CAPÍTULO 02

El escudo de bronce

El día en que cumplí catorce años fue uno de los días más llenos de acontecimientos de mi vida, porque no sólo descubrí el escudo de bronce, sino que me enteré de ciertas verdades acerca de mí.

El escudo llegó primero. Lo encontré en aquella cálida tarde de julio. La casa estaba en silencio; ni Dorcas, ni Alison, ni la cocinera ni las dos doncellas aparecían por ninguna parte. Sospeché que las doncellas se hacían confidencias acerca de sus novios en la buhardilla; que la cocinera estaba adormilada en la cocina; que Dorcas estaba en el jardín; que Alison estaba remendando o bordando; y que el reverendo James Osmond estaba en su estudio fingiendo preparar el sermón del domingo próximo, y en realidad dormitando en su asiento; despertado de vez en cuando por un brusco movimiento de cabeza o por su propio y suave ronquido, murmurando: «Dios me valga» y fingiendo ante sí —o tal vez no había necesidad de fingir— que había estado trabajando todo el tiempo en el sermón.

Estaba equivocada, por lo menos en lo que se refiere a Dorcas y Alison: estaban seguramente en uno de los dormitorios, discutiendo la mejor manera de decirle aquello a la niña —yo— porque ahora que tenía catorce años.

Les parecía que el asunto no podía continuar en secreto.

Yo estaba en el cementerio junto a la iglesia, contemplando a Pegger, el sacristán, que cavaba una tumba.

El cementerio me fascinaba. A veces me despertaba por la noche y pensaba en él. Con frecuencia salía de la cama, me asomaba a la ventana y lo miraba. En la niebla parecía de verdad fantasmal, y las lápidas grises eran como figuras de muertos que se erguían; a la brillante luz lunar eran evidentemente lápidas, pero no por eso perdían su apariencia espectral. A veces estaba profundamente oscuro, la lluvia golpeaba, el viento aullaba entre las ramas de los robles y castigaba los antiguos tejos; entonces imaginaba que los muertos habían salido de sus tumbas y recorrían el cementerio, debajo de mi ventana.

Hacía años que había empezado a sentir aquel interés morboso. Probablemente empezó la primera vez que Dorcas me llevó a poner flores en la tumba de Lavinia. Lo hacíamos todos los domingos. Ahora habíamos plantado un matorral de rosas dentro del círculo de mármol.

—Es como recuerdo —dijo Dorcas—; estará verde todo el año.

En aquella cálida tarde de julio, Pegger cesó de cavar para secarse la frente con un pañuelo rojo de algodón y me miró de la manera seria con que miraba a todo el mundo.

—Creo que usted es como yo. Estoy aquí, revolviendo la tierra, y pienso en aquél que descansará en esta tumba profunda y oscura. Probablemente alguien que he conocido toda mi vida, porque eso es lo que pasa en una parroquia como la de San Erno.

Pegger hablaba con voz sepulcral. Yo suponía que aquello se debía a su relación con la iglesia. Había sido sacristán toda su vida, y su padre antes que él. Incluso se parecía a un profeta del Antiguo Testamento, con su melena blanca, su barba y su justa indignación contra los pecadores del mundo, categoría dentro de la cual todos, con excepción suya y unos pocos elegidos, parecían caer. Incluso su conversación tenía un sabor bíblico.

—Este será el último lugar de descanso de Josiah Polgrey. Vivió sus años y ahora debe enfrentar a su Hacedor —Pegger sacudió la cabeza gravemente, como si no esperara mucho acerca de las posibilidades de Josiah en el otro mundo.

Dije:

—Tal vez Dios no sea tan severo como usted, Pegger.

—Casi está usted blasfemando, señorita Judith —dijo él—. Tenga cuidado con su lengua.

—¿Y de qué serviría eso, Pegger? El ángel que toma en cuenta nuestros actos sabría lo que hay en mi mente, aunque yo no lo dijera… de modo que pensarlo es igualmente malo, y ¿puede uno evitar sus pensamientos?

Pegger levantó los ojos al cielo como si creyera que yo había llamado a la ira de Dios a descender sobre mí.

—No importa —lo tranquilicé—. Pero usted todavía no ha almorzado. Deben ser las dos.

En la tumba siguiente había otro pañuelo de algodón rojo muy similar a aquel con el que Pegger se había secado la frente, pero éste, según yo sabía, estaba atado alrededor de una botella de té frío y pasteles que la señora Pegger había hecho la noche antes para su marido.

Salió de la tumba, se sentó en el reborde redondo de la tumba, desató el pañuelo y sacó la comida.

—¿Cuántas tumbas ha cavado usted en su vida? —pregunté.

Él sacudió la cabeza.

—Más de las que recuerdo, señorita Judith —replico.

—Y Matthew cavará después de usted. Quién lo duda…

Matthew no era el hijo mayor, destinado a heredar el dudoso privilegio de cavar las tumbas de los que habían vivido y muerto en la aldea de San Erno. Luke, el mayor había escapado y se había alistado como marinero un hecho que jamás iba a serle perdonado.

—Si es la voluntad de Dios todavía cavaré unas cuantas —dijo.

—Debe usted cavar de todos los tamaños —dije pensativa. Bueno, no se necesita el mismo tamaño para la pequeña señora Edney y para sir Ralph Bodrean, ¿verdad?

Era una treta mía para meter a sir Ralph en la conversación. Los pecados de los vecinos eran, creo, el tema favorito de Pegger y, como todo lo referente a Sir Ralph era más importante que lo referente a cualquiera de los otros, lo mismo debía pasar con sus pecados.

Nuestro hidalgo me parecía fascinante. Me excitaba verlo pasar por el camino, ya fuera en un coche o en uno de sus caballos de pura raza. Yo hacía una pequeña cortesía —enseñada por Dorcas— y él hacía una señal con la cabeza y levantaba la mano en un rápido gesto imperioso y, por un momento, sus ojos de pesados párpados se fijaban en mí. Alguien había dicho —como había dicho alguien hacía mucho tiempo refiriéndose a Julio César—. «Esconded a vuestras hijas cuando él pase».

Bueno, él era el César de nuestra aldea. Era dueño de casi toda ella: las lejanas granjas eran de su propiedad; se decía que era un buen patrón para los que trabajaban con él, siempre que los hombres lo saludaran con el respeto debido y recordaran que él era el amo, y las muchachas no le negaran los favores que deseara. Era un buen amo, lo que significaba que los hombres tenían el trabajo asegurado y un techo sobre sus cabezas, y cualquier cosa que surgiera de sus encuentros con doncellas era atendida y cuidada. Había muchas «cosas» en la aldea, y tenían especiales privilegios sobre aquéllos que provenían de otros lugares.

Pero, para Pegger, el hidalgo era el Pecado en persona.

Debido a mi juventud no osaba hablar del máximo pecado de nuestro hidalgo para merecer el fuego infernal y, por eso, se daba el placer de detenerse en los pecados menores, cada uno de los cuales, en opinión de Pegger, le hubiera asegurado la entrada en el infierno.

Había reuniones en Keverall Court casi todos los fines de semana. En diversas temporadas venían a cazar zorros, nutrias y ciervos, o a matar faisanes que se criaban en Keverall con ese propósito, o simplemente para que dieran alegría al patio del barón. Eran gente rica, elegante —frecuentemente ruidosa— que venían de Plymouth y, a veces, de Londres. Siempre me divertía verlos. Alegraban la campiña, pero, en opinión de Pegger, la ensuciaban.

Yo me consideraba muy feliz visitando Keverall.

Court todos los días, excepto los sábados y los domingos.

Ésta era una concesión especial, porque la hija del hidalgo y su sobrino tenían una institutriz, y también eran instruidos por Oliver Shrimpton, nuestro cura. El rector, que estaba en dificultades de dinero, no podía pagar una institutriz para mí, y Sir Ralph había otorgado graciosamente su consentimiento —o tal vez no había protestado ante la propuesta— de que yo estuviera con su hija y su sobrino en la sala de estudios y aprovechara la instrucción que allí se impartía. Esto significaba que todos los días —salvo los sábados y domingos— yo pasaba bajo el viejo rastrillo en el huerto, aspiraba estática el aroma de los establos, tocaba el poste de montar para que me trajera suerte, entraba en el gran vestíbulo con su galería de músicos, subía por la amplia escalera como si fuera alguna de las damas que venían de visita desde Londres, con una cola flotante y diamantes que brillaban en sus dedos, pasaba ante el corredor donde todos los muertos —y algunos vivos— de la familia Bodrean me contemplaban con diversas expresiones de desdén, diversión o indiferencia, penetraba en el aula donde Theodosia y Hadrian ya estaban sentados y la señorita Graham, la institutriz se ocupaba de sus libros.

La vida se había vuelto más interesante desde que se decidió que yo compartiera las lecciones con los Bodreams.

Aquella tarde de julio me divertía enterarme de que el pecado más corriente del hidalgo era, como decía Pegger «meter la nariz donde Dios no había dispuesto que la metiera».

—¿Y dónde es ese lugar, Pegger?

—En Carter Meadow, ése es el sitio. Quiere empezar a cavar allí. Turbar la tierra de Dios. Todo esto se debe a la gente que ha estado viniendo por aquí. Han llenado el lugar de ideas paganas.

—¿Y qué buscan con esas excavaciones, Pegger? —pregunte.

—Gusanos, supongo —intentó hacer una broma, porque la cara de Pegger se contrajo en un gesto que quiso ser una sonrisa.

—¿Así que todos vienen a cavar? —Los imaginé: damas vestidas con sedas y terciopelos; caballeros con corbatas blancas y chaquetas de terciopelo, todos con palas en Carter Meadow.

Pegger sacudió las migajas de pastel de su chaqueta y volvió a atar la botella con el pañuelo rojo.

—Dicen que es cavar en el pasado. Creen que van a encontrar restos y objetos dejados por los que vivieron allí hace años y años.

—¿Cómo? ¿Aquí, Pegger?

—Aquí, en San Erno. Eran un montón de paganos y no entiendo cómo un caballero temeroso de Dios puede hacerles caso.

—Tal vez esos caballeros no le teman a Dios, Pegger, pero todo eso es muy respetable. Se llama arqueología.

—Como lo llamen no importa si Dios hubiera dispuesto que encuentren esas cosas. Pero, si lo quisiera, no las habría cubierto con su buena tierra.

—Tal vez no haya sido Dios quien las enterró.

—¿Quién entonces?

—El tiempo —dije con solemnidad.

Él sacudió la cabeza y empezó otra vez a cavar, arrojando la tierra sobre el montículo que había formado.

—A los caballeros siempre les da por fantasías. Y ésta no me gusta. Dejad que los muertos entierren a sus muertos, es lo que yo digo.

—Creo que alguien lo dijo hace ya mucho tiempo, Pegger… Bueno, me parece interesante que se descubra algo importante en San Erno. Tal vez ruinas romanas. Seremos famosos.

—No estamos destinados a ser famosos, señorita Judith. Estamos destinados a…

—Temer a Dios —terminé la frase—. ¿De modo que el hidalgo y sus amigos están buscando ruinas romanas por aquí cerca? Y no es una fantasía repentina. Siempre ha estado interesado. Arqueólogos famosos vienen con frecuencia a Keverall Court. Tal vez por eso han apodado Hadrian a su sobrino.

—¡Hadrian! —rugió Pegger—. ¡Es un nombre pagano, y también el de la niña!

—Hadrian y Theodosia.

—No son buenos nombres cristianos.

—No son como Mateo, Marcos, Lucas, Juan, Isaac, Rubén… y lo demás. Judith está en la Biblia, por lo tanto yo estoy bien… —empecé a pensar en nombres—. Dorcas, Alison… —dije—. ¿Sabe, Pegger, que Theodosia quiere decir «dada por la divinidad»? Por lo tanto ya ve usted, es un nombre cristiano. En cuanto a Hadrian se llama así por un muro y un emperador romano.

—No son buenos nombres cristianos —repitió él.

—Lavinia —dije— me pregunto qué quiere decir…

—¡Ah! La señorita Lavinia —dijo Pegger.

—¿Es triste, verdad, que haya muerto tan joven?

—Y con todos sus pecados a cuestas.

—No creo que tuviera demasiados. Alison y Dorcas hablan de ella como si la hubieran amado mucho.

Había un retrato de Lavinia en la rectoría, en el rellano del primer piso. Yo tenía antes miedo de pasar ante él en la oscuridad, porque imaginaba que de noche, Lavinia salía del cuadro y caminaba por la casa. Imaginaba que un día iba a pasar ante el retrato y encontrar el marco vacío, porque Lavinia no había podido regresar a tiempo.

Dorcas decía que yo era una niña muy imaginativa, ya que ella era muy práctica y no podía entender mis extrañas imaginaciones.

—Todo ser humano tiene pecados —afirmó Pegger— y las mujeres tienen diez veces más.

—Lavinia no —dije.

Él se apoyó en la azada y se rascó la melena blanca.

—Lavinia… ¡era la más bonita de las chicas de la rectoría!

De no estar acostumbrada al retrato de Lavinia, no me habría parecido un gran elogio, porque ni Alison ni Dorcas eran exactamente bellezas. Siempre llevaban vestidos muy correctos: faldas de colores sombríos, chaquetas, zapatos fuertes… ropas demasiado severas para el campo. Pero en el cuadro Lavinia llevaba una chaqueta de terciopelo y un sombrero con una pluma curvada.

—Fue una lástima que tomara ese tren.

—Un momento antes no tenía idea de lo que iba a pasar… y en el otro estaba delante de su Hacedor.

—¿Cree usted que eso sucede tan rápidamente, Pegger? Después de todo tenía que llegar allí…

—¿Quiere usted decir que murió en pecado, sin tiempo para arrepentirse?

—Dios no puede haber sido tan cruel con Lavinia.

Pegger no estaba seguro. Sacudía la cabeza.

—Tenía momentos de veleidad.

—Dorcas y Alison la adoraban, y también el reverendo. Me doy cuenta por la forma en que pronuncian su nombre.

Pegger dejó la azada para secarse una vez más la frente.

—Va a ser uno de los días más calurosos que nos manda el Señor este año —salió del hoyo y se sentó en el borde de la tumba más cercana, de modo que quedamos frente a frente ante el gran boquete. Me levanté y miré hacia el fondo. Pobre Josiah Polgrey, que castigaba a su mujer y hacía que sus hijos trabajaran en la granja desde que tenían cinco años. Sentí el impulso de saltar al hoyo.

—¿Qué hace usted, señorita Judith? —preguntó Pegger.

—Quiero saber qué se siente aquí abajo —dije.

Tendí el brazo en busca de la azada y empecé a cavar.

—Huele a humedad —dije.

—Se va a poner usted muy sucia…

—Ya estoy dentro —exclamé, mientras los zapatos resbalaban en la tierra suelta. Era una sensación horrible estar encerrada entre las paredes tan cercanas de aquella trinchera—. Debe ser atroz, Pegger, ser enterrado vivo.

—Vamos, salga de ahí.

—Déjeme cavar un poquito —dije— para saber lo que se siente siendo sepulturero.

Hundí la azada en la tierra y tiré, como le había visto hacer a Pegger. Repetí varias veces la operación antes de que la azada chocara contra algo duro.

—Aquí hay algo —dije.

—Salga de ahí, señorita Judith.

No hice caso y seguí hurgando. Después extraje el objeto.

He encontrado algo, Pegger —exclamé, inclinándome y recogiéndolo—. ¿Sabe usted que es esto?

Pegger se inclinó y recogió el objeto que yo le tendía.

—Un pedazo de viejo metal —dijo. Le tendí la mano y él me sacó de la tumba de Josiah Polgrey.

—No sé —dije— hay algo en este objeto.

—Una cosa sucia y vieja —dijo Pegger.

—Pero mírelo, Pegger. ¿Qué es? Hay una especie de grabado…

—Yo lo tiraría en seguida —dijo Pegger.

Pero yo decidí que no iba a hacer eso. Lo llevaría conmigo y lo limpiaría. Más bien me gustaba.

Pegger recogió la azada y siguió cavando, mientras yo procuraba limpiar la tierra de mis zapatos y percibía con angustia que el dobladillo de mi falda estaba mugriento.

Charlé un rato con Pegger, y después volví a la rectoría llevando el trozo encontrado, que me parecía de bronce. Tenía forma ovalada y casi medio metro de diámetro.

Me pregunté cómo sería cuando estuviera limpio y para que iba a servirme. No pensé mucho, porque al hablar de Lavinia había pensado en ella, y en lo triste que debía haber estado la casa cuando llegó la noticia de que Lavinia, amada hija del reverendo James Osmond y hermana de Alison y Dorcas, había muerto en el tren que iba de Plymouth a Londres.

—Murió en seguida —me había dicho Dorcas, una vez que estábamos ante su tumba y ella podaba las rosas que crecían allí—. En cierto modo fue una suerte, porque de haber vivido habría quedado inválida el resto de su vida.

—Tenía veintiún años y fue una gran tragedia.

—¿Por qué se iba Lavinia a vivir a Londres, Dorcas? —había preguntado yo.

—Iba a hacerse cargo de un empleo.

—¿Qué clase de empleo?

—Oh… institutriz, creo.

—¿Crees? ¿No estás segura?

—Lavinia había estado viviendo algún tiempo con una prima lejana.

—¿Qué prima era ésa?

—¡Oh, Dios, que niña tan impertinente eres! Era una prima muy lejana. Ahora nunca tenemos noticias de ella.

Lavinia estaba viviendo en su casa cuando tomó el tren en Plymouth y… ocurrió ese horrible accidente. Mucha gente murió. Fue uno de los accidentes peores que se recuerdan. Quedamos destrozados.

—¿Fue entonces cuando decidieron traerme a mí y educarme en sustitución de Lavinia?

—Nadie puede sustituir a Lavinia, querida. Tú ocupas un lugar propio.

—Pero no es el lugar de Lavinia. Yo no me parezco a ella nada, ¿verdad?

—En nada.

—Supongo que ella era tranquila y dulce, que no hablaba mucho, que no hurgaba o era impulsiva, que no le gustaba dar órdenes… todo lo que yo hago.

—No, no era como tú, Judith. Pero, a veces, podía ser muy firme, aunque fuera tan suave.

—¿Y como ella estaba muerta y yo era parienta y huérfana vosotras decidisteis recogerme?

—Eres más o menos prima.

—Una prima distante, claro. ¡Todos tus primos parecen ser lejanos!

—Bueno, sabíamos que eras huérfana y estábamos muy doloridos. Creíamos que traerte iba a ayudarnos… y también a ti, naturalmente.

—Entonces si yo estoy aquí se debe a Lavinia.

Meditando en todo esto sentí que Lavinia había tenido un gran efecto en mi vida; y empecé a pensar en lo que habría sido de mí si Lavinia no hubiera tomado aquel tren fatal para Londres.

Hacía frío en el vestíbulo de piedra de la vieja rectoría; hacía frío y estaba oscuro. En la mesa del centro había un florero con lavandas y rosas. Algunos pétalos de rosa habían caído ya sobre las piedras del vestíbulo. La rectoría era una casa vieja, casi tan vieja como Keverall Court.

Construida a principios del reinado de Isabel, había servido de residencia a los rectores desde hacía trescientos años. Sus nombres estaban inscritos en una tabla en la iglesia. Los cuartos eran grandes y algunos tenían hermosos zócalos, pero eran oscuros debido a las pequeñas ventanas con sus pesados paneles.

Una atmósfera de gran quietud envolvía toda la casa, y era especialmente notable en aquel día caluroso.

Subí las escaleras para ir a mi cuarto, y lo primero que hice fue limpiar el objeto que había encontrado. Había echado agua de la jarra en la palangana y lo frotaba con algodón cuando llamaron a la puerta.

—Adelante —dije. Dorcas y Alison estaban allí de pie.

Parecían tan solemnes que me olvidé del objeto y exclamé:

—¿Pasa algo malo?

—Te hemos oído llegar —dijo Alison.

—¡Oh, Dios! ¿He hecho tanto ruido?

Se miraron entre sí e intercambiaron sonrisas.

—Estábamos atentas a tu llegada —dijo Dorcas.

Se produjo un silencio. Aquello era desusado.

—¿Pasa algo malo? —insistí.

—No, querida, nada ha cambiado. Hace tiempo que habíamos decidido hablarte, y como es tu cumpleaños y los catorce son una edad crucial… hemos pensado que había llegado el momento.

—Esto es muy misterioso —dije.

Alison aspiró profundamente y dijo:

—Bueno, Judith… —Dorcas le hizo una seña con la cabeza para que prosiguiera—… bueno, Judith, siempre has creído que eras hija de una prima nuestra.

—Sí, una prima lejana —dije.

—No es así.

Miré a la una y a la otra.

—¿Entonces quién soy?

—Eres nuestra hija adoptiva.

—Sí, ya lo sé, pero, si mis padres no son unos primos lejanos, ¿quiénes son?

Ninguna de las dos habló, y yo exclamé, con impaciencia:

—Pero habéis venido a decírmelo…

Alison se aclaró la garganta.

—Tú estabas en el tren… en el mismo tren que Lavinia.

—¿El del accidente?

—Sí, estuviste en el accidente… eras una niña de más o menos un año.

—¿Mis padres murieron allí?

—Eso parece.

—¿Y quiénes eran?

Alison y Dorcas cambiaron miradas. Dorcas asintió levemente, lo que significaba que le decía a Alison: cuéntaselo todo.

—No sufriste daños.

—¿Y mis padres murieron?

Alison asintió.

—Pero ¿quiénes eran?

—Debieron morir en seguida… nadie te reclamó o dijo quién eras.

—¡Entonces no soy nadie! —exclamé.

—Entonces —siguió Dorcas— como habíamos perdido una hermana, te adoptamos.

—¿Qué habría sido de mí si no lo hubieseis hecho?

—Tal vez lo habría hecho otra persona.

Miré a la una y a la otra y pensé en todas las bondades que había recibido de ellas y cómo las había molestado: hablando demasiado y en voz demasiado alta, llenando la casa de barro, rompiendo su valiosa porcelana. Corrí hacia ellas, las rodeé con mis brazos y las tres quedamos unos instantes muy unidas.

—Judith, Judith —dijo Dorcas sonriendo, y las lágrimas, que siempre brotaban fácilmente en ella brillaron en sus ojos.

Alison dijo:

—Fuiste un consuelo para nosotras. Necesitábamos consuelo después de perder a Lavinia.

—Bueno —dije— no hay motivo para llorar, ¿verdad? —Tal vez yo sea la heredera perdida de una gran propiedad. Mis padres deben haber revuelto cielo y tierra buscándome y…

Alison y Dorcas volvían a sonreír. Tuve más alimento para mis fantasías.

—Es mejor que ser una prima lejana —dije— pero me pregunto quién soy.

—Es evidente que tus padres murieron instantáneamente. Fue… un desastre tan violento que mucha gente quedo irreconocible. Papá logró identificar a Lavinia. Volvió muy trastornado.

¿Por qué me dijisteis que era hija de unos primos lejanos?

Creímos que era mejor, Judith. Pensamos que ibas a ser más feliz creyendo que éramos parientes.

—Creíais que yo era una niña no reclamada… no querida, y que esto podía trastornarme y lanzar una sombra sobre mi infancia…

—Puede haber muchas explicaciones para eso. Tal vez tenías solo a tus padres y no había otros parientes. Es muy probable.

—Una huérfana nacida de dos huérfanos.

—Es posible.

—O quizás tus padres acababan de llegar a Inglaterra.

—¿Una extranjera?… Quizás soy francesa… o española. Soy más bien morena. Mi pelo es muy negro a la luz de las velas. Pero mis ojos son mucho más claros… de un tono pardo corriente. Parezco española. Pero lo mismo pasa con mucha gente de Cornwall. Es porque los españoles naufragaron en nuestras costas cuando se destruyó la Armada.

—Bueno, todo ha terminado bien. Has llegado a ser como hija nuestra y no podemos decirte cuánta dicha nos has dado.

—No sé por qué estáis tan sombrías. Es bastante excitante, creo… el no saber quién es uno. ¡Pensad en lo que se puede descubrir! Tal vez tenga un hermano o hermana en alguna parte. O abuelos. Tal vez vengan a reclamarme y llevarme a España. Señorita Judith. Suena bien.

Mademoiselle Judith de… de cualquier cosa. Si tengo que ir a conocer a mi familia perdida en un maravilloso y viejo castillo…

—Oh, Judith con todo haces novelas —dijo Dorcas.

—Me alegro que lo haya tomado así —dijo Alison.

—¿Cómo iba a tomarlo? ¡De todos modos nunca me han gustado mucho esos primos lejanos!

—¿Entonces no te sientes… abandonada… no querida… no reclamada?

—Claro que no. Nadie se enteró en la familia de que mis padres murieron. Nadie se lo dijo y, como ellos estaban en un país extranjero, no los echaron de menos. Simplemente pensaron que habían desaparecido de sus vidas.

—En cuanto a la criatura… yo… con frecuencia sueñan conmigo. «Me pregunto cómo será la niña» dicen. «Hoy cumplirá catorce años. ¡Esa preciosa Judith!». Pero supongo que vosotros me pusisteis ese nombre.

—Papá te bautizó poco después de traerte a la rectoría.

—Bueno —dije— todo es muy excitante. Una hermosa sorpresa de cumpleaños. Mirad esto. Acabo de encontrarlo. Creo que cuando esté limpio va a ser bien curioso.

—¿Qué es?

—No tengo ni idea. ¿Qué te parece a ti, Dorcas? Tiene grabados. Mira.

—¿Dónde lo has encontrado?

—En la tumba de Josiah Polgrey. Pegger estaba cavando y sentí un impulso… bajé y mi azada tropezó con esto. Lo limpiaré y veré para qué sirve. Es una especie de regalo de cumpleaños de Josiah Polgrey.

—¡Qué idea! He visto antes algo parecido —dijo Alison— creo que debe tener algún significado.

—¿Qué quieres decir con eso de significado, Alison?

Sir Ralph debe saberlo.

Dorcas y Alison intercambiaron miradas. Alison dijo, hablando lentamente:

—Creo, Judith, que deberías llevarlo a Keverall Court para mostrárselo a Sir Ralph.

—¿Para qué?

—Porque él se interesa en este tipo de cosas.

—¿Te refieres a las cosas que están enterradas?

—Algunas cosas. Naturalmente esto puede no ser nada… pero tiene algo. Puede ser muy antiguo y quizás hayas tropezado con un objeto importante.

Yo estaba excitada. Es verdad que se hablaba de excavaciones en Carter Meadow. ¡Qué interesante sería que yo hubiese sido la primera en encontrar algo!

—Se lo llevaré en seguida —dije.

—Primero es mejor que te laves, te cambies de vestido y te peines.

Sonreí. Las quería mucho: ¡eran tan normales! Era mi cumpleaños: acababan de decirme que era una niña no reclamada, que mis padres habían muerto y que tal vez yo no fuera nadie; quizás había tropezado con algo importante enterrado desde hacía siglos, y estaban preocupadas porque me cambiara de vestido y me presentara correctamente ante Sir Ralph.

Pasé el rastrillo, entré en el patio, aspiré el olor de los establos y toqué el poste de montar para que me diera suerte; después entré en el gran vestíbulo del barón. La pesada puerta claveteada de hierro crujió cuando la empujé ¡Cuánto silencio! —Quedé allí uno o dos segundos, mirando las dos armaduras a los lados de la gran escalera y las armas en las paredes; en la mesa había utensilios de estaño y también un gran recipiente con flores.

Me pregunté qué estarían haciendo Hadrian y Theodosia, y cuánto me iba a divertir mañana al contarles lo que había encontrado. Ya había magnificado el objeto hasta transformarlo en algo de valor incalculable. Los arqueólogos más importantes del mundo me daban la mano. «Le estamos muy agradecidos, Judith. Hemos cavado durante años y nunca hemos encontrado nada tan maravilloso».

Oí detrás de mí el ruido de una silla. No me había dado cuenta de que allí estaba Derwent, el mayordomo, dormitando en un asiento.

—¡Oh, es usted! —dijo.

—Quiero ver en seguida a Sir Ralph. Es un asunto muy importante.

Él me miró con desdén.

—Vamos, niña, ésta es otra de sus bromas.

—No es broma. He encontrado algo de gran valor.

—Mis tías (yo llamaba tías a Dorcas y Alison, simplificando la relación) dijeron que debía traérselo a Sir Ralph sin demora y pasar ante cualquiera que quisiera impedírmelo.

Apreté contra mí el trozo de metal y me enfrenté a él.

—Está tomando el té con milady.

—Vaya a decirle que estoy aquí —ordené imperiosa.

Como se había hablado mucho de Carter Meadow y era bien conocido el interés de Sir Ralph por cualquier cosa que pudiera extraerse de la tierra, por una vez me impuse a Derwent, y logré que fuera a decir a Sir Ralph que yo había encontrado algo que mis tías creían podía ser de interés; en consecuencia cinco minutos después estaba en la biblioteca… aquella habitación fascinante, llena con la colección de piezas exóticas de Sir Ralph.

Dejé el metal sobre la mesa y desde el primer momento supe que había causado impresión.

—Dios me asista —dijo Sir Ralph. Usaba el nombre de Dios de manera que Dorcas, Alison y el reverendo James no habrían aprobado—. ¿Dónde encontraste esto?

Le dije que en la tumba de Josiah Polgrey.

Sus peludas cejas se levantaron.

—¿Qué hacías allí?

—Ayudé a cavarla.

Él tenía dos tipos de risa: una que era una especie de rugido salvaje y otra interna, cuando le temblaba el mentón, y creo que esto se producía cuando estaba divertido.

Ahora estaba divertido y satisfecho. Siempre hablaba de manera entrecortada, como si estuviera demasiado apresurado para terminar las frases.

—¡Hum! —dijo— en el cementerio, ¿eh?

—Sí. Es importante, ¿verdad?

—Bronce —dijo— parece prehistórico.

—Es muy interesante, creo.

—¡Caramba, niña —dijo él— si encuentras más cosas, tráemelas!

Hizo una seña que comprendí era la manera de despedirme, pero yo no iba a permitir que se me despidiera de aquel modo.

Dije:

—¿Usted quiere que… le deje… mi bronce?

Sus ojos se estrecharon y su mandíbula tembló un poco.

—¡Tuyo —rugió— no es tuyo!

—Yo lo he encontrado.

—Hallazgos… recuerdos… eso no va con este tipo de cosas, hijita. Esto pertenece a la nación.

—Me parece muy raro.

—Hay muchas cosas que te parecerán raras antes de que seas mayor.

—¿Es de interés para los arqueólogos?

—¿Qué entiendes tú de arqueólogos?

—Sé que cavan y encuentran cosas. Cosas maravillosas. Baños romanos, mosaicos preciosos y objetos parecidos.

—No creerás que eres una arqueóloga por haber encontrado esto, ¿verdad?

—Hice lo mismo que ellos.

—¿Y es eso lo que te gustaría hacer?

—Sí, me gustaría. Sé que lo haría bien. Encontraría cosas maravillosas que la gente ignora que están bajo tierra.

Él rió entonces, con su risa de rugido salvaje.

—Los arqueólogos de fantasía siempre están descubriendo joyas en villas romanas. Tienes mucho que aprender. La mayor parte del tiempo se pasa cavando, buscando cosas de escaso valor… cosas como esta… el tipo de objetos que se han encontrado innumerables veces. Es lo que hace la mayoría.

—Yo no —dije con confianza— yo encontraría cosas hermosas… con significado.

Él me puso la mano en el hombro y me condujo hacía la puerta.

—Te gustaría saber qué es lo que has encontrado ¿no?

—Sí, después de todo soy yo quien lo encontró.

—Te lo diré cuando tenga el veredicto. Entre tanto…, si encuentras otra cosa ya sabes lo que debes hacer, ¿no?

—Traérsela a usted, Sir Ralph.

Él asintió y cerró la puerta detrás de mí. Lentamente atravesé el vestíbulo y salí al patio. Había perdido mi trozo de bronce, pero era grato comprobar que había contribuido al conocimiento del mundo.

Aunque mi descubrimiento fue identificado como parte de un escudo, probablemente de la Edad de Bronce y aparentemente se habían encontrado cosas similares antes, el hecho trajo consigo varios cambios importantes.

En primer lugar mi prestigio en el aula de estudios aumentó. Cuando llegué a las lecciones con Hadrian y Theodosia, ambos se mostraron más respetuosos hacia mí que antes. Theodosia siempre me había parecido una tontita aunque era un año mayor que yo, y Hadrian incluso un poco mayor. Ambos eran rubios; Theodosia de aspecto frágil, con inocentes ojos azules, y un mentón un poco huidizo. Yo era más alta que ella, casi tan alta como Hadrian.

Nunca había sentido la diferencia de nuestras edades, y de hecho, aunque ellos vivían en esta mansión y yo venía de la rectoría, yo era una especie de jefe, y constantemente les decía lo que debían hacer.

Su padre les había informado de que yo había encontrado algo de cierta importancia y que había tenido el buen tino de llevárselo a él. Le hubiera gustado que ellos demostraran tanto interés como yo.

Pasé la mañana explicando cómo había estado cavando la tumba de Josiah Polgrey, cómo había encontrado el objeto y logré desesperar a la pobre señorita Graham. Dibujé para ellos el objeto. En mi mente se había vuelto enorme y brillaba como oro. Había pertenecido a algún rey, que lo había enterrado para que yo pudiera descubrirlo.

Les sugerí que buscáramos unas palas y caváramos en Carter Meadow, porque era donde se suponía que había muchos tesoros. Por la tarde sacamos unas azadas de la choza del jardinero y nos pusimos a trabajar. Nos descubrieron y nos reprendieron; pero el resultado fue que Sir Ralph decidió que debíamos aprender algo de arqueología y ordenó a la paciente señorita Graham que nos diera algunas lecciones. La pobre señorita Graham tuvo que leer para enterarse del tema, e hizo todo lo que podía en esa situación difícil. Yo estaba fascinada, mucho más que los otros. Sir Ralph descubrió esto y su interés por mí, que se inició cuando descubrí el escudo de bronce, se acrecentó.

Después llegaron a la antigua Dover House Sir Edward Travers y su familia. Los Travers eran amigos de los Bodrean: habían visitado varias veces Keverall Court y Sir Edward estaba detrás de los planes arqueológicos para Carter Meadow. Mi descubrimiento había aumentado aquel interés y era el probable motivo por el cual, al buscar una casa de campo, Sir Edward había elegido Dower House.

Sir Edward estaba vinculado en cierto modo a la universidad de Oxford, pero siempre andaba metido en expediciones. Su nombre aparecía con frecuencia en los periódicos y era bien conocido en los círculos académicos, pero necesita una residencia de campo donde pudiera estar tranquilo para clasificar sus descubrimientos y plasmarlos en un libro cuando volvía de sus viajes, generalmente de países remotos.

Hubo mucha excitación cuando nos enteramos de que venían.

Hadrian dijo que su tío estaba encantado, y que ahora nada iba a impedirles cavar en Carter Meadow estuviera o no de acuerdo el pastor.

Yo estaba segura de esto, porque el reverendo James no era de luchar. Sus esfuerzos se debían únicamente a la insistencia de sus fieles más decididos. Sólo deseaba que le dejaran llevar una vida tranquila, y el principal deber de Dorcas y Alison era impedir cualquier cosa que pudiera molestarlo. Creo que quedó encantado con la llegada de Sir Edward, porque incluso los más agresivos de sus feligreses no iban a protestar contra un caballero tan importante.

Los Travers llegaron y Dower House se convirtió en Giza House.

—Creo que es un nombre que proviene de las pirámides —dijo Dorcas, y lo confirmamos mirando en la enciclopedia.

La oscura y antigua Dower House, con un jardín salvaje, que había estado tanto tiempo vacía, estaba ahora habitada. Ya no me iba a ser tan fácil asustar a Theodosia con cuentos de que estaba hechizada y provocarlos a ella y a Hadrian para que corrieran por el sendero y espiaran por las ventanas. Pero la casa no había perdido nada de su rareza.

—Cuando una casa está hechizada —dije a la nerviosa Theodosia— lo está para siempre.

Y en verdad poco después empezamos a oír extraños rumores acerca de la casa, que estaba llena de tesoros provenientes del mundo entero. Algunos eran en realidad muy viejos, y los criados no se sentían cómodos entre ellos y, debido a aquellas cosas extrañas, el lugar era «pavoroso». De no haber sido por el hecho de que Sir Edward era tan importante y su nombre aparecía con frecuencia en los periódicos, no se hubieran quedado allí.

Así, ahora había excavaciones en Carter Meadow y personas importantes en Giza House. Nos enteramos de que Sir Edward, que era viudo, tenía dos hijos: un varón, Tybalt, que ya era mayor y estaba en la universidad, y una niña, Sabina, que era casi de la misma edad que Theodosia y yo y que, por lo tanto, iba a compartir nuestros estudios.

Pasó cierto tiempo antes de ver a Tybalt, y estaba decidida a que no me gustara, principalmente porque Sabina hablaba de él con miedo y respeto. No era que lo quisiera: lo adoraba. Él era omnisciente y omnipotente, según ella. Era hermoso, de hecho parecía un dios.

—No creo que haya nadie tan perfecto —dije burlona, lanzando una mirada furiosa a Hadrian para forzarlo a que estuviera de acuerdo. Theodosia podía pensar lo que le diera la gana: su opinión carecía de importancia.

Hadrian me miró, miró después a Sabina y se puso de mi parte.

—No —afirmó— nadie lo es.

—Excepto Tybalt —insistió Sabina.

Sabina hablaba constantemente, sin saber si la escuchaban o no. Le dije a Hadrian que eso se debía al hecho de vivir en una casa tan rara, con su distraído padre y aquellos criados, entre los cuales había de verdad dos muy extraños porque eran egipcios. Se llamaban Mustafá y Absalam y llevaban largas túnicas blancas y sandalias. La cocinera de la rectoría me había dicho que provocaban «pavor» en los otros criados, en medio de todas las cosas raras que había en aquella casa, donde se deslizaban de una manera que no se sabía jamás si estaban espiando y uno no los veía… era verdaderamente una morada bastante extraña.

Sabina era bonita; tenía rizos rubios, grandes ojos grises de doradas pestañas y una carita en forma de corazón.

Theodosia, que era una niña feúcha, pronto la adoró. Rápidamente me di cuenta de que su amistad fortalecía la alianza entre Hadrian y yo. A veces se me ocurría que vivíamos mejor antes de que llegaran los Travers, porque entonces los tres formábamos un amable terceto. Reconozco que reprendía un poco a los otros dos. Dorcas siempre me recordaba que no debía organizarlo todo y suponer que lo que deseaba para los otros era lo mejor desde todo punto de vista. El hecho era que, aunque Hadrian y Theodosia eran los niños de la gran casa y yo provenía de la pobre rectoría y se me había permitido como un favor recibir lecciones con ellos, me comportaba como si yo fuera la dueña de Keverall Court y los otros fueran los extraños. Expliqué a Dorcas que esto se debía a que Hadrian jamás se decidía por nada y a que Theodosia era demasiado infantil y tonta para tener ideas acerca de algo.

Después llegó Sabina, bondadosa, con su precioso pelo siempre en su lugar, de una manera muy favorecedora, en tanto que mis tupidos rizos negros escapaban en desorden en cuanto quería contenerlos; los ojos grises de Sabina chispeaban alegres cuando hablaba de cosas frívolas, o brillaban con fervor cuando nombraba a Tybalt.

Era una chica encantadora, cuya presencia había cambiado la atmósfera de la sala de estudios.

Por ella nos enteramos de cómo era la vida en Giza House. Supimos que su padre se encerraba días enteros en su cuarto y que Mustafá o Absalam, con sus pasos silenciosos, le llevaban la comida en bandejas. Sabina almorzaba en un pequeño comedor, junto a la sala de estudios de Keverall, lo mismo que yo, excepto los sábados y los domingos. Pero en Giza House, cuando su padre se quedaba trabajando, con frecuencia comía sola o con el ama de llaves y dama de compañía, Tabitha Grey, que le daba lecciones de piano. Siempre la llamaba Tabby, que es un apodo de gata, y yo la bauticé Gata Gris, lo que divirtió a todos; la imaginaba como a una mujer edad mediana, con un pelo gris sucio, faldas grises y blusas de un tono apagado y barroso. Quedé bastante sorprendida al encontrar una mujer joven, de físico llamativo.

Le dije a Sabina que no sabía describir nada. Había convertido a la Gata Gris en una vieja sin gracia y estaba segura de que el maravilloso héroe, Tybalt iba a ser un joven pálido, con ojos estropeados por mirar manuscritos de letra dificultosa —cosa que debía hacer sin duda, ya que era tan inteligente— de hombros agobiados y sin saber nada de nada, como no fuera de gente muerta tiempo atrás y las armas que habían usado en las batallas.

—Ya lo verás algún día —decía Sabina riendo.

Estábamos anhelantes. Sabina había acuciado tanto nuestra imaginación —especialmente la mía, que, según decía Alison trabajaba más tiempo del que le correspondía— que aquel milagroso hermano nunca estaba alejado de mis pensamientos. Ansiaba verlo. Había creado la imagen de un estudiante con gafas y de hombros cargados y había forzado a Hadrian a compartir este punto de vista.

Theodosia prefería la versión de Sabina.

—Después de todo —decía— Sabina lo ha visto. Vosotros no.

—La gente se engaña —dije— ella lo ve con cristales de color rosa.

* * *

Apenas podíamos contener la impaciencia cuando llegó el momento en que el famoso Tybalt iba a venir desde Oxford. Sabina estaba exaltada.

—Ya veréis, ya veréis…

Y una mañana llegó llorando porque Tybalt finalmente no iba a venir. Iba a Northumberland para una excavación y sin duda pasaría allí todas las vacaciones. Sir Edward iría a encontrarse con él.

En lugar de Tybalt llegó Evan Callum, amigo de Tybalt. Como quería ganar un poco de dinero pensaba enseñarnos elementos de arqueología antes de volver a la universidad, porque era un tema en el que estaba muy versado.

Olvidé la desilusión acerca de Tybalt y me lancé con fervor a los nuevos estudios. Estaba mucho más interesada en el tema que los otros. A veces por la tarde, iba a Carter Meadow con Evan Callum y él me mostraba el trabajo práctico que había hecho.

Una vez encontré allí a Sir Ralph. Se acercó a hablar conmigo.

—¿Interesada, eh? —dijo.

Contesté que así era.

—¿Has encontrado más escudos de bronce?

—No, no he encontrado nada.

Él me dio una palmadita.

—Los hallazgos no son frecuentes. Tú empezaste con uno —su mandíbula tembló de la manera divertida, y tuve la sensación de que le gustaba verme allí.

Uno de los obreros del grupo me enseñó cómo recomponer las partes de una vasija rota.

—Primeros auxilios —dijo—, y explicó que después sería tratada como se debía y probablemente enviada a un museo. Me mostró cómo empaquetar unas vasijas a las que había practicado «primeros auxilios», y que iban a ser mandadas a los expertos para que las restauraran y ubicaran en su período, donde revelarían o no algún pequeño detalle de cómo era la vida cinco mil años atrás.

Yo había soñado con encontrar algo en Carter Meadow: adornos de oro, cosas que había oído se encontraban en las tumbas. Aquello era muy distinto. Por un tiempo quedé desilusionada y después empecé a sentir un ardiente entusiasmo por la tarea misma. Sólo podía pensar en la maravilla de descubrir la edad de las rocas.

Las lecciones con Evan Callum tenían lugar por la tarde, porque las mañanas las pasábamos con la señorita Graham o con Oliver Shrimpton aprendiendo las tres materias principales: Lectura, Escritura y Aritmética. Además, Theodosia, Sabina y yo hacíamos trabajos de aguja y tres veces a la semana bordados. Bordábamos un proverbio, nuestros nombres y la fecha. Elegíamos el proverbio más corto pero aun así la tarea era laboriosa. Horribles puntaditas cruzadas en una tela de algodón, y si una puntada era demasiado larga o demasiado corta había que deshacerla y hacerla de nuevo. Yo estaba furiosa contra aquella pérdida de tiempo y me sentía tan frustrada que mi bordado sufría las consecuencias. Después estudiábamos música y castigábamos el piano bajo la supervisión de la señorita Graham, pero, cuando vino la Gata Gris, se decidió que era ella quien iba a darnos las lecciones de música. De modo que, con periódicas lecciones de arqueología, nuestra educación marchaba por caminos poco convencionales. Los profesores provenían de tres lugares: la señorita Graham era de Keverall Court, la Gata Gris y Evan Callum de Giza House y Oliver Shrimpton de la rectoría. Dorcas estaba encantada. Era una excelente idea, decía, que tres familias unieran sus recursos educativos y proporcionaran una excelente educación a los correspondientes niños.

Dudaba que en lugar alguno del país una niña pudiera recibir una educación tan sólida. Esperaba, decía, que yo supiera aprovecharla como era debido.

Me intrigaban las sesiones con Evan Callum. Le dije que, cuando fuera grande, pensaba ir en expediciones a lugares remotos del mundo. Él contestó que, siendo mujer, iba a tropezar con dificultades, a menos que me casara con un arqueólogo; pero me alentó de todos modos. Era satisfactorio tener una alumna tan entusiasta. Todos estábamos interesados, pero mi entusiasmo era quizás más intenso y más evidente.

Estaba particularmente fascinada con la escena egipcia. ¡Había tanto que descubrir allí! Me encantaba que me hablaran de aquella antigua civilización; los dioses que habían adorado, las dinastías, los templos que se habían descubierto; Evan me trasmitía su entusiasmo.

—Hay un tesoro oculto en las colinas del desierto, Judith —acostumbraba a decirme.

Naturalmente me imaginaba allí, haciendo descubrimientos fantásticos y recibiendo felicitaciones de gente como Sir Edward.

Había supuesto largas conversaciones con él, pero, debo confesarlo, quedé desilusionada. Parecía no notar nuestra presencia. Tenía en los ojos una extraña mirada lejana, como si contemplara a lo lejos, en el pasado.

—Espero que ese odioso Tybalt sea como él —dije a Hadrian.

Tybalt se había convertido en una nueva palabra que yo había metido en nuestro vocabulario. Significaba «mezquino, despreciable». Hadrian y yo lo usábamos para provocar a Sabina.

—No importa —decía ella— nada de lo que vosotros digáis puede cambiar a Tybalt.

De todos modos yo estaba fascinada con Giza House, y aunque era malísima para la música, ansiaba las lecciones para ir allí. En cuanto ponía el pie en la casa me entusiasmaba. Había en ella algo peculiar.

—Siniestro —le dije a Hadrian que, como de costumbre, estuvo de acuerdo conmigo.

En primer lugar, era oscura. Tal vez los matorrales que rodeaban la casa fueran la causa de esto, pero había suntuosas cortinas de terciopelo no sólo en las ventanas, sino sobre las puertas y las alcobas, en las que con frecuencia se veían imágenes extrañas. Las alfombras eran tan tupidas que raras veces se oía a la gente ir y venir, y yo tenía la sensación de ser espiada.

Había una vieja muy rara que vivía en lo alto de la casa, en lo que parecía ser un apartamento privado. Sabina se refería a ella como a la vieja Nanny Tester.

—¿Quién es? —pregunté.

—Fue aya de mi madre, de Tybalt y mía.

—¿Y qué hace allí?

—Vive.

—Pero ahora vosotros no necesitáis de una aya…

—No echamos los criados a la calle cuando nos han servido muchos años —dijo Sabina con altanería.

—Creo que es una bruja.

—Puedes creer lo que te dé la gana, Judith Osmond. Se trata de la vieja Nanny Tester.

—Nos espía. Siempre está espiando desde la ventana y retrocede cuando miramos.

—Vamos, no prestes atención Judith —dijo Sabina.

Siempre que iba a la casa miraba hacia arriba esperando ver a Nanny Tester. Estaba convencida de que era una casa, rara, en la que podía pasar cualquier cosa.

La sala era la habitación más normal, pero incluso ésta tenía una apariencia oriental. Había varios jarrones chinos e imágenes que Sir Edward había traído de China. En las paredes había algunos cuadros hermosos en tonos delicados, pastel; había también una gran vitrina con figuras chinas: dragones, budas gordos con expresiones sigilosas y adormiladas y otras figuras delgadas, sentadas con comodidad aparente en una posición que yo había tratado de imitar sin éxito; había damas con rostros inescrutables y mandarines con cara cruel. Pero el gran piano de cola daba al lugar una apariencia de normalidad bajo las enseñanzas de la Gata Gris, que era tan misteriosa como algunas de las damas chinas de la vitrina.

Cuando se me presentaba la ocasión espiaba en los otros cuartos, obligando a Hadrian a seguirme. Lo hacía de mala gana; temía no seguirme, porque sabía que yo iba a decir que era un cobarde si se negaba.

Habíamos estudiado con Evan Callum algunos relatos del antiguo Egipto y yo estaba fascinada. Nos habló de algunos recientes descubrimientos, en los que había participado Sir Edward y después nos dio unas breves lecciones de la historia de aquel país.

Cuando yo escuchaba a Evan Callum me sentía transportada fuera del cuarto hacia los templos de los dioses.

Escuché ávidamente la historia del dios el dios Ra, que se había engendrado a sí mismo, y que era con frecuencia conocido como Amón Ra; y la de su hijo Osiris que, con Isis, había engendrado al gran dios Horus. Nos mostró grabados de las máscaras que los sacerdotes llevaban durante las ceremonias religiosas y nos dijo que cada uno de los dioses estaba representado por una máscara.

—Se creía —explicó— que los grandes dioses de Egipto poseían todas las fuerzas y las virtudes de los hombres y, además, el atributo de algún animal; y este animal era su signo particular. Horus era el halcón porque sus ojos lo veían todo rápidamente; yo me desvivía por las imágenes que nos mostraba: era muy buena alumna.

Pero creo que lo que más me interesaba era el relato de los entierros, cuando los cuerpos de los muertos importantes eran embalsamados y puestos en las tumbas para que permanecieran allí miles de años. Con ellos se enterraba con frecuencia a los criados, a quienes se mataban para que los acompañaran y para que siguieran siendo sus criados en la nueva vida, como lo habían sido en la antigua. Los tesoros se acumulaban en las tumbas para que no padecieran pobreza en el futuro.

—Esta costumbre, naturalmente —nos explicaba Evan— trajo como consecuencia que muchas tumbas fueran robadas. A través de los siglos hombres audaces las saquearon… en verdad audaces, porque se dice que la Maldición de los Faraones desciende sobre los que turban su eterno descanso.

A mí me interesaba saber cómo era posible conservar el cuerpo de alguien durante siglos.

—El proceso de embalsamamiento —explicaba Evan— se practicaba tres mil años antes del nacimiento de Cristo. Era un secreto y nadie ha descubierto jamás como los antiguos egipcios lo realizaban tan hábilmente.

Era cautivador. Había libros con grabados. Yo nunca me cansaba de hablar de aquel tema fascinante: dejaba de lado otras lecciones para seguir a Evan.

Sabina dijo que ella había visto una momia. Una vez habían traído una a Giza.

Evan habló con ella de esto y yo sentía un poco de envidia al comprobar que Sabina, que no se interesaba particularmente, había tenido una suerte que me hubiera sido a mí tan provechosa.

—Estaba en una especie de ataúd —dijo Sabina.

—Un sarcófago —corrigió Evan.

—Creo que todavía lo tenemos —dijo Sabina— pero la momia ya no está —se estremeció—. Me alegro. No me gustaba. Era horrible.

—Era interesante —exclamé— ¿te das cuenta? ¡Alguien que vivió hace miles de años!

No podía dejar de pensar en eso y, unos días después, cuando fuimos a dar la lección de música, decidí que debía ver el sarcófago. Theodosia tocaba el piano. Era mejor que los otros y Tabitha, la Gata Gris, le prestaba especial atención.

Dije: «Es el momento» y Sabina nos llevó a aquel extraño cuarto. Era la habitación de la que yo había oído hablar, el cuarto que parecía «pavoroso» a los criados y en el que no se atrevían a entrar solos.

De inmediato vi el sarcófago. Estaba en un rincón, parecía de piedra. Tenía filas de jeroglíficos. Me arrodillé y los examiné.

—Mi padre está procurando descifrarlos —dijo Sabina— por eso lo tenemos aquí. Después irá a algún museo.

Lo toqué, pensativa.

—Piensa… hace miles de años alguien trazó estos jeroglíficos cuando embalsamaban a alguien, cuando lo ponían aquí. ¿No te parece maravilloso? ¡Oh, cómo me gustaría que hubieran dejado la momia!

—Puedes verlas en el Museo Británico. Son como un muñeco envuelto en cantidad de vendas.

Me incorporé y miré alrededor de la habitación. Las paredes de un lado estaban llenas de libros. Examiné las cubiertas. Muchos estaban en idiomas que yo no entendía.

Dije:

—Hay una sensación extraña en este cuarto. ¿La sientes?

—No —dijo Sabina— lo que pasa es que quieres asustarnos.

—Es porque está oscuro —dijo Hadrian—. Se debe al árbol que está junto a la ventana.

—Escuchad —dije.

—Es el viento —dijo Sabina con desdén—; salgamos, no conviene que nos encuentren aquí.

Se sintió aliviada al cerrar la puerta. Pero yo no pude olvidar aquella habitación.

En los días siguientes leí todo lo que pude encontrar acerca de los antiguos entierros. Los otros estaban impacientes conmigo porque, cuando una idea se me metía en la cabeza, me obsesionaba y no hablaba de otra cosa. Sabina estaba muy impaciente y Theodosia empezaba a estar de acuerdo con todo lo que decía Sabina.

Afirmó que estaba harta de aquella charla sobre momias. De todos modos sólo eran gente muerta. Había oído que, si se las exponía al aire y les quitaban los vendajes, se convertirían en polvo. ¿Para qué excitarse por un montón de polvo?

—Pero una vez fueron gente de verdad. Quiero que volvamos a ver el sarcófago.

—No —gimió Sabina— y ésta es mi casa, no puedes ir sin mi permiso.

—Me parece que le tienes miedo a ese cuarto —afirmé.

Indignada lo negó.

Yo estaba más y más obsesionada y deseaba saber lo que se sentía al ser embalsamado y puesto en un sarcófago. Obligué a Hadrian a que me siguiera y juntos encontramos unas sábanas viejas, las cortamos en tiras y cuando fuimos a Giza House para la lección de música, nos arreglamos para que ésta fuera primero, y después bajamos al jardín donde habíamos escondido las sábanas y las tiras, en el antiguo invernadero. Las recogimos y nos dirigimos a la habitación en la que estaba el sarcófago. Me eché la sábana sobre la cabeza —había hecho unos agujeros para los ojos— e hice que Hadrian me envolviera en las vendas. Me metí en el sarcófago y quedé allí tendida.

Sólo tengo la excusa de haber sido muy joven y desaprensiva. Aquello parecía una broma tremebunda… y también excitante. Pensé que yo era muy valiente y audaz al estar echada en el sarcófago, sola en el cuarto, aunque experimentaba estremecimientos de duda y sentía que, en cualquier momento, mi audacia podía provocar la ira de los dioses.

Pasó mucho tiempo antes que se abriera la puerta.

Sabina dijo:

—¡Oh! ¿Para qué quieres volver a mirar…? —Y comprendí que Hadrian los había traído como habíamos planeado.

Entonces me vieron. Se oyó un chillido que heló la sangre. Procuré salir del receptáculo que era como un agujero hecho en la piedra, que tenía un olor peculiar y era muy frío. Fue lo peor que pude haber hecho, porque Theodosia, al ver que alguien se levantaba de entre los muertos, empezó a aullar.

Oí que Hadrian gritaba:

—¡Pero si es Judith!

Vi que Sabina estaba tan pálida como la sábana que me envolvía: y Theodosia cayó al suelo, desmayada.

—No es nada, Theodosia —grité— soy Judith. ¡No soy una momia!

—Creo que está muerta —dijo Sabina— ¡la has matado!

—Theodosia —gemí— no estás muerta. ¡La gente no se muere de esta manera!

Y entonces vi al desconocido en la puerta. Era alto y no se parecía a nadie, de modo que, por un momento, creí que era uno de los dioses que venía a vengarse. Y también parecía muy enojado.

Me clavó la mirada. Debía tener un aspecto horrible con los vendajes cayendo alrededor, la sábana sobre la cabeza.

Después miró a Theodosia.

—Dios —dijo, y la levantó.

—Judith se disfrazó de momia —gimió Sabina— Theodosia se asustó.

—¡Qué imbecilidad! —dijo él, lanzándome tal mirada de desprecio que me alegré de que la sábana cubriera mi vergüenza.

—¿Está muerta, Tybalt? —preguntó Sabina.

Salí como pude de entre los vendajes y la sábana y los lié, haciendo un envoltorio. Sabina volvió corriendo a la habitación.

—Están todos rodeando a Theodosia —nos informó y añadió, con cierta alegría—: ¡Están furiosos con vosotros dos! ¡Ya veréis!

—Fue idea mía —dije— ¿verdad, Hadrian?

Hadrian asintió.

—No es algo de lo que puedas estar orgullosa —dijo Sabina con severidad— podías haberla matado.

—¿Está ya bien? —pregunté ansiosa.

—Está sentada, pero muy pálida y le falta el aliento.

—Sólo se asustó un poco —dije.

—La gente puede morirse de miedo.

—Bueno, ella no morirá.

Tybalt entró en el cuarto. Parecía todavía enojado.

—¿Qué diablos hacíais vosotros dos?

Miré a Hadrian que, como de costumbre, esperaba que yo hablara.

—Sólo quise ser una momia —dije.

—¿No te parece que eres demasiado grande para esas bromas?

Me sentí pequeña y profundamente humillada.

—¡Creo que no pensaste en el efecto que eso podía tener en los que no estaban enterados de la broma!

—No —dije— no lo pensé.

—Buena costumbre. La probaré alguna vez.

Si otro me hubiera dicho aquella frase yo habría estado lista para dar una respuesta impertinente. Pero él era distinto… desde el principio lo supe.

Se volvió hacia Hadrian.

—Y tú, ¿qué tienes que decir?

—Lo mismo que Judith. No quisimos hacerle daño.

—Os habéis portado estúpidamente —dijo él. Se volvió y nos dejó.

—¡Entonces éste es el gran Tybalt! —dijo Hadrian, cuando el otro ya no podía oírlo.

—Sí —dije— el gran Tybalt.

—Decías que era jorobado y usaba gafas.

—Bueno, me equivoqué. No es como yo creía. Vamos, ahora —cuando bajábamos oí la voz de Tybalt.

—¿Quién es esa chica insolente?

Naturalmente se refería a mí.

Sabina se acercó a nosotros en el vestíbulo.

—Theodosia volverá en el coche —dijo—. Vosotros dos caminaréis. Vais a tener dificultades en casa.

Parecía contenta con el anuncio.

Tuvimos dificultades. La señorita Graham nos esperaba en la sala de estudios.

Parecía preocupada, pero siempre era así. Según me di cuenta más adelante, vivía constantemente asustada, temiendo que le echaran la culpa de algo y la despidieran.

—El joven señor Travers vino en el coche con Theodosia —dijo— y ha contado a Sir Ralph las maldades que habéis hecho. Milady está muy angustiada y ha mandado llamar al médico. Theodosia no es muy fuerte.

No pude dejar de pensar que Theodosia estaba exagerando. Después de todo, ¿qué la preocupaba ahora? Sabía que la momia había sido yo.

Sir Ralph había traído aquellos tesoros desde todas las partes del mundo y los había reunido aquí, sin tener en cuenta si armonizaban unos con otros. Pero esto lo noté más adelante. En ese momento sólo vi dos hombres en la habitación Sir Ralph y Tybalt.

—¿Qué ha pasado, eh? —preguntó Sir Ralph.

Hadrian siempre se quedaba mudo en presencia de su tío, y por lo tanto me correspondía a mí hablar. Procuré explicarlo.

—No tenías permiso para ir a ese cuarto. No debías hacer esas bromas tontas. Serás castigada por esto. Y no te gustará.

No quise que Tybalt viera que estaba asustada. Pensaba en el peor castigo que podían darme: que Evan Callum no me diera más lecciones.

—¿No tienes nada que decir? —Sir Ralph miraba furioso a Hadrian.

—Nosotros sólo… fingimos…

—¡Habla!

—¡Fue idea mía! —dije.

—Deja que hable el muchacho… si es que puede.

—Pensamos… creímos que era divertido que Judith se disfrazara.

Sir Ralph hizo un ruidito de impaciencia. Después se volvió hacia mí.

—¿Así que tú eras la jefa, eh?

Asentí y de pronto quedé aliviada, porque tuve la certeza que su mentón se movía.

—Bien —dijo— ya veréis lo que les pasa a las personas que hacen esas bromas. Vuelve ahora a la rectoría y verás lo que te espera —después se volvió hacia Hadrian—. ¡Y tú, a tu cuarto! Recibirás la paliza de tu vida, porque yo te la daré. Fuera.

¡Pobre Hadrian! ¡Había sido tan humillante… y delante de Tybalt!

Hadrian fue severamente castigado, cosa que, a los dieciséis años, es duro de soportar.

Cuando regresé a la rectoría encontré a Dorcas y Alison muy preocupadas, porque ya habían sido informadas de mi pecaminosa locura.

—Judith, ¿qué dirías si Sir Ralph se negara a recibir te de nuevo en Keverall Court?

—¿Lo ha hecho? —pregunté ansiosa.

—No, pero hemos recibido órdenes de castigarte y no nos atrevemos a contrariarlo.

El reverendo James se había retirado a su estudio murmurando algo acerca de un trabajo apurado. Las cosas estaban revueltas y él no quería meterse.

—Bueno —pregunte— ¿qué pensáis hacerme?

—Irás a tu cuarto y deberás leer un libro que te ha enviado Evan Callum. Deberás escribir un ensayo sobre el contenido y no probarás más que pan y agua hasta que lo hayas terminado. Tendrás que hacerlo aunque debas estar encerrada una semana en tu cuarto.

Aquél no era para mí un castigo. ¡Querido Evan! El libro elegido era La dinastía del antiguo Egipto, tema que me fascinaba; y nuestra cocinera, parapetada en su cocina, declaró que no recibía órdenes de Keverall Court, y que no iba a tenerme a pan y agua. Si lo hacía, profetizó, verían el coche del Dr. Gunwen en la puerta y, por eso, ella no pensaba matar de hambre a los niños. Me divirtió el hecho de que yo, a quien con frecuencia denominaban «hija del diablo» me hubiera convertido de pronto en una niñita. De todos modos, durante aquel período me trajeron a hurtadillas algunas de mis comidas favoritas. Recuerdo sobre todo un humeante pastel caliente con un relleno especial de aves.

Pasé dos días muy agradables, porque terminé con la tarea en tiempo récord. Y después me enteré por Evan que Sir Ralph, lejos de desaprobar mi hazaña, quedó más bien contento con ella.

Crecíamos y se producían cambios, pero tan gradualmente que uno apenas los notaba.

Tybalt estaba con frecuencia en Giza House. Uno de mis sueños favoritos en aquella época era hacer un gran descubrimiento. Había variantes: a veces desenterraba un objeto de inestimable valor; otras descubría un tremendo significado en los jeroglíficos en el sarcófago de Giza House, y esto sacudía hasta tal punto el mundo arqueológico que Tybalt quedaba lleno de admiración. Me pedía que me casara con él y ambos iríamos a Egipto, donde viviríamos felices el resto de la vida, acumulando descubrimiento tras descubrimiento y haciéndonos famosos. «Todo te lo debo a ti» decía Tybalt al final del ensueño.

La verdad es que apenas se percataba de mí, y creo que si alguna vez pensaba en mí, era en la muchacha idiota que se había disfrazado de momia asustando a Theodosia.

Con Theodosia era distinto. En lugar de despreciarla por haberse desmayado, parecía admirarla por ello. Ella tenía oportunidades de conocerlo que a mí me eran negadas. Cuando terminaban las lecciones yo volvía a la rectoría, en tanto que ella, que ya estaba crecida, se unía al grupo familiar para comer, acompañado con frecuencia por Tybalt y su padre.

Hadrian fue a la universidad a estudiar arqueología, cosa decidida más por su tío que por él. Hadrian me había confesado que dependía de su tío, porque sus padres no eran ricos. Su padre —hermano de Sir Ralph— se había casado sin el consentimiento de la familia. Hadrian era el mayor de cuatro hermanos y, como Sir Ralph no tenía hijos, se había ofrecido a llevarlo consigo y educarlo; por eso había que aplacar a Sir Ralph.

—Tienes suerte —dije— ¡cómo me gustaría estudiar arqueología!

—Siempre te ha gustado con locura.

—Es algo que enloquece.

Eché de menos a Hadrian, porque no tenía ya a quien mandar. ¡Era tan débil! Siempre había hecho lo que yo había querido.

* * *

Después Evan Callum ya no nos vino a enseñar porque se había graduado y había logrado un cargo en una universidad. La señorita Graham y Oliver Shrimpton seguían enseñándonos, y también recibíamos lecciones de música de Tabitha Grey. Pero los cambios se afirmaban.

Dorcas procuraba enseñarme algo de lo que ella llamaba «habilidades domésticas», lo que significaba dar un sabroso toque a los pasteles y saber hacer pan y conservas. En realidad yo no servía mucho para eso.

—Algún día te será útil —me decía— cuando tengas tu propio hogar. ¿Te das cuenta de que ya tienes casi dieciocho años? Muchas chicas se casan a esa edad.

Al decirlo había una sombra en su frente. Creo que ella y Alison estaban preocupadas por mi futuro. Deseaban que me casara… y yo sabía con quién.

El y yo siempre habíamos sido buenos amigos. Yo no había brillado en los temas que él enseñaba, pero, tras vivir tanto tiempo bajo el mismo techo lo consideraba como una especie de hermano. A veces me decía que, de no haber conocido a Tybalt, me habría reconciliado con la idea de casarme con él y seguir en la rectoría, que iba a ser así mi hogar de toda la vida; porque era evidente que, cuando el reverendo James se retirara o muriera, Oliver lo reemplazaría.

No podía hablar con nadie de mis sentimientos hacia Tybalt. Eran absurdos de todos modos, porque resultaba ridículo sentir una pasión tan intensa por alguien que apenas conocía mi existencia.

Pero nuestra relación sufrió un cambio y él empezó a fijarse un poco en mí.

Tabitha Grey era muy bondadosa y se dio cuenta de mi descorazonamiento cuando Evan Callum dejó de darnos lecciones. A medida que yo crecía en años, Tabitha me parecía más joven. Claro está que, a los catorce años, una persona de veinticuatro nos parece vieja; pero, cuando se tienen casi dieciocho, veintiocho nos parece menos que veinticuatro a los catorce. Tabitha era la señora Grey, de modo que había estado casada. Incluso haberla apodado «Gata Gris» era incongruente. Era alta, de pelo oscuro y ondulado y grandes ojos pardo claro; cuando tocaba el piano su expresión cambiaba, algo etéreo la envolvía y entonces era, sin lugar a dudas, hermosa. Era de naturaleza amable, en modo alguno comunicativa; a veces me pareció percibir en su cara una tristeza que la perseguía.

Procuré indagar por medio de Sabina cuál era su posición en la casa.

—¡Oh!, ella lo dirige todo —dijo Sabina—. Me acompaña cuando mi padre y Tybalt no están aquí; se ocupa de los criados… y también de Nanny Tester, aunque ésta no quiera reconocerlo. Está muy enterada de las tareas de mi padre. Él le habla de sus trabajos… y lo mismo hace Tybalt.

Quedé más interesada que nunca, porque aquello nos daba algo en común. Tuve una o dos charlas con ella después de las lecciones de música. Tabitha se animaba al discutir el trabajo de Sir Edward. Me dijo que, una vez, había formado parte del grupo: habían ido a Kent a excavar unas Ruinas romanas.

—Cuando Sabina se case volveré a ir —dijo—. Es una lástima que seas mujer. De ser hombre habrías podido elegir la arqueología como profesión.

—No creo que tengamos dinero para eso en la rectoría. Siempre me han dicho que he tenido suerte por poder recibir el tipo de educación que me han dado. Tendría que ganar dinero. No sé lo que voy a hacer… probablemente tendré que convertirme en institutriz.

—Nunca se sabe lo que nos espera —dijo ella. Y después me prestó algunos libros—. No hay motivo para que no sigas leyendo y aprendiendo todo lo que puedas.

Una tarde, cuando iba a Giza House a devolver unos libros, oí música. Supuse que Tabitha estaba tocando el piano, y al mirar por la ventana de la sala, la vi allí sentada junto a Tybalt: tocaban a dúo. Mientras miraba terminó la música; se volvieron, se miraron, sonrieron. ¡Cómo hubiera deseado que él me dirigiera a mí una sonrisa así!

De hecho parecieron sentir que los espiaba; se volvieron simultáneamente hacia la ventana y me vieron.

Me avergoncé de que me vieran espiando, pero Tabitha hizo un gesto indicando que la cosa no tenía importancia.

—Ven, Judith —dijo—. ¡Has traído los libros de vuelta! Se los había prestado a Judith, Tybalt. Se interesa mucho en estas cosas.

Tybalt miró los libros y sus ojos se encendieron, cálidos.

—¿Qué te parecen?

—Me fascinan.

—Tenemos que darle otros, Tabitha.

—Es lo que pensaba hacer.

Pasamos a la sala y hablamos… ¡cuánto hablamos!

No me había sentido tan viva desde la partida de Evan Callum.

Tybalt me acompañó de regreso a la rectoría, llevando los libros; y también siguió hablando, contándome sus aventuras y lo excitado que había estado al descubrir ciertas cosas.

Yo escuchaba con avidez.

En la puerta de la rectoría, dijo:

—Realmente está muy interesada, ¿no?

—Sí —contesté con precipitación.

—Claro, siempre he sabido que se interesaba usted en las momias…

Reímos. Nos despedimos y él dijo que debíamos mantener otra charla.

—Entretanto —exclamó— siga leyendo. Le indicaré a Tabitha los libros que debe darle.

—¡Oh, gracias! —dije con entusiasmo.

Dorcas debió vernos desde la ventana.

—¿No era ese Tybalt Travers? —preguntó, cuando yo subía las escaleras.

Dije que así era; y como ella esperaba una explicación, añadí:

—Llevé algunos libros que me habían prestado a Giza House, y él me acompañó de vuelta.

—¡Ah! —Fue todo su comentario.

Al día siguiente volvió a mencionarlo.

—He oído que esperan que Tybalt Travers y Theodosia se casen.

Me sentí mal. Esperé que no lo notaran.

—Bueno —siguió Dorcas con precaución— es lógico. Los Travers y los Bodrean son amigos desde hace años. Estoy segura de que a Sir Ralph le gustaría ver las familias unidas.

No, pensé. ¡La tontita de Theodosia! No era posible.

Pero naturalmente sabía que era bastante probable.

A Oliver Shrimpton le ofrecieron un cargo con la posibilidad de ir a vivir a Dorset. Dorcas y Alison parecieron muy contrariadas.

—No sé qué vamos a hacer sin ti, Oliver —dijo Alison.

—Has sido maravilloso —dijo Dorcas.

Él fue a ver al obispo y nunca he visto más felices a Dorcas y Alison que cuando Oliver volvió.

Estaba leyendo en mi cuarto cuando entraron.

—Ha rehusado —dijeron.

—¿Quién? —pregunté.

—Oliver.

—¿Pero qué ha rehusado?

—Parece que no estabas escuchando.

—Se necesita cierto tiempo para volver desde el antiguo Egipto hasta la rectoría de San Erno.

—Te metes demasiado en esos libros. No creo que sea bueno. Oliver ha ido a ver al obispo y ha rechazado el cargo. Ha explicado que desea seguir aquí, y se entiende que, cuando nuestro padre se retire, él será el rector.

—Maravillosas noticias —dije— ahora ya no tenemos que preocuparnos de perderlo.

—Debe tenernos mucho cariño —dijo Dorcas— ya que hace esto por nosotras.

—Debe sentir cariño por alguna de nosotras —dijo significativamente Alison.

Evan Callum volvió a Giza House a pasar una temporada con los Travers. Creo que lo invitaban con frecuencia a Keverall Court.

Vino a visitarme a la rectoría y tuvimos una charla larga e interesante. Me dijo que yo había sido su mejor alumna y que era una pena que no hubiera podido seguir estudiando en serio.

Miss Graham encontró otro puesto y se fue; y entonces terminaron las lecciones. Era evidente que yo nunca iba a ser músico pero ya no necesitaba esta excusa para ir a Giza House. Podía ir allí a la biblioteca y elegir libros, y, si no eran algunos de los preciosos volúmenes de Sir Edward, podía llevarlos a casa.

Veía poco a Theodosia. Había muchas fiestas en Keverall Court, a las que, naturalmente, no me invitaban, y también se recibía en Giza House, aunque de manera muy diferente. Tybalt y su padre con frecuencia iban a Keverall, y Sir Ralph y Lady Bodrean visitaban Giza, pero me enteré por Tabitha de que en Giza había comidas en las que chispeaba la conversación, naturalmente centrada en el trabajo de los invitados: aquella absorbente fascinación por el pasado.

Para mí la vida había cambiado mucho. Realizaba visitas parroquiales con Dorcas y Alison. Cortaba flores del jardín para llevar a los enfermos; leía para aquéllos a quienes empezaba a fallarles la vista; llevaba comida a los que guardaban cama e iba al pueblo a hacer las compras en el carrito que llamábamos coche, un vehículo de dos ruedas tirado por Jorrocks, un animal que era mitad caballo mitad burro.

Estaba adaptándome a ser la típica hija de una rectoría. Aquella Navidad Oliver y yo buscamos el muérdago y preparé la guirnalda navideña con Dorcas y Alison.

Esta consistía en dos aros de madera sujetos en ángulo recto el uno al otro y cubiertos con ramas y hojas verdes; una antigua costumbre de Cornwall que preferíamos al árbol de Navidad, el cual, según decían algunos viejos, era un invento extranjero. Canté canciones navideñas y cuando llegamos a Keverall Court nos invitaron con pasteles calientes, torta de azafrán y un ponche que servían en un gran bol Wassailing. Encontré a Theodosia y Hadrian en el salón y sentí la nostalgia de los días pasados.

Poco después de aquella Navidad tuvimos un tiempo muy frío… raro en la zona. Las ramas de los árboles estaban blancas por la nieve y los niños podían patinar en los estanques. El reverendo James se resintió y después tuvo un ataque al corazón; aunque se recobró un poco, una semana después murió.

Dorcas y Alison quedaron destrozadas. Para mí era ya una persona remota. Había pasado demasiado tiempo en su dormitorio e incluso cuando estaba con nosotras apenas hablaba, de modo que era como si no estuviera presente.

La cocinera dijo que había sido una liberación dichosa, ya que el pobre caballero no podía volver a ser el mismo.

Y así se bajaron las persianas de la rectoría y llegó el día en que tañeron las campanas y pusimos al reverendo James Osmond en la tumba que Pegger había cavado para él; luego volvimos a la rectoría a comer jamón y llorar.

El miedo al futuro se entreveraba con el dolor de Alison y Dorcas; pero estaban ansiosas, mirándonos a Oliver y a mí para que saliera de nosotros la solución obvia.

Me encerré en mi cuarto y pensé en el asunto. Alison y Dorcas querían que me casara con Oliver, que iba a ser rector en lugar del reverendo James Osmond y que todos siguiéramos viviendo bajo el mismo techo.

¿Cómo podía yo casarme con Oliver? Yo no podía casarme más que con Tybalt. ¿Cómo decir esto a Dorcas y Alison? Además sólo en mis sueños locos e improbables aquel feliz acontecimiento podría realizarse. Hubiera que querido explicarles: me gusta Oliver. Sé que es un hombre bueno. Pero entended: me basta con pronunciar el nombre de Tybalt y el corazón me late más deprisa. Sé que la familia piensa que un matrimonio con Theodosia sería una buena alianza… pero no puedo evitar mis sentimientos.

Oliver había cambiado desde que se había convertido en rector. Era siempre bondadoso con nosotras, pero, naturalmente, como decía Dorcas a Alison, a menos que se arreglara algo, ellas y yo tendríamos que mudarnos.

Súbitamente se arregló algo. ¡Pobre Alison! ¡Pobre Dorcas!

* * *

Fue Alison quien sacó el tema. Creo que Oliver había intentado hacerlo, pero era demasiado bueno y temía que pareciera que les pedía que se fueran.

Alison dijo:

—Ahora que hay un nuevo rector es hora de que nosotras nos vayamos.

Él pareció muy aliviado, después dijo:

—Quería hablar con ustedes de eso. Lo cierto es que pienso casarme.

Los ojos de Dorcas brillaron como si ella fuera la novia.

—Naturalmente no podía hablar con la muchacha hasta tener algo que ofrecerle. Ahora lo tengo… y realmente tengo suerte. Me ha aceptado como futuro esposo.

Alison me lanzó una mirada de reproche. ¡Debías habérnoslo dicho!, implicaba esa mirada… De modo que no pudo ver hasta qué punto yo había quedado sorprendida.

Oliver prosiguió:

—Sabina Travers ha aceptado ser mi esposa.

Lo felicitamos… yo de todo corazón; Dorcas y Alison atontadas. En cuanto llegué a mi cuarto supe que no tardarían en venir a verme. Se quedaron mirándome con desesperación y rabia en sus rostros.

—¡Pensar que… nos ha estado engañando todo este tiempo!

—No sois justas —protesté—. ¿En qué nos ha engañado?

—Nos hizo creer…

—No hizo tal cosa. ¡Sabina! Claro, siempre hubo una especie de entendimiento entre ellos. Sabina no era mejor que yo en el griego y el latín, pero es muy bonita y femenina. Y creo que se adaptará muy bien a ser la esposa de un rector.

—Es demasiado frívola. No creo que sea capaz de mantener una conversación seria.

—Será maravillosa con los feligreses. Nunca le faltaran las palabras y escuchará todos sus pesares sin oírlos realmente. ¡Será una gran ventaja!

—Judith, parece que no te importara —exclamó Alison.

Dorcas dijo:

—No es necesario que finjas ante nosotras, querida.

Estallé en carcajadas.

—Escuchadme ambas. No me habría casado con Oliver si me lo hubieran pedido. Para mí es como un hermano. Lo quiero; quiero a Sabina. Creedme cuando digo que nunca me habría casado con él, por conveniente que hubiese sido.

Después me acerqué y las abracé, como hacía cuando era pequeña.

—¡Querida Dorcas, querida Alison, lo siento tanto! Es el fin de la antigua vida. Tenemos que dejar la rectoría. Pero, aunque yo hubiera querido quedarme, Oliver tenía otros planes, ¿no?

Ambas quedaron conmovidas como de costumbre por mis demostraciones de afecto.

—¡Oh, no es eso! —dijo Dorcas— pensábamos en tu felicidad.

—Y ésa no puede realizarse aquí —dije. Después añadí—: ¡Oliver y Sabina! ¡Oliver será cuñado de Tybalt!

Me miraron sorprendidas, como si dijeran: ¿y eso qué tiene que ver?

Luego Alison dijo:

—Bueno, lo mejor es empezar a hacer planes de inmediato.

Hicimos nuestros planes.

El reverendo James Osmond había dejado poco dinero; quedaba una renta muy reducida para sus hijas, pero, si encontraban una casita de campo a un precio razonable, podrían arreglárselas para vivir.

En cuanto a mí, dependía de ellas. Estaban contentas de compartir todo lo que tenían conmigo, pero la existencia iba a estar lejos de ser cómoda.

—Siempre se planeó que yo estuviera en condiciones de trabajar si era necesario —dije.

—Bueno —reconoció Dorcas— ése fue uno de los motivos por el que nos alegramos de poderte dar una buena educación.

—Tal vez sepamos de algún trabajo conveniente —sugirió Alison. Pero era inútil esperar que vinieran a buscarme. Me prometí a mí misma y a ellas que, en cuanto estuviéramos instaladas en el nuevo hogar, buscaría un empleo.

Estaba inquieta, pero no por la perspectiva de tener que trabajar y dejar San Erno. Me imaginaba en algún hogar lejos de Giza House, cuyos habitantes iban a olvidarme rápidamente. ¿Y qué podía hacer? ¿Convertirme en institutriz como la señorita Graham? Era el tipo de empleo para el que estaba preparada. Tal vez, como había recibido una educación clásica más completa que la habitual en una muchacha criada en una rectoría, pudiera enseñar en alguna escuela de niñas. Sería menos ingrato que trabajar en una casa donde no se me consideraría digna de mezclarme con la familia, pero donde, de todos modos, iba a estar por encima de los criados, lo que haría imposible para estos aceptarme. ¿Qué podía hacer una mujer joven y bien educada en estos días, en esta época?

No me atrevía a pensar en el futuro. Empecé a decirme: si nunca hubiera encontrado el escudo de bronce quizás los Travers no habrían venido a Giza House. Yo nunca habría conocido a Tybalt y Oliver no habría conocido a Sabina. Con el tiempo Oliver y yo nos habríamos dado cuenta que era conveniente casarnos y lo hubiéramos hecho. Habríamos llevado una vida pacífica, medianamente dichosa, como tanta gente; y a mí se me habría ahorrado la angustia de dejar todo lo que consideraba importante.

Sir Ralph vino a rescatarme. Había una casita de campo de su propiedad que estaba desocupada y propuso alquilarla a las señoritas Osmond por una suma insignificante. Ellas quedaron encantadas. Para mí se había solucionado la mitad del problema.

Sir Ralph estaba decidido a ser nuestro benefactor.

Lady Bodrean necesitaba una dama de compañía: alguien que le leyera cuando lo solicitara, que la acompañara en sus obras de caridad, que la ayudara cuando recibía. En realidad una secretaria-dama de compañía. Sir Ralph pensó que yo podía servir para el cargo, y Lady Bodrean estaba dispuesta a ensayar.

Alison y Dorcas se declararon encantadas con la idea.

—Tras tantas desilusiones todo se presenta bien —exclamaron—. ¡Tendremos nuestra casita y será maravilloso tenerte tan cerca! ¡Nos veremos todo el tiempo! ¡Oh!, sería maravilloso si… si… bueno… si logras entenderte con Lady Bodrean.

—Ah, ese «es el punto» —dije a la ligera. Pero distaba mucho de sentirme tranquila.

Y no sin motivo. Sabía que Lady Bodrean nunca había simpatizado conmigo, y no había deseado por cierto mi amistad con su hija y su sobrino en el aula de Keverall Court. En las raras ocasiones que la había visto sólo había encontrado miradas heladas.

Siempre me recordaba a un barco, porque, con sus voluminosas faldas y enaguas que crujían al andar parecía bogar, sin percatarse de la presencia de nadie que se cruzara a su paso. Yo nunca había procurado serle simpática, ya que percibía cierto antagonismo de su parte.

Ahora estaba en situación diferente.

Me recibió en su sala privada, un pequeño apartamento —comparado con el resto de las habitaciones en Keverall Court— aunque tenía dos veces el tamaño de los cuartos de la casita de campo. Estaba sobrecargado de muebles. En la chimenea había floreros y adornos, todos muy juntos; había vitrinas llenas de porcelanas, platería y en un rincón de la habitación, una estantería con figuritas también de porcelana. Los sillones estaban cubiertos por una tapicería hecha por la misma Lady Bodrean. Había dos cubrefuegos también de tapicería, y dos taburetes. El bastidor con un nuevo bordado estaba cerca de su asiento y trabajaba en esto cuando me hicieron pasar a la habitación.

Durante un minuto no miró, indicando que su tarea le parecía más interesante que la nueva compañía. Hubiera sido desconcertante de haber sido yo una criatura tímida. Después dijo:

—Ah, es la señorita Osmond —dijo—. ¿Ha venido usted por el empleo? Siéntese.

Me senté con la cabeza en alto y las mejillas rojas.

—Sus deberes —dijo— serán hacérseme útil en cualquier circunstancia que se presente.

—Sí, Lady Bodrean.

—Se ocupará usted de ordenar y recordarme los compromisos sociales y filantrópicos. Todos los días me leerá los periódicos. Se ocupará de mis dos perritos: Naranja y Limón —al oír sus nombres los dos perros, reclinados en cojines colocados en sillones a ambos lados de ella y a los que yo no había visto al entrar, levantaron la cabeza y me miraron con desdén. Naranja —o tal vez fuera Limón— ladró; el otro olfateó.

—Queridos —dijo Lady Bodrean con sonrisa tierna, pero su expresión volvió a ser helada al volverse hacia mí—. Naturalmente estará usted a mi disposición para cualquier cosa que necesite. Ahora me gustaría que me leyera un pasaje.

Abrió The Times y me lo tendió. Empecé a leer la renuncia de Bismarck y el plan de ceder Heligoland a Alemania.

Sentí que me examinaba mientras leía. Tenía unos impertinentes sujetos a una cadena de oro alrededor de la cintura, y me estudiaba abiertamente. El tipo de cosa que uno debe esperar cuando va a convertirse en empleado, pensé.

—Sí, servirá —dijo en medio de una frase, de modo que me di cuenta de que, para ella, contratar una dama de compañía era más importante que el destino de Heligoland.

—Me gustaría que empezara usted en seguida. Si le conviene.

Contesté que necesitaba uno o dos días para arreglar mis cosas, aunque no estaba muy segura a qué cosas me refería. Lo único que sabía era que deseaba demorar hacerme cargo del puesto, porque la perspectiva me parecía deprimente.

Graciosamente me concedió el resto de aquel día y el siguiente para que me preparara. Después esperaba que fuera a hacerme cargo de mis deberes.

De vuelta a la casita de campo, que tenía el delicioso nombre de Rainbow Cottage, aunque el único motivo era que las flores que crecían en el jardín tenían los colores del arco iris, procuré pensar en las ventajas de mi nueva posición, y me dije que, aunque detestaba tener que servir a Lady Bodrean, en su casa iba a tener ocasiones de ver a Tybalt.