CAPÍTULO 05

El palacio de Chefro

El palacio de Chefro se erguía magnífico, color oro, alejado de la aldea. Quedé sorprendida de que el gran Hakim Pashá hubiera puesto tanta magnificencia a nuestra disposición.

Cuando llegamos yo estaba ya totalmente bajo el hechizo de la extraña, árida y exótica tierra de los faraones. La realidad no era menos maravillosa que las imágenes creadas por mi imaginación, cuando sólo contaba con los sueños y algunas imágenes de los libros que había leído para guiarme.

Varios miembros de la expedición nos habían precedido; iban a instalarse en los alrededores de la excavación y habían traído consigo muchos equipos que iban a ser muy necesarios.

Hadrian, Evan y Theodosia junto con Terence Gelding y Tabitha partían de Southampton con Tybalt y conmigo, pero, como Tybalt tenía que arreglar unos asuntos en El Cairo, él y yo íbamos a pasar allí unos días antes de unirnos a los demás en el palacio de Chefro.

El día antes de partir fui a Rainbow Cottage. Dorcas y Alison se despidieron como si no debiéramos volver a vernos. Sabina y Oliver habían sido invitados a cenar, y no pude dejar de comprobar cuánto hubieran deseado mis tías que me hubiese casado con Oliver y me estableciera tranquilamente a vivir en la rectoría, como habían planeado.

Casi me alegré cuando terminó la velada, y al día siguiente cuando subimos al navío Stalwart, en Southampton, empezó mi gran aventura.

Era una experiencia fascinante estar a bordo de un barco y no pude menos que desear que Tybalt y yo hubiéramos estado solos. Creo que Evan y Theodosia sentían lo mismo en lo que a ellos se refiere. Pero quedaban Hadrian, Terence y Tabitha. La pobre Theodosia tuvo que permanecer en el camarote los primeros días, aunque el mar no estaba muy agitado teniendo en cuenta la época del año. La conversación giraba en tomo a la expedición, y como Theodosia no estaba presente, no pude dejar de sentir envidia al comprobar lo mucho que sabía Tabitha.

El Atlántico, contra lo esperado, estaba muy apacible y, cuando llegamos a Gibraltar, Theodosia pudo salir de su camarote. Evan era un marido bueno y previsor; pasaba mucho tiempo con ella y yo me pregunté si Tybalt se habría ocupado de mí de la misma manera en caso de haberme yo mareado como mi media hermana.

Pasamos un día muy agradable en el Peñón y subimos a lo alto en cochecitos tirados por caballos; nos reímos de las travesuras de los monos, admiramos el magnífico paisaje y el día fue feliz. Poco después llegamos a Nápoles. Como íbamos a quedarnos dos días preparamos un paseo a Pompeya. Continuaban allí las excavaciones que iban revelando más y más detalles de la ciudad enterrada. Mientras caminaba del brazo de Tybalt por aquellas piedras, que, setenta y nueve años después del nacimiento de Cristo habían sido calles, quedé atrapada por la fascinación del lugar, y dije a Tybalt:

—Qué suerte tienes de pertenecer a una profesión que trae tesoros al mundo.

Él quedó encantado de que yo compartiera su entusiasmo, me señaló restos de casas y reconstruyó mentalmente la forma en que la gente había vivido a la sombra del Vesubio, hasta el día fatal en que la gran montaña había estallado y enterrado la ciudad durante siglos, de modo que sólo había emergido hacía unos cien años, cuando los arqueólogos la descubrieron.

Cuando volvimos al barco la discusión prosiguió hasta tarde por la noche, hablando de los descubrimientos de aquella ciudad trágica.

En Port Said dejamos el barco y viajamos hacia El Cairo —sólo nosotros dos—, donde Tybalt tenía asuntos que atender.

Yo había leído mucho sobre Egipto y, cuando estaba acostada en Rainbow Cottage y en Keverall Court, mi imaginación me había transportado a esa tierra misteriosa. Por lo tanto, debía haber estado preparada, pero ninguna de mis fantasías igualó la realidad y el impacto fue excitante; más allá de mis ensueños.

Era una tierra dorada, dominada por un sol que podía ser despiadado; uno, de inmediato, tenía conciencia de los miles de años de antigüedad. Cuando vi a un pastor de cabras con sus largas vestiduras blancas, hubiera podido creer que estaba en los días del Antiguo Testamento. El país me hechizaba; supe que aquí podía pasar cualquier cosa; lo más maravilloso o lo más temible. Era hermoso y feo; era estimulante, aterrador y siniestro.

Nos alojamos en un hotelito que daba sobre el Nilo; desde mi ventana podía ver la ribera y las colinas del Mokattam, color oro; ¡qué distintas eran al verde de Cornwall, la nebulosa humedad, la vegetación lujuriosa! Aquí uno tenía siempre el sol quemando continuamente la tierra. Si el verde era el color de Inglaterra, el de Egipto era el amarillo. Pero era el ambiente de antigüedad lo que atraía mi imaginación. La gente con ropas blancas y pies con sandalias; los olores de las cocinas; la vista de los desdeñosos camellos buscando sus pulcros senderos. Escuché maravillada cuando oí por primera vez al muecín, desde lo alto de un minarete, llamando a los fieles a la plegaria; y quedé sorprendida al ver que se detenían donde estuvieran para rendir homenaje a Alá. Tybalt me llevó al zoco, que me resultó fascinante a su lado, pero me habría parecido algo siniestro en caso de estar sola. Gente de ojos oscuros nos miraba intensamente, aunque sin clavarnos la mirada, y uno advertía esta constante observación. Vagamos por las estrechas callejuelas, nos metimos en oscuras tienduchas como cuevas, donde los panaderos hacían pan con semillas y los hojalateros trabajaban en sus braseros. Allí el aguador llamaba sacudiendo sus tazones de bronce y en el fondo de las oscuras aberturas había hombres sentados con las piernas entrecruzadas, tejiendo y cosiendo. En el aire el pesado aroma de aceites perfumados se mezclaba al del excremento de camello, que se usaba como combustible.

Nunca olvidaré aquel día; las apiñadas muchedumbres en las ruidosas calles; el olor de excremento y de perfume; las miradas de reojo desde oscuros ojos velados; la llamada del muecín para la plegaria y la respuesta de la gente.

—Alá es grande y Mahoma es su profeta; iba a oír estas palabras con tanta frecuencia que nunca dejaron de estremecerme.

Nos detuvimos junto a una de las tiendas que eran como cabañas abiertas a la calle. En el fondo trabajaba un hombre cortando y grabando piedras y un mostrador dentro de la cabaña exhibía anillos y broches.

—Quiero que tengas un anillo con un escarabajo —dijo Tybalt—, te traerá suerte en Egipto.

Había varios en una bandeja y Tybalt eligió uno.

—Es turmalina —dijo—. Mira el escarabajo grabado. Era sagrado para los antiguos egipcios.

El hombre que trabajaba en el fondo se levantó y se acercó apresurado. Se inclinó ante mí y Tybalt. Sus ojos brillaban ante la perspectiva de una venta y oí cómo él y Tybalt discutían el precio, mientras un montón de niños se reunía a mirar. No podían quitarnos los ojos. Creo que Tybalt y yo debíamos parecerles muy raros.

Tybalt tomó el anillo y me mostró el escarabajo. A su alrededor había jeroglíficos delicadamente tallados.

Tybalt tradujo:

—Alá sea contigo. No puede haber más suerte que esa —dijo—. Es lo que todo hombre debe dar a su amada cuando ella pisa por primera vez esta tierra.

Deslicé el anillo en mi dedo. Los niños lanzaron gritos de aprobación. Tybalt pagó el anillo y seguimos nuestro camino con las bendiciones del tallador de piedras resonando en nuestros oídos.

—Teníamos que discutir el precio —dijo Tybalt—, hubiera quedado muy desilusionado si no lo hubiésemos hecho —después miró mi rostro resplandeciente y dijo—: Hoy eres feliz, Judith.

—Tan feliz —dije—, que tengo miedo.

Él apretó mi mano, la que tenía el anillo.

—Si te concedieran un deseo, ¿cuál sería? —preguntó.

—Ser todos los días de mi vida tan feliz como lo he sido hoy.

—Es pedir mucho a la vida.

—¿Por qué?… Estamos juntos… Compartimos una gran emoción. No veo motivo para que no sigamos siempre en este estado de felicidad. ¿Acaso nuestras vidas no son lo que hacemos de ellas?

—Hay ciertos factores externos, creo.

—No nos afectarán.

—Querida Judith, creo que eres capaz hasta de arreglar eso.

Volvimos al hotel y a la cálida noche perfumada, con los olores de Egipto y la gran luna que volvía la noche casi tan clara como el día.

Aquellos fueron los días más felices de mi vida, porque estábamos solos en aquella tierra excitante. Hubiera deseado que nos quedáramos allí juntos y no tener que reunirnos con el grupo. Un deseo absurdo, porque habíamos venido a Egipto para compartir las tareas con el grupo.

Al día siguiente fuimos a las pirámides, ese último resto maravilloso del mundo antiguo; y encontrarme cara a cara frente a la Esfinge fue una experiencia que me trastornó completamente. Montada un poco insegura en un camello, me sentí enardecida y pude darme cuenta de hasta qué punto a Tybalt le gustaba mi excitación. Cien mil hombres habían trabajado veinte años para lograr esta maravilla, me dijo Tybalt; la piedra había sido acarreada de las cercanas colinas de Mokattam, y arrastrada a través del desierto. Sentí lo que debe sentir todo el mundo ante esta visión fantástica: quedé muda de asombro.

Cuando desmontamos entré en la pirámide de Keops y, agachada, seguí a Tybalt por el empinado pasadizo hasta la cámara mortuoria donde estaba el sarcófago de granito rojo del faraón.

Después volvimos a la arena y montamos en lo alto de unos cansados camellos. Yo me sentía eufórica cuando volvimos al hotel.

Creo que nunca estaré tan bonita como lo estuve esa noche. Comimos en una mesita aislada de las demás por unas palmeras. Había peinado mi pelo oscuro en un alto moño y llevaba un vestido de terciopelo verde que me había hecho Sarah Sloper antes de partir. Tocaba todo el tiempo el anillo de turmalina rosada que tenía en el dedo, recordando que Tybalt había dicho que era el regalo de un amante para que la buena fortuna protegiera en esta extraña tierra al ser que más amaba.

Sentada frente a Tybalt me sorprendía una vez más ante la maravilla que me había ocurrido; y en aquel momento se me ocurrió que, aunque mi fortuna hubiera sido un factor decisivo para que Tybalt se casara conmigo, eso no me importaba. Yo haría que me quisiera por mí misma. Recordé que había dicho del difunto primer ministro, lord Beaconfield: que se había casado con Mary Ann por su dinero, pero que, al fin de la vida, se hubiera casado con ella por amor. Así sería con nosotros. Pero era lo bastante romántica y tonta como para esperar que Tybalt no se hubiera casado conmigo por mi fortuna.

Tybalt se inclinó y me tomó la mano con el anillo del escarabajo; lo estudió intensamente.

—¿En qué piensas, Judith? —preguntó.

—En la maravilla de todo.

—Comprendo que las pirámides te hayan impresionado.

—Nunca creí verlas. ¡Me pasan tantas cosas que son nuevas y excitantes! De pronto pareces triste, Tybalt, ¿lo estás?

—Sólo porque pienso que no seguirás entusiasmada con todo. Llegarás a cansarte. Y eso no me gustaría.

—No creo que esto me pase.

—La familiaridad, sabes, engendra el desdén… o por lo menos la indiferencia. Siento, desde que estamos en El Cairo, que las cosas que he visto antes parecen más frescas, más interesantes, más maravillosas. Es porque las veo a través de tus ojos.

Fue verdaderamente una noche hechizada.

El kebab servido por aquellos hombres de pies silenciosos con sus largas túnicas blancas tenía un sabor delicioso. Simplemente no podía creer que fuera cordero asado sobre carbón en unas espitas. Dije a Tybalt que la salsa Tahenia, en la que se mojaba la carne, y que después descubrí estaba hecha con semillas de sésamo, aceite, salsa blanca y un poco de ajo, sabía como un néctar.

Contestó prosaicamente que era porque estaba hambrienta.

—El hambre es la mejor salsa —dijo.

Pero yo pensé que era porque me sentía muy feliz.

Después comimos eshes seraya, que es una deliciosa mezcla de miel, migas de pan y crema. Bebimos agua de rosas y granadina, con frutas y nueces, que llamaban josaf.

Sí, fue una velada que nunca iba a olvidar. Después de comer nos sentamos en la terraza y miramos el Nilo, mientras tomábamos café turco y mordisqueábamos esos bombones cubiertos de azúcar impalpable que llaman delicias turcas.

Las estrellas parecían muy bajas en el cielo índigo y ante nosotros fluía el Nilo, de donde una vez había partido Cleopatra en su regio navío. Me hubiera gustado retener esos momentos y vivirlos una y otra vez.

Tybalt dijo:

—Tienes gran capacidad para ser feliz, Judith.

—Tal vez —contesté—. Si es así, soy afortunada. Quiere decir que puedo disfrutar toda la dicha que viene hacia mí.

Y me pregunté también si, de la misma manera que podía sentir aquella intensidad de placer, podría sentir con igual intensidad el dolor.

Quizás era un pensamiento que Tybalt compartía conmigo.

Pero no iba a detenerme en él, no esta noche entre las noches, en las románticas riberas del Nilo.

Cuando llegamos al palacio de Chefro el grupo ya estaba instalado y Tabitha se había convertido en ama de llaves.

Hakim Pashá era uno de los hombres más ricos de Egipto, me dijo Tybalt, y era una gran suerte que estuviera bien dispuesto con nosotros.

—Podría habernos estorbado de muchas maneras, pero, en lugar de eso, ha decidido ser una gran ayuda. De ahí este palacio que ha puesto a nuestra disposición por un alquiler absurdo para salvar nuestra dignidad…, hecho muy importante, te lo aseguro. Lo conocerás, creo, porque, cuando mi padre estaba aquí, era un asiduo visitante.

Me quedé de pie en el vestíbulo de entrada del palacio y miré con estupor la hermosa escalera de mármol blanco; el suelo era de mosaicos de los más bellos colores entremezclados; y los vidrios de color de las ventanas mostraban el viaje por mar de los muertos, a través de atroces peligros, hasta quedar bajo la protección del dios Amón-Ra.

Tybalt estaba a mi lado.

—Ya te contaré la historia…, pero aquí está Tabitha para darte la bienvenida.

—¡Por fin habéis llegado! —exclamó Tabitha. Miraba a Tybalt con ojos brillantes.

—Creí que nunca vendríais…

—Es un viaje largo desde El Cairo —dijo Tybalt.

—Imaginaba toda clase de desastres.

—Que es justamente lo que no se debe hacer, ¿no te parece, Judith? ¡Naturalmente es así!

—Bueno, ahora ya estáis aquí. Os llevaré a vuestro cuarto. Después podéis explorar el resto del palacio y no dudo que Tybalt querrá ver la excavación.

—Tienes razón —dijo Tybalt.

—Comeremos entonces. Mustafá y Absalam están trabajando en la cocina, y estoy segura que mezclarán un poco de cocina inglesa con la egipcia, lo que quizás sea más grato para nuestros paladares. Pero primero debo mostraros vuestro cuarto.

Tabitha nos precedió hacia una escalera grande e importante y atravesamos una galería, cuyas paredes de azulejos estaban decoradas con diseños similares a los del vestíbulo. Eran figuras, generalmente de perfil, de algunos faraones haciendo donaciones a los dioses. Hice una pausa para examinar las figuras y los hermosos colores apagados de los mosaicos. En el cielo estaba el dios solar, Amón-Ra; su símbolo era el Halcón y el Camero; y recordé que Tybalt me había dicho que los dioses de Egipto no sólo poseían todas las virtudes humanas, sino que añadían la de algún animal. Pero Amón-Ra tenía dos, el Halcón y el Carnero. Debajo de él estaba su hijo, Osiris, dios del mundo de ultratumba, que juzgaba a los muertos cuando estos cumplían su viaje a través de un río; Isis estaba allí: la gran diosa amada de Osiris y su hijo Horus…

—Las figuras están muy bellamente trabajadas —dije.

—Sería un insulto para los dioses que no fuera así —dijo Tybalt.

Deslizó su brazo por el mío y nos dirigimos al cuarto que nos habían preparado. Contemplé la enorme cama situada sobre una plataforma. Los mosquiteros caían desde el dosel como tenues telarañas.

—Es la cama que usa el Pashá cuando está en la residencia —explicó Tabitha.

—¿Tenemos que usarla? —preguntó Tybalt.

—Es necesario. El palacio está totalmente habilitado y es lógico que a nuestro jefe le den el cuarto principal. Recuerda que tu padre lo usaba cuando estaba aquí.

Nos mostró una antecámara donde podíamos lavarnos y hacer nuestro aseo. Había una bañera de mármol hundida en el suelo, con una estatua en el centro; tres escalones de mármol descendían hasta el fondo. En las paredes, mosaicos con figuras desnudas. Un lado del cuarto estaba formado por espejos, y había una cómoda detrás de unas cortinas de brocado color oro. Un espejo de muchas lunas reflejó mi imagen, y el marco del espejo estaba incrustado en calcedonia, cuarzo rosado, amatista y lapislázuli.

Noté que aquellas piedras figuraban en las decoraciones de todo el dormitorio.

—Es asombroso —dije riendo—, vamos a sentimos como reyes en este palacio.

—El Pashá ha dado orden a sus criados diciendo que cualquier queja nuestra será severamente castigada. Están temblando de pies a cabeza.

—Ese Pashá, ¿es muy autocrático?

—Dirige sus tierras y considera a sus criados como esclavos. Espera de ellos una obediencia absoluta. Somos sus invitados y, si no somos tratados con respeto, sería como hacerle a él un insulto. Y el Pashá no acepta insultos.

—¿Y qué pasa con los culpables?

—Sus cuerpos aparecerán probablemente en el Nilo. O tal vez les corten una mano o una oreja.

Me estremecí.

—Es magnífico, es hermoso, —exclamé— pero un poco aterrador. Un poco siniestro.

—Así es Egipto —dijo Tabitha, poniendo su mano en mi brazo—. Ahora arréglate si lo necesitas y baja a comer. Después supongo que desearás reunirnos en una especie de conferencia, ¿verdad Tybalt?

—Bueno —dijo Tybalt cuando nos quedamos solos—, ¿qué piensas en verdad de esto?

—No estoy muy segura, —contesté— desearía que no fuera tan magnífico, y ese Pashá me parece un poco diabólico.

—Es muy simpático. Él y mi padre se hicieron muy amigos. Es una potencia en esta región. Pronto lo conocerás.

—¿Dónde vive ahora que nos ha dejado su palacio?

—Mi querida Judith, éste es uno de sus palacios. Tal vez sea el más importante, pero a él le parecería de mala educación no ofrecérnoslo. Tienes que entender la etiqueta de aquí. Eso es muy importante. No te asombres tanto. Con el tiempo lo entenderás. Ahora a lavarse. Estoy deseando saber cómo andan las cosas.

* * *

Todo había cambiado: el otro amor, su profesión, estaba en ascenso.

El comedor con sus pesadas cortinas estaba iluminado por una lámpara que contendría un centenar de bujías. Era ya de noche, porque no había crepúsculo como en Inglaterra. Pero los otros nos esperaban, lo que hizo más normal aquel extraño palacio, cosa que me alegró. Me reí pensando que el parecer de los criados de Giza House hubiera sido que les daba «pavor».

Nos sentamos a la gran mesa bajo la lámpara Hadrian, Evan, Theodosia, Terence Gelding y otros a quienes yo no conocía, y eran todos arqueólogos experimentados, profundamente interesados en la tarea que tenían ante sí. Tybalt estaba sentado en un extremo de la mesa, y yo estaba en el otro. A mi derecha Hadrian y Evan a mi izquierda.

—Bueno, finalmente has llegado, Judith —dijo Hadrian—. ¿Qué te parecen estas kuftas? Personalmente prefiero el roast beef de la vieja Inglaterra, pero que no lo sepa nadie. El viejo Osiris tal vez no me permitiría entrar al cielo cuando llegue mi hora.

—Eres muy irreverente, Hadrian, y te aconsejo que guardes para ti esos pensamientos. ¡Nadie sabe quién puede oímos!

—Judith es siempre la misma —dijo Hadrian, dirigiéndose a Evan—. Acaba de llegar y ya está diciéndonos lo que debemos y lo que no debemos hacer.

Evan sonrió.

—En este caso tiene razón. Nunca se sabe lo que puede ser oído y malentendido. Sin duda los criados escuchan e informarán al Pashá, y tu broma muy bien puede ser interpretada como irreverencia.

—¿Qué hacíais mientras esperabais a Tybalt? —pregunté.

—Recorríamos la excavación, reuníamos a los obreros, arreglábamos una y otra cosa. Hay mucho que hacer en una ocasión como ésta. Espera y verás la colmena de trabajo que hemos organizado. Se sorprenderá, ¿verdad, Evan?

—Es un poco distinto a Carter Meadow.

—Y hemos tenido más que dificultades —dijo Hadrian—. Muchos de los obreros recuerdan la muerte de Sir Edward y creen que murió por haber ido donde los dioses no querían que fuera.

—¿Hay cierta resistencia?

—La hay, ¿no te parece, Evan?

Evan asintió gravemente.

Mire al otro extremo de la mesa, donde Tybalt estaba concentrado en una conversación con los hombres que lo rodeaban. Tabitha estaba sentada cerca de él. Noté con un estremecimiento de envidia que, de vez en cuando, ella hacía un comentario que era escuchado con respeto.

Sentí que ya había perdido a Tybalt.

Después de la cena, Tybalt fue a ver la excavación y se me permitió acompañar al grupo. Se trabajaba duramente pese a la hora. La luna llena y el aire diáfano daban mucha luz: era más fácil trabajar a esta hora que bajo el calor del ardiente sol.

Las abruptas colinas que se elevaban a la luz de la luna eran amenazadoras, pero hermosas; la línea paralela de postes que marcaban la zona excavada, la cabaña que habían levantado, las carretillas, las horquillas de los excavadores y los obreros distaban de ser románticos.

Tybalt me dejó con Hadrian, que me sonrió cínicamente.

—No es exactamente lo que esperabas, ¿eh? —dijo.

—Así es —dije.

—Claro que eres una veterana de Carter Meadow.

—Supongo que debe ser similar, aunque allí se buscaban sólo reliquias de la edad de bronce y aquí tumbas de muertos.

—Tal vez estemos al borde de uno de los descubrimientos más asombrosos de la arqueología.

—Será un éxito si lo descubrimos…

—Pero aún no lo hemos hecho, y hay que aprender a jugar con cautela este juego. Lo cierto es que debes aprender aún muchas cosas.

—¿Por ejemplo?

—A ser una buena mujer de arqueólogo.

—¿Y qué significa eso?

—No quejarse nunca cuando tu amo y señor se ausenta muchas horas seguidas.

—Pienso compartir su trabajo.

Hadrian rió.

—Evan y yo somos de la profesión, y te aseguro que sólo se nos permite participar en tareas menores. ¿Crees que te dejarán a ti?

—Soy la mujer de Tybalt.

—En nuestro mundo, mi querida Judith, están los arqueólogos… Las esposas y los maridos están del otro lado.

—Ya sé que no soy más que una aficionada… aún.

—Pero es algo que no vas a tolerar mucho tiempo, ¿eh? Pronto nos avergonzarás a todos, incluso al gran Tybalt.

—Te aseguro que pienso aprender todo lo que pueda y espero llegar a adquirir conocimientos inteligentes…

Él se rió de mí.

—Claro que lo harás. Pero, además de un interés inteligente, ten también un cuidado inteligente. Es un buen consejo.

—En realidad, no necesito tus consejos, Hadrian.

—Oh, sí, los necesitas. Ahora. Veo que estás buscando a Tybalt. Tardará horas. Podía haber esperado hasta la mañana y dedicar la primera noche en el palacio de Chefro a su mujer. Si yo estuviera en su lugar…

—Pero no estás en su lugar, Hadrian.

—Me retrasé demasiado. Pero no olvides mis palabras: Tybalt es como es y lo seguirá siendo. Es inútil querer cambiarlo.

—¿Quién ha dicho que quiero que cambie?

—Espera. Y ahora te acompañaré de vuelta al palacio. Debes estar ya lista para sumergirte en tu baño de calcedonia.

—¿Está hecho de eso?

—Es lo que creo. Magnífico, ¿no? Me pregunto qué habría pensado de ese baño Lady Bodrean. No aprobaría tanto lujo para una ex dama de compañía, aunque tú y ella estéis emparentadas… en cierto modo.

—Me encantaría que me viera en mis magníficos apartamentos…, especialmente si los de ella fueran inferiores.

—Eso demuestra espíritu de venganza, prima Judith. Porque eres mi prima, ¿sabes?

—Ya lo había pensado. ¿Cómo andan tus asuntos?

—¿Qué asuntos? ¿Románticos o financieros?

—Ambos, ya que me haces la pregunta.

—Un poco difícilmente, Judith. Los primeros porque ése es su estado natural, y los segundos porque no me enteré a tiempo de que eras una heredera y perdí la oportunidad de mi vida.

—¿No presumes demasiado? No supondrás que yo iba a permitir que se casaran conmigo por dinero, ¿no?

—Cuando alguien se casa por dinero con una mujer ella no lo sabe. Te imaginarás que el ambicioso pretendiente no se pondrá de rodillas ante la mujer para pedirle el honor de compartir su fortuna, ¿no?

—Naturalmente habría que hacerlo con más sutileza.

—Lógicamente.

—Y sin embargo imaginas que te habría bastado hacer una seña para meterte mi fortuna en el bolsillo…

—Sólo te estoy confesando el secreto, ahora que es demasiado tarde. Vamos, voy a acompañarte al palacio.

Hicimos el trayecto hasta la ribera del río en mulas, donde nos esperaba un bote para llevarnos corriente abajo una breve distancia hasta la orilla opuesta, donde desembarcamos casi ante las puertas del palacio.

Cuando llegamos encontramos a Theodosia en el vestíbulo.

Evan estaba en la excavación, nos dijo, y Hadrian afirmó que él tenía que volver.

—Puedes estar segura de que no regresaremos hasta el alba. Tybalt es un trabajador muy duro; trabaja como el diablo y espera lo mismo de sus subordinados.

Hadrian se fue y quedé sola con Theodosia. Ella dijo:

—Judith, ven a mi cuarto a charlar.

La seguí por la galería. El cuarto que compartían ella y Evan era menos impresionante que el nuestro, pero era amplio y oscuro, y el suelo estaba cubierto por una alfombra de Bajará. Theodosia cerró la puerta.

—¡Oh, Judith! —Dijo—, no me gusta este lugar. Lo he detestado desde que lo vi. Quiero volver a casa.

—¿Por qué? ¿Qué pasa? —pregunté.

—Es algo que se siente. Es siniestro. No me gusta. Y no se lo puedo decir a Evan. Es su trabajo, ¿no? No creo que pueda entender, pero me siento inquieta… Tú no, claro está. Nunca te sucede, ¿verdad? Quisiera que todos volviéramos a Inglaterra. ¿Por qué no dejan a los faraones tranquilos en sus tumbas? Eso es lo que desean. ¿No se les puede haber ocurrido, verdad, que después de tanto trabajo para enterrarlos iba a venir gente a meterse donde no debe meterse…?

—Pero mi querida Theodosia, el propósito de la arqueología es descubrir los secretos del pasado.

—Es distinto encontrar armas y mosaicos romanos y baños. Lo que no me gusta es meterse con los muertos. Nunca me ha gustado. Anoche soñé que encontrábamos una tumba y que había un sarcófago idéntico al que estaba en Giza House. Y alguien se levantaba desprendiéndose los vendajes…

—No puedo repetir esa broma, ¿no?

—Grité en el sueño: «¡Basta, Judith!». Y después miré, y no eras tú quien emergía de las vendas.

—¿Quién era?

—Yo. Creo que es una especie de aviso.

—Estás tejiendo fantasías, Theodosia. Se suponía que la fantasiosa era yo.

—Pero cualquiera puede imaginar cosas aquí. Hay una sombra del pasado en todas partes. Este palacio fue construido hace siglos. Todos los templos y tumbas tienen centenares de miles de años. ¡Oh!, me alegro de que hayas venido Judith. Ahora me sentiré mejor. Nuestra gente está tan dedicada, ¿verdad? Supongo que tú también un poco. Pero te conozco y puedo hablar contigo.

—¿Estás preocupada por Evan? —le pregunté.

Ella asintió.

—A veces temo que le pase lo que le pasó a Sir Edward.

No tuve un consuelo fácil que ofrecerle. ¿Acaso yo no estaba preocupada igualmente por Tybalt?

Dije:

—Naturalmente estamos ansiosas. Es porque amamos a nuestros maridos y uno se vuelve tonto cuando ama. Si uno adopta una actitud tranquila, racional… si ve las cosas desde fuera…, uno se da cuenta que toda esta charla es una tontería.

—Sí, Judith, eso supongo.

—¿Por qué no te acuestas? —dije—. No pensarás quedarte levantada esperando a Evan, ¿verdad?

—Supongo que no. ¡Dios sabe a qué hora volverán!

¡Oh, me siento mucho mejor desde que has llegado, Judith!

—Así debe ser. No olvides que somos hermanas… aunque lo seamos a medias.

—Me alegro de eso —dijo Theodosia.

Le sonreí, le di las buenas noches y me fui.

Marché por la galería. ¡Qué silenciosa estaba! Las pesadas cortinas bordadas de oro me encerraron y mis pies se hundieron en la tupida alfombra. Me quedé inmóvil, súbitamente tensa, porque tuve la sensación instintiva de que no estaba sola en la galería. Miré alrededor. No había allí nadie y, sin embargo, tuve la impresión de que unos ojos me espiaban.

Sentí frío en la columna vertebral. Comprendí por qué Theodosia tenía miedo. Ella era más tímida que yo…, aunque quizás menos imaginativa.

Detrás de mí se oyeron unos pasos levísimos. Sin duda había allí alguien. Me volví bruscamente.

—¡Absalam —exclamé—, Mustafá!

Ellos se inclinaron.

Milady —dijeron simultáneamente.

Sus ojos oscuros estaban fijos en mi cara y pregunté con rapidez.

—¿Pasa algo malo?

—¿Malo? —Se miraron entre sí—. Sí, Milady, pero aún no es demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde? —dije, vacilante.

—Vuelva. Vuelva a casa. Es lo mejor. Pídalo. Usted recién casada. El no podrá negarse a su amada.

Sacudí la cabeza.

—No entendéis. Éste es el trabajo de Tybalt… su vida…

—Su vida… —se miraron entre sí y sacudieron la cabeza—. Fue la vida de Sir Edward… y después su muerte.

—No debéis preocuparos —dije—, todo irá bien. Cuando encuentren lo que buscan volveremos a Inglaterra.

—Entonces… demasiado tarde, Milady —dijo Absalam, o quizás Mustafá.

El otro me miró con ojos llenos de pesar.

—Todavía no es demasiado tarde —sugirió esperanzado.

—Buenas noches, —dije— tengo que ir a mi habitación.

Ellos no contestaron, pero me siguieron mirando con sus ojos apesadumbrados.

Me quedé acostada, despierta. La luz palpitante de las bujías mostraba el techo donde había pinturas en suaves colores apagados. Pude distinguir ahora la silueta familiar de Amón-Ra, el gran Dios Sol, que recibía dones de una figura con un traje muy adornado, probablemente un faraón. Había un borde de jeroglíficos, extraños signos llenos de sentido. Me pregunté si, mientras estaba aquí, no me convendría aprender algo de aquel idioma; tuve la sensación de que iba a estar sola muchas noches desvelada, sola en el lecho; muchos días en los que ni iba a ver a Tybalt.

Debía estar preparada para esto. De todos modos era lo que había supuesto; pero quería que Tybalt entendiera que mi mayor deseo era compartir su vida.

Eran las dos de la mañana cuando volvió. Di un grito de placer al verlo y me senté en la cama. Él se acercó y me tomó las manos.

—Cómo, Judith, ¿aún estás despierta?

—Sí, estaba demasiado agitada para dormir. Me preguntaba qué estabas haciendo en la excavación.

—Por el momento nada que pueda excitarte demasiado. Están marcando las áreas que pensamos explorar y haciendo preparativos generales.

—¿Piensas continuar desde el punto en que lo dejó Sir Edward?

—Ya te lo diré en su momento. Ahora quiero que duermas —me besó levemente y pasó al cuarto de vestir.

Pero yo no tenía sueño. Y Tybalt tampoco. Seguimos despiertos una hora, charlando.

—Sí, —dijo él en el curso de la conversación— estamos explorando la misma zona que exploró mi padre. Y ya sabes lo que pasó. Él estaba convencido de que había una tumba no descubierta en la zona. Sabes, naturalmente, que la mayoría fueron saqueadas hace siglos.

—Yo creía que procuraban guardar en secreto el lugar de los enterramientos.

—En cierto modo lo hicieron, pero había demasiados obreros involucrados. Imagina lo que es hendir la roca, abrir pasadizos secretos y después abrir las cámaras. Y piensa en todo el trabajo de transporte que se necesitó para llevar los tesoros a las tumbas.

—Lógicamente el secreto fue descubierto —dije— y vinieron los saqueadores. Es raro que no hayan temido a la Maldición.

—Sin duda la temían, pero las fabulosas riquezas de las tumbas compensaban la condenación después de la muerte; y como habían tenido la habilidad de encontrar el tesoro oculto, sin duda supusieron que también iban a tenerla para escapar a la mala suerte.

—Pero Sir Edward, que trabajaba para la posteridad y para llevar sus hallazgos a un museo, fue castigado de golpe, en tanto que los ladrones, que buscaban sólo un beneficio personal escaparon.

—En primer lugar la muerte de mi padre nada tiene que ver con una maldición. Fue una muerte natural.

—En la que nadie cree demasiado.

—Vamos, Judith, espero que no te estés volviendo supersticiosa.

—No creo serlo. Pero todos lo somos un poco cuando la persona que amamos está en peligro.

—¿Peligro? ¿Qué tontería es ésta? Es una leyenda.

—Sin embargo…, él murió.

Él me besó en la frente.

—¡Qué tonta eres, Judith, —dijo— me sorprendes!

—Eso te enseñará a no tener tan alta opinión de mi sagacidad en lo que a ti se refiere. Los hombres sabios son tontos cuando están enamorados… y puedes estar seguro que eso se aplica también a las mujeres.

Guardamos silencio un momento y después yo dije:

—He visto a Mustafá y Absalam. Me pidieron que te convenciera para volver a Inglaterra.

Eso le hizo reír.

—Es una tontería —dijo—. Ha sido un cuento inventado para ahuyentar a los ladrones. Pero no lo lograron, ya ves. Casi todas las tumbas descubiertas habían sido saqueadas. Por eso es el sueño de todo arqueólogo encontrar una tumba que esté tal como era cuando la cerraron hace cuatro mil años. Quiero ser el primero en poner el pie en esa tumba. Imagina la dicha de encontrar entre el polvo la huella de un pie que es de la última persona que pisó la tumba, o una ofrenda de flores, arrojada por alguien apenado, antes que se cerrara la puerta, que se rellenara el costado de la montaña y el muerto quedara en paz por los siglos futuros. ¡Oh, Judith, no tienes idea de lo apasionante que puede ser esto!

—Debemos procurar realizar tu sueño.

—Querida, hablas como si yo fuera un niño a quien hay que reprender.

—Bueno, la gente tiene muchas facetas y hasta el arqueólogo más importante del mundo puede ser un niño para su esposa que lo adora.

—Me siento tan feliz de tenerte a mi lado, Judith. Me acompañarás todo el camino. Serás la perfecta esposa.

—Es raro que digas esto. Sabes que Disraeli dedicó uno de sus libros a su mujer, Mary Ann. La dedicatoria dice: «A la esposa perfecta».

—No lo sabía —dijo él—. Soy muy ignorante… excepto en una materia.

—Eres un especialista —dije— y cuando se sabe tanto en una materia no se puede saber mucho de otras. Disraeli se casó con ella por dinero, pero, cuando eran viejos, se hubiera casado con ella por amor.

—Entonces —dijo Tybalt ligeramente—, de verdad debe haber llegado a ser una unión perfecta.

Pensé: si eso llega a pasarme a mí me daré por satisfecha.

Después empezó a hablar de costumbres, fascinándome con los cuadros exóticos que sabía crear. Me habló de lo que se había descubierto en las tumbas parcialmente saqueadas hacía siglos; y yo pregunté por qué los antiguos egipcios habían hecho un arte tan refinado del entierro de sus muertos.

—Creían que el espíritu seguía viviendo después de la muerte. Osiris, dios del mundo de ultratumba y juez de los muertos, fue el primero en ser embalsamado, según se dice, por el dios Anubis. Osiris había sido asesinado por su hermano Set, dios de la oscuridad, pero se levantó de entre los muertos y engendró al dios Horus. Cuando un hombre moría se identificaba con Osiris, pero, para escapar a la destrucción tenía que atravesar con éxito el río místico Tuat, que se suponía terminaba donde surge el sol, en el reino del dios sol Amón-Ra. Este río estaba infectado de peligros y nadie podía navegarlo sin la ayuda de Osiris. Se suponía que el río iba oscureciéndose a medida que la frágil barquilla en la que viajaba el muerto iba avanzando. Pronto llegaba a una cámara denominada Amentat, el lugar de la Media luz, y tras atravesarla, los horrores del río aumentaban. Grandes monstruos marinos surgían para aterrarlo; las aguas hervían y eran tan turbulentas que la barquilla estaba en peligro de zozobrar en aquellas horribles aguas. Sólo los que habían sido buenos en la tierra y eran valientes y fuertes podían esperar sobrevivir… y sólo con la ayuda de Osiris. Si tenían la suerte de sobrevivir llegaban al fin a la última cámara, donde el dios Osiris los juzgaba. Aquéllos a quienes el dios consideraba dignos de hacer un viaje hasta Amón-Ra, proseguían; los que no lo eran, aunque hubieran sobrevivido hasta entonces, eran destruidos. Para los que sobrevivían, la tumba era su hogar. SuKa, que es el espíritu que no puede ser destruido, paseaba por aquí y allá en el mundo y volvía a la momia que yacía en la tumba, y por eso se consideraba necesario que las cámaras de entierro fueran dignas de sus ilustres habitantes, para que no echaran de menos las joyas y los tesoros de los que habían disfrutado durante su estancia en la tierra.

Dije:

—Ahora entiendo por qué no les agradan los intrusos.

—¿Ellos? —Dijo Tybalt—. ¿Te refieres a los hombres de una civilización pasada, muertos hace siglos?

—Debe haber mucha gente viva que cree aún en esos dioses.

—Alá es grande y Mahoma es su profeta… Ya oirás eso con frecuencia.

—Pero debe haber muchos que identifican a los dioses con Alá. Alá es todopoderoso como lo era Horus, Osiris y los demás. Creo que gente como Mustafá y Absalam suponen que Osiris resucitará y castigará a los que penetren en su mundo de ultratumba.

—Supersticiones. Mi querida Judith, estamos trabajando con un centenar de hombres. Pienso en lo que esto significa para esa gente. Algunos son muy pobres, como verás. Estas excavaciones son una bendición del cielo para ellos.

—Ves las cosas desde el punto de vista práctico, Tybalt.

—También tú las debes ver así.

—Naturalmente así sería si tú no estuvieras comprometido con ello.

Lo oí reír en la oscuridad. Y entonces dijo algo muy raro:

—Me amas demasiado, Judith. No es sensato.

Entonces me aferré a él e hicimos el amor.

Y finalmente me dormí.

* * *

Era la época de Shem el Nessim, que creo significa Aroma de la Brisa, cuando se celebra el primer día de primavera. En Inglaterra es época de Pascua, pensé, e imaginé a Dorcas y Alison, con la señorita Crewe, decorando la iglesia con narcisos y flores de primavera, la mayoría amarillas, porque, como decíamos, es el color del sol.

Sabina debía estar parloteando sobre los asuntos de la iglesia y Oliver sonriendo tolerante, y mis tías sin duda pensarían cuánto mejor hubieran sido las cosas si yo me hubiera convertido en la esposa del rector, en lugar de casarme con un hombre que me había llevado a una expedición en tierra extraña.

En los días posteriores a la llegada yo me había sentido un poco desilusionada, porque veía poco a Tybalt. Él pasaba casi todos los momentos posibles en la excavación.

Yo ansiaba acompañarlo, pero él me explicó que, cuando se presentara algún trabajo que yo pudiera hacer, iba a participar; ese trabajo no había aparecido aún.

Comíamos en el gran salón de banquetes del palacio, y éramos muchos los que nos sentábamos ante la larga mesa. Tybalt estaba siempre en la cabecera y, junto a él, los miembros más importantes del grupo. Hadrian y Evan no eran muy expertos, pero Terence Gelding, que tenía varios años más que Tybalt, era su mano derecha.

Había participado con éxito en algunas excavaciones en Inglaterra, y Tybalt me dijo una vez que se había hecho conocido en los círculos arqueológicos al descubrir uno de los pavimentos romanos más bellos del país; también había identificado el período de unas piedras antiguas y reliquias de la Edad de Bronce. Tabitha se encargaba con eficiencia de los cuidados domésticos, y era evidente que había estado aquí antes. Esto significaba que Theodosia y yo estábamos solas mucho tiempo y con frecuencia hacíamos paseos en los cochecitos tirados por un caballo llamado arabiyas. Se sabía que éramos las esposas de miembros del grupo arqueológico y, por este motivo, podíamos vagar más o menos a voluntad.

A veces nos alejábamos de la ciudad y veíamos a los felajen trabajando en los campos, con bueyes y búfalos.

Parecían dignos pese a sus largas túnicas de algodón no demasiado limpias y sus pequeños bonetes. Con frecuencia los veíamos comiendo una especie de pan sin levadura y guisantes que se llamaba ful.

A veces íbamos juntas al zoco y comprábamos las mercancías que allí se ofrecían. Nuestra presencia aparentemente llamaba la atención en los esperanzados vendedores, pero ninguno procuró nunca forzarnos a comprar sus mercaderías.

Una tienda nos interesó particularmente, porque allí había una muchacha con un yashmak, inclinada sobre un trozo de cuero en el que grababa un diseño.

Nos detuvimos y ella dejó de trabajar para miramos por encima del yashmak con unos enormes ojos intensos, que parecían más grandes de lo que eran por la pesada aplicación de kohl.

Dijo en un inglés pasable:

—¿Señoras querer algo?

Dije que su trabajo nos gustaba mucho y ella nos invitó a que la viéramos trabajar unos momentos. Quedé sorprendida ante la forma hábil en que creaba un diseño.

—¿Quieren? —preguntó, señalando una hilera de zapatillas, bolsos y billeteras hechas con el blando cuero trabajado.

Nos probamos las zapatillas, miramos los bolsos, y el resultado fue que yo compré un par de zapatillas color ostra con un diseño azul y Theodosia una especie de bolso de muñecas, que se cerraba y abría con una cuerda. El bolso era del mismo color ostra, con un pálido diseño rojo.

La muchacha quedó encantada con la venta y, cuando terminamos la compra, dijo:

—¿Ustedes con los ingleses? ¿Los que cavan en el valle?

Dije que sí, que nuestros maridos eran arqueólogos y que teníamos la suerte de acompañarlos.

Ella asintió.

—Lo sé, lo sé —dijo muy eufórica.

Después de esto nos deteníamos con frecuencia en su tienda y de vez en cuando comprábamos algo. Nos enteramos de que se llamaba Yasmín, que su padre y su abuelo habían trabajado en cuero. Sus hermanitos estaban ahora aprendiendo a trabajarlo. Tenía un amigo que cavaba con nuestro grupo. Por eso estaba tan interesada.

Cuando pasaba ante la tienda siempre observaba su esbelta figura inclinada sobre su trabajo o hablando con algún cliente. Para mí ella formaba parte de la vida familiar del zoco.

De todos modos ninguna de nosotras dos iba allí sola.

Aunque nos sentíamos perfectamente cómodas juntas, si alguna vez, como había pasado antes, nos encontrábamos de pronto solas, porque una se había detenido a mirar algo o se había adelantado, la inquietud se apoderaba de la otra porque de pronto nos encontrábamos rodeadas de gente extraña. Sabía que Theodosia sentía esto con más intensidad que yo. La había visto una vez que se creyó perdida con algo que se parecía al pánico en sus ojos. Pero esto sucedía rara vez y generalmente lográbamos mantenernos juntas, aunque lo que viéramos ya fuera conocido. Creo que la gente se había acostumbrado a vernos. Aunque los niños se incorporaban y miraban, los adultos siempre pasaban de largo, conscientes de nuestra presencia, sabíamos, pero apartando la mirada.

Los mendigos ciegos mostraban cierta ansiedad cuando nos acercábamos. No sé por qué, puesto que eran ciegos. Nunca dejábamos de poner una moneda en sus bandejas y siempre oíamos el mismo murmullo agradecido:

«Alá la recompensará».

Incluso la actitud de Theodosia cambió y el sentimiento que el zoco podía despertar se convirtió en ese delicioso terror que pueden experimentar los niños. Se aferraba a mi brazo, pero al mismo tiempo disfrutaba del color y rumor de los mercados cuando pasábamos frente a hombres de rostros morenos y prominentes pómulos, con una especie de perfil noble que recordaba los grabados que había visto en las paredes de los templos. Las mujeres estaban en su mayoría, cubiertas con velos y sólo se veían de sus caras los ojos oscuros, que parecían enormes por el kohl que usaban. Con frecuencia estaban ataviadas de negro de la cabeza a los pies. Cuando íbamos al campo veíamos a las mujeres ayudando a los hombres en sus labores. Temprano por la mañana o al caer la tarde dábamos un paseo en una de las barcas del Nilo y veíamos a las mujeres lavando ropa y charlando entre sí. Con frecuencia nos maravillaba la facilidad con que aquellas mujeres podían llevar un gran recipiente de agua sobre la cabeza sin derramar una gota, y caminando al mismo tiempo con tanta gracia y dignidad.

En poco tiempo la escena se había vuelto familiar para mí. Pero me sentía frustrada al no poder participar en el trabajo principal.

Tybalt sonreía ante mis continuas preguntas para saber si había algo que pudiera hacer.

—Esta operación es muy distinta a la de Carter Meadow, ¿sabes, Judith?

—Ya lo sé. Pero anhelo participar… aunque sea en pequeña escala.

—Más adelante —me prometió—. Entretanto, ¿quieres contestar algunas de mis cartas y llevar las cuentas? Te dará una idea de todo. Tienes que saber eso, además de trabajar en la excavación.

Le dije que me encantaría hacerlo, pero también quería participar en un trabajo activo.

—Querida Judith, siempre has sido muy impaciente.

Tuve que contentarme con eso, pero estaba decidida a que fuera una cosa temporal.

Shem el Nessim era una fiesta pública y Tybalt se irritó.

—Como es el primer día de primavera tenemos que interrumpir el trabajo —rezongó.

—¡Qué impaciente eres! —contesté.

—Querida Judith, eso es enloquecedor. El costo de esto es enorme y así perderemos inútilmente un día. Y mi padre decía que los hombres no trabajaban bien después de una fiesta. Necesitan un día o dos para recuperarse, de modo que perdemos más de un día.

De todos modos estaba decidido a no perder tiempo, y él y el grupo fueron a la excavación como de costumbre. Por eso, el lunes que siguió al domingo de Pascua, Theodosia y yo salimos a pasear por el zoco.

Las tiendas estaban cerradas y las calles parecían diferentes sin los ruidos, olores y actividad de los vendedores. En una de las calles había una pequeña mezquita; la puerta estaba siempre abierta y habíamos mirado de reojo al pasar. Parecía una sala muy grande y con frecuencia habíamos visto figuras con túnicas blancas, arrodilladas sobre alfombrillas para la oración. Pero siempre habíamos apartado la mirada, porque sabíamos que era fácil ofender a la gente si creían que espiábamos o cometíamos alguna irreverencia contra su religión.

Aquel día mucha gente iba a la mezquita. Estaban vestidos de manera diferente, con sus mejores ropas, y aunque las mujeres vestían de negro algunos de los hombres llevaban colores brillantes.

Nos detuvimos para mirar al encantador de serpientes sentado sobre las piedras, con la flauta en la boca. Siempre nos maravillaba ver a la serpiente emerger de la canasta a medida que la música proseguía, fascinándola, aplacándola y volviendo a mandarla a la canasta. En el día de Shem el Nessim vimos por primera vez al adivino sentado en una alfombrilla, cerca del encantador de serpientes.

Cuando pasábamos gritó:

—Alá sea con vosotras. Alá es grande y Mahoma es su profeta.

Dije a Theodosia:

—Quiere decirnos la buenaventura.

—Me encantaría conocer el futuro —dijo Theodosia.

—Entonces lo conocerás. Vamos, veamos que nos depara el destino.

Dos alfombrillas estaban tendidas a ambos lados del adivino. Él hizo primero una seña a Theodosia, luego otra a mí. Un poco tiesas nos sentamos en las alfombrillas. Sentí un par de ojos penetrantes e hipnóticos que se clavaban en mi rostro.

—Señoras inglesas, —dijo el adivino— vienen del otro lado del mar.

No era muy notable que supiera esto, pensé; pero Theodosia se ruborizó de excitación.

—Habéis venido con mucha gente. Para quedaros… una semana… un mes… un mes… dos meses…

Miré a Theodosia: aquello también era verdad.

—Seguramente usted sabe —dije— que hemos venido con el grupo que está excavando en el valle.

Él lanzó una mirada a Theodosia y dijo:

—Usted señora casada, tener buen marido —se dirigió a mí—. Usted también señora casada.

—Las dos tenemos marido. No estaríamos aquí si no fuera así.

—Del otro lado del mar ha venido… sobre el mar volverá —bajó los ojos—. Veo mucho que es malo. Debe volver… volver a través del mar…

—¿Cuál de las dos? —pregunté.

—Las dos deben volver. Veo hombres y mujeres llorando… veo un hombre tendido, inmóvil… tiene los ojos cerrados… Hay una sombra sobre él. Veo que es el ángel de la muerte.

Theodosia se había puesto pálida. Empezó a levantarse.

—Siéntese —ordenó el adivino.

Dije:

—¿Quién es el hombre que ve? Descríbalo.

—Un hombre… quizás sea una mujer… Hay hombres y mujeres. Están bajo tierra… tantean… turban la tierra y el lugar de descanso de los muertos… y sobre ellos está la sombra. Se mueve, pero nunca se va, siempre está ahí. Es el ángel de la muerte. La veo claramente ahora. Usted está ahí… y usted, señora… y la sombra espera… espera la orden para apoderarse de quien haya recibido orden de tomar.

Theodosia temblaba.

—Ahora está claro —siguió el adivino—. El sol brilla allá arriba. Es una luz blanca y el ángel de la muerte se ha ido. Usted está en un gran barco… el barco parte… El ángel se ha ido. No puede vivir bajo el brillante sol. Allí.

He visto dos imágenes. Las dos pueden ocurrir. Alá es bueno. La elección es libre.

—Gracias —dije, y puse unas monedas en su bandeja.

—Señora, vuelva. Le diré más.

—Quizás —dije—. Vamos, Theodosia.

Él se tendió para tomar la bandeja en la que yo había dejado el dinero. Cuando su brazo desnudo emergió entre las ropas vi en él el signo. La cabeza de un chacal. Sabía que era el signo de uno de los dioses, pero no recordé cuál.

—Que la bendición de Alá caiga sobre vosotras —murmuró el hombre y volvió a sentarse en la alfombrilla, con los ojos cerrados.

—Parecería —dije a Theodosia cuando volvíamos a pie al palacio— que hay mucha gente que no aprueba nuestras actividades.

—Sabía —dijo ella— sabía quiénes éramos.

—Claro que lo sabía No se necesitan poderes sobrehumanos para darse cuenta de que somos inglesas. Ni para adivinar que formamos parte del grupo. Es posible que le hayamos sido señaladas. Nos conoce mucha gente en el zoco.

—Pero toda esa charla sobre el ángel de la muerte…

—Charla de adivinos —dije— que debemos tomar con… no con un grano de sal, sino con un sorbo de josaf.

—Me he quedado preocupada, Judith.

—No debí permitir que te adivinara la suerte. Creías que ibas a oír charlas de gitanos acerca de un hombre moreno y un viaje por mar, un legado y tres niños para consuelo de la vejez.

—Creí que, siendo egipcio, podía decimos algo interesante y, en lugar de eso…

—Ven, voy a preparar un té de menta. Sé que te agrada.

Lo cierto es que yo estaba algo inquieta. La charla sobre el ángel de la muerte me había gustado tan poco como a Theodosia.

Como Tybalt se hallaba en la excavación con otros miembros del grupo pese a que los obreros no estaban en sus puestos, y yo ignoraba a qué hora iba a volver, me acosté temprano y me dormí casi en seguida. Desperté posiblemente una hora después. Me incorporé aterrada, porque había una sombra que se inclinaba junto a mi lecho.

—No es nada, Judith.

—¡Tabitha!

Una vela que ella debía haber traído brillaba débilmente sobre la mesa donde la había colocado.

—¡Pasa algo malo! —exclamé y mis pensamientos todavía perdidos en vagos sueños fueron hacia el adivino en el zoco y el ángel de la muerte que el hombre había conjurado.

—Es Theodosia. Ha tenido una atroz pesadilla. Iba a mi cuarto cuando la oí gritar. Es mejor que vayas tú a tranquilizarla. Parece muy trastornada.

Salté de la cama, me puse las zapatillas de cuero repujado que había comprado a Yasmín y me envolví en mi salto de cama.

Fuimos al cuarto que Theodosia compartía con Evan. Estaba echada de espaldas, mirando el techo.

Me adelanté y me senté junto a la cama. Tabitha se sentó del otro lado.

—¿Qué ha pasado, Theodosia?

—Tuve un sueño horrible. El adivino estaba presente y había algo con ropas negras, como un gran pájaro con cabeza de hombre. Era el ángel de la muerte y venía a buscar a uno de nosotros.

—Es ese adivino —expliqué a Tabitha—. No debíamos haberlo escuchado. Sólo quería asustarnos.

—¿Qué dijo? —preguntó Tabitha.

—Muchas tonterías acerca de un ángel de la muerte que pende sobre nosotros.

—¿Sobre quiénes?

—Todo el grupo, supongo, esperando para golpear a cualquiera. Theodosia lo ha tomado demasiado en serio.

—No debes preocuparte, Theodosia —dijo Tabitha— es algo que hacen siempre. Y apostaría a que dijo que Alá os dejaría la elección.

—Es exactamente lo que dijo.

—Probablemente está envidioso de alguien que trabaja para nosotros. Pasa con frecuencia. La última vez que estuvimos había un hombre que profetizaba calamidades todo el tiempo. Descubrimos que su mayor enemigo ganaba más que él trabajando en la excavación. Hablaba por envidia.

Aquello pareció tranquilizar a Theodosia.

—Estoy deseando —dijo— que encuentren lo que buscan y podamos volver a casa.

—Esta atmósfera pesa sobre uno —aseguró Tabitha—. La gente con frecuencia se siente así al principio. Me refiero a los que no están ocupados en los trabajos.

Empezó a hablar como acostumbraba cuando la había visitado en Giza House, y su charla fue tan interesante que Theodosia se tranquilizó notablemente. Nos contó que, la última vez que había estado aquí le había tocado participar en la celebración del Mauli del Nabi, que era el cumpleaños de Mahoma.

En el zoco los quioscos estaban preciosos —explicó—. La mayoría adornados con muñecos hechos con azúcar blanca y envueltos en papeles que parecían vestidos.

Había procesiones en las calles y la gente llevaba estandartes en los que estaban escritos versos del Corán. Los minaretes estaban iluminados por la noche y el espectáculo era maravilloso. Parecían hileras de luces en el cielo. En las calles los cantantes entonaban elogios a Alá y los narradores estaban rodeados de gente de todas las edades a la que contaban cuentos que han pasado de generación en generación desde épocas remotas.

Prosiguió describiendo esas celebraciones y, al hacerlo, noté que los párpados de Theodosia empezaban a cerrarse. ¡La pobre estaba agotada por la pesadilla!

—Está dormida —dije a Tabitha en un murmullo.

—Vayámonos entonces —contestó ella.

Al salir se detuvo y me miró.

—¿Tienes sueño? —preguntó.

—No —contesté.

—Ven a mi cuarto a charlar.

La seguí. Su cuarto era hermoso. Había persianas en las ventanas y las abrió totalmente para dejar penetrar el cálido aire de la noche.

—Dan sobre un patio —dijo—. Es muy bello. Los cactus crecen cerca y hay manzanos ácidos. Son unas de las plantas más útiles en Egipto. Se usan las semillas para dar sabor a toda clase de platos y cuando hierven la fruta el jugo se convierte en una bebida muy refrescante.

—Sabes muchas cosas, Tabitha.

—No olvides que he estado aquí antes, y cuando uno está vitalmente interesado aprende mucho.

Se alejó de la ventana y encendió unas bujías.

—Probablemente atraerán insectos —dijo— pero necesitamos un poco de luz. Ahora dime una cosa, Judith: ¿es todo esto como lo esperabas?

—En muchos sentidos, sí.

—Pero no en todos…

—Bueno esperaba tener más trabajo que hacer… ayudando…

—Es un trabajo que requiere mucha práctica. Por el momento sólo se necesitan obreros.

—Y si descubren una tumba intacta supongo que no me permitirán acercarme a ella…

—¡Sería un hallazgo tan extraordinario! Sólo a los expertos se les permitiría tocar algo. Pero Tybalt me ha dicho que te ocupas de sus papeles y que eres una gran ayuda en muchos sentidos.

Sentí un súbito resentimiento de que Tybalt hablara sobre mí con ella; después me avergoncé.

Ella pareció comprender mis sentimientos, porque dijo con rapidez:

—Tybalt me hace confidencias de vez en cuando. Lo hace porque soy muy amiga de la familia. Tú eres ahora también de la familia, y por eso le dije a Tybalt que debías conocer la verdad.

—¡La verdad! —exclamé.

—Acerca de mí —dijo ella.

—¿Qué es lo que debo saber acerca de ti? —pregunté.

—Lo que sólo sabían en la casa Tybalt y su padre. Cuando fui a vivir con ellos lo hice como dama de compañía de la esposa de Sir Edward, y se pensó que era mejor presentarme como viuda. Pero no es así. Tengo marido, Judith.

—Pero… ¿dónde está?

—En un asilo para locos.

—¡Oh… comprendo! Lo siento mucho.

—Recordarás que me llamaron súbitamente antes de que partiéramos…

—Sí, cuando tú y Tybalt regresasteis juntos.

—Sí, como yo tenía que volver a Londres nos encontramos allí y volvimos juntos a Cornwall. Me habían llamado porque súbitamente mi marido había empeorado.

—¿Murió? —pregunté.

Una expresión de abatimiento apareció en sus ojos, que eran grandes, pensativos y muy bellos a la luz de las velas.

—Se recobró —dijo.

—Debes haber estado muy ansiosa.

—En una ansiedad perpetua.

—¿Lo visitas con frecuencia?

—No me reconoce. Es inútil. No le doy ningún placer y me ocasiona una gran desdicha. Lo atienden bien… está en las mejores manos. Es todo lo que puedo hacer.

—Lo lamento —dije.

Ella se alegró de pronto.

—Bueno, afirman que todos tenemos nuestras cruces. La mía ha sido pesada. Pero hay compensaciones. Desde que llegué a casa de los Travers he sido más dichosa de lo que jamás pude imaginar.

—Espero que continúes siéndolo.

Ella sonrió algo tristemente.

—Pensé que debías conocer la verdad, Judith, ahora que eres una Travers.

—Te agradezco que me lo hayas dicho. ¿Fue siempre así… desde el momento en que te casaste con él? No puedes haber estado casada tantos años. Eres muy joven.

—Tengo treinta años —dijo— y me casé a los dieciocho. Fue un matrimonio arreglado. Yo no tenía fortuna. Mi familia pensó que era para mí una gran oportunidad, porque la familia de mi marido es rica en comparación. Pero cuando nos casamos él ya era un dipsómano… incurable, dijeron. Siguió empeorando constantemente y, cuando se volvió violento hubo que encerrarlo. Conocí a Sir Edward cuando estaba dando unas conferencias para aficionados a la arqueología, y nos hicimos amigos. Después me ofreció el cargo de dama de compañía en su casa. Y eso me ayudó mucho.

—Es muy trágico.

Tenía los ojos clavados en mí.

—Pero no toda la vida es tragedia, ¿verdad? He tenido días de felicidad, semanas de dicha… a partir de entonces. Pero una de las reglas de la vida es que no hay nada estable, en el mismo nivel o con la misma profundidad. El cambio es inevitable.

—Me alegro de que me lo digas.

—Sabía que ibas a comprenderlo.

—¿Seguirás con nosotros?

—Mientras me permitan hacerlo.

—Entonces será hasta que tú quieras.

Ella se acercó y me besó en la frente. El gesto me conmovió. Pero, en el momento que se apartaba vi el broche en su garganta. Era un escarabajo de lapislázuli.

—Veo que tienes un broche con un escarabajo.

—Se supone que es una protección contra los malos espíritus. Me lo dio… un amigo… la primera vez que vine a Egipto.

—Eso fue durante la última expedición, ¿no?… ¿La expedición fatal?

Ella asintió.

—No te trajo mucha suerte en esa ocasión —dije.

No contestó, pero vi que sus dedos temblaban al tocar el broche.

—Creo que es hora de que vaya a acostarme —dije—. Me pregunto cuándo volverán de la excavación.

—Es algo que no puedo decirte. Pero me alegro de haberte contado lo demás. No me parecía justo engañarte.

Volví a mi cuarto. Tybalt no había regresado.

No pude dormir. Me quedé acostada en la cama, pensando en Tabitha. Los recuerdos del pasado invadían mi mente. Recordé algunas veces en las que había ido a pie a Giza House, en la época en que era dama de compañía de Lady Bodrean, y había visto a Tybalt y Tabitha sentados al piano. Recordé que habían regresado a casa juntos la vez que la habían llamado; y también ecos de las revelaciones de Nanny Tester.

Me pregunté quién le habría regalado el escarabajo.

¿Acaso Tybalt? Y entonces una idea atroz me pasó por la mente. Si Tabitha hubiese sido libre: ¿se habría casado Tybalt conmigo?

Unos días después Theodosia y yo visitamos el Templo, al que fuimos en un cochecito tirado por un burro que nos sacudía sobre el suelo de arena. Aquí había estado la antigua ciudad de Tebas, centro de una civilización que se había desmoronado dejando sólo las cámaras mortuorias de los faraones enterrados hacía miles de años como testimonio de la grandeza de aquellos días.

Aunque el templo se abría hacia el cielo, hacía fresco a la sombra de los grandes pilares. Examinamos con asombro las columnas profusamente talladas, cada una terminada en pétalos y cálices. A ambas nos fascinó estudiar los diseños de las columnas y reconocer a algunos faraones junto a los dioses a los que ofrecían sacrificios.

Mientras vagábamos entre las columnas nos encontramos frente a frente con un hombre. Era evidentemente europeo y pensé que debía ser un turista que, como nosotras, exploraba el renombrado templo.

Era natural en una ocasión como ésta que nos hablara. Nos saludó dando los «buenos días». Sus ojos tenían un color leonado, como muchas de las piedras que veíamos en Egipto y su piel estaba algo tostada por el sol. Llevaba un sombrero de panamá echado sobre los ojos, como para protegerse del resplandor.

Nos agradó el encuentro, porque el hombre era inglés.

—Qué lugar tan fascinante —dijo—. ¿Viven ustedes aquí?

—No, estamos con el grupo de arqueólogos que trabajan en las excavaciones del valle. ¿Está usted de paseo?

—En cierto modo. Soy comerciante, y mis negocios me traen aquí de vez en cuando. Pero me interesa mucho saber que pertenecen ustedes al grupo de arqueólogos.

—Mi marido dirige la expedición —dije con orgullo.

—Entonces usted debe ser Lady Travers.

—Así es. ¿Conoce a mi marido?

—Naturalmente he oído hablar de él. Es muy conocido en su especialidad.

—¿Y esa especialidad le interesa a usted?

—Mucho. Mi oficio es comprar y vender objetos artísticos. Estoy en el hotel, no lejos del palacio de Chefro.

—Espero que esté usted cómodo.

—Es muy apropiado —replicó. Se llevó la mano al sombrero—. Probablemente volveremos a encontrarnos.

Nos dejó y nosotras seguimos examinando las columnas.

A su debido tiempo volvimos a nuestra arabiya. En el momento en que partíamos vimos que el hombre que nos había hablado subía también a la suya.

—Parece muy simpático —dijo Theodosia.

* * *

A la mañana siguiente Theodosia no se sintió bien y no se levantó; pero a mediodía estaba mejor. Nos sentamos en la terraza, frente al Nilo, charlando al azar.

Después de un rato ella dijo:

—Judith, creo que voy a tener un hijo.

Me volví hacia ella, nerviosa.

—¡Es una noticia maravillosa!

Ella frunció el ceño.

—Es lo que siempre dice la gente. Pero no son ellos los que tienen los niños, ¿verdad?

—¡Oh!, es incómodo por un tiempo, pero piensa en la recompensa…

—Imagina lo que es tener un hijo… aquí.

—Bueno, no lo tendrás aquí, ¿verdad? Irás a Inglaterra. Además, si no estás muy segura, tendrás meses por delante.

—A veces siento que vamos a quedarnos aquí para siempre.

—¡Oh Theodosia, que idea! ¡Como mucho serán unos meses!

—¿Pero si no encuentran… eso que están buscando?

—Bueno, habrá que regresar. Este trabajo es muy costoso. Estoy segura de que, si no consiguen lo que buscan a su debido tiempo, se darán cuenta de que no lo encontrarán, y volveremos.

—Pero supongamos que…

—¡Qué pesada eres! Claro que todo irá bien. Y la noticia es maravillosa. Tendrías que estar bailando de alegría.

—¡Oh!, eres tan fuerte, Judith… —empezó a reír—. Es gracioso en verdad. Soy hija de mamá, y ya sabes que ella domina a todo el mundo. Yo debería ser como ella.

—Es posible que domine a todo el mundo, pero esa gente con frecuencia no sabe dominar sus propios asuntos.

—Mamá cree hacerlo. Y tu madre era Lavinia, que probablemente era mucho más tímida. Yo tendría que ser como tú y tú como yo.

—Bueno, eso no importa ahora. Ya te sentirás bien…

—Estoy asustada, Judith. Desde que llegamos aquí.

Me gustaría volver a casa. Anhelo ver la lluvia. Aquí no hay verdor y quiero estar entre hombres y mujeres normales.

Me reí.

—Te aseguro que, para Yasmín, la gente del zoco debe ser más normal que nosotras. Es una simple cuestión de geografía. Tienes un poco de nostalgia de la patria, eso es todo, Theodosia.

—¡Cuánto me gustaría que Evan dictara cátedra en la universidad en lugar de estar haciendo esto!

—Sin duda lo hará cuando esto haya terminado. Y ahora, Theodosia, deja de preocuparte. La noticia que me has dado es maravillosa.

Pero ella siguió inquieta y cuando se confirmó que de verdad estaba encinta, me di cuenta de que esto la preocupaba.