CAPÍTULO 04

La mujer de Tybalt

Sir Ralph quedó muy impresionado, y el resultado fue otro ataque que le hizo difícil hablar. Fue entonces cuando corrieron rumores sobre el sentido de su enfermedad. Era la Maldición de los Reyes, decían los rumores, porque se sabía que él había apoyado financieramente la expedición. No pudo asistir al funeral de Sir Edward, pero, una semana después Sir Ralph me mandó llamar, y al entrar en su cuarto, quedé sorprendida al ver en él a Tybalt.

Era penoso ver al robusto Sir Ralph de antes convertido en un despojo. Sus esfuerzos para hablar eran penosos, pero insistía en hacerlo, porque quería decir algo.

Nos hizo señas para que nos sentáramos a ambos lados.

—Ju… Ju… —empezó y comprendí que quería decir mi nombre.

—Aquí estoy, Sir Ralph —dije y, cuando puse mi mano en la de él, la tomó y no la soltó.

Sus ojos se volvieron hacia Tybalt, y su mano derecha se movió, porque sostenía la mía con la izquierda.

Tybalt entendió que Sir Ralph quería que le diera la mano, y tomó por lo tanto la mano de Sir Ralph. Sir Ralph sonrió y juntó sus dos manos. Tybalt tomó entonces mi mano y Sir Ralph sonrió débilmente. Era lo que había querido hacer.

Miré a Tybalt a los ojos y sentí que un lento rubor subía por mis mejillas.

La implicación de Sir Ralph era obvia.

Retiré la mano, pero Tybalt siguió mirándome.

Sir Ralph había cerrado los ojos. Blake entró de puntillas.

—Creo que es mejor, señor —dijo— que usted y la señorita Osmond se vayan.

Cuando la puerta se cerró detrás de nosotros, Tybalt me dijo:

—¿Quieres caminar conmigo hasta Giza House?

—Tengo que ir a ver a Lady Bodrean —conteste.

Estaba trastornada. No sabía por qué Sir Ralph nos había puesto en aquella situación incómoda.

—Quiero hablarte —dijo Tybalt— es importante.

Salimos juntos de la casa y, cuando nos habíamos alejado un poco, Tybalt dijo:

—Él tiene razón, ¿sabes? Deberíamos hacerlo.

—Yo… no entiendo.

—Vamos, Judith, ¿qué te pasa? ¡Generalmente eres tan directa!

—Yo… no sabía que supieras tanto de mí.

—Sé mucho de ti. Hace ya muchos años que te encontré disfrazada de momia.

—Nunca olvidarás eso.

—Uno no olvida el primer encuentro con la que va a ser su mujer.

—Pero…

—Es lo que él quiere. Nos ha dicho que debemos casarnos.

—Tal vez deliraba.

—No lo creo. Creo que hace tiempo que lo desea.

—Ahora veo claro: creyó que yo era Theodosia. Esperaba que tú y Theodosia os casarais ¿no?

—Creo que lo hablaron con mi padre.

—Entonces… ya veo lo que ha pasado. Olvidó que Theodosia se ha casado. Creyó que yo era su hija. ¡Pobre Sir Ralph! Temo que esté muy enfermo.

—Mucho me temo que muera —contestó Tybalt—. Tú siempre te has interesado en mi trabajo, ¿no?… ¿Vitalmente interesada?

—Claro que sí.

—Ya verás que nos entenderemos muy bien. A mi madre le aburría el trabajo de mi padre. Fue un matrimonio desdichado. Con nosotros será distinto.

—No entiendo nada. ¿Quieres decir que vas a casarte conmigo porque Sir Ralph ha indicado que lo desea?

—Ése no es el único motivo, naturalmente.

—Dime los otros —dije.

—En primer lugar, cuando vuelva a Egipto, tú me acompañarás. Estoy seguro de que eso te agradará.

—Sí, pero no me parece una razón plausible para casarse.

Se detuvo y me miró a los ojos.

—Hay otras —dijo, y me acercó a él.

—No quiero casarme para ser un miembro útil en una expedición —dije.

—De todos modos —dijo— lo serás.

Después me besó.

—Si el amor interviniera en esto… —empecé a decir.

Tybalt rió y me apretó contra él.

—¿Lo dudas?

—No estoy muy convencida y querría una especie de declaración.

—Primero quiero oírla de tu parte, porque estoy seguro que lo harás mejor que yo. Nunca te faltan palabras. Yo temo… con frecuencia…

—Entonces quizás yo pueda serte útil. Escribiendo tus cartas, por ejemplo. Seré una buena secretaria.

—¿Será esa toda tu declaración?

—Sabes que hace años que estoy enamorada de ti. Creo que Sir Ralph lo sabe.

—¡No tenía idea de tener esa suerte! Me gustaría haberlo sabido antes.

—¿Qué hubieras hecho?

—Me habría preguntado si, en caso de conocerme mejor, habrías cambiado de idea, y si podía permitir que eso sucediera.

—¿Realmente eres tan modesto?

—No; seré el hombre más arrogante de tu vida.

—No hay otros de importancia… y nunca los ha habido. Si es necesario pasaré la vida convenciéndote de eso.

—¿Entonces estás de acuerdo en compartirla conmigo?

—Me moriría si no lo hiciera.

—¡Mi querida Judith! ¡Siempre he dicho que sabes manejar muy bien las palabras!

—Te he dicho sinceramente que te amo. Me gustaría que me dijeras tú también que me amas.

—¿Acaso ya no lo has entendido?

—Me gustaría oírtelo decir.

—Te amo —dijo.

—Dilo de nuevo. Sigue diciéndolo. ¡He soñado tantas veces que me decías esas palabras! No puedo creer que sea verdad. Estoy despierta, ¿verdad? ¿No despertaré dentro de un momento oyendo la campanilla de Lady Bodrean?

Me tomó la mano y la besó con fervor.

—Mi querida, querida Judith —dijo—. Me has avergonzado. No te merezco. No pienses demasiado bien de mí. Te desilusionaré. Ya conoces mi obsesión con el trabajo. Te aburriré con mis entusiasmos.

—¡Nunca!

—Seré un marido muy poco adecuado. No tengo tu alegría, tu espontaneidad… todo lo que te hace tan atractiva. Puedo ser aburrido, demasiado serio…

—Nunca se es demasiado serio con las cosas importantes de la vida.

—Estaré de mal humor, preocupando, te descuidaré por mi trabajo.

—Que pienso compartir contigo, incluidos los malos humores y las preocupaciones, de modo que esa objeción no pasa.

—No me es fácil expresar mis sentimientos. Olvidaré decirte cuánto te amo. Me alarmas. Siempre te veo llevada por el entusiasmo. Piensas demasiado bien de mí. Esperas la perfección.

Reí y apoyé la cabeza en su hombro.

—No puedo evitar mis sentimientos —dije— ¡hace tanto tiempo que te quiero! Sólo quiero estar contigo, compartir tu vida, hacerte feliz, estar contigo, que la vida sea fácil, suave, como tú quieras que sea.

—Judith —dijo él— haré todo lo que pueda para hacerte feliz.

—Si me quieres, si dejas que comparta tu vida, lo seré.

Él pasó el brazo por el mío y me estrechó la mano.

Caminamos Y él habló del futuro. No veía motivo para demorar nuestra boda; de hecho quería que nos casáramos lo antes posible. Íbamos a estar muy atareados con nuestros planes. ¿Me molestaría si, después de la ceremonia, nos quedábamos en Giza House y nos sumergíamos de inmediato en los preparativos?

¡Si me importaría! Nada me importaba fuera de estar junto a él. La mayor dicha a la que podía aspirar era compartir su vida para siempre.

Hubo una gran sorpresa en Rainbow Cottage cuando conté las noticias a Alison y Dorcas. Se alegraron de que me casara, pero desconfiaban un poco del novio, En su opinión Oliver Shrimpton habría sido mucho más conveniente; y los rumores de San Erno afirmaban que los Travers eran gente más bien rara. Y como Sir Edward había muerto de manera tan misteriosa hubieran preferido que no me vinculara a un asunto tan raro.

—Serás Lady Travers —dijo Alison.

—No se me había ocurrido.

Dorcas sacudió la cabeza.

—Eres feliz, me doy cuenta.

—¡Oh, Dorcas, Alison, nunca creí que se pudiera ser tan feliz!

—Vamos, vamos —dijo Dorcas, como cuando yo era niña— nunca puedes hacer las cosas a medias.

—¡Pero no se puede considerar el matrimonio «a medias» como dices!

Me reí.

—En este matrimonio —dije— todo será perfecto.

No dije nada en Keverall Court sobre mi compromiso. No era adecuado estando Sir Ralph tan enfermo. Y al día siguiente Sir Ralph murió.

Keverall Court se puso de luto, pero creo que nadie sintió tanto la pérdida de Sir Ralph como yo. La gran dicha de mi compromiso quedó empañada. Por lo menos, me dije, estará contento. Había sido mi amigo; en las semanas antes de su muerte, nuestra amistad había representado mucho para mí, y creo que también para él. ¡Cómo me habría gustado poder visitarlo en su cuarto y hablarle de mi noviazgo y de todo lo que esperaba en el futuro! Pensaba mucho en él y recordaba incidentes del pasado y cuando le había traído el escudo de bronce y él se había interesado en mí la primera vez; cuando me había regalado el vestido de baile y se había puesto de mi parte.

Lady Bodrean puso cara de aflicción, pero era evidente que ocultaba alivio.

Nos habló a mí y a Jane acerca de las virtudes de Sir Ralph, pero percibí que el apaciguamiento de su hostilidad era momentáneo; y me decía que, ahora que había perdido mi defensor, yo iba a estar a merced de ella. No sospechaba el golpe que iba a recibir. Iba a casarme con el hombre que ella había querido para su hija. Iba a ser para ella un gran golpe saber que su pobre dama de compañía iba a ser Lady Travers.

Hadrian vino a casa y le di la noticia.

—Todavía no ha sido anunciado oficialmente —le previne—. Esperaré hasta después del funeral.

—Tybalt tiene suerte —dijo torvamente— creo que se me ha adelantado.

—¡Ah, pero tú querías una mujer de dinero!

—Si tuvieras fortuna, Judith, habría puesto mi corazón a tus pies.

—Biológicamente imposible —le dije.

—Bueno, que tengas suerte. Y me alegro de que te libres de mi tía. Te debe haber hecho la vida un infierno.

—No estuvo tan mal. Sabes que siempre me ha gustado pelear.

Aquella noche recibí una extraña invitación de los abogados de Sir Ralph. Querían que yo estuviera presente en la lectura del testamento.

Cuando fui a Rainbow Cottage y les conté lo sucedido a Alison y Dorcas se comportaron de manera un poco rara.

Salieron, me dejaron en la sala y sólo volvieron un rato después. Esto era desusado, porque mi visita era forzosamente breve y, en el momento en que iba a buscarlas y decirles que tenía que irme, volvieron. Tenían la cara encendida, se miraban avergonzadas y, como las conocía tan bien, sabía que una pedía a la otra que fuera la primera en abordar un tema que les parecía desagradable o turbador.

—¿Pasa algo malo? —pregunté.

—Hay algo que debes saber —dijo Dorcas.

—Sí, de verdad debes estar preparada.

—¿Preparada para qué?

Dorcas se mordió el labio y miró a Alison; Alison asintió.

—Se trata de tu nacimiento, Judith. Eres nuestra sobrina. Lavinia era tu madre.

—¡Lavinia! ¿Por qué no me lo dijisteis?

—Creímos que era mejor. Era una situación bastante molesta.

—Fue una tremenda sorpresa para nosotras —prosiguió Dorcas—. Lavinia era la mayor. Nuestro padre la adoraba. Era muy bonita. Era como nuestra madre… nosotras nos parecemos a nuestro padre.

—¡Querida Dorcas! —dije—. ¡Vamos, cuéntame todo!

—Para nosotros fue tremendo cuando supimos que iba a tener un hijo.

—¿Que fui yo?

—Sí. Hicimos que Lavinia fuera a casa de una prima… antes de que se notara. Dijimos a la gente de la aldea que ella había conseguido un empleo… un puesto de institutriz. Y naciste. Nuestra prima vivía en Londres y tenía varios hijos. Lavinia podía cuidarlos y tener allí a su hijo. Fue un arreglo. Quiso que te conociéramos, pero naturalmente no podía venir aquí. Nos encontramos en Plymouth. Lo pasamos muy bien y después la acompañamos hasta el tren.

—Y hubo un accidente —dije— ella murió y yo sobreviví.

—Tu futuro era un problema. Dijimos que eras hija de una prima y te trajimos aquí… para adoptarte.

—Bueno, ¡entonces sois mis tías! ¡Tía Alison, Tía Dorcas! ¿Y por qué me dijisteis que nadie me había reclamado?

—Siempre hacías preguntas sobre los primos lejanos que, según creías, eran tu familia más próxima, y por eso pensamos que era mejor hacerte creer que no tenías familia.

—Sé que siempre habéis hecho lo que pensabais que era mejor para mí. ¿Quién es mi padre? ¿Lo sabéis?

Se miraron entre sí un momento y yo estallé.

—¿Es posible? ¡Eso lo explica todo! ¡Sir Ralph!

Sus caras me dijeron que había adivinado.

—Era mi padre. Me alegro. Lo quería. Siempre fue bueno conmigo —me acerqué a ellas y las abracé—. ¡Por lo menos ahora sé quiénes son mis padres!

Creíamos que… ibas a avergonzarte por no ser hija de un matrimonio.

—¿Sabéis? —dije—. Creo que realmente él me quería. Mi madre debe haber sido el gran amor de su vida. Por lo menos le dio el consuelo que necesitaba por estar casado con Lady Bodrean.

—¡Oh, Judith! —exclamaron ellas, con indulgencia.

—Pero él ha sido bueno conmigo —recordé la forma en que me miraba: el divertido parpadear de sus ojos, el temblor del mentón. Se decía a sí mismo: «Es la hija de Lavinia». ¡Cómo me hubiera gustado que estuviera vivo para decirle hasta qué punto lo quería!

—Ahora, Judith —dijo Dorcas— debes estar preparada. El motivo por el que se desea que estés presente en la lectura del testamento es porque te ha dejado algo.

Tal vez te digan que eres su hija y no hemos querido que te tomara de sorpresa.

—Estaré preparada —dije.

* * *

Tenían razón. Yo figuraba en el testamento de Sir Ralph. Dejaba un cuarto de millón de libras para investigaciones arqueológicas, para ser usado, en ciertas condiciones, como lo creyeran apropiado Sir Edward o Tybalt Travers; dejaba a su mujer una renta de por vida; a Hadrian una renta de mil libras anuales; a Theodosia, su heredera, la casa a la muerte de su madre y la mitad de su fortuna; la otra mitad para su hija natural, Judith Osmond; y en caso de muerte de una de sus hijas, su parte de la fortuna pasaría a la otra.

Era abrumador.

Yo, sin un céntimo, una niña que nadie había reclamado al nacer, había adquirido padres y, de parte de uno de ellos, una fortuna tan grande que me trastornaba contemplarla.

Acontecimientos dramáticos habían pasado en las últimas semanas. Iba a casarme con el hombre que amaba e iba a entregarme a él como rica heredera, no como una mujer sin un céntimo. Le aportaba una gran fortuna.

Pensé en Sir Ralph tomando mi mano, la de Tybalt y uniéndolas. Me pregunté si habría dicho a Tybalt que yo era su hija y lo que pensaba hacer.

Y entonces sentí el primer estremecimiento de inquietud.

La verdad de mi nacimiento se sabía ahora en la aldea. Que yo fuera hija de Sir Ralph sorprendió poco; corrían ciertos chismes en la parroquia de Oliver acerca de que yo había sido educada con su hija legítima y su sobrino, y que después me habían llevado a Keverall Court, aunque en una situación humilde. Habían adivinado, decían, haciéndose los muy sabios después del hecho. Alison y Dorcas se sentían a la vez, contentas y avergonzadas. Alison decía que se alegraba de que su padre no hubiera presenciado aquel escándalo; ¡su hermana, hija del rector, querida de Sir Ralph, a quien había dado una hija!

¡Era algo escandaloso! Al mismo tiempo yo, que contaba para ellas tanto más que la reputación de su hermana muerta, era ahora una mujer rica cuyo futuro estaba asegurado.

Y había conquistado de tal modo a mi padre que ahora mostraba ante el mundo que yo era tan importante para él como su hija legítima.

El escándalo pasaría; los beneficios iban a quedar.

Habían estado ansiosas por verme casada y, ahora que iba a hacerlo, sentí que no estaban tan contentas. Como muchacha rica yo no necesitaba el apoyo financiero de un marido, y era por ese apoyo que habían elegido primero a Oliver y después a Evan; ahora, antes de enterarme de mi herencia, yo me había comprometido con aquel extraño joven cuyo padre acababa de morir de manera misteriosa.

No era lo que habían deseado para mí.

Cuando volví a verlas después de la lectura del testamento me miraron de manera rara, como si fuera otra persona.

Me reí de ellas.

—¡Ah, tías tontas! —exclamé—. ¡Porque ahora sois mis tías! El hecho de que vaya a ser rica no me cambia en lo más mínimo. ¡Y debéis saber que ya no habrá economías en esta casa! ¡Tendréis una renta que os permitirá vivir como estabais acostumbradas!

Fue un momento muy emotivo. La cara de Alison se contrajo y la de Dorcas se humedeció de lágrimas. Las abracé a las dos.

—Pensad un momento —dije— podréis dejar Rainbow Cottage… venderlo sí queréis (porque Sir Ralph se lo había dejado) e ir a vivir a una bonita casa… con una o dos criadas.

Alison rió.

—Judith, siempre has exagerado. Estamos aquí muy dichosas y ahora esta casa es nuestra. Nos quedaremos aquí.

—Bueno, ya no tendréis que preocuparos para que os alcance el dinero.

—No empieces a gastar el dinero antes de recibirlo.

Eso me hizo reír.

—¡Hay bastante y, si creéis que mi primera idea no iba a ser atenderos es que no conocéis a Judith Osmond!

Dorcas se secó los ojos y Alison dijo con gravedad.

—Judith, ¿qué piensas hacer con él?

—¿Con él?

—Sí… eh… ese hombre con quien pensabas casarte.

—¡Tybalt!

Ambas me miraron ansiosas.

—Ahora que… —empezó Alison—. Ahora que tienes esa fortuna…

—Por Dios —dije— no creeréis que…

—Nosotras… nos preguntamos si él sabría…

—¿Sabría qué? —pregunté.

—Que tú… eh… ibas a heredar ese dinero.

—¡Tías! —exclamé con seriedad—. Estáis muy equivocadas. Tybalt y yo estamos hechos el uno para el otro. Su trabajo me interesa enormemente.

Alison dijo con cierta aspereza que le era totalmente ajena:

—Espero que no esté muy interesado en tu dinero.

Me enojé con ellas.

—Esto es monstruoso. ¿Cómo podría estarlo?… Además…

—Vamos, Judith, solo nos preocupa tu felicidad —dijo Dorcas.

Mi rabia se disipó. Era verdad. Lo único que las preocupaba era mi bienestar. Volví a besarlas.

—Oíd —dije— amo a Tybalt… lo amo, lo amo, lo amo. ¿Entendéis? Siempre lo he querido. Siempre lo querré. Y trabajaremos juntos. Es el matrimonio más perfecto que haya existido nunca. No digáis más. No penséis más…

—¡Oh, Judith, tú siempre arreglas las cosas! Sólo Espero que seas feliz…

—Esperas. ¿De qué vale esperar cuando uno sabe?

—¿De verdad lo quieres?

—¿Lo dudáis?

—No. Pensábamos en él.

—Naturalmente —dije— él no demuestra sus sentimientos como yo. ¿Quién lo hace?

Estuvieron de acuerdo en que pocos lo hacían.

—Él puede parecer lejano, remoto, frío… pero no lo es.

—Si no eres feliz se nos partirá el corazón, Judith.

—No hay nada que temer. Vuestros corazones seguirán intactos.

—¿De verdad eres feliz, Judith? —preguntó Alison.

—Estoy enamorada de Tybalt —dije— y él quiere casarse conmigo. Y siendo así: ¿cómo no voy a ser feliz?

Fue diferente en la rectoría. Sabina me recibió calurosamente.

—¡Oh, qué divertido, Judith! —Dijo en su manera inconsecuente—. Aquí estamos, el viejo grupo feliz y unido. Interesante, ¿no? El único que ha quedado fuera es el pobre Hadrian. Claro que no formábamos parejas, ¿no?

Tres mujeres y cuatro hombres. Qué proporción tan preciosa. Y rara. Aunque en realidad Tybalt no formaba parte del grupo. En la sala de estudios, quiero decir. Y ese querido Evan y el encantador Oliver… bueno, eran los maestros. Estoy tan contenta. Tú nos dominabas, sabes, Judith, así que Tybalt es el que te conviene. Siempre le dije a Oliver que necesitabas alguien que te dominara. Y ahora tienes a Tybalt. No es que él sea dominante a tu manera, pero tiene mano firme. No se puede imaginar a nadie dominando a Tybalt, ¿verdad? ¡Oh, Judith, qué suerte tienes! ¡Y no se me ocurre nadie mejor para mi querido y perfecto hermano!

Aquello era más reconfortante que el punto de vista de Rainbow Cottage.

Y ella prosiguió:

—¡Ha sido todo tan emocionante! Sir Ralph, tantas cosas… ¡y el dinero! Podrás ir a todas partes con Tybalt. Mi padre siempre lograba tener gente interesada que… apoyaba sus viajes, ¿sabes? No es que él mismo no haya gastado mucho… Hemos sido fabulosamente ricos, decía mi madre, y de no haber sido por la obsesión de mi padre…

De modo que, en cuanto se discutía mi próximo matrimonio, mi reciente fortuna era tomada siempre en cuenta.

No pudo menos que divertirme mi entrevista con Lady Bodrean.

Después de la lectura del testamento fui a verla. Me miró como a un ser desagradable, cosa que, supongo yo, era para ella.

—Viene usted a decirme que deja mi servicio —dijo.

—Así es, Lady Bodrean.

—No esperaba que pasara mucho tiempo sin que lo hiciera. Me creará usted molestias.

Repliqué:

—Bueno, si le he sido tan útil, hecho que usted ha ocultado cuidadosamente, estoy dispuesta a quedarme una semana más, hasta que encuentre quien me reemplace.

—Ya sabe usted ahora que me forzaron a tomarla. Yo no tenía dama de compañía antes.

—Entonces no puede molestarle que me vaya en enseguida.

Obviamente había llegado a la conclusión que el nuevo giro de mi fortuna significaba que yo no era un buen objeto de opresión, y decidió que podía irme en seguida, pero fingió pensarlo.

Estoy segura que no fue para ella una sorpresa que yo fuera hija de Sir Ralph. De hecho creo que la actitud de él hacia mí la había convencido de nuestro parentesco y era por eso por lo que había sido desagradable conmigo. Pero la intrigó que Tybalt me hubiera pedido en matrimonio. Había querido a Tybalt para su hija, y el hecho de que Theodosia se hubiera casado con Evan Callum y yo hubiera conquistado aquel premio la enfurecía.

—Me han dicho que se casa usted pronto —dijo, torciendo la boca.

—Es cierto —dije.

—Debo decir que me quedé sorprendida hasta…

—¿Hasta qué? —pregunté.

—Sé que Sir Ralph tenía gran amistad con Sir Edward. Eran íntimos. No me cabe duda de que le contó la situación y fue por ese motivo que… hum…

—Siempre ha sido usted franca en el pasado, Lady Bodrean —dije—, no necesita dejar de serlo ahora que nos vemos de igual a igual. ¿Quiere usted decir que Sir Tybalt Travers me ha pedido que me case con él porque soy la hija de Sir Ralph?

Sir Ralph anhelaba una unión con esa familia. Claro que hubiera preferido que su verdadera hija hubiera hecho ese matrimonio, en lugar de casarse con ese profesor sin un céntimo…

—Puedo contradecirla ahora, cosa imposible antes de que se descubriera mi verdadera identidad, y le recuerdo que el profesor Callum dista mucho de no tener un céntimo. Tiene un cargo importante en una de las mejores universidades del país y el término de profesor no es el correcto para aplicar a un experto en arqueología.

—No era el hombre que Sir Ralph deseaba para su hija. Theodosia ha sido una tonta, nos engañó y me parece que Sir Ralph decidió que, ya que ella había sido tan imbécil, había que ofrecerle a usted la oportunidad.

—Mi futuro esposo no es un paquete con un regalo o un plato que pueda ofrecerse.

—Podemos decir más bien que había un premio que ofrecerle a él. Me sorprende la forma en que mi marido dispuso de su dinero. Es un triunfo de la inmoralidad y el despilfarro.

No quise demostrarle que se había anotado un tanto. La sugerencia de que se casaban conmigo por dinero no era nueva.

De todos modos me despedí de Lady Bodrean y la dejé en el convencimiento que nuestra relación como patrona y empleada había terminado.

Volví a Rainbow Cottage, donde iba a vivir hasta mi boda.

Íbamos a casarnos muy pronto. Tybalt insistía. Dorcas y Alison creían que era un poco precipitado después del funeral; y tuve que recordar que se trataba del funeral de mi padre.

Se lo dije a Tybalt, y él dijo:

—Tonterías. Te enteraste después que era tu padre.

Estuve de acuerdo con él. Estaba dispuesta a estar en todo de acuerdo con él. Junto a él olvidaba todos mis temores. Estaba ansioso por casarse y, aunque no era en modo alguno demostrativo, me miraba de una manera que me llevaba al éxtasis, porque sabía que pensaba en nuestro futuro con gran placer. Me hizo confidente de sus planes. El legado de Sir Ralph era estupendo. Tanta cantidad de dinero debidamente invertida daría una renta que se consagraría enteramente a las exploraciones que tanto habían deleitado a Sir Ralph.

Hablaba mucho de la expedición anterior, que había terminado brusca y fatalmente para Sir Edward. Me hacía ver la tierra árida, sentir el sol abrasador. Pude visualizar la excitación cuando vieron la puerta en la ladera de la montaña y los peldaños que llevaban a los pasadizos subterráneos oscuros y sombríos.

Cuando hablaba del antiguo Egipto la pasión ardía en él. Nunca lo había visto tan entusiasmado con su trabajo, pero me decía que nuestro matrimonio iba a ser lo más importante que iba a pasarnos a cualquiera de los dos, incluso más que el trabajo mismo. Yo me encargaría de esto.

Iba con frecuencia a Giza House. Ahora que iba a ser mi hogar, me parecía diferente. Tabitha me dio una cálida bienvenida. En la primera ocasión me dijo que estaba muy contenta de que Tybalt y yo fuéramos a casarnos.

—En un tiempo —dijo— temí que fuera Theodosia.

—Era la idea de todos.

—Se hablaba del asunto. Creo que a causa de la amistad entre Sir Ralph y Sir Edward. Y murieron uno después del otro —pareció muy triste—. Estoy segura que tú eres quien conviene a Tybalt —me apretó la mano—. Nunca olvidaré cuando venías a pedirme libros prestados. No era un tiempo muy feliz para ti, creo…

Le dije que nada de lo pasado tenía la menor importancia. En las últimas semanas la vida me había dado todo lo que anhelaba.

—¡Y tú soñabas tus sueños, Judith! —me dijo.

—He sido una soñadora. Ahora voy a vivir.

—Tienes que entender a Tybalt.

—Creo que lo entiendo.

—A veces sentirás que te abandona por el trabajo.

—No porque ese trabajo será también el mío. Me uniré a él en todo lo que haga. Estoy tan emocionada como él con todas esas cosas.

—Así debe ser —dijo ella—. Espero que, cuando seas dueña de Giza me dejarás seguir aquí.

—¡Naturalmente! ¡Somos amigas!

—Siempre he sido íntima amiga de Tybalt y de su padre. Si puedo seguir aquí como ama de llaves, me sentiré feliz. Pero, si prefieres…

—¡Qué tontería! —exclamé—. Quiero que sigas aquí. También has sido amiga mía.

—Gracias, Judith.

Tybalt dijo que iba a enseñarme la casa, pero cuando lo hizo, sólo llegamos hasta la habitación en la que había estado el sarcófago, porque quería que viera los libros escritos por su padre y los planos de los lugares que había excavado. No me importó. Era feliz al estar con él, escucharlo y poder hacer comentarios inteligentes.

Fue Tabitha quien me mostró la casa y me presentó al personal de servicio. Emily, Ellen, Jane y Sarah eran las doncellas, muchachas normales, y tan semejantes a todas las de su tipo que tardé cierto tiempo en saber quién era quién. Pero había tres personas raras en aquella casa.

Yo había visto a los dos criados egipcios, Mustafá y Absalam, extraños, solitarios e, incluso había escuchado con avidez los cuentos siniestros que sobre ellos se contaban en la aldea.

Tabitha me había explicado que a Sir Edward le gustaba ser atendido por ellos. Le preparaban platos exóticos, cuya composición ella ignoraba. Los había encontrado en las expediciones a Egipto y, por algún motivo, se había aficionado a ellos; los había conservado como criados y traído a Inglaterra.

Dijo que se habían mostrado desolados pero fatalistas respecto a la muerte de Sir Edward. Creían que había ocurrido porque él había provocado la Maldición de los Faraones.

—Están muy preocupados porque Tybalt planea continuar donde lo dejó su padre. Creo que, si pudieran disuadirlo, lo harían.

Cuando fui presentada a ellos como la futura Lady Travers me miraron con desconfianza. Debían haberme visto unos años antes, corriendo por el sendero o el jardín.

Probablemente conocían el incidente de la momia.

Estaba advertida. Nanny Tester era otra cosa. La vieja había sido aya de Tybalt y Sabina, además de haberlo sido de la madre de ambos; y siguió viviendo en la casa después de la muerte de Lady Travers. Recordé que Sabina había dicho que la vieja Nanny Tester tenía «ataques raros», pero la charla acerca del aya estuvo tan entreverada con otras cosas —a la manera habitual en Sabina— que en verdad yo no había prestado demasiada atención, porque existían muchos asuntos en Giza House que me importaban. Había visto a Nanny Tester en una o dos ocasiones, y pensé que era una vieja extraña, pero, como muchas otras cosas raras en Giza House, ella no parecía allí tan fuera de lugar.

Yo había oído decir que a las doncellas la casa les daba «pavor» y pensaba que esto tenía algo que ver con los extraños objetos que contenía —el sarcófago, por ejemplo, y la nunca olvidada momia—. Mustafá y Absalam también tenían que ver con esto y empecé a darme cuenta de que lo mismo podía decirse de Nanny Tester.

—Tengo que explicarte algo sobre Nanny Tester —dijo Tabitha, antes de presentármela—. Es una mujer rara. Es muy vieja ahora. Fue niñera de la esposa de Sir Edward, a quien adoraba. Después cuidó a Tybalt y Sabina, pero casi perdió el juicio cuando murió Lady Travers. Ya sabes lo que pasa con algunas antiguas niñeras. Quieren a los niños que cuidan como si fueran sus propios hijos. Hay que tener cierto cuidado con ella… y tratarla amablemente. Divaga un poco. Sir Edward quería darle una pensión y que se fuera, pero ella prefirió quedarse. Había un apartamento ideal en lo alto de la casa, completamente separado del resto. A Nanny le gustó mucho y pidió que se lo dieran. Está allí sola, aunque, naturalmente, la vigilamos un poco.

—¡Qué arreglo más raro!

—Vas a entrar en una familia desusada. Tybalt es como su padre, nada convencional. Sir Edward no quería ser molestado por las cosas diarias. Las dejaba a un lado y tomaba lo demás con tranquilidad. Tybalt se le parece mucho, en eso y en otras cosas. Había que dejar aquí a Nanny Tester o mandarla a una especie de asilo. Eso la habría hecho desdichada. Sabina viene con frecuencia. Y eso la hace feliz. Sabina es su favorita. Antes era Tybalt, pero, desde que él ha decidido seguir los pasos de su padre, la Tester prefiere a Sabina.

—Me da la impresión que no simpatizaba mucho con Sir Edward.

—Ya sabes cómo son estas viejas ayas. Le tenía celos. Había conocido a su niña Ruth… Lady Travers…, cuando bebé; y siempre la consideró su bebé. Le molestó la intromisión de su marido. ¡Pobre Nanny! Ya está muy vieja. Debe andar por los ochenta. Ven, vamos a verla.

Subimos las escaleras. Era una casa muy silenciosa nuestros pies se hundían en las tupidas alfombras que cubrían todo el suelo.

Lo comenté y Tabitha dijo:

Sir Edward no toleraba el ruido cuando estaba trabajando.

Era una casa alta, y el apartamento de Nanny consistía en varias habitaciones tipo buhardilla encima del cuarto piso.

No esperaba encontrar a la mujer de aspecto amable y de pelo blanco que nos abrió la puerta cuando llamamos.

Llevaba una blusa de muselina muy limpia y almidonada y una falda de algodón negro.

Tabitha dijo:

—Nanny, vengo a presentarle a la señorita Osmond.

Ella me miró y sus ojos se llenaron de emoción.

—Pasen, pasen —dijo.

Era un cuarto encantador con aquel techo en declive, y estaba además hermosamente amueblado, con alfombrillas hechas a mano en el suelo y muchas cubiertas de encaje en los almohadones. Ardía el fuego y un recipiente empezó a canturrear.

—¿Tomará usted el té conmigo? —dijo, y yo contesté que me encantaría.

—¿Entonces ha oído usted hablar de mí? —dije.

—¡Bueno, claro que sí! Tybalt me lo dijo y yo le contesté: «Dime como es, Tybalt» y sólo pudo decirme: «Está entusiasmada con mi trabajo». ¡Él es así! Pero yo sé. La he visto a usted con frecuencia en los jardines. ¡Vaya si era usted traviesa! Voy a preparar el té.

—¿No quiere usted que yo lo prepare —dijo Tabitha— mientras usted y la señorita Osmond charlan?

La expresión en el rostro amable cambió de manera sorprendente. Los ojos fueron casi venenosos, los labios se apretaron.

—Gracias, yo lo haré —dijo—. En mi cuarto yo hago mi té.

Mientras lo preparaba, Tabitha me lanzó una mirada. Creo que quería advertirme de las rarezas de Nanny Tester que había mencionado.

El té quedó preparado.

—Siempre lo revuelvo —dijo ella— y lo dejó descansar cinco minutos. Es la única manera de hacerlo como se debe. Calentar la tetera, como yo decía a la señorita Ruth…

—Lady Travers —explicó Tabitha, y esta frase provocó otra mirada venenosa.

—Y el té debe ser puesto en una tetera seca —siguió Nanny Tester—. Es muy importante.

Ronroneaba al servir el té.

—Bueno, espero que sea usted feliz, querida —dijo—. ¡Tybalt era un niño muy bueno!

—¿Era? —pregunté.

—Cuando era pequeño siempre estaba conmigo. Era el mimado de su madre. Pero cuando fue al colegio y empezó a crecer, prefirió a su padre.

Sacudió la cabeza con tristeza.

—Tybalt se ha sentido atraído por la arqueología desde el principio —explicó Tabitha—. Esto encantaba a Sir Edward y, naturalmente, Tybalt contó con muchas ventajas gracias a su padre.

Nanny Tester hacía girar y girar la cucharilla en la taza. Sentí una atmósfera incómoda.

—Y ahora usted va a casarse con él —dijo—. ¡Cómo corre el tiempo! Me parece que era ayer que jugaba con él al escondite.

La idea de Tybalt jugando al escondite era tan graciosa que no pude menos que reírme.

—Se ha apartado ya mucho de eso —dije.

—Espero que no sea por el sendero de la ruina —exclamó Nanny Tester, girando con fuerza la cucharilla.

Miré a Tabitha, que se había encogido de hombros.

Comprendí entonces que la profesión de Tybalt y la de su padre no era un tema feliz, y pregunté por la infancia de él.

Esto le gustó.

—Era un buen niño. Nada travieso. La señorita Ruth lo adoraba. Era muy parecido a ella. Tengo algunos retratos.

Me encantaron. Tybalt echado sobre una piel, desnudo; Tybalt, una maravilla de dos años; Tybalt y Sabina.

—¿Verdad que era preciosa? —preguntó con placer Nanny Tester.

Estuve de acuerdo.

—Y tan charlatana; nunca dejaba de hablar.

Noté que era un rasgo que Sabina seguía teniendo.

—Una chiquita muy insolente —comentó con cariño Nanny Tester.

Había un retrato de Tybalt de pie junto a una mujer bastante bella, con abundante cabellera, que tenía un bebe en el regazo.

—Aquí están los dos, con la madre. ¡Ah!, y aquí está Tybalt en el colegio —él llevaba un palo de cricket—. No era bueno para los deportes —dijo Nanny con voz desilusionada—. Se concentró en los estudios. No era como Sabina. Todos decían que ella no podía concentrarse. Pero, naturalmente él conquistó todos los premios. Y entonces Sir Edward, que apenas había advertido antes a los niños, se frotó las orejas…

Revelaba sus sentimientos con muchos gestos; el tono de voz, un desdeñoso agitar de la mano, una contracción de los labios, semi cerrando los ojos. Apenas la conocía pero me di cuenta que no simpatizaba con Tabitha y con Sir Edward; adoraba a Lady Travers y, aunque Tybalt cuando niño había logrado su cariño, su opinión acerca del hombre era menos clara.

Yo estaba muy interesada, y tuve la sensación de que, de no haber estado con Tabitha, habría entendido mucho mejor a Nanny Tester.

Sentí el alivio de Tabitha cuando pudimos retirarnos cortésmente. Tabitha se me adelantó y Nanny súbitamente me tomó la mano y salimos al pequeño vestíbulo. Sus dedos eran secos y fuertes.

—Vuelva a visitarme, señorita Osmond —dijo, y añadió por lo bajo—: Sola.

Cuando bajábamos las escaleras, comenté:

—¡Qué mujer más rara!

—¡Así que te has dado cuenta!

—Me parece que no es exactamente lo que parece ser. Por momentos era muy amable… otros todo lo contrario.

—Tiene una especie de obsesión.

—Me he dado cuenta. Con Lady Travers, supongo.

—Ya sabes cómo son esas antiguas ayas. Son como madres para los niños. Están más cerca de ellos que las mismas madres. No simpatizaba con Sir Edward. Creo que estaba celosa y, como su señorita Ruth no se interesaba en el trabajo de él, ella le ha echado la culpa por consagrarse tan enteramente a su tarea. Muy ilógico, como te darás cuenta. La madre de Tybalt quería que él perteneciera a la iglesia. Claro que él no servía para esa profesión, y desde muy niño, decidió seguir los pasos de su padre. El deleite de Sir Edward compensó bastante la desilusión de Lady Travers… y de Nanny Tester. Pero le guardaron rencor a Sir Edward. Creo que Lady Travers era una mujer un poco histérica, y no me cabe duda de que hacía muchas confidencias a Nanny, para quien ella era perfecta. Fue un matrimonio desastroso en muchos sentidos… aunque Lady Travers trajo consigo una gran fortuna al casarse.

—Otra vez el dinero —dije— es raro cómo el tema vuelve a surgir continuamente.

—Bueno, el dinero es muy útil, hay que reconocerlo.

—Parece que ha desempeñado un gran papel en algunos matrimonios.

—Así es el mundo —dijo Tabitha con ligereza—. Pero me alegro de haber salido de las habitaciones de Nanny, me sofocan.

Después pensé mucho en aquel encuentro. Entendía que Nanny Tester no tuviera simpatía por Sir Edward, pero me pregunté por qué sentía tanta antipatía —y su actitud me había demostrado que así era— por Tabitha.

Las semanas anteriores a mi boda pasaban volando.

Dorcas y Alison querían celebrar una gran fiesta. Estaban tan aliviadas al no tener que ocultar el secreto de mi nacimiento que eran como niñas fuera del colegio. Además ya no existían ansiedades acerca del futuro. La casita era de ellas; yo iba a darles una renta; mi futuro estaba asegurado, aunque —pese a los esfuerzos que hacían por ocultarlo— desconfiaban de mi novio. Tybalt tenía poco que decirles y las reuniones entre los tres eran siempre incómodas. Cuando yo estaba presente dirigía la conversación, pero, cuando salía del cuarto y volvía, advertía molestas pausas en las que nadie había dicho nada. Naturalmente ellas podían charlar con Oliver acerca de los asuntos parroquiales, y recordar con Evan los antiguos tiempos y las travesuras que hacíamos.

Tybalt se sentía siempre aliviado cuando él y yo nos quedábamos solos. Yo estaba tan tontamente enamorada, haciendo siempre los gestos de cariño, que su falta de espontaneidad no parecía tan notable. A veces nos sentábamos juntos y examinábamos planos, y él me rodeaba con su brazo y yo me acurrucaba contra él y me preguntaba si realmente me estaba sucediendo aquello. Pero la conversación giraba casi siempre sobre los trabajos que él y su padre habían realizado.

Una vez dijo:

—Es maravilloso que estés conmigo, Judith —y añadió—: Eres tan profunda. Nunca he conocido a nadie con un entusiasmo más exuberante que el tuyo.

—Tú lo tienes —dije— y tu padre debe haberlo tenido.

—Pero de manera más tranquila.

—Pero muy intensa —dije.

Él me besó levemente en la frente.

—Pero tú te expresas con tanta fuerza —dijo—. Me gusta, Judith. Me parece maravilloso.

Le eché los brazos al cuello y lo estreché contra mí, como solía hacer con Dorcas y Alison. Lo estrujé y exclamé:

—¡Soy muy feliz!

Después le conté que había decidido odiarlo cuando Sabina empezó a hablar de él de manera tan encomiástica.

—Imaginaba que eras feo, usabas gafas, eras pálido, con escaso pelo grasiento. Y de pronto apareciste… en el cuarto de la momia… ¡feroz y vengativo como un dios egipcio que venía a castigar a alguien que había profanado el viejo sarcófago!

—¿Realmente te parecí eso?

—Exactamente… y te adoré a partir de ese instante.

—Bueno, tendré que procurar parecer feroz y vengativo a veces.

—Y que me hayas elegido a mí… es un milagro.

—¡Oh Judith, no seas tan modesta!

—Nada de eso. Yo soñaba contigo… y que de pronto descubrías que yo valía algo…

—Cosa que hice a su debido tiempo.

—¿Cuándo lo descubriste?

—Cuando supe que habías venido a pedir libros prestados y que estabas muy interesada. O tal vez cuando te vi emerger de aquellos vendajes. Era como si hubieras sufrido un accidente fatal más que un embalsamamiento. Pero fue un buen esfuerzo.

Le tomé la mano y se la besé.

—Tybalt —dije— te cuidaré durante todos los días de mi vida.

—Es un pensamiento reconfortante —dijo él.

—Me volveré tan importante para ti que detestarás todos los momentos que no estés a mi lado.

—Ya he llegado a ese punto.

—¿De verdad? ¿Realmente?

Él me tomó las manos.

—Debes entenderlo Judith: yo no tengo tu capacidad para expresarme. Las palabras fluyen de ti expresando tus pensamientos más íntimos.

—Ya sé que hablo sin pensar. Estoy segura de que tú nunca lo haces.

—Debes tener paciencia conmigo.

—Dime una cosa: ¿eres feliz?

—¿Crees que no lo soy?

—No enteramente.

Él dijo lentamente:

—He perdido a alguien a quien quería más que a nadie en el mundo hasta que tú viniste. Trabajábamos juntos; pensábamos en el mismo sentido, a veces sin hablar. Él murió bruscamente. Estaba allí un día y, al otro, ya no existía… misteriosamente. Lo he lamentado mucho, Judith. Lo echaré de menos por mucho tiempo. Por eso debes tener paciencia. No puedo igualar tu exuberancia, tu placer de vivir. Mi querida Judith, creo que cuando estemos casados empezaré a salir de esta tragedia.

Lo rodeé con mis brazos y lo apreté contra mí.

—Hacerte feliz, darte algo que reemplace lo que has perdido… será mi misión en la vida.

Él me besó en la cabeza.

—Gracias, Judith —dijo.

* * *

Hubo una pequeña contradicción entre Tybalt y mis tías acerca de la boda. El matrimonio, dijo Alison con firmeza, no podía realizarse hasta que hubiera pasado un tiempo «razonable» desde las muertes de Sir Edward y Sir Ralph.

—Los padres del novio y de la novia muertos tan recientemente —dijo Dorcas—. Deberíais esperar por lo menos un año.

Nunca había visto a Tybalt expresar con tanta fuerza sus sentimientos.

—¡Imposible! —exclamó—. Tenemos que salir para Egipto dentro de unos meses. Y Judith me acompañará como mi mujer.

—No sé qué dirá la gente —dijo Dorcas con timidez.

—Eso —dijo Tybalt— me importa un comino.

Dorcas y Alison se desinflaron, pero después las oí comentar entre sí: «Tal vez a él no le importe, pero nos importa a nosotras, y hemos vivido aquí toda la vida y seguiremos viviendo aquí hasta el final».

—Tybalt no es convencional —las apacigüé— y la verdad es que no es necesario ocuparse de lo que pueda pensar la gente.

Ellas no contestaron, pero sacudieron la cabeza por mí y por mis asuntos. Yo estaba atontada, y ellas estaban seguras que, dejar que un hombre vea que uno lo adora antes del matrimonio, es un error. Después, sí. Entonces sí era deber de una esposa pensar en su marido, someterse a él en todas las formas —a menos, claro, que él resultara ser un criminal— pero, antes del matrimonio, uno no tenía que «abaratarse». La costumbre era que el hombre estuviera de rodillas antes del matrimonio.

Me reí complaciente de ellas.

—Mi matrimonio, como sabéis, será un matrimonio como nunca ha habido otro. No podéis esperar que haga lo que es corriente.

Cuando estaban conmigo se excitaban a veces, porque, después de todo, una boda es un acontecimiento en una familia. Traían toda clase de objetos para mi ajuar, hablaban de la recepción y se preocupaban porque Rainbow Cottage era demasiado pequeño, y la casa de la novia es donde debe hacerse la fiesta.

Yo me reía burlonamente de ellas, pero sentía su inquietud. No querían que esperara un año a causa de lo admitido, sino para darme tiempo a que viera claramente, como decían. El hecho era que ellas me habían elegido a Oliver como marido; Evan venía después; pero Tybalt no las atraía en lo más mínimo.

Dorcas se resfrió —cosa que le pasaba invariablemente cuando estaba ansiosa— y había que cuidar sus resfriados, porque se convertían con frecuencia en bronquitis.

Tybalt llegó apresurado a Rainbow Cottage. Sus ojos brillaban de excitación cuando tomó mis manos entre las suyas. Por un momento creí que era el placer de verme.

Después vi que había otro motivo.

—Ha sucedido algo muy notable, Judith. No muy lejos de aquí, en Dorset. Un peón, cavando una zanja, ha encontrado algunos mosaicos romanos. Todo un descubrimiento. Probablemente llevará a otro realmente grande. Me invitan a ir para que dé mi opinión. Salgo mañana. Quiero que vengas conmigo.

—¡Maravilloso —exclamé— cuenta conmigo!

—Todavía sé muy poco. ¡Pero estos hallazgos son tan excitantes! ¡Uno nunca puede estar seguro de lo que va a resultar!

Caminamos por el jardín de Rainbow Cottage, hablando del asunto. No pudo decirme mucho porque tenía que volver a Giza House para hacer algunos preparativos, y yo volví a casa para decirle a mis tías que me iba al día siguiente.

Quedé sorprendida ante su oposición.

—Querida Judith —exclamó Alison— ¿cómo se te ocurre? ¿Cómo puede… una mujer que no está casada… irse con un hombre?

—Es el hombre con quien voy a casarme.

—Pero todavía no estás casada —cacareó Dorcas de una forma que parecía que deseaba que jamás llegara a casarme con Tybalt.

—No es correcto —dijo Alison con firmeza.

—Queridas tías —dije— en el mundo de Tybalt no cuentan esos pequeños convencionalismos.

—Somos más viejas que tú, Judith. Muchas muchachas han anticipado su matrimonio y lo han pagado duramente. Se confía en el novio, se va con él y se descubre después que no hay campanas de boda.

Me enfurecí.

—A veces estáis sugiriendo que Tybalt se casa conmigo por dinero y, ahora, decís que va a seducirme y abandonarme. Realmente sois absurdas.

—No hemos sugerido eso —dijo Alison con firmeza— y, si tienes esas cosas en la cabeza, creo, Judith, que deberías ponerte a pensar un poco. Ninguna novia debe sentir que su prometido es capaz de una cosa así.

¿Cómo discutir con ellas? Fui a mi cuarto y empecé a hacer el equipaje para el día siguiente.

Aquella noche, cuando estaba en mi cuarto, Alison golpeó la puerta. Tenía el gesto tenso.

—Estoy preocupada por Dorcas. Creo que deberíamos llamar en seguida al Dr. Gunwen.

Dije que yo iría a buscarlo, y lo hice.

Cuando el médico vino, dijo que Dorcas tenía bronquitis y Alison y yo pasamos toda la noche con el inhalador para la bronquitis en el cuarto de Dorcas.

Supe que no podía ir a Dorset al día siguiente, dejando sola a Alison para atender a Dorcas; dije a Alison que iba a Giza House a explicárselo a Tybalt.

Antes de que empezara a hablar, él me dijo que los descubrimientos eran mejores de lo que se había supuesto. Lo interrumpí.

—No voy, Tybalt.

Su expresión cambió. Me miró, incrédulo.

—¿No vienes?

—Tía Dorcas está enferma. No puedo dejar que Alison la cuide sola. Tengo que quedarme. Sufre ese tipo de enfermedades y es un poco alarmante cuando sucede. Realmente está muy enferma.

—Podríamos arreglar algo. Algunas de las criadas podría ir a reemplazarte.

—No le gustaría a tía Alison. No sería lo mismo. Tengo que estar allí por si…

Él guardó silencio.

—Entiéndelo, por favor, Tybalt. Quiero ir. Deseo más que nada estar contigo… pero ahora no puedo dejar Rainbow Cottage.

—Entiendo —dijo él, pero estaba desilusionado. Yo empecé a dudar de mis fuerzas.

Tabitha apareció en el jardín, donde estábamos.

—He venido a explicar que no puedo ir —dije—. Mi tía está enferma. Tengo que quedarme a cuidarla.

—Claro que debes hacerlo —dijo Tabitha.

—¿Quieres venir en lugar de Judith? —Preguntó Tybalt—. Estoy seguro de que te interesará más que nada.

Más que nada. ¿Era un reproche? ¿Creía él que, para mí, aquello podía ser más importante que nada?

Tabitha dijo:

—Bueno, ya que Judith debe quedarse, iré en su lugar. No puedes dejar ahora a tus tías, Judith.

Tybalt me apretó el brazo.

—¡Deseaba tanto mostrarte ese descubrimiento maravilloso! Pero tendremos tiempo de sobra… después.

—Toda la vida —dije.

Unos días después Dorcas empezó a recobrarse y esto nos alivió mucho.

Quedó conmovida de que yo me hubiera quedado a ayudar a Alison, y a atenderla.

Oí que le decía a Alison cuando creyó que yo no podía oírla:

—Por impulsiva que sea Judith, su corazón está donde debe estar.

Sabía que hablaban mucho de mí y mi próxima boda.

Yo quería tranquilizarlas; pero se les había metido en la cabeza que Tybalt me había pedido en matrimonio porque estaba enterado de mi herencia.

Yo deseaba ardientemente que llegara el día de dejar Rainbow Cottage, porque anhelaba ser la mujer de Tybalt, y quería también huir de aquella atmósfera de desconfianza y demostrarles que Tybalt era el más maravilloso de los maridos.

Tybalt y Tabitha estuvieron fuera dos semanas y, cuando regresaron, estaban tan contentos de lo que habían visto que no hablaban de otra cosa. Me sentí llena de pesar porque no podía participar en la conversación, como hubiera deseado. Tybalt estaba divertido.

—No importa —dijo— cuando estemos casados iremos juntos a todas partes.

El día de la boda estaba próximo. Sabina había propuesto una recepción discreta en la rectoría. Después de todo Dorcas había estado enferma, Rainbow Cottage era pequeño, la rectoría había sido mi hogar y ella era hermana de Tybalt.

—Insisto —exclamó— te digo, Judith, que eres la mujer más afortunada del mundo. Con una excepción, porque ni siquiera Tybalt puede ser más maravilloso que Oliver. Pero Tybalt es demasiado perfecto. Quiero decir que sabe todo. Todo acerca de esas cosas antiguas, en tanto que Oliver sabe griego y latín. No es que Tybalt no los sepa… pero nadie puede imaginar a Tybalt predicando un sermón o escuchando a los granjeros cuando le hablan de la sequía o las madres de sus hijitos…

—¿De qué hablas, Sabina? Estamos discutiendo mi boda.

—Naturalmente. Tiene que ser aquí. Insisto. Y mi adorado Oliver insiste. Te casarás en su iglesia, y tendremos unos cuantos amigos ¡qué sorpresa que fueras hija de Sir Ralph sin que lo supiéramos! Pero no estoy realmente sorprendida… ¿Te acuerdas del baile? ¿Qué estaba diciendo? ¡Oh!, debes dar la fiesta en la vieja rectoría.

Parecía una buena idea, e incluso Dorcas y Alison la aceptaron, aunque señalaron que, dadas las muertes recientes, debía ser una tranquila reunión de familia.

Cuando discutí el asunto con Tybalt él tuvo una actitud vaga. Comprendí que para él no tenía ninguna importancia que hubiera o no fiesta.

Me reservaba una sorpresa.

—Tendremos nuestra luna de miel. Supongo que no querrás ir enseguida a Giza House.

—Eso —dije— no tiene para mí importancia. Sólo quiero estar contigo.

Se volvió a mirarme, y con un gesto desusado de ternura, tomó mi cara entre sus manos.

—Judith —dijo— no esperes demasiado de mí.

Solté la carcajada… ¡era tan feliz!

—¡Vamos, espero todo de ti!

—Eso es lo que me inquieta. Porque soy más bien egoísta, para nada admirable. Y soy un hombre con una obsesión.

—Comparto esa obsesión —le dije riendo—. Y yo tengo otra: tú.

Él me apretó contra él.

—Me das miedo —dijo.

—¿Miedo, tú? No temes a nada… ni a nadie.

—La verdad es que me da miedo la elevada opinión que tienes de mí. ¿Cómo es posible que la tengas?

—Tú me las has dado.

—Eres demasiado imaginativa, Judith. Tienes una idea de algo que deseas que sea así y haces que todo esté de acuerdo con eso.

—Es como hay que vivir. Te enseñaré a vivir de ese modo.

—Es mejor ver la verdad.

—Haré que ésta sea mi verdad.

—Veo que es inútil pedirte que no pienses demasiado bien de mí.

—Totalmente inútil.

—El tiempo te enseñará.

—Y yo digo que estaremos más unidos a medida que pasen los años. Compartiremos todo. Nunca creí que fuera posible ser tan feliz como lo soy en este momento.

—Por lo menos te quedará este momento.

—¡Qué manera de hablar! Esto no es nada comparado con lo que será.

—Judith, mi tesoro, no hay nadie como tú…

—Claro que no. Soy yo. Inquieta, impulsiva, te dirán mis tías. Dominante dirán Sabina, Theodosia y Hadrian. Son quienes me conocen mejor. Por lo tanto tú no debes tener una opinión demasiado buena de mí.

—Me alegro de que tengas esos defectos. Te amaré por ellos, como espero que me ames por los míos.

Dije:

—Vamos a ser muy felices.

—He venido a hablarte de nuestra luna de miel. Te llevaré a Dorset. Están muy excitados con el descubrimiento. ¡Deseo tanto enseñártelo!

Dije que aquello era maravilloso; pero se me ocurrió que, sin duda, iba a haber allí mucha gente y hubiera sido mejor una luna de miel a solas.

Aunque iba a estar con Tybalt: y eso era todo lo que yo pedía.

Hubo muchos preparativos, incluso para una boda «discreta», incluidas las sesiones en casa de Sarah Sloper, que duraban horas. Allí estaba yo, con mi vestido de novia de raso blanco y Sarah arrodillada a mis pies, con la boca llena de alfileres; cuando podía hablaba todo el tiempo.

—Quién iba a imaginar esto. Usted, señorita Judith… y él. Estaba destinado a la señorita Theodosia, ¿sabe? ¡Y ella consiguió al pequeño profesor y usted a él!

—Habla usted como si el casarse fuera una especie de lotería, Sarah.

—Dicen que el matrimonio es una lotería, señorita Judith. ¡Y pensar que usted es hija de Sir Ralph y demás! Siempre lo supe. Vamos, él le tenía verdadero cariño. ¡Y la señorita Lavinia! Era hermosa como un cuadro, pero usted se parece más a Sir Ralph.

—Gracias, Sarah.

—¡Oh!, no quise decir eso señorita Judith. Estará usted muy guapa con su vestido de novia. Las novias siempre son bonitas. Por eso son los vestidos que más me gusta hacer. ¿Y llevará azahares? No hay nada como los azahares para las novias. Yo los llevaba cuando me casé con Sloper. Hace bastante tiempo. Y todavía los guardo. En un cajón. Los miro a veces y pienso en los viejos tiempos. Usted hará lo mismo, señorita Judith. Es muy grato hacerlo cuando las cosas no resultan como uno las ha imaginado. Y todas imaginamos cosas, ¡eh!, en el día de nuestra boda…

—La considero el principio de la felicidad, no el punto máximo.

—¡Oh, usted y su charla!… Siempre ha sido charlatana. Le repito que es bonito recordar el día de la boda… siempre que uno no se ponga inquieto —suspiró y prosiguió con fervor—: Espero que sea feliz, señorita Judith. Bueno, esperemos. Roguemos para que el sol brille el día de su boda. Hay un dicho: «Feliz la novia sobre quien brilla el sol».

Reí, pero la conjetura de que el matrimonio era para mí una aventura peligrosa empezaba a irritarme.

Un día más bien nublado de octubre me casé con Tybalt en la iglesia que conocía tan bien. Curiosamente, cuando avancé del brazo del Dr. Gunwen, que se había ofrecido a «entregarme», porque no había nadie más para cumplir con este deber necesario, pensaba en cómo se me raspaban las rodillas al arrodillarme en las alfombrillas que estaban puestas con este fin ante las hileras de bancos. ¡Un pensamiento poco común cuando estaba a punto de casarme con Tybalt!

Un arqueólogo amigo de Tybalt hizo de padrino. Se llamaba Terence Gelding e iba a acompañarnos a Egipto.

La noche antes de la boda yo no había visto a Tybalt. Él había ido a la estación a esperar a su amigo para llevarlo a Giza House, donde iba a pasar unos días. Tabitha me dijo por la mañana que se habían quedado charlando hasta muy tarde. Sentí los vagos celos que había experimentado ya cuando sentía que otros compartían una intimidad con Tybalt y yo no estaba presente. Era una tontería, pero creo que había soñado tanto con que esto pasara que no podía creer del todo que fuera verdad. Frases encubiertas acerca de mi casamiento andaban por ahí, y era como si esas insinuaciones hubieran mellado mi natural optimismo. No podía menos que sentir inquietud y desconfianza ante el hecho de que el destino me hubiera concedido mi deseo más anhelado.

Pero, cuando hice los votos ante Oliver y Tybalt me puso el anillo en el dedo, una dicha maravillosa me invadió y fui feliz como nunca lo había sido.

Fue desagradable que, en el momento que llegábamos al pórtico, empezara a llover.

—No puedes caminar con este tiempo —dijo Dorcas a mi lado.

—No es nada —dije— es sólo un aguacero y tenemos que ir nada más que hasta la rectoría.

—Tenemos que esperar.

Naturalmente tenía razón. Y nos quedamos allí, yo todavía tomada de la mano de Tybalt, sin decir nada, mirando la lluvia y pensando: «de verdad estoy casada… con Tybalt».

Oí murmullos detrás de mí.

—¡Qué lástima!

—¡Qué mala suerte!

—¡No es tiempo para una boda!

Una criatura con aspecto de gnomo salió del cementerio contiguo a la iglesia. Cuando se acercó vi que era Pegger con una bolsa sobre la cabeza para no mojarse. Llevaba una pala en la que todavía había tierra oscura porque había estado cavando la tumba de alguien, y venía a buscar refugio en el pórtico hasta que pasara el chaparrón.

Al vernos se detuvo de golpe; echó atrás la bolsa y sus ojos fanáticos se clavaron en Tybalt y en mí, con nuestras ropas de boda.

Me miró directamente.

—Nada bueno puede venir de esta prisa indecente —dijo— no es bueno.

Después saludó y se dirigió más allá del atrio, con el aire digno de quién está decidido a cumplir con su deber, aunque sea desagradable.

—¿Quién es ese viejo loco? —dijo Tybalt.

—Es Pegger, el sepulturero.

—Es impertinente.

—Bueno, me ha conocido desde niña y sigo siéndolo para él.

—No le gusta tu boda.

Oí que Theodosia murmuraba:

—¡Oh, Evan!… qué desagradable, es como… un presentimiento.

No contesté. De pronto me sentí enojada contra toda aquella gente que, por algún motivo ridículo, había decidido que había algo extraño en mi matrimonio con Tybalt.

Miré el cielo amenazador y me pareció oír la voz cascada de Sarah Sloper: «Feliz la novia sobre quien brilla el sol».

Unos minutos después cesó la lluvia y pudimos atravesar el césped hasta la vicaría.

La sala familiar estaba decorada con crisantemos de todos los tonos y margaritas. Habían puesto una mesa en un extremo de la habitación y allí había una tarta de bodas y champán.

Corté la tarta con la ayuda de Tybalt; todos aplaudieron y el desagradable incidente del atrio se olvidó por el momento.

Hadrian pronunció un discurso ingenioso y Tybalt contestó brevemente. Yo seguía diciéndome: «Éste es el momento supremo de mi vida». Tal vez lo decía con demasiada vehemencia. No podía olvidar los ojos de Pegger mirándonos fanáticos bajo la absurda capucha. La lluvia había vuelto y caía ahora pesadamente, haciéndose oír.

Theodosia estaba a mi lado.

—¡Oh, Judith —dijo— estoy tan contenta de que seamos hermanas! ¿Verdad que la vida es rara? Aquí estás, casada con Tybalt, a quien querían para mí. De modo que nuestro padre se salió con la suya y su hija se casó con Tybalt. ¿Verdad que es maravilloso? —Miraba hacia el otro lado de la habitación, a Evan, que hablaba con Tabitha—. Te estoy tan agradecida…

—¿Agradecida…?

Ella vaciló un poco. Theodosia nunca había sabido expresar sus pensamientos y generalmente caía en un pantano de conversación del que le era difícil salir.

—Bueno, por casarte con Tybalt y que todo sea como se debe y no tener yo mala conciencia por no haber complacido a nuestro padre… por eso.

Era como si, al casarme con Tybalt, yo hubiera conferido una bendición a todos los que quedaban a salvo de él.

—Estoy segura de que serás muy feliz —dijo, consolándome—. Siempre has sabido mucha arqueología. Para mí es una lucha poder entender a Evan, pero él dice que no debo preocuparme. Está muy contento conmigo tal como soy.

—¿Eres muy feliz, Theodosia?

—¡Oh… divinamente feliz! Por eso estoy tan… —se interrumpió.

—¿Agradecida porque yo me he casado con Tybalt y que todo haya marchado bien? Te aseguro que no me he casado con él por ese motivo.

Sabina se acercó a nosotros.

—¿Verdad que es divertido? Las tres juntas. Y todas casadas. Judith, ¿te gustan las flores? Las arregló la señorita Crewe. La mayoría son de su jardín. Tiene arte, ¿sabes? ¡Y siempre decora tan bien la iglesia! Y ahora todos estamos juntos. ¿Recuerdas como charlábamos en la sala de estudios? Claro que las cosas dramáticas tenían que pasarle a Judith. Siempre ha sido así, ¿no? O tal vez tú parecías darles un tono dramático, y después resultó que eras hija de Sir Ralph… Por la mano izquierda, claro… pero eso lo vuelve más excitante. Y ahora tienes a Tybalt. ¿Verdad que Tybalt está maravilloso? Como un dios romano o algo por el estilo… Siempre ha sido diferente a los demás… y tú también, Judith… en cierto modo. Pero ahora somos hermanas, Judith. Y tú eres hermana de Theodosia… ¡repito que es maravilloso! —Miró a Tybalt con la adoración que le había visto tantas veces antes.

—¡Quién diría que iba a ver a Tybalt de novio! Siempre creímos que no iba a casarse nunca. «Se ha casado con todas esas tonterías, —decía Nanny Tester—… Como tendría que haberlo hecho vuestro padre». Yo le señalaba que, si nuestro padre se hubiera casado con todas esas «tonterías», yo no estaría aquí, ni tampoco Tybalt, porque la arqueología, por maravillosa que les parezca a papá y a Tybalt, no produce gente… por lo menos gente viva. Tal vez produzca momias. Oh, ¿recuerdas el día en que te disfrazaste de momia? ¡Qué día aquél! Creímos que habías matado a Theodosia…

Todos reían. Yo sabía que Sabina iba a devolverme el ánimo.

—Y decías que Tybalt era feo y usaba gafas y, cuando lo viste, te quedaste muda. Lo adoraste desde ese momento. ¡Oh, sí, no lo niegues!

—No intento negarlo —dije.

—Y ahora te has casado con él. Tus sueños se han realizado. ¿No es maravilloso este final de cuento de hadas?

—No es un final —dijo Theodosia tranquilamente— en realidad es un comienzo. Evan está muy contento porque lo han invitado a ir a la expedición.

—¿De verdad? —Exclamó Sabina—. Es un gran honor. Cuando él se vaya debes venir a quedarte conmigo aquí.

—Voy con él —declaró Theodosia con orgullo—. No creas que voy a permitir que Evan vaya sin mí.

—¿Ha dicho Tybalt que puedes ir? A papá no le gustaba que las mujeres de los expedicionarios los acompañaran. Decía que alborotaban y distraían… a menos que fueran ellas también arqueólogas, y muchas lo son…, pero tú no, Theodosia. ¡Tybalt ha dicho que puedes ir! Comprendo que, ahora que él es un hombre casado, sienta simpatía por los otros. Acompañarás a Judith. Tabitha también va. Naturalmente ella sabe mucho. Allí está, hablando con Tybalt. Te apuesto lo que quieras a que están hablando de Egipto. Tabitha es hermosa, ¿no te parece? Siempre se pone cosas que le favorecen. Elegancia natural, supongo. Muy distinta a mí. Ese gris plateado… es exactamente lo que le conviene. A veces creo que es la mujer más hermosa que he visto. Tienes que tener cuidado, Judith —añadió en broma—. Me sorprendió que dejaras que Tybalt fuera con ella a Dorset… ¡Oh, ya sé que no pudiste ir…! Pero ella es bastante joven. Un año, tal vez dos más que Tybalt, eso es todo. Claro que siempre es tan tranquila… tan contenida… pero es de las tranquilas de quienes debemos cuidarnos, según dicen. ¡Oh, Judith!, ¿cómo puedo decir estas cosas a una novia el día de su boda? Estás muy preocupada, creo. ¡Como si lo hubiera dicho en serio! Estaba bromeando. ¡Tybalt será el marido más fiel del mundo! Y está demasiado ocupado para hacer otra cosa. Lo raro es que se haya casado. Estoy segura de que serás maravillosamente feliz. Creo que es un matrimonio perfecto. ¡Tú interesada en el mundo de él y todo lo demás, y rica, de manera que no habrá problemas de dinero, y Sir Ralph que dejó una cantidad tan grande para investigaciones arqueológicas! ¿No es maravilloso? ¡Lo que suena horrible en cierto sentido, porque es como si nos alegráramos de que estuviera muerto! No es así. Siempre lo quise. Lo que quiero decir es que todo se ha arreglado maravillosamente y sé que vas a ser muy dichosa. Te has casado con el hombre más maravilloso del mundo, con una excepción, claro. Pero incluso mi adorado Oliver no es alto y distinguido como Tybalt… aunque es más cómodo y lo adoro y no lo cambiaría por nadie en el mundo…

—¡Oh, cómo charla! —Dije a Theodosia—, no deja hablar a nadie…

—Es la venganza por tu actitud dominante en la sala de estudios, y ahora guardas silencio porque es el día de tu boda y no estás acostumbrada a tu dicha. Si no estuvieras pensando en Tybalt y demás, nunca me habrías dejado charlar tanto…

—Se puede confiar en ti para que aproveches las oportunidades. Mira, allí está Hadrian…

—Hola —dijo Hadrian—. Una reunión de familia. Tengo que estar con ella.

—Hablábamos de la expedición… —dijo Sabina— entre otras cosas.

—¿Quién no lo hace?

—¿Sabías que venían también Evan y Theodosia? —pregunté.

—Había oído que había una posibilidad. Será como antes. Todos estaremos juntos… excepto tú, Sabina, y tu Oliver.

—Oliver tiene la iglesia y la parroquia… además, es pastor y no arqueólogo.

—¿Así que tú también vienes, Hadrian?

—Es una gran concesión. Me da la ocasión de escapar de mis acreedores.

—Siempre estás hablando de dinero.

—Ya te he dicho que no soy lo bastante rico para ignorarlo.

—Tonterías —dije.

—Y ahora, Judith, tú te has unido a la banda de los plutócratas. Bueno, Tybalt me dice que será una buena experiencia para nosotros. Tendremos que mantenemos unidos si ese dios iracundo sale de su cueva para golpearnos.

—¿Acaso los dioses tienen cuevas? —Preguntó Sabina—. Creía que eran los zorros. Hay uno grande y rojo que está asolando la granja de Brent. Brent, el granjero lo está esperando con una escopeta.

—Que alguien la haga callar —dijo Hadrian— antes de se vaya por la tangente.

—Sí —dije—, no queremos oír hablar de zorros. La expedición es mucho más interesante. ¡La anhelo tanto! Pronto llegará el momento de salir para Egipto.

—Y ése ha sido el motivo de la rápida boda —dijo Hadrian—. ¿Qué te pareció el siniestro individuo del atrio?

—Era sólo el viejo Pegger.

—Es como un profeta de catástrofes. No podía haberse presentado en un momento más inoportuno… o más apropiado, desde su punto de vista. Estaba encantado de ser anunciador de desgracias.

—Quisiera que todos dejaran de sugerir desgracias —me quejé—. No es muy agradable.

—Claro —asintió Hadrian— y aquí llega tu reverendo esposo, Sabina. Probablemente echará una bendición o exorcizará a los espíritus malignos convocados por ese viejo siniestro del atrio.

—No hará tal cosa —dijo Sabina, pasando el brazo por el de Oliver cuando éste llegó.

—Muy a tiempo —dijo Hadrian— para impedir que esta inconsciente mujer tuya nos dé una disertación sobre los deberes de un pastor de parroquia y decirnos cómo eso puede llevamos al cielo… cosa que sólo sabe… Sabina. Voy a llevarme a la novia para una cómoda conversación.

Nos quedamos solos en un rincón y él me miró sacudiendo la cabeza.

—¡Bueno, bueno, Judith, ha sido tan repentino!

—No empieces tú también —protesté.

—¡Oh!, no lo digo como el viejo Pegger. Me refiero a heredar una fortuna y casarse en un abrir y cerrar de ojos, o en un parpadeo, para seguir con la metáfora facial.

Reí. Hadrian siempre me devolvía el ánimo.

—Si hubiera sabido que ibas a heredar una fortuna me habría casado contigo.

—Qué oportunidad perdida —me burlé.

—Mi vida está llena de ocasiones perdidas. De verdad, ¿quién hubiera creído que el viejo iba a dejarte la mitad de su fortuna? Mi renta es apenas un soplido.

—Vamos, Hadrian, es una renta bastante buena, además de lo que ganarás con tu profesión.

—Afluencia —murmuró—. De verdad, Judith, Tybalt es un tipo de suerte. Tú y todo ese dinero. Y además está lo que mi tío dejó a la causa.

—Cómo desearía que la gente dejara unos momentos de hablar de dinero.

—Es el dinero el que mueve al mundo… ¿o acaso el amor? ¡Dichosa Judith, que tiene ambas cosas!

—Veo que mis tías hacen signos desesperados.

—Creo que es hora de que te vayas…

—¡Oh, sí!, el coche nos llevará a la estación en menos de una hora. Y tengo que cambiarme de ropa.

Dorcas llegó apresurada.

—Judith, ¿te has dado cuenta de la hora que es?

—Acabo de mencionárselo a Hadrian.

—Creo que es hora de que vayas a vestirte.

Me deslicé con Dorcas y Alison hacia el cuarto que Sabina me había preparado. Allí estaba colgada mi chaqueta gris plateada, una falda del mismo color, una blusa blanca con muchos volantes y una corbatita de terciopelo gris en el cuello. Gris plata. Muy elegante. Cuando era una mujer como Tabitha quien lo llevaba.

—Estás preciosa —canturreó Dorcas.

—Es porque me ves con los ojos del cariño —dije.

—Hay alguien más que te mirará con esos ojos —dijo con rapidez Alison. Hubo una pausa imperceptible antes que añadiera—: Esperamos.

Salí al pórtico. El coche estaba allí y Tybalt me esperaba.

Todos nos rodearon; espolearon al caballo. Tybalt y yo partimos para nuestra luna de miel.

¿Qué decir de mi luna de miel? ¿Que defraudó mis esperanzas? Primero fue maravillosa, y la maravilla duró dos noches y un día. Entonces Tybalt fue totalmente mío.

En ese tiempo estuvimos muy unidos. Interrumpimos el viaje a Dorset y pasamos la noche, el día y la noche siguiente en una pequeña posada en el corazón de Dartmoor.

—Antes de ir a la excavación —me dijo Tybalt— me parece que debemos tener este pequeño respiro.

—Es una idea maravillosa —le dije.

—Creí que estabas ansiosa por contemplar el suelo de mosaicos que hemos descubierto.

—Estoy más ansiosa por estar a solas contigo.

Mi sincero reconocimiento de cariño le divertía, y al mismo tiempo me pareció que le incomodaba un poco.

Nuevamente recalcó que no tenía mi poder de expresión.

—No debes creer, Judith —me dijo— que porque no te repito constantemente mi amor, éste no existe. Me es difícil hablar ligeramente de lo que siento en profundidad.

Eso me dejó contenta.

Nunca olvidaré la posada en la pequeña aldea entre los páramos. El cartel crujía ante nuestra ventana, una ventana empotrada, porque la posada tenía trescientos años.

El ruido de la catarata, a menos de media milla, lanzando su chispeante agua sobre los recortados peñascos y la gran cama de plumas en la que estuvimos juntos.

Ardía el fuego en la chimenea y, mientras contemplaba las sombras que se movían en el empapelado —de grandes rosas rojas— y los brazos de Tybalt me rodeaban, fui totalmente feliz.

Nos sirvieron el desayuno en la sala de la antigua posada, con estaño y bronce en los estantes y jamones colgando de las vigas. Café caliente, pan recién salido del horno, jamón y huevos de la granja vecina, pollo y dulce casero de fresas, con una vasija de crema de Devonshire, del color de los botones de oro. Y Tybalt sentado ante mí, observándome con aquella expresión de maravilla en sus ojos. Si alguna vez he sido hermosa en mi vida, seguramente lo fui aquella mañana.

Después de desayunar salimos a pasear por los páramos y anduvimos millas sobre el césped recién brotado.

La posadera nos había preparado una cesta e hicimos un almuerzo junto a un rumoroso arroyuelo. Vimos los animales salvajes de los páramos, demasiado asustados para acercarse a nosotros; y el único ser humano que encontramos ese día fue un hombre en un carrito de manzanas y peras, que levantó el látigo y nos saludó, y otro a caballo que hizo lo mismo. Un feliz día idílico, y después volvimos al delicioso pato con guisantes y luego al cómodo dormitorio y el centelleante fuego.

Al día siguiente tomamos el tren para Dorset.

Naturalmente quedé fascinada con la excavación romana, pero en aquel momento quería sólo una cosa de la vida, y ésa era amar y ser amada por Tybalt. El hotel en el que nos alojábamos estaba lleno de gente que participaba en los trabajos, lo que lo volvía un poco distinto a nuestro refugio de Dartmoor. Me sentí orgullosa por el respeto con que fue saludado Tybalt y, aunque esto me recordó que yo era una aficionada entre profesionales, y constantemente quedaba desorientada ante los tecnicismos, estaba tan ansiosa como siempre por aprender, lo que deleitaba a mi marido.

Al día siguiente de nuestra llegada al hotel, se presentó Terence Gelding, que había sido padrino de la boda.

Era alto y más bien delgado, con la misma expresión grave y dedicada que había notado entre los compañeros de Tybalt. Un poco distante, parecía nervioso ante mí, y se me ocurrió que no estaba del todo contento con el matrimonio de Tybalt. Cuando se lo dije a Tybalt él se rió.

—Tienes unas fantasías muy raras, Judith —dijo; y recordé que, con frecuencia, Alison y Dorcas me habían dicho lo mismo—. Terence Gelding es un arqueólogo de primera clase en quien se puede confiar. El tipo de hombre con quien me agrada trabajar.

Él y Terence Gelding hablaban animadamente largo rato y, por más que yo procuraba seguir la conversación, no siempre fue fácil para mí.

Cuando se discutía la posibilidad de que hubiera existido un anfiteatro en el lugar de las excavaciones, la excitación era grande y se examinaban ciertos hallazgos que podían demostrar que esto era correcto. A mí no me invitaban a participar.

Tybalt se mostró comprensivo.

—Debes entender, Judith —dijo—, que éste es un asunto profesional. Si te llevo a ti, los otros creerán que también pueden traer otra gente.

Entendí y decidí que, en poco tiempo, iba a aprender tanto que iban a pensar que valía la pena invitarme en tales ocasiones.

Tybalt me besó tiernamente antes de partir.

—Volveré dentro de unas horas. ¿Qué harás entretanto?

—Leer un libro que he visto aquí y que trata de restos romanos. Pronto seré tan entendida como tú.

Eso le hizo reír.

Pasé sola el día. Tenía que estar preparada para este tipo de cosas, recordé. Pero, interesada como estaba en aquel asunto absorbente, era de todos modos una novia en luna de miel, y un antiguo suelo romano, aunque fuera de mosaicos geométricos, no podía compararse con los torrentes y los peñascos de Dartmoor.

Después de esto él iba con frecuencia a la excavación con sus peones. A veces le acompañaba. Hablé con los miembros más humildes del grupo; estudié mapas; incluso cavé un poco, como había hecho en Carter Meadow. Contemplé la aplicación de los métodos inmediatos para la restauración de una placa en la que estaba grabada la cabeza de un César. Estaba fascinada…, pero ansiaba estar a solas con Tybalt.

Estuvimos dos semanas en la excavación romana.

Creo que Tybalt tenía pocas ganas de partir. La última noche pasó varias horas encerrado con el director de la expedición. Ya estaba acostada cuando volvió. Era después de medianoche.

Se sentó en la cama, con los ojos brillantes.

—Es casi seguro que ha habido un anfiteatro —dijo—. ¡Qué descubrimiento! Creo que va a ser una de las excavaciones más sorprendentes de Inglaterra. El profesor Brownlea no deja de hablar de su suerte. ¿Sabes que han encontrado una placa con una cabeza grabada? Si se encuentran cosas como ésta, realmente será un gran hallazgo.

—Lo sé —dije—, he visto cómo recomponían las piezas.

—Desgraciadamente hay muchos trozos que faltan. Pero los mosaicos del suelo son extraordinarios. Yo situaría la fecha de los blancos y negros alrededor del 74 a. C.

—Estoy segura de que tienes razón, Tybalt.

—¡Oh!, no se puede estar seguro… a menos que haya una prueba absoluta. ¿Por qué sonríes?

—¿Sonreía? —Le tendí los brazos—. Era tal vez porque pensaba que hay en el mundo otras cosas excitantes fuera de las ruinas romanas.

Se me acercó en seguida y nos abrazamos unos momentos. Yo reía despacito.

—Sé lo que estás pensado. Sí, hay cosas más excitantes, pero creo que las tumbas de los faraones ganan por mucho.

—¡Oh, Judith! —Dijo él—, es maravilloso estar juntos. Quiero que me acompañes cuando partamos.

—Claro, es uno de los motivos por los que te casaste conmigo.

—Ése y otros —dijo él.

—Bueno, ya lo hemos discutido… pensemos ahora en los otros.

Era divertido. Mi franco disfrutar del amor era algo que hubiera chocado a Dorcas y Alison. Lo cierto es que mucha gente me hubiera considerado audaz y descarada.

Me pregunté si le pasaba esto a Tybalt y le dije:

—¿Sabes? Siempre ha sido difícil para mí fingir.

Él respondió.

—No te merezco, Judith.

Reí, muy dichosa.

—Siempre puedes procurar ser digno de mí —sugerí.

Era feliz. Y él también. «¿Tan dichoso como lo era en su pavimento de mosaicos o con la placa rota o las ruinas de su anfiteatro? ¿Tanto como ante estas cosas?», me pregunté.

Era tonto tener aquellas dudas. Hubiera deseado olvidar los rostros de Dorcas y Alison, las sugerencias y los sobreentendidos, los ojos fanáticos del viejo Pegger en el atrio. Hubiera deseado que Sir Ralph no me dejara una fortuna: entonces tendría la certeza de que nadie se hubiera casado conmigo por dinero.

Pero estos asuntos podían olvidarse… temporalmente. Y me prometí que, con el tiempo, iba a olvidarlos completamente.

Después volvimos a Giza House.

Era la primera semana de noviembre y llegamos a la caída de la tarde, sombría y siniestra. Los vendavales de octubre habían atrancado a los árboles la mayoría de las hojas; pero cuando el coche nos conducía desde la estación, la campiña pareció desusadamente silenciosa porque el viento había cesado. Era un tiempo típico de Cornwall en noviembre… tibio y húmedo. Cuando pasamos los portales de Giza y descendimos del coche, Tabitha se adelantó a saludarnos.

—No es un día muy agradable —dijo—. Debéis estar helados. Entrad pronto y tomaremos el té.

Nos miró inquisitivamente, como si sospechara que la luna de miel no había sido un éxito. ¿Por qué tenía yo la sensación de que todos creían que Tybalt y yo no éramos la pareja adecuada?

Imaginación, me dije. Miré hacia la casa. Está hechizada, pensé; y recordé que había gastado bromas a Theodosia y la había asustado haciéndola correr por el sendero. Recordé que Nanny Tester probablemente espiaba desde una ventana.

—Giza House siempre me ha intrigado —dije al entrar en el vestíbulo.

—Es tu hogar ahora —me recordó Tabitha.

—Cuando volvamos de Egipto es probable que Judith quiera hacer algunos cambios en la casa —dijo Tybalt, pasando su brazo por el mío. Me sonrió—: Por el momento debemos concentrarnos en nuestros planes.

Tabitha nos llevó a nuestro cuarto. Estaba en el primer piso, contiguo a la habitación donde yo había visto el sarcófago. Tabitha le había hecho decorar mientras estuvimos fuera.

—Eres muy buena —dijo Tybalt.

En las sombras vi a Mustafá y Absalam. Noté que clavaban con intensidad sus ojos oscuros en mí. Naturalmente debían recordarme como a la chica traviesa y después la «alumna» de Keverall House, que venía a pedir libros prestados. Ahora yo era la nueva patrona. ¿O Tabitha conservaba aún aquel título?

¡Cuánto deseaba que la gente no hubiera sembrado aquellas dudas en mi mente con sus alusiones!

Me quedé en nuestro cuarto para arreglarme y lavarme mientras Tabitha volvía a la sala con Tybalt. Una de las doncellas trajo el agua caliente y, después de lavarme, me acerqué a la ventana y miré. El jardín siempre había estado lleno de matas y los árboles lo hacían oscuro. Pude ver las telarañas en los arbustos, brillando cuando la luz daba en los glóbulos de humedad como tantas veces en esta época del año. Las cortinas eran azules bordeadas de oro, con un diseño griego. La cama era grande, con cuatro postes, un dosel y cortinas. La alfombra tupida. Recordé que Tabitha decía que Sir Edward odiaba tanto el ruido que, cuando trabajaba, había que guardar una especie de silencio en toda la casa. En una de las paredes se alineaban libros. Los miré. Algunos ya los había pedido prestados y los había leído. Todos se referían a un tema. Se me ocurrió que éste debía haber sido el dormitorio de Sir Edward antes de partir para aquel viaje fatal, y me pareció entonces que el pasado me envolvía. Hubiera querido que nos dieran otro cuarto. Después recordé que era la dueña de casa y que, si no me gustaba un cuarto, podía decirlo.

Cambié mis ropas de viaje y me dirigí a la sala.

Tybalt y Tabitha estaban sentados uno al lado del otro, en el sofá, examinando unos planos.

En cuanto entré Tabitha dio un salto.

—En seguida traerán el té —dijo—. Supongo que deseas tomarlo. ¡Cansa tanto viajar!

Ellen trajo la mesita rodante del té y esperó mientras Tabitha servía.

Tabitha nos preguntó cómo habíamos pasado la luna de miel y después Tybalt hizo una larga explicación de la excavación romana.

—Debes haber pasado una temporada muy entretenida, Tybalt —dijo Tabitha sonriendo—. Espero que Judith haya disfrutado igualmente.

Me miró con cierta aprensión y yo le aseguré que había disfrutado mucho de la estancia en Dorset.

—Y ahora —dijo Tybalt— tenemos que hacer los planes en serio. Es curioso cómo vuela el tiempo cuando uno tiene tanto que hacer. Quiero partir en febrero.

Hablamos pues del viaje y fue muy agradable estar allí sentados junto al fuego, mientras la oscura tarde se convertía en crepúsculo. No pude menos que pensar en las muchas veces que había soñado en compartir la vida con Tybalt.

Soy feliz —me dije—, he logrado mi sueño.

¡Mi primera noche en Giza House! Una de las doncellas había encendido el fuego en el dormitorio y las llamas vacilantes lanzaban sus sombras sobre las paredes.

¡Cuán diferentes eran a las de la posada de Dartmoor! Estas parecían sombras siniestras que podían cobrar vida en cualquier momento. ¡Qué silenciosa estaba la casa! Había una puerta detrás de una cortina de terciopelo azul. La abrí y vi que comunicaba con la habitación donde había estado el sarcófago.

Yo me había adelantado a Tybalt y el cuarto con el resplandor de la chimenea y sólo dos velas ardiendo en altos candelabros sobre la cómoda parecía lleno de sombras.

Empecé a pensar en Sir Edward y en su mujer, que nunca había vivido en esta casa, porque había muerto antes de que él se instalara aquí. Y en las buhardillas estaba Nanny Tester, que debía estar ya enterada que Tybalt y yo habíamos vuelto de la luna de miel. Me pregunté qué estaría haciendo ahora y por qué Tybalt tardaba tanto. ¿Estaría hablando con Tabitha y diciéndole cosas que no quería que yo supiera? ¡Qué idea! No debía tener celos del tiempo que él pasara con Tabitha. Era una amiga muy querida, casi una madre para él. ¡Una madre! Apenas debía tener dos años más que él.

Es la casa, me dije. Hay algo en esta casa. Algo… maligno. Lo había sentido desde el principio, antes de que ellos llegaran, cuando yo asustaba a Theodosia.

Tybalt llegó al cuarto y las sombras siniestras se disiparon; el resplandor de la chimenea era reconfortante; la luz de las velas, recordé, era muy apropiada.

—¿Qué estabas haciendo en este cuarto? —preguntó Tybalt.

—Descubrí esta puerta. Es el cuarto donde estaba el sarcófago.

Él rió.

—Supongo que no estarás pensando en disfrazarte de momia… para asustarme.

—¡Tú… asustado de una momia! Sé que las quieres mucho.

—No tanto —contestó— como te quiero a ti.

En las raras ocasiones en que Tybalt decía cosas como aquella mi dicha era completa.

—¿Te gusta el dormitorio que te hice preparar? —preguntó Tabitha a la mañana siguiente. Tybalt estaba en su estudio: tenía mucha correspondencia que contestar referente a la expedición.

—Es un poco siniestro —dije.

Tabitha rió.

—Querida Judith, ¿qué quieres decir?

—Siempre me ha parecido que hay una especie de hechizo en Giza House.

—Creo que son todos esos árboles y matorrales en el jardín. Ese cuarto es el mejor de la casa. Por eso lo hice preparar para vosotros. Era el de Sir Edward.

—Lo adiviné. Y el cuarto contiguo es donde estaba el sarcófago.

—Siempre usaba ese cuarto para las cosas en las que estaba trabajando. Con frecuencia solía trabajar tarde por la noche. ¿Quieres cambiar acaso de cuarto?

—No, no creo.

—Judith; cualquier cosa que quieras debes hacerla, ¿sabes? Ahora eres la dueña de casa.

—No me acostumbro a ser la dueña de nada.

—Con el tiempo te acostumbrarás. Eres feliz, ¿verdad?

—Tengo lo que siempre deseé tener.

—No muchos pueden decir eso —dijo ella con un suspiro.

—¿Y tú, Tabitha?

Hubiera deseado que ella confiara en mí. Estaba segura de que había secretos en su vida. Era joven…, viuda, imaginaba yo. La vida no estaba en modo alguno terminada para ella y, sin embargo, había en ella una resignación, un secreto sutil, que era tal vez uno de los motivos por los que era tan atractiva.

Dijo:

—He tenido mis momentos. Tal vez no debamos pedir más que eso.

Sí, decididamente había algo misterioso en Tabitha.

La Navidad no estaba lejos. Sabina dijo que debíamos celebrar el día de Navidad en la rectoría, e insistió en que mis tías fueran invitadas.

Creo que Dorcas y Alison estaban un poco ofendidas. Eran muy convencionales y pensaban que yo debía haber ido a Rainbow Cottage o venir ellas a Giza House.

Hice todo a un lado señalando lo conveniente de la sugerencia de Sabina y recordando lo divertido que iba a ser reunimos en la antigua sala, donde habíamos celebrado tantas navidades.

Los días pasaban rápidamente. Teníamos que pensar en la Navidad y, por supuesto, en la expedición. Tabitha y yo decoramos la casa con muérdago y acebo.

—Es algo que nunca hicimos antes —dijo Tabitha.

Las doncellas estaban encantadas. Ellen me dijo que la casa parecía más una casa desde que yo había venido.

Era en verdad un cumplido.

Las doncellas simpatizaban conmigo; parecían sentir placer en llamarme «Milady. —Esto invariablemente me sorprendía y, a veces, tenía que repetirme—: Sí, es verdad. No estás soñando esta vez. El mayor sueño de todos se ha hecho realidad».

Fue a principios de diciembre cuando ocurrió la primera situación inquietante.

Yo nunca había entendido del todo a Mustafá y Absalam. Lo cierto es que me inquietaban poco. Estaba en un cuarto y de pronto descubría que estaban muy cerca de mí porque parecían moverse al unísono y yo no me había dado cuenta de que habían llegado. Miraba de pronto y encontraba los oscuros ojos de ambos fijos en mí. A veces tenía la sensación de que iban a hablarme; pero después parecían cambiar de idea. Nunca estaba muy segura de cuál era cuál, y creo que con frecuencia me equivocaba al nombrarlos. Tabitha sabía distinguirlos, porque hacía tiempo que los conocía.

Empecé a cavilar que probablemente era la presencia de aquellos dos hombres —y la de Nanny Tester en lo alto de la casa— lo que me hacía pensar que Giza House era siniestra. Era por la tarde… la hora en que empieza a caer el crepúsculo. Había subido a nuestro dormitorio y en el camino vi que la puerta del corredor que llevaba a la habitación que yo llamaba «del sarcófago» estaba abierta. Pensé que quizás Tybalt estaba allí, y miré. Mustafá, o tal vez Absalam, estaba parado ante la ventana, que recortaba su silueta.

Entré y, al hacerlo, vi que el otro egipcio estaba detrás, entre la puerta y yo.

Sentí que se me ponía carne de gallina. No supe bien por qué.

Dije:

—Mustafá… Absalam, ¿pasa algo?

Hubo un breve silencio. El que estaba junto a la ventana hizo una seña al otro y dijo:

—Habla, Absalam.

Me volví a mirar a Absalam.

Milady —dijo él— somos sus muy humildes esclavos.

—No debes decir eso, Absalam. No hay esclavos aquí.

Ambos inclinaron la cabeza.

Mustafá habló entonces.

—La servimos bien, milady.

—Naturalmente —contesté con ligereza.

Vi que la puerta estaba cerrada. Miré hacia la que llevaba al dormitorio. Estaba a medias cerrada. Pero sabía que Tybalt no estaba allí a esta hora del día.

—Hace tiempo que queremos decírselo.

—Decídmelo ahora, pues.

—No debe ser —dijo Mustafá sacudiendo la cabeza con gravedad.

Absalam empezó a agitar la suya.

—¿Cómo? —dije.

—Quédese aquí, milady. Dígale a Sir Tybalt. Dígale. No debe ir.

Empecé a entender el sentido de lo que me decían. Tenían miedo de volver a Egipto, escenario de la tragedia que les había arrebatado a su amo.

—Temo que sea imposible —dije—. Los planes ya están en marcha. No pueden cambiarse ahora.

—Deben cambiarse —dijo Mustafá.

—Estoy segura de que Sir Tybalt no estaría de acuerdo con vosotros.

—Hay muerte allí…, hay una maldición…

Naturalmente, pensé, son muy supersticiosos.

Dije:

—¿Habéis hablado con Sir Tybalt?

Sacudieron la cabeza al unísono.

—Inútil. Fue inútil hablar con su gran padre. Inútil. Inútil. Por eso él murió.

—Es una leyenda —dije—, nada más.

—¿Una leyenda? —repitió Mustafá.

—Algo que la gente imagina. Todo marchará bien. Sir Tybalt se encargará de eso.

—Su padre no pudo hacerlo. Su padre murió.

—No murió a causa de su trabajo.

—¿No? Fue la Maldición, Milady. Y la Maldición volverá.

Absalam se acercó y se plantó frente a mí. Juntó las palmas de las manos, levantó los ojos.

Milady debe persuadir, Milady debe hablar. Milady es nueva esposa. Un esposo escucha a su amada.

—Sería inútil —dije.

—Es la muerte… la muerte.

—Os agradezco que estéis tan preocupados —dije—, pero no puedo hacer nada.

Me miraron con grandes ojos apenados y agitaron la cabeza tristemente.

Me deslicé hacia el dormitorio. «Naturalmente —me dije—, son supersticiosos».

Aquella noche, cuando estábamos acostados, dije a Tybalt:

—Los egipcios me han hablado. Están muy asustados.

—¿Asustados de qué?

—De lo que llaman la Maldición. Creen que, si vamos a Egipto, se producirá un desastre.

—Si sienten eso pueden quedarse aquí.

—Me pidieron que te hablara. Dijeron que un marido ama a su mujer y que me escucharías.

Él rió.

—Les dije que era inútil.

—Son muy supersticiosos.

—A veces estoy un poco asustada.

—¿Tú, Judith?

Me aferré a él.

—Solo por ti —le aseguré—. Temo que pueda pasarte lo que le pasó a tu padre.

—¿Por qué va a pasarme eso?

—Tal vez haya algo en esa maldición…

—Querida Judith, espero que no creas eso…

—Si otro dirigiera la expedición me reiría a carcajadas de la idea. Pero la diriges tú.

Él rió en la oscuridad.

—Querida Judith —dijo.

Y eso fue todo.

Ansiaba que pasaran los días. Eran muy oscuros antes de Navidad. Llovía mucho; los abetos brillaban con el agua y las ramas chorreaban; el suave viento perfumado del sudoeste soplaba entre los árboles y gemía fuera de las ventanas. Cuando encontraba a los egipcios veía sus ojos fijos en mí, mitad apenados, mitad esperanzados. Vi a Nanny Tester, pero en presencia de Tabitha, porque la anciana se refugiaba en sus apartamentos, de los que rara vez salía.

Theodosia y Evan vinieron a Keverall Court para la Navidad, y Tybalt y yo, Sabina y Oliver fuimos invitados para pasar la Nochebuena. Hadrian también estaba presente; iba a quedarse hasta que partiéramos para Egipto.

Existía la antigua costumbre de cantar canciones de Nochebuena en el salón de Keverall Court, y muchos vecinos se nos unieron. Oliver ofició como lo hacía antes el reverendo James Osmond, y fue un espectáculo muy agradable, porque hubo una procesión de antorchas desde la iglesia hasta Keverall.

Después de los cantos, los invitados escogidos de Lady Bodrean pasaron al salón, donde había una cena compuesta de varios pasteles, comidas populares desde hacía siglos: cordero, ternera, y, naturalmente, bollitos calientes de Cornwall. Todo esto se comió con carne y una bebida conocida como ponche de Keverall, que se hacía en un enorme bol de estaño. La receta, conocida únicamente por el mayordomo de Keverall, había pasado de boca en boca desde hacía cuatrocientos años. Era una bebida más bien fuerte.

Me divertía la actitud de Lady Bodrean hacia mí.

Cuando creía que no la miraba me observaba con una especie de desconfiada sorpresa, pero era encantadora cuando estábamos frente a frente.

Tras saborear los pasteles y el ponche fuimos a la iglesia para el servicio de medianoche y caminamos hacia casa en las primeras horas del día de Navidad. Era como tantas veces antes; sentí que era bueno que todos los amigos de mi infancia se reunieran en aquel momento.

El día de Navidad en la rectoría también fue agradable. Era divertido ver a Sabina presidiendo la mesa donde una vez se había sentado Alison. Había pavo relleno con castañas y coñac, que recuerdo preocupaba mucho a Dorcas y a Alison. Sabina no mostraba esa ansiedad. Charlaba haciendo reír a todos, y nosotros le hacíamos bromas.

El pastel de ciruelas fue ceremoniosamente traído con su llameante coñac y seguido por unos pastelitos brillantes con su costra de azúcar morena.

Theodosia, Evan y Hadrian, naturalmente no estaban con nosotros: se habían quedado en Keverall Court; y, por una vez, la conversación no se refirió a la próxima expedición; agradecí esto, porque estoy segura de que no les hubiera gustado a Alison y Dorcas.

Después jugamos a las charadas, imitamos escenas y adivinanzas infantiles, en las que yo sobresalía y Tybalt no. Dorcas y Alison miraban y aplaudían mis éxitos, cosa que me exasperaba y me conmovía.

En las primeras horas de la mañana, cuando Tabitha, Tybalt y yo atravesamos la corta distancia desde la rectoría hasta Giza House, me pregunté de pronto si los tres siempre íbamos a estar juntos. Yo querría a Tabitha, pero había momentos en los que el viejo dicho tenía razón: «Dos son compañía, tres muchedumbre». ¿Era acaso porque, cuando Tabitha estaba con nosotros, la actitud de Tybalt cambiaba tanto respecto a mí? A veces parecía casi formal, como si tuviera miedo de mostrar ante ella un cariño que me demostraba cada vez más cuando estábamos a solas.

Pasando el portón, en el sendero, a ambos lados se elevaban oscuras matas y árboles. En la casa, en la silenciosa casa, allí arriba, vivía la extraña Nanny Tester, y en los cuartos dormían los egipcios… ¿o no dormían? ¿Estaban acaso desvelados a causa de la Maldición?

La corona de muérdago que pendía del candelabro en el vestíbulo parecía incongruente en aquella casa de sombras.

Llegó al fin enero. Hubo una ola de frío y la dura escarcha brillaba entre los matorrales _y les daba la apariencia de árboles en el país de las hadas.

Tybalt, cuando desayunábamos una mañana, examinó la correspondencia y lanzó una exclamación de disgusto.

—¡Estos abogados! —se quejó.

—¿Qué pasa?

—Tardan mucho en arreglar los detalles del testamento de Sir Ralph. Es un claro ejemplo de ineptitud. Parece que van a pasar meses antes que todo se arregle.

—¿Importa tanto? —pregunté.

—Ya sabes que dejó ese legado. Contamos con él.

Hará mucha falta para la expedición. Tendríamos que estar menos restringidos de fondos con esa renta adicional. Ya te darás cuenta, Judith, cómo estas expediciones se tragan el dinero. Tenemos que dar trabajo por lo menos a cien obreros. Y después están todos los otros. Hay que pagarles, tienen que tener donde vivir. Por eso no se puede iniciar una empresa como esta hasta no tener arreglados todos estos asuntos de dinero. Siempre resultamos frustrados por la cuestión de gastos.

—¿Y no puedes tocar ese dinero, o el interés, o lo que sea, hasta que el testamento haya sido aprobado?

—¡Oh, lo aprobarán, no cabe duda! Con esa suma podríamos adelantarnos. Pero hay formalidades. Me parece que convendría que fuera a Londres. De todos modos tendría que ir, pero más adelante.

—Entonces es sólo una molestia menor.

—Es cierto, pero las molestias menores pueden significar retrasos.

Después empezó a hablarme en la forma que me gustaba, y me dijo que creía que su padre había descubierto el camino hacia una tumba intacta.

—Estaba tan excitado… recuerdo aquel día cuando volvió a casa. Era la casa de uno de los hombres más influyentes de Egipto, que se interesa en nuestros trabajos y nos había permitido usar su palacio, lo que fue una gran concesión. Es una residencia muy grande y hermosa, con magníficos jardines y una multitud de criados para que nos atiendan. Se llama el palacio Chefro. Pagábamos un alquiler nominal… una concesión a la independencia; pero el Pashá está de verdad muy interesado en lo que hacemos y ansioso por ayudar. Volveremos a ese palacio.

—Me estabas hablando de tu padre…

—Ah, sí… volvió de las colinas. Era de noche. Había luna y era casi tan claro como de día. Naturalmente es imposible trabajar con el calor de la tarde, y esas noches de luna fueron muy útiles. Montaba una mula y, cuando entró en el patio, lo vi desde mi ventana y comprendí que había pasado algo. Era un hombre que rara vez exteriorizaba sus sentimientos, pero en esta ocasión mostraba algo.

Parecía exaltado. Pensé que era mejor esperar a que se lavara y se cambiara e hice que Mustafá y Absalam le prepararan una comida ligera. Después pensaba encontrarme con él y esperar que hablara. Sabía que yo era la persona con quien iba a hablar primero. No dije nada a nadie, porque tal vez se trataba de algo que él quería guardar en secreto. Sabía que unos días antes habíamos estado desesperados. Varios meses antes habíamos descubierto una puerta en la roca; penetramos en un corredor que nos llevó a una tumba que había sido saqueada probablemente hacía dos mil años. Fue como si hubiéramos llegado al fin de la búsqueda y todo el trabajo y los gastos no llevaran a nada.

Pero mi padre había tenido un raro presentimiento. No quiso abandonar. Estaba seguro de que no habíamos descubierto todo. Y yo creía que sólo un gran descubrimiento podía ponerlo tan nervioso como estaba ese día.

Tabitha se acercó a nosotros.

—Le estoy hablando a Judith de la muerte de mi padre —dijo Tybalt.

Tabitha asintió con gravedad; se sentó a la mesa, puso los codos encima y apoyó la cabeza en las manos.

Sus ojos estaban húmedos mientras Tybalt seguía diciendo:

—Bajé y creía encontrarlo fresco y descansado, pero lo encontré enfermo. No creí que fuera nada serio. Era un hombre de inmensa vitalidad mental y física. Se quejaba de dolores y vi que sus miembros temblaban. Sugerí a Mustafá y Absalam, que estaban muy inquietos, que lo hiciéramos acostar. Pensé: por la mañana me lo contará. Pero murió esa noche. Poco antes me mandó llamar. Cuando me arrodillé a su lado vi que procuraba decirme algo. Sus labios se movían. Estoy seguro que decían «Sigue». Por eso estoy tan decidido.

—Pero ¿por qué murió precisamente en ese momento?

—Se habló de la Maldición, lo que es absurdo. ¿Por qué iba a ser maldecido por hacer lo que tantos habían hecho antes? Simplemente había ido a la excavación en la que trabajábamos. No era como si hubiera violado una de las tumbas. Era ridículo.

—Pero murió.

—El clima es ardiente, tal vez comiera algo que estaba pasado. Eso, te lo aseguro, ha ocurrido más de una vez.

—Pero morir tan súbitamente…

—Ha sido la mayor tragedia de mi vida. Pero pienso cumplir los deseos de mi padre.

Busqué su mano y la estreché. Me había olvidado de Tabitha. Después vi que había lágrimas en sus bellos ojos: y pensé, confieso que con irritación, que siempre estábamos reunidos los tres.

Durante la ola de frío Nanny Tester se resfrió, y el resfriado degeneró en bronquitis, como con Dorcas. Yo fui muy útil para atenderla, porque tenía la experiencia de Dorcas. La vieja estaba echada en la cama y me miraba con sus ojos brillantes como cuentas; creo que le gustaba que yo estuviera allí, lo que era una suerte, porque sentía una antipatía irrazonable hacia Tabitha. En realidad resultaba muy injusto, porque Tabitha era muy considerada con ella, pero a veces el aya se ponía de verdad nerviosa cuando Tabitha estaba en el cuarto.

En febrero Tybalt fue a Londres para ocuparse de la expedición y ver a los abogados; yo había esperado acompañarlo, pero él me explicó que iba a tener tanto que hacer que apenas iba a poder dedicarme muy poco tiempo.

Lo despedí en la estación de Plymouth, y no pude menos que recordar a Lavinia partiendo en el mismo viaje con su hijita en brazos, despidiéndose de Dorcas y Alison. Una hora después estaba muerta.

Amar intensamente era una bendición incierta, pensé. Hay momentos de éxtasis, pero aparentemente hay que pagarlos con ansiedad. Uno es completamente feliz sólo cuando tiene al ser amado seguro, a su lado. Cuando el ser amado está lejos, la imaginación parece tener un deleite maligno en presentamos todos los horrores que pueden acaecerle. Ahora yo visualizaba los vagones destrozados, los gritos de los heridos, el silencio de los muertos.

Tonterías, me dije. ¿Cuánta gente viaja en ferrocarril? Miles, ¿cuántos accidentes ocurren? Muy pocos.

Volví y me dediqué a cuidar a Nanny Tester.

Aquella noche cuando me quedé sola con Tabitha le hablé de mis aprensiones.

Ella me sonrió dulcemente.

—A veces es doloroso amar tanto.

Hablaba como si supiera, y me pregunté nuevamente cómo habría sido su vida. Y también por qué nunca hablaba de ella. Quizás lo hiciera algún día, pensé, cuando me conociera mejor.

Nanny Tester se recuperaba.

—Pero —dijo Tabitha— esos ataques siempre dejan huella. Después de una enfermedad siempre parece más débil. Y su mente desvaría un poco.

Yo había notado eso. También mi presencia parecía apaciguarla y, por eso, le llevaba la comida y con frecuencia me quedaba un rato. Llevaba un libro y leía, o hacía algún trabajo de aguja. Sabina nos visitaba con frecuencia. Yo la escuchaba hablar con Nanny Tester, y sus visitas eran siempre bienvenidas.

Un día yo estaba sentada junto a su cama cuando dijo:

—Vigílala. Ten cuidado.

Supe que divagaba y dije:

—No hay aquí nadie, Nanny —me había pedido que la llamara así. «Es como me llama la gente de la familia», dijo.

—Podría decirte algunas cosas —murmuró—. Siempre he tenido los ojos abiertos.

—Procure descansar —dije.

—¡Descansar, cuando veo lo que está pasando en esta casa! Son él y ella. Ella lo azuza. ¡Ama de llaves! ¡Amiga de la familia! ¿Qué es? Dímelo.

Supe entonces que hablaba de Tabitha y tuve que oír lo que deseaba decirme.

—¿El y ella…? —pregunté apresurada.

—No ves. Estás ciega. Así suele ser. Los más interesados no ven lo que tienen ante los ojos. Es quien mira… quien ve.

—¿Qué ve usted, Nanny?

—Veo cómo son las cosas entre ellos. Ella es sigilosa. ¡Y tan amistosa! ¡Amiga de la familia! ¡Ama de llaves! Sería mejor que se fuera. Yo puedo hacer todo lo que ella hace.

Aquello no era verdad, pero lo dejé pasar.

—Nunca he conocido amas de llaves como ésa. Sentada todas las noches a comer con la familia, dirigiendo la casa. Se diría que es la patrona, ¿no? ¿Después él se va y qué pasa? La llaman a ella. Oh, algún asunto de familia. ¡Familia! ¿Qué familia? La llamarán ahora que él se ha ido… lo veo venir.

Evidentemente divagaba.

—Vigila —murmuró—. Vigílala. Estás alimentando en tu seno una serpiente, eso es lo que estás haciendo.

La frase me hizo sonreír; y cuando pensé en todo lo que Tabitha hacía en la casa y cuán encantadora y útil era, tuve la certeza de que la anciana estaba obsesionada, probablemente porque estaba celosa.

La casa parecía diferente sin Tybalt: el dormitorio estaba lleno de sombras. Encendían un fuego todas las noches y yo permanecía en la cama, contemplando las sombras. Con frecuencia creía oír ruidos en el cuarto contiguo y una noche me levanté para ver si había alguien allí.

Todo parecía fantasmal a la luz de la luna menguante que iluminaba débilmente los libros, la mesa en la que con tanta frecuencia había trabajado Sir Edward, el lugar donde estuvo el sarcófago. Había esperado que Mustafá y Absalam se materializaran. Volví a mi cuarto y soñé que entraba en el otro cuarto y el sarcófago estaba allí, y de él se erguía una momia cuyos vendajes súbitamente se desintegraban para mostrar a Mustafá y Absalam. Me clavaban los negros ojos mientras avanzaban señalándome; oía voces claramente, formando eco en el vacío: «deténgalo. Un hombre escucha a su amada. La Maldición de los Reyes caerá sobre usted».

Desperté gritando. Me senté en la cama. No había ya fuego, sólo la luz de la luna menguante, porque en la chimenea sólo quedaban unas brasas. Me levanté; abrí la puerta esperando ver el sarcófago, tan vivo había sido el sueño. El cuarto estaba vacío. Cerré la puerta con cuidado y volví a la cama.

Pensé: «cuando regresemos cambiaré esta casa. Haré que quiten los matorrales oscuros; plantaré hermosas flores, como las hortensias que crecen tan bien aquí… preciosas flores azules, rosadas y blancas, y fucsias rojas que penderán como campanillas en las cercas. Reemplazaremos la oscuridad con los más vivos colores».

Me dormí en ese estado de ánimo.

Sí, en realidad la casa era muy distinta sin Tybalt. O tal vez yo dejaba que los pensamientos inquietos que estaban en mi mente surgieran, porque él no estaba allí para ahuyentarlos.

La sombría casa, las sugerencias acerca de Tabitha, los egipcios de pies silenciosos que me seguían con los ojos y que, aunque no hablaban, me repetían el mensaje siempre que los encontraba: «Detenga la expedición o tendrá que afrontar la Maldición y la muerte de unos hombres».

«¡Oh, Tybalt, pensé, vuelve y todo se arreglará!».

Cada mañana yo bajaba esperanzada a la mesa del desayuno, esperando una nota de Tybalt diciéndome que volvía. No llegó ninguna.

Ese día Tabitha tenía una carta en la mano.

—Oh, Judith, tengo que partir por un tiempo.

—¡Ah…!

—Sí, una parienta está enferma… tengo que ir.

—Naturalmente —dije—. Es la primera vez que mencionas a tus parientes.

—Es una parienta que vive en Suffolk. Es un viaje largo. Creo que deberé partir en seguida.

—¿Hoy?

—Sí. Tomaré el tren de la diez y media para Londres. Primero tendré que pasar por Londres y, desde allí, iré a Suffolk. ¿Te podrás arreglar sin mí?

—Sí —dije— oh, claro que sí.

Se levantó de la mesa, apresurada. Parecía muy turbada. Jenner, el cochero, la llevó en el cochecito hasta la estación.

La vi partir y me quedé pensando en Nanny Tester.

¿Qué había dicho? «Él se va… y a ella la llama». Pero ¿cómo podía haber previsto esto? Aunque era lo que había sucedido ahora.

Subí al apartamento de Nanny. Ella estaba de pie ante la ventana, con un camisón antiguo de franela envuelto alrededor de su cuerpeo.

—Así que se ha ido —dijo— ¡ah!, se ha ido. ¿No te lo dije?

—¿Cómo lo supo?

—Sé ciertas cosas. Tengo ojos en la cabeza, unos ojos que ven lejos y que ven por las personas a las que quiero.

—Entonces… usted me quiere…

—¿Lo dudas acaso? Te quise desde el primer momento en que te vi. Me dije: «La cuidaré todos los días de mi vida».

—Gracias —dije.

—Pero me duele la forma en que te tratan, querida. Me duele aquí —golpeó con la mano en el lugar en que suponía que estaba su corazón—. Él se va… y ella va a reunirse con él. Ese cuento de que tiene que ver a alguien… ¿Por qué sucede justamente cuando él no está? Él la mandó llamar. Estarán juntos esta noche…

—Basta. Es una locura. Absolutamente falso.

—Siempre dices eso, querida.

—¿Siempre? Es la primera vez que me hace esa horrible sugerencia.

—¡Oh! —Dijo ella— lo he visto. Lo vi venir. Ahora tú también debes verlo… si miras. Él la quería a ella… se casó contigo por el dinero… dinero, dinero, dinero… eso es todo. ¿Por qué no? Lo hizo para poder ir con ella a desenterrar a los muertos. No es justo. No es natural.

—Nanny —dije— usted está loca.

Miré sus ojos salvajes, sus mejillas arreboladas. Con cierto alivio comprobé que divagaba.

—Deje que la lleve a la cama.

—A la cama… ¿por qué a la cama? Soy yo quien debe acostarse, mi preciosa.

—¿Sabe usted quién soy, Nanny?

—¿Si te conozco? ¿Acaso no te tengo desde que tenías tres semanas?

Dije:

—Me confunde con otra. Soy Judith, Lady Travers… la mujer de Tybalt.

—Ah, sí. Eres mi patrona, lo sé. Y de nada te ha servido. Preferiría verte casada con un caballero sencillo, que no pensara más en desenterrar a los muertos que en su joven esposa.

Dije:

—Le traeré ahora una bebida caliente y después dormirá.

—Eres muy buena conmigo —dijo.

Bajé a la cocina y dije a Ellen que preparara leche caliente. Dije que yo se la llevaría a Nanny, que no estaba muy bien.

—Creo que se sentirá mejor ahora que se ha ido la, señora Grey —dijo Ellen—. ¡Dios Milady, de verdad detesta a la señora Grey!

No contesté. Cuando lleve la leche a Nanny estaba semi dormida.

Tabitha volvió con Tybalt. En el camino de vuelta había pasado por Londres y, como Tybalt ya volvía, decidieron hacerlo juntos.

Yo estaba inquieta. Deseaba hacer muchas preguntas; pero era maravilloso que Tybalt hubiera vuelto y él parecía encantado de estar a mi lado.

Estaba animado, muy dichoso y contento. Los problemas financieros se habían solucionado. Saldríamos en marzo en lugar de febrero, como habíamos esperado… pero eso sólo demoraba dos semanas la partida.

—Ahora —dijo él— estaremos muy ocupados. Tenemos que apresurarnos a partir cuanto antes.

Tenía razón: sólo debíamos pensar en la expedición.

Y en marzo partimos para Egipto.