CAPÍTULO 07

La fiesta del Nilo

Tybalt empezaba a estar muy nervioso. Creía haber dado con la buena pista. Los trabajos en el interior de la vieja tumba demostraban sin lugar a dudas que había otra cámara detrás del muro que estaban excavando.

Hacía ya varios meses que estábamos en Egipto y era hora decía, que pudiéramos mostrar algo tras tantos esfuerzos. Estaba seguro de que se encontraba a punto de descubrir lo que buscaba.

—Será una amarga desilusión —decía— si alguien ya ha estado allí.

—¿Cómo podrían haber estado si ese lugar está oculto detrás de la otra tumba?

—Quizás haya otra entrada, lo que no es improbable. Desgraciadamente habrá otra parada por la Fiesta del Nilo, que es inminente. Lo malo de estas fiestas no es sólo que existan, sino que no tienen fecha fija. Esta depende del estado del río.

—¿Por qué?

—Bueno, es una especie de ceremonia aplacadora.

Data de hace miles de años, cuando los egipcios adoraban al Nilo. Creían que había que calmarlo y pacificarlo, para que, cuando se desbordara, aldeas enteras no fueran arrastradas por las aguas. Ha pasado con frecuencia y sigue pasando. De ahí la ceremonia.

—¿De verdad creen que con esa ceremonia contendrán al río?

—Ahora es una costumbre, pretexto para unas vacaciones. Era bastante importante en el pasado. Entonces se hacía un sacrificio humano. Ahora arrojan una muñeca al río… con frecuencia una muñeca de tamaño humano, hermosamente vestida. Representa a la virgen que arrojaban al Nilo en el pasado.

—¡Pobres vírgenes! ¡Realmente lo pasaban mal! Siempre las arrojaban a los dragones o las encadenaban a las rocas o algo por el estilo. ¡No debía ser muy divertido ser virgen en esos tiempos!

—Estoy seguro de que la ceremonia te divertirá, pero retrasará el trabajo, y eso es precisamente lo que no quiero en este momento.

—¡Deseo tanto, Tybalt, que pongas el pie en esa tumba intacta! Serás tú el primero, ¿verdad? ¡Qué dichosa seré! Será como lo deseas. Verás la huella en el polvo de la última persona que estuvo allí antes de que la sellaran. ¡Qué emocionante para ti… y lo mereces, querido Tybalt!

Rió en aquella manera tierna e indulgente que yo conocía tan bien.

Desesperadamente yo deseaba que tuviera éxito.

Con un día de anticipación nos comunicaron la fecha de la fiesta.

Las aguas subían rápidamente, lo que significaba que las lluvias en el centro de África habían sido copiosas ese año; y era posible calcular el día en que iban a llegar cerca.

Desde temprano las orillas del río se llenaron de gente. Había arabiyas por todas partes; y algunos habían venido en camellos, cuyos cencerros tintineaban alegremente en sus cuellos, al igual que los camellos que había traído el Pashá. Desdeñosamente bajaban hacia el río, como si supieran que eran los animales más útiles de Egipto. Sus patas acolchadas les permitían marchar con facilidad sobre el pavimento o sobre la arena; su lana servía para hacer alfombras, y los albornoces con capucha que gustaban tanto a los árabes; se hacía cuero con su piel y el olor peculiar que invadía el lugar provenía de su excremento, que se usaba como combustible.

La gran excitación del día era: ¿cómo iba a comportarse el río? Si la inundación era grande los sitios ribereños quedarían bajo el agua; si la lluvia había sido moderada tendrían la hermosa visión del río levantándose, sin temor a un desbordamiento peligroso.

Era en verdad una fiesta, y a todos les gustaban las fiestas. En el zoco la mayoría de las tiendas estaban cerradas, aunque se olían las comidas que estaban cocinando: preparaban «delicias turcas» con nueces; pastelitos hechos de harina frita y miel, panes de herish y carne de cordero o ternera crepitaba en una sartén levantada sobre estacas en el fuego hecho con excremento de camello. El cliente podía sumergir esa carne en una olla de salsa sabrosa y humeante; estaban también los vendedores de limonada con sus túnicas a rayas rojas, acarreando su recipiente y los vasos; había quioscos en los que se podía comprar vasos de té de menta. Los mendigos habían venido desde lejos y en cantidad: mendigos ciegos, mendigos sin piernas y sin brazos, una visión miserable, como para ensombrecer la dicha de aquel día de alegría. Allí estaban sentados, levantando los ojos sin vista hacia el cielo con las bandejas de limosna ante ellos, solicitando baksheesh y que Alá bendijera a los que no pasaban de largo.

Era una escena ruidosa y colorida que nuestro grupo contemplaba desde la terraza más alta del palacio; desde allí podíamos ver sin estar entre la muchedumbre.

Yo estaba sentada junto a Tybalt, Terence Gelding de un lado, Tabitha del otro; Evan estaba a la izquierda, con Theodosia.

Tybalt dijo que tenía la impresión de que el río iba a portarse bien. Era de desear que así fuera. Si había una inundación algunos de los obreros iban a tener que ocuparse de las zonas arrasadas y eso podía significar más demoras.

Hadrian se acercó a nosotros. Me pareció que estaba un poco fatigado y me pregunté si el calor sería para él opresivo. Quizás, me dije, haya cierto grado de tensión.

Hemos estado aquí mucho tiempo y nada se ha decidido aún. Sabía hasta qué punto Tybalt estaba inquieto, y que cada día al levantarse se decía que podía ser el día del gran descubrimiento; por la noche regresaba desilusionado al palacio.

Las aguas del río parecían rojas cuando avanzaban los remolinos, porque arrastraban la rica tierra que atravesaban. La gente se estremeció al ver las aguas rojas. El color de la sangre. ¿Estaría el río con ánimo vengativo?

Desde el minarete resonó la voz del muecín.

—Alá es grande y Mahoma es su profeta.

Se produjo un inmediato silencio mientras los hombres y mujeres permanecían allí inmóviles, con las cabezas inclinadas en la plegaria.

En la terraza guardamos silencio y me pregunté cuántas de aquellas personas rogaban a Alá para que no dejara que las aguas subieran e inundaran la tierra. Supe entonces que, aunque rogaban a Alá y a su profeta Mahoma, muchos creían que la ira de los dioses debía ser aplacada, y que cuando el símbolo de una virgen fuera arrojado a las turbulentas aguas, el dios iracundo que las había hecho crecer quedaría satisfecho y ordenaría al río mantener la calma y no destrozar con su venganza la tierra de la pobre gente.

Vimos cómo la procesión marchaba hacia el borde del río. Los estandartes se mantenían en alto; había inscripciones en ellos, aunque no sé si eran del Corán; quizás no, pensé, ya que ésta era una ceremonia que provenía de centenares de años antes del nacimiento del profeta.

En medio de la procesión había un coche y, en éste, estaba sentada la muñeca de tamaño humano que representaba a la virgen. Al borde del río la muñeca sería sacada de su sitio y arrojada a las aguas.

Contemplé la muñeca. Era exactamente como una muchacha con un yashmark cubriendo la parte baja de su cara. En las muñecas llevaba también brazaletes de plata y lucía una magnífica túnica blanca.

Cuando la procesión pasó cerca de nosotros vi claramente la muñeca. No pude creer que no fuera en realidad un ser humano: había en ella algo natural.

Estaba echada en el asiento del carruaje, con los ojos cerrados.

La procesión pasó.

—¡Qué muñeca tan humana! —dijo Hadrian.

—¿Por qué las hacen con los ojos cerrados? —preguntó Evan.

—Supongo —intervine— que es para expresar que sabe lo que le espera. Es posible que, si a uno lo van a arrojar al río, no tenga ganas de ver la gente. Todos han venido a presenciar el espectáculo.

—Pero es una muñeca —protestó Hadrian.

—Supongo que quieren que sea lo más realista posible —dije—. Me recuerda a alguien… ¡Ya sé, a Yasmín, la muchacha a quien compré unas zapatillas!

—Claro —exclamó Theodosia—. ¡Es lo que trataba de darme cuenta!

—¿Una conocida tuya? —preguntó Hadrian.

—Una chica a la que le compramos cosas en el zoco. Es encantadora y habla un poco de inglés.

—Naturalmente —dijo Hadrian— aquí la gente nos parece muy igual entre sí. Como debemos parecerles nosotros a ellos.

—Pero tú y Tybalt, por ejemplo, no os parecéis nada, y Evan es muy distinto a cualquiera de los dos, y lo mismo pasa con Terence, y con otra gente.

—No discutas en este momento. Mira.

Miramos. La muñeca fue levantada en alto y arrojada a las turbulentas aguas del Nilo.

Vimos como giraba en la corriente y se hundía después. Hubo un largo suspiro contenido. El dios iracundo había aceptado a la virgen. Ahora podíamos esperar que el río no saliera del cauce. La tierra no se inundaría.

Y curiosamente así fue.

Llegaron regalos al palacio; eran un tributo del Pashá y señal de su buena voluntad. Para mí había un adorno que probablemente podía convertirse en un broche. Tenía la forma de una flor de loto, con perlas y lapislázuli, muy bonito. Theodosia y Tabitha habían recibido unos adornos similares, pero el mío era más elaborado.

Tybalt rió al verlos.

—Eres obviamente la favorita —dijo—. Ésta es la flor sagrada de Egipto y simboliza el despertar del alma.

—Tendré que escribir una carta de agradecimiento —repliqué.

Theodosia me mostró el suyo. Estaba hecho de calcedonia.

—Me gustaría que no me lo hubiera mandado —dijo— siento algo malo en esto.

La pobre Theodosia lo estaba pasando muy mal; se sentía descompuesta todas las mañanas, pero lo más alarmante era la creciente nostalgia por la patria. Evan debía sentirse muy desdichado. Me había dicho que, cuando terminara la expedición, iba a procurar quedarse definitivamente en Inglaterra. Pensaba que la vida tranquila en una universidad convendría a Theodosia. La verdad, debía estar en un estado de gran melancolía cuando un regalo desusado le parecía maligno.

En una caminata hacia el zoco me dijo que Mustafá se había horrorizado al ver el adorno.

—¡Mustafá —dije— por Dios, espero que no volverán a comenzar con la cantinela de que volvamos a casa!

—Tuvo miedo de tocarlo. Dijo que significaba algo como el despertar del alma, y que eso sólo puede suceder cuando uno está muerto.

—¡Qué tontería! El hecho es que ambos quieren volver a Giza House. Por eso procuran asustarnos para que convenzamos a Tybalt. Deben ser cretinos si creen que podemos hacerlo.

—A Tybalt no le importaría que muriéramos si puede seguir en busca de su tumba.

—Eso que dices no es justo, es absurdo y ridículo.

—¿Lo es? Maneja a todos con mano dura. Odia las fiestas y vacaciones. Sólo quiere seguir y seguir… es como un hombre que hubiera vendido el alma al diablo.

—¡Qué tonterías estás diciendo!

—Todos dicen que no hay nada aquí. Quedarnos es tirar el dinero. Pero Tybalt no lo aceptará. Tiene que seguir. Sir Edward murió, ¿no? Y antes de morir supo que no había logrado encontrar lo que buscaba. Tybalt también ha fracasado. Pero no quiere reconocerlo.

—No sé de dónde has sacado esa información.

—Si no estuvieras tan loca por él tú también te darías cuenta.

—Oye, están siguiendo una pista dentro de la tumba. Existe la posibilidad de que hagan el mayor descubrimiento de todos los tiempos.

—Oh, quisiera regresar a casa —volvió hacia mí su rostro pálido y sentí tanta piedad por ella que dejé de mostrarme disgustada porque había atacado a Tybalt.

—Ya no falta mucho —dije para tranquilizarla—. Entonces tú y Evan podréis volver a la universidad. Tendrás un niño precioso y vivirás en paz. Procura no quejarte demasiado, Theodosia. Preocupas a Evan. Y sabes que puedes volver a Keverall Court. Tu madre estará contenta de tenerte consigo.

Se estremeció.

—Es lo que menos deseo. ¡Imagínate lo que sería eso! Ella mandaría en todo. No; me aparté de mi madre al casarme. No quiero volver con ella ahora.

—Bueno, aguanta entonces. Deja de pensar y ver el mal en todas partes. Disfruta de las rarezas de aquí; debes reconocer que es muy atrayente…

—Odio la ceremonia del río. No puedo dejar de pensar que fue a Yasmín a quien arrojaron al agua…

—¿Cómo puedes decir eso? Era una muñeca.

—¡Una muñeca de tamaño humano!

—Naturalmente. ¿Por qué no? Quieren que tenga el aspecto más natural posible. Ahora la veremos y le dirás que la muñeca se le parecía.

Habíamos llegado a las estrechas callejas; nos abrimos paso entre la multitud, y allí estaba la tienda con los objetos de cuero en exhibición. Un hombre ocupaba la silla que generalmente usaba Yasmín. Nos detuvimos; él se levantó, creyendo que éramos probables compradoras.

Adiviné que era el padre de Yasmín.

—Alá sea con vosotras —dijo.

—Y con usted —contesté—. Buscamos a Yasmín.

La expresión que atravesó su rostro sólo puede ser descrita como de terror.

—¿Cómo? —dijo.

—Yasmín. ¿Es hija suya?

—No entiendo.

—Hablábamos con ella casi todos los días. No la hemos visto últimamente.

Él sacudió la cabeza. Procuraba demostrar desconcierto, intriga, pero yo supe que entendía todo lo que habíamos dicho.

—¿Dónde está? ¿Por qué no viene más aquí?

Y él siguió sacudiendo la cabeza.

Agarré el brazo de Theodosia y nos alejamos. Ya no miré la multitud, ni las voces charlatanas, las bandejas de pan sin levadura, la crujiente carne, el vendedor de limonada con sus colorines. Sólo pensaba en la muñeca que habían arrojado a las turbulentas aguas del Nilo, y que me había recordado a Yasmín. Y ahora Yasmín había desaparecido.

Cuando regresamos al palacio nos esperaba el correo.

Esto era siempre muy interesante. Llevé las cartas a mi cuarto para leerlas a solas.

Primero las de Dorcas y Alison. ¡Cómo me gustaba recibir noticias! Generalmente tardaban semanas en escribirlas y añadían un poco cada día, de modo que parecían un diario. Imaginé la «carta para Judith» en el escritorio de la salita, a la que, cuando sucedía algo digno de ser contado, Dorcas o Alison añadían un párrafo.

«¡Qué tiempo! Habrá una buena cosecha este año. Todos esperamos que no llegue la lluvia. Jack Polgrey está contratando hombres nada menos que desde Devon porque anticipa una espléndida cosecha.

Los manzanos marchan bien y lo mismo pasa con los perales. Es de desear que las avispas no se coman las ciruelas. ¡Ya sabes cómo son!

Sabina está muy bien. Sale mucho y Dorcas la ayuda con el ajuar del niño… aunque todavía faltan muchos meses. Nunca he visto tanto revoltijo. ¡Y sus tejidos!

Dorcas deshace todos los días lo que ha hecho para hacerlo mejor, y sería mejor que dejara que ella lo hiciera todo, pero Sabina desea sentir que es ella misma quien prepara el ajuar del niño».

Dorcas escribía:

«¡Parece que hace tanto tiempo que te has ido! Es la primera vez en la vida que hemos estado tanto separadas.

Deseamos que vuelvas. Te echamos de menos. El viejo Pegger murió la semana pasada. Creo que ha sido un alivio para su mujer. Era un marido y un padre duro, aunque no se debe hablar mal de los muertos. Le hicieron un buen entierro y Matthew es el nuevo sepulturero. Cavó la tumba de su propio padre y algunos piensan que eso no está bien. Debieron llamar a otro para que lo hiciera.

Oliver está pensando en conseguir un asistente. Hay mucho trabajo y, naturalmente, en los días festivos contaría con Oliver. El nunca deja de trabajar y es un placer ver cómo mantiene unida a la parroquia».

Y así seguían. Había llegado la cosecha, tal como se esperaba. Jack Polgrey, que era un hombre dispendioso comparado con su avaro padre, había dado una fiesta y se había oído música en el granero. Habían hecho muñecos de trigo para colgar en las cocinas e iban a dejarlos hasta el año próximo, para que la cosecha fuera igualmente buena.

Todo se presentó claramente en mi mente y sentí que el deseo de estar allí me invadía. Después de todo era mi hogar, y me sentía muy lejos.

Había una carta de Sabina… unos garabatos sin consecuencia, en su mayoría refiriéndose a la ayuda que recibía de mis tías y diciendo cómo ansiaba la llegada de su hijo, y que era raro que Theodosia también estuviera encinta; en realidad no raro, sino natural, pero ¿qué me pasaba a mí? Seguramente no iba a quedarme atrás. Tenía que informarle en cuanto estuviera segura, porque las tías estaban muy ansiosas y deseaban que volviera a casa y que estuviera embarazada para darles la oportunidad de cuidar un nuevo bebé en la familia, porque, aunque eran unos ángeles y la trataban como si fuera su sobrina, nadie podría reemplazar a Judith para ellas.

Leía esto cuando llamaron a la puerta. Entró Tabitha. Tenía una carta en la mano.

Me miró como si apenas me viera.

—Tybalt… —empezó.

—Está en la excavación, naturalmente.

—Pensé que tal vez…

—¿Pasa algo malo, Tabitha?

No contestó.

Di un salto y me le acerqué. Vi que sus manos temblaban.

—¿Malas noticias?

—Malas… no sé si pueden llamarse así. Quizás buenas.

—¡Habla, por favor!

—Esperaba que Tybalt…

—Puedes ir a la excavación si es tan importante.

Me miró.

—Judith —dijo— ha sucedido finalmente…

—¿Qué ha sucedido?

—Él ha muerto.

—¿Quién? ¡Ah!, tu marido. Ven, siéntate. Has recibido un golpe terrible.

La llevé hasta un sillón. Ella dijo:

—Es una carta del sanatorio. Estaba muy enfermo antes que viniéramos aquí… Recordarás que fui a verlo. Ahora… ha muerto.

—Supongo —dije— que es lo que puede llamarse una liberación.

—No podía curarse. Oh, Judith, no sabes lo que esto significa. Finalmente… soy libre.

Dije con suavidad:

—Lo entiendo. Permite que te sirva algo. Quizás un poco de coñac.

—No, gracias.

—Entonces pediré que traigan té de menta.

No contestó y yo hice sonar la campanilla.

Apareció Mustafá. Le pedí que trajera el té; lo hizo casi de inmediato. Quedamos sentadas bebiendo la refrescante mezcla y ella me habló de los largos y pesados años en los que había sido una mujer sin marido.

—Hace más de diez años que hubo que encerrarlo, Judith —dijo— y ahora… —sus hermosos ojos eran luminosos—. Ahora —añadió— soy libre.

Tabitha ansiaba hablar con Tybalt. Era a él a quien quería darle la noticia. No hubo ocasión para que lo hiciera cuando volvió el grupo, porque Tybalt y los demás se habían quedado hasta tarde y la comida ya estaba lista cuando llegaron; inmediatamente después de comer Tybalt quiso volver a la excavación. Yo observaba a Tabitha. Ella quería darle la noticia a solas.

Lo esperaba aquella noche cuando él regresó a la casa. Era pasada la medianoche. Lo vi llegar, pero no subió en seguida a nuestro cuarto. Comprendí que Tabitha lo había detenido.

Esperé. Pasó una hora y él aún no había subido.

Me pregunté por qué Tabitha tardaba tanto en decirle lo que había pasado. Los insidiosos pensamientos eran como gusanos que roían, entrando y saliendo en mi mente, e igualmente molestos. Seguía pensando en las ominosas palabras de Nanny Tester. Ella había estado divagando, pero habían vuelto juntos en aquella ocasión.

Recordé haberlos visto sentados al piano. Entonces parecían amantes, pensé. No, era mi imaginación. ¿Si Tybalt estaba enamorado de Tabitha, por qué se había casado conmigo? ¿Acaso por qué Tabitha no era libre?

Y ahora lo era.

La carta de las tías las había revivido en mi recuerdo. Me parecía oír a Alison: «Hablas sin pensar, Judith. De este modo puedes hacerte mucho daño. Cuando vayas a estallar diciendo algo es mejor que te contengas y cuentes hasta diez».

Ahora podía contar hasta diez, pero no me servía de nada. Tenía que cuidar mi lengua. No debía decir nada que pudiera lamentar después. Me pregunté cómo reaccionaría Tybalt ante una mujer celosa.

¿Por qué se retrasaba tanto con Tabitha? ¿Acaso estaban celebrando su libertad?

Una ira salvaje creció en mí. Se había casado conmigo porque sabía que yo era hija de Sir Ralph. ¿Era así? ¿Cómo podía haberlo sabido? Se había casado conmigo porque sabía que yo iba a heredar mucho dinero. ¿Lo había sabido? Se había casado conmigo porque Tabitha no era libre. Eso lo sabía.

No sabía nada concreto, y sin embargo, ¿por qué seguían aquellos pensamientos en mi mente? ¿Por qué me había propuesto matrimonio tan bruscamente? ¿Por qué yo siempre había sabido que había una relación especial entre él y Tabitha? Tybalt estaba dedicado a su profesión, a esta expedición en particular, y necesitaba dinero para financiarla…

Amaba absolutamente a Tybalt. Mi vida no tenía sentido sin él y dudaba de él; sospechaba que amaba a otra mujer, una mujer que, hasta este momento, había estado ligada por un cruel matrimonio. Y ahora era libre.

Se oyeron pasos junto a la puerta. Volvía Tybalt.

Cerré los ojos porque no me atrevía a hablar. Temía decir todas estas sospechas que poblaban mi mente. Temía que, si lo enfrentaba con mis dudas y miedos, los confirmara.

Quedé quieta, fingiendo dormir.

Él se sentó en una silla y pareció abstraído en sus pensamientos. Comprendí que pensaba: ¡Tabitha es libre!

Debió haber permanecido sentado allí una hora. Y yo fingí seguir durmiendo.

¿Por qué todo parece distinto cuando sale el sol?

Había una deslumbradora luz blanca en el cielo, que no se podía mirar, y en Inglaterra el tiempo era bueno, y se lo apreciaba más cuando no se podía contar con que fuera así todos los días. Pero bastaba que apareciera y los miedos abrumadores de la noche empezaban a disiparse.

¡Qué tonta había sido! Tybalt me amaba. Lo había demostrado claramente. Pero al mismo tiempo sentía cariño por otras personas, Tabitha entre ellas. Había formado parte de la casa antes que yo, era una amiga de la familia y, naturalmente los asuntos de Tabitha lo preocupaban bastante. Nanny Tester divagaba. Era evidente. Le había tomado una irrazonable antipatía a Tabitha, y yo había construido mis sospechas sobre eso.

Podía verlo claramente a la luz del día.

Me reí de mí misma. Estaba tan trastornada como Theodosia.

Empecé a darme cuenta de que había empezado a estar inquieta desde la Fiesta del Nilo. Si pudiera ver a Yasmín y hablar con ella como antes, las cosas serían distintas. No me gustaban los misterios.

* * *

Theodosia no se sentía bien y Tabitha se ofreció a acompañarme al zoco. Naturalmente hablamos de la noticia que había recibido.

—Tal vez parezca malo sentir tanto alivio, pero no lo puedo evitar —dijo—. De todos modos no era vida para él, Judith. No sabía siquiera quién era la mayor parte del tiempo.

—No creo que debas reprocharte por sentir alivio —le aseguré.

—Pero eso hiere de todos modos, uno se pregunta si no podría haber hecho algo.

—¿Qué podías haber hecho?

—No sé… pero sólo era feliz cuando podía olvidar su existencia… y eso no está bien.

La miré. Parecía diferente, más joven, y había un brillo en su belleza que destacaba aún más.

Pasamos junto a la tienda donde había estado Yasmín. El viejo ocupaba su lugar. Miró y me vio. Supe que estaba a punto de pronunciar el acostumbrado «Ala sea con usted», pero cambió de idea. Pareció sumergido en su trabajo.

Seguimos de largo. Cuando pasamos junto al adivino, éste nos habló. Tabitha se sentó en la alfombrilla junto a él.

—Un gran peso ha desaparecido —dijo el hombre—. Hacía mucho tiempo que no era usted tan feliz.

Me miró y señaló la alfombrilla del otro lado.

—Usted es amada —dijo a Tabitha— debe usted irse, muy lejos, a la tierra de las lluvias. Debe ir… y vivir con gran dicha… porque es usted amada y le han sacado el peso de los hombros.

Tabitha se había ruborizado. Pensé: se refiere a Tybalt. Tybalt la ama y ella lo ama y ahora está libre… aunque él ya no lo esté. ¿Por qué no esperaron un poco? Él no debía haberse casado por…

Los ojos del adivino estaban en mí.

—Váyase, señora —dijo— el murciélago planea sobre usted. Planea como un gran halcón. Espera, señora.

—Gracias —dije— mi futuro siempre es el mismo. Algún día espero que no aparezca el murciélago.

Él no entendió; pusimos dinero en la bandeja y nos fuimos por las callejuelas.

—Naturalmente —dijo Tabitha— es como las gitanas que hay en Inglaterra. Dicen lo que creen que va a causar más impresión.

—Bueno, no me impresionan las premoniciones de desastres. Pero trastornan mucho a Theodosia.

—Esta gente tiene un punto de vista distinto al nuestro, ¿sabes? Les gusta el toque fatalista. Les agrada prever peligros que son evitados por la sabiduría. Es lo que quiso decirte.

—Muy gentil. Siempre me está diciendo que vuelva a casa. Me pregunto por qué, puesto que soy una buena clienta. Me echaría de menos si tomara en serio su charla mortífera.

—Reconozco que es un poco raro.

—Pero tuvo razón al decir que te han quitado un peso de los hombros. Creo que le informan acerca de nosotros y él usa ese conocimiento en las profecías.

—No me sorprendería —dijo Tabitha.

Evan se acercó cuando estaba sentada en la terraza, al caer la tarde. Siempre me gustaba sentarme allí a ver la puesta de sol. Me fascinaba verlo un instante y desaparecer después, y que la oscuridad llegara casi en seguida. Me hacía recordar con nostalgia el largo crepúsculo de mi patria, donde oscurecía gradualmente y la noche llegaba casi de mala gana.

Evan dijo:

—Me alegro de encontrarte sola, Judith. Quiero hablarte de Theodosia. Está muy deprimida.

—¿No crees que debería volver a Inglaterra?

—Detesto que lo haga, pero empiezo a pensar que sería mejor para ella.

—No querrá dejarte. ¿No podrías volver con ella?

—Dudo que Tybalt esté dispuesto a soltarme.

—¡Oh!… comprendo.

—Creo que lo haría si fuera indispensable, pero… no lo es de ninguna manera. El clima no le sienta bien a Theodosia; y ahora que espera un hijo…

—Ya lo sé, pero nos iremos antes que nazca.

—Sin duda, pero ella no mejora… en realidad empeora. Hay algo en el lugar que tiene sobre ella un extraño efecto.

—¿No sería entonces mejor que regresara y esperara tu vuelta?

—No creo que quiera volver a nuestra vivienda en la universidad. Podría ir a vivir con su madre, pero ya sabes cómo son las cosas. Lady Bodrean nunca aprobó nuestro matrimonio. No creo que Theodosia sea feliz en Keverall.

—Tal vez convendría que fuera a Rainbow Cottage. A las tías les encantará mimarla. O podría ir a la rectoría, con Sabina.

—Es una idea; pero sé que no quiere dejarme… ni yo quiero que lo haga.

—Se lo podrías pedir de todos modos.

—Lo haré —dijo, y pareció un poco más aliviado.

Al día siguiente yo estaba en el patio cuando una voz murmuró:

—Señora…

Miré alrededor y en el primer momento no vi a nadie; después una figura emergió tras un arbusto en el extremo del patio. Era un joven árabe que yo no recordaba haber visto antes.

—Señora —dijo— usted tiene magia en un bote.

Me tendió la mano que sangraba un poco.

—¡Oh, claro!, la vendaré —dije—. Pero primero hay que lavarla. Venga.

Lo hice pasar a un cuartito que Tabitha usaba con frecuencia y que daba sobre el patio. Aquí ella ponía flores, cuando las encontraba. Había puesto también una lámpara de petróleo, sobre la que se podía hervir agua. Saqué un poco de agua que había en una jarra y la herví. Dije al joven que se sentara y fui a mi cuarto en busca del ungüento de Dorcas.

Él me contemplaba mientras lavaba la herida, que era muy leve; y mientras la secaba murmuró:

—Señora, he venido porque quiero hablar con usted.

Miré con intensidad sus brillantes ojos oscuros: me di cuenta de que estaba asustado.

—¿Qué quieres decirme?

—Quiero hablar de Yasmín. Usted fue buena con Yasmín.

—¿Dónde está ahora?

—Se ha ido. Que Alá bendiga su alma.

—¿Quieres decir que ha muerto?

Él asintió y una expresión de infinito dolor cruzó su cara.

—¿Cómo murió? ¿Por qué?

—Se la llevaron.

—¿Quiénes?

Él procuraba entenderme y darse a entender. Le era difícil.

—Yo amaba a Yasmín —dijo.

—¿Trabajas en la excavación? —pregunté—. ¿Con Sir Tybalt Travers?

—Muy buen amo, muy buena señora. Muy secreto.

Dije:

—Puedes confiar en que guardaré tu secreto. ¿Cómo te llamas?

—Hussein.

—Bueno, Hussein, cuéntame lo que sabes sobre la desaparición de Yasmín, y puedes confiar en que no diré nada que no deba decirse.

—Señora, nos amábamos. Pero su padre dijo «No».

Ella era para el viejo que tiene muchas cabras y vende mucho cuero.

—Comprendo.

—Pero el amor es muy fuerte, señora, y nos veíamos. ¡Oh!, no me atrevo a decir esto; hemos ofendido a los faraones.

—Vamos, Hussein, los faraones muertos no van a ofenderse por dos amantes. Creo que ellos tuvieron algunas aventuras amorosas en su época.

—¿Dónde podíamos vemos? No hay lugar. Pero yo trabajo. Soy obrero de confianza. Trabajo dentro de la tumba. Soy uno de los mejores obreros de Sir Tybalt. Sé cuándo hay trabajo y cuándo no. Y cuando no lo había nos encontrábamos… en la tumba.

—Eres muy audaz, Hussein. A poca gente le gustaría encontrarse en un lugar semejante.

—Es el único lugar y el amor es fuerte, señora. En ninguna otra parte podíamos estar seguros, y si su padre lo sabía la hubiera casado en seguida con el hombre que posee muchas cabras.

—Entiendo, ¿pero dónde está Yasmín?

—Fue la noche en la que vino el gran Pashá. Íbamos a encontrarnos. Juntos íbamos a encontramos en la tumba. Pero Sir Tybalt dijo: «Hussein, debes llevar un mensaje a Ali Mussa… —Es un hombre que fabrica los instrumentos que usan—. Y traerás lo que pido. Te daré un papel».

Tuve que obedecer y no pude ir a la tumba. Yasmín fue sola… y fue la noche en que vino el Pashá. No volví a verla.

—Hablas de ella como si estuviera muerta.

—Está muerta. La tiraron al río el día de la fiesta.

Respiré profundamente.

—Lo temía —dije—. Pero ¿por qué, Hussein?

Él levantó los ojos hasta mi rostro.

—Dígame, señora, usted es sabia. ¿Por qué arrojaron a Yasmín a los cocodrilos?

—¡Cocodrilos! —exclamé.

Él bajó la cabeza.

—Cocodrilos sagrados. He visto cocodrilos sagrados con joyas en las orejas y brazaletes con piedras preciosas en las patas —miró por encima del hombro como si temiera caer muerto de golpe.

—¿Quién pudo haber hecho eso? —exclamé—. ¿Quién puede haber hecho arrojar a Yasmín al río?

—Hombres grandes, señora. Hombres grandes con mucho poder. Ella había ofendido de alguna manera. Es porque estaba en la tumba, la tumba sagrada. Es la Maldición de los Faraones.

—Hussein, los faraones no pueden haber hecho eso.

Alguien debe haberlo hecho y por algún motivo.

—No he vuelto a ver a Yasmín desde el día en que me mandaron a casa de Ali Mussa; pero creo que ella fue a la tumba… sola.

—Es una chica valiente.

—Uno es valiente por amor, señora.

—¿Crees que alguien la descubrió allí?

—No lo sé.

—Cuando la tiraron al río no daba señales de vida. Era como una muñeca de tamaño natural.

—Tal vez ya estaba muerta, señora. Tal vez drogada. No sé. Sólo sé que está muerta.

—¿Pero por qué? ¿Por qué si alguien quería matarla usaron esa manera tan complicada?

—Señora, vea los cuadros en estas paredes. Usted ve a los prisioneros que los faraones traían de sus guerras. ¿Ha visto, señora?

—Me he preguntado quiénes eran estas gentes. He visto hombres atados cabeza abajo a la proa de navíos; y otros sin un brazo o una pierna.

—Usted ha visto, señora, lo que pasa a los que ofenden al faraón. Son entregados a los cocodrilos. A veces devoran un brazo, una pierna… y el cautivo vive. Castigo que le sucede al que ofende para él y para los otros. Lo tiran a los cocodrilos, ¿entiende?

—No entiendo cómo Yasmín puede haber ofendido a los faraones.

—Fue a la tumba, el lugar prohibido, señora.

—¿Y qué pasará con todos nosotros?

Se estremeció.

—Hussein —dije— ¿estás seguro que el cuerpo que tiraron al río era Yasmín?

—¿Acaso el amante no conoce a su amada?

Dije:

—La conocía poco, pero creí reconocerla.

—Era Yasmín, señora. Y yo estuve en la tumba… pero no en la noche en que ella desapareció.

—¿Tienes miedo que también te agarren a ti?

Asintió.

—No lo creo, Hussein. Ya lo habrían hecho. Alguien estaba allí la noche en que ella fue sola, y quien fuera, la mató. No debes hablar a nadie de tu relación con ella.

—No lo hago. Era nuestro secreto. Por eso habíamos elegido ese lugar para nuestro amor.

—Debes ser inteligente, Hussein. No hables de Yasmín. No muestres tu pesar.

Él asintió con sus ojos oscuros clavados en mi cara.

Quedé conmovida y un poco asustada por la fe evidente que tenía en mí.

—Esto —señaló su mano— no es nada. Vine para ver a la sabia señora.

Quise protestar por esto, pero comprendí que la única manera de consolarlo era dejar que lo creyera.

—Me alegro de que hayas venido a verme —dije—. Vuelve otra vez si te enteras de algo.

Asintió.

—Yo sabía que usted era una señora sabia —dijo—. Usted tiene magia en un bote.

Estaba ansiosa por ver cuanto antes a Tybalt, y a solas. Quería contarle lo que me había dicho el muchacho y preguntarle qué se podía hacer en ese asunto.

¡Pero qué difícil resulta ver a mi marido a solas! Me enfurecía la demora. Era el final de la tarde cuando lo vi llegar al palacio. Parecía abrumado de pesar. Se dirigió directamente a nuestro cuarto y yo corrí tras él. Estaba sentado en un sillón, mirándose la punta de los pies.

—¡Tybalt —exclamé— tengo que contarte algo!

Él me miró un poco vagamente, según me pareció, como si apenas hubiera oído lo que yo decía.

Estallé:

—¡Yasmín ha muerto!

—¿Yasmín? —repitió él.

—¡Oh, claro, no la conocías! Es una muchacha que hacía zapatillas de cuero en el zoco. La tiraron al río cuando la Fiesta del Nilo.

—¡Oh! —exclamó él.

—Fue un asesinato —dije.

Él me miró como intrigado, pero noté que no me prestaba atención.

Exclamé, enojada:

—Ha muerto una muchacha… La han asesinado y esto no parece importarte. Yasmín estaba en la tumba la noche que vino el Pashá y…

—¿Cómo? —dijo él. Pensé, exasperada: basta mencionar la tumba y ya presta toda su atención. Lo único que le importa es que se haya metido allí, donde estaba prohibido hacerlo, no que la hayan matado.

Dije:

—Uno de tus obreros vino a verme. Está aterrado, y te pido que no seas duro con él. Tenían una cita en la tumba y la muchacha murió.

—¡Una cita en la tumba! ¡No creo que se atrevan!

—Estoy segura de que no me ha mentido, pero el asunto es que la chica ha muerto. La arrojaron al río el día de la fiesta.

Tybalt dijo:

—Ahora tiran una muñeca al río.

—Esta vez tiraron a Yasmín. Creí reconocerla. Y también Theodosia. Y ahora lo sabemos. Tybalt, ¿qué vas a hacer con respecto a esto?

—Mi querida Judith, te estás excitando por algo que no nos concierne.

—¿Quieres decir que debemos seguir tranquilos cuando asesinan a alguien?

—Es un cuento que te han contado. ¿Quién fue?

—Uno de los obreros. No quiero que lo reprendas. Ya ha sufrido bastante. Amaba a Yasmín y ahora la ha perdido.

—Creo que has sido víctima de un engaño, Judith. A la gente aquí les gusta el drama. El adivino en el zoco siempre está contando cuentos que se suponen verdaderos acerca de amantes que murieron por amor; son historias que ellos mismos inventan.

—Estoy segura de que el muchacho no se lo inventaba. ¿Qué podemos hacer?

—Precisamente nada… aunque fuera verdad.

—¿Quieres decir que alcemos los hombros y aceptemos el crimen?

Me miró fatigado.

—No somos quién para juzgar a esta gente. Lo primero que debemos aprender es a no intervenir. Algunas costumbres nos parecen raras… incluso bárbaras… pero hemos venido como arqueólogos y tenemos suerte de que se nos permita serlo. Una de las leyes principales es «no intervenir».

—En el sentido general sí… pero esto…

—Me parece absurdo. Incluso en la época en la que se arrojaba una muchacha al río como parte de la ceremonia, tenía que ser virgen, Y es poco probable que lo fuera tu Yasmín, ya que se veía con su amante en un lugar tan extraordinario.

—Alguien quiso librarse de ella.

—Hay muchas maneras de hacer desaparecer un cadáver sin buscar una forma pública tan complicada.

—Creo que ha sido un aviso.

Él se pasó la mano fatigada por la frente.

—Tybalt, creo que no me prestas atención.

Él me miró sin bajar los ojos por un momento y dijo:

—Hemos terminado la excavación en la que se basaban nuestras esperanzas. Y nos ha llevado a una cámara que es un callejón sin salida. No se prolonga. Debe haber sido cavada allí para engañar a los ladrones. Bueno, nos han engañado de verdad.

—¡Tybalt!

—Sí; todo el trabajo de los meses pasados concluye en esto. Todos los esfuerzos y el dinero que hemos gastado no han servido para nada.

* * *

Quise consolarlo; quería rodearlo con mis brazos y acunarlo como si fuera un niño desilusionado. Fue entonces cuando comprendí que no estábamos tan cerca el uno del otro como podía hacerlo suponer la pasión que compartíamos.

Él estaba abstraído; cualquier cosa que yo dijera iba a parecerle banal y comprendí en ese momento que su trabajo era para Tybalt más importante que nada en el mundo.

—Entonces —dije fríamente, prácticamente, porque logré controlar mis emociones— éste es el fin.

—El último fracaso —dijo él.

Decir que lo lamentaba era una tontería. Me quedé allí en silencio. Él se encogió de hombros y el tremendo silencio nos cubrió.

Comprendí que se había olvidado de Yasmín, que apenas había prestado atención al asunto. Supe que apenas se daba cuenta de mi presencia.

En su mente sólo estaba el fracaso.