Dentro de la tumba
¡Qué silencioso parecía el palacio! ¿Hasta cuándo se prolongaría la conferencia? No había nadie. Hubiera podido buscar a Tabitha, pero no quería decirle nada porque desconfiaba de ella. Ya no sabía en quién confiar.
Fui a mi asiento favorito en la terraza y, de pronto, vi que alguien subía los escalones en dirección a mí. Ante mi sorpresa vi que era Leopold Harding.
—Creí que se había ido —le dije.
—No, hubo un pequeño inconveniente. Negocios.
Vengo del hotel. Le traigo un mensaje de su marido.
Me incorporé.
—¿Él quiere que vaya allá?
—No, quiere encontrarse con usted en la excavación.
—¿Ahora?
—Ahora. En seguida. Él ya ha partido.
—¿Entonces ha terminado la conferencia?
—No sé, pero me pidió que le diera ese mensaje, ya que me quedaban unas horas antes de partir.
—¿Dijo en qué punto de la excavación?
—Me lo dijo exactamente. Y me pidió que la acompañara.
—¿Pero dónde?
—Es mejor que yo se lo muestre.
Recogí el sombrero que estaba en una silla a mi lado y sin el cual nunca salía. Dije:
—Estoy lista, vamos.
El ya me precedía en dirección al río. Tomamos uno de los botes hacia la excavación.
El valle parecía sombrío bajo el resplandor del último sol de la tarde. Pese a la falta de viento flotaba un polvo fino en el aire.
El lugar parecía desierto porque los hombres no trabajaban hoy. Tybalt me había dicho que esperaban el resultado de la conferencia.
Llegamos a la abertura en la ladera de la colina, que era el camino a la tumba, pero, ante mi sorpresa, Leopold pasó de largo.
—Pero… —empecé a decir.
—No —dijo él— estoy muy seguro. Estuve aquí ayer y su marido me mostró algo. Es aquí…
Me llevó hacia lo que parecía una cueva natural, pero que también podía haber sido cavada. Ante mi sorpresa vi un agujero en el costado de la cueva.
Él dijo:
—Deje que la ayude a pasar por aquí.
—¿Está seguro? —Empecé—. Nunca he estado aquí antes.
—No, su marido acaba de descubrirlo.
—¿Pero qué es este agujero?
—Ya verá. Deme la mano.
Pasé y me sorprendió encontrarme en lo alto de unos peldaños.
—Si me permite, la ayudaré a bajar estas escaleras.
—¿Entonces está aquí Tybalt?
—Ya verá. Aquí hay linternas. Cada uno tomará la suya.
—Es muy raro —dije— que usted, que es un extraño…
Él sonrió.
—Bueno, Lady Travers, he explorado un poco. Su marido ha sido muy amable conmigo.
—Entonces conocen este lugar. ¿Está conectado con la tumba?
—Oh, sí, pero no creo que lo consideraran digno de ser explorado hasta ahora.
Me tendió una linterna y vi los peldaños que habían sido recortados en la tierra. Daban una vuelta y, ante nosotros, surgió una puerta. Estaba abierta a medias.
—Vamos —dijo Leopold Harding cuando la atravesamos—. Éste es el lugar. Iré adelante, ¿no?
Tybalt nunca me había hablado de este lugar. Debía ser un nuevo descubrimiento. Y últimamente yo había permanecido sin saberlo. No podía evitarlo, porque, aunque no podía hablar de mis sospechas, tampoco podía comportarme como si no existieran.
Estábamos en una pequeña cámara de poco más de dos metros de alto. Vi que había una abertura al frente y me dirigí allí. Miré y vi tres o cuatro escalones. Los subí y grité:
—¡Tybalt, aquí estoy!
Estaba en otra cámara: era mayor que la otra. Y muy fría.
La primera sombra de alarma me sorprendió.
—¡Tybalt! —llamé; mi voz sonó aguda.
Dije:
—Aquí no hay nadie.
Miré por encima del hombro. Estaba sola. Dije:
—Señor Harding, creo que hay un error. Tybalt no está aquí.
No hubo respuesta. Bajé los escalones. Volví a la cámara más tarde. Tampoco Leopold Harding, estaba allí.
Volví a la abertura. Estaba totalmente a oscuras porque habían cerrado la puerta.
Grité:
—Señor Harding, ¿dónde está usted?
No hubo respuesta.
Me dirigí a la puerta. No vi picaporte ni cerrojo… nada con que abrirla. La empujé. Intenté abrirla, pero siguió firmemente cerrada.
—¿Dónde está usted, señor Harding, dónde está usted?
No hubo respuesta. Sólo el eco de mi voz.
Entonces supe cómo puede erizarse la piel. Era como si millones de hormigas me caminaran encima. Supe que el pelo se me había parado en la cabeza. La atroz verdad llegaba a mí. Estaba sola y únicamente Harding sabía que estaba aquí.
¿Por qué? ¿Quién era ese hombre? ¿Por qué hacía esto? Mi imaginación corría otra vez enloquecida. Era inútil.
Había salido un momento. Volvería. ¿Por qué un turista, un simple conocido, iba a encerrarme en una tumba?
Procuré conservar la calma. Levanté la linterna y miré alrededor… Vi los peldaños cortados en la tierra, los muros de tierra de la cámara pequeña. Tybalt debía estar aquí. Vendrían en un momento.
Después recordé mis sospechas acerca de Tybalt.
¿Era posible que me hubiera hecho venir aquí… para librarse de mí? Pero ¿por qué había enviado a Leopold Harding a buscarme? ¿Quién era Leopold Harding? ¿Por qué no me había traído aquí Tybalt personalmente? ¿Acaso porque no deseaba que lo vieran venir conmigo? Cuando no volviera…
¡Oh, esto era tonto, era una locura!
Estar encerrada en una tumba puede volver loca a una persona.
Dejé la linterna y golpeé la puerta con los puños. No cedió en lo más mínimo. ¿Cómo se cerraba? ¿Cómo se había abierto? Todo lo que parecía haber hecho Leopold Harding era empujarla y entrar. Tan fácil como eso. Y ahora estaba herméticamente cerrada y yo adentro.
Debía haberse escondido para gastarme una broma.
¡Qué broma tan tonta! Recordé el momento en que me había levantado del sarcófago en Giza House. Casi pude oír los gritos de Theodosia.
—¡Oh, Dios, que venga alguien! No me dejen sola en este lugar…
Tybalt debía de estar en alguna parte. Era mejor buscar… asegurarme antes de que el atroz terror se apoderara de mí.
Recogí la linterna y me dirigí hacia los peldaños. Los bajé y me encontré en una cámara más grande. Tenía que explorarla. Tal vez hubiera aquí una salida. Tybalt debía estar más allá en alguna parte, esperándonos a Leopold y a mí.
Sostuve en alto la linterna y examiné las paredes de la cámara; no había decoraciones en ellas, pero vi una abertura. Entré y me encontré en un corredor.
—Tybalt —grité—. ¿Dónde estás, Tybalt?
No hubo respuesta.
Levanté la linterna. Vi que las paredes estaban decoradas Bandadas de cuervos, con las alas tendidas, como amenazando. Había llegado a otra cámara. La examiné con cuidado. Parecía que no había salida allí. Había llegado al fin de la exploración: y no había nadie.
Sentí que me temblaban las piernas y me dejé caer al suelo. Experimentaba un terror como nunca había sentido antes. Me habían traído aquí con algún propósito.
Todos los avisos que había recibido, todas las premoniciones, tenían algún sentido. Debía haberlas escuchado.
¿Pero por qué iba a engañarme Leopold Harding?
¿Por qué me había mentido? Recordé que al salir del Templo había tropezado directamente con ese hombre. Era él quien me había estado espiando. Había pensado matarme…
¡Ah, pero ésta era una idea mejor!
Acaso Tybalt le había ordenado que hiciera esto, y ¿quién era él para recibir órdenes de Tybalt?
Tuve la certeza de que algo se movía por encima de mi cabeza. Algo me miraba. Levanté la linterna.
En el techo estaba tallado un gran murciélago con enormes alas. Los ojos eran de una especie de obsidiana y la luz de la linterna, al alumbrarlos, los hacía parecer vivos.
Me pareció oír la voz del adivino: «El murciélago planea… espera para descender».
Lo miré: era atroz, malévolo, y me dije: ¿Qué será de mí? ¿Qué significa eso? ¿Por qué me han traído aquí?
Hacía frío. ¿O acaso era el miedo lo que me hacía temblar tan violentamente que no podía quedarme quieta? Me castañeteaban los dientes… un sonido desusado.
No pude levantarme y retroceder. Estaba fascinada por aquel atroz murciélago en el techo de la cámara.
Ahora percibía los relieves en las paredes. Había un faraón ofreciendo un sacrificio a uno de los dioses. ¿Era Hathor, la diosa del amor? Debía serlo, porque allí estaba de nuevo y su cara era una cabeza de vaca, y sabía que la vaca era su emblema.
Tenía mucho frío. Debía moverme. Me puse de pie, vacilante. Examiné las paredes. Tenía que haber una salida. Tenía que haberla. Ahora podía ver con más claridad los diseños de las paredes. Había imágenes de barcos y hombres atados cabeza abajo en las proas. Prisioneros, recordé. Y con ellos hombres a los que les faltaban uno o dos miembros. Y allí estaba el cocodrilo que los había mutilado, sigiloso, feo, con un collar alrededor del cuello y aros colgando de sus orejas.
¿Dónde estaba? ¿A la entrada de una tumba? Si estaba a la entrada tenía que continuar. Quizá más adelante hubiera una cámara mortuoria y en ella algún sarcófago de piedra, y dentro del sarcófago la momia.
Uno puede acostumbrarse a todo… incluso al miedo. ¡Miedo! ¡Terror! ¡Horror! Trepaban en mí y sin embargo me sentía más tranquila que en el momento en que me había dado cuenta que estaba sola en este horripilante lugar.
Caminé unos pasos. Si hubiera una salida en esta cámara… pero ¿a dónde podría llevar, como no fuera a una momia que yacía aquí hacía tiempo? Lo que necesitaba era una salida afuera… al aire libre.
Pensé: aquí hay poco aire. Gastaré el que queda en poco tiempo. Moriré y quedaré aquí para siempre hasta que algún arqueólogo decida explorar este lugar, por si lleva a un gran descubrimiento; y el descubrimiento será mi cuerpo.
—Tonterías —dije, como le había dicho tantas veces a Theodosia— se debe poder hacer algo.
El pensamiento me dio coraje. No iba a quedarme aquí inmóvil, esperando la muerte. Tenía que encontrar la salida, si es que existía.
Recogí la linterna. Examiné otra vez las paredes. Percibí ahora cierto sentido en los diseños. Ésta significaba el viaje del alma a través del río Tuat. Estaba la barca en un mar del que surgían horribles monstruos, serpientes de dos cabezas, olas que envolvían el navío; pero arriba estaba el dios Osiris, Dios de Ultratumba y Juez de los Muertos. Esto significaba que otorgaba su protección al viajero del bote y que iba a conducirlo a través de los turbulentos mares de Tuat hasta el reino de Amón-Ra.
Había una abertura en el muro. Mi corazón saltó de esperanza. Después vi que era una simple alcoba, similar a la que habían usado Yasmín y su amante.
Mientras la examinaba mi pie tocó algo. Quedé petrificada y de inmediato pensé en alguna de las horribles criaturas que había visto surgir del río Tuat. Me agaché y miré.
No vi una horripilante serpiente sino un objeto brillante.
¡Una caja de fósforos! Una cajita de oro. ¡Qué cosa tan rara para encontrarla en este lugar! No era una pieza antigua. Pertenecía a este siglo. La moví en mi mano y vi el nombre grabado: «E. Travers». ¡La caja de fósforos de Sir Edward! ¡Entonces él había estado aquí! El descubrimiento me atontó. Mi prisión ya empezaba a surtir efecto.
No podía pensar claramente. Sir Edward había estado aquí en algún momento. ¿Acaso la noche en que había muerto?
¿Había muerto por estar aquí? Pero había vuelto al palacio. No había hablado a nadie de lo que había visto, pero Tybalt sabía que había encontrado algo… algo que lo excitaba. Después había comido algo que le habían preparado.
¿Quién preparaba su comida? Mustafá y Absalam, los dos criados marcados con el chacal, sirvientes del Pashá.
Sir Edward había sido asesinado. Estaba segura. Y lo habían matado por haber estado aquí. Debía ser por orden del Pashá… que había ordenado que muriera, del mismo modo que había mandado que mataran a Yasmín y la tiraran al río, y que ocurriera un accidente en el puente para que se creyera en la fuerza de la Maldición.
El Pashá quería que nos fuéramos; quería que la expedición terminara en un fracaso. ¿Por qué? Porque había algo que no quería que descubriéramos. Si el interés del Pashá en la arqueología era verdadero, ¿por qué estaba dispuesto a matar antes que permitir que se hicieran descubrimientos?
¿Porque deseaba hacerlos él?
En mi actual estado de miedo y pánico, los recuerdos del pasado parecían más claros de lo que suelen serlo normalmente. Recordé vivamente la cara gruesa del Pashá, sus mandíbulas temblonas, sus labios grasientos por lo que había comido; había parecido ladino al murmurar:
«Existe la leyenda de que mi familia hizo su fortuna saqueando tumbas».
¿Era posible que siguiera acrecentando su fortuna de aquella manera ilegal?
Si así era, por cierto que no iba a mostrar mucha amistad hacia los arqueólogos que podían descubrir sus trampas.
¿Por esto nos había ofrecido su palacio, nos había hecho atender por sus criados, que tenían orden de asustarnos para que nos fuéramos?
Supe que ésa era la respuesta.
Pero no respondía al interrogante apremiante: ¿por qué era necesario traerme aquí?
Pensé; Leopold Harding es otro de sus servidores.
En los periódicos aparecería: «Desaparición de la mujer de un arqueólogo. Lady Travers, esposa de Sir Tybalt, dejó el palacio donde se alojaba el grupo de arqueólogos y no ha sido vista en dos días… tres días… una semana… un mes… Se la supone muerta. ¿Cómo ha podido desaparecer? Es otro ejemplo de la Maldición de los Reyes. Recordemos que, hace unos meses, la esposa de otro arqueólogo sufrió un accidente fatal…».
Imaginé a Dorcas leyendo aquello. Alison, a su lado.
Pude ver sus caras atónitas, desdichadas. Realmente iban a quedar destrozadas.
No podía ser. Tenía que encontrar la manera de salir.
Apreté la cajita de oro de Sir Edward como si fuera un talismán.
¡Oscuridad! ¡Se estaba apagando la linterna! ¿Qué iba a hacer cuando se terminara el combustible? ¿Estaría ya muerta para entonces?
¿Cuánto tiempo se podía sobrevivir en una atmósfera como ésta?
Tenía los pies entumecidos. No sé si por el miedo o por el frío. Sobre mi cabeza brillaba el gran murciélago… esperando… esperando para descender.
—¡Oh, Dios —recé— ayúdame! Dime qué debo hacer. Deja que venga Tybalt y me encuentre. Haz que él desee mi vida, no mi muerte.
Después pensé: cuando tenemos necesidad de algo, ¿por qué decimos siempre a Dios lo que debe hacer? Si es Su voluntad yo saldré de este lugar viva… sólo entonces.
Creo que deliraba un poco. Creí oír pasos. Pero era sólo el latido de mi corazón que golpeaba como un martillo en mis oídos.
Hablé en voz alta:
—¡Oh, Tybalt búscame, búscame! Me encontrarás si lo haces. Encontrarás esa puerta. ¿Para qué está ahí esa puerta? ¡Algo te traerá hasta mí… si quieres encontrarme… desesperadamente… debes venir! Pero ¿quieres encontrarme? ¿Esto es orden tuya? No… no lo creo. ¡No puedo creerlo!
Pude ver ahora la vieja iglesia con las torres y las estelas mortuorias. «No se puede leer lo que está escrito en ellas. —Era la voz de Alison—. Creo que hay que retirarlas… pero no se puede molestar a los muertos»…
«No se puede molestar a los muertos. No se puede molestar a los muertos» era como el canto de mil voces.
Y allí estaba el bote y el mar a mi alrededor; hervía como la gran sartén negra que había en la cocina de la rectoría, cuando Dorcas o Alison preparaban guiso a la irlandesa o cocinaban los pasteles de Navidad.
Aquello era el delirio. Me di cuenta, pero lo aceptaba como si me alejara de aquel lugar oscuro y aterrador.
Me llevaba a la sala de estudios donde bromeaba con los otros; me llevaba al cementerio contiguo a la iglesia donde el viejo Pegger cavaba las tumbas.
—¿Para quién es, Pegger?
—Para usted, señorita Judith. Siempre fue usted una entrometida y vea donde la ha llevado eso… a la sepultura… a la tumba…
Se oía de nuevo el eco de voces. «A la tumba» y volvía a este helado lugar de muerte y terror.
—¡Oh, Dios, ayúdame! Que Tybalt me encuentre.
Que me ame. Que todo haya sido un error…
—Hay una boda en la iglesia —dijo Dorcas—. Debes acompañarnos, Judith. Aquí tienes un puñado de arroz. Ten cuidado de cómo lo tiras.
Y allí venían por el centro de la nave… casados por el reverendo James Osmond, Tybalt y Tabitha…
—¡No! —grité, y volví a verme en la tumba.
Tenía los miembros rígidos. Procuré incorporarme.
Tenía que salir.
Al ponerme de pie pateé algo. Era la cajita de fósforos que se había caído. Me incliné y la recogí. Al hacerlo me pareció que la pared se movía.
—Estoy imaginando cosas —me dije—. Deliro.
Dentro de un momento abriré la puerta de mi dormitorio en la rectoría.
La puerta se abrió de verdad. Caí contra ella. Estaba en un pasaje oscuro, que enfrentaba otra puerta.
Algún impulso me había hecho golpear esa puerta.
La leve esperanza que había recibido trajo también el pánico, porque me di muy bien cuenta, en un relámpago de claridad, de lo que me estaba pasando. Estaba atrapada. Me habían traído con el único propósito de matarme. Estaba perdiendo fuerzas. La linterna no iba a seguir siempre encendida. No podía salir.
Empujé la puerta. Procuré abrirla. Pero no se movió.
Me dejé caer junto a ella. Aunque la puerta que llevaba hacia la cámara estaba abierta y tal vez dejaba pasar más aire…
Me tambaleé por el pasadizo. Era corto y terminaba bruscamente. No había descubierto nada: sólo un pasadizo que llevaba a un punto muerto. Volví y pateé la puerta enfurecida. Y después me desmoroné y me cubrí la cara con las manos.
No podía hacer nada… aparte de esperar la muerte en esa soledad.
Perdí la conciencia. Estaba sentada en la puerta a medio abrir y la cámara del gran murciélago me esperaba.
¿Cuánto tiempo?, me pregunté.
La luz de la linterna se debilitaba. Iba a apagarse en cualquier momento.
Cuando llegara la oscuridad, ¿qué iba a ser de mí?
Tal vez iba a asustarme, porque no vería entonces nada… ni siquiera los ojos del murciélago en el techo.
En un súbito pánico volví a levantarme. Me tambaleé hacia la puerta. Grité:
—¡Socorro, socorro! ¡Dios, Alá, Osiris… quien sea, socorro!
Sollozaba, me reía a medias y pateaba y pateaba, con toda la fuerza de que disponía.
Y entonces… sucedió el milagro. Hubo una respuesta.
Nok, nok… del otro lado de aquella bendita puerta.
Con toda mi fuerza volví a golpear.
Y recibí el golpe de respuesta. Ahora oía ruidos detrás de la pared. Alguien sabía que yo estaba aquí.
Alguien venía a buscarme.
Retrocedí. Mientras oía aquel bendito ruido sabía que venían. Aumentó. La puerta tembló. Retrocedí mirándola, y las lágrimas corrían por mis mejillas, y las palabras se atropellaban en mis labios.
—Tybalt viene, me ha encontrado, estaré libre.
Era feliz. ¿Cuándo había conocido tanta dicha?
Sólo cuando estamos a punto de perderla nos damos cuenta hasta qué punto es dulce la vida.
La linterna parpadeaba. No importa. Vienen. La puerta se mueve. Muy pronto, ahora.
Después ya no estuve sola. Me levantaban.
—¡Judith!…
Era Tybalt. ¿Cómo sabía yo que iba a ser él? Me estrechaba en sus brazos y pensé: no he muerto de miedo, pero moriré de dicha.
—Mi amor —dijo— Judith, amor mío.
—No es nada, Tybalt —dije consolándolo— ahora… todo está bien.