La luna del solsticio de verano

Me acosaban las dudas. Me resultaba imposible conciliar el sueño. ¿Cómo había llegado el pendiente hasta la orilla de los estanques? Sólo era posible si su propietaria también estuvo allí.

Pudo haber caminado hasta los estanques, pero éstos se encontraban a alguna distancia de El Descanso de los Grajos y yo nunca había visto pasear a Marcia Martindale; no era de esas personas que dan largos paseos por la campiña.

Supongamos que estuviera muerta. Supongamos que hubiera sido asesinada… ¿Qué se había hecho de Maisie? ¿Dónde estaba ésta? ¿Sugerían los fabricantes de chismes que también ella había sido asesinada? Tal vez la idea de un cadáver arrojado a los estanques resultaba plausible, pero ¿y dos? Recordé que Jason Verringer me había dicho que un antepasado suyo se había desembarazado de un rival arrojándolo a los estanques, después de matarlo. «El río tiene una corriente rápida y sólo dista unos kilómetros del mar». Había dicho algo por el estilo.

¿Y la niña? ¿Qué pasaría con la niña? Estaba bajo los cuidados de la señora Gittings en Dartmoor, pero no podía quedarse allí indefinidamente sin llegar a algún tipo de arreglo.

Era toda una serie de absurdos. Tenían sus raíces en la estafeta y habían adquirido tanta magnitud a través de otras personas chismosas. Pero Jason Verringer era un hombre cruel. Me lo había demostrado con toda claridad. Los demás sólo eran importantes para él cuando podían darle lo que él quería. Era capaz de cometer una violación, ¿por qué no un asesinato? Obviamente, en otro tiempo se había sentido atraído por Marcia Martindale, puesto que le había ofrecido un hogar en El Descanso de los Grajos. Y había además la niña. Desde luego, se había mostrado más bien casual al hablar de ella, pero al menos le había ofrecido un hogar.

Me pregunté qué sería de la pequeña, y cuanto más pensaba en ella más aumentaba en mí la decisión de averiguar cuánto pudiera, ya que si podía ver a la señora Gittings, que me parecía una mujer muy razonable y práctica, tal vez lograra enterarme de muchas cosas. Y si descubría que todo era una sarta de disparates, me aseguraría de que lo supiera toda la vecindad y pondría punto final a tan perniciosas maledicencias.

Cuanto más pensaba en ello, más posible me parecía. Había oído el nombre del lugar donde vivía la hermana de la señora Gittings, y tal vez algo parecido a ese plan había estado rondando ya por mi cabeza, puesto que había memorizado los nombres. La hermana de la señora Gittings era Ada Whalley y vivía en un lugar llamado Bristonleigh o Dartmoor. No quedaba muy lejos, probablemente a unos veinticuatro kilómetros.

¿Y por qué no? Cuantas más vueltas le daba al asunto, mejor me parecía la idea.

—El domingo me gustaría ir a ver a una amiga mía que vive en Dartmoor, pero no estoy muy segura de la localidad —le dije a Daisy.

—Supongo que el domingo es un día en que puedes marcharte sin inconvenientes. Estoy segura de que podrás arreglártelas con otra profesora para que se ocupe de las tareas que puedas tener.

—Sí, seguro que sí. No sé si tendrá usted un mapa. Me gustaría saber dónde está, exactamente.

—Hay varios. Te los enseñaré.

En el primero no estaba marcado Bristonleigh, pero tenía un mapa de Dartmoor y sus alrededores, y en él sí estaba. Era, evidentemente, una pequeña aldea junto al borde del páramo. Tomé nota del pueblo más cercano.

Debía llegar allí y tomar algún medio de transporte hasta la aldea, supuse.

—Hay un tren que sale de aquí a las diez y media —dijo Daisy—, y el que te traerá de vuelta no pasa hasta las cuatro. Esto te permitirá disponer de algún tiempo junto a tus amigos.

—Lo intentaré. Será un experimento.

Y así fue como me encontré cruzando en tren la verde campiña de Devon, aquel domingo por la mañana.

El trayecto sólo duró media hora y cuando llegué a la estación y pregunté al empleado cómo podía ir hasta Bristonleigh, el hombre se mostró un poco dubitativo, pero sólo por un momento.

—Está a tres millas de aquí… un poco cuesta arriba, pero creo que a Dick Cramm no le disgustará ganarse unas monedas más en domingo. Estará por ahí… Los domingos le gusta tumbarse un poco, pero está siempre a punto en caso de que alguien lo llame, cosa que no ocurre a menudo.

—¿Dónde puedo encontrarlo?

—Cruce el patio y tuerza a la derecha. Verá su casa: Crabtree Cottage, con un gran manzano junto a ella.

Le di las gracias y fui en busca de Dick Cramm, que afortunadamente estaba levantado y fresco después de su descanso dominical, y dispuesto a llevarme a Bristonleigh.

—Quiero visitar a la señorita Ada Whalley —le dije.

—Oh, excelente persona la señorita Ada Whalley.

—¿La conoce?

—¿Que si la conozco? ¿Quién no conoce a la señorita Ada Whalley por esos pagos? Cultiva las mejores hortalizas del lugar. Mi esposa suele comprarle… como la mayoría. Parte de ellas va a parar a Londres para que las coman allí. Yo voy a buscarlas y las cargo en el tren. Ya lo creo que conozco a la señorita Ada Whalley…

Había sido un golpe de suerte, pues yo me había imaginado recorriendo las calles de Bristonleigh en busca de Ada Whalley.

—Ahora tiene a su hermana viviendo con ella —prosiguió el hombre—. Esto es bueno para ella. Precisamente me lo decía el otro día, cuando fui a cargar unos cestos de verduras. Me dijo: «Es bueno tener a mi hermana conmigo». ¡Pobre mujer! Supongo que antes se sentía muy sola.

Llegamos a Bristonleigh. Era un pueblecillo precioso, típico de Inglaterra y especialmente de Devon, donde la vegetación parece ser más próspera que en cualquier otro lugar del país. Había la vieja iglesia, un prado bien cuidado y unas cuantas casas, en su mayoría del siglo XVIII, excepto una mansión isabelina en las afueras. El reloj del campanario dio las doce precisamente cuando entrábamos en el pueblo.

—La casa de la señorita Whalley está un poco alejada de las demás. Tiene algunas tierras para sus cultivos. Llegaremos allí dentro de unos minutos.

—Tendré que tomar el tren de vuelta. Es a las tres y media, ¿verdad?

—Así es, señorita.

—¿Podrá venir a buscarme para acompañarme a la estación?

—Ya lo creo. Vendré poco antes de las tres. ¿Le parece bien, señorita?

—Muy bien. Muchas gracias. Me alegro mucho de haberle conocido.

El hombre se rascó la cabeza y miró fijamente ante él, pero supe que se sentía halagado.

—Ahí está la casa. Será mejor que espere. Asegúrese de que están en ella. Aunque difícilmente pueden haberse marchado sin enterarnos nosotros.

Comprendí entonces cuán pocas son las cosas que la gente del campo no saben unos de otros. Claro que en ciertos casos las interpretan erróneamente, pero nadie podía acusarles de indiferencia respecto a las vidas de sus vecinos.

Le pagué y le di una pequeña propina que le causó un embarazo no exento de agrado.

—Me ha sido usted de gran ayuda —le dije.

—No vale la pena. Ah, ahí está la señora Gittings con la pequeña.

Y allí, como para que mi aventura resultara más satisfactoria de cuanto hubiera podido esperar, estaba la señora Gittings, que salía de la casa con Miranda de su mano.

—¡Señorita Grant! —exclamó.

Caminé presurosa hacia ella. Sabía que mi acompañante estaba vigilando atentamente, por lo que me volví hacia él y le dije:

—Gracias. Lo espero un poco antes de las tres.

Él se tocó la gorra con el látigo e hizo dar la vuelta a los caballos.

—Debo darle una explicación —dije.

—¡Oh, señorita Grant! Me sorprende verla aquí. ¿Ha hecho todo ese camino para verme a mí y a Miranda?

—Oí decir que estaba usted aquí con su hermana, y la señora Baddicombe me indicó su nombre y dónde vivía. ¿O sea que aquí es donde viene siempre con Miranda?

—Sí. ¿Quería usted…?

—Hablar con usted.

Miranda me estaba mirando con curiosidad.

—Tiene muy buen aspecto —comenté.

—Esto le sienta muy bien. Aquí es feliz.

La señora Gittings debió de suponer que yo no me atrevía a hablar delante de la niña. Era ya capaz de comprender ciertas cosas y yo no quería decir nada que pudiera trastornarla.

—Entre y conocerá a mi hermana. Estábamos almorzando temprano a causa de Miranda. Ella duerme después un par de horas. Mi hermana se alegrará mucho de verla. Y entonces… podremos hablar.

Supuse que quería decir cuando Miranda se fuese a dormir y le agradecí su tacto.

Al oír las voces, Ada Whalley había salido para ver quién había llegado. Era una mujer de recia osamenta, con hombros musculosos y rostro curtido por la intemperie.

—Te presento a la señorita Grant, de la escuela —dijo la señora Gittings—. Ya sabes… la escuela de la abadía.

—Oh, cuánto me alegro —dijo Ada.

—Ha venido a charlar un rato…

Señaló con la cabeza a Miranda y Ada hizo el mismo gesto.

—Creo —continuó la señora Gittings— que a la señorita Grant le apetecerá comer algo.

—Siento haber llegado sin anunciarme —dije—. No sabía qué hacer y pensé que la señora Gittings podía ayudarme.

—No faltaría más —dijo Ada—. Estamos acostumbradas a que nos llegue gente del pueblo. Dicen que les gusta probar mis géneros y yo no me opongo. Todo es de casa.

—Incluso el cerdo —puntualizó la señora Gittings.

—Es el pequeño cerdito —anunció Miranda.

—No, cariño, el pequeño cerdito está con su mamá, comiendo también. Es el más tragón de la camada.

Miranda gruñó imitando un cerdo y me miró con picardía, solicitando mi admiración.

—¡Ay! —exclamó Ada—, me parece que el pequeño cerdito anda por ahí.

Miranda gruñó otra vez y Ada fingió mirar en torno, alarmada. Era evidente que Miranda consideraba aquello como un gran juego.

Una cosa quedaba perfectamente clara: con aquellas dos mujeres no iba a echar de menos a su madre.

—Acompañaré a la señorita Grant a lavarse las manos —dijo Ada.

La seguí por una escalera de madera hasta una habitación en la que había un aguamanil. Todo estaba tan limpio que parecía refulgir.

—Desde ahí detrás se tiene una buena vista de los huertos —dijo Ada, y yo contemplé hileras y más hileras de plantío. Había también dos invernaderos y un cobertizo para tiestos.

—¿Y lleva todo esto usted sola?

—Me ayuda un hombre, pero tendré que buscar otro, visto como prospera el negocio. Ahora Jane está aquí y me ayuda. Hace muchísimo en la casa. Y usted ha venido a hablar con Jane. Espero que no vaya a tentarla para que se marche. Me hace mucha compañía y yo siempre he querido que vivamos juntas.

—No he venido para esto. Sólo quiero hablar con ella, para aclarar algunos misterios.

Cuando me hube lavado las manos, me acompañó abajo. La señora Gittings preparaba la mesa y Miranda disfrutaba ayudándola. Salía del horno un sabroso olorcillo a lechón asado y, cuando nos sentamos para comer, reinó una atmósfera de suprema complacencia en la pequeña habitación. Las verduras estaban deliciosas.

—Directamente del huerto a la mesa —dijo Ada—. Así deben comerse las hortalizas.

—Siempre y cuando esto sea posible —añadí yo.

—Tome un poco más de estas patatas, señorita Grant. Este año hemos tenido una buena cosecha y debo decir que Jane sabe cocinar. Yo siempre he sido un poco chapucera, pero Jane es todo lo contrario. Eso sí, es un poco regañona, ¿verdad, preciosa?

Tenía la costumbre de solicitar confirmación a Miranda, a lo que la niña respondía asintiendo con la cabeza.

Miranda estaba sentada en una silla alta, envuelta en un gran babero, y comía por su cuenta con resultados no demasiado desastrosos. Cuando la comida no llegaba a su boca, Ada se reía y la recogía con una cuchara.

—Este pedacito ha perdido su camino. No sabía que debía entrar en el agujero rojo, ¿verdad, monada?

—No lo sabía, no —decía Miranda riéndose.

A su debido tiempo terminó el almuerzo y Miranda fue acompañada a hacer su siesta. Con tacto, Ada anunció que deseaba echar un vistazo a los invernaderos y me dejó sola con Jane Gittings.

—Espero que no le haya importado mi visita —le dije—. Puede parecer una especie de imposición.

—Ha sido un placer. A Ada le gusta tener visitas. Le encanta que los demás admiren lo que ella cultiva.

—Ya he visto que es una persona maravillosa. Señora Gittings, hay muchas murmuraciones en Colby. La gente dice las cosas más extraordinarias.

—Es esa mujer de la estafeta.

—Creo que ella está en el fondo de la cuestión. Ha ocurrido, sin embargo, algo misterioso, y yo quiero poner fin a la maledicencia, pero no sé cómo. Si pudiera averiguar lo que realmente ocurrió… o dónde está la señora Martindale, y hacerla regresar para que la vean…

—Me es difícil decirlo, señorita Grant, puesto que yo misma no lo sé más que usted.

—Pero está la niña.

—Sir Jason se ocupa de esto.

—Entonces, sir Jason…

—Siempre lo ha hecho. Me preguntó si quería llevarme la niña a casa de mi hermana y cuidar de ella. Él me pagaría por mis cuidados y por mantener a la pequeña… pero quería que fuésemos a casa de mi hermana. Claro, yo ya sabía lo que diría Ada al respecto. Siempre ha querido que yo me viniera con ella, y además adora a Miranda. Le dije a sir Jason que en lo referente a Ada no habría la menor dificultad.

—Luego, él le pidió que se llevara a la niña. Esto sería unos días antes de marcharse la señora Martindale.

—Más o menos. Cuando ella se marchaba, yo siempre me llevaba a Miranda a casa de Ada. Así estaba acordado. Fue el día después de marcharse Maisie.

—¿Después de marcharse Maisie…? —repetí.

—Sí, se marchó. Hubo un alboroto tremendo… y el día siguiente Maisie se había marchado. Se llevó consigo la mayoría de las cosas de la señora Martindale, vestidos y otras cosas. No quedó gran cosa después de marcharse ella. No sé qué pudo ocurrir, porque no soy de las que pegan la oreja a las cerraduras. Lo único que sé es que se las tuvieron las dos. Después Maisie se largó y sir Jason me pidió que me llevara a Miranda a casa de Ada.

Me invadió una horrible aprensión.

—O sea que Maisie se marchó… y después usted se fue.

—Eso es. Por tanto, ya ve que no puedo decirle lo que ocurrió después. Me alegré de alejarme de allí. La señora Martindale y aquella Maisie solían pelearse escandalosamente. Yo siempre pensaba que Miranda podía oírlas. ¡Oh, cómo me alegré de irme de allí! A la señora Martindale nunca le importó que yo me fuese. Siempre podía obtener una chica del pueblo para los trabajos más bastos. De todos modos, yo no me ocupaba de ellos. Era la niña lo que me preocupaba y de la que me cuidaba, aunque a veces echaba una mano en la casa, pues no soy de las que se quedan sin hacer nada cuando hay cosas por hacer.

Yo no la escuchaba. Un pensamiento daba vueltas y más vueltas en mi cabeza. Maisie se había marchado y después él había pedido a la señora Gittings que se llevara la niña.

Me oí decir:

—Los Coverdale… ¿los recuerda?, viven ahora en El Descanso de los Grajos… Por lo tanto, es obvio… que ella no piensa volver.

—Ah, yo pensé que sucedería algo por el estilo, porque sir Jason dijo que yo debía llevarme a Miranda y que el dinero me sería pagado aquí, y que cuando ella tuviera cinco años, falta todavía mucho tiempo, él tomaría disposiciones para que fuese a la escuela. Pero ella debía estar bajo mi exclusivo cuidado. Entonces pensé que la señora iba a ausentarse y que él había terminado ya con ella. Bueno, allí siempre han ocurrido cosas muy raras, y me alegro de estar lejos. Sir Jason me dijo: «Sé que se puede confiar en usted, señora Gittings. Nadie puede cuidar de la niña como lo hace usted». Una bofetada para ella, si quiere que le diga la verdad. Pero poco le importó. Nunca mostró ni el menor interés por la pequeña. Ella no la quería. Sólo quería demostrarle a él que podía tener críos. Había todas aquellas habladurías acerca de que él no tenía heredero, y todas esas cosas. No es así como se traen chiquillos al mundo, señorita Grant.

—No me inquieta en absoluto el bienestar de Miranda —le dije—. Sé que está en buenas manos y estoy segura de que sir Jason tiene razón. Ella es mucho más feliz a su lado y su hermana la quiere. Lo he visto claramente.

—Me alegra de que piense así, señorita Grant. Cuando la vi, temí que me trajera instrucciones para que devolviera a Miranda. ¿Dirá a sir Jason que aquí vive totalmente feliz?

—No dejaré de hacerlo si lo veo. En realidad, he venido para saber si tiene usted idea de por qué se marchó tan de repente la señora Martindale.

—Nunca se sabía con ella… y después de largarse Maisie con todos sus magníficos vestidos, creo que ya no pudo resistir más el vivir en estos lugares. Ella siempre hablaba de Londres.

Decidí hablarle con entera franqueza.

—Hay rumores, insinuaciones… No son ciertos, claro, pero la gente se pregunta por qué se marchó de una manera tan súbita. ¿Dijo algo acerca de abandonar El Descanso de los Grajos?

—Siempre hablaba de marcharse. Era cosa muy normal en ella.

—¿Tenía visitantes?

—Venía sir Jason. Oh, ahora recuerdo… Hubo una escena terrible. Fue unos días antes de que se marchara Maisie. La señora Martindale gritaba y él le decía que se callase. Maisie estaba escuchando junto a la puerta. Yo la sorprendí haciéndolo y le dije: «No tienes ningún derecho a hacer esto». «No sea tonta —me contestó—. ¿Cómo voy a saber lo que ocurre si no lo hago?». Se estaba riendo. Después me dijo: «Me parece que no vamos a quedamos mucho tiempo en esa choza tan confortable». Yo me alejé de ella. Poco después de esto, vi a sir Jason. Pasó a caballo, como por casualidad, cuando yo sacaba a Miranda a pasear. Me llamó y me dijo: «Señora Gittings, ¿estaría usted dispuesta a llevarse a Miranda a casa de su hermana y tenerla allí indefinidamente?». Me quedé tan asombrada que no sabía qué contestar. Y él seguía allí, montado en su caballo y mirándome y haciendo todos aquellos planes. Yo debía arreglármelas en seguida; el dinero me sería enviado cada mes, regularmente, y pagado de antemano. Si Miranda necesitaba alguna cosa, yo debía decírselo directamente. Me preguntó si creía que mi hermana estaría de acuerdo. Yo le dije que mi hermana daría saltos de alegría. Pareció muy complacido y dijo: «Le estoy muy agradecido, señora Gittings. Ha solucionado usted un gran problema».

—¿Y qué dijo la señora Martindale cuando usted se lo comunicó?

—Se encogió de hombros y no puso objeciones. Por tanto, hice las maletas y nos marchamos. Hubiera tenido que ver la cara de Ada…, puesto que no había tenido ni tiempo de decírselo. Repetía: «Vaya, nunca lo hubiera soñado», una y otra vez. Después abrazó a Miranda y dijo: «Siempre ocurrirán milagros, ¿verdad, preciosa?». Y casi lloraba de puro contento. Ada tuvo una gran alegría, ya que estaba sola desde que murió nuestro padre.

—Creo que Miranda es muy afortunada al tenerlas a ustedes dos. Lo sé. Yo tengo una tía que me dio todo el amor que necesita una niña cuando empieza a crecer. Pero lo que realmente quería saber es lo que le ocurrió a la señora Martindale.

—Debió de marcharse poco después de hacerlo nosotras.

—¿Y no dijo adónde iba? ¿No tomó ninguna disposición?

—Nunca me decía adónde iba. No decía nada acerca de sus planes.

El temor me estaba atenazando. Mi conversación con la señora Gittings no había hecho más que aumentar mis sospechas.

—No sé cómo decirle lo mucho que me satisface estar aquí, señorita Grant —prosiguió—. Con la señora Martindale, aquello no era ningún lecho de rosas. Nos ponía a todas muy nerviosas, incluso a Maisie, que era capaz de plantarle cara. No sé cuántas veces le dijo a Maisie que se fuera, pero ésta parecía tener algún ascendente sobre ella. Me sorprende que se marchara, porque por mucho que se pelearan siempre acababan haciendo las paces. Supongo que esa última vez ya fue demasiado. Maisie siempre decía que las dos tenían un buen asunto. Sir Jason y todo eso…

—Parece extraño que se marchara tan de repente.

—Lo es y no lo es. Nunca se está seguro con la señora Martindale.

Seguimos hablando, pero no pude descubrir nada más. Dick Cramm vino a buscarme y Ada salió del invernadero para decirme cuánto le había gustado conocerme.

En mi camino de regreso pensé en todo lo que se había explicado y me sentí muy inquieta.

*****

Sabía que sería imposible seguir evitando a Jason. Él estaba decidido a verme y era inevitable que finalmente lo consiguiera.

Ocurrió cuatro días después de mi visita a Bristonleigh.

Tenía dos horas libres y salí a dar un paseo a caballo. Él me sorprendió acerca del bosque, no lejos de El Descanso de los Grajos. De hecho, creo que debía de venir de allí.

—Me has estado evitando, Cordelia —me dijo con aire de reproche.

Su desvergüenza era tan inmensa que no pude contener la risa.

—¿Creía que haría otra cosa? —repuse.

—No… después de mi penosa conducta la última vez que estuvimos solos. He estado tratando de encontrarla para pedirle perdón.

—Me sorprende.

—Entonces, ¿estoy perdonado?

—No quiero volver a verle. ¿No comprende que me ha insultado?

—¿Insultado? Muy al contrario, le he hecho el mayor cumplido que un hombre puede dedicar a una mujer.

—No diga necedades —repliqué, espoleando a mi caballo.

Pero, como era de esperar, él se colocó a mi lado.

—Por favor, deje que se lo explique. He venido para pedirle que se case conmigo.

Volvía a reírme.

—¿Sin pedir mis credenciales? Es usted muy imprudente —contesté.

—No lo crea. He reflexionado profundamente al respecto. Yo la quiero… y sólo usted puede complacerme.

—Pues esto es muy desafortunado para usted. Buenas tardes.

—Nunca acepto un no como respuesta.

—Debe recordar que se necesitan dos para un matrimonio. Tal vez sus antepasados, de los que parece sentirse tan orgulloso, solían arrastrar a sus mujeres hasta el altar y obligarlas a dar el sí a punta de cuchillo… pero esto ya no se usa hoy.

—Jamás hicimos estas cosas. ¿De dónde ha sacado semejante idea? Siempre hemos sido los partis más elegibles del lugar y las féminas han hecho lo posible para arrastrarnos al matrimonio.

—Todo esto son tonterías. Usted no me agrada. No confío en usted. Se comportó conmigo como un bárbaro y, si de veras quiere que le perdone, no le queda más recurso que desaparecer de mi vista y procurar que nunca más vuelva a verle.

—Parece ser que, por desgracia, tendré que pasarme sin su perdón.

—No quiero saber nada de usted. No me interesa que la gente piense que tengo alguna relación con usted. Y ahora le agradeceré que me deje en paz.

—Esto no es fácil, por dos razones. La primera es el festival de la escuela y la valiosa señorita Hetherington. La otra, todavía más abrumadora, es que estoy loco por usted.

—Entonces búsquese en seguida a otra en la que depositar su devoción. ¿Dónde está la señora Martindale?

—En Londres, creo.

—¿Es usted totalmente insensible? ¿No sabe lo que se está diciendo de ella… y de usted?

—Lo sospecho. Que yo la asesiné. ¿Es esto?

—Tal es la implicación. ¿Lo hizo?

Se rió en mi cara.

—¡Dios mío! ¡Vaya pregunta! O sea que usted piensa que soy un asesino, ¿no es así?

—No hace mucho tiempo, vi una faceta muy fea de su naturaleza.

—Mi querida Cordelia, yo la amo. Estaba tratando de hacerla feliz.

—Se está riendo y yo no veo nada de cómico en lo que ocurrió.

—Hubiera sido tan feliz… Habríamos despedido a esa maestra tan estirada. Habríamos hecho planes. Habría sido maravilloso. Yo le hubiera enseñado una nueva Cordelia.

—Tiene usted una gran opinión de sí mismo, pero yo no la comparto. Y creo que otros tampoco.

—Me gustaría que se concediera una oportunidad para conocerme.

—Por lo que ya sé, no creo que fuera una experiencia muy agradable.

—Escúcheme. No sé dónde está ella. Se ha marchado, y esto es todo en lo que a mí respecta. Es usted demasiado dura conmigo. Siempre piensa de mí lo peor. Desde un buen principio, cuando ordené que su coche hiciera marcha atrás.

—Ése fue un gesto típico. Así trata siempre a la gente.

—Cordelia, permítame que trate de hacerla entrar en razón. Ya sé que doy la impresión de ser arrogante y egoísta. Lo soy. Pero con usted podría ser diferente. Usted podría cambiarme. Podríamos ser buenos ambos… porque yo también la cambiaría a usted. Le abriría los ojos, Cordelia. Me siento vivir sólo con hablarle. Me encanta su manera de fustigarme con sus palabras. No me cabe duda de que le enseñaron buena esgrima verbal en Schaffenbrucken. Yo soy lo que soy a causa de mi entorno. Fue mi crianza. Es natural, ¿no cree? Pero no quiero seguir siendo tal como he sido. Quiero que alguien me ayude a convertirme en lo que quiero ser, y sé que ese alguien es usted. Le he contado algo de mi infancia. No fue muy feliz. Mi hermano y yo fuimos criados con la más estricta severidad. Ya sabe que él siguió viviendo bajo ese techo cuando se casó… y sus hijas son ahora mis pupilas. Mi esposa era una buena mujer, pero nunca estuve interesado en ella… ni siquiera antes del accidente. Después quedó postrada con su invalidez. Pero no fue tanto esto como el hecho de que no teníamos absolutamente nada en común… nada de lo que hablar. ¿Puede imaginar una situación tan penosa? Ella era estoica y yo era a veces impaciente. Yo guardaba rencor a un sino que me había unido a ella. Ella no podía vivir conmigo como esposa, cosa que a mí no me importaba. Naturalmente, había otras… muchas. Pero ninguna en particular… y tal vez por esto hubo tantas. ¿Ha entendido hasta el momento?

—Sí, claro.

—¿Y está todavía dispuesta a emitir un juicio?

—No. Lo que pasa es que no quiero ninguna relación con usted.

—Ella murió… a causa de una sobredosis de láudano. A menudo decía que se quitaría la vida si el dolor llegaba a ser insoportable. Era una mujer religiosa y admito que sus dolores debieron de hacerse intolerables. De lo contrario, ella no habría hecho lo que hizo. Éramos buenos amigos. Ella sabía que yo buscaría consuelo en otra parte… y murió.

—Y usted se trajo a Marcia Martindale y la instaló en El Descanso de los Grajos. ¿Por qué?

Guardó silencio unos segundos. Me pregunté por qué seguía yo allí hablando con él. Hubiera debido dar media vuelta y alejarme a galope. Sin embargo, el deseo de quedarme era irresistible.

—Marcia me divertía —me dijo—. Podía ser tan indignante… Siempre estaba representando un papel, en el escenario y fuera de él. Quedó embarazada y, siguiendo un impulso momentáneo, le ofrecí El Descanso de los Grajos para que pudiera instalarse inmediatamente y tener el crío en paz. Entonces ella descubrió tal como estaban las cosas aquí: esposa inválida, propiedades con sólo dos jovencitas como herederas… el fin del apellido de los Verringer. Para ella era como una obra de teatro, y por tanto decidió que la criatura era mía, que ella me demostraba que no era estéril, y que si yo quedaba libre debía casarme con ella. Esto solía divertirme, acaso porque yo no tenía la suficiente seriedad. Ella elaboraba sus propias fantasías, las interpretaba y, si le gustaban lo suficiente, acababa por creérselas.

—Y entonces murió su esposa.

—Sí. Fue entonces cuando las cosas empezaron a ponerse difíciles.

—Lo supongo.

—Entonces creyó de veras que yo me casaría con ella. Me marché al extranjero con la esperanza de que ella se cansara del lugar y regresara a Londres.

—Pero en vez de ello, se reunió con usted.

—No se reunió conmigo. Lo hubiera hecho de saber dónde estaba yo, pero yo estaba decido a que lo ignorara.

—Pero ella también se marchó, y se dijo…

—¡Se dijo! ¡Ha construido una acusación contra mí sobre lo que se decía!

—¿Cree, realmente, después de lo que sé sobre usted, que tengo que escuchar las opiniones de otros? ¿Acaso no he tenido mi propia experiencia?

—Debe comprender que obré de aquel modo a causa de necesitarla tan desesperadamente. Sé que, de haberme salido con la mía, habría abierto para usted una nueva modalidad de vida… para usted y para nosotros. ¡Oh, Cordelia, deje de ser la maestrilla santurrona! No es usted tal cosa. Es una fachada detrás de la que se oculta.

Quise apartarme, pero él puso la mano en mi brida.

—Debe escucharme. Debe tratar de comprender. Yo la amo. La deseo. Le estoy pidiendo que se case conmigo.

—El honor supremo —comenté con sarcasmo.

—Para mí, sí —replicó con firmeza—. La amo, Cordelia. Hiciera lo que hiciese, yo la seguiría amando. Si asesinara a la señorita Hetherington y la arrojara a los peces del estanque, yo la amaría igualmente. Esto es el amor auténtico.

—Muy emocionante —dije.

Sentía por él una ridícula compasión, y no comprendía el porqué. Parecía tan fuerte, implacable, arrogante, todo lo que más me desagradaba a mí, y sin embargo cuando hablaba de su amor por mí casi llegaba a creer que estaba diciendo la verdad. Era como un niño a tientas en la oscuridad, buscando a alguien que le quisiera y comprendiera como nadie le había querido y comprendido antes.

Siguiendo un impulso, dije:

—Hábleme del paradero de Marcia Martindale.

—No sé nada. Sospecho que se encuentra en Londres, con Jack Martindale.

—¡Jack Martindale! ¿No era su marido?

—Una especie de marido.

—Murió atravesando el Atlántico.

Se echó a reír.

—¡Veo que ha oído usted esta versión! Hay una en la que murió en un duelo, defendiendo el honor de Marcia, claro está. Y en otra pereció en el incendio de un teatro, tras haber salvado numerosas vidas, entre ellas la de Marcia. Creo que volvió a entrar para salvar a su perrito. Ésta era la más emocionante.

—¿Quiere decir que todo es mentira? ¿Que el esposo de ella sigue viviendo?

—No puedo decir tal cosa. Sólo he dicho que puede haber vuelto con él.

—¿Dijo ella que iba a regresar a Londres? ¿No fue su partida muy repentina?

—No, dadas sus costumbres. Óigame, Cordelia. Fue una imprudencia dejar que viniera aquí. Pero estaba en apuros… sin trabajo porque iba a tener un hijo. No tenía a donde ir. El Descanso de los Grajos estaba vacío, y por tanto la traje aquí. Yo estaba muy deprimido. Sylvia, mi esposa, padecía tremendos dolores. Yo apenas la vela. No creía que Fiona fuera a resultar muy útil en la propiedad, y yo sumando años… y, para decirle la verdad, enojado con lo que la vida me había hecho. Vivía en Londres como diría usted tempestuosamente, y pensé que podía resultar divertido… y por tanto, siguiendo un impulso la traje aquí. Fue un disparate, porque inmediatamente empezó a incluirme a mí en sus fantasías. Y después, cuando Sylvia tomó aquella sobredosis, recibí un duro golpe… y el mismo día de su entierro la vi a usted. Supe en seguida que había ante mí alguien diferente de todas las otras… alguien que me excitaba, no sólo físicamente sino en todos los aspectos, y empecé a hacer planes. Me parecía tener ante mí un nuevo punto de partida. Todo lo demás quedaba atrás. Pero estaba aquella maldita mujer de El Descanso de los Grajos.

—Sí —dije—. Continúe.

—¿Lo comprende? ¿Acepta los sentimientos que me inspira?

—No. Sólo que ha habido muchas mujeres en su vida y que cree que resultaría muy divertido añadirme a mí a su lista.

—¿Es usted sincera consigo misma, Cordelia? Ya sé que sus sentimientos están bajo control, como buena maestra de escuela que es.

—Me gustaría que dejara de mofarse de las maestras.

—¿Mofarme yo de ellas? Cuentan con mi más rendida admiración. Una profesión de lo más honorable. Pero yo le tengo señalado un destino diferente.

—Soy yo la que se hace su destino. Pero me gustaría saber qué le ocurrió a Marcia Martindale.

—Puede estar segura de que se fue a Londres. Se estaba volviendo muy arrogante. En más de una ocasión me mandó al diablo, por lo que barrunté que tenía sus planes. Comprendía que su pequeña fantasía tocaba a su fin.

—Sin embargo, se siente usted responsable de la niña… aunque parece estar seguro de que no es suya.

—Supongo que hay alguna posibilidad de que lo sea.

—He estado en Bristonleigh y he visto a la señora Gittings.

Me miró con asombro.

—Creí que podría descubrir algo acerca del misterio que tantas murmuraciones suscita en el pueblo.

—¡Pensar que ha llegado usted a semejantes extremos! —sonrió—. Y bien, ¿qué descubrió?

—Sólo que la señora Gittings se había marchado, siguiendo instrucciones de usted, unos días antes de que Marcia Martindale dejara El Descanso de los Grajos, y que usted la mandó allí y que ha prometido ocuparse de Miranda.

—¿Y qué infiere de todo ello?

—Que usted sabía que Marcia iba a marcharse… a desaparecer y decidió sacar a la niña de en medio para mayor seguridad.

—Oh, ya comprendo. Lo ha escudriñado todo, mi querida, astuta y pequeña detective. ¿Y qué hago yo ahora? ¿Confesar? La estrangulé… No, la golpeé en la cabeza con un instrumento contundente y enterré su cadáver en el jardín… No, la arrastré hasta los estanques y la arrojé al agua.

Le miré cara a cara.

—Se encontró su pendiente junto a los estanques.

Él me miró fijamente a su vez.

—Sí —continué—, su pendiente. Supe que era suyo. Era el que había dejado caer en su establo, y por tanto lo había visto antes. Tal vez recuerde la ocasión.

Asintió con la cabeza.

—¿Por qué… estaría allí su pendiente?

—Porque estuvo ella.

—¿Y dónde está el pendiente?

—En uno de los estanques. La niña que lo encontró fue Teresa Hurst. Me lo enseñó y lo arrojó al agua.

—¿Y por qué hizo tal cosa?

—Porque estaba asustada… por mi causa. Creía que usted y yo… Bueno, no tenía muy buena opinión respecto a usted, ya me comprende, y me previno contra usted…

Se echó a reír.

—Qué trama tan enmarañada. Me agrada Teresa. No deberían agradarme mis enemigos, claro está, pero es una buena chica y además lista. Me gusta por la devoción que siente por usted.

—Ahora tal vez comprenda por qué no quiero tener nada más que ver con usted, como no sea por exigencias de la escuela. Cuando coincidamos en algún lugar, si esto ocurre, le ruego que no trate de hacer ni un aparte conmigo. Me lo debe.

Seguía manteniendo una expresión de asombro y dijo:

—Debo explicarle que envié afuera a Miranda porque después de la escena que hubo entre nosotros sospeché que Marcia planeaba algo. Pensé que se iría a Londres. No podía llevarse a la señora Gittings a Londres, y supe que convenía hacer algo en beneficio de le niña.

Hice dar media vuelta a mi caballo. Mi revelación acerca del pendiente le había dejado estupefacto. Podía verlo claramente.

Cuando me alejé al galope, no me siguió.

*****

En la escuela sólo se habla del festival. Faltaba ya poco tiempo, decía Daisy. Había optado definitivamente por la noche del solsticio de verano. El día se habría alargado, habría luna llena y ella quería ver qué preparativos habíamos hecho.

Yo había decidido disponer de un comentario que sería leído por tres o cuatro de las mayores y allí donde fuera posible introduciríamos breves piezas teatrales. Yo las escribiría a partir de los datos antiguos, comenzando con la llegada del emisario de Clairvaux con instrucciones de san Bernardo para elegir un lugar muy distante de villas y pueblos, y construir en él una abadía.

Tendríamos alumnas vestidas de monjes, entonando cánticos mientras caminaban entre las ruinas, y el comentario explicaría cómo trabajaban en las diversas tareas. Después pasaríamos a la Disolución y al desastre.

La segunda parte sería la época isabelina, cuando la región prosperaba y se construyó el Hall, utilizando piedras de las ruinas de la abadía, y fue restaurado el dormitorio de los hermanos legos. Habría alumnas con vestuario Tudor, cantando madrigales y bailando.

El tercer acto sería el momento actual y las chicas demostrarían lo que hacían en la escuela: canto, baile, ejercicios físicos y, como colofón, el himno del colegio.

Daisy juzgó que era un plan excelente y debo reconocer que pronto me vi sumida en él. Era la mejor manera posible de quitarme de la cabeza todas las dudas y temores que con tanto ahínco había tratado de disipar sin lograrlo.

Daisy entró en el calefactorio cuando estábamos reunidas, con expresión muy satisfecha.

—Habrá una fiesta en el Hall —nos anunció—. Siempre las había antes en esta época del año… aunque no últimamente. Pocas diversiones podía haber con lady Verringer tan enferma. Bien, ha pasado un año desde aquel triste evento y ahora que la señora Martindale se ha marchado tal vez podamos volver a la normalidad. He decidido invitar a los huéspedes del Hall para que asistan al festival. A los padres les gustan estas cosas. Habrá allí una velada musical. Vendrá un famoso pianista o violinista, como en otro tiempo. Sir Jason ha invitado a todo el profesorado, y yo he aceptado de parte de ustedes. Será la tarde después del festival. Como es natural, no puede ir todo el colegio, pero Fiona y Eugenie estarán allí y pueden invitar a algunas niñas, sus mejores amigas… dos o tres cada una, según hemos decidido sir Jason y yo. Creo que será una velada interesantísima.

Me avergonzó notar que esta perspectiva me atraía, pero ésa era la realidad.

Continuaron los preparativos. Los trajes fueron examinados con profusión de comentarios sobre cada uno. Había risitas por doquier cuando las chicas iban de un lado a otro con sus hábitos cistercienses, que resultaban más efectivos en las chicas más altas.

Fiona y Charlotte formarían parte del coro de los monjes, ya que ambas tenían buena voz. El señor Crowe quería que cantaran también los madrigales, pero Daisy dijo que a todas las alumnas se les había de dar la oportunidad de hacer algo.

—No queremos que ciertas niñas asuman todos los papeles. Si la representación se repite al finalizar el curso, los padres quieren ver a sus hijas… por tanto, un papel para cada una y no se hable más del asunto.

Ensayamos al aire libre las escenas de la abadía y resultaba muy impresionante actuar ante las ruinas. Tal vez a mí me gustaran mucho las declamaciones, pero cuando oí a Gwendoline leer su texto —tenía una voz preciosa— me sentí profundamente emocionada y tuve la seguridad de que el festival iba a ser un gran éxito.

El señor Crowe se mostraba muy activo en los ensayos corales, y yo oía constantemente las voces que gorjeaban en la sala de música. Los ensayos eran continuos y todas esperábamos el gran día.

El tiempo era perfecto, y aunque faltaban tres semanas para la representación, las chicas ya vigilaban con ansiedad el cielo y hacían pronósticos meteorológicos. ¡Como si el tiempo no pudiera cambiar en media hora! Sin embargo, todo formaba parte de la excitación general.

Fue en la primera semana de junio cuando tuvimos un susto. Durante el tiempo dedicado a la equitación, la señorita Barston fue la única disponible para acompañar a las chicas; habían partido alrededor de las dos y se las esperaba a las cuatro para el té.

A las cuatro todavía no habían regresado. Las alumnas estaban tan entregadas a sus actividades, en su mayoría relacionadas con el festival, y nosotras lo mismo, que no nos dimos cuenta de su retraso hasta que una de las mayores preguntó dónde estaba la señorita Barston, ya que debía presentarse a ella inmediatamente después del té.

—¿Y dónde están Fiona y Charlotte? —preguntó el señor Crowe—. Quiero que dirijan a las chicas en el coro de los monjes.

Entonces fue cuanto descubrimos que el grupo de amazonas todavía no había vuelto.

Eran ya las cuatro y media.

De pronto, la señorita Barston interrumpió en la sala. Estaba muy nerviosa y la acompañaban varias alumnas.

—¿Qué ha ocurrido? —pregunté.

—Hemos perdido a las chicas Verringer y a Charlotte Mackay —fue su respuesta.

—¿Que las han perdido?

—De pronto descubrimos que no venían con nosotras.

—¿Quiere decir… que desaparecieron de pronto?

—Yo no sé si alguien sabe dónde están. Nadie dice nada.

La disciplina nunca había sido uno de los puntos fuertes de la señorita Barston, y por tanto dije:

—Alguien ha de haberlas visto. ¿Algunas de vosotras, niñas?

—No, señorita Grant —contestaron a coro.

Supuse que no todas decían la verdad.

—Si estas niñas se han alejado deliberadamente, deben ser castigadas —señalé—. Saben muy bien que no se les permite abandonar el grupo. ¿Estáis seguras de que nadie las ha visto alejarse?

Tampoco hubo respuesta. Desde luego, era cuestión de honor no chivarse, y yo estaba segura de que ésta era una de las ocasiones en que ese código era puesto en práctica.

—Las tres van juntas —dije—. No les ocurrirá ningún daño.

—Creo que tal vez debiéramos decírselo a la señorita Hetherington —sugirió la señorita Barston.

Sin embargo, no fue posible hallar a Daisy y las chicas no fueron denunciadas. Debían de ser las cinco cuando llegaron con sus caballos.

Me dirigí a los establos con la señorita Barston.

—¡Niñas…, niñas…! —se quejó ésta, histéricamente—. ¿Dónde habéis estado?

Fue Charlotte la que contestó.

—Fuimos al bosque. Queríamos ver si todavía había campánulas.

—No teníais derecho a abandonar el grupo —indiqué.

—No, señorita Grant —replicó Charlotte con insolencia.

—Y sin embargo lo hicisteis —insistí.

—Teníamos ganas de ver las campánulas y olvidamos la hora —explicó Fiona, en tono de disculpa.

Noté algo diferente en ella. Tenía la cara arrebolada. Era una de las muchachas más lindas de la escuela, pero ahora estaba bellísima y no había signos de compunción en ella, lo que resultaba extraño ya que era una chica que, por sí sola, no creaba problemas.

—Habéis obrado muy mal —se quejó la señorita Barston.

—Habéis sido inconsideradas y dado un mal ejemplo —añadí, y me alejé, pues el asunto era de la incumbencia de la señorita Barston y yo no quería dar la impresión de imponerme a ella.

No creo que la señorita Barston informara del incidente a la señorita Hetherington, pues no oí hablar más de la cuestión, y yo la olvidé hasta que adquirió un significado especial.

*****

Llegó el gran día. Habíamos tenido un tiempo caluroso durante una semana y parecía como si fuera a prolongarse unos días más. Era lo que necesitábamos y nuestra moral estaba por las nubes. Habían concluido los exámenes y todas las actrices sabían ya lo que debían hacer. En todas partes reinaba una atmósfera de viva excitación. La señorita Barston daba los últimos pespuntes a los hábitos. Nos habían enviado unos cuantos trajes isabelinos desde el Hall, donde tenían una pequeña colección, y tuvimos que buscar alumnas que se ajustaran a ellos. No obstante, la señorita Barston confeccionó sus propios trajes y resultaron de lo más efectivo.

Durante la mañana procedimos a organizar los asientos. Por suerte, las ruinas constituían un escenario natural, ya que había un gran espacio abierto frente a la nave y formaba un cuadrilátero recubierto de hierba con las dependencias de los hermanos legos en ángulo recto con el crucero y el espacio libre franqueado por la hospedería y la enfermería a un lado y los establos al otro, con lo que se completaba el cuadrado.

Desde este punto ventajoso había una vista soberbia de la iglesia en ruinas, la torre central normanda y el transepto septentrional, y por encima de los muros de la sala exterior era posible ver el campo, con los estanques y el río.

Jason vino por la mañana. Yo estaba contando las sillas que habíamos colocado en el exterior, cuando salió del establo donde había dejado su caballo.

—¡Cordelia! —exclamó—. ¡Qué suerte!

Quise marcharme y dejarle plantando, pero estábamos en un lugar muy expuesto y yo no sabía quién nos estaría vigilando. Tenía que comportarme como si entre nosotros no hubiera habido nunca más que una relación casual.

—Supongo, sir Jason, que ha venido a ver a la señorita Hetherington acerca de las instrucciones para esta noche.

—Cuando yo vengo aquí, es para verla a usted.

—Tengo entendido que esta noche nos traerá invitados. Quisiéramos saber cuántos.

—Yo la buscaré a usted, y me consume la impaciencia desde el día en que la impagable Daisy nos invitó a mí y a mis huéspedes.

—Serán particularmente bienvenidos los padres con niñas cercanas a la edad escolar.

—Hay algunos y haré cuanto pueda para brindarle buenos negocios a Daisy esta noche. Pero por encima de todo espero estar con usted.

—Tengo que estar aquí, naturalmente, pero…

—Puede que haya oportunidades. ¿No sería espectacular declarar nuestras intenciones esta noche? ¿Qué le parecería si me plantara allí entre los monjes y les dijera que la escuela y el Hall estarán más unidos que nunca, puesto que su señorita Grant va a convertirse en mi esposa?

—Verdaderamente espectacular, y también ridículamente absurdo. Debo despedirme de usted. Tengo mucho trabajo y ahí llega la señorita Hetherington. Debe de haberle visto llegar. Señorita Hetherington, sir Jason ha venido a cerciorarse de que podemos acomodar a todos los invitados que nos trae esta noche.

—Desde luego que sí —respondió Daisy vivamente—. ¿No es un día perfecto? Y esta noche luna llena. No querría empezar demasiado tarde, puesto que no me gusta que las niñas estén levantadas hasta mucho más tarde de su hora normal de acostarse.

—Por una vez no puede hacerles ningún daño —observó sir Jason.

—No, supongo que no. ¿Está todo en orden, señorita Grant?

—Creo que sí. En el ensayo de ayer hubo uno o dos fallos.

—Lo que siempre ocurre en casi todas las funciones de profesionales —dijo Jason—. Se dice que un buen ensayo final indica una mala primera noche.

Daisy soltó una risita.

—Difícilmente puede compararse esto con las funciones profesionales, sir Jason. Pero espero que entretendremos a sus invitados y que no dejará de ser para ellos una velada poco usual.

—Estoy seguro de que lo pasarán muy bien.

—Y mañana tiene usted a su pianista de Londres.

—Sí, Serge Polenski va a tocar para nosotros, y espero que usted y todas sus profesoras estén con nosotros. Después habrá una cena de bufete… y baile.

—Sé que aceptarán su invitación con el mayor agrado. Una o dos tendrán que quedarse, claro está, a causa de las niñas. Recuerdo estas ocasiones en otros tiempos. Solía haber siempre algún famoso músico para amenizar la velada.

—Una tradición desde los días en que los violinistas tocaban en la galería de los trovadores.

—Sí. Los Verringer siempre fueron mecenas de la música.

—Hicimos cuanto pudimos, aunque nunca salió un genio de entre nosotros.

—Fiona canta muy bien y Eugenie tiene un talento notable para el dibujo. La señorita Eccles dice que es muy aplicada. Venga a mi despacho, sir Jason, y allí comentaremos lo de los asientos. La señorita Barston ha dicho que deseaba verla, señorita Grant. Hay algún problema con los hábitos de los monjes. Falta algo, me parece.

Se me despedía y por tanto dije que iría a verla en seguida.

Jason me dirigió una mirada burlona y yo, por mi parte, me alejé de ellos.

Encontré a la señorita Barston muy nerviosa.

—Falta un hábito de monje.

—Deber de estar en alguna parte.

—Es que ya lo he estado buscando. He preguntado a las chicas y nadie sabe nada al respecto.

—¿No eran doce los que tenía?

—Sí, y ahora sólo hay once. Cuéntelos.

Tenía razón. Sólo había once.

—No sé qué podemos hacer. Sólo habrá once monjes. Y en el último momento…

—No será mucha la diferencia.

—Significará que una de las alumnas se quedará sin su papel. ¿Cuál? Claro que Janet Mills no tiene mucha voz… Sólo la he incluido porque es alta y estas túnicas son tamaño de hombre.

—Sería mejor ver si podemos encontrar ese hábito.

—Señorita Grant, si se le ocurre algún lugar en el que buscar, le ruego que me lo diga. Yo ya no sé qué hacer.

—Si no podemos encontrarlo, sencillamente habrá once. Debemos aceptar este hecho.

—¡Ay, querida, qué disgusto…!

—A lo mejor aparecerá en el último momento.

Dejé a la señorita Barston muy compungida y me entregué a mis tareas.

El mismo día, a última hora, Daisy me llamó a su estudio para perfilar nuevos detalles.

—Es acerca de esa velada en el Hall. Fiona y Eugenie pueden seleccionar las amiguitas que quieran invitar. La señorita Barston y la señorita Parker se quedarán aquí, de guardia. Las actividades sociales apenas les interesan. Cordelia, siguen circulando rumores desagradables. Esa señora que ha desaparecido es un caso de lo más desdichado. Ya sé que no es necesario advertirte que tengas mucho cuidado con sir Jason.

—Lo comprendo.

—Es una lástima que tenga esta reputación. Un buen propietario, más serio y de más edad sería mucho mejor a efectos de la escuela. Parece como si ahora ya no tuvieras tan buena amistad con él, lo cual me complace. Debo decirte que tuve algunas sospechas, y además hubo aquel accidente de la rotura de cristales.

—Lo lamento, señorita Hetherington.

Agitó una mano. No quería oír ninguna revelación que pudiera resultarle desagradable. Todo lo que deseaba era que las cosas transcurrieran apaciblemente y de la mejor manera posible para la escuela.

—Le prometo, señorita Hetherington, que no ocurrirá nada que pueda preocuparla, en lo que de mí dependa —añadí.

*****

Tuvimos suerte. El tiempo se mantuvo perfecto. Todo parecía ir sobre ruedas y lo que había de ser una representación de aficionados de lo más corriente, gracias a la luz de la luna llena entre las ruinas, adquirió una magia especial.

Las voces de las chicas se alzaron, juveniles e inocentes, en el aire nocturno, y evocaron las escenas de la construcción de la abadía y los estruendos del desastre, la ruptura del rey con Roma, su afán de dinero, los tentadores tesoros de los abades y por último la Disolución.

Contemplé el público a mi alrededor. Era impresionante. Las damas del Hall con sus esplendorosos vestidos de noche, los hombres con la dignidad de sus trajes de etiqueta, y Jason en medio de ellos, más distinguido que los demás, pensé; y nuestras profesoras con sus vestidos de gala confeccionados para esta ocasión, tal vez menos vistosas que las invitadas del Hall, pero sin embargo encantadoras. Y en el centro de la primera fila —con Jason a su derecha y lady Sowerby a su izquierda (lady Sowerby tenía dos hijas que ya se aproximaban a la edad en que la academia sería el mejor lugar para ellas)— se sentaba Daisy, con un vestido de satén gris claro, con collares de oro y un pequeño reloj adornado con perlas prendido en su corpiño, magnífica en aspecto y totalmente dueña de sí.

Sentadas sobre la hierba estaban las alumnas más jóvenes, puesto que no se había dispuesto de sillas suficientes para acomodar a todos los espectadores, pero veían perfectamente la representación y por otra parte eran lo bastante jóvenes como para no sentirse incómodas. Me emocionó ver sus rostros maravillados, mientras escuchaban el relato de los orígenes del monasterio y observé cómo contenían el aliento cuando aparecieron los monjes caminando por el ruinoso crucero.

Mientras miraba cómo avanzaban lentamente a través de las ruinas, recordé de pronto el drama del hábito perdido y los conté. Doce. Por consiguiente, la señorita Barston lo había encontrado por fin.

Era, sin duda, una escena impresionante, y además realista. Era como si el pasado hubiera cobrado vida y ello hacía olvidar que se encontraban entre ruinas. La abadía había vuelto a cobrar vida y allí estaban sus habitantes. Incluso los más desdeñosos entre los invitados de Jason se sintieron afectados y los aplausos al terminar el primer acto fueron genuinos.

Después vino la escena isabelina, con el señor Crowe tocando el laúd y las chicas bailando danzas Tudor y cantando madrigales. El coro de voces explicó que ésta era la época del renacimiento. La mansión solariega había sido construida ya, en parte con piedras procedentes de la abadía. Por lo tanto, el Hall y la abadía estaban unidos a lo largo del tiempo, como bien lo demostraba esta noche.

Hubo más aplausos.

Y después llegó la escena final, con la reconstrucción de las dependencias de los hermanos legos y la fundación de la Academia. Después tuvimos las danzas Sir Roger de Coverley y Jenny Pluck Pears, en las que pudieron actuar todas las alumnas que no habían representado papeles como monjes o figuras de la corte isabelina. Finalmente, hubo el himno de la escuela…

Durante estas danzas, me fijé en Janet Mills, sentada en el césped y la miré fijamente. Pero los monjes seguían ataviados con sus hábitos y capuchas, esperando la salida para el saludo final. Yo había contado doce. Me habría equivocado. Nadie más hubiera podido ocupar el puesto de Janet en tan poco tiempo, y ella sólo se había quedado sin papel por el hecho de faltar una pieza de la indumentaria. Forzosamente había debido equivocarme. Sólo podía haber once monjes.

El himno de la escuela había terminado. Estallaron los aplausos y las actrices se adelantaron para saludar al público. Primero las isabelinas —eran ocho—, y a continuación los monjes salieron del crucero entonando los mismos cánticos de la función. Se alinearon sobre el césped, de cara al público. Los conté. Once. ¡Qué raro! Yo había contado doce durante la representación. Debió de ser una ilusión mía.

No cabía duda acerca del éxito de la velada. Se sirvió vino junto con las bebidas refrescantes y los invitados pasearon entre las ruinas mezclándose con los monjes y los personajes isabelinos, todos ellos sonrojados y excitados por su reciente éxito, y asegurándose entre sí que nunca había habido una velada semejante.

Oí a una dama muy enjoyada proclamar en tono muy audible que había sido una representación deliciosa, verdaderamente encantadora. Jamás había visto nada semejante, y Jason era un ángel por haberles preparado tan maravillosa sorpresa.

Daisy se encontraba en su elemento. La velada había tenido más éxito de lo que ella había previsto, estaba encantada con la asistencia y tenía la seguridad de que ello había de aportarle más alumnas, pues Jason le había dicho que había tenido la precaución de invitar a varios matrimonios con hijas, y, a juzgar por los aplausos y las felicitaciones, ella podía ver que les había encantado la fiesta.

Se acercó para felicitarme por los textos descriptivos.

—¡Tan emocionantes —me dijo—, tan inspirados! —Yo me sentí más que complacida—. Me gustaría que las niñas se retirasen temprano —prosiguió—. No me gusta que se mezclen con los invitados. Nunca se sabe. Se encuentran en una edad tan difícil… algunas de ellas. Creo que sería buena idea que tú y otras profesoras las rodearais y les hicierais saber mi deseo de que se fuesen discretamente a sus habitaciones. No me cabe duda de que mirarán desde las ventanas, pero debemos pasar por alto este detalle. Ya he mandado a la cama a las más jovencitas, pero lo que deseo es que se retiren los monjes y las isabelinas.

—Haré cuanto pueda.

Encontré a tres isabelinas que obedecieron dócilmente, pero los monjes eran chicas de más edad y no resultaba fácil encontrarlas. Pude ver a dos de ellas hablando con algunos invitados del Hall y decidí dejarlas de momento. Después vi a uno de los monjes que se encaminaba hacia el crucero. La seguí, pero apenas se consideró fuera de la vista de los demás, echó a correr, dirigiéndose hacia el santuario y la capilla de los cinco altares.

Yo apresuré el paso. Ahora, ella avanzaba con cautela a través de las banderolas; entró en la capilla y en el mismo instante salió a su encuentro una figura alta, con ropajes de monje.

Las llamé.

—¡A ver, vosotras dos! Debéis ir a vuestros dormitorios. Son órdenes de la señorita Hetherington.

Durante unos segundos, se quedaron como petrificadas. Estaban tan inmóviles que hubieran podido formar parte de las piedras que las rodeaban. De pronto, la más alta cogió a la otra por la mano y la arrastró tras de sí. No tenían que pasar por mi lado puesto que no había paredes en la capilla; les bastaba con abrirse camino entre las piedras.

—¡Venid aquí! —exclamé.

Pero las dos corrían como si sus vidas dependieran de ello. La capucha de una de ellas cayó, revelando la rubia cabellera de Fiona Verringer.

—¡Fiona! —grité—. ¡Vuelve! ¡Volved las dos!

Siguieron corriendo. Atravesaron las cocinas y pensé que los túneles estaban muy cerca de allí.

Suspiré. Fiona estaba cambiando. Antes era muy buena niña… ¿Podía ser Charlotte Mackay su acompañante? Parecía algo más alta, pero Charlotte era una mocetona y bien pudo haberse encontrado a un nivel más alto.

Regresé junto a la gente en busca de más artistas a las que enviar a sus camas.

Después de la medianoche, los asistentes se dispersaron y las responsables del festival se quedaron con la señorita Hetherington para recibir las muestras de agradecimiento y las felicitaciones de los invitados en retirada. Después, los carruajes se los llevaron hacia el Hall.

Yo debía hacer mi ronda de los dormitorios antes de acostarme. Cuando entré en la habitación de Fiona recordé que se había dado a la fuga cuando la llamé… ella y otra chica.

Estaba en su cama, aparentemente dormida, con sus rubios cabellos desparramados sobre la almohada. Una imagen angélica.

—¿Duermes? —le pregunté.

No hubo respuesta por parte de Fiona, pero Eugenie dijo:

—Yo no. Fiona sí. Estaba muy cansada.

Podía despertarla, claro, para darle una reprimenda, pero decidí hablarle por la mañana. En realidad, fue una fechoría por su parte salir huyendo de aquella manera.

Bien, todas estaban a buen recaudo. Muchas de ellas seguían despiertas y comentaban la velada cuchicheando.

¿Qué otra cosa cabía esperar de semejante velada?

*****

Al día siguiente todo el mundo hablaba de la visita al Hall. Mademoiselle tenía un hermoso vestido de baile que, según nos dijo, procedía de París.

—Nosotras no podemos llegar a tanto —comentó Eileen Eccles—. Plymouth es lo que tenemos más a mano en cuanto a alta costura.

—Debieron decírnoslo con más antelación —dijo Fräulein.

—Una invitación que llega inesperadamente resulta más excitante —replicó mademoiselle.

La señorita Parker y la señorita Barston se mostraron muy aliviadas al saber que se las había seleccionado para quedarse, de modo que todas estuvimos muy satisfechas con las disposiciones tomadas.

Yo había reflexionado sobre lo que me pondría. Tía Patty me había aconsejado llevarme dos trajes de noche, diciendo que siempre podía haber alguna que otra fiesta y que nunca se sabía lo que podría necesitar. «Uno discreto y el otro vistoso, querida. Así no podrás equivocarte».

Decidí que no deseaba mostrarme discreta y por tanto elegí el vestido más vistoso, más escotado y de un especial tono azul verdoso. Era de chiffon y tenía un corpiño ajustado y una falda acampanada a partir de la cintura.

—Tiene un toque de simplicidad —había dicho tía Patty—, y sin embargo no deja de ser llamativo. Serás la bella del baile allí donde vayas con él.

Una observación reconfortante en una ocasión en la que iba a encontrarme entre gente opulenta.

Mi vestido fue aprobado por las reunidas en el calefactorio, e incluso Daisy —resplandeciente ella en un vestido de terciopelo malva— me felicitó por mi buen gusto.

Emmet nos llevaría a varias al Hall y sir Jason enviaba su coche para las demás; probablemente se necesitarían dos viajes, ya que parecía imposible que pudiéramos apretujarnos todas en ambos vehículos.

Fiona y Eugenie habían partido a primera hora de la tarde, porque, como decía Daisy, se trataba de su propia casa y en parte eran anfitrionas. Sería una buena práctica para el futuro. Yo iría con Emmet y varias profesoras.

Una hora antes de que Emmet llegara, estaba dando los últimos toques a mi atuendo cuando entró Elsa. Me dirigió aquella sonrisa de complicidad que siempre reservaba para mí y que, en mi opinión, estaba destinada a recordarme nuestra estancia en Schaffenbrucken.

—Está muy guapa —me dijo—. Tengo esto para usted.

Y me tendió una carta.

—¿A esta hora del día? —dije, sorprendida.

—El correo llegó a su hora, pero con todo ese jaleo quedó olvidado. Ahora estoy distribuyendo las cartas.

—Hoy todo el mundo anda de cabeza —asentí.

Tomé la carta y ella se empinó sobre los pies para verla. De tratarse de otra persona, la hubiera despedido fríamente, pero con Elsa era diferente. Siempre lo había sido debido a los recuerdos del pasado.

—Bueno, espero que se divierta esta noche.

Casi era como si estuviera esperando a que yo abriera la carta.

La dejé sobre la mesa y me volví hacia el espejo.

—Bueno…, le deseo que se divierta mucho…

Apenas se marchó, cogí el sobre. Lo miré con suspicacia, ya que mi nombre y dirección estaban escritos con mayúsculas. El matasellos era de Colby. ¿Quién podía escribirme desde allí? Rasgué el sobre. Había dentro un trozo de papel, con las mismas letras mayúsculas. Las palabras saltaron hacia mí y fue como si me asestaran un golpe:

¿DÓNDE ESTÁ LA SEÑORA MARTINDALE? NO CREAS QUE UN ASESINATO PUEDA QUEDAR IMPUNE. SE TE ESTÁ VIGILANDO.

Me sentí como si estuviera soñando. Di vueltas una y otra vez al papel entre mis manos. ¡Tan sólo una hoja ordinaria de papel corriente! Examiné la escritura. Cualquiera pudo haber escrito aquello. Era evidente que se habían utilizado aquellas letras para disimular la escritura. Miré de nuevo el sobre. Las mismas letras. El matasellos de Colby. ¿Qué podía significar? Alguna persona llena de malicia estaba sugiriendo que o bien yo había matado a Marcia Martindale, o bien tenía participación en su muerte.

¿Cómo podían decir tal cosa? ¿Qué motivo tenía yo? Desde luego, a pesar de mi decisión de permanecer al margen, me estaba viendo implicada. La persecución de que me había hecho objeto Jason no tuvo nada de discreta y la gente se había dado cuenta. Los pensamientos daban vueltas y más vueltas en mi cabeza. La persona que había escrito esa carta creía que Marcia Martindale era mi rival y que ambas queríamos casarnos con Jason Verringer.

«Se te está vigilando». ¡Ominosas palabras!

Miré por encima del hombro. Casi podía ver ojos que me acechaban, incluso en mi propia habitación.

Leí la nota una y otra vez.

En lo que a mí respectaba, la velada se había ido al traste. Cada vez me encontraba más sumida en aquel torbellino de engaños. ¿Dónde estaba Marcia Martindale? ¡Si al menos regresara y se dejara ver! Sólo esto podía atajar las maledicencias.

Contemplé otra vez el papel. ¿Podía ser de la señora Baddicombe? No. Seguramente, no osaría ir tan lejos. Sus murmuraciones eran de las que se hacen a través de un mostrador. No era de las que escriben cartas anónimas. ¿Quién era? No se podía tener ninguna seguridad. Ésta era la raíz de aquel asunto tan feo. Que no se podía tener la menor seguridad.

Metí la carta en mi corpiño. Podía oír abajo ruidos y voces. Los coches estaban esperando.

Apenas me fijé en el camino hacia el Hall.

—Estás soñando —me dijo Eileen Eccles—. ¿Acaso en las delicias que te esperan?

Salí de mi ensimismamiento y traté de sonreír.

Jason estaba recibiendo a sus invitados. Tomó mi mano y la besó. Nada de particular en ello, ya que parecía ser su manera de saludar a la mayoría de las damas.

—Cordelia —murmuró—, es maravilloso tenerte aquí.

Yo tenía ganas de gritar: «Tengo una carta… una carta horrible… y todo por culpa de usted».

Pero no dije nada y oí que me presentaban a un caballero cuyo nombre no pude captar en mi aturdimiento. Se conversaba por doquier acerca de la representación de la noche anterior y de sus excelencias.

—Jason me ha dicho que usted fue la responsable del éxito, señorita Grant —me dijo una mujer joven—. Debe ser usted muy inteligente.

Le di las gracias y el caballero cuyo nombre no había entendido aseguró que el momento más interesante fue el de la súbita aparición de los monjes entonando sus cánticos entre las ruinas.

—A mí me produjeron un escalofrío —dijo la dama.

—Supongo que es lo que se pretendía —replicó el hombre—. Sea como fuere, supieron crear una atmósfera viva.

—En realidad, fue bastante estremecedor. Miren, ha llegado Serge Polenski. Dicen que es uno de los mejores pianistas de nuestro tiempo.

—Por esto Jason lo ha traído aquí. Ha entusiasmado a los públicos de Londres y creo que acaba de llegar de París, donde ha tenido un gran éxito.

—Es muy bajito. Lo imaginaba más alto. Pero tal vez parece bajo porque está al lado de Jason.

—Supongo que dentro de un momento Jason lo llevará a la sala de música. ¿Empezamos a pasar?

Fui con ellos a un salón más pequeño en donde había un piano de cola sobre un estrado. La sala estaba decorada en blanco y escarlata y sobre una consola de mármol había un gran jarrón de rosas rojas. Su aroma llenaba la habitación. Las ventanas estaban abiertas de par en par ante los prados iluminados por la luna. A lo lejos pude ver una fuente, parterres de flores y un grupo de arbustos. Había un ambiente de paz absoluta, en contraste con el interior de mi cabeza.

Observé la presencia de un grupo de ocho jovencitas de nuestra escuela. Fiona y Eugenie habían invitado a tres amigas cada una. Vi a Charlotte Mackay, Patricia Cartwright y Gwendoline Grey entre ellas.

Teresa me había dicho que no la habían invitado, pero que no le importaba.

Charlotte alzó la vista y me sonrió. Las otras chicas hicieron lo mismo.

Me acerqué a ellas y les dije:

—Esto va a ser maravilloso.

—Oh sí, señorita Grant. Estamos esperando con impaciencia —aseguró Gwendoline, que anhelaba tocar el piano profesionalmente, ambición que el señor Crowes contemplaba con cierto escepticismo.

—Podréis ver cómo se debe tocar —les dije.

—Oh sí, señorita Grant.

Las dejé y volví a mi asiento.

El concierto fue realmente maravilloso y durante algunos momentos llegué a olvidar las horribles implicaciones de aquella carta, mientras escuchaba a Serge Polenski tocando varias piezas de Chopin y Schumann.

Terminó demasiado pronto. El pianista se inclinó ante nuestros fervorosos aplausos y Jason le dio las gracias y se lo llevó fuera de la sala.

Brotaron las conversaciones por doquier y todo eran alabanzas; después pasamos todos a la sala de baile. Yo seguía con la dama desconocida y aquel caballero, y otro hombre se había unido a nosotros. Hablaba con conocimiento de la magnífica ejecución de Serge Polenski y nos sentamos junto a un tiesto con una palmera. Habían llevado flores de los invernaderos y, gracias a la época del año, había una profusión de ellas que resultaba espectacular. Entraban y sallan criados con libreas azules y adornos de plata, casi siempre a través de una puerta que supuse conducía al comedor.

No logré ver a Jason y deduje que estaba todavía con el pianista. Comenzó la música desde la galería y uno de nuestro grupo me invitó a bailar.

Mientras bailábamos hablamos. Él era de Cornwall.

—A unos veinticuatro kilómetros de aquí. Junto a la frontera, como si dijéramos. Mi hermano ha venido conmigo. Durante toda nuestra vida hemos sido visitantes de Colby. Claro que durante los últimos años de la vida de Sylvia Verringer, la pobre, no resultaba muy fácil. Era una inválida total.

—Sí —dije.

—Jason pasó una temporada muy mala. Tal vez ahora… Ha pasado ya un año desde la muerte de Sylvia, pobre criatura.

Yo quería hablarle a Jason de la carta. Quería que supiera cuánto daño me estaba haciendo con sus malas artes. Era casi la hora de cenar cuando por fin se acercó a mí.

—Cordelia —me dijo—, es maravilloso tenerla aquí. He estado tratando de llegar hasta usted durante toda la velada. Bailemos.

Era otro vals. En Schaffenbrucken se había dado gran importancia a la danza, y yo podía considerarme buena bailarina.

—¿Qué le parece el Hall? —me preguntó.

—Es muy grande. Lo había visto antes.

—No como es debido. Yo quiero enseñárselo. Esta noche no, pero venga mañana.

—¡He recibido una carta! —exclamé.

—¿Una carta?

—Es horrible. Me acusa de…

—¿De qué?

—De haber asesinado a Marcia Martindale.

—¡Dios mío! ¡Aquí debe de haber algún perturbado! ¿Por qué… por qué usted?

—¿No es evidente? La gente cree que ella era mi rival. Es todo tan sórdido y horrible…

—¿Ha traído la carta?

—Sí, la tengo aquí.

—¿Tiene alguna idea de quién ha podido enviarla?

—Ninguna. Está escrita con mayúsculas.

—Quiero verla.

Me había conducido hasta una salita donde quedábamos ligeramente aislados del salón de baile por una serie de tiestos con altas plantas.

Examinó la carta.

—Es maligna —dijo.

—Yo pensaba si podía ser la mujer de la estafeta. Dice siempre cosas escandalosas.

—Esta letra de imprenta puede ser de cualquiera. Obviamente, sirve para disfrazar la verdadera escritura. ¿Y la chica que encontró el pendiente?

—¿Teresa? Nunca haría nada que pudiera disgustarme. Siempre intenta protegerme.

—Sin embargo, no deja de tener sus ideas.

—Sólo porque teme por mí. Jamás me causaría deliberadamente un disgusto.

—Las jovencitas pueden comportarse de manera extraña. Es evidente que hay murmuraciones acerca de usted y yo. Lo mejor para atajarlas sería anunciar nuestro compromiso para casarnos.

—El escándalo no se ataja con compromisos. La única manera de acabar con él sería presentar a Marcia Martindale.

Hubo una tos detrás de nosotros y me volví en redondo. Charlotte Mackay estaba junto a las plantas.

—¡Charlotte! —exclamé.

—La buscaba a usted o a otra de las profesoras, señorita Grant.

Su mirada iba de mí a Jason con una chispa de ironía en su expresión. Pensé que seguramente no debía haber también habladurías en la escuela, pero bien debía haberlas puesto que Teresa se había disgustado tanto.

—¿Y bien? —inquirí secamente—. ¿De qué se trata, Charlotte?

—De Fiona —contestó—. Tiene jaqueca y quiere volver a la escuela.

—Puede echarse aquí —dijo Jason—. Tiene su habitación.

—Ha dicho que no es nada y que mañana por la mañana estará perfectamente, pero quiere marcharse ahora.

—Creo que Emmet está esperando. Él puede llevarla.

—Yo iré con ella, señorita Grant, y también Eugenie.

—Pero es que la señorita Hetherington dijo que os podíais quedar a cenar si os marchabais inmediatamente después.

—Es que en realidad no queremos cenar y Fiona dice que su dolor de cabeza empeora con la música y el ruido.

—¿Y dónde está Fiona ahora?

—Sentada abajo. Eugenie está con ella.

—Tal vez será mejor que se lo preguntéis a la señorita Hetherington.

Me fui con ella. No quería que se retirase y contara a las demás que me había dejado a mí sola con Jason. Ya era bastante enojoso que nos hubiera encontrado en aquel aparte.

Encontramos a la señorita Hetherington sentada junto a un coronel de mediana edad, con el que sostenía una placentera conversación, y le dije que Fiona deseaba regresar, así como la causa.

—Está bien —dijo—. Emmet está aquí. ¿Quién irá con ella?

—Yo iré, señorita Hetherington —contestó Charlotte al punto—, y Eugenie también quiere venir. No necesitamos a nadie más. No queremos estropear la noche a nadie.

—Hmmm. Muy bien. Pero debéis retiraros discretamente. Al fin y al cabo, Fiona y Eugenie son en cierto modo anfitrionas. Bien, no importa. Podéis marcharos las tres, pero sin llamar la atención.

Las chicas se marcharon y yo dejé a la señorita Hetherington platicando con el coronel.

Alguien me sacó a bailar, y después de aquella pieza fuimos a cenar. Jason había reservado un asiento para mí en su mesa, pero había cuatro personas más y por consiguiente no tuvimos oportunidad de hablar privadamente. Me alegré de ello, pues tenía la opinión de que él no se tomaba la carta anónima con la suficiente seriedad.

Aquella velada que yo había estado deseando se había convertido en una especie de pesadilla.

Me sentí aliviada cuando terminó. Supongo que permanecí muy silenciosa en el trayecto del Hall a la escuela. Todas las demás hablaban animadamente, y quise esperar que ninguna se diera cuenta de mi mutismo.

Las chicas que se habían quedado después de partir Fiona, Eugenie y Charlotte se marcharon inmediatamente después de la cena, por lo que era de esperar que estuvieran ya acostadas. Antes de retirarme yo, efectué mi ronda de costumbre.

Cuando llegué a la habitación que compartían Fiona y Eugenie, recordé la prematura partida de Fiona y me pregunté si se le habría aliviado la jaqueca. En seguida vi que Eugenie estaba despierta, aunque cuando yo entreabrí la puerta cerró rápidamente los ojos, pero no con la suficiente rapidez.

—Veo que estás despierta, Eugenie —dije.

Abrió entonces los ojos.

—Sí, señorita Grant.

—¿Cómo está Fiona?

Miró hacia la otra cama.

—Estaba cansada. Se durmió en seguida. Mañana por la mañana estará bien.

—Buenas noches —dije.

Las otras chicas estaban durmiendo y las envidié, pues sabía que a mí me esperaba una noche en vela. Por más que tratara de pensar en otras cosas, siempre volvía a concentrarme en la misma pregunta. «¿Dónde está Martindale, y sabe Jason dónde está?».

*****

A la mañana siguiente se produjo la conmoción, y dudo de que hubiera habido nunca una mayor en toda la historia de la academia.

Yo me había levantado antes que de costumbre después de pasar la noche despierta y sabía que las chicas se movían ya a causa de los rumores de actividad procedentes de sus habitaciones.

Eugenie se acercó a mí con una sarcástica expresión de triunfo en sus ojos.

—Fiona se ha marchado —me dijo.

—¿Que se ha marchado? ¿Adónde?

—Se ha marchado para casarse.

—¿De qué me estás hablando?

—Se marchó ayer por la noche… directamente desde el Hall. Ya no regresó aquí.

Entré en seguida en su habitación y vi el fardo de ropas bajo las mantas en la cama de Fiona, lo que la noche anterior me había parecido que era ella.

—Bajarás conmigo inmediatamente a ver a la señorita Hetherington —ordené.

Nunca había visto hasta entonces a Daisy quedarse sin habla. Su cara adquirió un tono grisáceo y sus labios temblaban. Miraba a Eugenie y a mí alternativamente, como si nos implorara que le dijéramos que todo había sido una broma.

Finalmente pudo articular unas palabras:

—¡Se ha marchado! ¡Fiona! ¡Raptada…!

—Se ha marchado para casarse, señorita Hetherington —dijo Eugenie.

—Debe de ser algún error terrible. Ve y dile a Fiona que se presente ante mí inmediatamente.

—Creo que es verdad, señorita Hetherington —dije con precaución—. No está en su habitación.

—Pero si ayer por la noche volvió aquí… Tenía jaqueca.

—Es obvio que la jaqueca era una excusa. Creo que se marchó directamente desde el Hall. Su amante debía de estar esperándola.

—¡Su amante! —gritó Daisy—. ¡Una de mis niñas!

Lo sentía por ella. Estaba profundamente disgustada y podía observar que trataba de repeler la historia y al propio tiempo se preguntaba qué efecto iba a tener en la escuela. Pero no habría sido Daisy si no se hubiera recuperado rápidamente de su impresión.

—Será mejor que me lo cuente todo —dijo.

Yo hablé primero y dije que al efectuar mi ronda nocturna parecía como si Fiona estuviera en su cama. Esta mañana había descubierto que lo que tomé por Fiona era en realidad un fardo de ropas, y Eugenie me había dicho exactamente lo que acababa de decirle a la señorita Hetherington.

—¿Lo admites, Eugenie?

—Sí, señorita Hetherington.

—¿Sabías que Fiona iba a marcharse y no dijiste nada al respecto?

—Sí, señorita Hetherington.

—Obraste muy mal. Debiste acudir en seguida a mí o a la señorita Grant.

Eugenie guardó silencio.

—¿Quién es ese hombre?

—Es muy guapo y romántico.

—¿Cómo se llama?

—Carl.

—¿Carl qué?

—No lo sé. Sólo Carl.

—¿Dónde lo conocisteis?

—En el bosque.

—¿Cuándo?

—Cuando fuimos a pasear.

—¿Paseabais solas por el bosque?

—Había otras con nosotras.

—¿Quiénes?

—Charlotte Mackay y Jane Everton.

—¿Cuándo ocurrió esto?

—El primero de mayo.

—¿Quieres decir que hablasteis con un desconocido?

—Bueno, en realidad no fue así. Él preguntó el camino… y empezamos a hablar.

—¿Y después?

—Preguntó por la escuela y las chicas y todo eso, y parecía particularmente interesado en Fiona. Después volvimos a verle. Siempre estaba en el bosque. Le encantaban los árboles y la región. Había venido aquí para estudiarlos.

—¿Quieres decir que no era inglés?

—Lo parecía. Había venido de alguna parte… no sé de dónde.

—Sólo lo conocías como Carl, no sabes de dónde procedía, ¡y Fiona va y se marcha con él!

—Fue amor a primera vista —explicó Eugenie—. Ella era muy feliz.

—Y tú conspiraste…

—Bueno, es mi hermana. Bien teníamos que ayudarla.

—¿Teníamos? ¿Quién tenía que ayudarla?

—Supongo que quiere decir que también Charlotte la ayudó —intervine yo.

—¡Dios mío! —exclamó Daisy llevándose las manos a la cabeza—. Alguien debe ir al Hall y explicar a sir Jason este desastre. Tal vez no sea todavía demasiado tarde.

Era evidente que no íbamos a saber gran cosa por Eugenie. Tal vez Jason tuviera más éxito. Me entraban ganas de abofetear a Eugenie. Seguía mirándonos con una expresión burlona y, a juzgar por su manera de apretar los labios, se advertía claramente que no iba a soltar prenda.

Daisy la envió a su cuarto con instrucciones de permanecer en él hasta nueva orden y la puso bajo la vigilancia de la señorita Barston. Después me habló con incoherencia:

—Se marchó ayer por la noche… Fue cuando se marcharon todas del Hall. ¡Una jaqueca! ¡Oh, la duplicidad de estas niñas! ¿Acaso no han aprendido nada aquí? Era antes de cenar… serían las diez. Nadie espera que ocurran estas cosas hoy en día… ¡Y una de mis niñas! Sir Jason sabrá lo que ha de hacer. Supongo que la hará regresar. Espero que no haya habladurías…

Aquello se estaba convirtiendo en una pesadilla. Ayer la carta. Hoy el rapto de Fiona. Me pregunté qué ocurriría a continuación. Jason vino inmediatamente y Daisy se deshizo en explicaciones. A él le costó creerlo.

Envió a buscar a Eugenie y la interrogó. Al principio, ella se mostró retadora, pero después cedió y dijo que Fiona estaba enamorada y tenía derecho a casarse si quería. Carl era maravilloso. Amaba a Fiona y ella lo amaba a él. Eran felices. Sí, ella había sabido que Fiona iba a marcharse. Charlotte la había ayudado. Fiona no subió al carruaje con ellas cuando volvían a la escuela, sino que se reunió con Carl, que la estaba esperando. Sí, ella había arreglado las cosas para que pareciera que Fiona estaba en la cama y yo me engañara al ir a comprobarlo.

Se hizo comparecer a Charlotte, que se mostró igualmente desafiante. Era evidente que entre todas ellas se había tramado una conspiración y aquel galán… aquel Carl se había aprovechado de ella.

Pero a pesar de las insistentes preguntas, los ruegos y las amenazas, sólo pudimos sacar de ellas que habían encontrado a Carl en el bosque, que él les había preguntado el camino y habían hablado, y que él había vuelto a verlas. En aquella ocasión se distanciaron del grupo de equitación porque estaban planeando ya el rapto. Recordé perfectamente aquella ocasión y el susto que se había llevado la señorita Barston.

—Alguien debe de haberlos visto partir —dijo Jason—. Iré a la estación. Si podemos averiguar adónde se han dirigido, tal vez tengamos una pista por la que comenzar.

Se marchó.

Aquel día hubo poca concentración en las clases. Todo el mundo hablaba de la fuga de Fiona y era evidente que las chicas estaban muy excitadas. Pensaban que era el evento más romántico que jamás hubiera ocurrido en la Academia para señoritas de Colby Abbey.

Yo no pude descansar. Había olvidado a medias la carta, en la confusión producida por la huida de Fiona, pero de vez en cuando su recuerdo venía a atormentarme. Todo el cuadro de la situación parecía haber cambiado; rememoraba la paz del anterior trimestre y no podía creer que hubieran ocurrido tantos desastres en tan poco tiempo.

Se me ocurrió algo y fui en busca de Eugenie. Ya que era la media hora libre después del almuerzo y las clases no empezaban hasta las dos, supuse que estaría afuera y, efectivamente, la encontré con Charlotte junto a los estanques de pesca.

—Eugenie —le dije—, quiero hablar contigo.

—¿Conmigo? —repuso con expresión insolente.

—Tal vez entre las dos podáis ayudarme.

Había en la actitud de las dos muchachas algo que consideré ofensivo. Nunca me habían perdonado que las separase cuando yo llegué. En aquel momento, me pareció haber conseguido una victoria, pero siempre me habían inspirado inquietud aquellas dos chicas y, cuando pensaba en cómo habían prestado su connivencia y su colaboración a Fiona y su enamorado, mi preocupación iba en aumento.

—He estado pensando en el festival —dije—. ¿Recordáis que la señorita Barston perdió uno de los hábitos?

—Sí —contestó Charlotte, con una risita.

—¿Quieres decirme por qué lo consideras tan divertido?

Ambas guardaron silencio.

—Vamos —insistí—. Las clases empezarán dentro de poco. ¿Sabéis algo acerca de esa prenda?

Eugenie miró a Charlotte, y ésta respondió con tono retador:

—Fiona la cogió.

—Ya veo. Y durante la representación, alguien la llevó. ¿No sería por casualidad el romántico Carl?

Ambas se rieron disimuladamente.

—Éste es un asunto muy peligroso —dije severamente—. ¿Llevaba Carl ese hábito?

Seguían tratando de reprimir la hilaridad.

—¿Lo llevaba? —repetí alzando la voz.

—Sí, señorita Grant —dijo Charlotte.

—¿Y tuvo la temeridad de aparecer entre los monjes?

—Tenía que ver a Fiona. Debía explicarle los planes.

—Ya comprendo. ¿Y vosotras compartíais el secreto?

De nuevo silencio. Yo estaba pensando en el momento en que estuve a punto de coger a Fiona y su galán. Ojalá hubiera sido así… Si hubiera desenmascarado a aquel hombre, habría podido frustrar aquel rapto tan desastroso.

—Habéis obrado como dos necias —les dije.

—¿Por qué? —repuso Eugenie—. El amor es bueno y Fiona es feliz.

—Fiona es muy joven.

—Tiene dieciocho años. ¿Por qué ha de ser el amor adecuado para unas y no para otras?

Había en sus ojos un desafío directo.

—Ya he dicho que éste es un asunto desdichado. Ahora volved a vuestras clases.

Echaron a correr a través del césped y yo las seguí.

Jason vino a la escuela aquella tarde y la señorita Hetherington invitó a las profesoras a su estudio para que oyeran su explicación.

Había averiguado que dos personas llegaron a la estación antes de que partiera el tren de las nueve hacia Exeter. El hombre era un desconocido y el jefe de estación no reconoció a su acompañante. Llevaba una capucha que le ocultaba por completo la cabeza. Había otros dos pasajeros… dos hombres. Esto era todo lo que podía recordar.

—Pudieron ir a Exeter… a Londres…, o a cualquier otra parte —dijo Jason—. Me temo que no vamos a poder seguir su pista.

Reinaba en el estudio una atmósfera penosa, y creo que todas admitíamos que la fuga de Fiona había sido un éxito.

Jason fue a Exeter el día siguiente. Creo que hizo amplias pesquisas, pero éstas no condujeron a ningún resultado.

Tratamos de asumir nuevamente una existencia normal, pero no resultaba fácil. Nunca había visto a Daisy tan deprimida. Estaba terriblemente preocupada por el efecto que el suceso pudiera tener respecto a la escuela.

—En cierto modo —decía—, es una suerte que ella sea quien es. Sir Jason sabe exactamente cómo ocurrió y, después de todo, ella se escapó del Hall. Él no nos acusa de negligencia. Sin embargo, las alumnas hablan entre ellas, y yo no sé cuáles serán las reacciones de los padres ante un rapto en el colegio.

Cuatro días después del lance, Eugenie recibió una postal de Fiona. Había un grabado de Trafalgar Square y matasellos de Londres.

«Estoy pasando unos días maravillosos y soy muy feliz. Fiona».

La postal fue confiscada y examinada, y se llamó a sir Jason para que la viera, pero de hecho no nos proporcionó más información que la de que Fiona era feliz y se encontraba en Londres.

—Y esto —comentó Eileen— es como buscar una aguja particularmente pequeña en un pajar de tamaño más que corriente. De nada serviría buscarla. Se ha largado. Puede estar ya casada, y creo que debe estarlo, ya que posee una sustanciosa fortuna. Tal vez sea éste el meollo de todo el asunto. Aunque Fiona es una niña encantadora… con mucho la más agradable de esa poco santa trinidad que comprende a su hermana y a la odiosa Charlotte. Lamento que no fueran ésta o Eugenie las raptadas.

Eso era una indicación de lo que pensaba la gente, que empezaba a cansarse del tema de la huida de Fiona. Era evidente que se había marchado y que no volvería al colegio.

—Dejemos la cosa aquí —decía Eileen—. Al fin y al cabo, dudo de que sea ella la primera colegiala raptada. Creo que el siglo pasado hubo buen número de ellas… y siempre herederas, lo que según creo tuvo buen papel en el objetivo principal de esta actividad. Por tanto, la historia se repite.

Cuando fui a la estafeta, encontré a la señora Baddicombe con los ojos desorbitados por la curiosidad.

—Le aseguro que estamos viendo cosas y más cosas —me dijo—. ¿Qué le parece eso de la huida de esa chica? Yo me pregunto adónde iremos a parar. Dicen que él era un caballero muy apuesto, y que ella se prendó en seguida de él. Bueno, ya sabe usted cómo son las jovencitas. No hay quien pueda pararlas. Supongo que habría un buen jaleo en la escuela y en el Hall.

Al parecer, la excitación producida por la huida de Fiona superaba a la causada por la desaparición de la señora Martindale. Certifiqué un paquete destinado a tía Patty, aunque esta certificación no era necesaria. Se trataba de unas flores artificiales que había visto casualmente en Colby, y pensé que podían ser apropiadas para adornar su sombrero. A ella la sorprendería recibirlas por correo certificado, pero ya le explicaría yo la razón cuando la viese.

—¿Me hace el favor de escribirme el recibo con mayúsculas?

—¡Letras mayúsculas! —exclamó la señora Baddicombe—. ¿Y qué es eso?

—Como letra de imprenta.

—Es que nunca lo he hecho. Siempre escribo mis recibos con letra corriente.

—Es que sería más fácil leerlo.

Me miró con suspicacia y cumplió laboriosamente mi petición. Después me entregó el recibo y dijo:

—Me pregunto si tendremos más noticias. Ha tenido valor, eso hay que reconocérselo. Siempre creí que era una de esas chicas tan tranquilas. Pero, como le digo a Baddicombe, nunca se sabe y son los más pacíficos los que arman más jaleo.

Y me dirigió un guiño como pidiendo mi aquiescencia.

Me despedí de ella y salí de la estafeta con el recibo en la mano. No veía en él la menor semejanza con la escritura del sobre que yo había recibido.

*****

El curso continuó con un ambiente intranquilo. Se había disipado la bonanza y llovía casi continuamente. En la asamblea, la señorita Hetherington había hablado a las alumnas y les había dicho que bajo ningún pretexto habían de mantener conversaciones con personas a las que no conocieran, y que si alguien les dirigía la palabra debían comunicarlo inmediatamente a ella o a una de las profesoras.

Las chicas se mostraron apropiadamente sumisas, pero yo sospechaba que todas estaban pensando en el hecho maravilloso que había protagonizado Fiona, y que hubieran deseado ser la heroína de tan emocionante idilio.

Evité a Jason más que nunca, ya que mis ideas constituían un torbellino. No podía olvidar la carta y no podía dejar de pensar en que era más importante encontrar a Marcia Martindale que a Fiona. Ansiaba desesperadamente alejarme de la escuela, y contaba los días que faltaban para el 20 de julio.

*****

Dos días antes de terminar el curso y cuando todas nos preparábamos ya para la partida, vino Jason. Yo estaba con Daisy cuando él llegó. Había recibido una carta de Fiona, enviada desde un lugar llamado Werthenfeld, en Suiza.

—¿Conoce ese lugar? —le preguntó Daisy.

—Bastante bien —contestó Jason—. Está a unas cuantas millas de Zurich. Dice que es feliz y que no debemos preocuparnos por ella. Está casada y se da buena vida. Léanla ustedes mismas.

La leímos. No cabía la menor duda acerca de su felicidad, ya que ésta saltaba a la vista en sus líneas. Estaba enamorada y casada. ¿No estaríamos tal vez preocupándonos en exceso por Fiona?

Leí la posdata —«Carl ha prometido enseñarme a esquiar»—, miré a Jason y dije:

—Pues bien, parece estar muy contenta.

—Carl —dijo él—. No nos da ningún otro nombre. Podría ser extranjero. Creo que debo ir a Werthenfeld. Ella es mi pupila y la heredera de una considerable fortuna. Si pudiera averiguar quién es él, tal vez me diera por satisfecho. Acaso fuera lo mejor que hubiera podido ocurrirle. Está siempre muy encerrada en sí misma, muy al revés de Eugenie… y yo siempre he pensado mucho en el futuro de las dos, haciendo que se asomaran un poco al mundo. Si él es más o menos presentable y ella es feliz, ¿por qué preocuparnos?

—No me gustan sus métodos —comentó Daisy.

Jason se encogió de hombros.

—Probablemente es joven y creyó que un rapto podía resultar divertido.

—¿Y por qué no haberlo proclamado los dos abiertamente? —inquirió Daisy.

—Se hubieran requerido toda clase de formalidades con una chica como Fiona. Vamos a suponer que él se vio obligado a este extremo.

—Claro, tratándose de una heredera…

—Es esto lo que suscita una cierta duda. Y es una de las razones por las que creo debo seguir esta pista.

—Tiene usted toda la razón —dijo Daisy—, y le deseo buena suerte.

Llegó el día 20… un día caluroso y caliginoso. Despedí a las alumnas y después me dispuse a partir con Teresa.

Daisy nos dijo adiós desde el patio.

—Todas necesitamos un descanso —manifestó—. Gracias a Dios, este curso ha terminado. En toda mi vida había tenido uno como éste. El próximo será como comenzar de nuevo.