Marcia

Me sorprendió que hubiera triunfado tan fácilmente, pues cuando después hice mis rondas no hubo más problemas. Las muchachas se acostaban en sus camas debidamente y, aunque Charlotte me ignoraba y Eugenie se mostraba un tanto huraña, comprobé que las otras eran muy simpáticas, y Teresa no ocultaba que se consideraba mi esclava.

Yo sabía que Charlotte la tildaba de aduladora y que Eugenie le demostraba claramente su desprecio, pero curiosamente Teresa —sin duda por sentirse segura de mi apoyo— había adquirido mayor audacia y parecía capaz de hacer frente a sus pullas.

Encontré las clases estimulantes. Tenía un tema que me era muy caro —literatura inglesa— y me resultaba muy interesante leer a Jane Austen, mi favorita, y las obras de Shakespeare con mayor atención de la que les había concedido antes, leerlas con las alumnas, proceder a su disección y buscar significados ocultos. Tenía cuatro clases semanales de esta disciplina y por tanto pasaban por ellas todas las chicas de la escuela, lo que significaba que Charlotte y Eugenie asistían a dos de estas clases. Charlotte se negaba a trabajar, y Eugenie —que tenía un año menos que ella y se encontraba bajo su influencia— trataba de seguir su ejemplo, pero me regocijó descubrir que sentía un afecto genuino por la literatura y no le era posible suprimir por completo su interés. En cuanto a Teresa, hacía un máximo esfuerzo para complacerme. En realidad, yo disfrutaba con estas clases.

Las de tema social tenían menos éxito, creía yo. Comentábamos toda clase de temas y las chicas habían de aprender a caminar y moverse grácilmente, tal como hacíamos en Schaffenbrucken. En conjunto, no dejaba de ser divertido.

Disfrutaba con las sesiones en el calefactorio, donde a veces Daisy se reunía con nosotras. Nos sentíamos más libres y más a nuestras anchas cuando ella no estaba presente, claro. Allí me enteré de que la hon. Charlotte —como se la llamaba irónicamente— era considerada universalmente como una bête noire.

—Un zueco siempre es igual a otro —decía la señorita Parker, que se jactaba de hablar con toda franqueza—. Me gustaría ver a la hon. Charlotte con ellos.

Teresa era un ratón, decían. Una niña tímida y tontuela.

Yo la defendía y alegaba que esto se debía a su crianza.

Eugenie era una peste, según comentario de la señorita Parker.

—Es una Verringer y ésta es casi la peor etiqueta que se le puede colgar a alguien. Sin embargo, Fiona es una niña encantadora.

Matt Greenway, el profesor de equitación, que estaba presente en esa ocasión, agregó que era difícil creer que ambas procedieran del mismo establo.

—Muy diferentes en aspecto y en carácter —dijo Eileen Eccles—. Es sorprendente. Y después hablan de herencia… Para mí, es el entorno lo que cuenta.

—Seguramente, su entorno era el mismo —indiqué—. Al parecer, ambas se criaron en el Hall.

—Dicen que la madre era amable y tímida. Parecida a Fiona, imagino. En cuanto a Eugenie, lleva el diablo de los Verringer en su interior.

Yo disfrutaba con estas sesiones chismosas; me ayudaban mucho a conocer a las alumnas y tenían un gran valor al tratar con ellas. Eileen Eccles estaba quizá más interesada que las otras por la gente y aportaba abundante información.

—Creo que tendremos a Teresa otra vez este verano —dijo—. Su familia ha escrito diciendo que estarán fuera durante varios meses.

—Pobre pequeña —suspiré—. Debe de ser terrible para ella quedarse sola aquí durante todo el verano.

—Supongo que es demasiado esperar que los padres se la lleven consigo a Rhodesia. Apenas llegase allí, tendría que emprender ya el viaje de regreso. Lo siento por la niña. De veras.

Yo pensaba bastante en Teresa. Cuando terminaba mis clases solía acompañarme; ofreciéndose para llevarme los libros. Había visto las miradas sarcásticas de Charlotte, pero a Teresa no parecían importarle, aunque yo daba por supuesto que antes había temido a la honorable.

Hubo también habladurías sobre las hermanas Verringer.

—¡Eugenie! —dijo mademoiselle, levantando las manos horrorizada—. ¡Es una niña abominable!

Fräulein Kutcher opinó que se rendía excesivo homenaje a las Verringer, cosa que las situaba en otro plano.

—Creo que en esto hay algo de verdad —dijo Eileen Eccles.

—Eugenie será una amazona de tomo y lomo —intervino Matt Greenway, como si esto compensara sus defectos en otros aspectos.

—Estas dos chicas… serán muy ricas —apuntó Eileen.

—No es conveniente para ellas saberlo —replicó mademoiselle.

—Pero si ya lo saben —insistió Eileen—, y al parecer esto se le ha subido a la cabeza e Eugenie.

—¿Hasta qué punto ricas? —pregunté.

—Infinitamente —contestó Eileen riéndose—. Oí algo acerca de un tío al que le gustaría echar mano a ese dinero.

—¿Un tío? ¿Te refieres a sir Jason?

—Claro, querida, si hay que mencionarlo por su título.

—Entonces, ¿él no es rico?

—Como Midas… o como Creso si lo prefieres. Pero ya sabes que el dinero ejerce este efecto en algunas personas. Cuanto más tienen, más quieren. Desde que el rey los favoreció y les cedió las tierras de la abadía, lo han estado acumulando. Y así tenemos a nuestras dos pequeñas herederas. Se dividirán la fortuna del hermano cuando lleguen a la edad de casarse, y si Fiona muere todo irá a Eugenie, y si es ésta la que visita aquel lugar del que no regresa ningún viajero, será Fiona la que se quede con todo.

—Sí —dije—. Estoy de acuerdo en que es un error permitir que personas tan jóvenes sepan que son ricas. Aunque Fiona parece ser una niña muy modesta y agradable.

—Esto es porque haces comparaciones. En comparación con Eugenie, casi todo el mundo parece modesto y agradable.

Todos nos reímos.

—Oh, estoy segura de que Fiona sí lo es —insistí.

Sí, los días pasaban agradablemente. Comprobé que podía hacer lo que se esperaba de mí y Daisy estaba contenta con la contribución que yo aportaba a su escuela. Ella estaba segura de que mis clases eran más semejantes a las de Schaffenbrucken cada día que pasaba.

Me gustaban mucho las clases de equitación. El entusiasmo de Matt Greenway se había contagiado en las chicas y en su gran mayoría éstas poseían aquella afinidad natural que las jovencitas tienen respecto al caballo.

Cada vez que nos disponíamos a montar, me preparaba para pasar un rato agradabilísimo. Hasta la hon. Charlotte parecía tolerable montada en su caballo; era como si por fin encontrara algo por lo que tuviera mayor consideración que para sí misma. Adoraba a su caballo y Eugenie mostraba casi el mismo fanatismo por el suyo. Era interesante. Comenté en el calefactorio que la hon. Charlotte parecía mucho más humana cuando montaba en su caballo.

Con frecuencia, éramos dos de las profesoras que íbamos con las chicas. Daisy opinaba que era mejor que una, ya que de este modo siempre había una persona de autoridad al frente del grupo y otra en su retaguardia.

Los ejercicios eran placenteros y yo tomaba parte en ellos dos veces por semana, ya que las chicas cabalgaban cada día. Además, Daisy me había dado permiso para coger un caballo cada vez que quisiera, con tal de que no fuese durante las clases de equitación de las alumnas, lo que representaba un convenio de lo más feliz.

Escribí a tía Patty que me estaba amoldando muy bien y que disfrutaba con mi trabajo. Se lo contaría todo detalladamente cuando regresara a casa al comenzar las vacaciones de verano.

*****

Cuando disponía de una hora libre entre las clases, me acostumbré a sacar el caballo que solía montar siempre y explorar la campiña. Me gustaba caminar pero, naturalmente, sólo podía cubrir una breve distancia a pie, y cabalgar me ofrecía unas posibilidades mucho más amplias.

Cuando paseaba, me agradaba hacerlo dentro del recinto de la abadía, y nunca pude hacerlo sin experimentar aquella extraña sensación de que me estaba adentrando en el pasado. La atmósfera del lugar era abrumadora incluso bajo la radiante luz del sol, y una y otra vez me parecía oír pasos siguiéndome a través de las baldosas. En una ocasión creí oír cánticos, pero me convencí de que era el susurro del viento. Había veces en que me sentía atraída hacia las ruinas por un impulso irresistible, y entonces creo que realmente esperaba ver alguna manifestación del pasado.

Eileen Eccles, que había tocado varios apuntes de partes de las ruinas, decía sentir lo mismo. En algunos de sus dibujos había incluido figuras con hábitos blancos.

—De pronto los incluí —me explicó—. Era como si pertenecieran al lugar.

Juzgué que eso resultaba bastante extraño, pues en general era una persona muy prosaica, pero lo cierto era que nadie, por más que se tomara las cosas en un sentido práctico, podía vivir junto a semejante antigüedad sin verse afectado por ella.

Eileen daba a menudo sus clases en diversos puntos de la Abadía y no era inusual encontrarla a ella y sus alumnas sentadas en algún lugar predominante, con las libretas de dibujo en las manos.

La señorita Hetherington deseaba que las alumnas tuvieran una idea real de los alrededores, ya que era precisamente este entorno lo que diferenciaba a su academia de otras escuelas.

En esta particular ocasión, yo no tenía clase hasta las tres y media y, puesto que terminamos el almuerzo a las dos, disponía de una hora y media para dar un paseo a caballo.

Era un día espléndido. Estábamos a mediados de junio y apenas podía creer que hubiera pasado ya tanto tiempo en el colegio. En realidad, era como si lo conociera desde mucho tiempo. Podía rememorar las últimas semanas con satisfacción. Podía realizar mi tarea adecuadamente. Mis clases de inglés daban los mejores resultados que yo pudiera esperar; tenía algunas alumnas que demostraban un gran interés y, con gran sorpresa por mi parte, Eugenie Verringer era una de ellas. La hon. Charlotte seguía causando problemas y molestándome de cien maneras: murmurando durante las clases, invitando a otras a la desobediencia, torturando a Teresa Hurst, y en general haciéndose insoportable, y tenía sus admiradoras además de Eugenie. Pero se trataba de dificultades menores y de la carga inevitable para todo enseñante. La maestra debe esperar a veces servir de blanco, sobre todo si no es mucho mayor que las alumnas.

Evidentemente, había encontrado el método adecuado para mantener a raya a Charlotte y bendecía su devoción por los caballos, que me había dado un arma que utilizar contra ella. Siempre encontraba la manera de dejar de hacer algo que pudiera privarla de un momento junto a su idolatrado caballo.

Tales eran mis pensamientos cuando salí a caballo aquella tarde de junio. Me acordé —como hacía a menudo— cómo me había perdido en mi primera excursión y, puesto que aquello no debía repetirse, siempre me fijaba bien en el camino de ida. Tal vez en otra ocasión no hubiera nada para enseñarme a regresar. No era que sir Jason hubiera representado una gran ayuda en aquella ocasión; mis sospechas se habían visto confirmadas desde que había recorrido un poco el lugar por mi cuenta, y ahora sabía que, en el camino de regreso al pueblo, me había hecho dar un largo rodeo.

Me preguntaba el porqué. Él sabía que yo tenía prisa por regresar. ¿Porque era perverso? ¿Porque sabía que yo pasaba cierta ansiedad? ¿Porque quería que me sintiera perdida y dependiente de él? En realidad, no era un hombre agradable, y esperaba no tener que verle a menudo. Era una lástima que la escuela estuviera tan cerca de Hall.

Me alejé del pueblo tomando un camino que nunca había seguido antes, tomando buena nota del paisaje a mi paso para que pudiera orientarme a mi regreso. Pasé ante un árbol cuyas ramas desnudas destacaban entre otras cubiertas de follaje. Debía de haberlo alcanzado un rayo o el fuego. Estaba muerto, ¡pero cuán hermoso era! Tenía un aspecto extraño, en cierto modo fantasmagórico, espectral, incluso amenazador con sus desnudas ramas alzadas hacia el cielo.

Era un buen hito.

Subí por un prado y llegué a una casa. Observé los altos olmos junto a ella y al levantar la vista descubrí los nidos de grajos en sus copas. Algo que alguien había dicho pasó por mi cabeza. Yo había oído hablar de ese lugar.

Y allí estaba la casa, sencilla pero bella, evidentemente construida en una época en la que la arquitectura había asumido la máxima elegancia; despejada, con largas ventanas simétricamente situadas en su obra de ladrillo vista, tan sencilla que la puerta, con sus columnas acanaladas de tipo dórico, y la cristalera en forma de abanico parecían particularmente hermosas. La casa estaba cercada por un intrincado enrejado que parecía labor de encaje y que constituía un marco perfecto para tan encantadora residencia.

No pude evitar el hacer una pausa para admirarla y, cuando me disponía a alejarme, se abrió la puerta y salió una mujer. Llevaba una niña de la mano.

—Buenas tardes —me dijo—. No puede seguir adelante. Esto es un pasaje sin salida.

—Oh, muchas gracias —contesté—. Estaba explorando y me he detenido para admirar su casa.

—Es bastante agradable, ¿no cree?

—Mucho.

Ella se aproximaba ya a la verja.

—Usted es de la escuela, ¿verdad?

—Sí. ¿Cómo lo sabe?

—He visto ya a la mayoría de las profesoras, pero usted es nueva.

—Llegué al comenzar este trimestre.

—Entonces usted debe de ser la señorita Grant.

—Sí, así es.

—En un lugar como éste, una oye muchas cosas —dijo—. ¿Le gusta la escuela?

Se encontraba ahora junto a la cerca. Estaba asombrosamente hermosa con su vestido de muselina de color lila. Alta y esbelta, se movía con una gracia casi estudiada. Su abundante cabellera de color castaño rojizo estaba recogida en lo alto de la cabeza, y sus ojos eran enormes, de color pardo claro, con espesas pestañas.

La niña me miraba con interés reflejado en sus vivarachos ojos negros.

—Es Miranda —dijo la mujer.

—Hola, Miranda —saludé.

Miranda siguió mirándome sin pestañear.

—¿Le gustaría entrar? Le enseñaría la casa. Es un lugar interesante.

—Me temo que no tengo tiempo. Tengo una clase a las tres y media.

—Tal vez en otra ocasión. Soy Marcia Martindale.

¡Marcia Martindale! La amante de sir Jason. Entonces, la niña era de él. Sentí que me replegaba sobre mí misma y esperé que ella no lo notara. Sentía por ella una compasión inmensa. Debía de ser de lo más desagradable estar en su situación. Ella la había admitido, desde luego, pero ¿en qué circunstancias? En aquel momento aumentó el desagrado que me inspiraba sir Jason Verringer. ¿Qué clase de hombre podía ser para traer a su querida tan cerca de su hogar e instalarla tan desvergonzadamente en su propia finca, junto con la hija de ambos?

—Gracias —me oí decir—. En otra ocasión…

—Me alegrará mucho verla en El Descanso de los Grajos.

Contemplé los altos olmos.

—¿No la molestan las aves con sus graznidos?

—Una se acostumbra a ellas. Esto no sería lo mismo sin ellas.

—Es una casa muy bella. Parece fresca… y altiva, diría yo…, casi moderna si la comparamos con la abadía y el Tudor Hall.

—Es muy confortable y yo estoy encantada con ella.

—Supongo que habrá vivido en ella mucho tiempo.

—No. Vine poco antes de nacer Miranda. Estamos en la propiedad de Verringer, como sabe. Bien, en realidad forman parte de ella casi todas las tierras de este lugar.

—Sí —asentí fríamente.

—Vuelva a venir. Me gusta oír hablar de la escuela. Venga cuando disponga de tiempo. Tomará una taza de té o una copa de algo… lo que más le apetezca. He oído decir que se desenvuelve muy bien en la escuela.

—¿Y dónde ha oído esto?

—Se oyen cosas… —Se volvió hacia la niña—. No creo que logremos persuadirla para que entre, Miranda —dijo.

Miranda seguía contemplándome estólidamente.

—Parece muy interesada en mí —observé.

—Miranda está interesada por todo lo que la rodea y en particular por las personas. Prométame que vendrá a visitarme. Me encanta ver gente y apenas veo a nadie…

—Gracias. Lo haré. Esperaré a tener una tarde libre. No es cosa que ocurra con frecuencia, pero de vez en cuando se presenta una ocasión.

—Se lo ruego.

—Adiós —me despedí.

Se quedó saludándome con la mano y levantando un brazo de la niña, para que hiciera lo mismo.

Abandoné en seguida aquel sendero y pasé junto al árbol muerto, que levantaba sus ramas hacia el cielo, con desesperación me pareció esta vez.

«Una mujer sumamente amable —pensé—. Y realmente hermosa». ¿Cómo pudo caer tan bajo? Su amante… la madre de su hija… tal vez con la esperanza de que, precisamente por habérsela dado, cuando él estuviese libre se casara con ella. Pues bien, ahora ya estaba libre.

El desagrado que me causaba aquel hombre aumentaba a cada minuto. Me constaba que era arrogante ¿Podía ser, realmente, un asesino? Parecía creer que tenía derecho a tomar lo que quisiera, sin parar mientes en lo que hiciera a otros que se encontraran en su camino.

Al pensar en aquella mujer me sentía muy deprimida. Deseé no haber permitido que mi paseo recreativo me llevara hasta El Descanso de los Grajos.

*****

Casi había terminado junio y al finalizar el mes de julio empezaríamos las vacaciones. Ansiaba vivamente ver a tía Patty y saber cómo se había instalado en su nuevo hogar, aunque naturalmente me escribía a menudo y me contaba los detalles de sus nuevas amistades y los incidentes y percances que para ella se convertían en cómicas aventuras.

Aquella tarde tenía un buen rato libre y debía acompañar a las chicas en su paseo a caballo. La señorita Barston me acompañaría. Yo hubiera preferido a Eileen Eccles o a la señorita Parker, porque la señorita Barston distaba de ser una buena amazona y, en mi opinión, se ponía excesivamente nerviosa en presencia de un caballo.

En otra ocasión se había excusado y, por consiguiente, no me sorprendí cuando Daisy me llamó a su estudio poco antes de la partida.

—Dice la señorita Barston que debe realizar una gran cantidad de preparativos a fin de tener las muestras a punto para la próxima clase. Había pensado hacerlo esta tarde. Y ninguna otra profesora dispone de tiempo libre.

—No importa —le aseguré—. Puedo arreglármelas. Vienen las chicas mayores y casi todas ellas montan perfectamente.

Daisy se mostró aliviada.

—Me alegro de que añadas este buen servicio a tantos otros.

—Las sesiones de equitación son un auténtico placer —le dije.

Y así fue como aquella tarde salimos con una sola profesora al frente: yo.

Había diez muchachas. Teresa se contaba entre ellas. Sabía que cabalgaría muy cerca de mí. Nunca había perdido su nerviosismo, mas parecía creer que yo era una especie de talismán o amuleto, y cuando estaba a mi lado perdía gran parte de aquella tensión que podía transmitirse al caballo y significar un peligro.

También estaba Charlotte, con las dos hermanas Verringer.

Trotamos por los senderos en buen orden. Charlotte iba a retaguardia, con Fiona y Eugenie. A menudo me asaltaba el vivo temor de que cuando Charlotte formaba parte del grupo tratara de demostrar de algún modo su superioridad y causar problemas. Era perfectamente capaz de acicatear a otras, que no poseían su habilidad, para que corrieran riesgos. Ya la había advertido al respecto, con la única amenaza que surtía efecto en ella; a menos que su conducta fuese irreprochable, descubriría que no podía montar con tanta frecuencia.

Teresa trotaba en su caballo junto a mí, un tanto inquieta como siempre que se encontraba sobre su montura, pero estaba realizando asombrosos progresos y yo estaba segura de que con el tiempo perdería aquel nerviosismo.

Hablábamos de los árboles y de las plantas, un tema en el que Teresa estaba muy interesada y en el que destacaba merecidamente, y se mostraba encantada cuando podía decirme nombres de plantas que yo nunca había oído hasta entonces.

Frente a nosotras pude ver el Hall. Era una mansión imponente, construida en estilo Tudor, pero que parecía de una época anterior, ya que en vez del acostumbrado ladrillo rojo era de piedra gris como la abadía. De hecho, gran parte de la piedra había sido sacada de la abadía, lo que le otorgaba aquella distinción. Pude contemplar la arcada ancha y baja, flanqueada a cada lado por altas torres octagonales. Numerosos gabletes y torrecillas captaban la atención, dominados todos ellos por la alta mansarda.

Al acercarnos más a ella, apareció súbitamente un carruaje ligero en la carretera. Tiraban de él dos soberbios caballos tordos y avanzaba a una velocidad peligrosa. Al parecer, venía directamente hacia nosotras. Ordené a las chicas que aminorasen la marcha y se retirasen a un lado del camino.

El carruaje estaba ya muy cerca. Oí gritar a Teresa y en aquel momento su caballo se desbocó por delante del vehículo y atravesó la carretera en dirección al Hall.

Espoleé a mi caballo y galopé detrás de ella.

—¡No te asustes, Teresa! —grité.

No me oyó, claro.

Llegué junto a ella en el momento en que salía despedida de la silla y caía sobre el césped frente al Hall. Desmonté y corrí hacia ella. Estaba inmóvil y muy pálida.

Con inmenso alivio por mi parte, abrió los ojos y me miró. Di gracias a Dios de que estuviera viva.

El carruaje se había detenido cerca y un hombre se apeó del pescante y corrió hacia nosotras.

Era Jason Verringer.

Mi mayor emoción fue entonces la cólera.

—¿De modo que era usted? —grité—. ¡Está loco…! Esta niña…

No me prestó la menor atención, pero se arrodilló y se inclinó sobre Teresa.

—Vamos —dijo—, has salido volando por encima de la cabeza. A todos nos ha ocurrido alguna vez. ¿Hay algo roto? Veamos si puedes ponerte de pie.

Teresa se encogió ante él.

—Señorita Grant —murmuró.

—Toda va bien, Teresa —le dije—. Yo estoy aquí para ocuparme de ti. No pareces estar mal herida. Veamos si puedes levantarte.

Jason Verringer la ayudó a levantarse. Era evidente que la niña podía tenerse de pie sin sentir dolor.

—No creo que haya ningún hueso roto —dijo él—. Haré que el médico la vea inmediatamente. Ahora voy a llevarte a la casa —dijo a Teresa.

Ésta me miró con ojos suplicantes.

—Yo vendré contigo —le aseguré—. No debes asustarte, Teresa. Yo me quedaré contigo.

Entonces recordé que tenía a todo el grupo a mi cargo. Vi a las muchachas montadas en sus caballos, mirando, asustadas por lo que había ocurrido.

Mi caballo mordisqueaba tranquilamente la hierba, pero no pude ver el de Teresa.

Me acerqué a las chicas y les dije:

—Ya habéis visto lo que le ha ocurrido a Teresa. Ahora irán a buscar un médico. No creo que tenga ninguna lesión grave. Quiero que volváis todas a la escuela y expliquéis a la señorita Hetherington lo que ha sucedido. —Miré a Charlotte y proseguí—: Charlotte, te doy el mando a ti.

Un leve rubor cubrió sus mejillas y vi cómo alzaba la cabeza al tiempo que se reflejaba el orgullo en su cara.

—Eres una buena amazona y la más experimentada. Cuida de todas y asegúrate de que no se distancien de ti. —Había recorrido con la mirada todo el grupo y comprobado que estuvieran todas presentes—. Regresad a la escuela lo antes posible y dile a la señorita Hetherington que Teresa está en el Hall y que yo me quedaré con ella hasta que esté en condiciones de regresar. ¿Me has entendido?

—Sí, señorita Grant —dijo Charlotte en el acto.

—Pues ahora en marcha —ordené—. Seguid todas a Charlotte y haced lo que ella os diga. No hay nada que temer. Teresa no está mal herida.

Las vi alejarse y seguidamente me volví hacia el Hall.

Mi angustia se estaba convirtiendo rápidamente en ira. Él era el causante. Él era quien había conducido tan despreocupadamente el carruaje con aquella imprudente velocidad. Había asustado a los caballos y Teresa no había conseguido dominar el suyo. ¡Y yo estaba al cuidado del grupo!

Entré en el Hall caminando presurosa, atravesando la puerta sobre la cual había un ornamentado escudo de armas tallado en la piedra. Me encontré un vasto vestíbulo con un techo abovedado. Diversas armas adornaban las paredes y había un árbol genealógico tallado sobre la chimenea. Había varias personas de pie en la sala y todas parecían asustadas.

—La niña está en el dormitorio azul, señorita —me dijo un hombre que era claramente alguien importante en la casa, un mayordomo, supuse—. Ya han ido a buscar al doctor y sir Jason ruega a usted que suba a la habitación tan pronto como le sea posible. Una de las doncellas la acompañará.

Asentí con la cabeza y seguí a una joven por la escalera de talla, cuyos postes estaban decorados con rosas Tudor y flores de lis.

En un dormitorio con cortinajes azules y toques del mismo color en toda la habitación, Teresa yacía sobre una cama. Su alivio al verme fue evidente.

Jason Verringer se volvió cuando entré.

—El médico estará aquí antes de media hora. Le he dicho que su presencia urge. Estoy seguro de que no padece ningún daño serio, pero es prudente contar con la asistencia de un médico en estos casos. Desde luego, no hay huesos rotos. Puede haber un poco de schok, conmoción…

—Quédese aquí, señorita Grant —dijo Teresa.

—Claro que sí.

—La señorita Grant se quedará mientras estés aquí —aseguró Jason Verringer con una voz amable que me pareció casi incongruente en él.

No podía mirarle, tan enfurecida estaba. Eso era culpa suya. No tenía derecho a conducir a semejante velocidad a través de unos caminos tan estrechos.

Acercó una silla para que yo pudiera sentarme junto a la cama.

—Señorita Grant —susurró Teresa—. ¿Y las demás? ¿Dónde están?

—Han regresado a la escuela. Puse a Charlotte al frente de ellas. Es la mejor amazona y sabrá lo que ha de hacer.

—Yo no quiero volver a montar… nunca más. Nunca me ha gustado. Y me he asustado tanto…

—No te preocupes. Estate quieta y descansa.

Entró entonces una de las doncellas y dijo:

—Es té caliente y azucarado. Dice la señora Keel que es lo mejor en casos como éste.

—No puede hacerle ningún daño —dijo Jason Verringer.

—¿Puedes beber, Teresa? —pregunté.

Titubeó, pero yo la rodeé con el brazo y la incorporé. Tomó unos sorbos y volvió un poco de color a sus mejillas.

Pasaron los minutos y pareció que casi transcurría una hora antes de que llegara el médico.

—Será mejor que se quede aquí mientras la examina, señorita Grant —aconsejó Jason Verringer, y se retiró dejándome con Teresa y el doctor.

El reconocimiento reveló que Teresa estaba muy magullada pero que no tenía ningún hueso roto. Había tenido mucha suerte, pero estaba terriblemente impresionada y pude ver cómo temblaban sus manos.

—Sigue acostada y pronto estarás perfectamente —dijo el médico—. Donde estarás mejor es en la cama.

Le seguí cuando salió de la habitación. Jason Verringer esperaba en el pasillo.

—¿Y bien? —inquirió.

—Está bien —contestó el médico—, pero muy trastornada. Es una niña nerviosa, ¿verdad?

—Sí —dije—, mucho.

—Puede que haya un poco de conmoción. Incluso me parece probable. No se la puede trasladar durante un día o dos. Hoy no, desde luego.

—No hay ningún problema —aseguró Jason Verringer—. Puede quedarse aquí.

—Será lo más prudente —dijo el médico, mirándome.

—Creo que se sentiría más tranquila si pudiéramos llevarla al colegio —expuse—. No queda muy lejos.

—Es totalmente innecesario —intervino Jason Verringer—. Aquí estará perfectamente. No se la debe mover, ¿no cree, doctor?

El médico titubeó.

—¿No cree? —repitió Jason Verringer.

—Yo preferiría que no se la trasladara —dijo el médico.

Fruncí el ceño.

—La jovencita no quiere separarse de la señorita Grant —dijo Jason Verringer, y sonrió—. Y no hay razón para que esto ocurra. El Hall es lo bastante grande para alojar a la vez a la muchacha y a la señorita Grant.

El médico me dirigió una sonrisa, como excusándose. Debí de haber mostrado mi repulsión ante la idea de quedarme en el Hall.

—En su estado actual, yo no querría que nada la trastornara más —dijo—. La solución de sir Jason parece ser la mejor, dadas las circunstancias.

Me sentí muy disgustada. Apenas se había presentado el alivio que suponía el saber que Teresa no estaba malherida, surgía ese nuevo problema. Yo sabía que no podía abandonar a Teresa, pero por otra parte aborrecía incluso el pensamiento de pasar una noche debajo de aquel techo.

Cuanto menor era la ansiedad que sentía por Teresa, más enojada me sentía con Jason Verringer. Él había sido la causa del accidente y ahora le estaba diciendo, más o menos, al médico lo que debía decir éste.

Tenía la sensación de que le divertía la idea de que yo pasara una noche bajo su techo y de que estaba tan deseoso de que esto ocurriera como yo de lo contrario.

Me oí decir con una voz que quise esperar que fuese firme:

—La señorita Hetherington deberá ser informada.

—Ya estará enterada del accidente. Enviaré a buscarla inmediatamente y le explicaré lo que dice el doctor. Muchas gracias, doctor. Supongo que nada más podemos hacer.

—Enviaré un linimento. —El médico me miró—. Aplíquelo una vez… pero una sola vez. Es demasiado fuerte para usarlo a menudo. Aliviará las magulladuras. También mandaré un medicamento para calmarla. Si padece conmoción, puede que ello no resulte inmediatamente obvio. No permita que se excite. Debe estar perfectamente dentro de una semana… o menos, siempre y cuando no surjan consecuencias imprevistas.

Jason Verringer acompañó al médico y yo regresé junto a Teresa. Se mostró muy aliviada al verme y yo le aseguré que todo iría perfectamente.

Teresa cerró los ojos y pareció dormirse, y cosa de media hora más tarde entró una doncella para decirme que la señorita Hetherington estaba abajo. Sin perder un solo instante, bajé a la sala.

Por el camino, miré a través de una ventana y vi el carruaje de la escuela, con Emmet en el pescante.

Daisy Hetherington estaba sentada ante una mesa, con Jason Verringer a su lado.

—Ahí tenemos a la excelente señorita Grant —dijo Jason.

—¡Oh, Cordelia! —exclamó Daisy, olvidando en ese momento toda ceremonia—. Tengo entendido que la niña no está grave.

—Ahora está durmiendo. Creo que sobre todo ha sido la impresión sufrida.

—¡Que esto le haya ocurrido a una de nuestras niñas!

—Estas cosas ocurren cuando hay quien conduce su vehículo por los caminos con una velocidad capaz de asustar a cualquiera.

Daisy se mostró escandalizada y un tanto alarmada.

—Ya sé que ocurren accidentes —murmuró.

Me era difícil reprimir la ira. Porque era él quien había hecho eso debíamos encogernos de hombros y pretender que se trataba de un vulgar suceso cotidiano. Él me dirigió una media sonrisa triunfal.

Daisy prosiguió como si yo no hubiera hablado:

—Me ha explicado sir Jason que el doctor dice que esta noche no debe ser trasladada.

—Así lo ha dicho.

—Es muy de agradecer, sir Jason, que haya hecho venir al doctor con tanta prontitud y que haya ofrecido su hospitalidad.

—Es lo menos que podía hacer —contestó Jason Verringer.

—Desde luego —empecé a decir, airada, aunque Daisy estuviera presente y me recordara que debíamos mostrarnos afables con nuestro rico y poderoso terrateniente.

Daisy se apresuró a decir:

—Teresa debe quedarse a pasar la noche aquí y, como es una niña tan excitable y usted, querida, es la única persona capaz de apaciguarla… pues bien, sir Jason, con la mayor amabilidad, la ha invitado a quedarse también.

Me sentí atrapada.

—Eso sería… —empecé a decir.

—La solución ideal —me interrumpió él—. Estoy seguro de que Teresa descansará apaciblemente si sabe que usted se encuentra cerca.

—Pues yo se lo agradezco mucho, sir Jason. —Daisy se había vuelto hacia mí—. Haré enviar algunas cosas que ambas necesitarán. Y ahora creo que debo marcharme. Pero sé que puedo dejar tranquilamente a Teresa en sus manos, Cordelia. Debo volver y procurar que todo vuelva a la normalidad. Hay allí una gran excitación.

—Espero que Charlotte Mackay haya regresado debidamente con todas las alumnas —dije.

—Oh, ya lo creo, y no cabe duda de que disfrutó con su momento de autoridad. Nunca había visto a Charlotte tan contenta. Se mostró muy cortés y también dócil. Hizo usted todo lo posible, dadas las circunstancias. Ahora les enviaré sus cosas y, apenas recibamos mensaje mañana, Emmet llegará con el carruaje y las llevará a casa.

Y así quedaron arregladas las cosas.

Jason Verringer y yo acompañamos a Daisy a su vehículo.

—No hay motivo de inquietud —le dijo él—. La pequeña sólo está muy impresionada y ya sé que la señorita Grant es una joven dotada de la mayor sensatez.

Supe que Daisy trataba de ocultar cierta inquietud y sospeché que le gustaba tan poco dejarme a mí en el Hall como a mí quedarme allí. Sin embargo, nos encontrábamos en esa infortunada situación y Daisy no sabía encontrar una vía diplomática para sacarnos de ella. Las buenas relaciones con sir Jason eran necesarias para el bienestar del colegio y éste revestía la máxima importancia para Daisy.

—Volveré a mandar a Emmet con todo lo necesario —fueron sus palabras de despedida y yo me quedé mirando, desconsolada, cómo se alejaba su carruaje.

Jason Verringer se volvió hacia mí, sonriente.

—Espero tener el placer de cenar con usted, señorita Grant —me dijo.

—No es necesario recurrir a la ceremonia, sir Jason. Si es posible enviar algo a la habitación de Teresa para las dos, será perfectamente satisfactorio.

—Pero yo me sentiré insatisfecho. Es usted una huésped muy estimada y quiero que lo sepa.

—No considero necesaria esa estimación. Esto es algo que nunca debiera haber ocurrido.

—Deja bien claro que me culpa a mí.

—¿Cómo pudo conducir de aquella manera? Debía haber sabido que asustaría a los caballos. No son más que niñas… y algunas de ellas con muy poca práctica. Fue una insensatez…, es más, fue un acto… criminal.

—Es usted muy dura conmigo. Admito que fue una imprudencia por mi parte. He conducido esos tordos varias veces por semana y nunca me había encontrado con un grupo de colegialas cabalgando a través de los caminos. Tal vez podría decir, si quisiera replicar a sus recriminaciones, que no debieron haber estado en ese tramo de carretera. Pero no entraré en esta cuestión porque no deseo disgustarla.

—Puede decir lo que se le antoje. Las chicas siempre cabalgan a través de caminos y senderos. ¿Qué diferencia hay en éste?

—Resulta que es el que conduce a mi casa.

—Quiere decir que es su propiedad privada.

—Mi querida señorita Grant, usted lleva poco tiempo en Colby, pues de lo contrario sabría que la mayor parte de estos terrenos son de mi propiedad.

—¿Significa esto que ninguna de nosotras tiene derecho a estar aquí?

—Significa que están aquí con mi permiso y que, si lo deseara, yo podría cerrar cualquiera de los caminos.

—¿Y por qué no lo hace? Al menos sabríamos por dónde podemos transitar, a pie o a caballo, con toda seguridad.

—Entremos. He ordenado que preparen una habitación para usted. Es una de nuestras mejores habitaciones y muy cercana al dormitorio azul.

Me sentí súbitamente alarmada. Había en él algo satánico. Parecía complaciente, pero no me gustaba el descaro de su expresión. Era como si estuviera haciendo planes y se mostrara más que confiado en su éxito.

—Gracias —contesté fríamente—, pero preferiría estar en la habitación de Teresa.

—No podemos permitir tal cosa.

—Pues me temo que yo no puedo permitir otra cosa.

—Sólo hay una cama en la habitación azul.

—Es muy amplia. Estoy segura de que a Teresa le gustará que la comparta con ella.

—He pedido a mi servicio que prepare una habitación para usted.

—Quedará ya dispuesta para su próximo huésped.

—Veo —me dijo— que está decidida a que todo sea como usted quiere.

—Estoy aquí para ocuparme de Teresa y esto es lo que pretendo. Ha tenido una terrible experiencia gracias a… —Me miró con reproche, pero yo proseguí—: No quiero que se despierte en plena noche y se pregunte dónde está. Podría asustarse. Al fin y al cabo, esta caída puede tener consecuencias desagradables. Debo estar junto a ella.

—Teresa es muy afortunada al tener un perro guardián tan delicioso y fiel.

—Estaremos muy bien instaladas, y le doy las gracias por permitirnos utilizar su dormitorio azul.

—Es lo menos que puedo hacer.

—Sí —asentí fríamente.

Sonreía cuando entramos en la casa.

—Pero, desde luego, cenará conmigo —me dijo casi humildemente.

—Es usted muy amable, pero creo que debo estar junto a Teresa.

—Teresa va a necesitar descanso. Cuando llegue el sedante, el médico quiere que lo tome inmediatamente.

—Yo no dejaré sola a Teresa.

Inclinó la cabeza.

Subí a ver a Teresa. Estaba muy soñolienta.

—Me alegra tanto que esté aquí, señorita Grant… —me dijo.

—Voy a quedarme contigo, Teresa. Hay sitio para las dos en esa cama. Es muy grande, ¿no crees? Muy distinta de las de la escuela.

Sonrió débilmente, pero contenta, y cerró los ojos.

Al poco tiempo, Jason Verringer apareció en la puerta.

—El doctor ha enviado esto —dijo—. Ahí está el linimento. Y esto es la medicina. Ha acompañado una nota en la que indica que debe darle la medicina después de aplicarle el linimento. Así, ella dormirá toda la noche. Esto es lo que más necesita.

—Gracias —contesté, y lo acompañé hasta la puerta.

—Cuando se duerma, toque el timbre —me dijo—. Enviaré aquí a alguien para que la acompañe abajo. No será una cena de ceremonia… tan sólo un pequeño y tranquilo tête-à-tête.

—No, gracias. No creo que Teresa deba quedarse sola.

Volví junto a Teresa y apliqué el linimento a sus magulladuras. Pensé en la suerte que había tenido y mi indignación volvió a acumularse.

—¿Verdad que dormirá aquí, señorita Grant? —imploró Teresa.

—Claro que sí.

—No me gustaría quedarme sola. No dejo de pensar en lo mismo. Oigo galopar los caballos… y yo sabía que a la yegua Cherry Ripe no le gustaba… ni tampoco le gustaba yo. Sabía que se desbocaría y que yo no podría contenerla.

—Deja de pensar en esto. Todo ha pasado ya.

—Sí, y usted está aquí, pero yo nunca más volveré a montar a caballo.

—Ya veremos qué decides más adelante.

—No necesito esperar hasta entonces. Lo sé ahora.

—Vamos, Teresa, te estás excitando y esto no te conviene. Deja que acabe de aplicarte este linimento. ¡Vaya olor! En realidad, no deja de ser agradable. ¿Te pica? Bien, esto significa que te hace bien. El doctor dice que es muy efectivo. Mañana o pasado tendrás todos los colores del arco iris.

Tapé la botella y la guardé.

—Y ahora vas a tomarte esta dosis de medicina, que te hará dormir, olvidando todo lo ocurrido. Lo único que debes recordar es que yo estoy aquí y que si quieres algo sólo debes decírmelo.

—¡Oh, cuánto me alegro de que esté aquí! ¿Está enfadada conmigo la señorita Hetherington?

—Claro que no. Está preocupada, como todas las demás.

—Ahora Charlotte se reirá de mí, ¿no cree?

—Pues en realidad Charlotte se ha portado muy bien. Ella acompañó a las niñas al colegio. Estoy segura de que no quiere que hayas sufrido el menor daño.

—Entonces, ¿por qué siempre está tratando de herirme?

—En realidad, no tiene la intención de herir; sólo quiere dar pequeños pinchazos.

—Ya no me importan como antes, ni mucho menos. Todo fue diferente cuando usted llegó. Fue porque también usted había estado en África, y después volvió a un hogar con tía Patty. Ojalá yo hubiera tenido una tía Patty.

Se oyó un golpe discreto en la puerta. Era una doncella con una maleta que, según dijo, acababan de mandar desde la escuela. La abrí. Había en ella una nota de Daisy en la que ésta decía que contenía unas cuantas cosas que según creía podíamos necesitar. Había mis ropas de cama y las de Teresa, y me asombró ver que había incluido uno de mis vestidos: el mejor, de seda azul.

Deseaba dar a Teresa el sedante y por tanto pregunté a la muchacha si le importaba que la ayudara a ponerle el camisón, ya que estaría más cómoda con él que con su ropa interior. Se había quitado el traje de montar para que la examinara el médico, y había quedado sobre una silla. La ayudé a desvestirse y a ponerse el camisón. Después le dije:

—Bebe esto y en seguida sentirás mucho sueño.

Obedeció. Siguió hablando durante breve rato con frases sueltas y una voz cada vez más soñolienta. El sedante empezaba a hacer efecto.

—Teresa —dije más tarde con voz queda, pero no hubo respuesta.

Parecía muy joven y vulnerable echada allí y pensé que resultaba muy triste que sus padres estuvieran tan lejos y que sus parientes en Inglaterra no quisieran ocuparse de ella. Me pregunté si su madre y su padre desearían tenerla a su lado, y mis pensamientos volaron una vez más hacia tía Patty y todo lo que habría de contarle cuando la volviera a ver.

Hubo un golpecito suave en la puerta. Fui hacia ella y abrí. Jason Verringer estaba ante ella, con una mujer de mediana edad.

—¿Cómo está Teresa? —me preguntó.

—Duerme. El sedante hizo efecto en seguida.

—Ya lo dijo el doctor. Le presento a la señora Keel, mi valiosísima ama de llaves. Se quedará con Teresa mientras nosotros cenamos, y si Teresa se despierta vendrá a buscarla inmediatamente.

Me sonreía con una ligerísima nota de triunfo. Yo vacilé. No veía cómo podía negarme. La señora Keel me miraba sonriente.

—Puede confiar en mí —me dijo—. Estoy acostumbrada a cuidar enfermos.

No había más remedio. Tenía que ceder porque no me era posible rehusar ante su ama de llaves. Sería un insulto para ella sugerir que era incapaz de vigilar a Teresa, que por otra parte estaba durmiendo. Por lo tanto, tendría que cenar con él. Debía admitir, en secreto, que no era tan contraria a esta perspectiva como había pretendido. Hallaba un cierto placer en hacerle saber que no me sentía atraída en absoluto por él, puesto que estaba segura de que pretendía impresionarme. Por lo que había oído acerca de su reputación, se le consideraba —o se consideraba— irresistible para las mujeres. Sería divertido y muy estimulante hacerle saber que allí había alguien perfectamente inmune a sus encantos masculinos.

—Se lo agradezco mucho —dije a la señora Keel—. Es una niña muy sensible… y si despertara…

—No lo creo probable —intervino Jason Verringer—. Y si por casualidad lo hace, la señora Keel vendrá a buscarla inmediatamente. Por tanto, esto queda resuelto. La señora Keel subirá dentro de media hora y, si usted está dispuesta, podremos cenar en seguida.

Aparte de ponerme en la incómoda situación de explicarle que conocía su reputación y no le consideraba como un acompañante adecuado, no veía más salida, y la única acción posible consistía en aceptar cortésmente y retirarme después tan pronto como me fuera posible.

Por consiguiente, incliné la cabeza en señal de asentimiento, di las gracias a la señora Keel y dije que estaría lista dentro de media hora.

Me puse el vestido de seda azul y experimenté una cierta satisfacción por el hecho de que Daisy hubiera enviado el que mejor me sentaba.

Me cepillé la cabellera hasta que brilló. Había en mis mejillas un leve toque de color que avivaba mis ojos. Realmente, pensé, contemplaba con placer esa situación sólo por la satisfacción de hacerle comprender que no todas las mujeres se sentían tan impresionadas por él como sin duda él había llegado a pensar.

La señora Keel llamó discretamente a la puerta. Entró y las dos nos quedamos contemplando a Teresa.

—Está durmiendo profundamente —dije.

La señora Keel asintió.

—Si se despierta la llamaré en seguida.

—Gracias —contesté.

Una de las doncellas esperaba afuera para acompañarme abajo, y fui conducida a una pequeña habitación con una puerta que daba al patio. Él estaba ya allí esperándome, y parecía muy satisfecho.

—He pensado que podríamos comer aquí —me explicó—. Y después, si gusta, tomar café y oporto o brandy en el patio. Resulta muy agradable en los días de verano, al anochecer. Suelo sentarme aquí si tengo algún invitado.

—Parece muy agradable.

—Debe de tener apetito, señorita Grant.

—Creo que los sucesos de la jornada han sido capaces de quitarle el apetito a cualquiera.

—Cuando vea nuestro excelente pato, cambiará de parecer. Estoy seguro de que apreciará los méritos de nuestra cocinera. Me considero muy afortunado. Tengo muy buenos sirvientes, y es el resultado de una cuidadosa selección… y un buen adiestramiento. Tengo entendido que comen ustedes bien en ese colegio exclusivo para señoritas.

—Sí. La señorita Hetherington insiste en ello. Gran parte de los productos proceden de los huertos de la abadía.

—Siguiendo las antiguas tradiciones monásticas. ¡Ah, las tradiciones, señorita Grant! ¡Cómo rigen las vidas de las personas como nosotros! Siéntese. Ahí… frente a mí, para que pueda verla. Siempre disfruto más con estas cenas íntimas que con las de la gran sala. Esto, desde luego, sólo tiene capacidad para cuatro personas, pero dos es el número más adecuado.

Era una habitación encantadora, con paneles de roble y un techo pintado en el que rechonchos cupidos retozaban sobre unas nubes algodonosas mientras un ángel los contemplaba con benignidad.

Él observó que lo estaba mirando.

—¿No cree que aporta una atmósfera celestial?

Le miré y me asaltó el pensamiento de que era como Lucifer expulsado del cielo, pero esto me pareció tan ridículo como distante de toda realidad. Estaba segura de que nunca se dejaría expulsar de un lugar en el que quisiera estar.

—Sí, así es —contesté—. Aunque no estoy muy segura de lo que puedan estar haciendo los cupidos en las nubes.

—Buscando un corazón incauto para atravesarlo con las saetas del amor.

—Necesitarían tener una puntería muy certera para alcanzar a alguien en la tierra… aunque las nubes vuelen bajas.

—Tiene usted una mentalidad práctica, señorita Grant, cosa que me agrada.

Un discreto criado entró con una sopera y nos sirvió. Descorchó una botella de vino y lo escanció en las copas.

—Espero que apruebe este vino —dijo Jason Verringer—. Lo he elegido adrede. Es de un año de inmejorable cosecha…, una de las mejores del siglo.

—No debe tomarse tantas molestias por mí —repliqué—. No soy conocedora de vinos y no puedo apreciarlo debidamente.

—¿No les enseñaban a catar un buen vino en aquella escuela tan selecta de Suiza? Me sorprende. Debiera haber ido a aquella de Francia… he olvidado su nombre. Estoy seguro de que el conocimiento de los vinos debe formar parte de su curriculum.

Saboreó el vino y alzó los ojos con una expresión de éxtasis burlón.

—Excelente —dijo—. A su salud, señorita Grant, y a la de la niña que está arriba.

Bebí con él.

—Y por nosotros —añadió—. Por usted… por mí… y por nuestra creciente amistad comenzada en circunstancias harto dramáticas.

Bebí otro sorbo y dejé la copa en la mesa. Él prosiguió:

—Debe usted admitir que en las tres ocasiones nuestro encuentro ha sido inusual. Primero una detención en un camino angosto, después usted se pierde y yo acudo en su ayuda, y ahora este asunto del caballo desbocado, que nos ha permitido reunimos aquí.

—Tal vez sea usted una de esas personas a las que les ocurren cosas dramáticas.

Reflexionó sobre este aspecto.

—Supongo que de vez en cuando a la mayoría de las personas les ocurre algo dramático en sus vidas. ¿Y a usted?

Guardé silencio. Mis pensamientos habían volado hacia aquel encuentro en el bosque y a mis extraños —así me lo parecían ahora— contactos con un hombre que, según rezaba una lápida sepulcral en Suffolk, llevaba mucho tiempo muerto. Curiosamente, este otro hombre, cuya cualidad más sobresaliente era su vitalidad y su firme pisada en la vida, me recordaba mi extraña experiencia más vívidamente que en los últimos tiempos.

Se inclinó hacia adelante.

—Tengo la impresión de haber despertado recuerdos.

Su manera de penetrar en mis pensamientos me parecía desconcertante.

—Puesto que estuve implicada en aquellos acontecimientos que usted calificaría de dramáticos, supongo que usted diría que los experimenté también. El drama, como cualquier otra cosa, está en la mente de quienes toman parte en él. Aparte de lo que le ha ocurrido a Teresa, no considero en absoluto dramáticos estos incidentes.

—Tome un poco más de sopa.

—No, gracias. Estaba deliciosa, pero me preocupa demasiado Teresa para prestar a su comida la atención que merece.

—Tal vez en otra ocasión, más adelante, pueda compensar esta negligencia.

Me reí y él hizo una seña al mayordomo para que trajera el pato.

Me interrogó acerca de sus sobrinas y si creía que la academia las beneficiaba. Siempre leal a Daisy, le aseguré que los beneficios eran considerables.

—Fiona es una niña apacible —dijo—. Se parece a su madre. Pero estas personas apacibles engañan a veces. Usted ya lo sabrá, dada su vasta experiencia.

—He aprendido que es muy poco lo que sabemos acerca de los demás. Siempre hay sorpresas en el carácter humano. Se dice que tal o cual persona actúa de una manera sorprendente, no conforme a su carácter, pero en realidad no es así. Actúan de acuerdo con una parte de su carácter que hasta entonces no han mostrado al mundo.

—Es cierto. Por lo tanto, cabe esperar que un día Fiona nos sorprenda a todos.

—Tal vez.

—No es éste el caso de Eugenie, porque nada de lo que pudiera hacer me sorprendería excesivamente. ¿Y a usted, señorita Grant?

—Eugenie es una niña cuyo carácter todavía se está formando. Es influenciable. Y la influencia, diría que desdichadamente, una chica llamada Charlotte Mackay.

—La conozco. Ha estado aquí durante las vacaciones. También conozco a su padre.

—Charlotte procura con empeño que nadie olvide que es una honorable, cuando sería mucho más apropiado que tratara de ocultar este hecho.

—¿Aprueba usted el ocultamiento, señorita Grant?

—En ciertas circunstancias.

Asintió lentamente y trató de llenar mi copa. Puse la mano encima de ella para evitarlo, pues estaba segura de que la hubiera llenado aunque yo rehusara.

—Es usted muy abstemia.

—Digamos que poco acostumbrada a beber mucho.

—¿Un tanto temerosa de que su excelente ingenio pueda enturbiarse un poco?

—Me aseguraré de que esto no ocurra.

Llenó su copa y me dijo:

—Hábleme de su hogar.

—¿Le interesa realmente?

—Mucho.

—Poco hay de interés. Mis padres murieron. Eran misioneros en África.

—¿Comparte su piedad?

—Me temo que no.

—Cabría pensar que unos padres que eran misioneros debieron haber producido un retoño deseoso de continuar su buena obra.

—Al contrario. Mis padres creían ardientemente en lo que hacían. Aunque yo era muy niña cuando me separé de ellos, me había dado cuenta. Era bondad, en cierto modo. Padecieron muchas dificultades y, de hecho, podríamos decir que al final murieron por sus creencias. Supongo que éste es el supremo sacrificio. Después fui a vivir con una tía muy querida y vi una clase de bondad diferente. Si yo fuera capaz de emular la bondad de unos y otra, elegiría la de mi tía.

—Su voz cambia cuando habla de ella. Usted quiere mucho a su tía.

Asentí con la cabeza. Había lágrimas en mis ojos y me avergonzaba de ellas. Aunque él me desagradara, tenía poder para suscitar mis emociones. No estaba segura de lo que era, si las palabras que había empleado, las inflexiones de su voz o la expresión de sus ojos. Curiosamente, sentía como si hubiera en él una intensa nota de tristeza, lo cual era absurdo. Era arrogante en extremo, un hombre pagado de sí mismo, dueño de muchos, y deseoso de demostrarse que era el amo de todos.

—Me enviaron a vivir con ella —proseguí— y esto fue lo mejor que podía ocurrirme… o que llegue a ocurrirme, creo.

Él levantó su copa y dijo:

—Voy a hacer una profecía. Van a ocurrirle otras cosas igualmente buenas. Y ahora hábleme de su tía.

—Dirigía una escuela, pero perdía dinero. Yo iba a trabajar con ella, pero tuvo que venderla y por esto vine aquí.

—¿Dónde está ella ahora?

—En una casa pequeña, en el campo. Tiene una amiga que vive con ella. Iré a reunirme con ella apenas termine el curso en la escuela.

Asintió con la cabeza y dijo:

—A mí me parece, señorita Grant, que es usted una joven muy afortunada. ¿Estuvo en aquel colegio de Suiza cuando su tía tenía más posibilidades, o es que sus padres la dejaron en buena posición?

—Todo lo que tenían fue a parar a su misión. Fue mi tía quien me envió a aquel colegio. Apenas podía permitírselo, estoy segura de ello, pero insistió en que fuese y me mantuvo allí. Y eso… me facilitó mi venida aquí.

—La señorita Hetherington apenas habla de otra cosa si no es de sus talentos y la Schaffenbruckenización de su escuela.

Me eché a reír y él se rió conmigo.

—Hay un soufflé. Debe usted comer hasta la última miga, de lo contrario habrá rebelión en las cocinas.

—¿Se atrevería alguien a rebelarse contra usted?

—No —contestó—. Sería una rebelión privada. De todos modos, saben que nunca me haré reo de un delito tan odioso como el de repudiar sus excelentes creaciones. Es usted quien recibirá su repulsa.

—Entonces haré cuanto pueda para evitarla.

—Estoy seguro de que siempre hace usted cuanto puede.

El soufflé era verdaderamente delicioso y tuve que admitir que habíamos gozado de una excelente comida, muy diferente de los sencillos aunque sabrosos ágapes de la abadía.

Él me habló de la escuela, de la historia de la abadía y de cómo pasó ésta a su familia poco después de la Disolución.

—Mi antepasado había prestado algún servicio al rey… alguna misión en el extranjero según creo, y por los servicios prestados se le permitió adquirir las tierras de la abadía, y lo que de ésta quedaba, por una miseria. Creo que pagó doscientas libras… aunque tal vez en aquellos tiempos no fuera una cantidad tan mísera. Construyó el Hall y se instaló como noble. Prosperó, pero los habitantes de los alrededores nunca sintieron afecto por su familia. Los consideraban unos usurpadores. La abadía siempre había hecho mucho por los pobres. Siempre había un plato en la mesa para los vagabundos y un lugar donde dormir. Cuando los abades se marcharon, los caminos se llenaron de pedigüeños y los robos aumentaron. Por lo tanto, los Verringer fueron malos sustitutos para los monjes.

—Usted juzga a partir de las acciones de este retoño de la vieja raza. Pues bien, estaban muy atareados erigiéndose en señores del lugar y esto no implicaba necesariamente convertirse en sus benefactores. Hay algunos granujas entre nosotros. Debo enseñarle las galerías de retratos. Nuestras villanías están escritas en nuestras caras y creo que toman precedencia sobre las virtudes. Pero ya los verá y podrá juzgar por su cuenta.

Habíamos terminado el soufflé y dije:

—Creo que debería asegurarme de que Teresa está bien.

—¿Y ofender mortalmente a la señora Keel? Está vigilando celosamente a la niña. Si sube ahora, sospechará que usted no confía en ella. Salgamos al patio. Se está muy bien en él cuando oscurece y se encienden las velas. Están en hornacinas talladas en la piedra. No disponemos de muchas noches en las que poder sentarnos en el patio, y por esto nos gusta aprovecharlas al máximo.

Yo me había levantado y él estaba a mi lado. Tomó mi codo en su mano y me acompañó hasta la puerta.

Había en el patio una mesa blanca y junto a ella dos sillones con varios cojines.

El aire estaba calmado y silencioso y noté que una cierta excitación se apoderaba de mí. Pensé en la escuela. Habrían terminado de cenar y dentro de poco las chicas irían a acostarse. De estar allí, yo efectuaría mi ronda y me preguntaría si Charlotte o Eugenie iban a crear alguna dificultad.

—Tomaremos café, si gusta, y tal vez un poco de oporto…

—Sólo café, por favor. No más vino…

—Pero debe haber algo que le guste. ¿Coñac?

—Con el café me basta, gracias.

Nos sentamos y nos sirvieron las bebidas.

—Y ahora —dijo— nadie nos estorbará.

—No he visto que nos estorbaran antes.

—Vivimos rodeados de criados —respondió—. Uno se inclina a olvidar que son una raza de detectives. Hay que andar con cautela.

—¿Si uno tiene algo que esconder, acaso?

—¿Y quién no tiene algo que esconder? Incluso excelentes señoritas procedentes de Schaffenbrucken pueden tener sus secretos.

Guardé silencio y él se sirvió vino.

—Me gustaría que probase un poco —me dijo—. Es…

—Un oporto de gran cosecha, estoy segura.

—Mi mayordomo y yo nos enorgullecemos de nuestra bodega.

—Y estoy segura de que en ella tiene mucho de lo que enorgullecerse.

—Y no agrada que otros compartan nuestros tesoros. Vamos, sólo un poco.

Sonreí y me llenó a medias la copa.

—Ahora podemos brindar cada uno por el otro.

—Ya lo hemos hecho antes.

—La buena suerte nunca es excesiva. Por nosotros, señorita Grant…, Cordelia. Se muestra muy reservada. ¿Le importa que utilice su nombre de pila?

—Creo que es más bien… innecesario.

—Pues yo creo que es un nombre muy apropiado. Es usted Cordelia desde la cabeza hasta la punta de los zapatos. No puedo imaginármela llamándose otra cosa que no sea Cordelia, e incluso sin su permiso voy a emplear este nombre. ¿No encuentra delicioso el aire de Devon?

—Sí.

—Siempre me he alegrado de que nuestra abadía sea de Devon. Hubiera podido estar en el gélido norte. Allí tienen algunas que son bellísimas. Fountains, Rievaulx y otras…

—He oído hablar de ellas.

—No creo que ninguna de ellas supere a la nuestra… ni siquiera que se le pueda equiparar. Pero tal vez sea lo que se llama el orgullo de la propiedad. Somos una ruina… como lo son esas otras, pero somos también una academia para señoritas. ¿Qué puede compararse con esto?

—Parece ser un lugar un tanto extraño para una escuela.

—¿En medio de tantas antigüedades? ¿Qué mejor lugar puede haber para que la gente aprenda sobre el pasado?

—Es lo que dice siempre la señorita Hetherington.

—Es una mujer excelente, a la que admiro. Me alegro de que tenga aquí su escuela. Es de lo más conveniente para mis pupilas, y sin ella yo no estaría sentado aquí, disfrutando de una de las veladas más deliciosas de mi existencia.

Lancé una breve risita.

—Es usted un maestro de la hipérbole.

Se inclinó hacia mí y respondió con energía:

—Le estoy diciendo la verdad.

—Entonces —repliqué— no puede haber tenido una vida muy excitante.

Hizo una breve pausa y dijo:

—Empieza a caer la noche. Sin embargo, aún no encenderemos las velas. Mire. Comienzan a aparecer las estrellas. ¿Por qué dirá la gente que aparecen las estrellas, si ellas están siempre presentes?

—Porque la gente sólo acepta lo que ve.

—No disciernen como usted, Cordelia. Usted y yo no necesitamos que todo nos salte a la vista, ¿no cree?

—¿A qué se refiere?

—A la vida —me contestó—. Usted no me juzgará por lo que le digan otros, ¿verdad?

—No soy yo quien debe juzgarle.

—Tal vez lo he planteado indebidamente. Usted no evaluará mi carácter por las habladurías que pueda oír.

—Y le repetiré que no me corresponde a mí evaluar.

—Pero lo hace… sin pensarlo, lo está haciendo. Oye algo acerca de una persona y, de no haber contradicción, cree tal o cual cosa acerca de él o de ella.

—¿De qué me está hablando?

—Sé que sobre mí circulan numerosas historias escandalosas. No quiero que usted las crea todas. Al menos, quiero que usted comprenda cómo se han producido.

—¿Y por qué ha de afectarme esto a mí?

—Porque después de esta noche va usted a ser amiga mía, ¿no es así?

—La amistad no es como ponerse un sombrero o una chaqueta. Se crea… aumenta… Es algo que debe demostrarse.

—Se creará —replicó—. Aumentará.

Durante un rato guardé silencio.

—Reconozco —prosiguió— que durante mi vida he hecho muchas cosas que usted no aprobaría. Me agradaría que usted supiera un poco acerca de mi familia. ¿Sabe que se dice que descendemos del diablo?

Me eché a reír.

—Ah —exclamó—. Lo cree muy probable, ¿verdad?

—Al contrario. Lo creo muy improbable.

—Satanás adopta muchas formas. No es necesario que sea un espíritu con pezuñas.

—Cuénteme cómo se convirtió el diablo en uno de sus antepasados.

—Muy bien. Era en la tercera generación de los Verringer. La anciana reina había fallecido y el escocés Jacobo ocupaba el trono. Usted ya sabe que la maldición de nuestra familia ha consistido en no poder tener herederos. Ya sé que ésta es una obsesión en muchas familias que se encuentran en el mismo caso, pero era nuestro problema particular y en aquellos tiempos, cuando una familia era noble de nuevo cuño, debía edificarse sobre unos firmes cimientos. Ya sabe que ni siquiera ahora tengo un hijo que me siga, y mi hermano tuvo dos hijas. Se prefiere la línea directa y que el nombre de la familia permanezca porque pertenece aquí y no porque una de las hijas haya obligado a su marido a adoptarlo. Pues bien, ese Verringer de Colby Hall sólo pudo tener una hija y era la criatura más fea que se haya visto jamás en el Devonshire… tan fea que, a pesar de su fortuna, no se le podía encontrar marido. Pero debía tener un hijo, y para ello había de casarse y el esposo debía conservar el sagrado nombre de Verringer. Pasó el tiempo. Ella tenía treinta años y, con el paso del tiempo, su atractivo distaba de aumentar. Su padre estaba desesperado y un día envió un grupo de criados armados para que se escondieran en el bosque y trajeran a casa a cualquier viajero que fuese moderadamente apuesto, gozara de buena salud y pareciera capaz de engendrar hijos.

—Está usted inventando.

—Le juro que es una de las leyendas de mi familia. ¿Quiere oír lo que ocurrió?

Asentí en silencio.

—Al cabo de cierto tiempo regresaron con un joven. Había cabalgado solo a través del bosque. Era apuesto, vigoroso, de aspecto sumamente atractivo. Sólo porque ellos eran tantos y él estaba solo habían podido capturarlo. Cuando mi antepasado lo vio se entusiasmó, y lo mismo le ocurrió a su fea hija. «Cásate con mi hija —dijo el padre— y tendrás tierras y propiedades». «Ya tengo tierras y posesiones, y no deseo casarme con tu hija», replicó el joven. El padre se encolerizó y ordenó que lo encerraran en una de las mazmorras… sí, tenemos varias. Ahora se utilizan para conservar frescas las viandas. Allí seguiría encerrado hasta que accediera. Pero pasaron semanas y el joven no accedía. Nadie vino a rescatarlo. Mi antepasado no podía permitir que pasara hambre ni que fuera sometido a tortura, porque quería producir un heredero perfecto, y puesto que el joven no podía ser sobornado con posesiones todo parecía indicar que el plan iba a venirse abajo. Pero los Verringer siempre han sido célebres por su tenacidad. El prisionero fue sacado de su calabozo e instalado en uno de los mejores dormitorios. Había fuego en la habitación y se le sirvieron las mejores comidas y vino en abundancia. Los Verringer siempre han mantenido buenas bodegas. Mi antepasado había comprendido que había sido un error meter al joven en una mazmorra. Una existencia muelle siempre se presta mucho mejor a la seducción. Y una noche, cuando el joven había dado buena cuenta de los manjares que el astuto Verringer había hecho servir en su mesa, se vertió un potente afrodisíaco en su vino. Él estaba muy soñoliento y, cuando se acostó en su cama, pusieron a la hija junto a él. Durante la noche, ella concibió un hijo.

—¿Me está contando esto para demostrar qué clase de hombres emprendedores son los Verringer?

—En parte sí, pero es que hay más. Oiga la secuela. Curiosamente, cuando el joven se enteró de que la chica estaba encinta por su causa, accedió a casarse con ella y hubo gran regocijo en el Hall. A su debido tiempo, dio a luz un niño, tan robusto, saludable y guapo como su padre. Entonces empezaron a ocurrir cosas extrañas. Se vio fuego sobre la cuna del niño, pero en realidad no había fuego alguno. El pequeño se reía como ningún recién nacido se había reído hasta entonces, y cogía todo lo que se ponía a su alcance. Deseaban celebrar un bautizo con toda la pompa y la capilla fue preparada al efecto, pero el día antes de la ceremonia el joven se dirigió a su suegro y le dijo: «No debe haber una ceremonia cristiana. Tú no sabes quién soy yo. Creíste poder jugar conmigo, pero en realidad era yo quien jugaba contigo. Yo conocía tus planes y me dejé prender y conducir hasta aquí para poder dar mi semilla a vuestra familia. ¿No supones quién soy yo?».

»Dice la historia que mi antepasado cayó de rodillas, aterrorizado, ya que era incapaz de contemplar la cara del joven, porque al verla era tan brillante como el sol y casi lo cegaba.

—Soy Lucifer, el hijo de la mañana —dijo el joven—. He sido expulsado del cielo. Soy ambicioso. Quise superar al propio Dios. Tú eres ambicioso. Te gustaría ser más poderoso que todos los demás, y has tratado de utilizarme para este fin, y yo te he dado un hijo. Lucifer. Y todo descendiente varón de tu clan, a lo largo de las generaciones venideras, me tendrá a mí en él.

»Y así es como los Verringer son, verdaderamente, semilla del diablo.

—Narra usted muy bien esa historia —dije—. Creí estar viéndolo. Casi podía ver al joven y oír su discurso final.

—¿No nos excusa esto?

—Desde luego que no.

—Yo creía que si teníamos el diablo en la sangre, bien se nos podía conceder una cierta licencia.

—Supongo que hay leyendas como ésta en la mayoría de las familias que tiene orígenes tan antiguos. Creo que algo parecido se contaba acerca de la rama angevina de la familia real, de la que proceden tantos de nuestros reyes.

—Esa historia ha pasado de una generación a otra.

—Y sin duda todos pensaron que debían vivir de acuerdo con ella.

—Al parecer, no nos costó un gran esfuerzo. Pero yo quería que usted comprendiera que cuando nos comportamos indebidamente, no todo es culpa nuestra.

¿Qué me estaba diciendo? ¿Que era capaz de cometer una crueldad? ¿Un asesinato? No podía apartar de mi mente el pensamiento de aquella esposa indeseada yaciendo sobre sus almohadas, la botella que contenía la dosis fatal de láudano entre las manos de su marido. ¿Se la habría administrado él?

—Se ha quedado muy pensativa —me dijo—. Está pensando que no acepta mis excusas.

—Tiene razón —contesté—. No las acepto.

Suspiró.

—Sabía que no lo haría, pero quería ofrecerle una explicación. ¡Qué noche tan hermosa! Hay aromas de flores en el aire y está usted bellísima sentada aquí, Cordelia.

—Será porque casi está oscuro.

—Siempre me ha parecido usted bella bajo la más radiante luz del sol.

—Creo llegado el momento de darle las buenas noches y agradecerle esta excelente cena.

—Todavía no —protestó—. ¡Es una noche tan deliciosa! Tranquila, sin un soplo de viento. Rara vez hay una noche como ésta y sería una lástima no aprovecharla. Usted desprecia mi fantasía, pero muchas personas alimentan fantasías en la vida. ¿Usted no?

Guardé silencio. De nuevo, él había impulsado mis pensamientos hacia aquel cementerio de Suffolk, y antes de que pudiera contenerme me encontré diciendo:

—En cierta ocasión me ocurrió algo… extraño.

—¿Sí?

Se inclinó hacia adelante y escuchó con avidez.

—Apenas he hablado de ello, ni siquiera con mi tía.

—Cuénteme.

—Es que parece tan absurdo… Ocurrió cuando estábamos en Schaffenbrucken. Éramos cuatro chicas y habíamos oído decir que si nos sentábamos debajo de un árbol, un determinado árbol, del bosque y en cierto momento… Era algo que tenía que ver con la luna llena, y era la época del equinoccio de otoño, que se suponía especialmente apropiada… Pues bien, nos dijeron que si nos sentábamos debajo de aquel roble, podríamos ver al hombre con el que nos casaríamos. Ya sabe usted que las chicas jóvenes pueden cometer muchas tonterías.

—Yo no lo considero una tontería. Creo que sería tener una mente muy letárgica y embotada no querer ver a la futura pareja.

—Bien, fuimos allí y había un hombre…

—Alto, moreno y apuesto.

—Alto, rubio y verdaderamente apuesto. Y parecía raro, remoto, aunque esto tal vez se debiera a la historia que nos habían contado. Hablamos con él un rato y después regresamos al colegio.

—¿Y eso es todo?

—No. Volví a verle. Estaba en el tren en el que regresábamos a Inglaterra… en cuestión de segundos apareció y desapareció. Después resultó que estaba en el barco que nos llevaba a Inglaterra. Yo estaba en cubierta, medio dormida, pues era de noche, y entonces… me pareció como si fuese de pronto, lo encontré a mi lado. Hablamos y creo que me adormecí, pues cuando abrí los ojos se había marchado.

—¿Envuelto tal vez en una humareda?

—No… tan sólo se había marchado, de un modo natural. Le vi de nuevo cerca de Grantley Manor, donde vivíamos nosotras. Habló conmigo y supe su nombre. Dijo que nos visitaría, pero no vino. Después… y esto es lo más extraño, fui al lugar donde me había dicho que vivía y descubrí la casa. Se había incendiado hacía más de veinte años. Vi su nombre en la lápida de una tumba. Llevaba muerto más de veinte años. ¿No cree que esto es tan extraño como los negocios de su familia con el diablo?

—Hubiera dicho que no… hasta que ha llegado a la visita al lugar donde supuestamente vivía él. Le concedo que esto es muy extraño. Lo demás es fácil. Llegó al bosque por casualidad. Usted lo adornó con todas las cualidades más nobles y un tanto sobrenaturales porque usted era joven e impresionable, y creía en la leyenda. Usted le causó impresión, lo que no me sorprende en absoluto. Él la vio durante el viaje. Se sentó a su lado y hablaron, y entonces la conciencia de él empezó a remorderle. Tenía esposa y seis hijos esperándole en su casa. Por esto desapareció tan discretamente. Más tarde no pudo resistir la tentación de verla de nuevo, y se hizo el encontradizo. Había de visitarla a usted y a su tía, pero sus buenos sentimientos triunfaron una vez más y regresó al seno de su familia.

Solté la carcajada.

—En cierto modo, esto me parece plausible, pero no explica lo del nombre en la tumba.

—Eligió un nombre al azar, pues no quería darle el auténtico por temor a que algún eco de sus aventuras llegara a oídos de su amada y fidelísima esposa, que le estaba esperando. Ahora bien, si yo acepto su encuentro con el místico desconocido, usted debe aceptar mi antepasado satánico.

—No sé por qué le he contado esto. Nunca lo había contado a nadie.

—Es la noche… una noche apta para confidencias. ¿No lo nota? Cuanto más oscurece, con mayor claridad puedo leer en su mente… y usted en la mía.

—Pero ¿qué explicación puede haber?

—Habló con un fantasma… o con un hombre que se hacía pasar por tal. Ya sabe que la gente hace cosas extrañas.

—Estoy segura de que hay una explicación lógica para su historia… y para la mía.

—Tal vez encontremos la respuesta para la suya. La mía queda algo distante para probarla, si exceptuamos el hecho de que nuestras hazañas son una prueba evidente de la existencia de nuestro progenitor.

Me encontré riéndome. «El oporto es muy fuerte», pensé, y ciertamente advertía una agradable laxitud y la impresión indudable de que no deseaba que la noche terminara todavía.

Como si leyera mis pensamientos, él dijo.

—Esta noche estoy muy contento. Quiero que esto continúe sin cesar. Sepa, Cordelia, que no es frecuente que me sienta feliz.

—Yo siempre he pensado que la verdadera felicidad proviene de ayudar a otros.

—Veo que están asomando sus antepasados misioneros.

—Ya sé que suena a sentencioso, pero estoy segura de que es verdad. La persona más feliz a la que yo he conocido es mi tía, y bien mirado siempre está haciendo inconscientemente algo en beneficio de alguna otra persona.

—Quiero conocerla.

—Dudo de que lo consiga.

—La conoceré, claro —respondió—, porque usted y yo vamos a ser… amigos.

—¿Usted cree? Tengo la impresión de que ésta es una ocasión aislada. Estamos sentados aquí, en la oscuridad, con las estrellas encima y el aroma de las flores en el aire, y esto ejerce un efecto sobre nosotros. Estamos hablando demasiado… demasiado libremente… Tal vez mañana lamentemos lo que hemos dicho esta noche.

—Yo no lamentaré nada. La vida ha sido benigna para usted, Cordelia, una vez libre de sus misioneros. Como una hada madrina, su tía le facilitó el vestido para poder asistir al baile, convirtió la calabaza en carroza y las ratas en caballos. Cenicienta Cordelia va al baile. Acaba de conocer al Príncipe y él no es un espectro elusivo, no es tan sólo un nombre en la lápida de una tumba. Usted lo sabe, ¿verdad, Cordelia?

—Sus metáforas adquieren un cariz tan absurdo que me están despertando y recordándome que ya es hora de decir buenas noches.

—Sin embargo —persistió—, no hubo un hada madrina para mí. La mía fue una infancia muy dura. Siempre tuve que esmerarme en todo. No había ternura… nunca la hubo. Había tutores que debían conseguir resultados. Había siempre corrección… sobre todo física. Estuve en una prisión… como aquel apuesto joven que resultó ser el diablo. Era salvaje, aventurero, a menudo malo, siempre buscando algo. No sé qué, pero creo que empiezo a saberlo. Después fui a Oxford y viví turbulentamente, porque creía que ésta era la respuesta. Me casé, muy joven, con la joven apropiada, tan ignorante de la vida como yo mismo. Tenía un deber que cumplir, que era el mismo de mi fea antepasada. Tenía que producir un hijo. Mi hermano se había casado joven. Tenía dos niñas, como usted sabe. En mi caso nada, y mi esposa tuvo un accidente montando a caballo tres meses después de nuestra boda y quedó incapacitada para tener hijos. No le diré que me consideré un desventurado, pero sí un hombre frustrado, siempre… insatisfecho. Ella murió. La enterramos el día que llegó usted aquí.

—Lo sé —dije con voz queda—. Usted venía del entierro.

—Tuve que marcharme. Ya no lo resistía más. Y entonces la vi a usted en el camino.

—Y me obligó a hacer marcha atrás —añadí medio en broma.

—Pude verla por un instante al pasar por su lado. Me pareció maravillosa, diferente de cualquier otra persona que hubiera conocido, como una heroína del pasado que viajara en aquel carruaje.

—¿Boadicea? —sugerí, siempre en broma.

—Desde aquel momento ansié conocerla. Y entonces, cuando la encontré perdida…

—Me hizo dar un largo rodeo alrededor del pueblo.

—Tenía que hablar con usted tanto tiempo como me fuera posible. Y ahora… este…

Pensé entonces en aquella hermosa mujer y en la niña a las cuales había visto en el jardín de El Descanso de los Grajos, y dije:

—Creo haber conocido a una amiga suya.

—¿Sí?

—La señora Marcia Martindale. Tiene una niña preciosa.

Guardó silencio y pensé que no debí haber dicho tal cosa. Estaba perdiendo mi compostura y no pensaba antes de hablar. ¿Cómo pude haberle hablado del desconocido del bosque? ¿Qué me estaba ocurriendo?

De pronto me sobresalté cuando una forma negra pasó rauda sobre mi cabeza. Fue algo fantasmagórico y tuve la súbita sensación de que en aquella antigua mansión debía de haber fantasmas que no podían descansar, los espíritus de aquellos que habían sufrido un trágico fin. Tal vez su esposa…

—¿Qué ha sido esto? —grité.

—Tan sólo un murciélago. Esta noche vuelan muy bajos.

Me estremecí.

—Pequeñas criaturas inocentes —continuó él—. ¿Por qué inspiran miedo a la gente?

—Porque se enredan en los cabellos y se dice que son venenosos.

—No le harán daño si no los molesta. Oh… ahí está otra vez. Debe de ser el mismo. Parece usted verdaderamente alarmada. Supongo que cree que son mensajeros del diablo. Lo cree, ¿verdad? Cree que yo los he convocado para cumplir mis fines.

—Sé que son murciélagos —respondí—, pero esto no significa que me agraden.

Me estaba diciendo a mí misma: «Debo entrar, pero hay algo en mí que me suplica un rato más». Quería permanecer en aquella noche mágica y saber más acerca de aquel hombre, pues era mucho lo que él me revelaba acerca de su persona. Le había imaginado descarado y arrogante y lo era, pero había en él algo más: una tristeza, incluso una vulnerabilidad, algo que en cierto modo me emocionaba.

Y entonces… de repente dejamos de estar solos. Ella entró en el patio. Vestía un traje de montar y no llevaba nada en la cabeza. Sus hermosos cabellos rojizos estaban recogidos en una especie de redecilla.

La reconocí en el acto.

—¡Jason! —gritó con una voz ahogada, en la que había pena, desesperación y una aguda melancolía.

Él se levantó y pude ver que estaba muy enojado.

—¿Qué haces aquí? —inquirió.

Ella parpadeó y retrocedió un paso; sus manos, blanquísimas y en las que lucía varios anillos, estaban cruzadas ante su pecho, que la emoción hacía palpitar.

—He oído decir que había ocurrido un accidente —dijo—. Creí que podías ser tú, Jason. La ansiedad me ha puesto frenética.

Tenía un aspecto magnífico, pero al mismo tiempo lograba mostrarse patética. Creí estar contemplando a la amante en otro tiempo adorada que ya no podía agradar como antes, que lo sabía y que a causa de ello tenía el corazón destrozado.

Él dijo en voz baja:

—Debo presentarte a la señorita Grant, profesora de la Academia de Señoritas.

—Ya nos conocemos —dije yo—. Y deben excusarme, pues tengo que ir a ver a Teresa. —Miré fijamente a Marcia Martindale, que parecía expresar cólera, tristeza y desesperación, todo al mismo tiempo—. Una de nuestras niñas se ha caído del caballo. Por esto me encuentro aquí. Está durmiendo en la casa y yo estoy aquí para ocuparme de ella.

Vi la expresión de alivio en el rostro de la mujer. Sin duda era la cara más expresiva que jamás hubiera visto. Cualquiera podía leer en ella sus sentimientos.

—Confío en que… —empezó a decir.

—Oh, no es gran cosa —aseguré prontamente—. El médico se temía una conmoción y juzgó que era mejor tenerla aquí esta noche. La señora Keel la está vigilando hasta que yo suba. Bien, buenas noches y muchas gracias, sir Jason, por su generosa hospitalidad.

Salí apresuradamente del patio y entré en la casa, tratando de hallar mi camino hasta la habitación azul. Mi excitación de unos momentos antes se había convertido en depresión.

¿Qué me había ocurrido en el patio? Había habido una especie de encanto en la noche. Se debía a la oscuridad, a la comida, al vino…, a su personalidad, acaso a mi inexperiencia…, a su conversación, que me pareció estimulante. Debí haber estado totalmente trastornada para imaginar por un momento que él no era el hombre al que yo conocía por todo lo que había oído respecto a él.

Ahora tenía que enfrentarse a la amante a la que había abandonado para intentar una aventura nocturna con alguien que representaba una novedad para él.

¡Era, exactamente, lo que yo hubiera esperado de él!

Aquella mujer había quebrado algo, lo que no dejaba de ser oportuno puesto que me había llevado de nuevo a la realidad. Esperaba no haber sido demasiado indiscreta y traté de recordar lo que yo había dicho. ¿Cómo se las había arreglado él para atraerme hacia sí? Casi había empezado a gustarme.

Vi a una doncella en la escalera y le pedí que me enseñara el camino hasta el dormitorio azul, cosa que hizo.

Al entrar, la señora Keel abandonó la butaca en la que estaba sentada.

—Está profundamente dormida. No se ha movido en todo el tiempo —me dijo—. ¿Va a quedarse usted ahora?

—Sí —contesté—. Dormiré en un lado de la cama. Es suficientemente grande. No la molestaré a ella y, si se despierta, estaré aquí.

—Me parece muy bien —dijo la señora Keel—. Le deseo muy buenas noches.

Cerró la puerta quedamente. Yo todavía me sentía confundida. Me dije que se debía a la comida y al vino. Nada tenía que ver con él.

Había una llave en la puerta. Le di vuelta y me encerré en la habitación con Teresa.

Entonces me sentí segura. Al día siguiente, si Teresa estaba bien —y sabía que lo estaría— regresaríamos a la escuela y yo, no menos que Teresa, tendría que olvidar nuestra pequeña aventura.

*****

Yacía junto a Teresa, pero el sueño no acudía. Me sentía estimulada y excitada y me preguntaba qué debían estarse diciendo sir Jason y Marcia Martindale allí abajo. Podía imaginar las recriminaciones. Me hubiera gustado que ella supiera que no debía perder ni un minuto de sueño por mi causa. Yo no era de las que se dejan camelar por un tenorio presentable, y sin embargo, mientras hablaba con él —aunque había estado alerta y creído que podía ver a través de su persona con la máxima facilidad—, tuve que admitir que me había sentido un poco fascinada. Era un hombre que estaba de vuelta de todo, incluso cruel, al que cabría calificar de «hombre de mundo», y yo sabía —y también él— que mi experiencia era muy escasa respecto a semejantes personas. No había duda de que estaba subrayando el interés que yo le inspiraba. Pero, por inocente que yo pudiera ser, sabía perfectamente que un hombre como Jason Verringer había de sentirse interesado de esta manera particular en varias mujeres al mismo tiempo.

Qué ingenua había sido al pensar, aunque fuera por breve tiempo, que mostraba un sentimiento especial respecto a mí.

Y lo que me parecía más extraño era el hecho de que yo le hubiera hablado de mi aventura con el hombre del bosque, cuando ni siquiera la había comentado con tía Patty. La explicación radicaba en haber estado sentados allí mientras oscurecía cada vez más y los murciélagos revoloteaban sobre nuestras cabezas. De haber estado bajo la luz diurna jamás hubiera hablado de ello.

Bien, todo había terminado ya. El punto final había surgido bruscamente con la dramática aparición de su querida.

«Olvida a ese hombre», me aconsejaba mi sentido común.

Y añadía: «Duérmete ya».

Cerré los ojos y lo intenté. Había cerrado la puerta porque sospechaba que intentaría entrar en mi habitación, tal vez con el pretexto de explicar la súbita aparición de Marcia Martindale. Pero Teresa estaba junto a mí… una guardiana dormida. La puerta estaba cerrada y ella yacía a mi lado, sumida en el sueño que le procuraba el sedante.

Finalmente me adormecí.

Cuando desperté, reinaba la oscuridad. Por unos momentos no pude recordar dónde me encontraba, pero en seguida recuperé la memoria.

—Teresa… —dije a media voz.

—¿Sí, señorita Grant?

—Ya veo que estás despierta. —Capté su ansiedad y proseguí—: No tienes ninguna lesión grave, Teresa. Dentro de un par de días estarás tan campante.

—Ya lo sé.

—Pues bien, trata de dormir un poco más. Estamos en plena noche. No hay ningún motivo de preocupación. Nos quedaremos aquí hasta mañana por la mañana, y entonces Emmet vendrá a buscarnos.

—Me gustaría que no hubiera verano —dijo ella.

—¿Y por qué no? ¡Si es la mejor época del año! Piensa en el sol, los almuerzos en el campo, las excursiones, las vacaciones…

Me callé al advertir mi error, mi falta de tacto. Reinó un breve silencio y entonces pregunté:

—Teresa, ¿qué harás durante las vacaciones de verano?

—Me quedaré en la escuela. —Su voz reflejaba un profundo pesar—. Supongo que la señorita Hetherington me lo permitirá, aunque para ella sea una molestia. Soy la única.

Seguí un súbito impulso y dije:

—Teresa, supongamos, supongamos tan sólo, que yo pudiera llevarte a casa conmigo para esas vacaciones…

—¡Señorita Grant!

—Bien, creo que podría ser. Tía Patty estaría encantada, y también Violet. Tendría que obtener el permiso de la señorita Hetherington.

—Oh, señorita Grant…, vería a tía Patty y las abejas de Violet. Oh, señorita Grant, ¡deseo tanto ir con usted!

Me quedé contemplando la oscuridad. Tal vez hubiera debido meditar más la cosa antes de mencionar la posibilidad, pero la pobre Teresa se sentía tan desdichada y en tan baja forma después de su accidente, que bien había de presentarle esta sugerencia, y cuanto más pensaba en ella mejor me parecía. Pero ahora Teresa no pensaba en dormir. Quería hablar de tía Patty y de su casa en el campo.

—Todavía no sé gran cosa respecto a ella. No he estado allí cuando era un hogar. Para mí, siempre ha sido una casa vacía. Ellas se trasladaron allí cuando yo vine a Colby, y por consiguiente lo único que sé acerca de ella es lo que me escribe tía Patty en sus cartas.

—Hábleme de tía Patty. Explíqueme cómo fue a recibirla con aquel sombrero de plumas cuando usted llegó de África.

Se lo expliqué, como ya lo había hecho antes, y la oí reír alegremente a mi lado, y supe que la perspectiva de aquellas vacaciones estivales iba a hacer mucho más que cualquier otra cosa para restablecerla.

*****

Al día siguiente vino Emmet para llevarnos a la escuela. La señora Keel, con dos sirvientes, nos acompañó hasta el carruaje y cuando íbamos a subir a él apareció sir Jason.

—Gracias por su hospitalidad —le dije—. Teresa, da las gracias a sir Jason.

—Muchas gracias —dijo Teresa obedientemente, todavía brillantes los ojos al pensar en las vacaciones de verano.

—Ha sido un gran placer —contestó él—. Disfruté muchísimo con nuestra cena.

—Una obra maestra del arte culinario —respondí—. Se lo agradezco una vez más y también a todos los que intervinieron. Vamos, Teresa.

—Confío en que pronto volvamos a encontrarnos —me dijo él, mirándome.

Sonreí vagamente, instalé a Teresa y yo me senté a su lado. Emmet rozó con el látigo su caballo y nos pusimos en marcha. Sir Jason me estaba mirando con aire suplicante, al menos tal fue mi impresión, y de nuevo experimenté un atisbo de aquella compasión por él que —estaba segura de ello— le hubiera divertido sumamente de haberla conocido.

Daisy Hetherington nos esperaba para darnos la bienvenida. Me saludó y en seguida sus ojos se clavaron en Teresa.

—No tienes mal aspecto después de tu aventura —dijo—. Vamos, entrad. ¿Qué dice el médico, señorita Grant? ¿Debe descansar Teresa durante unos días?

—Sí, hoy. Yo la acompañaré a su habitación. Debe pasar todo el día en la cama y mañana ya veremos.

—Cuando la haya instalado, venga a mi sala de estar, señorita Grant. Deseo hablar con usted.

—Desde luego —repliqué.

Llevé a Teresa a su cuarto y la ayudé a acostarse.

—¿Se lo preguntará ahora a la señorita Hetherington? —murmuró con aire conspiratorio.

—Sí —contesté—. A la primera oportunidad.

—¿Y me lo hará saber en seguida?

—Te lo prometo.

Camino de la sala de la señorita Hetherington, vi a Charlotte y a las hermanas Verringer, y les dije:

—Teresa ha vuelto. Es posible que esté un poco conmocionada. Quiero que tengáis mucho cuidado. No habléis del accidente a menos que lo haga ella. ¿Entendido?

—Sí, señorita Grant. Sí, señorita Grant. Sí, señorita Grant.

Hubo incluso una rotunda afirmación por parte de Charlotte. Aquella pequeña manifestación de autoridad obró maravillas.

—Las tres cabalgáis muy bien —proseguí—. Sois unas amazonas especialmente capacitadas. —Estaba mirando a Charlotte, que enrojeció satisfecha—. Debéis comprender que no todas las demás pueden ser tan aptas. Sus talentos tal vez apunten en otras direcciones.

Con esto bastó. No creía que Charlotte acusara a Teresa de cobardía si ésta se negaba a montar durante algún tiempo. En realidad, creía que había impresionado a Charlotte debido a su afición a los caballos… tal vez sólo superficialmente, pero no dejaba de ser un comienzo. Llegaba a pensar que muchas personas se comportan mal debido a un deseo de afirmarse a sí mismas, y una vez reconocidas sus cualidades esta necesidad deja de existir. Éste era un punto que me gustaría discutir, pero no con Daisy Hetherington, desde luego, sino con Eileen Eccles y con tía Patty… y tal vez resultara interesante oír la opinión de sir Jason al respecto.

Daisy me estaba esperando.

—Ah, señorita Grant, siéntese. ¡Qué suceso tan infortunado! Y precisamente que haya ocurrido allí…

—Mejor allí que en medio del campo —le recordé—. Al menos, Teresa pudo ser atendida con gran rapidez.

—Creo que sólo sufre magulladuras…

—No se rompió ningún hueso. Tuvo suerte. Naturalmente, ha quedado muy impresionada.

—A veces pienso que ojalá no hubiera aceptado nunca a Teresa Hurst.

—Es una chica muy agradable.

—Parece tenerte especial afecto, Cordelia. Ten cuidado. Estas obsesiones pueden llegar a abrumar.

—Lo cierto es que Teresa está muy sola. Se considera como una indeseable a causa de la situación en su hogar. A propósito, se siente muy deprimida al pensar en las vacaciones de verano y yo, un tanto audazmente me temo, le he prometido llevármela a casa si todo el mundo estaba de acuerdo.

—¡Llevártela a tu casa! —exclamó Daisy—. ¡Mi querida Cordelia!

—Me pareció una buena idea a medianoche, cuando la pobre niña estaba tan apenada, y después de lo que había sucedido le prometí…

Poco a poco, Daisy sonrió.

—Ha sido muy bondadoso de tu parte y estoy segura de que Patience no presentará objeción alguna.

—Entonces, ¿tengo su permiso?

—Mi querida Cordelia, nada puede complacerme más que tener a esa niña en otro lugar durante las vacaciones estivales. Cuando se quedan en el colegio representan una carga adicional… que no compensa ni siquiera el precio que paguen. Imagínate… la niña aquí durante todo ese tiempo, sin otras compañeras de su edad. Y además, es una responsabilidad. En lo que a mí respecta, te daría una contestación rotundamente afirmativa, pero hay sus familiares…

—Están en Rhodesia.

—Estoy pensando en sus custodios aquí. Los primos… Les escribiré y les pediré su permiso para que Teresa se quede contigo. Les diré que tu tía, con la que estaréis las dos, es una antigua amiga mía y que respondo de que Teresa estará en el mejor sitio posible, puesto que no puede estar con sus padres.

—Muchísimas gracias, señorita Hetherington. ¿Le importa que se lo diga a Teresa ahora mismo? Está tan ansiosa…

—De acuerdo. Hay otra cosa, Cordelia. Me inquietó el hecho de que pasaras una noche en el Hall.

—Lo sé, y fue muy amable por su parte esta preocupación.

—Me considero tan responsable de mi profesorado como de las alumnas… ¿Cenaste con sir Jason?

—Sí.

—Tiene la reputación de mostrarse bastante… desenvuelto con las mujeres.

—No me extraña.

—Espero que no se mostrara ofensivo en ningún aspecto.

—No. De hecho, después de cenar llegó la señora Marcia Martindale. Los dejé a los dos y subí a la habitación de Teresa, para relevar a la señora Keel, que se había ofrecido amablemente para vigilarla mientras yo cenaba.

Daisy se mostró obviamente aliviada.

Fui a ver a Teresa sin perder tiempo.

—El primer obstáculo está salvado —le expliqué—. La señorita Hetherington da de buena gana su consentimiento. Ahora quedan los primos, y ella les escribirá hoy mismo.

—Dirán: «Sí, por favor». Nada debemos temer de ellos. ¡Oh, señorita Grant, voy a pasar mis vacaciones de verano con usted y con tía Patty!