Premonición
No sé si lo imaginaba, pero a partir de este momento empecé a sentir que me seguían con frecuencia. Estaba nerviosa. Temía estar sola en alguna parte solitaria del palacio; los pasos parecían ser sigilosos, y, en el silencio me volvía para mirar furtivamente por encima del hombro. Así no era yo. Yo me había reído de la historia del gran murciélago negro, me había burlado de Theodosia, pero ahora parecía haber heredado sus temores, al igual que su dinero.
Sentía una necesidad urgente de afrontarlos. Quería saber por qué en el fondo de mi mente, estaba este pensamiento: ¡es Tybalt! Quiere librarse de mí. Y, tras esta idea había otra: eso es mentira. Quiere más a su profesión que a ti, lo cual es natural ya que ama a otra mujer. Pero nunca te hará daño. Y tú lo sabes.
Pero no sabía con certeza qué lado del interrogante era el verdadero y, como era imperativo para mi paz y para mi futura felicidad saberlo, no resistía a la tentación de asustarme a mí misma.
En este estado de ánimo tomé una arabiya para ir al Templo. Dejé al cochero y le pedí que me esperara. Al entrar en el Templo sentí la quietud que me envolvía. Era aparentemente la única persona que había ido hoy allí. Me planté entre los grandes pilares y recordé el día en que había estado con Theodosia.
Procuré poner toda mi atención en los relieves que narraban la historia de Egipto, pero no estaba realmente atenta; prestaba atención para oír pasos o el súbito roce de unas ropas; no sé a qué se debía, pero tenía la extraña sensación de que no estaba sola y que algo malo me cercaba.
Estudié los complicados relieves de una columna.
Allí estaba el rey Seti con su hijo, que iba a ser Ramsés el Grande. Y, en otro lado, la reina Hatshepsut.
Tuve la certeza que alguien estaba cerca… mirándome. Imaginé oír una respiración contenida. Bastaba que tendieran la mano para agarrarme.
Sentí el redoble de mi corazón. Tenía que salir del laberinto de columnas; tenía que salir al aire libre. A toda prisa debía llegar a mi arabiya y decir al cochero que me llevara al palacio.
Por suerte la arabiya y el cochero esperaban. Si no volvía él se daría cuenta que me pasaba algo. Pero ¿se daría cuenta?
Las columnas del antiguo Templo estaban juntas como árboles en un bosque. Alguien podía estar oculto detrás de una columna, cerca de mí, sin que yo lo viera.
En cualquier momento podían aferrarme unas manos asesinas. Podían enterrarme aquí, en la arena. ¿Y el cochero y la arabiya? Un poco de dinero que pasaría de unas a otras manos. Ni una palabra acerca de la señora que había llegado al Templo. Sería muy sencillo. Si una muchacha podía desaparecer de una tienda en el zoco y ser arrojada al río en lugar de una muñeca, seguramente podían eliminarme. Pero yo era la mujer del jefe de la expedición. Tenía que haber una explicación si desaparecía. Pero si el jefe aceptaba cualquier explicación que pudieran inventar…
Tybalt había estado bastante dispuesto a aceptar el hecho de que Yasmín hubiera sido asesinada y lo consideraba como algo de poca importancia. Pero ahora se trataba de su mujer. ¿O acaso una mujer de la que deseaba verse libre?
Era éste el pensamiento que estaba en mi mente; y aquí, en este siniestro y antiguo Templo, podía enfrentar mis temores. También podía enfrentarme a un asesino.
Sí. Alguien estaba cerca. Una sombra atravesaba ante mis ojos… una sombra alta. Alguien me seguía. Las columnas lo ocultaban a mi vista, pero iba a atraparme bruscamente; sus manos iban a rodear mi garganta y yo lo miraría cara a cara. ¿La cara de Tybalt? No, no. Era ir demasiado lejos, era una locura absurda. Era alguien que procuraba preparar otro accidente. Alguien que quería que nos fuéramos de allí… Alguien que había trabajado en el puente… que había matado a Theodosia y que sentía ahora que era mucho más efectivo matar a la mujer del jefe.
Permanecí muy quieta, procurando calmarme. Era una estupidez, un dramatismo dejarme llevar por la imaginación. ¿Acaso Dorcas y Alison no decían que yo acostumbraba a hacerlo y que ya era hora de que terminara con eso? Había una cosa de la que estaba segura: tenía miedo.
Empecé a correr, toqué las columnas al pasar. Salí afuera desde la sombra de las columnas. El sol me hirió como un golpe. Lanzaba chispas brillantes a través del ala de mi sombrero de paja.
Casi caí en brazos de Leopold Harding que avanzaba hacia mí.
—Vamos, Lady Travers, ¿qué le pasa?
—¡Oh… nada, no lo había visto!
—La vi salir corriendo del Templo. Yo iba a entrar.
—¡Oh! —Dije— me alegro de que haya usted venido… —y pensé: tal vez el asesino anónimo ha oído llegar la arabiya de Harding, tal vez por eso me dejó huir. Añadí con rapidez, mientras él me observaba:
—Bien vale una segunda visita.
—Un lugar antiguo y maravilloso. ¿Seguro que se encuentra usted bien?
—Creo que el calor me ha abrumado un poco.
—No hay que andar corriendo así, ¿sabe? ¿Quiere dar una vuelta conmigo?
—Gracias, pero prefiero volver al palacio. Mi arabiya me espera.
—No la dejaré volver sola —dijo él.
Me alegré de su compañía. Ayudaba a disipar mis miedos absurdos. Él habló de asuntos prácticos, explicando que había logrado hacer arreglos para despachar sus mercancías.
—Ha sido un viaje muy afortunado: —dijo— no siempre es así. Naturalmente se compran muchas cosas «corrientes» como quien dice. Se gana un poco y el negocio vale la pena. Pero, a veces, hay verdaderos hallazgos.
—¿Ha encontrado algo esta vez?
—Eso creo… sí, lo creo. Pero de eso uno nunca está seguro y, por fina que sea una pieza, hay que encontrarle comprador. Son los negocios. Aquí está el palacio. ¿Se siente usted bien, Lady Travers?
—Perfectamente, gracias. Era el calor, creo.
—Abrumador, agotador. Me alegro de haber estado allí.
—Gracias por su amabilidad.
—Ha sido un placer.
Subí a mi cuarto y me eché en la cama. El miedo seguía apoderándose de mí.
¿Tenía yo razón? ¿Era una premonición lo que había estremecido mi piel y me había puesto carne de gallina? ¿Realmente había estado en peligro? ¿Era, como diría el adivino, el gran murciélago negro que planeaba sobre mí? ¿O lo imaginaba porque había descubierto que mi marido amaba a otra mujer y quería librarse de mí?
Hacía diez minutos que estaba en el dormitorio cuando llamaron a la puerta. Me senté de golpe mientras la puerta se abría lenta, sigilosamente. Un par de ojos oscuros me contemplaban.
—¿La señora querer té de menta? La señora muy cansada.
Mustafá me contemplaba con pena.
Le di las gracias. Él permaneció unos segundos, después se inclinó y se fue.
Había pasado el intenso calor del día. Me puse mi sombrero de paja de ala ancha y salí. La gente se levantaba de la cama, donde había dormido detrás de las persianas que protegían del sol. La plaza del mercado empezaba a llenarse. Oí la mágica música del encantador de serpientes. Vi la serpiente que empezaba a emerger de la canasta para regocijo del grupito que se había reunido para contemplarla.
Me detuve ante el narrador de cuentos, con las piernas cruzadas sobre su alfombrilla, sus soñadores ojos oscuros e hipnóticos. Los rostros de los que escuchaban estaban tensos, atentos; pero, cuando me acerqué, sintieron mi presencia. Con mi blusa de algodón, mi falda de hilo y mi sombrero de paja, yo era una extranjera. Incluso el narrador interrumpió el cuento.
Dijo en inglés, para mí:
—Y donde ella murió creció un hermoso árbol, y las flores fueron del color de su sangre.
Dejé caer unas monedas en la bandeja, demostrando mi agradecimiento.
—Alá sea con usted —murmuró él, y la gente se retiró para dejarme paso.
Fui al zoco. El adivino me vio y bajó los ojos mirando la alfombra en la que estaba sentado.
Seguí por las estrechas calles, pasé junto a las tiendas abiertas con sus olores característicos y me di cuenta de los ojos que me miraban, casi furtivamente. Yo pertenecía a aquéllos que, por dos veces, habían afrontado la ira de los muertos. Yo era uno de los condenados.
Volví al palacio.
En los últimos días había descuidado los trabajos de oficina que hacía para Tybalt. No quería que él se diera cuenta de que me pasaba algo y decidí que todo debía estar en orden como siempre.
Había papeles sobre su escritorio, que había dejado para que yo los archivara. Había notas sobre los progresos diarios, todas con fecha; y yo los colocaba en una especie de carpeta en perfecto orden, para que pudiera referirse a ellos y encontrar lo que buscaba sin perder un momento. Me había dicho que aquel portafolio especial, de piel de foca, había pertenecido a su padre. Estaba atado con un cordón de seda negro.
Yo había notado desde hacía cierto tiempo que las costuras se habían roto en algunas partes, y me había dicho que debía volver a coserlas. Decidí hacerlo ahora.
Tomé hilo y aguja, vacié el portafolio de su contenido de papeles y me puse a trabajar, pero, al meter la mano en la cubierta, percibí que allí había algo.
En el primer momento pensé que era una especie de paquete, pero como estaba arrugado, lo extraje y, ante mi sorpresa, vi que era una hoja de papel escrita. Estaba arrugada y, al estirarla, algunas palabras me llamaron la atención. Era parte de una carta y estaba firmada «Ralph».
«… un proyecto costoso, incluso para ti. Sí, me suscribo. Quisiera poder acompañarte. Lo haría, de no ser por este corazón. No te convendría tener que cargar con un enfermo, y el clima me liquidaría. Ven mañana.
Quiero hablar contigo de nuestro plan. Es algo en lo que he puesto mi corazón. Tu hijo y mi hija. Él se te está pareciendo tanto que a veces creo que eres tú, hablando de lo que vas a hacer. Dejo una buena suma para tu causa, siempre que tu hijo se case con mi hija. Ésas son las condiciones. Sin casamiento no hay dinero. He puesto el corazón en esto. Los abogados están trabajando para que, el día en que mi hija se case con tu hijo, el dinero vaya para tu causa. Dile al muchacho cuánto depende de esto.
¡Una hija mía y un hijo tuyo! Querido amigo, tu cerebro y mi vitalidad. ¡Qué combinación para nuestros nietos! Te espero mañana, Ralph B.».
Quedé mirando fijamente la carta. Las palabras parecían danzar enloquecidas como los títeres en la plaza del mercado.
«Una hija mía y un hijo tuyo». En aquel momento se había referido a Theodosia. Tybalt conocía el testamento.
Y naturalmente cuando Sir Ralph se aficionó tanto a mí y Theodosia decidió casarse con Evan, me ofreció a mí como novia. Para eso había mandado llamar a Tybalt. Sin duda le había dicho: «Judith es mi hija. El testamento es valedero si la aceptas». Y Sir Ralph, que me quería, había comprendido que yo amaba a Tybalt. Me hubiera dado a Tybalt, aunque fuera necesario comprarlo para que me aceptara.
Todo estaba claro… desoladoramente claro.
Theodosia se había casado por amor. ¡Pobre Theodosia, que había disfrutado tan brevemente la dicha del matrimonio! Y yo me había casado con Tybalt y se había hecho el arreglo.
Y ahora que el dinero estaba a salvo en los cofres de la «Profesión», Tabitha era libre.
Tabitha siempre había sido una mujer rara, llena de secretos. Y Tybalt… ¿qué sabía yo de Tybalt?
Durante años lo había amado. Sí, como a un símbolo. Lo había amado desde el instante en que lo vi, a mi manera tonta e impetuosa. Ahora no lo amaba menos. Pero tenía que darme cuenta de que él era despiadado en lo que concernía a su profesión. ¿Y también en lo que se refería a su matrimonio?
¿Qué me estaba pasando?
Me acerqué a la ventana y abrí las persianas. Miré hacia el río, más allá de la terraza. Hombres con túnicas blancas; mujeres de negro; una hilera de camellos que iban hacia la ciudad; un pastor con tres ovejas, llevando un cayado como un cuadro que había visto en la Biblia de Dorcas. El río deslumbrante al brillo del sol; en el cielo una luz blanca, quemante, que nadie se atrevía a mirar; el aire cálido llenaba el cuarto.
Después se oyó desde el minarete el grito del muecín. La súbita parada del movimiento y el ruido, como si todo se hubiera convertido en piedra.
Es este lugar, pensé. Esta tierra de misterio. Aquí puede pasar cualquier cosa. Y anhelé los campos verdes de mi patria, el dorado rojo, el acariciador viento del sudoeste la amable lluvia. Hubiera deseado echarme en brazos de Dorcas y Alison para que me consolaran.
Me sentía aquí sola, sin protección; y una sombra ominosa se acercaba.
Yo era apasionada en mis emociones. ¿Acaso no había dicho siempre Dorcas que yo era muy impulsiva?
«Sacas conclusiones; —podía oír la voz de Alison—. Imaginas una situación dramática y quieres que todo encuadre en ella. Tienes que terminar con eso».
Alison tenía razón.
—Mira atentamente… —otra vez Alison— …míralo a la cara. Ve lo peor… tal como es, no como lo está haciendo, y entonces juzga lo que es mejor hacer…
Bueno, estoy celosa, me dije. Amo a Tybalt con un sentimiento loco de posesión. Lo quiero para mí sola. No quiero compartirlo ni siquiera con su profesión. He procurado destacar en esa profesión. Desde que era niña y lo amaba. He estado interesada. Pero soy una aficionada y no puedo esperar que confíen en mí las personas que están a la cabeza de dicha profesión. Estoy celosa porque está en la excavación más que conmigo.
Aquello era lógico y razonable. Pero olvidaba algo.
Había oído la voz de Tabitha. «Es demasiado tarde, Tybalt, demasiado tarde».
Y había leído la carta de Sir Ralph a Sir Edward. Un chantaje para que se casaran con su hija. Un cuarto de millón de libras si lo hacía.
El dinero había sido entregado. Estaba seguro en manos de gente que iba a usarlo en la profesión. Y ahora Tabitha era libre. Yo había sido útil.
Oh, no. Era ridículo. Mucha gente se casa por dinero; se ama a una mujer, pero nos casamos con otra.
Pero no asesinan.
Vamos, tenía que afrontarlo. ¿Realmente podía sospechar que Tybalt y Tabitha planeaban un crimen? Claro que no. Tabitha había sido muy buena conmigo. Recordé cuánto había lamentado que yo tuviera que trabajar para la antipática Lady Bodrean; me había prestado libros; me había ayudado a acrecentar mis conocimientos. ¿Cómo podía sospechar de ella? ¿Y Tybalt? Pensé en nuestro matrimonio, nuestro amor, nuestra pasión. No podía haber fingido aquello, ¿verdad? Es cierto que nunca había sido tan ansioso, tan ferviente, tan totalmente enamorado como yo, pero lo había aceptado pensando que éramos dos caracteres diferentes.
Pero ¿era así?
¿Qué sabía yo de Tabitha? ¿Qué sabía de Tybalt?
Y aquí estaba, con pensamientos malignos girando y girando en mi cabeza. Había heredado los temores de Theodosia. Sabía lo que ella había experimentado ante el adivino. Entendía el terror que se había apoderado de ella.
Estábamos en una tierra extraña. Una tierra misteriosa, de creencias raras, donde los dioses parecían vivir ejerciendo su venganza, ofreciendo recompensas. Lo que hubiera parecido ridículo en Inglaterra era aquí plausible.
Las premoniciones de desastre de Theodosia demostraron ser reales. ¿Y las mías?
No podía seguir en el cuarto. Tenía que ir a sentarme al balcón.
En el camino encontré a Tabitha que iba a su dormitorio.
—Hola, Judith —dijo— ¿dónde estabas? Te andaba buscando.
—Fui a dar una vuelta por el mercado y volví. Hacía mucho calor.
—Debemos habernos cruzado. Yo también estuve allí. ¿Qué crees que me dijo esta vez el adivino? «Tendrá usted a su novio, —me dijo—. No tardará ahora». Como ves, tengo suerte.
—No hay murciélago negro para ti entonces.
—No, nada menos que un marido.
—Tendría que felicitar… a ambos. ¿Y quién es el futuro novio?
Tabitha rió; bajó los ojos y después dijo:
—Todavía es un poco prematuro. Nadie se me ha declarado. Será en el futuro.
Sonreía secretamente cuando subió las escaleras.
Empecé a temblar como cuando estaba en el Templo. Salí al aire caliente, pero sentía frío y no cesaba de temblar.
No le hablé a Tybalt de la carta. La escondí en una cajita de cuero repujado que le había comprado a Yasmín hacía cierto tiempo. Remendé el portafolio y puse los papeles en orden.
Leopold Harding vino a despedirse. Dijo que se había quedado más tiempo del que había pensado.
—Conocerlos a ustedes y charlar ha sido interesante.
Incluso ahora me resulta difícil despedirme.
Tybalt le dijo que debía visitarnos en Inglaterra.
—Le tomo la palabra —fue la respuesta.
Iba a realizarse una conferencia en el hotel. Supuse que los fondos que se habían destinado a la expedición estaban mermando y había que decidir si se podía continuar con el trabajo.
Tybalt estaba ansioso. Temía que se votara por la interrupción de las tareas, algo que él no podía aceptar.
—Detenerse ahora… en este punto… es casi una locura —dijo—. Es lo que le ocurrió a mi padre. Ha habido un accidente fatal, pero podía suceder en cualquier parte. Son esos absurdos rumores.
Se dirigió con Terence, Hadrian y otros miembros del grupo hacia el hotel. El palacio parecía silencioso sin ellos.
En el transcurso de la mañana uno de los criados vino a decirme que un obrero de la excavación había venido a verme. Se había lastimado y quería que le curara la herida con mi famoso bálsamo.
Cuando bajé al patio vi al joven cuya herida había atendido una vez y a quien conocía como amante de Yasmín.
—Señora —dijo y tendió la mano. Estaba arañada y sangraba un poco. Le dije que pasara, que iba a hervir agua y lavarle la mano antes de ponerle el bálsamo y vendarlo.
Supe que la mano no estaba muy lastimada; quizá se la había arañado deliberadamente. Tenía algo importante que decirme.
—Yasmín nunca volverá —dijo—. Yasmín está muerta. Yasmín fue arrojada al río.
—Sí, ahora lo sé.
—Pero no sabe usted por qué, Milady.
—Dime.
—Encontraron a Yasmín en la tumba. Si yo hubiera estado aquel día con ella también estaría muerto. Como la encontraron donde no debía estar la sacaron y la mataron. Lo sé porque me lo confesó el hombre que lo hizo. No se atrevió a negarse. Era una orden. Y después vino otra orden. Tenía que haber un accidente. Tenía que ser un aviso porque es importante para algunos… que ustedes se vayan.
—Comprendo —dije— ¿y quién ha dado esas órdenes? El muchacho empezó a temblar visiblemente. Miró por encima del hombro.
—Puedes decírmelo —lo tranquilicé— tu secreto estará a salvo conmigo.
—No me atrevo —dijo—. Significa la muerte.
—¿Quién puede saber que me lo has dicho?
—Sus criados están en todas partes.
—En todas partes, no aquí.
—Sí, señora, aquí… en esta casa. Tienen una marca…
—¿El chacal?
—Es el signo de Anubis… el primer embalsamador.
Dije:
—¿El Pashá?
El muchacho se asustó tanto que comprendí que había acertado.
—Entonces —dije— él dio orden para que mataran a Yasmín; y después para que uno de nosotros sufriera un accidente que podía ser fatal en el puente. Uno de sus criados puede fácilmente haber roto el puente. Pero ¿por qué lo ha hecho?
—Quiere que ustedes se vayan, señora. Quiere que dejen todo. Teme…
Pero no siguió.
—Yasmín murió —dije— y mi hermana murió.
—¿Su hermana, señora? ¿Era su hermana?
Asentí.
Quedó horrorizado. Creo que más por el hecho de haberme dado una información que por la muerte de Theodosia, ya que, el hecho de que fuera mi hermana, podía significar que yo quisiera tomarme una venganza personal.
Dijo bruscamente:
—Yasmín me esperaba en el lugar secreto…
—¿Un lugar secreto? —dije rápidamente.
—Dentro de la tumba. Hay una pequeña abertura no lejos del puente. No habíamos trabajado en esa abertura, y pensé que debía ser nuestro sitio. Allí es donde ella me esperaba. Allí estábamos juntos.
Até la venda y él dijo:
—Se lo digo a usted, señora, porque usted es buena… buena conmigo… buena con Yasmín. Y hay orden para que haya más accidentes… para que todos sepan que la Maldición está viva, que los reyes están irritados… con los que turban su lugar de reposo.
—Gracias por decírmelo —contesté.
—Dígale a Sir Tybalt. Pero no que yo le dije. Dígale y váyanse… y entonces estarán a salvo.
Dije:
—Se lo diré.
—Entonces él se irá por miedo a que sea usted la próxima, porque usted es su amada.
Me sentí enferma de horror. Quería estar sola para pensar.
Deseaba que Tybalt estuviera a mi lado para decirle lo que había descubierto. Iba a escucharme, me dije enojada. Cuando Yasmín desapareció no se había interesado.
Pero su desaparición nos concernía a todos.
¡El Pashá! Quería que nos fuéramos. ¿Por qué? Lo recordé sentado a la mesa, comiendo, diciendo galanterías, contemplando nuestros atributos femeninos. Nos había prestado su palacio. ¿Por qué si no quería ayudarnos? Para tenernos bajo control, por eso. Sus criados nos servían e informaban de todo lo que hacíamos. Todo empezaba a ser claro.
¿Y que había hecho la pequeña Yasmín para merecer la muerte? La habían encontrado en la tumba, esperando a su amante. En la alcoba que yo no había visto, pero que el amante de Yasmín me había descrito.
De pronto recordé que el adivino tenía la marca del chacal en el brazo. Por lo tanto servía al Pashá. ¿Acaso era su tarea predecir muertes y desastres, para que nos fuéramos?
Tenía que hablar con Tybalt. Le diría lo que había oído. Pero él estaba en la conferencia. Tenía que aguardar su regreso.
El palacio era realmente siniestro ahora. ¿Cómo saber quién nos espiaba, quién escuchaba cada palabra que murmurábamos? Criados de pies silenciosos nos seguían, informando de todo lo que hacíamos.
Todos los criados eran criados del Pashá. Todos tenían algún deber que cumplir. Sólo había dos que habían venido con nosotros: Mustafá y Absalam.
¿Y qué pasaba con ellos?
Tenía que averiguarlo. Fui a mi cuarto y toqué la campanilla. Se presentó Mustafá y le pedí que me trajera té de menta.
Me puse a su lado mientras preparaba la mesa. Dije:
—Un bicho… ¡ay, ha subido por tu brazo! —Antes que pudiera moverse levanté la manga floja. La marca tenía que estar en el antebrazo, donde había visto las otras.
Mi pequeña estratagema me dijo lo que quería saber: en el antebrazo de Mustafá estaba la señal del chacal.
Dije con calma:
—No lo veo ahora. Los insectos son aquí una peste, y sus picaduras pueden ser venenosas. La gente viene siempre a pedir mi ungüento. Pero ya no lo veo.
Mustafá no había desconfiado, estaba segura.
Me dio las gracias y me dejó con el té.
Quedé allí bebiendo y pensando que, si Mustafá era hombre del Pashá, también debía serlo Absalam.
Después mis pensamientos fueron a Sir Edward.
Había muerto en el palacio. Había comido algo preparado por Mustafá o Absalam o por ambos cuando murió.
En caso de atenderlo un médico, ese médico podía ser uno de los hombres del Pashá.
Tybalt estaba en peligro como lo había estado su padre. Todos estábamos en peligro.
Sir Edward había descubierto algo en la tumba y aquello había requerido su muerte inmediata. Hasta ahora parecía que Tybalt no había encontrado lo que había descubierto su padre, ya que no se había atentado contra su vida. Pero si Tybalt hacía el descubrimiento…
Empecé a temblar. Tenía que verlo. Tenía que escucharme, porque estaba segura de que había descubierto algo de máxima importancia.