El pendiente de rubí

Apenas me apeé del tren adiviné su presencia. Emmet nos esperaba para llevarnos a la escuela, pero cuando llegamos al patio de la estación vi el carruaje de Verringer, con él a su lado. Se adelantó, sombrero en mano.

—Señorita Grant, es un gran placer verla de nuevo. Ha pasado largo tiempo.

Quedé estupefacta, pues no esperaba verle tan pronto, pero confieso que me había estado preguntando si él estaría ya de vuelta cuando regresáramos al colegio.

—De modo… que ha vuelto —dije, y pensé en seguida cuán necia debía parecerle semejante observación, que además había de demostrarle mi aturdimiento.

—Tengo aquí mi coche —me dijo—. Deme la satisfacción de acompañarla a la academia.

—Es muy amable por su parte —respondí—, pero Emmet ha venido con el carruaje de la escuela para llevarnos.

—No deja de ser un carricoche bastante viejo, ¿no cree? Estará más cómoda en el mío.

—Iremos perfectamente con Emmet, muchas gracias.

—No lo permitiré. Emmet, puede usted recoger el equipaje y tal vez la señorita er…

Estaba mirando a Teresa, que le devolvió la mirada con aire retador.

—Iba a decir que tal vez me haría el honor de viajar en mi coche —terminó con un leve tono burlón.

—Yo iré con la señorita Grant —dijo Teresa.

—Me parece una excelente idea. Emmet, yo acompañaré a las dos señoritas.

—Muy bien, sir Jason —respondió Emmet.

Me sentí enojada, pero hubiera sido ridículo hacer una cuestión de algo que en realidad no tenía excesiva importancia. Sin embargo, tenía la sensación de que todo lo que me pusiera en contacto con él era importante, y me enfurecí conmigo misma por no haber rehusado de un modo que hubiera sido cortés y fríamente convencional, y que al mismo tiempo le hubiese demostrado que no tenía deseo de deberle un favor.

—Esto me agrada mucho —dijo él—. Pueden sentarse las dos a mi lado. Hay espacio de sobra y es la mejor manera de disfrutar del paisaje. Me gustará enseñarles cómo se comportan mis caballos bayos. Realmente me siento muy orgulloso de ellos.

Y nos encontramos sentadas junto a él, mientras salíamos del patio de la estación para adentrarnos en los caminos.

—Confío en que habrá tenido un viaje agradable —le dije.

—En realidad, uno llega a cansarse un poco de estar lejos de casa. Añoranza del hogar, supongo. Se siente la nostalgia de lo que se ha dejado atrás. ¿Y usted y la señorita er…?

—Hurst —indiqué.

—La señorita Teresa, sí, ya recuerdo. ¿Han disfrutado de sus vacaciones?

—Muchísimo, ¿no es verdad, Teresa?

—Hasta el último momento —contestó la muchacha.

—Oh…, entonces ¿no hasta el final?

Teresa explicó:

—El último momento lo pasé con la señorita Grant, y el primero con mis primos. Y ésta fue la parte que no me agradó en absoluto.

—Comprendo que disfrutara usted estando al lado de la señorita Grant. La envidio.

Miré fijamente hacia adelante.

—Es de esperar que no encontremos otro vehículo en este camino —dijo.

—Ah, veo que los recuerdos vuelven. Si esto ocurre…

—Usted insistirá en que haga marcha atrás.

—Claro. Espero verla alguna vez este trimestre. He oído decir a la señorita Hetherington que habrá una fiesta en junio. Esto puede afectarnos a nosotros, los del Hall, así como a la escuela, puesto que tendrá relación con la abadía.

«¿A nosotros?», pensé. ¿A quién se refería? ¿Acaso a él y a Marcia Martindale? ¿Sería ella ya lady Verringer?

—Recuerdo la penúltima. Fue hace algunos años. Creo que conmemoraba algo. Tenemos algunos disfraces guardados en alguna parte. La última vez vinieron actores y se dejaron cosas. Hábitos de monje. Debo informar a la señorita Hetherington al respecto.

—Será interesante —repuse fríamente.

Habíamos llegado al camino más estrecho.

—Está expedito —me dijo, mirándome de soslayo—. A usted la tranquiliza que no vaya yo a incomodarla con una exhibición de arrogancia y egoísmo. —Tiró de pronto de las riendas—. Es para que pueda admirar todo esto durante unos momentos —me dijo—. Tiene un aspecto grandioso, ¿verdad? ¿No es cierto que desde aquí nunca sospecharía que son unas ruinas?

—Yo puedo ver la escuela —dijo Teresa.

—Que no es una ruina, gracias a Dios. No sé qué haríamos sin nuestra excelente señorita Hetherington, sus alumnas y sus maravillosas profesoras.

—Nunca hubiera pensado que significaran tan gran diferencia para ustedes, los del Hall —dije.

—Pues así es. Confieren un poco de sabor a la vida. Y piense en la utilidad que esto representa para mis pupilas. ¿En qué otro lugar obtendrían tan valiosa educación? ¿Dónde podrían conseguir ese barniz de cultura? Habría que enviarlas a un colegio del extranjero, cuando resulta tan conveniente para ellas encontrarse a un breve trecho a caballo de su casa.

—La señorita Hetherington se sentiría muy agradecida por sus comentarios.

—Se los he hecho a ella una y otra vez —me miró—. Pero nunca lo había sentido tan intensamente como ahora.

—Yo diría que estos pensamientos sentimentales se le ocurrieron mientras estaba usted de viaje. Se asegura que la ausencia inspira afecto a los corazones.

—Es lo que la ausencia ha hecho en el mío, lo admito.

—¿Nos vamos? La señorita Hetherington se preguntará qué ha ocurrido cuando vea a Emmet regresar sin nosotras.

—¿Cree que habrá llegado ya?

—Él ha tomado el atajo —dijo Teresa—. Usted ha dado un rodeo, sir Jason.

Nos pusimos en marcha y poco después llegamos a la escuela.

La señorita Hetherington salió a recibirnos. Parecía un poco angustiada.

—Ah, ya está usted aquí, señorita Grant. Me estaba preguntando… y Teresa…

—Yo estaba en la estación —explicó Jason Verringer—. Vi a las dos señoritas y pensé que sería descortés no ofrecerles mi coche. Ahora, una vez llegadas sanas y salvas, les diré au revoir. A propósito, señorita Hetherington, tenemos en el Hall unos cuantos disfraces de monje. Residuo de la última fiesta. Haré que alguien los examine, o tal vez pueda hacerlo alguien que usted envíe allí. Es posible que le sean útiles.

—Gracias. Ciertamente, aprovecharé su amable ofrecimiento, sir Jason. ¿Está seguro de que no quiere entrar?

—Ahora no, pero las visitaré más adelante. Buenos días, señoritas.

Con un gesto galante se quitó el sombrero y seguidamente sus caballos emprendieron el trote.

—Teresa —dijo la señorita Hetherington—, será mejor que vayas a tu habitación. ¿Has encontrado a la señorita Grant en la estación?

Teresa guardó silencio y yo dije rápidamente:

—Yo se lo explicaré. Ve a tu cuarto, Teresa.

—Emmet ha subido ya sus maletas —dijo Daisy—. Venga a mi estudio.

La seguí y, cuando la puerta se cerró, le conté lo de Teresa.

—¡Los dejó y emprendió viaje por su cuenta! Jamás hubiera creído que Teresa tuviera valor para hacer tal cosa.

—Últimamente se ha espabilado mucho.

—Es evidente que aborrecía estar con sus primos. Yo les escribí y todo ha quedado zanjado amistosamente. En realidad, se mostraron muy aliviados, hasta el punto de que he obtenido su permiso para que ella pase el verano con nosotras.

Daisy asintió con la cabeza.

—Ese viaje por su cuenta no era responsabilidad nuestra —dijo—. Espero que Teresa no se haya encariñado demasiado contigo, Cordelia. Hay que tener mucho cuidado con esas chicas tan impresionables.

—En realidad, creo que lo está mucho más con Violet que conmigo. Es sorprendente cómo han llegado a avenirse.

Asintió de nuevo y después dijo:

—¿Y sir Jason…? Me sorprendió verte en su coche… y tú sentada junto a él.

—Fue tal como él dijo —expliqué—. Estaba allí y se mostró muy persistente. No pude rehusar su ofrecimiento sin parecer descortés y… poco civilizada.

—Comprendo. No obstante, ten cuidado con él. Es un hombre peligroso.

—¿Peligroso… en qué sentido?

—Quiero decir que para una joven como tú sería imprudente trabar excesiva amistad con él.

—No me siento inclinada a hacerlo.

—Espero que no.

—¿Se ha casado con la señora Martindale, o se dispone a hacerlo?

—No ha habido boda… todavía. Hay mucha especulación al respecto, como la ha habido desde que la señora Martindale vino a El Descanso de los Grajos.

—¿Está ella ahora allí?

—Oh, sí. Regresó hace tres semanas. Y también él, y ahora la gente espera el próximo evento. Al parecer, la opinión general es la de que se casarán. El desagradable rumor según el cual él ayudó a su esposa a morir, para poder casarse con la señora Martindale, todavía persiste. A mí no me gusta esa clase de chismorrería acerca de alguien tan próximo a la escuela. Es una lástima que este lugar sea de su propiedad y que él muestre interés por el mismo, pero estoy segura de que todos estos rumores son absurdos. Puede ser un granuja de tomo y lomo, pero no es de los que matan a su esposa. Sin embargo, hasta que se case y siente la cabeza, temo que estos rumores persistirán. Entretanto, lo mejor para nosotras es mantenernos tan distanciadas del asunto como nos sea posible.

—Estoy de acuerdo —dije—. Y esto es, desde luego, lo que yo pienso hacer.

Daisy asintió, satisfecha.

—Pero no es fácil —añadió—, siendo él como es el propietario del lugar y con esta relación entre el Hall y la abadía.

Más tarde vi a Eileen Eccles en el calefactorio y entré para charlar un rato con ella.

—Bienvenida de nuevo al trabajo —me dijo—. ¿Has pasado unas buenas vacaciones?

—Muy buenas, gracias. ¿Y tú?

—Espléndidas. Ahora queda un largo período para esperar las vacaciones estivales. Siempre he pensado que este trimestre es el más difícil. Supongo que es porque las ganas de marcharse son más intensas que nunca.

—¡Oh, vamos! —exclamé riendo—. Si todavía no ha comenzado…

—Tengo la impresión de que va a ser muy pesado. Piensa por ejemplo que vamos a tener esa dichosa fiesta en junio. Estuve en la última y no puedes tener idea de lo aborrecible que es hasta haberla sufrido. Interludios musicales, canciones bajo la sombra de una gran nave, desfiles con túnicas, los ropajes de nuestros fundadores… Presentar, probablemente, una obrita teatral: acto primero, la construcción de la abadía; acto segundo, la Disolución; acto tercero, el ave fénix resurge de sus cenizas, en forma de nuestra querida Academia para Señoritas.

—De todos modos puedes tomártelo a risa.

—Pues ríe, querida Cordelia. Una ha de reír o llorar.

—Diría que haremos más bien lo primero durante los preparativos.

—Y después… la gloriosa libertad. No pierdas de vista esto a lo largo de las semanas de penalidades y conflictos: la luz al final del túnel. A propósito, has hecho una llegada por todo lo alto.

—Oh, ¿ya estás enterada, pues?

—Mi querida Cordelia, todo el mundo lo sabe. Todos pudieron verte sentada a su lado. Este lugar no es solamente la tierra del requesón y la sidra, sino también la del escándalo y las murmuraciones. Y son dos de sus principales industrias.

—En lo que a mí respecta no es necesario hablar de escándalo, puedo asegurártelo.

—Me alegro. No me gustaría verte atravesada por un puñal y tus restos macabros sepultados debajo de la cancela en ruinas… o tal vez tu cadáver arrojado al estanque de los peces una noche oscura. Madame Martindale me da la impresión de ser capaz de emplear los métodos de los Borgia o de los Médicis si así se le antojara.

—Desde luego, es una mujer un poco teatral.

—Y decidida a conseguir su objetivo, que, mi querida Cordelia, es el Hall y el titulo que lo acompaña. A cambio de estos beneficios, está dispuesta a tomar también a sir Jason, y bien podrían ocurrirle infortunios a cualquier rival que le disputara tan deseable parti.

—¡Dices unas barbaridades! —exclamé, riéndome—. Puedo asegurarte que un trayecto en coche no constituye una propuesta de matrimonio… o intenciones de llegar a ella.

—No obstante, yo creo que puede tener los ojos puestos en ti. No dejas de tener tus encantos personales.

—¡Oh, muchas gracias! Has dicho que la murmuración y el escándalo son los productos típicos del lugar, pero yo creo que ciertas personas padecen un exceso de imaginación. Conozco muy poco a ese Jason Verringer y lo que sé de él dista de agradarme.

—Consérvate así, Cordelia. Sé una virgen prudente.

Me reí con ella. Era agradable estar de vuelta.

*****

A pesar de las seguridades que me ofrecía a mí misma en el sentido de que Jason Verringer me tenía totalmente sin cuidado, durante los días siguientes fui comprobando, cada vez más, que no era así. Cada vez que salía, lo buscaba; en una ocasión le vi venir desde el Hall y di media vuelta y me alejé al galope. Creo que él me vio, pero como iba a pie no tenía posibilidad de darme alcance… suponiendo que hubiera sido ésta su intención.

Después, cuando salía a caballo aprovechando mis tiempos libres, empecé a encontrarlo muy a menudo y comprendí que él preveía estos encuentros. Dada mi situación, era natural que mis salidas se produjeran en horas regulares y él no tardó en averiguarlas.

Esto me alarmó y a la vez me intrigó, y si quería ser perfectamente sincera conmigo debía admitir que él distaba de serme indiferente, y éste era un pensamiento que me inquietaba.

Se entrometía no sólo en mis tardes libres, sino también en mis ideas. Cada vez que se mencionaba su nombre —cosa frecuente, ya que no se podía entrar en ninguna de las tiendas sin oír algo acerca de él o de sus devaneos— yo fingía no estar interesada, pero en realidad en todo momento trataba de reunir la máxima información posible.

Era yo muy inexperta en cuanto al mundo y los hombres. Mi único encuentro lo había tenido con Edward Compton, y cuanto más se alejaba en el tiempo más me parecía un sueño. Tal vez de haber sido más mundana me habría sentido más alarmada de lo que lo estaba en realidad, pero lo cierto era que me estaba dejando atraer hacia su órbita y él —un hombre con amplio conocimiento de mi sexo— comprendía mis sentimientos y estaba dispuesto a explotarlos.

Yo le había atraído desde el momento en que me vio en el coche con Emmet, y cuando se sentía atraído por una mujer no era hombre que se negara el placer de la persecución.

Y por consiguiente, ahora me perseguía.

Mis ácidas respuestas no lo desalentaban en lo más mínimo. Es más, de haber sido yo más entendida, habría sabido que todavía aumentaban más su determinación.

Para un hombre que estaba a punto de casarse con otra mujer, esto resultaba deplorable, pero yo me negaba a aceptarlo, y me decía a mí misma que su actitud respecto a mí era la misma que debía adoptar ante cualquier otra mujer que fuese joven y pasablemente bonita. No había nada especial en ella.

Pero, desde luego, no era así.

Una vez, estaba cabalgando como ejercicio de la tarde, cuando él se acercó al trote ligero de su montura.

—Qué sorpresa tan agradable —dijo irónicamente, pues era evidente que me había estado esperando—. Estoy seguro de que no se opondrá a que cabalgue junto a usted.

—En realidad, prefiero cabalgar sola —repliqué—. Así puedo ir a mi paso.

—Ajustaré el mío al suyo. ¡Qué tarde tan espléndida! Y mucho más para mí, se lo aseguro, puesto que la he encontrado a usted.

Fingí no oírlo y dije que debía regresar en seguida a la escuela.

—Hay mucho que hacer allí —añadí.

—Qué lástima. ¿Se trata de la orgía de la noche de junio?

No pude contener la risa.

—No creo que a la señorita Hetherington le gustara esta calificación.

—Quiero que alguien revise los disfraces que tengo en casa, para ver si pueden ser de alguna utilidad. ¿Vendrá al Hall? Me gustaría enseñárselos.

—Esto es cosa de la señorita Barston. Ella es la profesora de costura y labores.

—No es necesario confeccionarlos. Ya lo están.

—Tal vez necesiten alguna renovación y retoques para quien deba usarlos. Diré a la señorita Hetherington que desea usted que la señorita Barston vaya a verlos.

—Es que yo esperaba que viniera usted. Después de todo, se trata de saber cómo hay que llevar estos ropajes… y todas esas cosas.

—¿Cuántas maneras hay de llevar los hábitos cistercienses?, me pregunto yo.

—Así lo sabría. Por eso quiero que venga.

—En realidad, es a la señorita Barston a quien necesita.

—Yo no necesito a la señorita Barston. Yo necesito a la señorita Grant.

Le miré con fría sorpresa.

—Sí —prosiguió—, ¿por qué es usted tan arisca? ¿Acaso me teme?

—¡Temerle a usted! ¿Por qué habría de temerle?

—Bien, se me representa algo así como un ogro, ¿no es verdad?

—¿De veras? Yo creía que era usted un viudo a punto de volver a casarse.

Soltó una carcajada.

—¡Oh, se trata de eso! —exclamó—. Las historias que cuentan sobre mi familia son divertidas de veras. Ahora sólo estoy yo para cargar con todo. En otro tiempo, mi hermano lo compartía conmigo.

—Supongo que su vida es muy pintoresca. No cabe duda de que facilita al vecindario cosas de las que hablar.

—Así les resulto útil. Cordelia, ¿por qué no podemos ser… amigos?

—Nadie decide ser o no amigos. La amistad es algo que crece.

—Pues bien, dé a la nuestra una oportunidad para crecer, ¿quiere?

Mi corazón latía con más rapidez de la debida. Ciertamente, él me causaba un gran efecto.

—Todo tiene su oportunidad —contesté.

—Por consiguiente, ¿incluso yo la tengo… con usted?

Espoleé mi caballo y lo puse al trote y después al galope para atravesar un campo.

Él se mantuvo a mi lado en todo momento. Tuve que refrenar mi montura cuando llegamos al camino.

—Excitante —fue su comentario.

Estuve de acuerdo con él.

—Debo regresar. No puedo llegar tarde. Dentro de una hora comienza una de mis clases y debo volver y cambiarme.

Asintió con la cabeza y cabalgó a mi lado. No llegó hasta la misma escuela. Me pregunté si estaba al corriente de las murmuraciones y no quería que llegasen a oídos de Marcia Martindale, o si pensaba que esto iba a desagradarme y hacer que me negara a volver a cabalgar con él.

Entré en la escuela, me cambié, poniéndome una blusa y una falda, y me dirigí presurosa a dar mi clase.

Pero no podía dejar de pensar en él.

*****

Dos días después, durante mi hora libre por la tarde no fui a montar, pues estaba segura que, de hacerlo, volvería a encontrarme con él. Opté por dar un paseo a pie entre las ruinas de la abadía.

Allí había quietud y paz, y sin embargo al mismo tiempo advertía una sensación premonitoria como siempre que me encontraba sola entre las ruinas. Supongo que se trataba de aquella atmósfera latente de antigüedad, la noción de que en otro tiempo aquello había sido una comunidad floreciente de hombres piadosos que allí se entregaban a sus tareas… y de que repentinamente se había descargado el golpe y, en lugar de aquella santidad y aquella tranquila belleza, había ruinas. Una cosa bella era una dicha sempiterna… incluso cuando los vándalos habían hecho lo posible por destruirla. Pero era mucho lo que restaba de la abadía, y resultaba impresionante con aquellos muros de piedra que, aunque carentes de techo, parecían llegar hasta el cielo.

Caminé a través del transepto y la nave, contemplando el cielo azul sobre mí. Pasé por el ala oeste de la basílica, flanqueando la capilla y la casa del abad, dejé las ruinas tras de mí y llegué a los estanques.

Permanecí un rato allí, contemplando el agua que fluía desde un estanque a otro. Había tres de ellos, el segundo más bajo que el primero y el tercero más aún que el segundo, de modo que al caer el agua del uno al otro formaba cascadas. Resultaba muy efectivo, un espectáculo grato.

Me encontraba junto al agua, absorta en mis pensamientos, cuando oí unos pasos y al volverme rápidamente vi a Jason Verringer.

Se acercó sonriente, sombrero en mano.

—¿Qué le ha hecho venir aquí? —pregunté, y en seguida advertí la necedad y la impertinencia de esta pregunta.

Al fin y al cabo, las tierras de la abadía le pertenecían. Podía ir allí donde se le antojara.

Siguió sonriendo.

—Adivínelo —dijo—. Sólo una respuesta, no las tres de costumbre… porque la contestación es obvia. Se lo diré. Para verla a usted.

—Pero ¿cómo sabía…?

—En realidad, es muy sencillo. Puesto que no iba a caballo, todo indicaba que quería caminar. ¿Adónde podía ir caminando? Bien, las ruinas son irresistibles, ¿verdad? Por consiguiente, dejé mi caballo no lejos de aquí y andaba entre las ruinas cuando la vi admirando los estanques. Son dignos de ser contemplados, ¿verdad?

—Lo son. Estaba imaginándome a los monjes pescando aquí.

—Como hace, según creo, el buen Emmet, que les proporciona el pescado para su mesa.

—Es verdad.

—Es uno de los privilegios que la señorita Hetherington ha sabido obtener de mí.

—Estoy segura de que por ello le está muy agradecida.

—Siempre da esta impresión. Por lo demás, yo la aprecio mucho. Cuando no hay clases en la escuela, este lugar resulta muy aburrido.

—No creo que lo sea para usted, con las fincas y… todas sus actividades.

—Sin embargo, falta algo… algo extremadamente atractivo.

Me eché a reír.

—Usted exagera, desde luego. Y por otra parte ha estado en el extranjero casi todo el invierno.

—Este año sí. Las circunstancias eran muy diferentes de lo usual.

—Sí, claro. ¿Pesca alguna vez en estos estanques?

Denegó con la cabeza.

—Sé que lo hacen algunos de mis sirvientes. Me aseguran que el pescado es excelente y en ocasiones algún ejemplar llega hasta nuestra mesa.

Asentí en silencio y miré el reloj prendido en mi blusa.

—Todavía no es la hora —dijo él—. ¿Por qué, cuando nos encontramos, siempre se muestra tan interesada en cuándo debemos separarnos?

—La vida de una profesora está regulada por el tiempo. Usted debe saberlo.

—Los monjes vivían a toque de campana. Usted es como ellos.

—Sí, creo que sí. Y el tiempo que reservo para mí por las tardes es tiempo entre dos clases.

—Lo que facilita saber cuándo estará usted disponible. Debería venir a cenar conmigo una noche en el Hall.

—Creo que la señorita Hetherington lo consideraría algo indecoroso.

—Yo no le estaba preguntando a la señorita Hetherington. ¿Acaso rige ella su vida?

—Una directora de un colegio de esta categoría ha de tener una gran influencia sobre la conducta de su personal.

—¿En la elección de sus amigos? ¿En decidir qué invitaciones deben aceptarse? Oh, vamos, ya sé que está usted en una abadía, pero sólo en sus ruinas. No es usted una monja a punto de pronunciar los votos.

—Es usted muy amable al invitarme, pero me es imposible aceptar.

—Debe de haber una solución.

—No se me ocurre ninguna.

Habíamos estado caminando junto a los estanques y él se volvió de pronto hacia mí y apoyó sus manos en mis hombros.

—Cordelia —me dijo—, suponiendo que la señorita Hetherington diera su conformidad, ¿vendría entonces a cenar conmigo?

Vacilé y él insistió:

—¿Vendría?

—No… no… No creo que resultara muy… adecuado. Además, puesto que esto queda descartado no veo la razón para seguir hablando al respecto.

—En realidad, estoy sintiendo un gran afecto por usted, Cordelia.

Guardé silencio por unos momentos y eché a andar. Él deslizó su brazo por debajo del mío. Deseé que no me tocara; me hacía sentir muy nerviosa y confusa.

—Yo diría que tiene usted afecto a muchas personas —repliqué.

—Esto es una indicación de mi naturaleza afectuosa. Lo que quiero decir es que a usted le tengo un particular afecto.

Me solté y dije:

—Verdaderamente, es hora de que vuelva. Sólo estaba dando un breve paseo entre las ruinas.

—Oh, ya sé que oye usted historias sobre mi persona, pero no debe permitir que la afecten. Están circulando desde hace cientos de años. Yo estoy aquí en estos momentos y por lo tanto soy la figura central de todos los escándalos. Todos mis antepasados han compartido el mismo destino, el de monstruos de iniquidad. Esto es lo que siempre se les ha aplicado a todos. Siempre nos hemos reído de todos esos cuentos. Dejemos que la gente se divierta a nuestra costa, solíamos decir. Sus vidas son monótonas. Dejemos que vivan alegremente a través de nosotros. Pero si incluso hay una historia sobre esos estanques… ¿Ha oído decir que, según habladurías, el padre de mi tatarabuelo asesinó a un hombre y arrojó su cadáver precisamente en estos estanques?

Los miré y me estremecí.

—Los estanques desembocan en el río —prosiguió—, y en este punto la corriente es rápida, debido al agua que vierten los estanques. Acérquese aquí, al final, y lo verá. El río está tan sólo a unos pocos kilómetros del mar… y por consiguiente la pobre víctima fue arrastrada y sus huesos yacen ahora en el fondo del mar.

Habíamos llegado al último estanque y me demostró lo que había dicho. Ciertamente, el río tenía allí una corriente rápida, camino del mar.

—Ese granuja de Verringer deseaba la mujer de otro hombre, por lo que lo llevó a los estanques, le dio un golpe en la cabeza, lo arrojó al agua y dejó que su cadáver flotara a través de los estanques, hasta llegar al mar. Desgraciadamente para él, hubo un testigo de esa fechoría. Por eso sabemos lo que ocurrió. A él poco le importó. Se casó con la dama de su elección y ella pasó a ser uno más de nosotros. Como puede ver, somos un clan bastante siniestro.

—Lo que ocurre es que tiene usted algunas noticias de las actividades de su familia, aunque sólo hayan sido transmitidas por conducto oral. Es posible que si todos pudiéramos remontarnos en nuestras historias familiares hasta tan lejos, encontrásemos esqueletos en nuestros armarios.

—Es un pensamiento amable. Es agradable imaginar que no somos nosotros los únicos villanos.

Hubo un ruido más arriba y, al volverme, vi a Teresa de pie ante la pendiente que conducía a los estanques.

—¿Me estabas buscando, Teresa? —pregunté.

—Sí, señorita Grant —me contestó—. La señorita Barston tiene jaqueca y desea que usted dé su clase esta tarde, si está libre. Dice que lo único que debe hacer es vigilar a las niñas. Ella les ha dado trabajo.

—Sí, desde luego. Voy en seguida. Adiós, sir Jason.

Él tomó mi mano y la besó, después de dedicar una inclinación de cabeza a Teresa.

—Ha sido para mí una tarde agradabilísima —me dijo.

Me reuní con Teresa y ella me dijo:

—Vi que no había salido a caballo y supuse que estaría paseando entre las ruinas.

—Fui a los estanques y encontré allí a sir Jason.

—He tenido que interrumpirla —dijo Teresa—, pero es que la señorita Barston…

—Has hecho bien, Teresa.

—Espero que no le haya importado.

—Claro que no. En realidad, me disponía a marcharme.

Ella asintió con la cabeza y pareció muy complacida.

*****

El seguimiento al que él me sometía estaba resultando evidente y la gente lo advertía. Tuvo la temeridad de ir a la escuela y sugerir a la señorita Hetherington que yo fuese al Hall para inspeccionar los hábitos. Ella me contó que, cuando le recordó que era tarea de la incumbencia de la señorita Barston, él replicó que, en su opinión, las chicas que llevaran aquellos hábitos debían ser enseñadas a hacerlo con dignidad, y que, gracias a la instrucción especial que yo había recibido, había de ser yo quien los examinara.

—Fue algo tan descarado… —comentó Daisy—. Él lo sabía y sabía que también yo me daba cuenta. No pude evitar la risa… a la que él unió la suya. Le dije con firmeza: «No, debe ser la señorita Barston», y él me contestó que me haría saber el momento más conveniente. Tengo la impresión de que no oiremos nada más al respecto. Yo no sé qué decirte, Cordelia. Está claro que siente un gran interés por ti. Eres joven y agraciada y, para hablar con propiedad, él es un calavera. Pero en realidad debería buscarse sus mujeres y no precisamente en lugares respetables. Tiene instalada a esa mujer en El Descanso de los Grajos y tendría que saber que esto por sí solo, de no ser él quien es, debiera bastar para excluirlo de nuestra escuela. Por desgracia, es nuestro propietario. Podría echarnos en el acto si así se le antojara. Además, tenemos dos alumnas del Hall que toman parte en todas las actividades extra y resultan muy beneficiosas. Es una situación muy desagradable. ¿Crees poder manejarla? Tú eres una joven muy sensata.

—Creo que sí puedo. A veces se hace el encontradizo conmigo cuando monto a caballo y el otro día me topé con él en los estanques.

—Vaya… Claro que tiene perfecto derecho a estar allí. No podemos impedirle el paso en su propiedad.

Sentía hervir en mí la excitación. Era como una batalla y yo estaba profundamente implicada en ella, y, si quería ser sincera, no podía decir que deplorase aquella persecución de que me hacía objeto. Era extremadamente halagüeña y yo hubiera sido una mujer muy poco corriente de mostrarme molesta por los halagos.

Cuando fui de nuevo al pueblo, la señora Baddicombe me acorraló.

—Creo que muy pronto las campanas tocarán a boda —me dijo confidencialmente—. He oído decir que hay preparativos en El Descanso de los Grajos. La señora Gittings estuvo ayer aquí y hoy se marcha, llevándose a la pequeña a casa de su hermana, allá en los páramos. Estaba contentísima. Nada puede gustarle más y es fácil suponer el porqué. Debe de ser un hogar de lo más raro aquella casa de El Descanso.

—Sé que a la señora Gittings siempre le gusta visitar a su hermana.

—Yo creo que si no fuera por la niña, ella no trabajaría en El Descanso. Lo hace por esa niña, pobre criatura. Es una suerte que alguien quiera ocuparse de ella. Yo creo que quieren sacársela de encima para la boda. Es lógico que sea así… Bueno, tal vez haga su aparición después de la ceremonia, pero no antes…

—Entonces ¿cree usted que el hecho de que la señora Gittings se marche con la pequeña significa…?

—Claro que sí, querida. Habrá boda, de eso no hay duda. El párroco celebrará la ceremonia, lo quiera o no, pero ¿qué puede hacer él? No va a perderse su medio de ganarse la vida, ¿no le parece?

—No es seguro que esto sea a causa de la boda… —empecé a decir.

—¿Qué iba a ser si no? Y si ahora no es el momento, ¿cuándo será? Hace un año que se murió aquella pobre santa. Él ha esperado todo ese año, y recuerde que por ahora todavía no hay heredero varón para los Verringer. Hay que pensar en esto. Recuerde mis palabras: en realidad, todo gira alrededor de esto.

Salí de la tienda muy deprimida. ¿Estaría en lo cierto la señora Baddicombe? Pero si él estaba a punto de casarse, ¿podía mostrar tanto interés por mí?

Unos días más tarde, la señorita Hetherington me hizo llamar.

—He recibido una nota de sir Jason —me dijo—. Quiere que vayas al Hall a hablar con él acerca de los progresos de Fiona y Eugenie.

—¿Ir yo… al Hall? Seguramente, lo que querrá es hablar de esto con usted.

—Así lo pensé, pero él insiste en que le preocupa la presentación de Fiona en sociedad, cosa que tendrá lugar el año que viene, cuando ella se marche de aquí, y él cree que con tu formación en Schaffenbrucken debe hablar contigo acerca de esta cuestión y del adiestramiento especial que la niña requiere.

—Pero es que yo no sé nada de la presentación de jovencitas en la sociedad británica.

—Fue derrotado en lo de los disfraces de monjes, pero él nunca se da por vencido. Me estoy preguntando qué debo decirle.

—Supongo que yo podría ir al Hall.

—Mi querida Cordelia, no sé si esto sería prudente…

—Creo que nada hay que temer. Tengo entendido que su casamiento es inminente.

—¿Lo es?

—Según la señora Baddicombe.

—Es una excelente agencia de noticias —reconoció Daisy—, pero creo que no siempre salen de ella informes verídicos.

—Según ella, la señora Gittings se ha marchado con la niña, cuya presencia resultaría embarazosa en estas circunstancias.

Daisy se encogió de hombros.

—Lo que yo desearía es que él se comportara con más decencia. Pero mientras esto no ejerza un efecto adverso sobre nuestra escuela, supongo que no es de nuestra incumbencia.

—No veo cómo podría quedar afectada la escuela por su conducta. Supongamos que voy allí y me llevo a las dos chicas conmigo. Me servirían de acompañantes.

—Hmmm —rezongó Daisy—. En realidad, esto resulta ridículo. Y lo más enojoso es que él lo sabe y estoy segura de que se está riendo de nosotras.

—Yo creo que está azuzando —repliqué—. Pero supongo que no tardará en casarse y tal vez entonces cambie de actitud.

—Ésta es una afirmación que me permito poner muy en duda. Dicen que los leopardos nunca cambian sus manchas.

—También dicen que de los calaveras reformados salen los mejores esposos.

—Oh, querida, todo esto es de lo más absurdo. ¿Crees que podrás arreglártelas, Cordelia?

—Sí, así es. Me llevaré a las chicas conmigo e insistiré en que estén presentes.

—Estoy segura de que él tratará de embaucarte de algún modo.

—Ya lo ha hecho en alguna otra ocasión, pero creo que llegará a cansarse cuando yo le muestre claramente que no deseo su compañía.

Me miró fijamente a los ojos.

—¿Se lo demostrarás, Cordelia?

—Claro que sí.

—Dicen que es un hombre muy atractivo. Yo no sé mucho acerca de estas cosas, pero me consta que hay quien afirma que los libertinos son atractivos.

—Esto es pura ficción romántica, señorita Hetherington. No es aplicable a la vida real.

—Pareces estar muy segura de ello.

—Lo estoy en lo que a él respecta.

—Pues bien, entonces ve con las chicas y veremos qué sale de todo ello. No veo por qué no puede hablar conmigo acerca del futuro de ellas.

Y así fue como nos encontramos en el Hall aquella tarde de mayo que tan importante había de resultar para el futuro.

Salí con Fiona y Eugenie a primera hora de la tarde y pronto recorrimos las pocas millas que separaban el colegio del Hall.

Fiona se mostraba reservada, pero encantadora, y Eugenie tan insolente como siempre, y un tanto huraña por perderse el paseo a caballo con el grupo de las otras chicas, entre ellas Charlotte Mackay.

Cuando llegamos al Hall fuimos directamente a los establos. Jason Verringer estaba allí, al parecer esperándonos con impaciencia.

Me ayudó a desmontar.

—A la hora exacta —dijo—. Me gusta la puntualidad y supongo que lo mismo le ocurre a la señorita Grant.

Uno de los palafreneros se adelantó para hacerse cargo de los caballos. Eugenie dio unas palmaditas al suyo y explicó al hombre lo que quería que se hiciera.

—Tengo dos caballos nuevos —explicó Jason a Eugenie—. Me siento muy orgulloso de ellos. Te los enseñaré, Eugenie, antes de que te marches.

—¡Me entusiasmará verlos! —exclamó Eugenie, súbitamente animada e incluso embellecidas sus facciones.

—Los verás.

Al volverme, vi algo sobre los adoquines del pavimento y me detuve para recogerlo. Era un pendiente, muy grande y extraño, con lo que bien podía ser un rubí del tamaño de un guisante, rodeado de brillantes.

—¡Mirad esto! —exclamé.

Lo sostenía en la palma de la mano y las chicas se acercaron para verlo.

—Yo sé de quién es —dijo Eugenie—. La he visto llevarlos. Es de la señora Martindale. —Había en sus ojos una expresión maliciosa poco corriente en una persona tan joven—. Es suyo, ¿verdad, tío Jason?

—Es muy posible —contestó él.

—Tendría un disgusto si lo perdiese —dijo Fiona—. ¿De qué sirve un pendiente sin su pareja?

—¿Te lo doy para que se lo entregues tú, tío Jason? —inquirió Eugenie con una sonrisa burlona—. O también puedo devolvérselo yo. No me cuesta nada dárselo cuando pase ante su casa mañana, a caballo.

—Hazlo —dijo Jason Verringer—. Si realmente es suyo, se alegrará de recuperarlo.

—No sé de quién más podría ser —comentó Eugenie—. ¿Y usted, señorita Grant?

—Lo ignoro —respondí—. Desde luego, nunca lo he visto antes.

Eugenie se lo metió en el bolsillo.

—Enséñanos los caballos, tío Jason —rogó.

Él me miró y se encogió de hombros.

—Ah, ahí está la señora Keel. Señora Keel, acompañe a la señorita Grant a la sala. ¿Hay allí libros de la biblioteca?

—Sí, sir Jason.

—Perfectamente. Estaré allí dentro de unos minutos. Las niñas están impacientes por ver los nuevos tordos.

Echó a correr a través del patio, con las dos chicas pisándole los talones. Yo hubiera querido ir con ellas, pero la señora Keel me estaba hablando.

—La señorita Eugenie está loca por los caballos. Siempre lo ha estado. ¿Quiere venir conmigo, señorita Grant?

Me sentí como una necia. Comprendí que él lo había planeado todo. Sin embargo, las chicas sólo habían ido a ver los caballos y a mí no me quedaba más remedio que seguir a la señora Keel hacia la casa.

Entramos en la gran sala vestíbulo por la que yo había pasado en aquella ocasión memorable en que cené con él y después me senté en aquel patio casi a oscuras.

Subimos por la gran escalinata, con su balaustrada bellamente tallada en la que sobresalían las rosas Tudor y algo menos las flores de lis, y entré en una sala con paneles de madera, gruesas alfombras rojas y pesados cortinajes de terciopelo también rojo. Había una gran mesa de madera tallada bajo una ventana con celosía, en la que había apilados varios libros. Sobre una mesa más pequeña había una bandeja de plata con tazas y platillos para el té.

—Le ruego que tome asiento, señorita Grant. No tardarán mucho y yo serviré el té apenas me llamen.

—Gracias —dije, y la señora Keel se retiró.

Sentí inquietud. Allí estaba yo, sola en la casa cuando apenas acababa de llegar a ella.

Miré a mi alrededor. Ése era su sanctum especial. Había en las paredes dos cuadros bellísimos. Uno era una pintura de una mujer, evidentemente una Verringer, que parecía un Gainsborough. Había en él un aire inconfundible. El otro era un paisaje. Había también una librería con puertas cristaleras. Miré los libros. Algo de poesía… ¡Extraordinario! No podía imaginármelo leyendo poesía. Los otros eran sobre todo de historia.

—¿Verificando mis hábitos de lectura?

No le había oído entrar en la habitación. Di media vuelta y con gran desconcierto por mi parte vi que estaba solo.

—¿Dónde están las chicas? —pregunté.

—Creo que va usted a disgustarse un poco. No las culpe a ellas. Ya sabe cómo son las jovencitas cuando se trata de caballos…

—Yo pensaba que venían aquí para hablar de…

—Es usted la que va a hacerlo. Por otra parte, yo no sugerí que vinieran. En realidad, creo que es mejor que no estén presentes. Así podremos hablar de ellas más abiertamente. Eugenie estaba loca por probar los caballos y arrastró a Fiona consigo, en vista de lo cual les he dicho que pueden sacarlos y cabalgar en el paddock durante media hora. Vendrán a tomar el té.

Me sonreía con una leve nota de maligno triunfo en sus ojos.

Había ganado otra vez.

Yo estaba decidida a no mostrar mi disgusto. De hecho, para ser sincera había de admitir que me alegraba de haberme librado de las dos chicas. Eugenie podía ser realmente desagradable, y Fiona tendía a comportarse como quienes estuvieran con ella, y aunque era una muchacha bastante dócil cuando estaba sola, ya no lo era tanto en compañía de Eugenie y Charlotte Mackay.

—¿De qué desea usted hablar?

—Siéntese. ¿Le gustaría ver mis libros? Tengo algo interesante que enseñarle. Los he hecho traer de la biblioteca. He pensado que aquí estaríamos más cómodos, pero hay otros en mi colección y, puesto que está usted tan interesada en la abadía, los he hecho traer aquí para que los vea.

—Me gustaría verlos, claro, pero pienso que primero debemos ir al asunto motivo de mi venida. ¿Qué es lo que le preocupa respecto a Fiona?

—¿Preocuparme? No se trata de preocupación, desde luego. Sólo pido ayuda, esto es todo.

—Pero ¿tiene usted alguna idea al respecto?

Me miró con intensidad.

—En mi mente rebullen las posibilidades.

—Pues entonces le ruego que me las explique y yo veré si hay algo que podamos hacer en el colegio para ayudarle.

—Para mí, es un problema ocuparme de dos chicas. En particular ahora, cuando se acercan a una mayoría de edad.

—Puedo comprenderlo.

—Para un hombre… solo, esto no resulta fácil.

—Comprendo que la dificultad hubiera sido menor de haber vivido su esposa.

—Poca cosa podía hacer ella. Ya sabe que llevaba años inválida.

—Sí, lo sé.

—No dudo de que le ha sido presentado mi expediente completo… por parte de esa vieja bruja de la estafeta de correos. Me pregunto por qué la mantengo allí.

Me sentí bastante escandalizada al pensar que la señora Baddicombe pudiera mostrarse tan maligna con él, cuando le debía su subsistencia, como debía de suceder con la mayoría de los habitantes del lugar.

—¿Y no podría usted…? —empecé.

—¿Nombrar una nueva encargada de correos? Desde luego que sí. Esto es como un pequeño reino, Cordelia. Casi tan feudal como en los días en que mis antepasados compraron las tierras de la abadía. Éstas abarcan el pueblo cuya existencia data tan sólo de los últimos cien años, más o menos. Mi bisabuelo anduvo muy metido en proyectos de construcción. Alquiló sus casas y aumentó sus propiedades. Ya sé que esa vieja malvada distribuye chismes junto con sus sellos.

—¿Y usted lo sabe y lo permite?

Se echó a reír.

—Deje que disfrute de la vida, pobre mujer. Los Verringer representan las especias en su monótono régimen alimenticio. Le advierto que cuenta con una cierta base y, para el resto, con… una fértil imaginación.

—¿Y cómo está usted enterado de todas esas murmuraciones?

—Usted cree que soy un negligente tarambana interesado tan sólo en los placeres, y al que imagina como asiduo de bailes y clubs de juego, así como aficionado a la compañía de damas complacientes. Hay muchas clases de placeres, Cordelia. Dirigir y administrar una propiedad es uno de ellos, y ahondar en el pasado es otro. Sepa que mi carácter tiene muchas facetas. Puedo cambiarlo en un santiamén. Le aseguro que es mucho lo que se puede llegar a saber sobre mí.

—Nunca lo he dudado. ¿Pasamos al asunto por el que he venido? Hábleme de esa instrucción adicional que desea usted para Fiona.

—Quiero que salga de la academia convertida en una joven dispuesta a entrar en sociedad.

—¿Y cree que nosotras podemos conseguirlo?

—Creo que usted puede hacerlo.

—¿Cómo?

—Me gustaría que ella fuese… exactamente como es usted.

Sentí que se me arrebolaban las mejillas.

—Verdaderamente, no comprendo…

—Digna, compuesta, fría, invitando al interés. Con un sentido del humor… y de hecho devastadoramente atractiva.

Me eché a reír, pero sabía que los ojos me brillaban. Había pensado que me gustaban los halagos y no había duda de ello.

—¿Por qué se ríe?

—Porque usted se está riendo de mí.

—No puedo hablar más en serio. Si yo tuviera que presentarla a usted en sociedad, sabría que mi tarea iba a ser de lo más fácil.

—No estoy de acuerdo. Una maestra sin un céntimo no iría muy lejos en su modelo de sociedad.

Se había colocado a mi lado. Cogió mi mano y la besó.

—Esto es absurdo —dije—. Si se comporta de este modo, tendré que marcharme en el acto.

Me miró con picardía.

—Tendrá que esperar a las niñas.

Llevé mis manos a la espalda, pues temblaban un poco.

—Yo creía que me convocaba aquí para una finalidad seria.

—Y yo estoy muy serio.

—Pues entonces su conducta es de lo más extraordinario.

—Yo la juzgaba muy restringida.

—Me refiero a sus absurdos cumplidos e insinuaciones. Por favor, basta ya, me resultan muy ofensivos.

—Sólo estaba diciendo la verdad. ¿No es esto lo que usted enseña a hacer a sus alumnas?

Me senté con expresión de dignidad.

—Sospecho que toda esa conversación acerca de orientar el futuro de Fiona carece de sentido.

—Le confesaré que no lo considero un tema muy interesante.

—Entonces, ¿por qué pidió que yo viniera aquí?

—Porque deseaba hablar con usted.

—Y ¿por qué no expuso su verdadero propósito?

—De haberlo hecho, no se habría accedido a mi petición.

—Por lo tanto, mintió.

—En realidad, sólo fue una mentira piadosa. ¿Quién en su vida no ha tenido que recurrir a ellas en algún momento? Incluso usted, quizá.

—Dígame cuál es su propósito.

—Estar con usted.

—Pero ¿por qué?

—Debe saber que la encuentro irresistiblemente atractiva.

—¿Y cree que un hombre a punto de casarse debe hablar así a otra mujer? Lo siento por la señora Martindale.

—No es necesario. Se trata de una mujer infinitamente capaz de cuidar de sí misma. Usted piensa que ella y yo vamos a casarnos. ¿Es esto? Noticias frescas de la infatigable señora B., de la estafeta de correos. Cordelia, yo no voy a casarme con la señora Martindale, ni nunca he pensado hacerlo…

—Pero la niña…

—¿Se refiere a su hija? Oh, ¿se dice que esa niña es mía? Otra vez la señora B. Debería escribir novelas.

—Así… Bien, no es asunto que me incumba. De hecho, debe usted considerarme bastante impertinente por haber hablado como lo he hecho. Le ruego que me perdone.

—De mil amores.

—¿No tiene nada que decir acerca de Fiona, y está satisfecho con la educación que está recibiendo en este momento?

—Parece un tanto apagada, pero esto no es culpa de la escuela. Ella es así. Y Eugenie tiende a ser agresiva. Hay una falta de encanto en las dos, pero tal vez es porque las estoy comparando con… otras. En realidad, quería hablar de la abadía y de las próximas celebraciones. No tienen gran importancia los disfraces, pero pensé que le interesarían algunas antiguas historias de la abadía y tal vez quisiera explicar a sus alumnas algo al respecto. Quedé estupefacto ante la ignorancia de Fiona y de Eugenie sobre este tema. Y ha de haber esa representación al aire libre. He buscado en los archivos y he encontrado todo esto. Tenemos aquí muchos relatos de los primeros tiempos y, al parecer, cuando mis antepasados adquirieron la abadía, había gran parte de ella intacta, incluidos numerosos documentos que no fueron destruidos, los cuales quedaron depositados en nuestra biblioteca. Pensé que le interesaría verlos.

—Pueden interesarme mucho.

—Acérquese, pues, a la mesa y yo le enseñaré antiguos planos del lugar. Hay algunos dibujos muy buenos hechos por los monjes unos cien años antes de la Disolución.

Acercó dos sillas a la mesa. Me senté y él empujó un grueso volumen hacia nosotros.

—¿Qué sabe usted de los monjes de Colby? —me preguntó.

—Que eran cistercienses… y poca cosa más.

—Entonces se lo explicaré brevemente. Surgieron alrededor del siglo XII y nuestra abadía fue construida allá por el año 1190. ¿Sabe de dónde procedía su nombre?

—No.

—De Citeaux, que era un bosque solitario y casi inaccesible, limítrofe con la Champaña y la Borgoña. Aquí hay un mapa antiguo. Se lo enseñaré. San Bernardo, el fundador, era el abad de Clairvaux, el primero de los monasterios.

Me volví para mirarle. Había cambiado totalmente. Resultaba obvio que estaba inmensamente interesado en la abadía, ya que había abandonado sus maneras mundanas y afectadas. Parecía más joven, casi un muchacho arrastrado por el entusiasmo.

—Constituían un noble grupo de hombres —decía—. Su meta era la de dedicarse por completo a su religión. Tal vez sea más noble adentrarse en el mundo y tratar de mejorarlo, que encerrarse para entregarse a la meditación y la plegaria. ¿Qué opina?

—Sí, yo creo que el camino más valeroso es el de salir al mundo. Pero son muy pocos los que lo mejoran y el amor al poder se interpone entre ellos y sus ambiciones.

—La ambición —repitió él—. A causa de este pecado cayeron los ángeles. Lucifer era orgulloso y ambicioso, y, como le dije, se cree que fue un miembro de nuestra familia. Pregúnteselo a la señora Baddicombe.

Reí y dije:

—Siga, por favor. Esto es fascinante.

—El objetivo de los cistercienses consistía en vivir con la mayor sencillez posible. Todo había de ser lo más simple. Construían en lugares remotos, lejos de las ciudades. En otro tiempo, este lugar debía de estar aislado. ¿Puede imaginarlo? Los edificios estaban rodeados por un grueso muro y siempre cercanos al agua. Algunos fueron construidos a cada lado de un torrente. Nosotros tenemos el río cerca y ello nos permite disponer de nuestros importantes estanques con peces. Los monjes habían de contar con un suministro de viandas frescas. En las murallas había torres de vigilancia. Supongo que se veían obligados a mantener una guardia para avisar la presencia de bandoleros. Mire, aquí hay un mapa. Reconocerá gran parte de sus detalles. Ahí están los establos, los graneros, los talleres y el matadero. Éste es el recinto interior y éste el exterior.

—Oh, sí —exclamé—. Es verdad que se pueden identificar.

—Y aquí está la casa del abad, y contigua a ella la hospedería. Siempre llegaba gente a la abadía y nunca se despidió a nadie que necesitara comida y albergue. Fíjese en la nave. Había once tramos, como puede ver claramente en este plano. Vea, se entra por aquí, y aquí está el transepto. Observe este local dividido en un tiempo por un tabique… los monjes a un lado y los fratres conversi en el otro. Estos últimos eran los novicios… Algunas de sus dependencias forman hoy la academia. No quedaron tan destruidas como el resto de la abadía.

—¡Es un mapa maravilloso!

—Es tal como estaba todo en aquellos tiempos. Y tengo otro en el que se ve tal como quedó después de la Disolución. Mi familia hizo dibujar este último. Mire, ahí está el calefactorio, la sala de día.

—Que es hoy nuestra sala común.

Se volvió hacia mí y dijo:

—Me alegro de que le interese tanto.

—Lo encuentro fascinante.

—Muchas personas están enamoradas del presente y nunca quieren contemplar el pasado. Y sin embargo, estudiando lo que sucedió a menudo somos más capaces de enfrentarnos a los eventos actuales.

—Sí, creo que esto es verdad. Gracias a Dios, nadie ha de venir ahora a derribar nuestra escuela.

—Me gustaría ver quién se atrevería a intentarlo, estando allí la señorita Hetherington.

Me eché a reír.

—¡Es una mujer extraordinaria!

—Usted y yo nos concentraremos en esta representación al aire libre y le daremos unos cuantos toques de lo más auténtico.

—Creo que debería usted consultar a la señorita Hetherington.

Me miró con una expresión desolada y los dos empezamos a reírnos de nuevo.

—Esto ha sido muy ilustrativo —dije.

—Y a usted le sorprende el que yo esté interesado en un tema tan serio.

—Estoy segura de que puede usted ser muy serio. Hay muchísimo trabajo que realizar en estas propiedades.

—Necesitan una atención constante.

—Y sin embargo ha podido ausentarse durante largos períodos.

—Ya lo sé, pero no lo hago a menudo. Tengo gente valiosa… un hombre muy válido, Gerald Coverdale. Debería conocerle.

—Dudo de que tuviera mucho que hablar conmigo.

—Le interesaría oír hablar de estas fincas. Es una pequeña comunidad, como una ciudad… más que esto, como un reino.

—Y usted es el rey.

—Insegura está la cabeza que sostiene una corona.

—Creo que usted nunca se sentirá inseguro.

—Usted no me interpreta debidamente. ¡Hay tantas cosas en mí que debe usted aprender! Me ha tachado de frívolo, amoral e inclinado a los placeres. Pero esto sólo es una parte de mí. Bien pensado, tengo algunas cualidades muy buenas.

—Se dice que las buenas cualidades deben descubrirlas los demás, no nosotros mismos.

—¿Quién ha dicho eso? Sospecho que la señorita Cordelia Grant. Suena como una de las homilías que declama usted en sus clases.

—Dicen que las maestras son identificables allí adonde vayan.

—Tal vez haya algo de verdad en ello.

—Nos inclinamos a parecer tutelares y a dar la impresión de saberlo todo.

—A veces esto puede resultar cautivador.

—Veo que esta tarde está usted decidido a halagarme. Hábleme de sus propiedades, de ese pequeño reino con el rey inseguro.

—Debemos mantenerlo en condiciones de rentabilidad. Hay las granjas y la fábrica.

—¿La fábrica? ¿Qué fábrica?

—La fábrica de sidra. Trabajan en ella muchas personas de estos pagos, en una u otra capacidad.

—¿Por tanto dependen de usted para su subsistencia?

—De la propiedad más que de mí. Yo sólo soy el que la ha heredado. Los Verringer siempre han asumido con seriedad sus deberes para con sus propiedades, y, aunque hable de mi propia familia, diré que han sido buenos señores. Nos hemos impuesto el deber de cuidar de nuestra gente. Por esto se inauguró la fábrica de sidra hace unos cien años. Habíamos tenido varias cosechas ruinosas y muchas granjas no habían pagado su parte. Parecía como si no fuera posible encontrar trabajo para muchas personas, y la fábrica de sidra podía ser una buena idea. Mucha gente la elaboraba en sus propias casas cuando empezamos, y ahora damos trabajo a un centenar de personas de los alrededores.

—En cierto modo, han sido ustedes benefactores.

—Siempre nos ha gustado considerarnos como tales.

—La gente debe sentirse agradecida.

—Sólo los tontos esperan gratitud.

—Veo que ha reaparecido el cínico.

—Si la verdad es cinismo, éste nunca queda muy lejano. Siempre me gusta enfrentarme a los hechos. Constituye un rasgo peculiar de la naturaleza humana el hecho de que la gente aborrezca a quienes les ayudan.

—Oh, no…

—Oh, sí, mi querida Cordelia. Vamos a verlo. ¿Quiénes han sido siempre los enemigos más enconados de los Verringer? Los habitantes de nuestras propiedades. ¿Quiénes nos han adjudicado características satánicas? Los mismos. Fíjese en que no le digo que no poseamos ciertos hábitos diabólicos, pero es nuestra propia gente la que profiere las críticas más viles y la que, cuando nuestras hazañas no son lo bastante sobresalientes, las exagera. Lo cierto es que la gente odia tener que admitir que debe algo a alguien, y aunque acepten ayuda se odian a sí mismos por verse obligados a aceptarlo. Puesto que odiarse a sí mismo es lo más difícil del mundo, este odio es transferido al que tiende la mano.

Guardé silencio. Pensaba en la señora Baddicombe, que debía su subsistencia a haber sido nombrada encargada de la estafeta de la propiedad Verringer y que no podía ocultar el veneno en su voz cuando hablaba de sus dueños.

—Tal vez tenga usted razón… en algunos casos —dije—. Pero no en todos.

—Nadie tiene siempre razón. Ha de haber excepciones.

Nos sonreímos el uno al otro y yo noté una sensación de dicha. Me alegraba de que las chicas hubieran ido a probar los caballos, y ansiaba que no volvieran por ahora.

—Es un placer poder hablar razonablemente con usted… y seriamente. En el pasado, nuestros encuentros han sido batallas verbales, divertidas, estimulantes, pero esto es ahora una gran satisfacción para mí. Quiero hablarle de la propiedad. De cómo deseo mejorarla. De los planes que tengo para ella.

—Dudo de que yo los entendiera.

—Por esto quiero hablar con usted… para hacerle comprender… y para contarle acerca de mi vida y de mí mismo. Sepa que ésta ha sido una de las tardes más felices que yo haya pasado jamás.

Me eché a reír. Había roto el hechizo.

—Esto es ir demasiado lejos —repuse.

—Usted se ríe, pero no es justo. He tenido momentos de felicidad en el pasado. Pero la felicidad sólo se traduce en momentos, ¿no es así? Desde que he entrado en esta habitación y la he encontrado a usted aquí, he sido feliz. Esto debe haber durado unos veinte minutos. Es un buen rato.

—A mí me parece muy poco rato.

—Sabía que sería bueno hablar con usted. Sabía que usted comprendería. Usted me hace ver la vida de una manera diferente. Deseo que nos veamos a menudo.

—No sería fácil. La señorita Hetherington lo desaprobaría enérgicamente.

—Por el amor del cielo, ¿por qué?

—Yo soy una empleada suya y no sería adecuado que una de sus profesoras mostrara demasiada amistad con alguien del sexo opuesto y que vive en las cercanías, particularmente si se trata de…

—De un hombre de mi reputación. Dudo también de que lo aprobara la señora Baddicombe. Pero ¡qué primicia sería esto para ella!

Estábamos riéndonos otra vez.

—Cordelia —me dijo entonces con toda seriedad—, ya sabe que me estoy enamorando de usted.

Me levanté, pero él estaba a mi lado. Me rodeó con los brazos y me besó. Yo traté de obligarle a soltarme y no quise aceptar el hecho de que quería permanecer cerca de él.

—Esto no puede ser… —empecé a decir.

—¿Por qué no?

—Porque yo no soy…

—Te amo, Cordelia. Todo comenzó en el momento en que te vi en el pescante con Emmet.

—Debo marcharme. Oh, ¿dónde están esas niñas?

Como si contestaran a mi pregunta oí sus voces. Reuní fuerzas, me acerqué a la ventana y dije:

—Ya vienen.

—Hablaremos más de esto —dijo él.

Denegué con la cabeza.

—Piense en mí —rogó.

—Difícilmente puedo evitarlo.

—Trate de comprender. Quiero una vida familiar feliz. Jamás la he tenido. Mis frustraciones y mis decepciones han hecho de mí lo que soy. Quiero ser diferente. —Hablaba ahora con toda seriedad—. Quiero vivir mi vida aquí, con mi esposa y los hijos que tengamos. Quiero hacer de esta propiedad la mejor del país, y sobre todo quiero vivir en paz.

—Creo que estos deseos son muy naturales, pero…

—Pues entonces ayúdeme a hacerlos realidad. Cásese conmigo.

—¡Casarme con usted! Pero si hace poco estaba a punto de casarse con Marcia Martindale…

—No. Ésa era la versión Baddicombe.

—No puede ser serio. Se está divirtiendo a mi costa.

—Soy serio.

—No…, no con la señora Martindale viviendo tan cerca… Yo sé perfectamente que usted y ella…

Las dos chicas irrumpieron en la habitación.

Eugenie estaba radiante.

—¡Son magníficos, tío Jason! —gritó—. He probado los dos.

—¿Hemos estado fuera demasiado tiempo? —preguntó Fiona.

—No. Habríais podido estar un rato más —contestó él irónicamente.

—Tengo ganas de tomar el té —manifestó Eugenie.

—Pues entonces llama y lo servirán —replicó su tío.

Llegó el té y Fiona llenó las tazas. Eugenie hablaba sin cesar de los caballos, pero yo no la escuchaba y estaba segura de que él tampoco.

Cuando cabalgamos camino de la escuela, me sentí enormemente excitada y terriblemente escéptica. Eugenie seguía hablando de los caballos y decía que iba a volver con Charlotte Mackay para que ésta los viera.