La maldición
Cuando Sir Edward Travers murió de manera súbita y misteriosa hubo gran consternación y se produjeron comentarios no sólo en las proximidades de su hogar, sino en todo el país.
Los titulares de los diarios decían: «muerte del eminente arqueólogo». «¿Acaso ha sido Sir Edward Travers víctima de la Maldición?».
Un párrafo de nuestro periódico decía así:
«Con la muerte de Sir Edward Travers, que recientemente dejó su país para realizar excavaciones en las tumbas de los Faraones, uno se pregunta: ¿Hay algo de verdad en la creencia de que aquéllos que perturban el lugar de descanso de los muertos provocan su enemistad? La muerte súbita y rápida de Sir Edward terminó bruscamente con la expedición».
Sir Ralph Bodrean, un noble local e íntimo amigo de Sir Edward, había ayudado financieramente a la expedición, y cuando, unos días después del anuncio de la muerte de Sir Edward, Sir Ralph sufrió un ataque, los comentarios aumentaron.
De todos modos, el caballero había sufrido otro ataque años atrás, y aunque se recobró del segundo, como se había recobrado del primero, quedó paralizado de un brazo y una pierna, y su salud bastante dañada. Como era de esperar, se sugirió que aquellas desventuras se debían a la Maldición.
El cuerpo de Sir Edward fue traído y enterrado en nuestro cementerio, y Tybalt, el hijo único de Sir Edward, hombre brillante que ya había alcanzado algunas distinciones en la misma profesión que su padre, fue, naturalmente, el principal deudo.
El funeral fue uno de los más importantes que había visto nuestra pequeña iglesia del siglo XII. Estaban presentes personalidades del mundo académico y amigos de la familia, y, naturalmente, periodistas.
Yo era entonces dama de compañía de lady Bodrean, esposa de Sir Ralph, cargo que no estaba de acuerdo con mi carácter, pero que me había visto obligada a aceptar por necesidad económica.
Acompañé a Lady Bodrean a la iglesia para el funeral, y allí, no pude apartar los ojos de Tybalt.
Lo había amado tontamente, puesto que no tenía ninguna esperanza, desde la primera vez que lo vi, porque: ¿qué posibilidades podía tener una humilde dama de compañía ante un hombre tan importante? Para mí él poseía todas las virtudes masculinas. No era en modo alguno guapo desde el punto de vista convencional, pero su aspecto era distinguido: muy alto, delgado, ni rubio ni moreno; tenía la frente de un estudioso, pero había algo sensual en su boca; su nariz era grande y un poco arrogante, y sus ojos grises hundidos y velados. Uno nunca podía saber con certeza lo que estaba pensando. Era desdeñoso y misterioso.
Con frecuencia me decía: «Se necesitaría toda una vida para entenderlo». ¡Y qué estimulante descubrimiento podía ser ése!
* * *
Inmediatamente después del funeral volví a Keverall Court con Lady Bodrean. Ella dijo que estaba exhausta, y verdaderamente estaba más quejosa e inquieta que de costumbre. Su estado de ánimo no mejoró cuando se enteró de que los periodistas habían estado presentes en Keverall Court, para averiguar el estado de salud de Sir Ralph.
—¡Son como cuervos! —declaró—. Esperan lo peor porque dos muertes encajarían muy bien con esa historia imbécil de la Maldición.
Unos días después del funeral saqué a los perros de lady Bodrean a su paseo diario, y mis pasos me llevaron, sin quererlo, a Giza House, la casa de los Travers. Me paré frente al portón de hierro forjado, donde tantas veces me había detenido, contemplando el sendero que llevaba a la casa. Ahora que el funeral había terminado y habían levantado las persianas, ya no parecía tan melancólica. Había recobrado aquel aire de misterio con el que siempre la había asociado, porque era una casa que me había fascinado incluso antes de que los Travers fueran a vivir en ella.
Ante mi turbación, Tybalt salió de la casa y fue demasiado tarde para darme la vuelta: él ya me había visto.
—Buenas tardes señorita Osmond —dijo.
Rápidamente inventé un motivo para explicar porque motivo estaba allí.
—Lady Bodrean estaba ansiosa por saber cómo se encuentra usted —dije.
—¡Oh!, bastante bien —contestó él—. Pero le ruego que pase.
Y me sonrió, lo que me hizo sentir ridículamente dichosa. Era absurdo. ¡La práctica, inteligente, orgullosa Judith Osmond sentir tan intensamente por otro ser humano! ¡Judith Osmond enamorada! ¿Cómo era posible haber llegado a aquel estado y de manera tan desesperada?
Me guió por el sendero entre unos setos algo crecidos e hizo abrir la puerta con el llamador que Sir Edward había traído de alguna comarca lejana. Estaba hábilmente tallado en forma de cara: una cara más bien maligna.
Me pregunté si Sir Edward habría puesto allí el llamador para desalentar a los visitantes.
Las alfombras eran tupidas en Giza House, de modo que los pasos no hacían ruido. Tybalt me llevó a la sala donde las pesadas cortinas azul medianoche estaban bordeadas de oro y la alfombra era azul marino aterciopelada A Sir Edward, según había oído, le disgustaba el ruido. Había algo de su vocación en aquel cuarto. Sabía que algunas de las figuras eran réplicas de sus descubrimientos más espectaculares. Aquél era el cuarto chino, pero el gran piano que lo dominaba tenía el sabor de la Inglaterra victoriana.
Tybalt hizo una seña para que me sentara y me imitó.
—Estamos planeando otra expedición al lugar donde murió mi padre —dijo.
—¡Oh! —dije. Habría afirmado que no creía en la historia de la Maldición, pero la idea de que volviera allá me alarmó—. ¿Cree que eso es conveniente? —pregunté.
—Supongo que usted no cree en esos rumores acerca de la muerte de mi padre, ¿verdad?
—Claro que no.
—Es verdad que era un hombre muy sano. Y de pronto cayó muerto. Creo que estaba a punto de hacer un gran descubrimiento. Fue algo que me dijo el día antes de morir. «Creo que pronto demostraré a todos que esta expedición valía la pena. —No quiso decir más. ¡Me habría gustado tanto que hubiese podido hacerlo!
—¿Le hicieron autopsia?
—Sí, aquí, en Inglaterra. Pero no pudieron descubrir la causa de su muerte. Fue muy misterioso. Y ahora Sir Ralph…
—Usted no cree, sin duda, que haya relación entre las dos…
Él sacudió la cabeza.
—Creo que el viejo amigo de mi padre recibió una fuerte impresión al enterarse de su súbita muerte. Sir Ralph siempre había sido un poco apopléjico, y había tenido antes un leve ataque. Sé que hace años que los médicos le pedían que se moderara un poco. No, la enfermedad de Sir Ralph no tiene nada que ver con lo que pasó en Egipto.
Bueno, volveré allí y procuraré averiguar lo que mi padre estaba a punto de descubrir y… si eso tiene algo que ver con su muerte.
—Tenga cuidado —dije, sin poder contenerme.
Él sonrió.
—Creo que es lo que hubiera deseado mi padre.
—¿Cuándo se irá usted?
—Necesitamos tres meses para estar listos.
Se abrió la puerta y entró Tabitha Grey. Como todos en Giza House, ella me interesaba. Era hermosa de manera poco llamativa. Era sólo después de haberla visto muchas veces cuando uno comprendía el encanto de aquellas facciones y la fascinación de su aire resignado, una especie de aceptación de la vida. Yo nunca había entendido muy bien cuál era su situación en Giza House: era una especie de ama de llaves privilegiada.
—Miss Osmond ha venido a vemos con los saludos de lady Bodrean.
—¿Quiere tomar el té? —preguntó Tabitha.
Le di las gracias pero no acepté, y dije que debía volver sin demora, porque me echarían de menos. Tabitha sonrió comprensivamente, indicando que se daba cuenta de que Lady Bodrean no era una patrona fácil.
Tybalt dijo que iba a acompañarme en el camino de vuelta, y lo hizo. Todo el tiempo habló de la expedición.
Yo estaba fascinada escuchándolo.
—Me parece que desearía usted acompañamos —dijo.
—De todo corazón.
—¿Se atrevería usted a enfrentarse a la Maldición de los Faraones? —preguntó con ironía.
—Sí, claro que sí.
Él me sonrió.
—Desearía —dijo con intensidad— que pudiera usted venir con nuestra expedición.
Volví a Keverall Court aturdida. Apenas oí las quejas de Lady Bodrean. Estaba en un ensueño. Él deseaba que yo aceptara ir con ellos. Sólo podía suceder por medio de un milagro.
Cuando Sir Ralph murió hubo más comentarios acerca de la Maldición. El hombre que había sido jefe de la expedición y el hombre que la había financiado… habían muerto. Esto debía tener algún sentido.
Y después… sucedió el milagro. Era increíble; era maravilloso, como surgido de un sueño. Tan fantástico como un cuento de hadas. La Cenicienta iba a ir… no al baile: a una expedición a Egipto.
Solo podía asombrarme ante tanta maravilla, y pensaba constantemente en todo lo que me había llevado a esto.
En realidad había empezado el día en que cumplí catorce años, cuando encontré el trozo de bronce en la tumba que cavaba Josiah Polgrey.