Pasé la noche en vela tratando de recordar todo lo que él había dicho. ¿Había hablado realmente en serio? Seguía viendo su cara iluminada por el entusiasmo. Pensaba en la ligera curva que formaban sus cejas en los extremos, en el nacimiento de sus oscuros cabellos a partir de su despejada frente, en el brillo de sus ojos cuando hablaba de amor.
¿Cómo me sentía yo? No podía decirlo con exactitud. Estaba demasiado confusa. Cuanto sabía era que deseaba estar con él, y que nunca me había sentido tan emocionada en mi vida como al estar sentada a su lado, observando su entusiasmo, al hablar de la abadía, y que después, cuando me besó, me había sorprendido ya que no estaba preparada para ello.
Él tenía una gran experiencia y sabría qué efecto causaba en mí, en tanto que yo nunca había conocido nada parecido.
Yo era capaz de hacerle frente en nuestras escaramuzas verbales y ello se debía a que siempre me había sido fácil expresarme con lucidez. Al fin y al cabo, ¿no estaba enseñando inglés? Pero cuando se trataba de comprender mis emociones, entonces yo era una novicia.
Debía refrenar mis emociones. Debía recordarme a mí misma que probablemente hablaba con toda mujer a la que trataba de seducir, tal como lo había hecho conmigo. Yo estaba perfectamente al corriente de sus intenciones y debía tener cuidado.
Al día siguiente, Daisy me llamó a su estudio y me preguntó por el resultado de la visita.
—Ayer noche no tuve oportunidad de hablar contigo —dijo—, pero supongo que todo fue bien.
—Oh, sí, muy bien. En realidad, lo que quiere es ayudar en el festival de la abadía. Me enseñó unos mapas muy interesantes y, desde luego, conoce a fondo la historia de este lugar. Creo que desea asegurarse de que no cometamos ningún anacronismo.
—¿Dijo algo acerca de los disfraces?
—Es posible que los mencionara. Creo que los prestaría con mucho gusto.
—Por tanto, interpretamos mal sus intenciones.
—Bueno, las niñas estuvieron fuera para ver los caballos.
—¿O sea que tú te quedaste sola con él?
—No por mucho tiempo. Fue entonces cuando me enseñó los mapas y los libros.
Daisy asintió con la cabeza y dijo:
—A propósito, ha ocurrido algo bastante curioso. Ya sabes que estaba buscando una sirvienta desde que Lizzie Garnett se marchó el trimestre pasado.
—Sí; ¿ha encontrado a alguien?
—Sí, y lo curioso es que estaba en Schaffenbrucken.
—¡Oh!
—Por esto la seleccioné. Tenía dos o tres opciones. Ya sabes que puse un anuncio en Lady’s Companion, pero no recibí muchas cartas. En su mayoría, las que recibí estaban muy mal escritas; es posible que las chicas que saben escribir no sean después las mejores sirvientas. Sin embargo, me gustó el redactado de una de ellas y el hecho de que la chica hubiera trabajado en Schaffenbrucken me interesó, debo admitirlo, y me decidió en su favor. No sé si tú la conociste.
—¿Cómo se llama?
—Elsa no sé cuántos. Sí… Elsa Kracken.
—Elsa —repetí—. Había una camarera llamada Elsa, pero no deja de ser un nombre bastante corriente. No recuerdo haber sabido nunca su apellido.
—Sería divertido que la conocieras de Schaffenbrucken.
—¿Es inglesa?
—Me escribió en inglés, pero el nombre no parece muy…
—Elsa —dije—. Sí… era una chica muy locuaz… No tenía gran cosa de sirvienta, pero todas la apreciaban.
—Pensé que había escrito una carta muy correcta.
—¿Y cuándo llega?
—A final de esta semana.
Me quedé pensativa. La conversación me había traído recuerdos de Schaffenbrucken. Fue Elsa quien nos habló de la leyenda del pico de Pilcher y nos explicó que si íbamos allí en la época del equinoccio de otoño encontraríamos a nuestros futuros maridos.
Si se trataba de ella, sería una curiosa coincidencia. Pero bien podía ser otra Elsa…
*****
No pasó mucho tiempo antes de que la viera. Yo subía por la escalera y ella bajaba.
—¡Elsa! —exclamé—. ¡Entonces eres tú!
Palideció tanto que creí que iba a desmayarse. Se aferró a la baranda y me miró fijamente, como si yo fuera un fantasma.
—Pero… —tartamudeó—, pero si es…
—Cordelia Grant. Nos conocimos en Schaffenbrucken.
—Cordelia Grant —repitió mi nombre en un susurro—. Vaya… pues claro que sí.
—Confieso que no me sorprende que estés aquí —le dije—. La señorita Hetherington me explicó que venía una chica llamada Elsa y que había trabajado en Schaffenbrucken. Yo pensé en ti, pero en realidad no creía que fuera posible.
El color volvía de nuevo a su cara. Ahora sonreía y se parecía más a la alegre muchacha que yo había conocido.
—Bueno, qué te parece… Todavía no ha pasado la era de los milagros. ¿Y qué hace usted aquí?
—Trabajando —contesté—. Doy clases.
—Oh, pero yo creía…
—Todo cambió. Cuando dejé la escuela tuve que buscarme un trabajo. Mi tía conocía a la señorita Hetherington y vine aquí.
—¡Jamás lo hubiera pensado! —Se echó a reír—. Pasamos buenos días en Schaffenbrucken, ¿verdad?
—Ya lo creo. ¿Recuerdas a las chicas…?
—Sus amigas más íntimas. Había aquella chica francesa y la alemana, y también Lydia… ¿no era ése su nombre?
—Sí, creo que Frieda y Monique dejarán el colegio este año. Es probable que se hayan marchado ya. Escribí a Lydia, pero no sé nada de ella.
—Tal vez está demasiado ocupada con sus asuntos.
—Ella se marchó de Schaffenbrucken poco después de hacerlo yo, creo.
—¿Sí?
—Pero, Elsa, ¿de dónde vienes?
—Vine a Inglaterra. Dejé aquello un trimestre después de marcharse usted. Conseguí un empleo aquí… pero no me duró mucho y entonces pedí esta plaza. ¡Qué vida ésta!
—La señorita Hetherington es bastante exigente. Tendrás que hacer tu trabajo como es debido.
—¿Acaso no lo hacía en Schaffenbrucken?
—Sólo recuerdo que charlabas más que nadie.
—Oh, eso es hablar como en aquellos tiempos. No sé cómo decirle cuánto me agrada verla aquí.
—Pues hace un momento parecía como si hubieras visto una aparición.
—Es que me quedé de una pieza, como suele decirse. Fue una sorpresa mayúscula. Ahora me estoy dando cuenta de que ha sido de las más agradables.
—Está bien. Seguiremos viéndonos, Elsa.
—Ya tengo ganas de empezar a conocer a las chicas. Eran usted y sus amigas las que mejor me caían en Schaffenbrucken.
—La señorita Hetherington no querrá que te hagas demasiado amiga de ellas.
Ella me guiñó un ojo y siguió bajando la escalera.
*****
Sir Jason envió un mensaje a la escuela para decir que había descubierto ciertas informaciones muy interesantes que consideraba de gran utilidad en el momento de compilar los comentarios para la representación al aire libre. Si la señorita Grant accedía a ir, sería un placer para él mostrárselos.
Daisy me llamó a su estudio para explicármelo, e inmediatamente advirtió mi confusión.
—Creo que debes ir —me dijo—, pero haz que te acompañe la señorita Barston. Creo que él está tratando de intimar demasiado y hay que andar con cuidado. ¿Verdad que no te he hablado nunca de la señorita Lyons? Ocurrió hace unos años. Era una jovencita menuda y preciosa; enseñaba danza… eso era antes de que viniera el señor Barthurst. Sir Jason se fijó en ella. Yo no sé lo que ocurrió. Le siguió los pasos y la pobre criatura era una ingenua. Debió de creer todo lo que él le decía. Tuvo un disgusto terrible cuando descubrió el tipo de relación que él andaba buscando. Desde luego, el capricho de él era cosa pasajera. Tú y yo sabemos lo que son los hombres de esa clase, pero la pobre Hilda Lyons creía en un hermoso romance. Quedó muy deprimida y casi con ideas suicidas. Tuve que alejarla de aquí… ¡y en pleno trimestre! Tú eres de una madera diferente —sonrió con una de sus raras sonrisas—. No es que en realidad te compare con tan útil material; tan sólo empleo una metáfora. Ya sé que procederás con el mayor cuidado. Él se ha encaprichado de ti, pero tú no eres como la pobre Hilda… ni tampoco como esa Martindale. Es evidente que le agrada la variedad y que echa todos sus sedales en el río a la vez… si comprendes lo que quiero decir.
—Creo comprenderla muy bien —respondí—. Creo, también, que sé cómo habérmelas con sir Jason.
—Lo más enojoso de todo es que, como suele decirse, debemos seguirle hasta cierto punto la corriente. Si se siente despechado… imagina lo que puede llegar a hacer.
—A pesar de sus muchos defectos, no creo que llegara a este punto.
—¿Cómo?
—Bueno, estaba pensando en todas las habladurías que hay en el pueblo sobre él y la muerte de su esposa, y su asociación con la señora Martindale. Él lo sabe y sin embargo se muestra muy benevolente con esa gente. Supongo que si quisiera podría meterles el miedo en el cuerpo.
—No sé —dijo Daisy—. Con todo, querida, difícilmente puedes negarte a ir y la señorita Barston será una buena acompañante.
—Iré esta tarde.
—Está bien. Si vas a eso de las dos puedes estar de vuelta a las cuatro. Creo que tienes una clase a las cuatro y media.
—Sí, la última del día.
El asunto quedó concluido en lo tocante a Daisy. En cuanto a mí, debo admitir que no me desagradaba del todo ir de nuevo al Hall, a pesar de que cada día tuviera la impresión de saber algo más acerca de él y de que casi siempre se tratara de cosas incriminadoras.
Ahora había hecho su aparición la pequeña y linda Hilda Lyons.
La señora Keel salió a recibirnos. Sin duda, tenía sus instrucciones.
—Debo acompañarlas a las habitaciones que sir Jason desea particularmente que vean. Él llegará dentro de cinco o diez minutos.
—Gracias, señora Keel.
—Se alegrará de que haya venido la señorita Barston. Tiene algo especial que enseñarle. Está en la biblioteca. La acompañaré allí, señorita Barston, y después podrá reunirse con la señorita Grant cuando lo haya visto todo.
—No sé de qué se trata, pero lo veré con el mayor interés —dijo la señorita Barston.
La señora Keel nos condujo a la biblioteca, donde había sobre una mesa varios manuscritos muy antiguos.
—Ahora acompañaré arriba a la señorita Grant y vendré a buscarla más tarde, señorita Barston, cuando haya tenido tiempo para examinar estos papeles. Hay aquí algunos dibujos de trajes… del siglo pasado, creo que dijo sir Jason. Señorita Grant, ¿quiere venir conmigo?
Salimos juntas de la biblioteca y recorrimos un pasillo hasta llegar a una escalera de piedra.
—No sé si ya había estado antes en esta parte de la casa, señorita Grant.
Contesté negativamente.
—Esta escalera conduce a una serie de aposentos que no utilizamos. Sir Jason dice que tienen un significado histórico.
—Muy interesante.
La señora Keel abrió una puerta. Me encontré en una habitación larga y baja, con gruesas vigas a través del techo. Las ventanas eran pequeñas, pero estábamos en lo alto de la casa y entraba buena luz.
—Es todo un apartamento —comentó la señora Keel—. Algo separado del resto de la casa. Traeré aquí a la señorita Barston cuando haya acabado de ver los dibujos.
Salió, dejándome un tanto intranquila. La señorita Barston había venido como acompañante y ya me veía separada de ella.
¿Y qué podía querer enseñarme él allí arriba?
Caminé por el aposento. Era como una sala de estar, con sillones de madera labrada y un sofá. Vi una puerta de comunicación. Conducía a un dormitorio. Había en él una cama de cuatro postes, una cómoda de estilo y varias sillas. Me impresionó ver que había barrotes en las ventanas, lo que daba a la habitación un aspecto de prisión.
Pensé en volver abajo en busca de la señorita Barston y echar un vistazo juntas a lo que hubiera que ver por allí.
Salí del dormitorio, y ahí estaba él, sonriente.
Le dije con toda la calma que pude reunir:
—Buenas tardes. La señora Keel me ha acompañado aquí.
—Lo sé. La vi llegar con su compañera, y por tanto dispuse que ella se quedara en la biblioteca.
—¿Y qué desea enseñarme en este lugar?
—¿Ha observado algo inusual en él?
—Sólo que hay barrotes en las ventanas.
—En otro tiempo era una especie de prisión. Venga y siéntese.
Me condujo hacia el sofá y en él nos sentamos los dos. Me daba cuenta de su proximidad y esto causaba una tensión en la atmósfera. Qué tonta había sido al dejarme separar de la señorita Barston. Me había metido directamente en la trampa, sabedora en todo momento de que él me la había tendido. Había en la señora Keel algo tan convencional que hacía que todo en ella pareciera normal. Había hecho lo mismo otras veces.
—Y bien, ¿por qué me ha traído usted aquí?
—Sabía que querría verlo. Se mostró tan interesada cuando le conté la historia…
—¿Qué historia?
—La de nuestros diabólicos antepasados. Se dice que éste es el apartamento donde estuvo encerrado nuestro satánico prisionero cuando el inicuo Verringer estaba tratando de obligarle a casarse con su hija. Se le llama la Madriguera del Diablo.
—Muy interesante —dije—. ¿Y es esto todo lo que quería enseñarme?
—Tengo muchas cosas que enseñarle.
—Entonces estoy segura de que también la señorita Barston estará interesada. ¿No debería subir?
—Estropearía el placer que le inspiran aquellos magníficos dibujos. Estos aposentos sólo se utilizan en ciertas ocasiones. ¿Le gustaría que le hablara de ello?
—Sí.
—Se dice que hay en ellos una cierta cualidad… un aura. Tal vez puede usted percibirla.
Miré a mi alrededor. Lo que pude observar fue el aislamiento, aparte de que aquellos barrotes en la ventana del dormitorio aportaban una atmósfera más bien siniestra.
—Se dice que en estas habitaciones hay un ambiente afrodisíaco… algo que dejó el demonio cuando nos honró con su visita.
Reí para ocultar mi intranquilidad. Me confundía que me hablara de esta manera y sospechaba que me estaba llevando hacia algo que me obligaba a ponerme en guardia y que al mismo tiempo me excitaba. Había en él algo diferente de cualquier otra persona a la que yo hubiera conocido, algo que me alarmaba y al mismo tiempo me fascinaba.
—La historia se remonta al pasado —siguió contando—. Según se afirmaba, si dormían aquí parejas sin hijos, podían estar seguras de… su fertilidad. Un personaje tan importante como el diablo no podía vivir en un lugar, aunque fuera por tan poco tiempo, sin dejar algo tras de sí, ¿no le parece?
—Bien, supongo que esto es muy interesante para quien crea en estas cosas.
—Usted creería en ellas, ¿no?
—No.
—¿Y lo de su desconocido en el bosque? Ya lo ve, en algún momento todos tenemos experiencias extrañas, inexplicables. La señora Keel siempre sube aquí con las sirvientas cuando limpian. Dice que las chicas, tontas ellas, imaginan cosas. Una de ellas afirmó haber visto al demonio y que éste la había obligado a acostarse con él. Resultó que había estado divirtiéndose con uno de los mozos del establo y, ya que éste no quería saber nada de los resultados, el demonio parecía ser un buen sustituto.
—Ya sabe usted que la gente se forja esas leyendas a su conveniencia.
—Mi hermano y yo subíamos a veces aquí. Pasamos aquí toda una noche… sólo para demostrar que no teníamos miedo. Después me desafió diciéndome que yo no era capaz de dormir aquí, solo.
—Y claro, usted lo hizo y vio al diablo.
—Sí y no. Vine, pero Su Majestad Satánica no se dignó hacer su aparición aquella noche.
—Estoy segura de que a la señorita Barston le encantará ver todo esto. ¿Bajamos a buscarla?
—He dado mis instrucciones a la señora Keel en lo referente a la señorita Barston.
—No parece que haya gran cosa que ver aquí —dije entonces—. Dejando aparte la leyenda, podría ser un apartamento corriente.
—Hay muchas cosas que quiero que vea.
—Pues bien, enséñemelas.
—Es cuestión de comprensión. Usted sabe cuánto me siento atraído por usted.
—He observado que tiende a aparecer con notable frecuencia.
—¿Cómo, si no, podría conseguir que comprendiera que soy una excelente persona?
—No es necesario que aparezca con tanta frecuencia para tenerme informada de ello. Constantemente oigo hablar de usted. Como dijimos en otra ocasión, es usted el tema principal de las conversaciones entre el vecindario. Pero lo que sólo puedo calificar de acoso a mí y de organizar encuentros como éste, me resulta bastante embarazoso. Debería usted comprender que yo no soy una de sus señoras Martindale o señoritas Lyons…
—¡Cielo santo! —exclamó—. Esto se remonta a mucho tiempo atrás.
—Puede tener la seguridad de que fue debidamente observado cuando ocurrió.
—Obviamente, Hilda Lyons, una jovencita preciosa, pero no muy conservadora…
—Era una profesora de la escuela, según tengo entendido. Como es comprensible, le faltaba el encanto de alguien como la señora Martindale.
—No ha de ser necesariamente así. Tomemos a la señorita Grant, por ejemplo.
—Es el futuro de ésta lo que más me interesa a mí.
—Y a mí —dijo, repentinamente muy serio.
Acto seguido me levanté, pero él estaba a mi lado y me rodeó con un brazo.
—Por favor… no me toque.
Me cogió por los hombros y me hizo encararme con él.
—Tienes la boca trémula —dijo—. Te traiciona.
Y entonces me besó. Me asustó y creí que iba a aplastarme el cuerpo, tan violento fue su abrazo.
Forcejeé para librarme de él.
—Es usted insufriblemente… —jadeé.
—Lo cual resulta bastante agradable, ¿verdad?
—Le ruego que no emplee estas tácticas conmigo.
—Ya sé que no es usted la señora Martindale ni tampoco la señorita Lyons. Es usted mucho más atractiva…, mucho más apasionada… y mucho más deseable que ambas.
—Sus anteriores amantes no me interesan.
—Creo que no siempre dice la verdad. Yo pensaba que las maestras de escuela siempre venían obligadas a decirla. Pues yo voy a decirle algo: ellas son para usted del mayor interés.
—¿Siempre le dice a la gente lo que debe pensar, lo que debe hacer?
—Siempre.
—Pues no en este caso.
—Reconozco que tendré que esforzarme duramente con él.
—Y no le dará resultado. Ahora voy abajo. Y por favor, no vuelva a traerme aquí con falsas excusas. No vendré. Puede vengarse como guste. No pienso venir cuando me llame.
—Entonces tendré que recurrir a la súplica.
—Nada me hará volver aquí.
—No haga vanas promesas, Cordelia, porque es usted de la clase de mujeres que odian quebrantarlas. Venga y siéntese. Le prometo que no la besaré ni la tocaré, ni haré nada que pueda molestarla mientras hablamos.
—Le pido que diga lo que ha de decir y que lo haga deprisa.
—Es usted una joven muy atractiva. Tiene todas las gracias sociales. Después de todo, ¿no pasó no sé cuántos años en aquel lugar de Suiza? Tal vez esa estancia hizo algo. No lo sé. Supongo que esa firmeza de carácter, ese deseo inflexible de hacer lo debido, ya estaban presentes. Lo que hicieron fue convertirla en una damita capaz de brillar en todos los círculos.
—¿Y bien?
—Incluso en un lugar como éste.
—¿De veras? —dije con sarcasmo.
—Así lo creo.
—Entonces me siento realmente halagada y, dicho esto, voy a marcharme.
—Todavía no he terminado y, como aprendió en aquel magnífico lugar cuyo nombre ahora se me escapa, las jovencitas no se marchan cuando sus anfitriones les están dirigiendo la palabra. Se quedan y fingen interés; de hecho, dan la impresión de prestar atención aunque sus pensamientos estén muy distantes. ¿Es o no verdad?
—Lo es.
—Pues entonces siga las reglas de la escuela. Incluso podría casarme con usted.
—Verdaderamente, caballero, su condescendencia me abruma. Pero debo rehusar.
—¿Y por qué?
—Pensaba que el motivo resultaba obvio, y las jovencitas bien educadas nunca hablan de temas desagradables.
—Fíjese en este lugar. Estaría en su elemento. Después de todo, ¿cuál era la finalidad de Schaffenbrucken, sino prepararla para ocupar su lugar en la cabecera de la mesa de algún hombre rico?
—Veo que ha recordado por fin el nombre. Me alegro. Tal era, ciertamente, el propósito de Schaffenbrucken, pero siempre hay alumnas descarriadas que buscan otro destino.
—¿Se refiere a la docencia?
—En algunos casos, evidentemente sí.
—No sea absurda, Cordelia. No va usted a enseñar a niñas necias durante toda su vida, ¿no cree? ¿Quiere ser otra señorita Hetherington?
—La señorita Hetherington es toda una dama. Si yo fuese como ella, me sentiría más que satisfecha.
—Tonterías. En el fondo usted no es una maestrilla. No crea que no conozco a las mujeres.
—Creo que sabe usted mucho de ellas… físicamente. En el aspecto mental, imagino que sabe muy poco. Desde luego, no parece saber mucho acerca de mí.
—Se sorprendería. Es usted por el momento la maestra virgen… estirada, aferrada a los convencionalismos, totalmente ignorante del mundo. Mi querida Cordelia, debajo de esa maestra de escuela hay una mujer apasionada que ansia escapar… hacia la vida.
Reí y él se rió conmigo, pero dijo con fingido reproche:
—¿Me encuentra divertido?
—Mucho. Y sé que su interés por mí va dirigido a un solo objetivo.
—Está usted en lo cierto.
—Y este objetivo es la seducción. ¿Dispone de fórmulas? Ésta para Marcia Martindale. Esa otra para la señorita Lyons. Ahora tenemos aquí a Cordelia Grant. ¿Qué número para ella?
—Se está usted mostrando muy cínica. ¿No me cree capaz de sentimientos más profundos?
—No.
—Mi querida niña, ya sabe que me tiene embelesado. Me casaría con usted, de veras.
—Se muestra muy audaz. Una maestra de escuela sin un penique…
—No necesito dinero.
—Ni yo tampoco. Estoy contenta con lo que tengo. Por consiguiente, ya ve que de nada sirve traerme aquí y, a su manera satánica, enseñarme las riquezas que serían mías.
—A todo el mundo le gustan las riquezas.
—Se pueden hacer muchas cosas con el dinero, sí. Pero, en este caso, hay el precio que habría que pagar para ser lady Verringer y adornar sus salones: ¡usted!
—No es usted convincente. Tiembla de excitación ante esta perspectiva.
—No es excitación —repliqué—. Es rabia.
Me levanté, pero él asió mi brazo con firmeza y me obligó a sentarme otra vez.
—Usted conoce mi problema. Necesito un heredero. Un hijo…
—También he oído mencionar esto.
—Quiero un hijo. Me casaría con usted si me diera un hijo.
Le miré con incredulidad y después dije:
—Oh…, ahora ya lo entiendo. Quiere el resultado antes de comprometerse. ¡Muy prudente! Otras personas se casan y esperan la llegada de los hijos, pero no es éste el sistema de los Verringer. ¿Tengo razón? —solté una carcajada—. No puedo evitar la risa —dije, y continué—: Acabo de imaginarme a sus mujeres elegidas… mantenidas en El Descanso de los Grajos hasta demostrar lo que pueden hacer. Como un harén o tal vez una comedia de la Restauración. Imagínelo.
Él trataba de contener la risa, pero acabó por darle rienda suelta y por un momento ambos nos entregamos a la hilaridad.
—Será de lo más divertido —proseguí—. De momento, sólo tiene una allí. Esto es muy aburrido. Puedo verlas a todas en sus diversas fases. ¿Quién producirá el hijo varón y ganará el premio? Pobre Marcia. Ella sólo tuvo una niña. ¡Qué vergüenza!
Quise aprovechar la oportunidad y me dirigí hacia la puerta, pero él llegó antes que yo y se plantó de espaldas a ella, encarándose conmigo.
—Cordelia, yo la quiero —me dijo—. Me enamoro más y más cada vez que nos vemos. Esto es importante para mí.
—Me gustaría reunirme con la señorita Barston.
Se hizo a un lado y yo traté de abrir la puerta. Estaba cerrada con llave.
Me volví hacia él. Estaba sonriendo y pensé: «Sí, desde luego son hijos del diablo». Ahora estaba realmente asustada porque veía su propósito en su cara y sabía que era capaz incluso… de eso.
—¿Y bien? —me dijo, burlón—. ¿Y ahora qué?
—Abrirá usted esta puerta —mi voz pretendía ser firme, pero mucho temía que no sonara muy convincente.
—No, señorita Grant, no lo haré.
—Déjeme salir de aquí inmediatamente.
—No, señorita Grant.
—Usted me ha traído aquí con engaños.
—Ha venido usted voluntariamente con mi ama de llaves.
—¿Qué es ella… una especie de alcahueta?
—Ella obedece mis deseos tal como espero de toda mi servidumbre. Ahora ya no está tan tranquila, ¿verdad, Cordelia? ¿Acaso noto leves temblores de expectación? Yo le enseñaré lo que debe ser. Haremos que salga esa mujer maravillosa y apasionada. Dejaremos que haga a un lado a la maestrilla envarada.
—Usted me dejará salir de aquí en seguida.
Meneó la cabeza.
—La he deseado durante largo tiempo. Pero la deseaba… con su aquiescencia.
—¿Aquiescencia? ¿Cree que…?
—Una vez sepa realmente cuán feliz puedo hacerla yo, sí. Pero es usted bastante testaruda, ¿no cree? Esa fachada de maestra de escuela es bastante formidable. Empiezo a ver que tendré que ayudarla a romper el cascarón.
Con manos temblorosas consulté el reloj que llevaba prendido en la blusa.
—¡Siempre la hora! —exclamó—. ¿Qué nos importa el tiempo en ocasiones como ésta?
—Debo marcharme ahora.
—Todavía no.
—¿No comprende que…?
—Comprendo una cosa. Algo que me obsesiona. La quiero y si es tan obstinada como para rechazar lo que es mejor para usted, tendré que insistir en hacerla entrar en razón.
—Le odio —le dije—. ¿No lo ve? Usted espera que toda mujer caiga en sus brazos. Pero ésta no. Y si se atreve a tocarme, actuará como un criminal y yo haré que se le castigue por ello.
—¡Qué temperamento! —se burló—. ¡Qué furia! Cordelia, tú y yo somos dos enamorados…
—Por mi parte, yo lo odio —repliqué.
—Si quieres luchar… lucha. Pero pronto comprobarás que yo soy mucho más fuerte que tú. Vamos, deja que te quite la chaqueta. Estás muy acalorada. Cordelia, amor mío, vas a ser tan feliz… Los dos lo somos.
Me estaba sacando a la fuerza la chaqueta. Le di una patada y él se rió.
—¿Sería realmente capaz de tal cosa? —farfullé—. Yo no soy uno de sus sirvientes, ¿sabe?, ni uno de sus colonos, que tanto le temen. Mi familia vengará esto y yo también. La ley no permite la violación, Jason Verringer, ni siquiera a hombres como usted.
Me agarró por los hombros y se rió de mí.
—Insistiría en que viniste de buena gana, en que me provocaste y me hiciste perder la cabeza, lo cual es verdad.
—¡Es usted un demonio!
—Ya te advertí acerca de mi gran antepasado.
Cogiéndolo de repente desprevenido, pude separarme de él y corrí hacia la ventana. En ésta no había barrotes. Él estaba detrás de mí, muy cerca, y, presa de la desesperación, golpeé el cristal con ambas manos.
El cristal se hizo astillas. La sangre corrió por mis brazos hasta las mangas de mi blusa, salpicando el corpiño.
—¡Oh, Dios mío! —gritó él, nuevamente dueño de sí—. Oh, Cordelia —dijo casi con tristeza—, ¿tanto me odias?
Fui presa de la confusión. Mis emociones estaban tan mezcladas que no sabía lo que sentía. Le temía, sí, pero al mismo tiempo deseaba estar con él. Era un pensamiento que mi mente se negaba a admitir, pero creía que la mitad de mi persona quería que él me llevara a aquella habitación de las ventanas enrejadas. Y sin embargo había realizado ese fútil intento para romper la ventana y escapar. Me encontraba ante el hecho de que ni yo misma sabía lo que quería.
Él estaba mirando mis manos ensangrentadas y su talante había cambiado. Ahora era todo él ternura.
—Oh, Cordelia, mi querida Cordelia —dijo, abrazándome por unos segundos.
Me aparté de él. Podía notar las lágrimas en mis mejillas. Quería que me abrazara estrechamente y me dijera que en ciertos aspectos él me conocía más que yo misma. Yo no era la práctica maestra de escuela que aparentaba ser. Había una parte de mí que pugnaba por salir al exterior.
Había tomado mis manos entre las suyas.
—Esto requiere una cura inmediata —dijo.
Me rodeó con un brazo, me condujo hasta la puerta y, sacando una llave del bolsillo, la abrió.
Bajamos. La señora Keel salió de la biblioteca, seguida por la señorita Barston.
—Llegaremos tarde, señorita Grant —dijo ésta—. Oh…
Había visto mis heridas.
—Se ha producido un accidente —explicó Jason Verringer—. La señorita Grant se ha cortado las manos con una ventana. Señora Keel, traiga algo… unos vendajes… Tiene usted algunas lociones…
—En seguida, sir Jason.
Me senté en una silla, no sin advertir el escrutinio al que me sometía la señorita Barston. Jason se mostraba perfectamente tranquilo. Yo estaba estupefacta y mi cólera contra él volvía a aumentar.
—Tiene usted mal aspecto, señorita Grant —dijo la señorita Barston—. Se ha cortado de mala manera…
—No creo que sea tan grave como parece —terció Jason—. Cuando hayamos lavado la sangre, veremos todo el daño. Los cortes no me parecen muy profundos. Lo importante es lavar las heridas. La señora Keel entiende mucho de estas cosas. A menudo suceden accidentes como éste en la cocina, y ella siempre resuelve las cosas. ¿Cómo se encuentra, señorita Grant? Ah, ya tiene usted mejor aspecto. La señora Keel no puede tardar. —Se volvió hacia la señorita Barston—. Le estaba enseñando a la señorita Grant uno de los aposentos vinculados con las leyendas de nuestra familia… Estábamos diciendo que a usted le gustaría verlo. Y entonces ocurrió esto. Enviaré a alguien a decirle a la señorita Hetherington que llegarán algo tarde. Así podrá usted esperar y regresar con la señorita Grant en el coche. Es más que probable que la señorita Grant se sienta un tanto fatigada después de esto. Uno de mis lacayos puede llevarse sus caballos cuando vaya a dar el mensaje a la señorita Hetherington.
¡Con qué tranquilidad lo explicaba todo y con qué habilidad había conseguido introducir la normalidad en el accidente! Lo admiré, si bien deploraba su experta manera de sacarnos a los dos de una situación embarazosa. Sin duda tenía mucha práctica. Le odiaba por sus sugerencias y por su intento de forzarme, y lo que me sorprendía de veras era que hubiera abandonado de inmediato sus intenciones a la vista de mi sangre.
Le odiaba, me aseguraba a mí misma con vehemencia… con una vehemencia excesiva.
*****
Había quedado totalmente trastornada por mi experiencia y apenas osaba hablar de ella. Contesté a las preguntas con la mayor brevedad posible. Sir Jason me había estado enseñando algunas de las habitaciones; sin pensarlo, yo había adelantado las manos y había roto un cristal, produciéndome los cortes. Sí, claro que me había quedado muy confusa. No sabía si se trataba de un cristal particularmente valioso. Sí, debí adelantar las manos con cierta fuerza. No, sir Jason no parecía enfadado. Estaba muy preocupado por el daño que yo me había hecho. Su ama de llaves me había vendado las heridas después de lavarlas cuidadosamente y aplicarles algo, y sir Jason nos había devuelto a la escuela en su coche.
Daisy me miró con curiosidad, pero no insistió. Creo que pensaba que, de hacerlo, podía salir a la luz algo desagradable, y prudentemente dejó la cosa así.
Durante un día se me excusó de dar mis lecciones.
—Estas cosas no dejan de ser un buen golpe —dijo Daisy.
Me quedé, pues, en la cama, sola en mi cuarto, y allí revisé todo lo que había ocurrido. Aquel hombre era un monstruo, esto quedaba bien claro. Nunca más debía quedarme a solas con él. Me había salvado de lo que algunos llamaban «un destino peor que la muerte». Esta frase siempre me había hecho reír, pero ahora la contemplaba de otro modo. Mi imaginación no me concedía reposo. Seguía pensando en lo que hubiera ocurrido de no haber metido mis manos a través del cristal. Aborrecía aquel suceso… ¿o no?
¿Qué había dicho él acerca de una maestrilla envarada? ¿Lo era yo? Supuse que sí, hasta cierto punto. Mi trabajo me convertía en ello y lo sería cada día más. Me vi a mí misma pasados unos cuantos años: con los cabellos blancos, dignificada como Daisy Hetherington… y tan eficiente como ella. Podía estar segura de ello, aunque tuviera mis momentos de alocamiento. ¿Habría Daisy alguna vez…?
A solas con mis pensamientos, había momentos en que yo podía mostrarme sincera. Él tenía razón. Había otra mujer bajo la maestra de escuela. Él sabía que existía esa mujer y había hecho cuanto podía para ponerla en libertad. Y sin embargo, su determinación se había truncado a la vista de un poco de sangre. Había mostrado preocupación, una cierta ternura… ¡Oh, qué locura! Estaba tratando de excusarlo.
«Deja de pensar en él —me advertí—. Y no vuelvas a darle esa oportunidad nunca más».
Tres días después del incidente, mis heridas cicatrizaban gracias al pronto tratamiento recibido y a la loción que la señora Keel me había aplicado. Me sentía más tranquila, más dueña de mí misma, y me decía que había cedido ante unas absurdas emociones a causa de la dura prueba que había soportado.
Le veía ahora tal como era: un granuja arrogante y sensual, convencido de que cualquier mujer que le gustara era fácil presa para él.
«Pues ésta no», me decía a mí misma con firmeza.
Fui al pueblo y entré en la estafeta para comprar sellos. La señora Baddicombe estaba atendiendo a alguien, pero leí la satisfacción en su semblante apenas me vio.
Acabó de servir a su cliente y esperó hasta que sonó la campanilla de la puerta al salir éste.
—Bueno, señorita Grant, me alegro de verla. ¿Cómo están sus manos? Me he enterado de su accidente. Desagradable, ¿verdad?
Me ruboricé levemente. ¿Lo sabría todo esa mujer?
—Ya están mejor —contesté—. No fue gran cosa.
—¿Las chiquillas, todas bien? ¿Se ha enterado de las noticias?
—¿Noticias? ¿Qué noticias?
—Ella se ha marchado… ha desaparecido… se ha esfumado.
—¿De quién me está hablando?
—De esa señora Martindale, claro.
—¿Y adónde ha ido?
—Esto es lo que me gustaría saber.
—Tengo entendido que va a menudo a Londres.
—Pues lo que es esta vez, se ha marchado para siempre.
—¿Cómo lo sabe?
—La casa está cerrada a cal y canto y la señora Keel, la del Hall ha mandado sirvientas para que la limpien. Dicen que Gerald Coverdale va a instalarse en ella. La casa de él no es lo bastante grande, ahora que está casado y con dos hijos. Dicen que tenía puestos los ojos en ella desde hace tiempo. Y esto sólo puede significar que ella se ha largado para no volver.
—Pero ¿cómo puede estar tan segura?
—He tenido aquí a la criada de los Coverdale esta misma mañana. Dice que sir Jason les ha dicho que pueden trasladarse cuando gusten. Yo me pregunto qué habrá sido de ella… de esa señora Martindale.
—No creo que haya podido marcharse así por las buenas.
La señora Baddicombe se encogió de hombros.
—No hay manera de saberlo. Ha desaparecido y esto es todo.
Había una cierta especulación en los ojillos inquisitivos de la señora Baddicombe y sentí que no podía quedarme por más tiempo en su tienda. Quería marcharme para meditar acerca de lo que había dicho. ¿Qué podía insinuar?
Con voz tranquila, me apresuré a decir:
—Espero que lo sabremos a su debido tiempo. Sólo quería unos sellos, señora Baddicombe. Tengo que regresar en seguida.
Salí a la luz del sol. Un repentino temor se había apoderado de mí. ¿Por qué? Seguramente, si Marcia Martindale había decidido marcharse apresuradamente, no había nada en ello que pudiera suscitar mi preocupación.
*****
La señorita Hetherington convocó una conferencia para hablar de lo que ella denominaba grandilocuentemente «el Festival». Nos recordó a todas que no quedaba mucho tiempo y que resultaría más efectivo si tenía lugar la víspera del solsticio de verano. Esto nos dejaba alrededor de un mes para los preparativos, lo que no era mucho, pero a ella tampoco le interesaba que estas cosas se prolongaran demasiado porque en cierto modo interferían en el trabajo docente, como habíamos visto recientemente en el caso de La Cenicienta.
—Tenemos algo de vestuario —dijo—, el que ha sido utilizado en anteriores festivales, y sir Jason ha prometido prestarnos más. Naturalmente, debemos tener monjes… y algunas de las mayores pueden asumir estos papeles. Las niñas más jovencitas tendrían un aspecto incongruente con los hábitos. Haremos, como de costumbre, una obra en tres actos. El primero concluirá con la Disolución, después la época isabelina y el renacimiento, y finalmente el momento actual con la escuela. Todas las alumnas pueden tomar parte en el coro con el himno de la escuela, etcétera. Si hace buen tiempo, se representará al aire libre. Habrá luna llena, lo que resulta ideal. Las ruinas constituirán un escenario soberbio. Espero que no llueva, y rezo con este fin, pero en este caso habría de tener lugar en la sala del refectorio, o tal vez sir Jason nos brindaría la sala de baile en el Hall. Ésta es en realidad muy adecuada, pero yo debería esperar a que fuera él quien nos la ofreciese. Señor Crowe, puede usted empezar a trabajar en la parte coral. Debe haber un buen repertorio para que todas puedan intervenir. Señorita Eccles, usted puede crear los escenarios, y la señorita Grant, claro está, elegirá los fragmentos de recitación y dirigirá a los intérpretes. Señorita Parker, creo que para la parte final quedarían muy bien unos cuantos ejercicios físicos atractivos. Podríamos presentar algunas danzas folklóricas, señor Barthurst. Debemos crear una velada interesante y, si tiene éxito, podríamos repetir las escenas más destacadas antes de fin de curso, cuando puedan venir los padres. No son muchos los que están dispuestos a efectuar el viaje a medio curso, aunque sea para ver actuar a sus hijas. Lo importante es ponernos en acción sin demora. ¿Alguna pregunta?
Hubo unas cuantas y a partir de entonces en la escuela sólo se habló del festival. Me entregué a esta tarea con fervor, tratando de olvidar aquellos momentos alarmantes, aunque estimulantes, en la Madriguera del Diablo. Sabía que él había estado al borde de tratarme bárbaramente y seguía asombrándome el hecho de que la vista de mis heridas hubiera surtido un efecto tan inmediato en él y sacado a relucir la escasa decencia que pudiera conservar. Tal vez había creído realmente, hasta entonces, que yo había deseado que se adueñara de mí, que me poseyera, como tan claramente había amenazado con hacer. Tal vez hubiera sido así por mi parte, y sin embargo había realizado aquel gesto desesperado casi sin pensar, ya que me hubiera sido totalmente imposible escapar por la ventana.
No podía olvidar el hecho. Estaba presente en mis sueños.
Y ahora Marcia Martindale se había marchado. ¿Qué podía significar?
Él vino a la escuela y se encerró con la señorita Hetherington en el estudio de ésta. Yo fui llamada, junto con Eileen Eccles. Evité mirarlo tanto como me fue posible. Se interesó por mis manos y le dije que se estaban curando rápidamente. Hablamos del festival y, en mi opinión, él se mostró bastante frío y distante. Trató de lograr que yo lo mirase y en cada ocasión fue como si implorase mi perdón.
Daisy lo acompañó hasta la verja para despedirlo y, durante los días siguientes, yo no salí sola a caballo. Temía encontrármelo y me recordaba continuamente que nunca más debía quedarme a solas con él.
Supe por Teresa que Elsa, la nueva sirvienta, era considerada como «muy simpática» por la mayoría de las alumnas. Ella no era como las demás. Nunca se quejaba con respecto a dormitorios mal arreglados y, cuando supo que la señorita Hetherington iba a proceder a una inspección, se dio buena maña para entrar en la habitación de Charlotte y ponerla en orden, gesto que fue considerado como «muy deportivo».
Al parecer le caían muy bien las ocupantes de esas dos habitaciones y siempre estaba charlando con Fiona, Eugenie y Charlotte. Esta situación me sorprendía, pues Charlotte no era de las que hablaban con el personal de servicio, pero era evidente que también ella simpatizaba con Elsa.
—La recuerdo muy bien —le dije a Teresa—. También en Schaffenbrucken era la favorita entre las alumnas.
Cosa de una semana después de la partida de Marcia Martindale, se desataron los rumores. La señora Baddicombe —yo estaba segura de ello— había continuado sus comentarios sobre el extraño carácter de la situación, y cuando uno de los chicos del panadero, al entregar su mercancía en la estafeta, le explicó que había pasado con su carro ante El Descanso de los Grajos y visto ante la puerta a una señora con un crío en brazos, la señora Baddicombe decidió dar a la situación el toque más dramático posible.
La señora que había visto el muchacho era probablemente la señora Coverdale, que tenía un niño de corta edad, y era perfectamente natural que se encontrara ante la puerta sosteniendo a su pequeño en brazos.
Sin embargo, la señora Baddicombe se negaba a aceptar tan simple situación.
—¡Pobre Tom Yeo! Tuvo un susto de muerte. Dijo que se le habían erizado todos los cabellos. Ella estaba rodeada por una luz mortecina y levantaba los brazos como si estuviera pidiendo auxilio.
—Espero que no dejara caer el niño —dije—. ¿Y por qué no fue Tom Yeo a ayudarla, o al menos a ver qué quería?
—Por favor, señorita Grant, ¿se ha encontrado usted alguna vez cara a cara con lo que no es natural?
—No —admití.
—Entonces lo comprendería. El pobre Tom se limitó a fustigar a su caballo y alejarse de allí con la mayor rapidez posible.
—Pero los Coverdale se han trasladado ya allí, ¿no?
—No, todavía no. Y es muy posible que ahora no quieran hacerlo.
—Señora Baddicombe, ¿qué está usted pensando?
—Bueno, ella desapareció así de repente, ¿no cree?
—Señora Baddicombe —le dije muy seria—. Debiera usted tener cuidado.
Se irguió y me miró con suspicacia.
—¿Cuidado? ¿Yo? ¿Acaso no tengo siempre cuidado?
—Me gustaría saber qué insinúa.
—Más claro que el agua, señorita. Ella viene aquí… y después, cuando ya no se la necesita… se marcha.
—¿No se la necesita?
La señora Baddicombe exhibió una sonrisa torcida.
—Yo leo entre líneas… —dijo.
—Y escribe el guión —añadí enojada.
Ella me miró con una vaga expresión.
—Buenos días, señora Baddicombe —le dije.
Salí de la tienda temblando. Sabía que había cometido una tontería. Ahora me vería privada de la información que ella podía ofrecer, y, aunque una mitad de la misma fuera falsa, yo quería saber lo que se comentaba.
La magnitud de mi desliz resultó obvia cuando Eileen Eccles me dijo en el calefactorio:
—Te estás viendo implicada en los dramas de Colby, Cordelia. La sibila de la estafeta me ha susurrado al oído que cree que tú «ves con buenos ojos» a sir Jason Verringer, y que sabe desde hace algún tiempo que él tiene también sus ojos puestos en ti, y que si no resulta más que extraño que la pobre señora Martindale, que durante tanto tiempo había alimentado esperanzas, desaparezca, como por arte de magia, cuando ya no se la necesita.
—¡Qué estupidez! —exclamé, enrojeciendo vivamente.
—Lo malo de esas habladurías es que a menudo contienen un cierto elemento verídico. Yo también creo que el libidinoso sir J. ha puesto los ojos en ti, y no cabe duda de que en otro tiempo la señora Martindale fue su buena amiga. Hasta aquí, todo correcto, pero sobre tan endeble fundamento la señora B. teje sus fantasías. Estupideces, sí, pero fundamentadas en un hecho cierto, y ahí es donde radica el peligro.
—¿Me estás previniendo? —pregunté.
Inclinó la cabeza a un lado y me miró con burlona seriedad.
—Tú sabes mejor que yo lo que has de hacer —respondió—. Todo lo que puedo decirte es que él tiene una pésima reputación. Hubo rumores acerca de la muerte de su esposa. Ahora los hay referentes a la desaparición, como la llaman, de su amiga. Es un hombre que fomenta los rumores, y en nuestra profesión el rumor puede matar carreras. Yo te aconsejaría…, pero espero que sepas tan bien como yo que el consejo es algo que se da gratuitamente y que sólo se acepta si se amolda a las inclinaciones del destinatario. Yo me mantendría alejada de él, y después de las vacaciones estivales puede que el rumor se haya extinguido.
Miré a Eileen con afecto. Era una buena amiga y una mujer sensata. Quería decirle que no necesitaba advertencias, ya que había decidido no estar nunca más a solas con Jason Verringer.
*****
La señorita Hetherington me llamó a su estudio. Estaba tan disgustada que no era capaz de ocultarlo del todo, y hasta había perdido su habitual y fría compostura.
—¡Un hecho desdichado! —me dijo—. Te he enviado a buscar, Cordelia, porque Teresa es tu protegida especial.
—¡Teresa! ¿Qué ha hecho?
—Ha atacado a otra niña.
—¿La ha atacado?
—Ya lo creo. ¡Una agresión física!
—¿A qué chica? ¿Por qué?
—La chica en cuestión es Charlotte Mackay. La razón, ninguna de las dos quiere explicarla. Supongo que fue alguna discusión trivial, pero que una alumna mía llegue a recurrir a la violencia…
—No puedo creer tal cosa de Teresa. En realidad, es muy cariñosa…
—Últimamente se ha mostrado más enérgica. Lo que ha hecho ha sido lanzarle un zapato a Charlotte Mackay, y le ha dado cerca de la sien. Tiene un corte bastante profundo. Las niñas se asustaron cuando vieron la sangre y llamaron a la señorita Parker que pasaba por allí.
—¿Y dónde están ahora?
—Charlotte está echada en su cama. Por suerte no le dio en el ojo. Sabe Dios cuánto daño pudo haberle hecho. Afortunadamente, se trata tan sólo de un corte. Teresa está encerrada en el cuarto de castigo. Más tarde decidiré cómo debe ser castigada. Pero lo que a mí me escandaliza es que pueda darse semejante conducta aquí. Sólo espero que los padres no lleguen a enterarse.
—¿Puedo ir a ver a Teresa?
—Se muestra muy huraña y se niega a hablar. Está sentada en silencio, y sólo dice que Charlotte se lo ha merecido.
—Desde luego, Charlotte es una chica capaz de exasperar a cualquiera. Su carácter es poco grato y sé que antes siempre estaba pinchando a Teresa.
—Pero ella nunca la había atacado hasta ahora.
—No.
—Se ha vuelto mucho más enérgica, y yo pensaba que esto era bueno, pero ahora ya no estoy tan segura. Sí, ve a verla y trata de averiguar la razón de esta conducta extraordinaria e intolerable.
Abrí la cerradura de la puerta del cuarto de castigo. Era un lugar pequeño, parecido a una celda, que los hermanos legos utilizaban como despensa. Su nombre estaba perfectamente adecuado por su misma repelencia. Había en él tres pupitres, una mesa y una silla. Se enviaba allí a las alumnas para aprenderse textos o escribirlos, y se recurría a él cuando una falta era considerada más que venial.
Teresa estaba sentada ante uno de los pupitres.
—¡Teresa! —exclamé.
Se levantó vacilante y me miró con una expresión casi retadora.
—Explícame lo que ha ocurrido —le ordené—. Estoy segura de que hay una explicación.
—Aborrezco a Charlotte Mackay —me contestó.
—En realidad, no es así. Reconozco que es una chica necia y arrogante las más de las veces, pero…
—La odio —insistió—. Es mala.
—Cuéntame qué ha ocurrido exactamente.
Guardó silencio.
—Ya sabes que la señorita Hetherington exige una explicación.
Siguió callada.
—Tiene que haber una razón. Tal vez algo insignificante, pero tú recordaste todos los agravios recibidos de ella en el pasado… ¿No sería como la gota de agua que acaba de llenar el vaso?
—No fue algo insignificante —dijo.
—¿Qué fue, entonces?
Silencio otra vez.
—Tal vez si lo explicaras, la señorita Hetherington lo comprendería. Ya sabes que ella es justa. Si tienes un buen motivo, ella comprenderá que por unos momentos perdiste todo tu dominio sobre ti misma. Todos sabemos cuán irritante puede ser Charlotte.
Pero no quiso decírmelo. Lo intenté una y otra vez, pero, a pesar del afecto que me tenía, no pude sacar nada de ella.
—Es mala —fue cuanto dijo—. Es mala y embustera, y yo la odio. Me alegro de haberlo hecho.
—No le digas eso a la señorita Hetherington. Debes arrepentirte y decir que lo sientes y que nunca volverás a hacer una cosa como ésta. Supongo que te han puesto textos para copiar. Probablemente tendrás que pasarte todo el día de mañana aquí, cumpliendo tu castigo.
—No me importa. Me alegro de haberle hecho daño.
Suspiré. No era ésta la actitud correcta, y me quedé muy desconcertada al ver que Teresa se negaba a contar lo sucedido incluso a mí.
Tuve que presentarme de nuevo ante Daisy y admitir mi derrota.
*****
Pasamos unos días intranquilos. Charlotte se repuso de su herida. En una ocasión, fui a su dormitorio y encontré allí a Fiona y a Eugenie con Elsa. Estaban sentadas en las camas y se reían.
Era difícil regañarlas al recordar que no mucho antes yo hubiera podido protagonizar una escena similar en Schaffenbrucken.
Seguí evitando a Jason Verringer, pero algunas veces salí sola. Cuando cabalgaba hasta el pueblo, tomaba un camino que me imponía un largo rodeo, a fin de no pasar muy cerca del Hall. En esta ruta pasaba ante El Descanso de los Grajos, donde observé signos de actividad que me hicieron suponer que los Coverdale se estaban instalando allí.
Titubeaba en volver a la estafeta de correos, pero algún día tenía que hacerlo y llegó el momento en que entré allí con el mayor aplomo. La señora Baddicombe se mostró muy contenta al verme y no reveló el menor rencor por mi frialdad durante nuestro anterior encuentro. Me hizo esperar hasta haber despachado a dos clientes y seguidamente me dirigió aquella curiosa mirada vivaracha y se apoyó en el mostrador con un aire confidencial.
—Me alegro de verla, señorita Grant. He oído decir que se preparan grandes cosas en la escuela con motivo de ese festival.
—Ya lo creo —contesté—. Es el aniversario de la construcción de la abadía, y por tanto una ocasión muy especial.
—No faltaría más, después de tantos años. Le estaba diciendo esta mañana a la señora Taylor que me gustaría saber cómo está la pequeñina. Feliz y contenta, supongo. Janes Gittings la mima, y lo mismo Ada Whalley.
—¿Quién es Ada Whalley?
—La hermana de Jane. Los Whalley vivieron aquí, en Colby, muchos años. El viejo Billy Whalley era el director de la fábrica de sidra. Se ganaba bien la vida. Se había criado en los páramos y las chicas vivieron allí con su abuela, durante su infancia. Cuando él se retiró se fue a vivir a la casa de los páramos. Su madre había muerto ya. Jane se había casado con Gittings y Ada se quedó a vivir con él para llevarle la casa. Estaba situada en Bristonleigh, en el mismo límite del páramo. Los Whalley siempre estaban hablando de los páramos. Percy Billings le hizo la corte a Ada durante algún tiempo, pero nada salió de ello porque ella había de cuidar a su padre, y entonces Percy fue y se casó de repente con Jenny Markey.
—Toda una pequeña saga.
—Eso es, querida. Ada hubiera sido una buena madre. Sé que entre ella y Jane Gittings, a la pequeña Miranda no va a faltarle nada. Jane tampoco tuvo hijos. Es curioso que unas los tengan y otras no… y es más probable que los tengan las que no los quieren. Fíjese en Sophie Prestwick. Es fácil ver en qué lío se ha metido. Aquí tendrá que haber una boda discreta, y si no al tiempo. O sea que Sophie tontea un poco y sale con el paquete… y en cambio los que quieren hijos no pueden tenerlos. Ahí está sir Jason, por ejemplo…
Me estaba mirando con picardía.
Le dije qué sellos quería y, casi de mala gana, abrió su carpeta y me los dio.
—Bueno, lo que es ver cosas las vemos, ¿no cree? Ahora, la dama del caso ha desaparecido, podríamos decir.
—¿Desaparecido?
—No sabemos dónde está, ¿no es así? Todo lo que sabemos es que ya no está con nosotros. Le voy a decir una cosa, señorita Grant: nada se queda quieto. La vida siempre se mueve. A menudo me digo a mí misma: «Bueno, ¿y qué va a pasar ahora?».
—Parece estar usted bien informada de todo lo que ocurre —comenté con ironía.
—Podríamos decir que esto forma parte de una estafeta de correos. Como le digo siempre a Baddicombe, en ese oficio no hay gran cosa… se trabaja de firme y poco es lo que se consigue, pero también le digo: «Viene gente… y eso ya merece la pena».
Alzó la mirada hacia el techo con aires de benefactora de la humanidad, y guardó la carpeta en un cajón.
Salí con una sensación de alivio al haber comprobado que no me guardaba ningún rencor, y me pregunté si en nuestra última conversación habría captado siquiera mi desaprobación.
Por la tarde fui a dar un paseo a través de las ruinas, siempre vigilando la posible presencia de Jason Verringer en caso de que hubiera decidido también pasear por aquel lugar. Bien podía habérsele ocurrido, ya que suponía que estaba tratando de encontrarse conmigo, y lo haría más tarde o más temprano.
Llegué a los estanques y contemplé el agua que caía por las cascadas después de haber alcanzado su máxima profundidad. Su rumor era apacible y caminé hasta el río para seguir paseando por su orilla.
Comprendí que debía regresar para no llegar tarde y volví sobre mis pasos, y al aproximarme de nuevo a los estanques vi a Teresa.
La llamé y acudió corriendo a mi lado.
—¿Dando también un paseo? —le pregunté.
—Sí. La vi venir hacia aquí.
—Pues tenemos que regresar. No puedo llegar tarde a la clase, ni tú tampoco. ¿Te has aprendido el texto?
—Ya lo creo. Tuve que aprenderme «De nuevo en la brecha», hasta «¡Dios está con Harry! ¡Inglaterra y san Jorge!».
—Un texto bastante largo.
—Ya me lo sé casi todo.
—Oh, Teresa, siento que haya ocurrido esto. ¿Estás segura de que no quieres hablar de ello?
Asintió con firmeza.
Suspiré.
—Pensé que tal vez decidieras confiar en mí.
Guardó silencio y apareció en su cara una expresión de tozuda obstinación.
Caminamos en silencio.
—¿Tienes un papel en el festival? —le pregunté.
—No. Bueno, sólo al final… hacer unos cuantos ejercicios y cantar el himno de la escuela. Señorita Grant… hay algo que deseo preguntarle.
Se me escapó un suspiro de alivio. Pensé: «Ahora me contará lo que hizo Charlotte para ofenderla tanto».
—¿Qué es, Teresa?
—Es difícil decirlo porque creo que usted le aprecia…, creo que le aprecia mucho.
—¿Quién? ¿A qué te refieres?
—Es acerca de la señora Martindale.
La voz me tembló un poco cuando pregunté:
—¿Qué ocurre con ella?
—Creo… creo que está muerta. Creo… creo que fue asesinada.
—¡Teresa! ¿Cómo puedes decir semejante cosa? No debes hablar así.
—No se lo he dicho a nadie más.
—Espero que así sea.
Se detuvo, se metió la mano en el bolsillo y al sacarla la extendió ante mí. Al abrir los dedos, vi un pendiente. Era tan vistoso y original que inmediatamente lo reconocí.
—Era suyo —me dijo—. Yo la había visto llevarlo.
—¿Y bien?
—Lo encontré aquí, junto a los estanques… Debió de desprenderse… durante una pelea.
—Mi querida Teresa, tu imaginación se ha desbocado. Eres como la señora Baddicombe.
—Es su pendiente. Lo sé porque Eugenie lo tenía no hace mucho, para devolvérselo a ella. Entonces nos lo enseñó. Yo lo encontré… aquí, junto al agua. Debió caérsele.
—Bueno, se le cayó. Lo perdió. La gente pierde pendientes y el hecho de que ella perdiera éste demuestra que había algún fallo en su mecanismo.
—Yo creo que se cayó cuando ella fue arrojada al agua.
—¡Teresa! ¿Qué se ha apoderado de ti? Primero atacas a Charlotte Mackay y ahora estás lanzando estas absurdas acusaciones contra… ¿contra quién, Teresa?
—Contra él. Me temo que a usted le gusta él, señorita Grant. Ya sé que esto es propio de mujeres. Pero no… Yo… yo no puedo soportar que él le… hable… y que la meta en todo esto. Es que lo está estropeando todo… todos los buenos ratos que pasamos con tía Patty y con Violet. Señorita Grant, por favor, no le haga ningún caso. Es un hombre malo. Eugenie dice…
—¿Has dicho algo de esto a alguien, Teresa?
Denegó violentamente con la cabeza.
—Prométeme que no lo harás.
Asintió en silencio y con firmeza.
—Esto es una insensatez —proseguí—. Hay muchas murmuraciones de la peor especie. La señora Martindale se marchó porque estaba cansada de ese lugar.
—¿Y por qué no dijo que se marchaba?
—¿Por qué había de hacerlo? Es algo que sólo le incumbía a ella. Y sin duda lo diría a alguien que tuviera relación con ella.
—¡Oh, señorita Grant, no deje que la metan en esto! Deje que ellos hagan lo que quieran, pero procure que nosotras quedemos al margen. Pensemos en el verano, las abejas y las flores, y en los sombreros de tía Patty y en las tartas de manzana de Violet.
—Teresa, cálmate —ordené—. Todo eso son imaginaciones tuyas. No me sorprendería en absoluto que la señora Martindale regresara.
—No puede. Él no la querría aquí. Ha terminado ya con ella. Así es él. Echa a las personas cuando ha terminado con ellas… y las mata. Así lo hizo con su primera esposa.
—Ésta es otra habladuría.
—Es verdad.
—No.
—Es verdad —insistió Teresa—, y yo tengo miedo. No quiero que usted…
La rodeé con mi brazo.
—Yo no tengo nada que ver con esto —le dije en tono tranquilizador—. Y ese hombre nada tiene que ver con nosotras. Tan sólo ocurre que es el dueño de las tierras de la abadía, y esto es todo. Todo está como antes. Vendrás conmigo a pasar las vacaciones de verano y las pasaremos estupendamente.
—Oh sí…, sí.
—Procura no hacer nada que pueda enojar a la señorita Hetherington. Podría decidir castigarte reteniéndote aquí en la escuela. —Teresa palideció y me apresuré a añadir—: Oh, ella no haría tal cosa, pero no quieras correr este riesgo. Y, Teresa, ni una palabra de esto a nadie. No es verdad… y además estaría muy mal hablar de ello. No lo has hecho, ¿verdad que no?
—Oh no, claro que no.
—Y ese pendiente…
Me tendió la palma de la mano. Estaba allí, y el rubí brillaba bajo el sol con su vívido color rojo.
Me pregunté qué podía hacerse con él y qué reacción causaría si la gente supiera que había sido hallado junto a los estanques.
No pude meditar largo tiempo, puesto que, con un rápido movimiento, Teresa levantó el brazo y lanzó el pendiente al agua.
Me volví hacia ella, atónita.
—¡Teresa! —grité—. ¿Por qué has hecho esto?
—Ya ha terminado todo —me contestó—. No se hable más de ello. Yo no lo haré… si no lo hace usted.
Me sentí muy trastornada, pero al mismo tiempo aliviada por no tener que tomar una determinación respecto al pendiente.
Regresamos en silencio a la escuela. Pensé que Teresa parecía más tranquila y satisfecha que en cualquier otro momento desde su disputa con Charlotte.