El gran descubrimiento
En los días que siguieron viví en una especie de deslumbramiento. Había momentos en los que no sabía dónde estaba y entonces Tybalt estaba a mi lado… siempre Tybalt, apretándome la mano, tranquilizándome.
Había sufrido un shock muy grave, y siempre me decían que todo estaba bien. Eso era lo único que debía recordar. Y Tybalt estaba conmigo. Había venido y me había rescatado: y no debía pensar en otra cosa por el momento.
—Es bastante —dije.
Yacía inmóvil, aferrada a su mano; pero, cuando me adormilaba, despertaba con frecuencia creyendo que el murciélago negro estaba en el techo y que sus ojos brillaban. Y despertaba gritando: «Socorro… socorro… Dios…
Alá… Tybalt… socorredme».
Había sido una prueba terrible. Pocos podían haber estado enterrados en la tumba de los faraones y haber salido con vida.
¿Quién había hecho esto? Era lo que quería saber.
¿Dónde estaba Leopold Harding? ¿Y por qué me había llevado a la tumba subterránea y me había dejado allí?
Tybalt dijo:
—Lo sabremos a su debido tiempo. Ha desaparecido, pero lo encontraremos.
—¿Por qué lo hizo, Tybalt? ¿Por qué? Dijo que me llevaba a encontrarme contigo. Dijo que habías pedido que fuera.
—No lo sé. Es un misterio para todos. Procuraremos encontrarlo. Pero ha desaparecido. No pienses más ahora: estás salvada y nunca te dejaré más.
—¡Oh, Tybalt —dije— eso me hace feliz!
Tabitha estaba junto a mi cama.
—Quiero decirte algo, Judith —dijo—. Has hablado mucho. Quedamos atónitos al saber lo que te pasaba por la mente… ¿cómo pudiste creer que una cosa así era posible? Tybalt sabe que he venido a hablarte. Nos ha parecido mejor, para que pudieras entender en seguida. Creías que Tybalt y yo éramos amantes. ¿Cómo has podido pensar eso, mi querida Judith? Quiero a Tybalt, es verdad… siempre lo he querido… como amaría a un hijo si lo tuviera. Como sabes fui a su casa cuando mi marido vivía y estaba en un manicomio. Oh, ya sé que no estuvo bien, pero Sir Edward y yo nos amábamos. Su mujer vivía, pero estaba enferma. Nanny Tester lo sabía y nos espiaba. Adoraba a la mujer de Sir Edward y me detestaba. También detestaba a Sir Edward. Cuando Lady Travers murió creyó que era culpa mía. Sugirió incluso que yo la había asesinado. Sir Edward y yo éramos amantes.
Como sabes lo acompañé en algunas de sus expediciones.
Nos hubiéramos casado si yo hubiera sido libre. Pero no lo era… hasta que fue demasiado tarde…
—Entiendo ahora —dije.
—Queridísima Judith, siempre has estado algo confusa con respecto a Tybalt, ¿verdad? Ahora él comprende la suerte que tiene. Nunca has hecho las cosas a medias, como decían tus tías. Por eso tenías que amar a Tybalt con ese sentimiento frenético de posesión. Y una decisión como la tuya ha tenido efecto. Hasta Tybalt es vulnerable. Me habló de ti mucho antes de preguntarte si querías casarte con él… es decir, cuando eras la dama de compañía de Lady Bodrean… y debo reconocer que no te veía muy bien en ese papel. No había nada humilde en ti, que es una condición propia de las damas de compañía…
—Comprendo —dije— que mi imaginación loca y tonta creó la situación.
—No era real… sólo existía en tu imaginación, recuérdalo. Y tengo que decirte otra cosa: Terence Gelding me ha pedido que me case con él.
—¿Y lo has aceptado?
—Todavía no, pero creo que lo haré.
—Serás feliz Tabitha. Al fin.
—Hay algo más que quiero decirte. Nunca he visto a Tybalt trabajar tan duramente o con tanto fervor como cuando echábamos abajo la puerta que nos separaba de ti… ni siquiera cuando ha creído estar al borde del mayor descubrimiento de su carrera. No, nunca he visto antes esa decisión, esa necesidad desesperada…
Reí.
—Empiezo a creer que puedo ser para él de mayor importancia que la tumba intacta de un faraón.
—Estoy segura de eso —dijo Tabitha.
* * *
Tybalt estaba junto a mi cama.
—En cuanto te vea el médico regresaremos a Inglaterra. He pedido al Dr. Gunwen que venga para ver si estás en condiciones de viajar.
—¿Has mandado llamar al Dr. Gunwen y volvemos a casa? ¿Ha terminado la expedición?
—Sí, para mí ha terminado.
—¡Pobre Tybalt!
—¡Pobre! ¿Cuando estás aquí, sana y salva?
Y me estrechó contra él.
—Finalmente —dije— he encontrado una dicha en la que no creía.
No me contestó, pero la forma en que me apretó contra él me demostró que compartía mi felicidad.
—¿Dónde está Hadrian? —pregunté—. ¿Por qué no viene a verme?
—¿Quieres ver a Hadrian? —preguntó Tybalt.
—Naturalmente. No le ha pasado nada, ¿verdad?
—Bueno —dijo él— le diré que venga.
De inmediato vi el cambio en Hadrian. Nunca lo había visto antes tan grave.
—¡Oh, Hadrian!
—¡Judith! —Me tomó las manos y me besó en ambas mejillas—. ¡Que te haya podido pasar eso! Debe haber sido aterrador.
—Lo fue.
—Canalla —dijo él—. Un gran canalla. Hubiera sido mejor darte un tiro en la cabeza, Judith, pero lo olvidarás con el tiempo.
—Dudo que se pueda olvidar una experiencia semejante.
—La olvidarás.
—Pero ¿por qué lo hizo, Hadrian?
—Dios lo sabe. Debe estar loco.
—Parecía cuerdo… un comerciante corriente excitado por haber tropezado con una expedición como la nuestra, porque en cierto modo se relacionaba con sus negocios. ¿Cuál puede haber sido su motivo?
—Eso lo descubriremos a su tiempo. Por suerte la conferencia terminó cuando era necesario… en el momento en que tú y Harding entraban en aquel lugar. Se habían puesto de acuerdo en que iba a haber una prolongación de unas semanas, y cuando volvimos al palacio, Tybalt quiso comunicártelo. Uno de los criados había oído a Harding decirte que Tybalt quería que fueras a la excavación y que habías salido con él. Tybalt se alarmó. Creo que había estado más preocupado de lo que creíamos acerca de muchas cosas. Fuimos a la excavación. Te buscamos. Pensamos que era inútil, pero Tybalt no cejó. Volvía una y otra vez sobre el mismo punto. Y finalmente oímos los golpes.
—¿Cuál puede haber sido el motivo? Creo que quiso matarme un día en el Templo.
—¿En qué podía beneficiarle tu muerte?
—Es muy misterioso.
—Y está el caso de Theodosia. ¿Crees que el culpable es Leopold Harding?
—No, fue el Pashá y sus criados.
—¡El Pashá!
—Uno de los obreros… el amante de Yasmín… me previno. Yasmín fue descubierta en la tumba y la mataron. Estaba allí el día que el Pashá vino a visitarnos. ¿Recuerdas la Fiesta del Nilo?
—¡Dios me valga, Judith, estamos en un laberinto de intrigas!
—La muerte de Theodosia podía haberle acaecido a cualquiera. Ella tuvo mala suerte. El puente había sido dañado porque el Pashá quería una víctima. No importaba cual.
—Pero el Pashá nos ha ayudado.
—Quiere que salgamos de aquí. Es probable que intente matar a algún otro.
Tybalt entró, se sentó junto a mi cama y me contempló, ansioso.
—Estás cansando a Judith —reconvino a Hadrian.
Yo disfrutaba de su preocupación, pero insistí en que no estaba cansada y que habíamos estado hablando de Leopold Harding y el Pashá, pensando una vez más por qué se había atentado contra mi vida.
Tybalt dijo:
—En primer lugar, Harding debe haber conocido algo el terreno.
—Había estado varias veces en la excavación —recordé.
—Sabía demasiado. Debe haber aprendido más en otra parte.
—Seguramente —dije— Leopold Harding no era lo que parecía ser. Tybalt, me pregunto si ese muchacho… el amante de Yasmín… sabe algo. Fue él quien me dijo que el Pashá quería echarnos.
—Lo mandaremos buscar —dijo Tybalt.
—Con algún pretexto —previne—. Nadie debe sospechar que nos ayuda. ¿Cómo podemos saber quién nos está espiando?
El muchacho estaba ante nosotros. Habíamos decidido que era yo quien iba a interrogarlo, ya que había ganado su confianza.
—Dime lo que sepas acerca de Leopold Harding —le dije.
La forma en que miró por encima del hombro me aseguró que sabía algo.
—Visita a veces Egipto, señora.
—¿Ha estado aquí con frecuencia? ¿Qué más?
—Es amigo del Pashá. El Pashá le regala cosas hermosas.
—¿Qué clase de cosas hermosas?
—Cosas hermosas… joyas… piedras… muebles… todo eso. Leopold Harding se va y vuelve y visita al Pashá.
—¿Entonces está al servicio del Pashá?
El muchacho asintió.
—Gracias —dije—. Nos has servido bien.
—Usted es una señora muy buena —dijo él—. Fue buena con Yasmín. Usted quedó encerrada en la tumba —sus grandes ojos oscuros se llenaron de horror.
—Pero he salido —dije.
—Usted una señora muy grande y sabia. Usted y el gran señor volverán a la tierra de las lluvias. Allí tendrán paz y dicha.
—Gracias, —dije— nos has hecho un gran servicio.
Llegó el Dr. Gunwen. Se sentó junto a mi cama y me habló. Pregunté cómo estaban Dorcas y Alison y él dijo:
—Haciendo preparativos para su regreso.
Reí.
—Sí, voy a prescribir un regreso inmediato. He hablado con su marido. Quiero que vuelva usted allí… para un largo descanso en una campiña que usted conoce tan bien. Para ayudar a la mujer del rector con los bazares y los quehaceres.
—Parece maravilloso —dije.
—Sí, tendrá que dejar esta tierra extraña por un tiempo. Creo que entonces su recuperación será instantánea. No tiene usted nada, ¿sabe? Pero ese tipo de encierro puede tener consecuencias desastrosas. Creo que es usted bastante fuerte para que los malos efectos duren menos.
—Gracias —dije—, espero vivir para demostrarlo.
—Tybalt —dije—, volvemos.
—Sí —contestó—. Orden del médico.
—Bueno, la expedición había terminado, ¿no?
—Ha terminado —dijo.
Me apoyé contra él y pensé en los campos verdes.
Ahora era otoño y los árboles debían tener un tono marrón dorado. El manzano de Rainbow Cottage debía estar cargado de fruta y las peras listas para ser recogidas.
Dorcas y Alison debían estar alborotando sobre el tamaño de las ciruelas.
Sentí un inmenso deseo de volver a mi patria. Iba a convertir Giza House en un verdadero hogar. Quería que así fuera. Había que hacer desaparecer la oscuridad. Nunca más habría oscuridad. Habría colores alegres en todas partes. Dije:
—Será maravilloso volver contigo a casa.
Cuando estuve bien y hacíamos los preparativos para volver me enteré más ampliamente de lo que había sucedido.
Mustafá y Absalam habían desaparecido. ¿Habían acaso oído que yo sospechaba del Pashá? Pero había más que eso; mucha excitación porque, en aquel estrecho pasadizo, en el que yo había tropezado y en el que habían penetrado al romper la pared de la alcoba en la que fue descubierta Yasmín, hubo evidencia de que quedaba algo detrás, y que el pasaje no era un punto muerto después de todo.
Fue el mayor descubrimiento de la expedición, y quedó claro que Sir Edward lo había sabido la noche en que murió.
Tabitha me dijo que Terence se encargaría de la dirección, porque Tybalt había decidido volver conmigo a Inglaterra. Dije:
—No puedo permitirlo.
Me precipité a nuestro dormitorio, donde él arreglaba unos papeles.
—Tybalt —dije—, tú te quedas.
—¿Me quedo? —Frunció el ceño.
—Aquí.
—Creí que volvíamos a casa.
—¿Te das cuenta de que estás quizás al borde de uno de los mayores descubrimientos arqueológicos?
—Como arqueóloga en potencia debes aprender a no contar los pollitos antes que hayan nacido.
—La arqueología siempre cuenta los pollitos antes que nazcan. ¿Cómo podrías seguir con ese trabajo continuo si no supieras que iba a ser útil? Ese pasadizo lleva a alguna parte. Lo sabes. Lleva a una tumba. Una tumba muy importante, porque si no fuera importante, ¿para qué tanto trabajo con el subterfugio de los corredores que terminan en punto muerto por todas partes?
—Como siempre estás exagerando Judith. Hay tres corredores que terminan en punto muerto.
—¿Y qué importa? Hay muchos más. Debe ser una tumba maravillosa. Lo sabes. Confiesa.
—Creo que tal vez estén al borde de un gran descubrimiento.
—Que era el motivo de la expedición.
—Sí, claro.
—La expedición que planeaste desde la muerte de tu padre.
Asintió.
—Y él murió porque se acercó mucho. Estuvo en el mismo lugar que yo.
—Y porque estuviste allí ahora estamos en esto.
—Entonces no fue en vano.
—¡Dios, preferiría no haber encontrado nunca el camino!
—Oh, Tybalt, te creo. Pero ahora te quedarás.
—El Dr. Gunwen quiere que vuelvas cuanto antes.
—No volveré.
—Debes hacerlo.
—No volveré sola si tú no puedes acompañarme.
—Ya estoy listo para partir.
—No lo admito —dije—. No te dejaré partir ahora. Seguirás en esto. Es tu expedición. Cuando finalmente llegues a esa tumba, cuando veas el polvo no hollado en miles de años… y quizás la huella de la última persona que estuvo allí… tú serás el primero. ¿Crees que voy a permitir que Terence Gelding tenga ese honor?
—No —dijo él con firmeza— volvemos.
Pero yo estaba decidida a que no fuera así.
Era una batalla de voluntades. Yo estaba exaltada.
Parecía tan incongruente. ¡Yo me resistía a que él dejara aquello que había supuesto estaba resuelto sacrificar para lograrlo todo!
Pensé: soy amada… como yo amo.
Simplemente me negué a partir. Quería quedarme.
No podía ser feliz si nos íbamos en este momento. Hice que el Dr. Gunwen se pusiera de acuerdo conmigo y, finalmente, gané.
Todos saben lo que sucedió. No fue el descubrimiento del siglo. La expedición de Tybalt encontró la tumba unos días antes que los hombres del Pashá, que trabajaban desde otra parte de la colina, llegaran a la cámara mortuoria.
¡Qué tesoros debía haber habido! Era evidentemente la tumba de un gran rey.
Hacía cierto tiempo que el Pashá trabajaba en esto; sabía que había un camino hacia las cámaras en las cuales yo había pasado aquellas terribles horas; por eso murió Sir Edward al descubrirlas. Sabía también que la alcoba en la que habían descubierto a Yasmín era una entrada para el corredor, y tal vez creyó que ella había descubierto algo.
Su muerte fue un aviso para cualquiera de los trabajadores a quien se le pudiera ocurrir explorar los pasajes subterráneos.
Pero, ay, ¿en que quedó la ambición de Tybalt? Allí estaba el sarcófago, la momia del faraón, pero los ladrones —quizás los antepasados del Pashá— habían saqueado la tumba hacía dos mil años; y lo único que quedaba era una casa de almas hecha de piedra, que no creyeron tuviera ningún valor.
Nos enteramos de que el Pashá había partido para Alejandría. No vino a despedirse. Debía saber por sus criados que habíamos descubierto el misterio de la muerte de Sir Edward y la de Theodosia.
Volvimos a Inglaterra.
Hubo un gran gozo en Rainbow Cottage. Había pedido que no contaran mis aventuras a las tías, porque, como dije a Tybalt, «Iremos a otros lugares juntos y estarán aterradas todo el tiempo, y dirán “Yo te lo dije”, y eso no podría soportarlo».
Unos días después de nuestra llegada hubo una nota en el diario acerca de un inglés, un exitoso comerciante en antigüedades, especialmente egipcias, que había sido encontrado ahogado en el Nilo. Se llamaba Leopold Harding. No se sabía si su muerte había sido intencionada. Se descubrieron heridas en la cabeza, pero podían haberse producido por golpes cuando el bote se dio la vuelta. Como comerciante de objetos raros, sus clientes eran principalmente coleccionistas privados.
Era evidente que había sido uno de los servidores del Pashá, como los que rompieron el puente, el adivino y Mustafá y Absalam. Harding disponía de objetos preciosos que el Pashá debía haber sacado de las tumbas en el pasado, pero naturalmente iba a tardar años en vender objetos de ese tipo. Algunos tendrían que ser rotos y, si estaban decorados con joyas, habría que venderlas por separado, y dichas transacciones se llevaban a cabo bajo cuerda.
Era evidente que el Pashá había esperado hacer un descubrimiento máximo. Sir Edward había encontrado el camino, y murió por obra de Mustafá y Absalam. Después Tybalt llegó para proseguir la obra de su padre, y Theodosia había muerto como aviso. Como nos quedábamos, Leopold Harding recibió orden de matarme. Había fracasado. Al Pashá no le gustaban los fracasos; además, temía sin duda que Harding, a quien controlaba menos que a otros criados de su misma raza, revelara que le había ordenado matarme. Por eso mataron a Leopold Harding, como habían matado a Yasmín.
La aventura quedaba detrás. Leopold Harding había querido quitarme la vida y, en lugar de esto, me había quitado el miedo. A causa de lo que me había hecho yo tenía más conocimientos de los que nunca había tenido antes.
Y también Tybalt. Naturalmente no era hombre de demostrar sus sentimientos; y quizás era más reticente cuanto más conmovido estaba.
De no haber sido por Leopold Harding y la expedición egipcia yo habría dudado durante años del amor de Tybalt, porque él no podía expresar en palabras lo que hizo cuando vino en mi busca; cuando estaba dispuesto a sacrificar la ambición de su vida, al creer —erróneamente— que estaba a su alcance.
—¡Mi pobre Tybalt —dije—, cómo anhelaba que hicieras el gran descubrimiento!
—He hecho uno más grande.
—Ya lo sé. Antes creías que lo que más deseabas en el mundo era descubrir el mayor tesoro escondido.
—Lo he logrado —dijo—; he descubierto lo que tú significas para mí.
¿Cómo no agradecer todo lo que había pasado? ¿Y cómo no regocijarme ante la riqueza de la vida que íbamos a llevar juntos?
FIN