Iba a recordarlo en los años sucesivos.

Estaba la pequeña cama de hierro cubierta por el centón hecho por tía Amelia… cada pieza rodeada por una delicada labor de punto de París, señal de encomiable diligencia. «Tendrías que empezar a coleccionar trocitos de tela para un centón», había dicho tía Amelia.

¡Ahora no, tía Amelia! Me voy para siempre de los centones, de los dormitorios fríos y de la más fría caridad. Me voy con la señorita Anabel.

—¿Le estás diciendo adiós? —me preguntó la señorita Anabel.

Asentí con la cabeza.

—¿Un poco triste? —me preguntó con inquietud.

—No —contesté con vehemencia.

Ella se rió con aquella risa que yo recordaba tan bien, aunque ahora fuera un poco distinta, más estridente y ligeramente histérica.

—Vamos —dijo ella—, el cabriolé está aguardando.

Tía Amelia y tío William estaban aún en el pasillo.

—Debo decir, señorita Anabel… —empezó diciendo tía Amelia.

—Lo sé… lo sé… —replicó Anabel—. Pero tiene que ser así. Se te pagará…

Tío William mostraba una expresión desvalida.

—Lo que yo me pregunto —añadió tía Amelia— es qué va a decir la gente.

—Lleva años diciendo cosas —replicó la señorita Anabel alegremente—. Que siga diciéndolas.

—A los demás les parecerá muy bien, pero aquí no nos lo parece —dijo tía Amelia.

—No importa. No importa. Vamos, Suewellyn, de lo contrario, perderemos el tren.

Miré a tía Amelia.

—Adiós, Suewellyn —me dijo con labios temblorosos. Se inclinó y me rozó la mejilla con la suya en un gesto que en ella era lo que más se podía parecer a una caricia—. Sé buena niña… dondequiera que estés. No olvides leer la Biblia y confiar en el Señor.

—Sí, tía Amelia —dije—. Lo haré.

A continuación, le tocó el turno a tío William. Él me dio un beso de verdad.

—Sé buena niña —me dijo, comprimiéndome la mano. Después salí corriendo con la señorita Anabel en dirección al cabriolé.

Como es natural, miro hacia atrás a través de los años y no siempre es fácil recordar lo que ocurrió cuando uno no ha cumplido aún los siete años. Creo que las escenas se desfiguran un poco y que se olvidan muchas cosas; pero estoy segura de que me sentía invadida por una tremenda emoción y que no lamentaba en absoluto abandonar el Crabtree Cottage, de no ser por Matty, cuando se me ocurrió pensar en ello, y por Tom, claro. Me hubiera gustado sentarme una vez más junto a la chimenea de Matty y contarle cómo me había encontrado a la señorita Anabel en la casa metiendo mis cosas en una maleta mientras el cabriolé nos aguardaba fuera para llevarnos a la estación.

Recuerdo que el tren avanzó interminablemente a través de la oscuridad y que de vez en cuando aparecían las luces de una ciudad y las ruedas cambiaban de ritmo. Me estaba yendo. Me estaba yendo. Me estaba yendo con la señorita Anabel.

La señorita Anabel me apretó la mano con fuerza y me dijo:

—¿Eres feliz, Suewellyn?

—Oh, sí —contesté.

—¿Y de veras no te importa dejar a tía Amelia y a tío William?

—No —dije—. Quería a Matty y un poco a Tom, y tío William me gustaba.

—Desde luego, te han cuidado muy bien. Les estoy muy agradecida.

Guardé silencio. Me resultaba muy difícil de comprender.

—¿Vamos a ir al bosque? —pregunté—. ¿Veremos el castillo?

—No. Nos vamos muy lejos.

—¿A Londres? —pregunté.

La señorita Brent había hablado a menudo de Londres y la ciudad aparecía indicada con una gran señal negra en el mapa para que pudiera encontrarla enseguida.

—No, no —dijo ella—. Muy, muy lejos. En un barco. Vamos a marcharnos de Inglaterra.

¡En un barco! Estaba tan emocionada que empecé a brincar involuntariamente en el asiento. Ella se rió y me abrazó y entonces pensé que tía Amelia me hubiera dicho que me estuviera quieta.

Nos apeamos del tren y esperamos en el andén la llegada de otro tren. La señorita Anabel sacó del bolso unas tabletas de chocolate.

—Eso calmará el dolor —dijo, riéndose.

Aunque no sabía lo que había querido decir, me reí con ella e hinqué los dientes en el delicioso chocolate. Tía Amelia no permitía que hubiera chocolate en el Crabtree Cottage. Anthony Felton había traído a veces chocolate a la escuela y se complacía en comerlo delante de los demás, comentándonos lo bueno que era.

Era de noche cuando nos apeamos del tren. Anabel llevaba varias maletas que junto con la mía, formaban, un voluminoso equipaje. Había un cabriolé que nos condujo a un hotel en el que ocupamos un lujoso dormitorio con cama de matrimonio.

—Tenemos que levantarnos temprano mañana por la mañana —dijo la señorita Anabel—. ¿Puedes levantarte temprano por la mañana?

Yo asentí con expresión feliz. Nos trajeron un poco de comida a la habitación: sopa caliente y un jamón frío que estaba delicioso; y aquella noche la señorita Anabel y yo dormimos juntas en la espaciosa cama.

—¿No te parece divertido, Suewellyn? —me dijo—. Siempre deseé que ocurriera.

Yo no quería dormirme. Me sentía muy feliz, pero estaba tan cansada que me dormí enseguida. Al despertar, me encontré sola en la cama. Recordé dónde estaba y lancé un grito de alarma porque pensé que la señorita Anabel me había abandonado.

Entonces la vi. Se encontraba de pie junto a la ventana.

—¿Qué ocurre, Suewellyn? —me preguntó.

—Creía que se había ido. Creía que me había dejado.

—No —dijo ella—. Ya nunca volveré a dejarte. Ven aquí.

Me acerqué a la ventana. Pude contemplar un extraño panorama. Había muchos edificios y algo que parecía un barco muy grande en medio de ellos.

—Es el muelle —me dijo—. ¿Ves aquel barco? Zarpará esta tarde y nosotras nos encontraremos a bordo.

La aventura se estaba haciendo cada vez más emocionante a cada minuto que pasaba. Y eso que no podía haber nada que pudiera ser más maravilloso que el hecho de estar con la señorita Anabel.

Desayunamos en nuestra habitación y después el mozo nos bajó las maletas y nos dirigimos al muelle en un cabriolé. Se hicieron cargo de todo nuestro equipaje y subimos por una plancha. Asiendo fuertemente mi mano con la suya, la señorita Anabel subió conmigo un tramo de escalera y salimos a un largo pasillo. Llegamos a una puerta a la que ella llamó con los nudillos.

—¿Quién es? —dijo una voz.

—Estamos aquí —contestó la señorita Anabel. Se abrió la puerta y apareció Joel.

Él se limitó a rodearla con sus brazos y a estrecharla con fuerza. Después me levantó del suelo y me sostuvo en sus brazos. El corazón me estaba latiendo apresuradamente. Sólo podía pensar en la espoleta de pollo del bosque.

—Temía que no pudieras… —empezó a decir él.

—Pues claro que he podido —dijo la señorita Anabel—. Y no iba a venir sin Suewellyn.

—No, claro que no —dijo él.

—Ahora estamos a salvo —dijo ella, un poco nerviosa según me pareció a mí.

—Hasta dentro de tres horas, no… cuando hayamos zarpado…

—Nos quedaremos aquí hasta entonces —dijo ella, asintiendo.

—¿Qué piensas de todo eso, Suewellyn? —preguntó él, mirándome—. Ha sido un poco una sorpresa, ¿verdad?

Asentí con la cabeza. Contemplé aquella estancia que, según me dijeron, se llamaba camarote. Había en ella dos camas, la una encima de la otra. La señorita Anabel abrió una puerta y vi otra habitación muy pequeña.

—Aquí es donde vas a dormir tú, Suewellyn.

—¿Entonces vamos a dormir en el barco?

—Oh, sí, vamos a dormir aquí mucho tiempo.

Me sentía demasiado perpleja como para poder hablar. Entonces la señorita Anabel me tomó la mano y ambas nos sentamos en la cama de abajo. Me encontraba sentada entre ellos dos.

—Hay algo que quiero decirte —me dijo la señorita Anabel—. Yo soy tu madre.

Me sentí invadida por una oleada de felicidad. Tenía una madre y aquella madre era la señorita Anabel. Era lo más maravilloso que podía ocurrir. Era mejor todavía que viajar en un barco.

—Y aún hay otra cosa —dijo la señorita Anabel, haciendo una pausa.

Entonces Joel dijo:

—Y yo soy tu padre.

Se hizo un profundo silencio en el camarote. Después la señorita Anabel dijo:

—¿Qué estás pensando, Suewellyn?

—Estaba pensando que los huesos de pollo son mágicos. Mis tres deseos… se han hecho realidad.

Los niños dan muchas cosas por descontadas. No tardé mucho en tener la sensación de que siempre había vivido en un barco. Muy pronto me acostumbré al balanceo y a los cabeceos, a los bandazos y a las sacudidas que me producían el menor efecto, a pesar de que algunas personas se ponían enfermas.

Cuando el barco ya llevaba un día navegando e Inglaterra quedaba ya muy lejos, pude observar el cambio que se operó en mis padres. Se habían librado, en parte, de su nerviosismo. Se mostraban más felices. Intuí vagamente que estaban huyendo de algo. Pero, al cabo de algún tiempo, me olvidé de ello.

Estuvimos en el barco lo que a mí se me antojó una eternidad. El verano se había presentado súbita y rápidamente cuando todavía no hubiera tenido que ser verano en absoluto… además, era un verano muy caluroso. Navegábamos por unas tranquilas aguas azules y yo permanecía en cubierta con Joel o la señorita Anabel… o tal vez, con ambos… contemplando las marsopas, las ballenas, los delfines y los peces voladores… todas, cosas que no había visto más que en los libros ilustrados.

Tenía un nuevo nombre. Ya no era Suewellyn Campion. Era Suewellyn Mateland. Me podía llamar Suewellyn Campion Mateland, le sugerí a Anabel. De esta manera, no perdería el nombre que había llevado durante siete años.

Anabel era la señora Mateland. Me dijo que pensaba que ya no debía seguir llamándola señorita Anabel. Discutimos acerca de cómo debería llamarla. Madre sonaba demasiado ceremonioso. Mamá era demasiado severo. Cómo nos reímos de todo ello. Al final, ella dijo:

—Llámame simplemente Anabel. Y deja lo de «señorita».

Nos pareció lo mejor y a Joel lo llamé padre Jo.

Estaba muy contenta de tener un padre y una madre. Amaba a Anabel con locura. La adoraba. ¿Joel? Bueno, me intimidaba mucho. Era muy alto y su aspecto resultaba impresionante. Creo que todo el mundo le tenía un poco de miedo… incluso Anabel.

No me cabía la menor duda de que era el hombre más fuerte y elegante del mundo. Era como un dios.

Pero Anabel no era una diosa. Era el ser humano más encantador que jamás hubiera conocido y nada podía compararse con el amor que ella me inspiraba.

Descubrí que Joel era médico porque, al caer enferma una de las pasajeras, él la atendió.

—Ha salvado la vida a muchas personas —me dijo Anabel—. Por consiguiente…

Esperé que ella siguiera hablando, pero no lo hizo y me distraje tanto pensando en lo maravillosamente bien que se había resuelto todo, que no le hice ninguna pregunta. No había adquirido unos padres corrientes, sino aquellos dos, nada menos. Era un verdadero milagro, tras no haber tenido ninguno.

La travesía prosiguió. Siempre hacía calor y a mí me resultaba difícil recordar el viento del este soplando por el prado y cómo en invierno tenía que romper la fina capa de hielo que cubría el agua del aguamanil con la que me lavaba en mi dormitorio.

Todo aquello había quedado muy lejos y se iba haciendo cada vez más brumoso en mi mente a medida que mi nueva vida se iba imponiendo sobre la antigua.

A su debido tiempo, arribamos a Sídney, una hermosa y emocionante ciudad. Mientras atravesábamos los canales, con mis padres uno a cada lado, mi padre me contó cómo hacía muchos años los prisioneros eran llevados allí para sacarlos de Inglaterra. Aquella costa se parecía un poco a la de Inglaterra… o, mejor dicho, a la de Gales y por eso la habían llamado Nueva Gales del Sur.

—El puerto más hermoso del mundo —dijo mi padre—. Así lo llamaron entonces y lo sigue siendo.

Todo aquello era demasiado para que una niña de mi edad pudiera absorberlo. Una nueva familia; un nuevo país; una nueva vida. Pero, siendo tan joven, me limitaba a vivir al día y cada mañana me despertaba con una sensación de emoción y felicidad.

Aprendí algunas cosas acerca de Sídney. Íbamos a permanecer allí tres meses. Encontramos una casa junto al puerto que alquilamos por un breve período y allí vivimos muy tranquilos. Reinaba en la casa una vaga inquietud que yo no había percibido cuando estábamos en el barco. Anabel solía mostrarse más afectada por ella que mi padre. Era casi como si temiera gozar de una felicidad excesiva.

Yo experimentaba también cierto temor.

—Anabel —le dije una vez—, cuando una es demasiado feliz, ¿puede algo arrebatarle toda la felicidad?

Ella era muy perspicaz. Comprendió inmediatamente que me había contagiado parte de su inquietud.

—Nada logrará separarnos —dijo al final.

Mi padre estuvo ausente durante un período que a mí me pareció muy largo. Cada día aguardábamos el regreso del barco que le iba a traer. Me percaté de que Anabel estaba triste, a pesar de que ella trataba de ocultármelo. Seguíamos viviendo igual que cuando los tres estábamos juntos; pero yo advertía que ella era distinta. Se pasaba los días contemplando el mar.

Un día él regresó.

Estaba muy contento. La estrechó en sus brazos y después me levantó del suelo, rodeándola a ella con un brazo.

—Nos vamos —dijo—. He encontrado el sitio. Os gustará. Podremos quedarnos allí… a muchas millas de distancia en el océano. Allí te sentirás segura, Anabel.

—Segura —repitió ella—. Sí… eso es lo que quiero… sentirme segura. ¿Dónde está?

—¿Dónde hay un mapa?

Examinamos el mapa. Australia era como un círculo de masa de cochura ligeramente deformado. Nueva Zelanda era como dos perros peleándose entre sí. Y allí en el océano podían verse varios puntitos negros.

Mi padre estaba señalando con el dedo uno de ellos.

—Ideal —estaba diciendo—. Aislada… exceptuando el grupo de las otras islas. Ésta es la más grande. Apenas ocurre algo. La gente muestra inclinación a ser amable… plácida… lo que uno se imagina. Se había cultivado un poco el coco, pero ahora apenas se hace. Hay palmeras por todas partes. Yo la llamé la isla de las Palmeras, pera ya tenía el nombre de Vulcano. Les hace falta un médico. No hay ninguno en la isla… no hay escuela… nada… Es el lugar en el que uno puede perderse… un lugar por desarrollar… un lugar al que se le puede ofrecer algo. Oh, Anabel, me gusta. A ti también te gustará.

—¿Y Suewellyn?

—He pensado en Suewellyn. Tú podrás impartirle enseñanza durante algunos años y después podrá ir a la escuela en Sídney. Tan lejos no estaremos. Viene un barco de vez en cuando para cargar la compra. Es el lugar adecuado, Anabel. Lo supe en cuanto lo vi.

—¿Qué vamos a necesitar? —preguntó ella.

—Montones y montones de cosas. Disponemos de un mes aproximadamente. El barco toca allí cada dos meses. Quiero que zarpemos en el próximo que vaya. Entretanto, vamos a estar muy ocupados.

Estuvimos muy ocupados. Compramos toda clase de cosas… muebles, ropa, provisiones de todo tipo.

—Mi padre tiene que ser un hombre muy rico —dije—. Tía Amelia decía que siempre se lo pensaba dos veces antes de gastar un cuarto de penique. Si cuidas los peniques, las libras se cuidarán solas, era uno de sus dichos preferidos. No gastes y no quieras, era otro. Todos los mendrugos de pan tenían que convertirse en un budín de pan y mantequilla y yo me veía a menudo en dificultades para alimentar a los pájaros en invierno.

Mi padre hablaba mucho de la isla. Las palmeras crecían en abundancia, pero había también otros árboles, así como frutos del árbol del pan, plátanos, naranjas y limones.

Había allí una casa que había mandado construir el hombre que había convertido el cultivo de cocos en un próspero negocio. Mi padre había conseguido la casa a precio de ganga.

Todo nuestro equipaje fue subido a bordo y, al final, nos hicimos a la mar. No recuerdo qué época del año era. Una se olvidaba de estas cosas porque no había estaciones tal y como yo las conocía. Siempre era verano.

* * *

Lo que jamás olvidaré fue mi primera visión de la isla de Vulcano. Observé inmediatamente el enorme pico que parecía surgir del mar y resultaba visible mucho antes de llegar a la isla.

—Esta isla tiene un nombre muy raro. Se llama algo que, traducido, significa el Gigante Rugiente.

Nos encontrábamos los tres en cubierta, tomados de la mano, contemplando por vez primera nuestro nuevo hogar. Y allí estaba… un gran picacho surgiendo del mar.

—¿Por qué ruge? —pregunté ávidamente.

—Siempre ha rugido. A veces, cuando se enfada de verdad, arroja unas cuantas piedras y rocas ardientes.

—¿Es de veras un gigante? —pregunté—. Jamás he visto ninguno.

—Bueno, pues, vas a conocer al Gigante Rugiente, pero no es un gigante de verdad —contestó mi padre—. Me temo que no es más que una montaña. Domina la isla. El nombre nativo es la isla del Gigante Rugiente, pero algunos viajeros que llegaron aquí hace mucho tiempo la llamaron Vulcano. Y éste es el nombre que lleva en los mapas.

Nos quedamos allí contemplándolo y, a su debido tiempo, la tierra pareció rodear la enorme montaña y vimos arenas amarillas y ondulantes palmeras por todas partes.

—Es como un paraíso —dijo Anabel.

—En eso la vamos a convertir nosotros —contestó mi padre.

No podíamos acercarnos directamente a la isla y tuvimos que anclar a cosa de una milla de la costa. Reinaba una tremenda actividad en la orilla. Unas personas de piel morena remaban en unas ligeras y estrechas embarcaciones que más adelante supe que se llamaban canoas. Gritaban y gesticulaban y se reían mucho.

Nuestras pertenencias se cargaron en algunos de los botes salvavidas del barco y entre éstos y las canoas las transportaron a la orilla.

Una vez trasladado el equipaje, nos llevaron a nosotros.

Después se recogieron los pequeños botes y el gran barco se hizo de nuevo a la mar, dejándonos en nuestro nuevo hogar de la isla de Vulcano.

Había muchas cosas que hacer y muchas otras que ver. No podía creer que todo aquello estuviera ocurriendo. Me parecía algo sacado de un libro de aventuras.

Anabel era consciente de mi perplejidad.

—Un día lo comprenderás —me dijo.

—Dímelo ahora —le supliqué.

—Ahora no lo entenderías —dijo ella, sacudiendo la cabeza—. Quiero dejarlo para cuando seas mayor. Empezaré a escribirlo ahora para que puedas leerlo cuando seas mayor y lo comprendas. Oh, Suewellyn, quiero que lo comprendas. Quiero que nunca nos hagas reproches. Te queremos. Eres nuestra propia hija y la manera en que ello ocurrió hace que te queramos mucho más.

Anabel se dio cuenta de mi desconcierto. Me besó y, abrazándome con fuerza, añadió:

—Te lo contaré todo. Por qué estás aquí… por qué estamos todos aquí… cómo sucedió. No podíamos hacer otra cosa. Nada tienes que reprocharle a tu padre… tampoco a mí. No somos como Amelia y William —soltó una pequeña carcajada—. Ellos viven… seguros. Ésa es la palabra que yo buscaba. Nosotros, no. Nuestra naturaleza no nos lo permite. Tengo la sensación de que es posible que tú seas como nosotros —después volvió a reírse—. Bueno, así estamos hechos. Y, sin embargo… Suewellyn, vamos a establecernos aquí… nos va a gustar. Cuando sintamos nostalgia… recordaremos siempre… que estamos juntos y que ésta es la única manera de que podamos seguir juntos.

Le arrojé los brazos al cuello, abrumada por el cariño que le tenía.

—Nunca nos vamos a separar, ¿verdad? —le pregunté con inquietud.

—Nunca —contestó con vehemencia—. Sólo la muerte podrá separarnos. Pero ¿por qué hablar de la muerte? Aquí está la vida. ¿No lo notas, Suewellyn? Eso rebosa de vida. Basta con levantar una piedra y aquí está… —hizo una mueca—. Que conste que me las podría apañar sin las hormigas y las termitas y cosas parecidas… Pero aquí hay vida… y es nuestra vida… los tres juntos. Ten paciencia, mi querida niña. Sé feliz. Vivamos cada día según venga. ¿Podrás hacerlo?

Asentí enérgicamente y caminamos juntas por entre las palmeras hasta el lugar en el que las tibias aguas tropicales se rizaban sobre la arena de la playa.