Tragedia en el puente
Al día siguiente todos hablaban de regresar. Había sido una de las expediciones más costosas que se habían realizado y no había llevado a nada… un callejón sin salida en una tumba ya saqueada.
Tybalt había cometido un gran error. Las palabras de su padre antes de morir lo habían engañado. Eso era todo. Como su padre había muerto misteriosamente —y era una muerte misteriosa, se dijera lo que se dijera— Tybalt había creído estar al borde de un gran acontecimiento. Y los otros también. Y ahora descubrían, tras una amarga desilusión, la pérdida de sus esperanzas y haber arrojado al aire una gran cantidad de dinero.
Theodosia estaba loca de alegría. La idea de volver a Inglaterra era un tónico para ella.
—Claro que lo lamento por Tybalt —decía— para él es una gran desilusión. ¡Pero será maravilloso volver a casa!
Hadrian dijo:
—Bueno, todo ha terminado. Pronto volveremos y la gran aventura ha terminado. ¿Te has curado, Judith? Estabas loca por venir aquí, ¿verdad? Y no fue exactamente lo que suponías. ¡Oh, conozco a nuestra Judith! Ya te veías conduciéndonos a la victoria. ¡Haciendo de madre superiora con todo el grupo, llevándonos a descubrir la tumba intacta de un poderoso faraón! Y ésta es la realidad.
—Me ha resultado fascinante.
—¿Y no te habría molestado ser la viuda de un arqueólogo? A algunas damas les molesta, te lo aseguro. ¿Y no te molestó ser excluida? ¡Cómo si no te hubiera visto rechinar los dientes! ¿Quién se resigna a ser menos importante que unos huesos muertos?… ¡Momificados, claro está!
—Acepté pronto mi situación y, aunque haya terminado así, hecho que todos debemos lamentar, puedo asegurarte que ha sido una experiencia maravillosa.
—¡Ya ha hablado la esposa buena y leal, aceptando valerosamente el olvido debido a una buena causa!
—Sabía que podíamos esperar esto —dije— y siempre supe que Tybalt iba a estar trabajando hasta quedar sin aliento.
Él se me acercó más y dijo:
—¡Yo no te habría abandonado por eso, Judith! ¡Por nada!
Me volví hacia él, enojada.
—Veo que apoyas lealmente a tu jefe —dije.
Él me hizo una mueca.
—Tú y yo siempre hemos sido buenos amigos, ¿no?
—Hasta este momento —repliqué.
La mueca se convirtió en una carcajada. Después se puso serio de pronto.
—No lo creas. Siempre fuimos amigos y lo seguiremos siendo. Si alguna vez me necesitas…
—¡Necesitarte!
—Sí, mi querida prima. Incluso la persona más segura de sí misma necesita a veces de los otros.
—¿Estás sugiriendo algo?
Él se encogió de hombros y sonrió con su risita torcida, que siempre me había parecido adorable. Aparecía en los momentos graves, cuando fingía tomar a la ligera algo que lo afectaba profundamente.
Pensé entonces: Sabe algo. Me está previniendo. ¿Sobre qué? ¡Tybalt!
Dije agudamente:
—Es mejor que hables claro.
Entonces pareció pensar que había ido demasiado lejos.
—No hay nada que aclarar.
—Pero has querido decir…
—He dicho tonterías una vez más.
Pero había logrado sembrar en mi mente la semilla de la inquietud.
Unos días después hubo gran excitación en el palacio. Tybalt estaba radiante. Había estado siguiendo durante meses una falsa pista y ahora había encontrado otra.
Me habló muy nervioso del asunto.
—Tenía la idea de que habíamos trabajado en un lugar equivocado. Hay algo detrás de la pared que todavía debemos explorar.
—¿Y si se trata de otro callejón sin salida?
—No creo que pueda haber dos.
—¿Por qué no?
—Por Dios, Judith, ¿por qué iba a haberlos?
—No sé, pero como había uno…
—Tengo que probar —dijo él— no cejaré hasta lograrlo.
—¿Y eso significa que nos quedaremos aquí cuánto tiempo?
—¿Quién puede saberlo? Pero vamos a intentarlo.
El efecto en todos fue sorprendente.
La gente como Terence Gelding y los miembros más antiguos del grupo estaban encantados. Y también Tabitha. ¡Pobre Theodosia! ¡Estaba tan desilusionada! Y también Evan, creo, pero sólo a causa de Theodosia. Él era muy bueno y cariñoso con ella… primero el marido, pensé, después el arqueólogo.
Y comprendí que, para mí misma, yo hacía comparaciones.
Theodosia estaba llena de melancolía. Sus esperanzas de volver a la patria se habían frustrado.
Tabitha dijo:
—Está molestando a Evan. Tybalt está muy preocupado. Dicen que Evan no se concentra en el trabajo porque vive pensando en su mujer.
Me sentí resentida. ¿Por qué tenía Tybalt que hablar de Theodosia con Tabitha? Sospechaba que hablaba con ella de muchas cosas. Más de una vez los había visto trabados en una conversación profunda. Recordé la escena con Hadrian y me pregunté si otros habrían notado las mismas cosas que yo.
Tabitha siempre se mostraba animosa, y facilitaba las cosas a Tybalt. Se le había ocurrido que, ya que Theodosia se sentía agitada ante la idea de una permanencia prolongada, convenía interesarla en lo que estaba pasando.
Creyó que no sería mala idea que un grupito fuera de visita de inspección a la excavación. Theodosia formaría parte del grupo. Leopold Harding, que nos visitaba de vez en cuando en el palacio y nunca perdía ocasión de hablar con nosotros cuando nos encontrábamos por casualidad, preguntó si se le permitiría alguna vez dar una vuelta por la excavación.
—Es necesario que Theodosia vea por sí misma hasta qué punto esto es interesante —dijo Tabitha—. Estoy segura que le ayudará a vencer sus temores.
Tabitha habló con Tybalt, quien le dio la autorización y después organizó el grupo. Ante mi sorpresa, Theodosia consintió en seguida en acompañamos. Sinceramente no quería preocupar a Evan y estaba decidida a mostrar buena cara pese a sus temores.
Leopold Harding estaba muy interesado en lo que pasaba en la excavación. Hadrian me dijo que lo había encontrado una o dos veces, y siempre preguntaba cómo marchaban las cosas. Se había mostrado muy comprensivo cuando creímos que la expedición había fracasado, y le dijo a Hadrian que estaba muy contento de que volviéramos a tener esperanzas.
—Anhela echar un vistazo —dijo Hadrian— y me ha preguntado si puede acompañarnos en esta visita. Se quedó encantado cuando Tybalt otorgó el permiso. Me ha invitado a ir a ese almacén que tiene. ¿Quieres venir?
Dije que sí y, Hadrian y yo partimos juntos.
Era una tiendecita en el borde del zoco, con pesados candados, y supuse que algunas de las piezas que allí se guardaban debían ser muy valiosas.
El pequeño espacio estaba lleno de cosas fascinantes. Leopold Harding estaba entusiasmado mientras señalaba diversos objetos.
—Vean este taburete plegable. Tiene una talla de follaje entrelazado. Observen las cabezas de leones en los extremos de arriba y las garras abajo. Lo he encontrado aquí, y es posible que sea escandinavo. Pero uno nunca sabe lo que se puede encontrar en donde sea. Esto podría ser del siglo XII.
Hadrian señaló una placa.
—¡Oh, mira! Juraría que esto es auténtico —vi las figuras de perfil; un faraón presentando regalos a Horus.
—Una pieza preciosa —dijo Leopold Harding— y que podría engañar a mucha gente. ¿No pensaría usted que ha sido sacada de las paredes de una tumba? Y no es así. Es antigua… pero no tanto. Trescientos años, me parece. Pueden ustedes imaginar cuan contento estuve cuando cayó en mis manos.
Hadrian dejó que Leopold Harding le sacara la placa de las manos de bastante mala gana, creo.
—Vean esto —siguió Harding, mostrando una caja—. Es para joyas. Vean la incrustación de marfil y los pequeños paneles en la tapa. Es una de mis piezas más valiosas.
Admiramos la caja y pasamos de uno a otro objeto.
Nos habló de la dificultad de embarcar las mercancías para Inglaterra, y de lo contento que estaba cuando podía adquirir joyas o pequeñas piezas que él mismo podría llevar.
Nos mostró algunos collares y aros de lapislázuli y turquesas, engarzados a la manera egipcia. Quedé fascinada. Había una estatua que me intrigó. Era del dios Horus con cara de halcón, y a los pies del dios estaba la figura hermosamente tallada de un faraón. Sobre la figurita se erguía protector el halcón. Parecía cobrar vida mientras yo la miraba: tendría alrededor de un metro cincuenta de alto, pero mientras la examinaba como hipnotizada, me pareció que sus proporciones aumentaban enormemente. No podía quitarle los ojos de encima. Tenía un embrujo que me daba ganas de huir y que, sin embargo, me mantenía allí clavada.
Cuando sentí que me tocaban el hombro me sobresalté. Era Leopold Harding que sonreía.
—Hermosa, ¿no? —dijo—. Una copia maravillosa.
—¿Dónde está el original? —pregunté.
—No lo he visto nunca, pero sin duda estaba hecho para decorar la tumba de un antiguo faraón. El tipo de imagen que se colocaba allí para ahuyentar a los saqueadores… —se volvió hacia Hadrian—. Pero usted debe saber de esto más que yo.
—Lo dudo —dijo Hadrian— nunca he visto una tumba intacta.
—Esa imagen es un poco estremecedora, ¿no les parece? Me gustaría conocer su opinión sobre este adorno de alabastro. Nada menos que la Esfinge. Más bien bueno. Y muy valioso. Muy bien tallado.
Estuvimos de acuerdo y seguimos examinando otros artículos interesantes que había allí, pero yo seguía pensando en el Horus de piedra y, en cuanto podía, volvía a mirarlo, imaginando que sus ojos de halcón me amenazaban.
Realmente era una experiencia interesante; se lo dije a Leopold Harding cuando partimos y le di las gracias calurosamente.
—Un favor merece otro —dijo él ligeramente—. No olviden que los acompaño a la excavación, cuando vayan.
El grupo estaba formado por Terence Gelding, que era quien dirigía, ayudado por Hadrian y Evan, Leopold Harding, el interesado invitado, Tabitha, Theodosia y yo.
Fuimos a la caída de la tarde a la excavación, cuando ya habían partido los obreros.
Yo nunca podía poner el pie en aquellos corredores subterráneos sin un estremecimiento, y comprendía lo que debía sentir Theodosia. Su embarazo era ahora evidente y se apoyaba en el brazo de Evan; pero me sorprendió lo tranquila que estaba, casi preparada a disfrutar de la aventura.
El plan había sido excelente y bien podíamos esperar que ayudara a Theodosia a dejar de lado sus temores y que empezara a ser lo que Tabitha llamaba «una buena mujer de arqueólogo».
Terence tenía una linterna y Hadrian otra; Terence dirigía y Hadrian estaba en la retaguardia.
Theodosia se apoyaba en el brazo de su marido y pisaba con cuidado.
Naturalmente hacía frío después del calor de afuera, pero Terence nos había prevenido para que trajéramos unos chales o chaquetas livianas.
Terence levantó en alto la linterna y señaló las pinturas de dioses y faraones que había en las paredes. Reconocí la cabeza de camero de Amón-Ra. Horus el Halcón, ¿o era acaso también Amón-Ra, que era a la vez Carnero y Halcón? Allí estaba Anubis el Chacal, que me recordó la marca en el brazo del hombre que había curado, marca que también había visto en la piel del adivino.
Terence decía:
—Ésta no era la tumba de alguien muy importante. Las pinturas no han sido ejecutadas con el cuidado que hemos visto en algunos palacios… el nuestro, por ejemplo. Sin duda ha sido la última morada de algún potentado menor, un hombre rico, sin embargo, porque incluso una tumba secundaria debía costar mucho. Es posible que hubiera aquí varias personas enterradas.
—¿E hicieron una especie de sociedad para pagar? —preguntó Leopold Harding.
—Pero si ya estaban muertos —dijo Theodosia, y todos quedamos encantados al oírle expresar interés.
—No —dijo Terence— mucho antes que murieran se iniciaban los trabajos de la tumba. En el caso de un faraón se prolongaban años, y sólo terminaban cuando moría.
—Cuando podrían usarla —añadió Hadrian— de modo que, cuanto más vivían, mejor era la tumba, lo que no me parece muy justo con los jóvenes. ¡Ser privados de la vida y de una buena tumba de un solo golpe!
Marchamos con cuidado por los estrechos corredores, siguiendo a Terence. Después el pasadizo se abría formando una cámara.
—Ésta no es la cámara mortuoria —dijo Terence— la cámara mortuoria debía estar más lejos. Ese agujero que ven allí debe haber contenido algo que fue retirado cuando saquearon la tumba. Es difícil decirlo. Esta estructura de madera en forma de puente ha sido puesta por nosotros, para cuando tuviéramos necesidad de cruzar el pozo para llegar al otro pasadizo más distante. Pero vean primero los grabados de esta pared.
Sostenía en alto la linterna y Theodosia, creo, procurando mostrar a Evan que no tenía miedo empezó a atravesar la estructura de madera que servía de puente.
Todos quedamos horrorizados ante lo que sucedió después. El puente se desmoronó; Theodosia cayó arrastrando al abismo parte del puente.
Hubo un silencio aterrador que pareció prolongarse, pero que apenas debe haber durado medio segundo.
Después oí gritar a Hadrian:
—¡Dios mío! —Y vi que Evan se deslizaba para bajar al abismo; no era fácil, porque era un pozo de varios metros.
Terence dio órdenes.
—Harding, vaya a buscar en seguida una camilla Busque un médico donde sea. Tome la linterna —me la puso en las manos—. Bajaré —y empezó a descender arrodillándose junto a Evan al lado del cuerpo tendido de Theodosia.
Todo era como una pesadilla: lo sombrío de la tumba, el silencio que nos envolvía, Theodosia, inconsciente, floja, el pánico de Evan.
Todo parecía durar siglos. Naturalmente había dificultades. Improvisamos una camilla, pero no fue fácil sacar a Theodosia del pozo, ni llevar la camilla por los estrechos corredores. Terence demostró ser un jefe experto aquella noche y Tabitha estaba junto a él, fría y dominante. Yo hacía todo lo posible para tranquilizar a Evan.
Él repetía:
—Es mi culpa. No debí dejar que viniera.
Finalmente llevamos a Theodosia al palacio y la acostamos. El niño nació esa noche —muerto— una niña de cinco meses. Pero era Theodosia quien nos preocupaba.
Seguía inconsciente y Tabitha, que tenía experiencia como enfermera, se quedó cuidándola mientras yo estaba en el otro cuarto con Evan, procurando en vano consolarlo. Yo repetía:
—Se curará. Habéis perdido esta criatura, pero tendréis otras.
—Si se cura —dijo Evan— nunca más la sacaré de casa. Estaba aterrada. Tú sabes hasta qué punto estaba asustada. Sentía el peligro. Es culpa mía.
Dije:
—Tonterías. No es tu culpa. Claro que tenía que seguirte: eres su marido.
—Quería volver… y yo la retuve aquí. Procuraba acostumbrarse. ¡Oh, Dios! ¿Por qué no volvimos a casa?
—No podías —le aseguré—. Tu trabajo está aquí.
—Hablé con Tybalt. Pero no podía dejarme ir sin crear muchas complicaciones. Hubiera tenido que encontrar alguien que me reemplazara.
Tabitha apareció en la puerta. Evan se puso de pie.
Ella nos hizo señas para que pasáramos.
Vi sobre las almohadas la cara pálida de Theodosia; estaba empapada en sudor y apenas era reconocible.
Una tremenda desolación se apoderó de mí. Era mi hermana y supe que iba a morir. Evan se arrodilló junto a la cama, con la cara inundada de lágrimas. Theodosia abrió los ojos.
—Evan —dijo.
—Mi amor —contestó él— mi adorado amor…
—No es nada, Evan… ya… no tengo miedo…
Me vio.
—Judith…
—Aquí estoy, Theodosia.
—Mi… hermana…
—Sí —dije.
—Ahora está sobre mí, Judith… el gran murciélago negro…
—¡Oh, Theodosia!…
—Pero no tengo miedo. Ya no…
Oí que Evan murmuraba:
—¡Oh, Dios!…
Y la mano de Tabitha se apoyó en mi hombro.
—Ya ha terminado, Judith —murmuró.
Me incorporé. No podía creerlo. Ayer ella estaba bien. Hacía dos días que habíamos ido juntas al zoco.
Y ahora Theodosia estaba muerta.
El efecto de la muerte de Theodosia fue desolador.
¿Acaso no había muerto Sir Edward? Y ahora otra muerte. ¡Era la Maldición de los Faraones!
Mustafá y Absalam me miraban con ojos suplicantes.
—Vuelva, señora —decían esos ojos—. Vuélvase antes de que la Maldición vuelva a castigar.
Tybalt estaba trastornado.
—Esto preocupa mucho a Tabitha —dijo—. No puede olvidar que fue ella quien propuso el paseo. Le he dicho que lo hizo para ayudar a Theodosia, pero eso no la consuela.
Pocas veces lo había visto tan afectado. A causa de Tabitha, pensé. ¿Qué me estaba pasando? Me estaba volviendo desconfiada y resentida. Caramba, me decía, se preocupa más por el efecto que esto pueda tener sobre Tabitha que por Evan, que era el marido de Theodosia, y por mí, que era su hermana.
—He ordenado una investigación de inmediato —me dijo—. Tenemos que averiguar cómo pudo ocurrir el accidente. El puente era usado con frecuencia y era lo bastante fuerte como para sostener a varios hombres y muchos instrumentos. ¿Cómo es posible que se haya roto cuando lo cruzó una mujer joven? Tiene que haber una explicación lógica. Si no la encontramos volverán a correr esos estúpidos rumores.
Pero no podía hacer nada para impedirlos, especialmente cuando se demostró que era imposible averiguar cómo se había roto el puente.
La Maldición había quebrado el puente, era el veredicto de muchos. Era obra de los dioses irritados.
Pero ¿por qué la víctima era Theodosia, que no había hecho nada para ofenderlos? Era su primera visita a la tumba y había querido volver a su país. Si los dioses estaban enojados, ¿por qué la habían elegido como objeto de su venganza?
Algunos obreros no querían bajar a la tumba, hecho que retrasaba considerablemente las operaciones.
Yo estaba preocupada por Evan, que parecía loco de dolor.
No podía concentrarse cuando se le hablaba. Sus ojos se llenaban de lágrimas; a veces hablaba de Theodosia, de su dicha junto a ella y de las esperanzas que habían compartido para el futuro de su hijo. Era doloroso; más aún, era insoportable, y hablé con Tybalt de esto. Dije:
—Evan tiene que volver a Inglaterra. No puede seguir aquí.
—Lo necesito —dijo Tybalt.
—Es por el estado en que está.
—Es verdad que no sirve ahora de mucho.
Dije fríamente.
—Acaba de perder a su mujer y a un hijo.
—Ya lo sé. Pensé que tal vez le haría bien concentrarse en el trabajo.
Me reí.
—Voy a sugerirte una cosa —dije— que te molestará. Todo aquí le recuerda lo que ha perdido. Tiene que volver en seguida a Inglaterra.
—¿Y qué podrá hacer allí? Sólo llorar a su mujer.
El trabajo le ayudará a vencer el dolor.
—¿Te das cuenta, Tybalt, hasta qué punto Evan amaba a su mujer?
—La adoraba, ya lo sé.
—Me parece que no eres muy capaz de entender los sentimientos de Evan por Theodosia.
Él me miró de una manera rara.
—Sí —proseguí agudamente— sé que es así. Pero yo los entiendo. En este momento está atontado por el dolor. Tenemos que ayudarlo, Tybalt. Ha perdido lo que más quería, más que todo lo que puedes entender. El trabajo no lo salva. Nada puede salvarlo. Creo que tiene que irse de aquí. Aquí hay demasiados recuerdos.
—¿Acaso no los habrá en Inglaterra?
—Otros recuerdos. Aquí él la recuerda como era ella aquí mismo… llena de miedo… queriendo volver a casa. No puede evitarlo. Está al borde del colapso. Si hubieras visto su cara cuando la sacaron del pozo… y junto a su cama, cuando se estaba muriendo…
Se me quebró la voz. Y él me acarició el hombro.
Lo miré y pensé furiosa: está pensando a quién poner en lugar de Evan ya que está demasiado trastornado para seguir.
Proseguí:
—No se trata de arqueología. Se trata de comprensión humana… de bondad. Tengo que cuidar a Evan… si otros no lo hacen.
—Naturalmente queremos hacer lo mejor…
—Sí, ya lo sé, el trabajo debe seguir. Pase lo que pase eso es importante. Lo sé. Pero Evan no te sirve en su estado actual. Escribiré a mis tías para contarles lo que ha pasado. Les preguntaré si Evan puede ir a Rainbow Cottage y allí lo atenderán y volverán a darle deseos de vivir.
Tybalt no contestó, yo me aparté de él y dije:
—Voy a escribir a mis tías. Decidas lo que decidas voy a pedirles que se ocupen de Evan.
Tybalt me miró sorprendido y no dijo nada.
Me senté y escribí:
«Queridas tías
Quiero que recibáis a Evan y os ocupéis de él. Ya debéis estar enteradas del atroz accidente. El pobre Evan está como loco. Sabéis cuánto amaba a Theodosia. Yo misma no puedo creerlo. Nos habíamos compenetrado mucho, especialmente aquí. Era mi hermana y nos queríamos como hermanas. Evan la amaba…».
Hasta aquel momento no había podido llorar. Ahora las lágrimas caían por mis mejillas y sobre el papel, enturbiando la tinta. Mis tías llorarían al ver la carta. Era algo por lo que realmente se podía llorar.
¡Pobrecita Theodosia, tan aterrada ante la vida!
Siempre había temido la muerte, y sin embargo, sus palabras, cuando se enfrentó a ella fueron: «No tengo miedo».
¡Si no hubiera puesto el pie en aquel puente! Pero entonces habría sido algún otro. ¡Tybalt! El corazón se me detuvo un instante. Si hubiera sido Tybalt… Desde que estábamos en Egipto mis sueños idílicos estaban impregnados de dudas, miedos, sospechas. Recordaba con demasiada frecuencia las reacciones de la gente cuando anunciamos que íbamos a casarnos. Algunos —también Dorcas y Alison— habían sospechado de los motivos de Tybalt.
Era verdad que yo me había convertido en una heredera.
Yo siempre había sentido que Tybalt me ocultaba una parte de sí mismo. Yo me había dado a él enteramente. Estaba segura. Él conocía mis súbitos impulsos, mis entusiasmos, mis defectos, mis virtudes; nunca había sabido ocultar mis sentimientos hacia él; mi obsesión había empezado en el momento en que abrió la puerta y me vio surgiendo del sarcófago y, aunque ahora éramos marido y mujer, en cierto modo era un extraño. ¿Carecía acaso de calor humano y de esa piedad por los otros que nos hace tan vulnerables y, quizás, dignos de amor? ¿Hasta qué punto dependía de mí? ¿Cuánto me necesitaba? ¿Por qué estaba atormentada por estas dudas, yo, que siempre había creído totalmente en mi capacidad para moldear mi vida? La respuesta era: porque no conocía enteramente al hombre al que me había entregado por completo. Sospechaba cuáles eran sus sentimientos hacia mí y el motivo por el que se había casado conmigo. ¿Creía que, para él, su trabajo era lo primero… antes que yo… antes que Tabitha?
Acababa de decirlo. Estaba celosa. Dudaba de su relación con Tabitha y del motivo por el que se había casado conmigo. Había construido una pesadilla que empezaba a cobrar realidad.
Tomé la pluma y seguí escribiendo con decisión:
«Creo que necesita un cuidado especial y que vosotras se lo podéis dar. ¿Queréis ocuparos de él, atenderlo y enseñarle a vivir de nuevo? Sabina y Oliver os ayudarán.
De algún modo creo que la tranquila paz de Rainbow Cottage y vosotras dos, con vuestra filosofía de la vida, podéis ayudarlo. ¿Queréis intentarlo, querida Alison, querida Dorcas?».
Las conocía demasiado bien y esperaba una respuesta inmediata. Llegó. Evan no protestó; no expresó sorpresa.
Parecía un hombre en un sueño… o una pesadilla.
Nos dejó y partió para Rainbow Cottage.
Desde la muerte de Theodosia, Leopold Harding parecía haberse interesado por nuestro grupo. Se le veía con frecuencia en la excavación; hablaba con los obreros y Hadrian lo invitaba a comer con nosotros. Hacía toda clase de preguntas y expresaba su enorme interés por el trabajo.
Pidió permiso a Tybalt para observar de vez en cuando los trabajos, y Tybalt lo autorizó. Hacía preguntas inteligentes. Era evidente que había leído sobre el tema o que había aprendido a fuerza de hacer preguntas a Hadrian. El y Hadrian estaban siempre juntos y todos lo veíamos con frecuencia.
La depresión de Tybalt se había disipado. Sentía que estaba siguiendo una nueva pista y que el éxito era inminente. Estaba seguro de que más allá del muro de la vieja tumba estaba el camino hacia otra. Había sido hábilmente oculta, pero él iba a encontrarla.
Las tías me escribían con frecuencia.
«La verdad es que esperamos que vuelvas después de esto. ¡Hace tanto que te has ido! Evan habla ahora un poco de lo sucedido. Está bastante mejor que cuando llegó. Sabina está muy feliz. Su hijito nacerá muy pronto.
Todos estamos muy entusiasmados. Pero nunca hablamos de eso con Evan. Podría ponerse a pensar y entristecerse.
Lady Bodrean va a hacer levantar en la iglesia un recordatorio para Theodosia. Se hizo un servicio religioso por ella, la gente habla como cuando había muerto Sir Edward. ¡Oh, Dios, de verdad deseamos que vuelvas a casa!
Lady Bodrean nos invitó a tomar el té en Keverall Court. Habló de ti. Dijo que era raro que tú, su dama de compañía, se hubiera convertido en una mujer tan rica. Se refería al hecho de que vas a heredar la parte de Theodosia, ahora que ésta ha muerto».
El corazón empezó a latirme con fuerza. Era extraño, pero no hubiera pensado en aquella cláusula en el testamento de Sir Ralph. Yo iba a tener el doble del dinero que tenía, y Keverall Court iba a ser mío cuando muriera Lady Bodrean.
El dinero no me importaba, aunque de vez en cuando deseaba no haber heredado una fortuna y poder estar segura de que Tybalt se había casado conmigo porque me quería.
Las tías tenían razón: ahora yo era una mujer muy rica.
«Parecía más preocupada por el hecho de que heredaras todo ese dinero que por la muerte de su hija. ¡Nos sorprende que hayas podido aguantarla tanto tiempo! No es una mujer simpática. Fuiste muy valiente, querida. ¡Oh, como desearíamos que escribieras anunciando tu regreso!».
Sus cartas me traían la paz de la campiña, la casita en el tranquilo recodo del camino, a un tiro de piedra de la antigua rectoría.
Tybalt dijo que debíamos comportarnos como si la tragedia no hubiera ocurrido. Era la mejor manera de sofocar los rumores. Pero cuando salíamos, la gente nos miraba furtivamente. Creían que estábamos locos desafiando la Maldición de los Faraones. ¿Qué otro aviso queríamos?
¿Cuántas muertes tendrían que ocurrir?
Tabitha me dijo:
—No vas mucho al zoco ahora.
—No tengo ganas. Theodosia y yo íbamos allí con frecuencia.
—Probablemente notarán que ahora no vas.
—¿Importa algo?
—Creo que deberías comportarte de la manera más normal posible.
—No me gusta ir sola.
—Te acompañaré cuando pueda.
Al día siguiente sugirió que fuéramos. Hablamos, como siempre de Theodosia.
—No pienses, Judith —dijo Tabitha— yo he tenido que controlarme para no hacerlo. Recuerda que fui yo quien sugirió el paseo… de no hacerlo, ella estaría hoy aquí.
—Otro hubiera muerto. El puente estaba a punto de venirse abajo. ¿Y cómo ibas a saberlo?
Ella sacudió la cabeza, tristemente.
—De todos modos no puedo olvidar que fui yo quien propuso el paseo.
—¿Por qué se habrá roto el puente? —exclamé—. ¿No estarás sugiriendo que alguien…?
—¡Oh, no, Judith!
—¿Quién podría haber hecho algo semejante?
—Fue un accidente. ¿Cómo podría ser otra cosa?
El silencio cayó sobre nosotras. Pensé: supongamos que no fue un accidente. Supongamos que alguien quería matar a Theodosia. ¿Quién iba a ganar algo con su muerte? Yo era quien se había vuelto doblemente rica.
Dije:
—Era mi medio hermana. La quería. La reprendía, ya lo sé, pero la quería de todos modos. Y ahora…
Tabitha me apretó el brazo:
—No sigas, Judith. No podemos hacer nada. Ya todo ha pasado. Tenemos que dejar el hecho atrás.
Estábamos en la plaza del mercado. Había ruido y color en todas partes. El tragador de fuego iba a iniciar su número y una multitud de niños excitados saltaba a su alrededor; el encantador de serpientes estaba sentado semi dormido, las serpientes en las canastas. Un juglar procuraba atraer a la multitud. Atravesamos la plaza y penetramos en el conocido laberinto de callejuelas, pasamos junto a la tienda de cueros en la que ya no estaba Yasmín, junto a la carne que asaban en palos y la caldera con salsa picante… y allí estaba el adivino.
Nos miró de reojo.
—Alá sea con vosotros.
Yo quise seguir, pero Tabitha vaciló. El hombre, naturalmente, estaba enterado de la muerte de Theodosia.
—La damita —dijo— no siguió mi consejo.
Los ojos se me llenaron de lágrimas. Imaginé claramente a Theodosia sentada en la alfombrilla junto a él, con los ojos desmesurados por el terror.
—La veo, —dijo— amenazaba. Todavía amenaza —me clavaba los ojos.
—No quiero oír —dije, casi con petulancia.
Él se volvió a mirar a Tabitha.
—Un peso le ha sido quitado —dijo—. Ahora hay dicha. El obstáculo se ha ido y vendrá la recompensa, si tiene usted la sabiduría de tomarla.
Yo estaba a punto de echar dinero en la bandeja, pero sacudió la cabeza.
—No, hoy no. No quiero baksheesh, sólo acepto pagos por servicios. Le digo, señora: tenga cuidado.
Nos alejamos. Yo temblaba.
—Él tuvo razón… respecto a Theodosia.
—A veces puede acertar.
—Me está avisando ahora.
—Siempre te ha avisado.
—Tú eres la afortunada. Parece que obtendrás la recompensa cuando hayas retirado el obstáculo. ¿O ya ha sido retirado?
—Son charlas —dijo Tabitha—. Frases hechas. Y no hay que mostrarles que uno está turbado. Sería la manera de aumentar los rumores.
Pero yo estaba turbada, profundamente turbada.
¡Cuánto echaba de menos a Theodosia! Sentía cierto remordimiento porque, cuando estaba viva, no le había demostrado cuánto significaba para mí ser su hermana. Me sentaba y meditaba en la terraza, donde tantas veces nos habíamos sentado juntas, y recordaba nuestras conversaciones. Tabitha no la sustituía: yo desconfiaba de ella.
Tenía conciencia de la amistad de ella y Tybalt. Una vez, cuando él regresó de la excavación, yo estaba en la terraza y él se aproximó. Empezó a hablar con fervor del trabajo y yo le escuché con atención. Pero se presentó Tabitha. Recordaba muchas cosas de la expedición anterior y ellos las discutieron hasta agotar el tema, de modo que yo quedé fuera. Tuve temor y sentí resentimiento.
Recordé la preocupación de las tías acerca de mi matrimonio, la profecía de Pegger, las sospechas de Nanny Tester.
Era injusta. Antes sólo hubiera creído cosas buenas de Tybalt. Él era todo para mí, pero no estaba segura de él. Me había vuelto celosa y desconfiada. Empezaba a ver a Tybalt como un hombre que podía ser totalmente carente de escrúpulos si algo interfería en su trabajo. Y esa falta de escrúpulos, ¿se refería únicamente a su trabajo?
Tybalt empezaba a convertirse en un desconocido para mí.
Un día que estaba sentada en la terraza, Leopold Harding se acercó. Se había convertido casi en un miembro del grupo. Su enorme interés atraía a Tybalt, que siempre estaba dispuesto a ayudar a los aficionados. Ahora incluso solía comer en el palacio e iba a la excavación a ver trabajar a los hombres.
Se sentó a mi lado y lanzó un suspiro.
—¡Qué paisaje —dijo— siempre hay tanto que ver en el Nilo. Imagínese lo que debe haber sido hace tres mil años!
—Las barcas reales —dije— todas esas maravillosas decoraciones de gente haciendo cosas raras… como llevar piedras para construir las pirámides u ofrecer libaciones a los dioses.
—¿Por qué están siempre de perfil las figuras?
—Porque tenían bellos perfiles, supongo.
—¿Está su marido satisfecho con los progresos realizados?
—Cada mañana está lleno de esperanza. Está seguro de que «hoy será el día». Pero, hasta ahora, nada.
—Fue muy triste lo que le sucedió a la señora Callum.
Asentí.
—¡Tan joven, empezaba la vida, como quien dice, y le sucede este tremendo accidente! La gente del hotel no habla de otra cosa.
—Ya lo sé. Hablan en todas partes.
—Creen que es la Maldición de los Reyes.
—Eso es absurdo —hablé como hubiera hablado Tybalt. Él estaba ansioso de que no se alentaran aquellos rumores—. Si existiera una maldición… lo que es absurdo… ¿por qué iba a caer sobre Theodosia, que era la más inofensiva del grupo?
—Pero era miembro del grupo.
—Apenas. Era la mujer de uno de los miembros, eso es todo.
—Se habla mucho. La opinión general es que esta expedición, como la anterior, trae mala suerte… y trae mala suerte porque los dioses o los antiguos faraones están enojados.
—Es una charla lógica dadas las circunstancias.
—He recibido una carta de Inglaterra. Se ha dado cierta importancia a la muerte de Theodosia en los diarios. «Otra muerte», dicen, y mencionan la Maldición.
—¡Otra! Veo que se refieren a la muerte de Sir Edward. A la gente le encanta este tipo de misterio. Lo creen porque desean creer.
—Me parece que tiene usted razón —dijo él—. Debo partir pronto. He enviado la mayoría de las compras a Inglaterra y ya me queda muy poco por hacer. Pero todo ha sido fascinante. ¿Cree usted que a su marido le molesta que ande dando vueltas por la excavación?
—Lo diría si así fuera. Le gusta que la gente muestre interés. Siempre que no le molesten.
—Tendré cuidado de evitarlo. Me doy cuenta de que sabe usted mucho.
—Cuando se está entre profesionales uno se da cuenta de lo poco que sabe en realidad. Antes de casarme leía mucho, y Evan Callum fue en un tiempo nuestro profesor… el mío, de Theodosia, de Hadrian. Usted está enterado de los parentescos, claro.
—Sí, algo he oído. Usted y la señora Callum eran medio hermanas, creo.
—Sí, y Hadrian es primo.
—Todos amigos de la infancia. Debe sentir usted profundamente la pérdida de la señora Callum.
—Así es, y sé que lo mismo le pasa a Hadrian.
—Me he dado cuenta de que las quería mucho a ambas… especialmente a usted.
—¡Oh!, Hadrian y yo siempre hemos sido buenos amigos.
—De modo que, en su adolescencia, usted estudió arqueología…
—Siempre como aficionada, pero las tumbas me han interesado particularmente.
—Un tema atrayente.
—La idea de embalsamar los cuerpos es tan macabra… y tan hábil. Nadie lo ha hecho jamás como ellos. Perfeccionaron el arte. Recuerdo que leía el tema en mi cuarto de la rectoría… me eduqué en una rectoría… y que me quedaba sentada en la cama, temblando.
—¿Se imaginaba acaso encerrada en una tumba?
—Naturalmente. No lo hicieron mucho después del año 500 antes de Cristo, me pregunto por qué. Un enorme proceso… retirar los órganos y rellenar el cuerpo con casia, mirra y otras hierbas aromáticas. Después meterlo en una especie de soda durante tres meses antes de envolverlo en hilo fino y untarlo con una sustancia pegajosa.
—Realmente fue estremecedor ver el interior de la tumba en aquella noche fatal… la del accidente. ¿Qué cree usted que puede haber pasado con el puente?
—Debe haber tenido algún defecto.
—¿Cree usted que alguien pueda haber estado manipulándolo?
—¿Quién? ¿Y para qué?
—Para matar a alguien.
—¿Theodosia? ¿Por qué? ¿Qué había hecho?
—Quizás querían matar a algún miembro del grupo.
—La verdad es que pudo ser cualquier otro.
—Exactamente. De modo que es como si no importara quién… siempre que fuera alguien.
—¿Quiere usted decir que alguien ha querido que muriera uno de nosotros como una especie de aviso?
—Naturalmente pudo haber sido un mero accidente… si se hubiera tratado de otra persona. La condición de la señora Callum lo convirtió tal vez en un accidente fatal. Usted debe saber mucho más que yo de esas cosas. Yo considero un gran privilegio que me permitan ver de vez en cuando lo que sucede. Nunca olvidaré esta visita a Egipto.
—No creo que ninguno de los que aquí estamos olvide jamás esta expedición. Fue lo mismo con la anterior, cuando murió Sir Edward. Eso terminó con todo, porque él era el jefe y no podían seguir sin él.
—¿Y qué descubrió?
—Precisamente nada. Pero Tybalt cree que lo hubiera hecho en caso de poder continuar. Tybalt ha proseguido a partir del punto en que él dejó.
—Bueno, ha sido un gran honor. Tengo que volver al hotel, así que me despido. Me ha entretenido nuestra charla.
Lo vi alejarse. Entré al palacio porque el sol empezaba a calentar. Recordé entonces que había dejado el bote de ungüento de Dorcas en el cuartito del patio. Al acercarme oí voces y me detuve.
Tabitha estaba hablando.
—¡Oh, sí, es un gran alivio estar libre! Si hubiera sucedido antes… y ahora, Tybalt, es demasiado tarde… demasiado tarde…
Quedé petrificada. Algo resonaba en mis oídos; el patio pareció retroceder y sentí que iba a desmayarme.
¡Demasiado tarde! Sabía demasiado bien lo que eso significaba.
Hacía cierto tiempo que lo sospechaba… quizás siempre lo había sospechado; pero ahora lo sabía.
Me volví y corrí hacia mi cuarto.
Me quedé echada en la cama. Tybalt había vuelto a la excavación. Me alegré. No quería verlo… todavía no… no hasta haber decidido lo que iba a hacer.
Recordé muchos incidentes. La forma en que la había mirado cuando estaba sentada al piano; las palabras de aviso de Nanny Tester; el momento en que había ido a ver a su marido y Tybalt había resuelto que debía partir al mismo tiempo. Y Tabitha era hermosa, digna, experimentada. Comparada con ella yo era fea y torpe; y yo no era paciente como ella. Estaba furiosa y llena de inquietud porque a Tybalt le importaba más su trabajo que yo.
Tabitha lo entendía. Era a ella a quién él amaba; la mujer con la que se casaría en caso de ser libre.
Pero incluso en este caso, ¿por qué se había casado conmigo? ¿Por qué no la había esperado? ¡La propuesta de matrimonio había sido tan súbita! Me había tomado totalmente de sorpresa. Se me había declarado porque sabía que iba a heredar la fortuna de Sir Ralph. Todo estaba claro… demasiado claro para tranquilizarme.
Y aquí estaba ella, muy cerca de él. Me pregunté cuántas veces, cuando suponía que estaba trabajando en la excavación, tendría una cita con Tabitha. Los imaginé juntos; parecía deleitarme en torturarme a mí misma. No podía soportar aquellas imágenes y sin embargo no podía dejar de crearlas.
Sentí que era joven y poco experimentada. No sabía qué hacer. ¿Podía acaso pedir consejo? No podía hablar ahora con Theodosia. ¡Como si eso hubiera sido posible alguna vez! ¿Qué habría entendido ella de mi problema, con su inocencia y su inexperiencia de la vida y adorando a Evan que la amaba fielmente y la hubiera seguido amando hasta el fin de sus días? Dorcas y Alison ignoraban todo lo concerniente a relaciones como ésta; hubieran asentido con la cabeza, diciendo: «Te lo dijimos. Él nunca nos gustó. Sentimos que había algo malo. —No me servía. ¿Sabina? Casi oí su voz llegándome a través de la distancia—. Claro que Tybalt es maravilloso. No hay nadie como él. Tendrías que sentirte muy feliz de que se haya casado contigo… porque lo hizo. Pero naturalmente tú no sabes bastante y Tabitha sí, y es bella… y siempre ha estado en casa… en verdad como su mujer… aunque tenía ese marido y él no podía casarse con ella debido a eso. Pero eres por lo menos Lady Travers y la mujer de Tybalt, ¿no? Eso debería bastarte… Después de todo él no es como la otra gente, ¿no?».
Era tonto dejar vagar la mente con aquellas conversaciones imaginarias. Pero no podía detenerme. ¿En quién poder confiarme?
Quería hablar con alguien. Quería preguntar: ¿Qué puedo hacer?
Pensé en Hadrian. Nos queríamos como suelen quererse los primos, aunque él había expresado unos sentimientos más intensos. ¿Realmente había querido decir eso?
Probablemente. Bromeaba con eso, pero era la forma en que él hablaba. Siempre habíamos sido consecuentes, nos habíamos protegido el uno al otro cuando éramos niños —yo más que él, porque yo podía manejar mejor las cosas, y él, por ser el varón, era castigado con más frecuencia—. ¡Querido Hadrian, tan poco complicado!
Pero no me atrevía a hablarle de mis miedos, porque no podía discutir a Tybalt. Ya era bastante que, en lo profundo de mi mente, pudiera erigir estas ideas monstruosas. Me había pedido bruscamente que me casara con él; yo era una heredera y ahora la muerte de Theodosia me había convertido en una mujer muy rica. ¡La muerte de Theodosia! ¡Oh, no! No podía aceptar estos pensamientos tan absurdamente malignos. Cualquiera podía haber caído en el puente. Pero había sido Theodosia, y su muerte había convertido a la mujer de Tybalt en una persona muy rica. Tybalt necesitaba dinero para su trabajo. ¿Por eso se había casado con una mujer rica? Si Tabitha hubiera sido libre… pero su liberación había llegado tarde. «Demasiado tarde»… podía oír su voz con aquella nota de tristeza… aquella profunda y amarga nostalgia.
Yo me interponía entre ellos. Si yo no existiera Tybalt y Tabitha podrían casarse, porque, ¿quién iba a heredar la fortuna de una mujer rica si no era su viudo?
Mi inventiva empezaba a ser fantástica.