La fantasía del bosque

Yo tenía diecinueve años cuando ocurrió lo que después recordé como la Fantasía del Bosque. Rememorándolo, solía parecerme algo místico, como si hubiera sucedido en un sueño. En realidad, más de una vez casi llegué a convencerme de que sólo había tenido lugar en mi imaginación. Sin embargo, desde temprana edad yo había sido una persona realista, práctica, no muy dada a los sueños, pero en aquella época era inexperta, todavía no había salido del colegio y sólo me encontraba en las últimas etapas de mi prolongada infancia.

Sucedió una tarde de fines de octubre, en unos bosques de Suiza, no lejos de la frontera alemana. Pasaba mi último año en uno de los colegios más exclusivos de Europa, al que tía Patty había decidido que debía ir para «pulirme», como decía ella.

—Dos años lo conseguirán —dijo—. No es tanto lo que esto te haga, como lo que la gente crea que ha hecho. Si los padres saben que una de nosotras ha pasado por ese proceso de pulimentado en Schaffenbrucken, decidirán enviar aquí a sus hijas.

Tía Patty era la propietaria de un colegio para jovencitas, y el plan consistía en que cuando yo estuviera dispuesta para ello, me uniera al negocio. Por consiguiente, debía obtener las mejores cualificaciones para la tarea, y el perfeccionamiento adicional pretendía convertirme en un reclamo irresistible para aquellos padres deseosos de que sus hijas compartieran el resplandor reflejado procedente de aquel faro que era Schaffenbrucken.

—Esnobismo —decía tía Patty—. Puro esnobismo. Pero ¿de qué vamos a quejarnos si esto ayuda a mantener la exclusiva Academia para señoritas de Patience Grant como un negocio provechoso?

Físicamente, tía Patty recordaba un barril, ya que era bajita y muy obesa.

—Me gusta comer —solía decir—, y por tanto, ¿por qué no voy a disfrutar con ello? Creo que es deber insoslayable de todos los que habitamos la Tierra disfrutar de todas las cosas buenas que el Señor nos ha prodigado, y cuando se inventaron el rosbif y el chocolate fue para que se comieran.

La comida era muy buena en la Academia para señoritas de Patience Grant, muy diferente, creía yo, de la que se servía en muchos establecimientos semejantes.

Tía Patty decía que se había quedado soltera «por la simple razón de que nadie me pidió nunca en matrimonio». Y añadía: «Que yo hubiera accedido es otra cuestión, pero ya que el problema nunca se presentó, ni yo ni nadie más debe preocuparse por él».

A mí me amplió este tema:

—Me tuvieron entre algodones desde que nací —me dijo—. Era la flor perenne conservada bajo una campana de cristal. Pero debo decirte que en aquellos tiempos yo podía trepar a un árbol, antes de que me incomodaran tanto los kilos, y si algún chico se atrevía a tirarme de las trenzas, debía correr con ganas para evitar una pelea de la que yo, mi querida Cordelia, salía invariablemente victoriosa.

Yo la creía a pies juntillas y a menudo pensaba cuán estúpidos eran los hombres, en vista de que ninguno de ellos había tenido el sentido común de pedirle a tía Patty que se casara con él. Hubiera sido una esposa excelente, y en realidad hizo de mí una excelente madre.

Mis padres eran misioneros en África. Eran personas dedicadas…, santos se los llamaba, pero como tantos otros santos estaban tan entregados a dispensar el bien al mundo en general que al parecer se preocupaban poco por los problemas de su hijita. Únicamente puedo recordarlos vagamente —ya que sólo tenía siete años cuando me mandaron a Inglaterra—, mirándome a veces, con rostros que el celo y la virtud hacían resplandecer, como si no estuvieran muy seguros de quién era yo. Más tarde, me preguntaría cómo encontraron, en sus vidas de buenas obras, el tiempo o la inclinación para engendrarme.

Sin embargo, y ello debió de causarles un alivio inmenso, se decidió que la vida en la selva africana no era apropiada para una chiquilla. Debían mandarme a mi país, y sólo se me podía remitir a la hermana de mi padre, Patience.

Me llevó allí alguien de la misión, que regresaba para pasar unos pocos días en su tierra. Aquel largo viaje me parece algo muy vago, pero lo que siempre recordaré es la redonda figura de tía Patty esperándome cuando desembarqué. Su sombrero fue lo primero que me llamó la atención, ya que era un impresionante artefacto con una pluma azul clavada en la cima. La debilidad de tía Patty por los sombreros casi rivalizaba con la que le inspiraba la comida. A veces, incluso los llevaba dentro de casa. Y allí estaba, con sus ojos ampliados por los gruesos cristales de sus gafas, con su cara como una luna llena, reluciente a fuerza de jabón, agua y joie de vivre, bajo aquel magnífico sombrero cuya pluma osciló cuando ella me atrajo hacia su enorme busto perfumado con lavanda.

—Bien, ya estás aquí —me dijo—. La hija de Alan… llega a casa.

Y en aquellos primeros momentos me convenció de que así era.

Creo que fue unos dos años después de mi llegada cuando mi padre murió de disentería, y pocas semanas después falleció mi madre a causa de la misma enfermedad.

Tía Patty me enseñó los párrafos en los periódicos religiosos.

«Entregaron sus vidas sirviendo a Dios», se decía en ellos.

Lamento decir que no los lloré mucho. Había olvidado su existencia y sólo rara vez los recordaba. Me absorbía por completo la vida en Grantley Manor, la vieja mansión isabelina que tía Patty había comprado con lo que ella llamaba su patrimonio, dos años antes de que naciera yo.

Ella y yo manteníamos largas conversaciones. Nunca parecía callarse nada. Más tarde, yo pensaría con frecuencia que casi toda persona parece tener secretos en su vida, pero esto nunca ocurría con tía Patty. Las palabras salían de ella en tropel y nunca las refrenaba.

—Cuando estaba en la escuela —decía—, me divertía horrores, pero nunca comía lo suficiente. Aguaban el caldo. Sopa, lo llamaban el lunes. Aquel día no estaba mal. Un poco más flojo el martes, y el miércoles era ya tan débil que yo me preguntaba cuánto podría aguantar antes de que se revelara como pura H2O. El pan siempre parecía rancio. Creo que la escuela hizo de mí la glotona que soy ahora, pues cuando salí de ella hice votos de comer y comer… Me decía que si alguna vez tenía una escuela, sería diferente. Después, cuando toqué dinero me dije: «¿Y por qué no?». «Es una jugada arriesgada», opinó el viejo Lucas, que era el abogado. «¿Y qué? —dije yo—. Me gusta jugar». Y cuanto más en contra se mostraba él, más me gustaba a mí la idea. Dime: «No, no puedes», y tan cierto como que estoy sentada aquí, pronto te diré: «Ya lo creo que sí». Por tanto, encontré esta mansión solariega… barata, pese a todas las restauraciones que se habían de hacer en ella. El lugar adecuado para una escuela. Lo llamé Grantley Manor. Grant, ¿comprendes? Un poquitín de ese viejo esnobismo que siempre se lleva dentro. La señorita Grant de Grantley. Es como si hubiera estado viviendo aquí durante siglos, ¿no crees? Y no preguntarías nada; sólo lo creerías. Esto es conveniente para las chicas. Planeé convertir la Academia de Grantley en el colegio más exclusivo del país, como ese Schaffenbrucken en Suiza.

Ésta fue la primera vez en que oí hablar de Schaffenbrucken.

Ella me lo explicó:

—Está todo muy bien pensado. Schaffenbrucken selecciona sus alumnos con cuidado, de modo que no es fácil entrar allí. «Siento decirle que no tenemos plaza para su hija Amelia, madame Smith. Pruébelo el próximo curso. Puede que tenga más suerte. Ahora estamos al completo y mantenemos una lista de espera». ¡Una lista de espera! Ésta es la frase más mágica en el vocabulario de la propietaria de un colegio. Es lo que todas esperamos conseguir: la gente peleándose para meter a sus hijas en tu escuela, en vez de, como suele suceder, tratar de convencer para que lo hagan.

En otra ocasión dijo:

—Schaffenbrucken es caro, pero creo que vale cada penique que cuesta. Puedes aprender francés y alemán de personas que lo hablan como es debido, puesto que son sus propios idiomas; puedes aprender a bailar, a hacer reverencias y a pasear por una habitación con un libro en equilibrio sobre la cabeza. Sí, ya sé que me dirás que esto puedes aprenderlo en un millar de colegios. Es verdad, pero no te mirarán como lo harán si llevas contigo el reflejo de Schaffenbrucken.

Su conversación siempre era puntuada por risas.

—Por tanto, se trata de darte un poco de ese brillo de Schaffenbrucken, querida. Después volverás aquí y, cuando hagamos saber dónde has estado, las madres tratarán por todos los medios de enviarnos a sus hijas. «La señorita Cordelia Grant se ocupa del comportamiento. Ha estado en Schaffenbrucken, ¿sabes?». Oh, querida, les diremos que tenemos una lista de espera de señoritas deseosas de ser adiestradas en las exquisiteces sociales por la señorita Cordelia, procedente de Schaffenbrucken.

Siempre se había dado por hecho que yo, una vez «pulimentada», me pondría al lado de tía Patty en su colegio.

—Un día —decía— éste será tuyo, Cordelia.

Yo sabía que esto significaba cuando ella muriera y no podía imaginarme un mundo sin ella. Ella era el centro de mi vida, con su cara lustrosa, sus arrebatos de risa, su fluida conversación, su apetito excesivo y sus sombreros.

Y cuando cumplí los diecisiete años dijo que había llegado el momento de que fuera a Schaffenbrucken.

*****

Una vez más se me puso bajo la custodia de viajeros, esta vez tres damas que iban a Suiza. En Basilea me recogería alguien del colegio, que me acompañaría durante el resto del viaje. Éste fue interesante y recordé el largo trayecto desde África hasta casa. Sin embargo, todo era muy diferente. Ahora yo era mayor, sabía adónde iba, y ya no sentía aquella temerosa aprensión de la niña de pocos años que viaja hacia lo desconocido.

Las damas que me condujeron a través de Europa estaban dispuestas a cuidar de mí, y no sin cierta sensación de alivio, imaginé, me entregaron a fräulein Mainz, que enseñaba alemán en Schaffenbrucken. Era una mujer de mediana edad, de tez incolora, que se alegró al saber que yo había aprendido algo de alemán. Me dijo que mi acento era atroz, pero que sería rectificado, y se negó a hablar en nada que no fuera su lengua nativa durante el resto del viaje.

Me habló de las glorias de Schaffenbrucken y de la suerte que yo había tenido al ser elegida para unirme al selecto grupo de señoritas. Era la vieja historia de Schaffenbrucken y llegué a la conclusión de que fräulein Mainz era la persona más desprovista de humor que yo hubiera conocido. Supongo que la comparaba con tía Patty.

En sí, Schaffenbrucken no era impresionante, pero sus alrededores sí lo eran. Nos encontrábamos a unos dos kilómetros de la ciudad y rodeados por bosques y montañas. Madame de Guérin, suiza francesa, era una dama de mediana edad y tranquila autoridad, con lo que sólo puedo denominar «presencia». Pude observar cuán importante era para la leyenda de Schaffenbrucken. Tenía poca relación con nosotras, las alumnas, ya que nos dejaban en manos de las profesoras. Había clases de danza, teatro, francés, alemán y lo que se denominaba conocimiento social. La intención era que saliéramos de Schaffenbrucken dispuestas para entrar en la más alta sociedad.

Pronto me acostumbré a aquella existencia y encontré interesantes a las chicas. Las había de varias nacionalidades y, como es natural, trabé amistad con las inglesas. Cada habitación era compartida por dos muchachas y siempre se buscaba la mezcla de nacionalidades. En mi primer año tuve como compañera a una chica alemana, y a una francesa en el segundo. Era una buena idea, ya que ello nos ayudaba a perfeccionar los idiomas.

La disciplina no era estricta. No éramos lo que se dice chiquillas. Las muchachas solían llegar entre los dieciséis y los diecisiete años y se quedaban hasta los diecinueve o los veinte. No estábamos allí para ser fundamentalmente educadas, sino que cada una de nosotras tenía que ser convertida en una femme comme il faut, como decía madame de Guérin. Era más importante bailar bien y conversar con donaire que tener conocimientos de literatura y matemáticas. En su mayoría, las chicas pasaban directamente de Schaffenbrucken a su presentación en sociedad, pero había una o dos de ellas que, como yo, estaban destinadas a algo diferente. La mayoría eran chicas agradables y contemplaban su estancia en Schaffenbrucken como parte esencial de su crianza, una parte efímera pero que debía ser aprovechada en lo posible mientras durara.

Aunque la vida transcurría plácidamente en las diversas aulas, había una cierta vigilancia estricta sobre nosotras y adquirí la seguridad de que si cualquier muchacha bordeaba una posibilidad de escándalo se le ordenaba en el acto que hiciera sus maletas, ya que siempre había algunos padres ambiciosos que ansiaban colocar su hija en la plaza vacante.

Fui a casa para Navidad y las vacaciones de verano, y tía Patty y yo pasamos muy buenos ratos hablando de Schaffenbrucken.

—Nosotras también debemos hacerlo —decía tía Patty—. Te aseguro que, cuando vuelvas de Schaffenbrucken, tendremos el mejor colegio de perfeccionamiento de todo el país. Haremos que Daisy Hetherington palidezca de envidia.

Ésta fue la primera vez que oí el nombre de Daisy Hetherington. Pregunté sin gran interés quién era y obtuve la información de que tenía en Devonshire un colegio casi tan bueno como creía Daisy, y decir esto no era poca cosa.

Más tarde, lamenté no haber preguntado más cosas, pero, naturalmente, entonces no se me ocurrió que pudiera ser importante.

Llegué al que iba a ser mi último curso en Schaffenbrucken. Era a finales de octubre, con un tiempo magnífico para esa época del año. El sol brillaba esplendoroso en Schaffenbrucken y esto hacía que el verano pareciera durar mucho más. De día hacía calor y de pronto, cuando desaparecía el sol, comprendíamos en qué mes estábamos. Entonces nos reuníamos alrededor del hogar y charlábamos.

Entonces mis mejores amigas eran Monique Delorme, que compartía mi habitación, y una chica inglesa, Lydia Markham, y su compañera de cuarto Frieda Schmidt. Siempre estábamos las cuatro juntas. Hablábamos constantemente y solíamos hacer excursiones a la ciudad. A veces íbamos caminando, y si el carruaje del colegio iba allí, unas cuantas subíamos en él. Dábamos paseos por los bosques, cosa que nos estaba permitida en grupos de seis… o como mínimo cuatro. Había una cierta dosis de libertad y no nos sentíamos en absoluto coartadas.

Lydia decía que estar en Schaffenbrucken era como estar en una estación de ferrocarril esperando el tren que había de conducirla a una a un lugar en donde sería ya persona adulta. Yo sabía a qué se refería. Aquélla era una simple parada en nuestras vidas, un hito para dirigirnos a cualquier otro lugar.

Hablábamos de nosotras. Monique era hija de una casa noble y, casi inmediatamente, contraería matrimonio con el hombre adecuado. El padre de Frieda había hecho su fortuna en la cerámica y era un hombre de negocios con numerosas actividades. Lydia pertenecía a una familia de banqueros. Yo era algo mayor y, puesto que debería marcharme al llegar la Navidad, me consideraba la decana.

Elsa nos llamó la atención apenas llegó al colegio. Era una muchacha bajita y muy linda, con rubios y rizados cabellos y ojos azules; era vivaracha y tenía una expresión algo traviesa. Era diferente de todas las demás sirvientas y fue contratada al momento, porque una de las camareras se marchó con un hombre de la ciudad y madame de Guérin debió de pensar que concedería a Elsa un período de prueba hasta que finalizara el curso.

Yo estaba segura de que si madame de Guérin hubiera conocido de veras a Elsa, no le habría permitido quedarse ni siquiera hasta fin de curso. No tenía nada de respetuosa y no parecía que la intimidara en lo más mínimo Schaffenbrucken o cualquiera de sus habitantes. Tenía un aire de camaradería que implicaba que era una más entre nosotras. Esto molestaba a algunas de las chicas, pero mi cuarteto íntimo se divertía mucho con ello, y tal vez ésta fue la razón de que ella merodease siempre por nuestras habitaciones.

A veces llegaba cuando estábamos juntas las cuatro y, de algún modo, se inmiscuía en la conversación.

Le gustaba oírnos hablar de nuestros hogares y formulaba numerosas preguntas.

—¡Oh, cómo me gustaría ir a Inglaterra! —decía—. O a Francia… o a Alemania…

Sabía tirarnos de la lengua y parecía tan interesada al oírnos hablar de nuestros lugares natales que no podíamos evitar complacerla.

Nos decía que había venido a menos. En realidad, no era una sirvienta. ¡Ni mucho menos! Había creído poder contar con un futuro confortable. Su padre había sido, bien… no exactamente rico, pero nada le faltaba. Ella estaba destinada a frecuentar la sociedad.

—No como ustedes, señoritas, desde luego, sino a un nivel más modesto. Pero entonces murió mi padre. ¡Y todo se acabó! —Abría los brazos y alzaba la vista hacia el techo—. Esto fue el fin de la dicha de la pequeña Elsa. Ni un céntimo. Elsa abandonada a sus propios medios. No podía hacer otra cosa sino trabajar. ¿Y qué iba a hacer? ¿Para qué se me había instruido?

—No para hacer de sirvienta —dijo Monique con lógica francesa, y todas nos echamos a reír, incluso Elsa.

No podíamos evitar el simpatizar con ella y solíamos alentarla para que viniera a charlar con nosotras. Era divertida y conocía a fondo las leyendas de los bosques alemanes, donde, según decía, había pasado su primera infancia antes de que su padre la llevara a Inglaterra, donde había vivido algún tiempo antes de trasladarse a Suiza.

—Me agrada pensar en todos aquellos gnomos escondidos bajo la tierra —decía—. Me ponían la piel de gallina. También había historias muy bonitas sobre caballeros con armadura que llegaban y se llevaban a las doncellas al Valhalla… o qué sé yo dónde.

—Allí iban ellos cuando morían —le recordé.

—Bueno, pues a un lugar muy bonito, en el que todo eran fiestas y banquetes.

Se acostumbró a reunirse con nosotras casi todas las tardes.

—¿Qué diría madame de Guérin si lo supiera? —preguntaba Lydia.

—Probablemente nos expulsarían —respondía Monique.

—Qué suerte para las de la lista de espera. Cuatro de una vez.

Elsa se sentaba en el borde de una silla y se reía con nosotras.

—Cuénteme cosas acerca del château de su padre —pedía a Monique.

Y ésta le hablaba de la formalidad que regía en su casa y de cómo ella estaba más o menos prometida a Henri de la Creseuse, propietario de la finca contigua a la de su padre.

A continuación, Frieda le contaba que su padrastro le encontraría, como mínimo, un barón para que se casara con ella. Lydia hablaba de sus dos hermanos, que serían banqueros como su padre.

—Háblenme de Cordelia —decía Elsa.

—¡Cordelia es la más afortunada de todas! —gritaba Lydia—. Tiene una tía maravillosa que la deja hacer lo que a ella se le antoja. Me encanta oír hablar de tía Patty. Estoy segura de que nunca intentará obligar a Cordelia a casarse con un barón o un vejestorio sólo porque tenga un título y mucho dinero. Cordelia se casará con quien ella quiera.

—Y será rica por sí sola. Tendrá aquella vieja y adorable mansión solariega. Un día será tuya, Cordelia, y no tendrás que casarte con nadie para ser su propietaria.

—Yo no la quiero, porque significaría que tía Patty habría de morir primero.

—Pero todo será tuyo algún día. Serás rica e independiente.

Elsa quería saber detalles sobre Grantley Manor y yo le ofrecía esplendorosas descripciones, no sin preguntarme si no exageraba un poco al describir los encantos de Grantley. Desde luego, no lo hacía al mostrar el excéntrico atractivo de tía Patty. En realidad, nadie podía hacerle justicia. Pero cuánto me satisfacía hablar de ella y cómo me envidiaban las demás, que procedían de unos hogares más rígidos y convencionales.

—Creo —dijo Elsa un día— que todas ustedes estarán casadas dentro de poco.

—¡No lo quiera Dios! —exclamó Lydia—. Primero quiero divertirme un poco.

—¿Han estado alguna vez en el pico de Pilcher? —preguntó Elsa.

—He oído hablar de él —respondió Frieda.

—No está a más de tres kilómetros de aquí.

—¿Vale la pena verlo? —pregunté.

—¡Ya lo creo! Está en pleno bosque; es una roca muy extraña, que tiene su historia. Siempre me han gustado esas historias.

—¿Qué historia?

—Si una va allí en ciertos momentos, puede ver a su futuro enamorado… o marido.

Nos echamos a reír y Monique dijo:

—No tengo especial interés en ver a Henri de la Creseuse en estos momentos. Tiempo habrá para ello cuando me marche de aquí.

—Sí —dijo Elsa—, pero puede ser que el hado haya decidido que no sea él quien le esté destinado…

—¿Y el hombre que lo esté aparecerá en ese lugar? ¿Qué es ese monte Pilcher?

—Les contaré la historia. Hace años, muchos años, llevaban a los amantes sorprendidos en adulterio al pico de Pilcher, los obligaban a subir hasta la cima y entonces los arrojaban al vacío. Siempre los llevaban en noche de luna llena. Tantos murieron así que su sangre fertilizó el suelo y crecieron árboles alrededor del pico hasta formar el bosque.

—¿Y éste es el lugar que deberíamos visitar?

—Cordelia está ya en su último curso. No tendrá muchas oportunidades y debiera verlo mientras pueda. Mañana por la noche habrá luna llena, y además es luna del equinoccio de otoño.

—¿Del equinoccio de otoño? —repitió Monique.

—Es la que sigue a la luna llena de otoño. Es una de las mejores y coincide con la temporada de caza; por esto la llaman luna del cazador. Se da en octubre.

—¿Estamos realmente en octubre? —comentó Frieda—. ¡El tiempo es tan bueno!

—Ayer por la noche hacía frío —dijo Lydia, estremeciéndose al recordarlo.

—De día, el tiempo es espléndido —afirmé—. Deberíamos aprovecharlo al máximo. Me produce una sensación extraña el pensar que ya no voy a volver.

—¿Te importará? —preguntó Monique.

—Os echaré de menos a todas.

—Y estarás junto a aquella tía tan maravillosa —dijo Frieda, con envidia.

—Y será rica —añadió Elsa— y también independiente, pues será la propietaria de aquella escuela y de aquella magnífica casa.

—No, no, no durante muchos años. Lo tendré cuando muera tía Patty y no deseo que esto ocurra nunca.

Elsa asintió con la cabeza y dijo.

—Está bien, si no quieren ir al pico de Pilcher lo diré a otras.

—¿Y por qué no vamos? —saltó Lydia—. ¿Es mañana… la luna llena?

—Podríamos ir en el carricoche.

—Podríamos decir que queremos ver las flores silvestres del bosque.

—¿Y creéis que nos lo permitirían? Las flores silvestres no suelen ser tema de conversación para los salones de élite. ¿Y qué flores silvestres hay en esta época del año?

—Tendríamos que encontrar otra excusa —sugirió Lydia.

Pero nadie la encontró y, cuanto más pensábamos, más tentadora aparecía la excursión al pico de Pilcher.

—¡Ya lo sé! —exclamó Elsa por fin—. Irán a la ciudad a buscar un par de guantes para la tía de Cordelia. Les gustaron los que Cordelia llevó a su casa; y desde luego en ningún lugar pueden hacer esos guantes… tan elegantes, tan exquisitos… salvo en Suiza. Esto le parecerá muy plausible a madame. Y entonces el carruaje, en vez de dirigirse a la ciudad, da media vuelta y va hacia el bosque. Sólo son tres kilómetros. Podrían pedir un poco más de tiempo, ya que desean entrar en la pâtisserie para tomar una taza de café y uno de aquellos gâteaux de crema que sólo se encuentran en Suiza. Estoy segura de que les darán permiso, y que dispondrán de tiempo para ir al bosque y sentarse debajo del roble de los amantes.

—¡Cuánta perfidia! —exclamé—. ¿Y si madame Guérin se enterase de que nos estás corrompiendo? Te echarían y tendrías que andar errante por las montañas nevadas.

Elsa juntó las palmas de las manos como si rezara.

—Les ruego que no me traicionen. Se trata tan sólo de una broma. Quiero poner un poco de romanticismo en sus vidas.

Me reí con las demás.

—Bien, ¿y por qué no ir? Cuéntanos lo que debemos hacer, Elsa.

—Se sientan debajo del roble. No pueden dejar de verlo. Se encuentra debajo del pico. Se sientan allí y hablan… con la mayor naturalidad, ¿comprenden? Y entonces, si hay suerte, se aparecerá su futuro marido.

—¿Uno para nosotras cuatro? —exclamó Monique.

—Tal vez más… ¿quién sabe? Pero si viene uno, bastará para demostrar que hay algo en nuestra leyenda, ¿no es verdad?

—Es ridículo —opinó Frieda.

—Pero vale la pena ir —agregó Monique.

—Será nuestra última salida antes de que llegue el invierno —apuntó Lydia.

—¿Quién sabe? El invierno puede presentarse mañana.

—Entonces será demasiado tarde para Cordelia —nos recordó Lydia—. ¡Oh, Cordelia, convence a tía Patty para que te deje quedar otro año!

—En realidad, dos han bastado para pulirme. Creo que ya debo brillar incluso.

Nos reímos y a continuación decidimos que la tarde siguiente iríamos al pico de Pilcher.

*****

Cuando salimos hacía una tarde muy despejada. El sol lanzaba unos rayos de calidez primaveral y nos sentíamos del mejor humor cuando el carruaje se desvió de la carretera hacia la ciudad y nos llevó en dirección al bosque. El aire era límpido y fresco, y la nieve centelleaba en las cimas de las distantes montañas. Podía oler el aroma de los pinos que formaban la mayor parte del bosque, pero entre ellos había algunos robles, y uno de ellos era lo que debíamos buscar.

Preguntamos al cochero acerca del pico de Pilcher y nos dijo que no podía pasarnos desapercibido. Nos lo enseñaría al salir de la curva. Lo veríamos entonces, alzándose a buena altura sobre el barranco.

El paisaje era soberbio. A lo lejos divisábamos faldas montañosas, algunas de ellas boscosas cerca de los valles, pero con vegetación cada vez más escasa hacia las alturas.

—Me estoy preguntando cuál de nosotras lo verá —susurró Lydia.

—Ninguna —respondió Frieda.

Monique se echó a reír.

—Yo no, porque ya estoy prometida.

Todas nos reímos.

—Creo que Elsa inventa la mitad de todo lo que cuenta —comenté.

—¿Tú crees eso de que vino a menos?

—No lo sé —contesté, tras un momento de reflexión—. Hay algo en Elsa. Es diferente. Bien podría ser verdad, aunque también pudo haberlo inventado.

—Como las visiones del pico de Pilcher —dijo Frieda—. Cuando regresemos va a reírse de nosotras.

El ruido de los cascos de los caballos era reconfortante mientras nos mecíamos, satisfechas, al compás del carruaje. Cuando me marchara echaría de menos esas excursiones. Pero, desde luego, sería maravilloso encontrarse de nuevo en casa con tía Patty.

—Ahí está el pico —dijo el cochero, señalando con su látigo.

Todas miramos. Era impresionante. Parecía un rostro viejo y arrugado… pardusco, lleno de surcos y malevolente.

—Me pregunto si pretende ser Pilcher —dijo Monique—. Y a propósito, ¿quién era Pilcher?

—Tendremos que preguntárselo a Elsa —repliqué—. En estas cuestiones parece ser una mina de información.

Nos encontrábamos ya en el bosque. El vehículo se detuvo y nuestro cochero dijo:

—Yo esperaré aquí. Ahora, señoritas, deben tomar este sendero. Conduce directamente a la base de la roca. Junto a su base hay un gran roble llamado el roble de Pilcher.

—Eso es lo que buscamos —dijo Monique.

—Menos de un kilómetro. —El hombre consultó su reloj—. Debemos regresar dentro de hora y media. Se me ha ordenado que no lleguen tarde.

Le dimos las gracias y echamos a andar hacia la gran roca, a través de aquel terreno accidentado.

—Debió de haber una violenta erupción volcánica aquí —comenté—. Así se formó el pico de Pilcher y mucho más tarde creció el roble. Semillas dejadas caer por un ave, diría yo. Aquí, la mayoría de los árboles son pinos. Despiden un aroma delicioso.

Casi habíamos llegado al roble que se alzaba junto a la roca.

—Debe de ser éste —dijo Lydia, echándose en la hierba y desperezándose—. Este olor me da sueño.

—Este olor adorable e insistente —dije aspirando el aire—. Sí, tiene algo de soporífero.

—Y ahora que ya estamos aquí, ¿qué vamos a hacer? —quiso saber Frieda.

—Sentarnos… y esperar.

—Creo que eso es una tontería —dijo Frieda:

—Pero no deja de ser una excursión. Hemos ido a un lugar nuevo. Finjamos estar recorriendo tiendas en busca de unos guantes para mi tía Patty. Quiero comprarle unos antes de marcharme.

—No vuelvas a hablar de tu marcha —ordenó Lydia—. No me gusta.

Frieda bostezó.

—Sí —dijo—. También yo siento lo mismo.

Me eché sobre la hierba y las otras hicieron lo mismo. Así nos instalamos, apoyando las cabezas en las manos y mirando a través de las ramas del roble.

—Me pregunto cómo sería eso de despeñar a la gente —proseguí—. Imaginad lo que sería que te condujeran hasta la cima, sabiendo que iban a arrojarte desde allí… o tal vez a ordenarte que saltaras. Acaso cayó alguien en este mismo lugar.

—Me estás poniendo los pelos de punta —dijo Lydia.

—Sugiero —intervino Frieda— que volvamos al coche y vayamos a la ciudad.

—Aquellos pastelillos con la crema rosada son deliciosos —recordó Monique.

—¿Tendríamos tiempo? —preguntó Frieda.

—No —contestó Lydia.

—Paciencia —ordené—. Concedamos una oportunidad.

Todas guardamos silencio y fue entonces cuando él apareció entre los árboles.

Era alto y muy rubio. En seguida me fijé en sus ojos. Eran de un azul intenso y en ellos había algo inusual; parecía como si estuvieran mirando más allá de nosotras, hacia lugares que no podíamos ver… o tal vez imaginé eso después. Sus ropas eran oscuras y eso acentuaba el rubio de sus cabellos. Eran prendas bien cortadas, pero no exactamente a la última moda. Su abrigo tenía el cuello de terciopelo y botones de plata, y su sombrero era negro, alto y reluciente.

Seguimos en silencio mientras él se acercaba, estupefactas supongo, privadas de momento de nuestro pulimento Schaffenbrucken.

—Buenas tardes —dijo en inglés. Hizo una inclinación y prosiguió—: Oí sus risas y sentí un deseo irresistible de verlas.

Seguimos calladas y él preguntó:

—Díganme, son ustedes del colegio, ¿verdad?

—Sí, así es —contesté yo.

—¿De excursión al pico de Pilcher?

—Estábamos descansando antes de regresar —le dije, ya que las otras parecían haberse quedado sin lengua.

—Es un lugar interesante —comentó—. ¿Les importa que les hable durante unos momentos?

—Claro que no.

Habíamos hablado todas a la vez. Al parecer, las demás se habían recuperado de su sorpresa.

Se sentó a una cierta distancia de nosotras y contempló sus largas piernas.

—Usted es inglesa —dijo, mirándome.

—Sí… yo y miss Markham. Nos acompañan mademoiselle Delorme y fräulein Schmidt.

—Un grupo cosmopolita —observó—. Su colegio es el destinado a señoritas de toda Europa. ¿Me equivoco?

—No, así es.

—Díganme, ¿por qué han hecho hoy esta excursión al pico de Pilcher? ¿No es más bien un paseo propio del verano?

—Pensamos que nos gustaría verlo —expliqué—, y probablemente yo no volveré a tener esta oportunidad. Me marcho a fines de año.

Enarcó las cejas.

—¿Sí? ¿Y las otras señoritas?

—Espero que nos quedemos otro año más —respondió Monique.

—¿Y después usted regresará a Francia?

—Sí.

—Son todas ustedes tan jóvenes…, tan felices —dijo—. Fue muy agradable oír su risa. Me sentí atraído. Por un momento, sentí que debía unirme a ustedes. Deseaba compartir su espontaneidad.

—No sabíamos que tuviéramos esta atracción —observé, y todos se rieron.

Él miró a su alrededor.

—¡Una tarde muy hermosa! Hay una calma especial en el aire, ¿no la notan?

—Sí, creo que sí —respondió Lydia.

—El veranillo de San Martín —dijo él a media voz, mirando hacia el cielo—. Todas ustedes se irán a sus casas a pasar la Navidad, ¿no es así?

—Es una de las festividades en que nos permiten ir a casa. La Navidad y el verano. Pascua, Pentecostés y las demás…

—El viaje es demasiado largo —prosiguió—. Ofrecerán bailes y banquetes en su honor y todas se casarán y vivirán siempre felices, pues tal es el destino que debe esperar a todas las jóvenes hermosas.

—Y que no siempre lo hace… o no muy a menudo —dijo Monique.

—Tenemos aquí una escéptica. Dígame —tenía los ojos clavados en mí—, ¿usted también cree esto?

—Yo creo que la vida es lo que se hace con ella. —Estaba citando a tía Patty—. Lo que es intolerable para algunos es cómodo para otros. Todo depende de cómo miremos las cosas.

—Veo que no cabe duda de que les enseñan algo en esa escuela.

—Esto es lo que dice siempre mi tía.

—No tiene usted padres.

Fue una aseveración más que una pregunta.

—No, murieron en África. Mi tía siempre se ha ocupado de mí.

—Es una persona maravillosa —aseguró Monique—. Dirige un colegio. Es lo más diferente de madame de Guérin que pueda imaginarse. Cordelia es la más afortunada. Irá a trabajar con su tía y a compartir con ella la escuela, que algún día será suya. ¿Puede usted ver a Cordelia como directora de escuela?

Él me estaba sonriendo abiertamente.

—Puedo ver a Cordelia siendo lo que ella quiera ser. Por consiguiente, es una dama importante, ¿verdad?

—Si me lo pregunta, le diré que es la más afortunada de todas nosotras —replicó Monique.

Él seguía mirándome fijamente.

—Sí —dijo—, creo que Cordelia puede ser muy afortunada; de ello no me cabe la menor duda.

—¿Por qué dice «puede ser»? —quiso saber Frieda.

—Porque esto dependerá de ella. ¿Es cautelosa? ¿Titubea o aprovecha las oportunidades cuando se le presentan?

Las muchachas se miraron entre sí y luego a mí.

—Yo diría que lo último —contestó Monique.

—El tiempo lo dirá —dijo él.

Tenía una extraña dicción, que resultaba un tanto arcaica. Tal vez se debiera a que hablaba en inglés, que acaso no fuese su lengua nativa, aunque se expresaba con gran fluidez. Creí detectar un vestigio de acento alemán.

—Siempre tenemos que esperar a que el tiempo nos diga las cosas —observó Frieda con displicencia.

—¿Qué desea, pues, señorita? ¿Echar un vistazo al futuro?

—Sería divertido —dijo Monique.

Había en la ciudad una pitonisa. Madame de Guérin la incluyó en sus prohibiciones… pero creo que algunas chicas fueron a verla.

—Puede ser algo muy apasionante —observó él.

—¿Se refiere… a contemplar el futuro? —Había hablado Monique y él se inclinó hacia adelante y le cogió la mano. Ella soltó un breve respingo—. Oh… ¿de modo que puede usted leer el futuro?

—¿Leer el futuro? ¿Quién puede leer el futuro? Aunque a veces hay visiones…

Todas nos sentíamos ahora subyugadas. Yo notaba que mi corazón latía con violencia. Había algo de extraordinario en ese encuentro.

—Usted, mademoiselle —dijo, mirando a Monique—, reirá a través de su vida. Regresará al château de su familia —soltó su mano y cerró los ojos—. Se encuentra en el centro del país. Lo rodean viñedos. Las torres almenadas llegan hasta el cielo. Su padre es hombre que toma disposiciones dignas de su familia. Es un hombre orgulloso. ¿Se casará usted tal como él desea, mademoiselle?

Monique parecía bastante azorada.

—Supongo que me casaré con Henri… En realidad, me gusta bastante.

—Y su padre jamás permitiría que no fuera así. ¿Y usted, Fräulein, es tan dócil como su amiga?

—Es difícil decirlo —contestó Frieda con su franqueza habitual—. A veces pienso que haré lo que se me antoje y entonces, cuanto estoy en casa… es diferente.

Él le sonrió.

—No se engaña usted a sí misma y esto es un gran don en la vida. Siempre sabrá adónde va y por qué… aunque no siempre se trate del camino que usted elegiría.

Seguidamente se volvió hacia Lydia.

—Ah, señorita —dijo—, ¿y cuál es su fortuna?

—¿Quién sabe? —repuso Lydia—. Supongo que mi padre se preocupará más por mis hermanos. Son bastante mayores que yo y siempre creen que los chicos son más importantes.

—Tendrá usted una buena existencia —aseguró él.

Lydia se echó a reír.

—Es casi como si nos estuviera diciendo nuestros futuros.

—Sus futuros deberán hacerlos ustedes —replicó él—. Yo sólo tengo cierta… ¿cómo llamarlo? Cierta sensibilidad.

—Ahora le toca el turno a Cordelia —dijo Monique.

—¿El turno de Cordelia? —inquirió.

—Todavía no le ha dicho nada… de lo que va a sucederle.

—He dicho —replicó él afablemente— que eso dependerá de Cordelia.

—Pero ¿no tiene nada que decirle?

—No —contestó—. Cordelia lo sabrá… cuando llegue el momento.

Reinó un denso silencio. Yo era muy consciente de la quietud del bosque y de la presencia junto a nosotros de aquella grotesca formación rocosa, que la imaginación podía descomponer fácilmente en formas amenazadoras.

Fue Monique la que habló por fin.

—Este lugar es bastante misterioso —dijo, estremeciéndose.

De pronto, un sonido rompió el silencio. Era la melodiosa llamada del cochero. Su voz pareció chocar con la montaña y despertar ecos en el bosque.

—Hace diez minutos que hubiéramos debido ponernos en camino —exclamó Frieda—. Tendremos que apresurarnos.

Todas nos levantamos.

—Adiós —dijimos al desconocido.

Echamos a andar por el sendero. Al cabo de unos segundos, miré hacia atrás. Había desaparecido.

*****

Llegamos algo tarde, pero nadie dijo nada y nadie quiso ver los guantes que supuestamente habíamos comprado en la cuidad.

Después de cenar, Elsa vino a nuestra habitación. Era aquella media hora antes de las plegarias a las que seguía nuestra retirada a las habitaciones para pasar la noche.

—¿Y bien? —inquirió—. ¿Han visto algo? —La curiosidad brillaba en sus ojos.

—Hubo… algo —admitió Frieda.

—Alguna cosa

—Bueno, un hombre —añadió Monique.

—Cuanto más pienso en él —agregó Lydia—, más extraño me parece.

—¡Cuéntenme! —gritó Elsa—. ¡Cuéntenme!

—Pues bien, estábamos sentadas allí…

—Echadas allí —precisó Frieda, a la que le gustaba la exactitud en los detalles.

—Echadas debajo del árbol —continuó Lydia con impaciencia—, cuando de pronto lo vimos allí.

—¿Quiere decir que se les apareció?

—Así podría decirse.

—¿Cómo era?

—Apuesto. Diferente…

—Siga, siga…

Todas guardamos silencio tratando de recordar exactamente su aspecto.

—Pero ¿qué les ocurre? —preguntó Elsa.

—Es que, bien mirado, fue todo bastante extraño —dijo Monique—. ¿No os chocó el hecho de que parecía saberlo todo acerca de nosotras? Describió el château con las viñas y las torres.

—En Francia, muchos châteaux tienen sus viñedos y casi todos tienen torres almenadas.

—Sí —admitió Monique—. Sin embargo…

—Yo creo que le interesaba especialmente Cordelia —proclamó Lydia.

—¿Y por qué crees eso? —repliqué—. A mí no me dijo nada.

—Era su manera de mirarte.

—No me están contando nada —se quejó Elsa—. No olviden que yo las envié allí. Tengo derecho a saber.

—Te contaré lo que ocurrió —dijo Frieda—. Fuimos lo bastante tontas como para ir al bosque cuando hubiéramos podido ir a la ciudad y comer unos cuantos de aquellos deliciosos pasteles de crema… y por haber sido tan tontas tratamos de conseguir que algo ocurriera. Todo lo que pasó fue que llegó un hombre, dijo que le gustaba oírnos reír y charló un rato con nosotras.

—No hay nadie como Frieda para presentar las cosas con exactitud —comentó Lydia—, pero no puedo dejar de pensar que en todo ello hubo algo más que esto.

—Yo creo que es un futuro marido para una de ustedes —dijo Elsa—. Eso es lo que dicen las historias.

—Si crees en ellas, ¿por qué no vas y conoces al tuyo? —le pregunté.

—¿Cómo podría ir? Me vigilan. Sospecharían que me evado de mis obligaciones.

—No dudes de que estas sospechas no tardarán en confirmarse —observó Frieda.

Elsa se rió con nosotras.

Ella, al menos, estaba encantada con la excursión.

*****

Durante todo el mes de noviembre, trazamos planes para nuestra vuelta a casa. Para mí, fue un tiempo marcado por la tristeza. Aborrecía el momento en que tendría que despedirme de todas, pero por otra parte ansiaba volver a casa. Monique, Frieda y Lydia decían que debíamos mantenernos en contacto. Lydia vivía en Londres, pero su familia tenía una casa de campo en Essex donde pasaba la mayor parte de sus vacaciones, por lo que no estaríamos muy distantes las dos.

Durante varios días después del encuentro en el bosque hablamos profusamente de lo que denominábamos nuestra aventura del pico del Pilcher. Rápidamente, lo habíamos transformado en una experiencia llena de misterio y atribuíamos al desconocido toda clase de peculiaridades. Según Monique, tenía unos ojos penetrantes que brillaban con una luz ultraterrenal. Exageraba lo que él le había dicho y empezaba a creer que le había ofrecido una exacta y minuciosa descripción del château de su padre. Lydia decía que le había producido escalofríos y que estaba segura de que no era un ser humano.

—Eso son tonterías —decía Frieda—; estaba dando un paseo por el bosque y le apeteció mantener una breve conversación con un grupo de jovencitas que se estaban riendo.

Yo no estaba segura de mis pensamientos, y aunque me daba cuenta de que el encuentro estaba siendo considerablemente embellecido, no dejaba de haberme causado una honda impresión.

Las clases terminaron al finalizar la primera semana de diciembre. Puesto que casi todas debíamos emprender largos viajes, madame de Guérin siempre prefería que nos pusiéramos en camino antes de que las nevadas fueran en aumento y los caminos quedaran impracticables.

Había siete chicas inglesas que viajarían siguiendo la misma ruta. Fräulein Mainz nos acompañó hasta el tren y, cuando llegáramos a Calais, un empleado de la agencia de viajes se ocuparía de embarcarnos. En Dover nos estarían esperando nuestros familiares.

Yo había efectuado ese viaje varias veces, pero ésta iba a ser la última, y ello significaba una diferencia.

Teníamos un compartimiento para nosotras y, puesto que habíamos hecho el viaje antes, fueron tan sólo las más jóvenes las que lanzaron exclamaciones de admiración ante la majestad del paisaje montañoso y permanecieron junto a las ventanillas mientras atravesábamos la soberbia campiña suiza.

El viaje nos pareció interminable. Hablamos, leímos, organizamos juegos y dormitamos.

Casi todas las chicas estaban medio dormidas y yo miraba vagamente frente a mí cuando vi a un hombre. Caminaba por el pasillo y dirigió una mirada a nuestro compartimiento al pasar frente a él. Solté un respingo. Tuve la impresión de que me miró, pero no la seguridad de que me hubiera reconocido. Desapareció en cuestión de segundos.

Me volví hacia Lydia, que estaba sentada junto a mí y dormía. Me levanté de un salto y me dirigí hacia el pasillo. No había ni rastro de él.

Volví a mi asiento y desperté a Lydia de un codazo.

—Lo… lo he visto —dije.

—¿Qué has visto?

—Al hombre… al hombre del bosque…

—Estás soñando —replicó Lydia.

—No. Estoy segura. Desapareció en cuestión de segundos.

—¿Por qué no le dijiste algo?

—Todo fue demasiado rápido. Quise seguirle, pero había desaparecido.

—Estarías soñando —dijo Lydia, y cerró los ojos.

Yo me sentía muy confusa. ¿Pudo haber sido una aparición? Todo transcurrió con tanta rapidez… Había estado ante nuestro compartimiento… y después se esfumó. Debía de haber avanzado por el pasillo con gran rapidez. ¿Había sido realmente aquel hombre, o yo había estado soñando?

Tal vez Lydia tuviera razón.

Lo busqué durante el resto del viaje hasta Calais, pero ni rastro de su presencia.

Las nevadas habían retrasado el tren y llegamos a Calais ocho horas más tarde de lo previsto. Por esta causa, debíamos tomar el ferry nocturno y, cuando embarcamos, serían ya casi las dos de la madrugada.

Lydia no se encontraba bien; nos dijo que tenía frío y que se sentía un poco mareada. Había encontrado un lugar bajo cubierta, donde pudo arroparse y echarse.

Yo sentía necesidad de aire fresco y dije que iba a subir a cubierta. Me dieron una manta y encontré una silla. Desde luego hacía frío, pero me sentí confortable bajo mi manta y pensé que Lydia hubiera obrado con acierto subiendo conmigo, en vez de quedarse en aquel rincón poco aireado del barco.

Había luna en cuarto creciente y se veían miríadas de estrellas en el límpido cielo nocturno. Podía oír las voces de los marineros no lejos de mí y disfrutaba con el balanceo del buque, que de momento era suave, pero no había viento y no era de prever una mala travesía.

Pensé en el futuro. Siempre era ameno estar junto a tía Patty. Podía imaginarme las largas y amables veladas ante la chimenea de su salón, mientras bebía chocolate caliente y mordisqueaba almendrados, unos dulces que le gustaban especialmente. Nos reiríamos al comentar los acontecimientos de la jornada. Siempre había algo de lo que reírse. Sí, ya lo estaba aflorando…

Cerré los ojos. Me sentía bastante soñolienta. El viaje me había fatigado y hubo bastante jaleo para embarcar. Sin embargo, no podía dormirme profundamente ya que debía regresar junto a Lydia antes de que el barco atracara.

Noté un leve movimiento a mi lado y abrí los ojos. Una silla había sido trasladada silenciosamente, y entonces se encontraba a mi vera, junto con su ocupante.

—¿Le importa que me siente a su lado?

Mi corazón empezó a latir furiosamente. La misma voz. El mismo aire de no pertenecer del todo a este mundo. Era el hombre del bosque.

Mi sobresalto me impidió hablar durante unos momentos.

—Guardaré silencio, si desea dormir —dijo.

—Oh, no… no. Es usted…, ¿verdad que sí?

—Nos hemos visto antes —respondió.

—¿Estaba… estaba en el tren?

—Sí, estaba en el tren.

—Le vi pasar ante el compartimiento.

—Sí.

—¿Va usted a Inglaterra?

Era una pregunta necia. ¿Adónde podía ir, sino, puesto que se encontraba a bordo de un vapor del canal?

—Sí —me contestó—. Confío en verla a usted mientras esté allí.

—Claro. Será muy agradable. Debe usted visitarnos. Vivo en Grantley Manor, Canterton, Sussex. No lejos de Lewes. Es fácil encontrarlo.

—Lo recordaré —aseguró—. Me verá allí.

—¿Vuelve usted a casa?

—Sí —me contestó.

Esperé, pero no me dijo dónde. Había en él una cierta altanería que me aconsejaba no hacerle preguntas.

—Debe de tener muchas ganas de volver a ver a su tía.

—Sí, muchas.

—Parece ser una dama muy indulgente.

—¿Indulgente? Pues sí, creo que sí. Es cariñosa y amable, y no creo que nunca haya sentido animadversión contra nadie. Es ingeniosa y dice cosas divertidas, pero nunca es hiriente… A no ser que alguien la hiera a ella o a los suyos, en cuyo caso replica con vigor. Es un ser maravilloso.

—Su devoción por ella salta a la vista.

—Fue una madre para mí cuando yo necesitaba una.

—Evidentemente, una persona de las que hay pocas.

Hubo un breve silencio y después dijo:

—Hábleme de usted.

—No parece usted muy dispuesto a hablar de sí mismo —comenté.

—Eso ya vendrá. Ahora es su turno.

Era como una orden y en seguida me encontré explicando mis primeros años, recordando cosas que hasta aquel momento creí olvidadas. Rememoré incidentes en África, aquellas horas en el edificio de la misión, horas que parecían interminables, el canto de himnos, plegarias y siempre plegarias, bebés negros jugando entre el polvo, los collares multicolores que bailoteaban en sus cuellos y cinturas, insectos extraños con aspecto de palos, que parecían tan siniestros como las serpientes que se deslizaban entre la hierba y contra las que había que tomar toda clase de precauciones.

Pero sobre todo le hablé de tía Patty y del Manor, de la escuela y de lo mucho que ansiaba formar parte de ella.

—Está usted bien preparada —me dijo.

—Sí, tía Patty cuidó de ello. He estudiado muchas disciplinas y además, claro está, he ido a Schaffenbrucken para pulirme, como dice tía Patty.

—Un colegio muy caro. Tía Patty debe de ser una mujer rica para enviar allí a su sobrina.

—Creo que lo consideró como una buena inversión.

—Hábleme del Manor —pidió.

Y seguí hablando, describiéndolo habitación por habitación, así como los terrenos que lo rodeaban. Había ocho hectáreas.

—Tenemos un prado, establos y campos…

—Suena a espléndido.

—Goza de buena reputación. Tía Patty siempre trata de ampliarlo.

—Me gusta su tía Patty.

—Nadie puede evitarlo.

—¡La leal señorita Cordelia!

Se echó atrás y cerró los ojos. Pensé que con ello indicaba que no quería hablar durante un rato y, por tanto, hice lo mismo.

El balanceo del buque era arrullador y, como estaba muy cansada y eran altas horas de la noche, me adormecí. Desperté repentinamente, al oír actividad a mi alrededor. Pude ver la costa ante mí.

Me volví para mirar a mi compañero, pero allí no había nadie. Su silla y su manta habían desparecido.

Me levanté y miré a mi alrededor. Había pocas personas en cubierta, y desde luego ni rastro de él.

Bajé para reunirme con Lydia.

*****

Tía Patty estaba esperándome en el muelle, más rechoncha de lo que la imaginaba y con un sombrero espléndido, con rizados volantes de cinta azul y un ala tan ancha como ella misma.

Me abrazó cariñosamente y logré presentarle a Lydia, que no pudo evitar exclamar:

—¡Es tal como me dijiste!

—Por lo que veo, has estado contado cosas de mí en el colegio, ¿verdad? —comentó tía Patty.

—Todo lo que nos ha contado era maravilloso —dijo Lydia—. Hizo que a todas nos entraran ganas de ir a su escuela.

Me presentaron rápidamente a la mujer que había venido a buscar a Lydia. Deduje que era una especie de ama de llaves, y una vez más sentí una oleada de afecto al pensar que tía Patty había venido a recibirme en persona.

Tía Patty y yo nos acomodamos en el tren, sin dejar de hablar.

Busqué con la vista al desconocido, pero no se dejó ver. Había un gentío por doquier y casi hubiera sido milagroso divisarlo. Me pregunté adónde se dirigiría.

En la estación de Canterton, que era poco más que un simple apeadero, nos esperaba el calesín, que nos llevó a casa en muy poco tiempo. Como siempre después de una ausencia, me emocionó la primera visión de Grantley Manor. Con sus ladrillos rojos y las vidrieras reticuladas de sus ventanas, parecía atractivo más que grandioso, pero por encima de todo parecía el hogar.

—¡Adorable lugar! —exclamé.

—¿Eso es lo que sientes por él?

—Claro. Recuerdo la primera vez que lo vi… mas para entonces ya sabía que todo iría muy bien porque te había conocido a ti.

—Dios te bendiga, pequeña. Pero créeme, los ladrillos y el mortero no constituyen un hogar. Encuentras un hogar al conocer a la gente que lo crea para ti.

—Como hiciste tú, querida tía Patty. A las chicas les entusiasma oír hablar de ti… los almendrados, los sombreros, todo. Siempre te llaman tía Patty, como si también fueran sobrinas tuyas. A veces me entran ganas de decir: «Ya basta, ella es mía».

Fue encantador entrar en el vestíbulo, oler la cera de abeja y la trementina siempre presentes en el mobiliario, junto con el aroma de la cocina, al otro lado de los paneles.

—Extraña hora de llegada. Es más del mediodía. ¿Estás muy fatigada?

—No mucho. Sólo excitada por encontrarme aquí.

—Más tarde notarás el cansancio. Será mejor que esta tarde descanses. Después querré hablar contigo.

—Claro. Ha llegado el gran día. Me he despedido de Schaffenbrucken.

—Me alegro de que fueras allí, Cordelia. Será como una bendición.

—Nos traerá a las chicas a montones.

Ella tosió levemente y dijo:

—Echarás de menos a aquellas muchachas, ¿verdad? Y también las montañas y todo aquel ambiente.

—Lo que más he echado de menos es a ti, tía Patty.

—Anda, no seas tontuela —replicó, pero estaba profundamente emocionada.

De no haber estado un tanto trastornada por aquel hombre al que llamaba el Desconocido, tal vez hubiera advertido que se había producido un cambio en tía Patty. Apenas era perceptible, pero yo la conocía muy bien. Me hubiera preguntado si no se mostraba algo menos exuberante que de costumbre.

Sin embargo, tuve un primer indicio a partir de Violet Barker, ama de llaves, compañera y devota amiga de tía Patty, que estaba ya con ella cuando yo llegué hacía tantos años. Era delgada y muy angulosa: el extremo opuesto de tía Patty. Ambas se compenetraban perfectamente. Violet no tenía nada que ver con la enseñanza de las alumnas, pero llevaba la casa con maestría y era una pieza muy importante del establecimiento.

Violet me miró con tal cautela que pensé que tía Patty le habría hablado con tanto entusiasmo del pulimento de Schaffenbrucken que la mujer estaba tratando de discernirlo.

De repente me dijo:

—Es el tejado. Dicen que habrá que arreglarlo dentro de los próximos años. Y esto no es todo. El muro oeste necesita ser reforzado. Estamos teniendo un invierno muy húmedo, y esto preocupa a tu tía. ¿Te ha dicho algo?

—No. De todos modos, acabo de llegar a casa.

Violet asintió con la cabeza y apretó los labios. Debía haber supuesto entonces que algo no andaba como era debido.

Fue después de cenar, hacia las ocho y media, sentadas tía Patty y yo en su sala de estar, con Violet, cuanto ella me informó.

Solté una exclamación y no pude creer que había oído bien, cuando me dijo:

—Cordelia, he vendido el Manor.

—¡Tía Patty! ¿Qué quieres decir?

—Debía habértelo advertido. Al menos poco a poco. Las cosas no han ido muy boyantes en los últimos tres años.

—¡Oh, tía Patty!

—No es ninguna tragedia, querida niña. Estoy segura de que todo será para bien. Lamento tener que colocarte ante un hecho consumado, pero no había otra opción, ¿no es verdad, Vi? Lo hablamos una y otra vez y entonces se presentó esa oferta. Hay el problema del tejado, y el de la pared oeste. La casa requiere que se gaste una fortuna en ella. Durante años la situación no ha sido buena. He contraído algunas deudas importantes.

No me extrañaba. Sabía de tres alumnas, al menos, cuyos padres rara vez pagaban su pensión. «Chicas muy listas todas ellas —solía decir tía Patty—. Un orgullo para la escuela». Los tiempos eran difíciles. Nada de sopa aguada en Grantley. Con frecuencia yo me había preguntado cómo se las arreglaba tía Patty con los honorarios que cobraba, pero puesto que nunca me había hablado de esa cuestión, yo suponía que todo marchaba satisfactoriamente.

—¿Y qué vamos a hacer? —pregunté.

Tía Patty soltó una carcajada.

—Vamos a arrinconar nuestros problemas y a disfrutar de la vida. ¿No es así, Violet?

—Si tú lo dices, Patty.

—Sí —dijo tía Patty—. El hecho es, querida, que durante algún tiempo he estado pensando en que debería retirarme y en que hubiera debido hacerlo mucho antes de no ser por…

Me miró y yo dije:

—De no ser por mí. Lo estabas conservando para mí.

—Pensaba que para ti sería un futuro. Yo pensaba retirarme y actuar sólo como consejera o algo por el estilo cuando lo necesitaras. Ésta era la idea que había detrás de Schaffenbrucken.

—Y me enviaste a aquel colegio tan caro cuando ya te encontrabas en dificultades financieras.

—Yo miraba hacia el mañana. Lo malo es que las cosas se han salido un poco de quicio. Se presentaban gastos enormes en reparaciones, y esto hubiera resultado ruinoso. Bueno, quizá no tanto, pero había imposibilitado toda alternativa. Por lo tanto… se presentó la oportunidad y decidí vender.

—¿Será una escuela?

—No. Se trata de algún millonario que quiere restaurar el lugar y ser el señor de la hacienda.

—Tía Patty, ¿y qué vamos a hacer nosotras?

—Todo está arreglado, querida. Y muy satisfactoriamente. Tenemos una casa encantadora en Moldenbury, cerca de Nottingham. Es un pueblo adorable, en el centro de la región. No es una casa tan grande como Grantley, claro, y sólo puedo llevarme conmigo a Mary Ann. Espero que el resto de la plantilla se quede para servir a los nuevos propietarios de Grantley. Todos los padres de las alumnas han sido avisados. Vamos a cerrar al finalizar el trimestre de primavera. Todo está arreglado.

—Y esa casa… ¿dónde dices que está? ¿En Moldenbury?

—Estamos negociando su compra. Será nuestra dentro de poco. Todo se está resolviendo con mutua satisfacción. Tendremos bastante para vivir, quizá con sencillez, pero adecuadamente para nuestras necesidades, y nos dedicaremos a la vida en el campo, realizando toda clase de actividades para las que antes nunca tuvimos tiempo. Nos amoldaremos estupendamente, como le digo siempre a Violet.

Miré a Violet. No se mostraba tan optimista como mi tía, pero el optimismo no era una de sus cualidades.

—Querida tía Patty —repuse—. Debiste decírmelo antes. No hubieras tenido que mandarme a aquel lugar. Debe de haber sido ridículamente caro.

—Puestos a hacer, no iba a estropear el barco por medio cubo de alquitrán, y si una cosa vale la pena hay que hacerla como es debido. No recuerdo ahora más máximas, pero estoy segura de que hay muchas para apoyar mi punto de vista. He hecho contigo lo debido, Cordelia. Schaffenbrucken nunca será un despilfarro. Y hablaremos más tarde de esta cuestión. Te enseñaré los libros y la marcha de los asuntos. También tengo que hablar contigo sobre esta nueva casa. Iremos a verla un día, antes de que empiece el próximo trimestre. Te encantará. Es un pueblecito maravilloso y ya conozco al párroco, que parece ser un caballero muy simpático, con una esposa que está ansiando recibirnos. Creo que vamos a encontrar un ambiente muy divertido.

—Y diferente —dijo Violet sombríamente.

—El cambio siempre es estimulante —adujo tía Patty—. Creo que hemos estado caminando por el mismo sendero demasiado tiempo. Una nueva vida, Cordelia. Un reto. Trabajaremos para nuestro nuevo pueblo: fiestas, tómbolas, comités, rencillas. Sé que nos esperan tiempos muy interesantes.

Estaba convencida de ello, y esto era lo más atractivo en tía Patty. Lo consideraba todo divertido, interesante y emocionante, y siempre había logrado convencerme, aunque no consiguiera el mismo resultado con Violet. Pero tía Patty y yo siempre decíamos que Violet disfrutaba con la adversidad.

Fui a acostarme bastante trastornada. Había cientos de preguntas que formular. De momento, el futuro se presentaba bastante nebuloso.

*****

Durante el día siguiente, supe más cosas por tía Patty. Me dijo que durante algún tiempo la escuela había pasado por dificultades. Tal vez sus honorarios no fueran lo bastante altos; según le dijeron sus asesores financieros, había gastado demasiado en comida y combustible, y el costo de estos caros artículos no guardaba proporción con lo que ella cobraba.

—No quería que mi colegio se convirtiera en un Dothergirls Hall como el que el señor Dickens describió en su magnífico libro. No quería ni pensar en ello. Yo quería que mi escuela fuese… tal como yo deseaba, y si no podía ser así, prefería que no hubiera escuela. De modo que ésta es la realidad, Cordelia. No voy a decir que lo lamento. Quería entregártela a ti, pero no tiene sentido entregar un negocio camino de la quiebra. No, hay que cortar en seco las pérdidas, me dije, y eso es lo que estoy haciendo. En nuestra nueva casa todas descansaremos una temporada y planearemos lo que haremos después.

Lograba que todo pareciera una nueva y emocionante aventura en la que íbamos a embarcarnos, y se me contagió su entusiasmo.

Por la tarde, durante las clases, fui a dar un paseo. Salí alrededor de las dos, con la intención de regresar antes de que oscureciera, lo que ocurriría poco después de las cuatro. Las clases se interrumpían la próxima semana y después ya sólo quedaría un trimestre. Habría todo el jaleo de la partida, y las profesoras organizarían los viajes de las niñas y las acompañarían a los trenes, tal como se hacía en Schaffenbrucken. Pensé que muchas de las profesoras pensarían ansiosamente en sus nuevos empleos, seguras de que no encontrarían muchas directoras tan benevolentes como tía Patty.

Detecté en la casa un ambiente melancólico. Tanto alumnas como profesoras habían estimado la atmósfera de Grantley Manor.

Sin tía Patty a mi lado para recalcar cuán maravilloso iba a ser todo, también yo notaba aquella depresión. Traté de imaginar cuál iba a ser mi futuro. Yo no podía, sencillamente, pasar toda mi vida en un pueblecillo, aunque tía Patty estuviera conmigo. Y además, no quería que tía Patty supusiera que así sería. Había captado su mirada casi especulativa posada en mí, disimuladamente, como si tuviera escondido en la manga algo que se dispusiera a exhibir para mayor asombro de todos los que lo vieran.

Siempre disfrutaba con mi primer paseo al regresar a Grantley. Solía ir al pueblo de Canterton, para echar un vistazo a las tiendas y pararme a charlar con las personas que allí conocía. Siempre resultaba placentero, pero ese día parecía distinto. No sentía las mismas ganas de hablar con la gente. Me preguntaba qué sabrían acerca de la decisión de tía Patty y de hecho yo no podía hablar de una cosa de la que tan poco sabía.

Atravesé el bosque y observé que ese año abundaban las bayas de acebo. Las chicas no tardarían en cogerlas, ya que la última semana de colegio sería dedicada a los festejos navideños. Ya habían adornado el árbol de Navidad en la sala de reunión y colocado bajo él los regalos que habían comprado unas para otras. Después habría un concierto y villancicos en la capilla. La última vez… Era una frase muy triste.

Un pálido sol invernal se mostró momentáneamente entre las nubes. El aire era frío, pero no excesivamente por tratarse de esa época del año.

No se veía mucha gente en las cercanías. Desde que salí del Manor no me había cruzado con nadie. Miré hacia el bosque y me pregunté si las chicas encontrarían mucho muérdago ese año. Generalmente, tenían que buscarlo con afán, lo que le daba un carácter valioso, y se esmeraban en colocarlo en aquellos lugares donde pudieran ser sorprendidas bajo él y besadas… si había cerca varones que pudieran sentir esa tentación.

Vacilé junto a aquel bosque. Después, mientras decidía que era mejor orillarlo y dirigirme hacia el pueblo sin pasar por él, oí pasos detrás de mí. Sentí una oleada de emoción y después me diría que supe de quién se trataba antes de volverme.

—¡Cómo! —exclamé—. ¿Usted… aquí?

—Sí —dijo con una sonrisa—. Usted me explicó que vivía en Canterton, y pensé que bien podía darle una ojeada.

—¿Para usted… aquí?

—Por breve tiempo —contestó.

—En su camino hacia…

—Otros lugares. Pensé en visitarla mientras estuviera aquí, pero antes tenía la esperanza de encontrarla y preguntarle si mi visita sería correcta. He pasado ante el Manor. Es una casa antigua y espléndida.

—Debió entrar.

—Ante todo quería saber si usted y su tía me recibirían.

—Pero si nos hubiera encantado su visita…

—Después de todo —continuó él—, no hemos sido presentados formalmente.

—Hemos coincidido cuatro veces, si contamos la del tren.

—Sí —dijo lentamente—, creo que somos ya viejos amigos. Espero que su llegada a su casa fuera agradable.

—Tía Patty es tan cariñosa…

—Veo que ella le tiene un gran afecto.

—Sí.

—Por lo tanto, ¿fue una feliz recepción?

Titubeé.

—¿No lo fue? —inquirió.

Guardé silencio durante unos segundos y él me miró con cierta preocupación. Después preguntó:

—¿Caminamos a través del bosque? Creo que resulta muy hermoso en esta época del año. Sin sus hojas, los árboles son muy bellos, ¿no cree? Fíjese en el dibujo que forma éste contra el cielo.

—Sí, yo también lo he creído siempre. En invierno es más bonito incluso que en verano. Pero casi no se le puede llamar bosque a éste. Es más bien un bosquecillo… sólo grupos de árboles que no se extienden más allá de medio kilómetro.

—No obstante, caminemos entre estos bellos árboles, y usted podrá contarme por qué su regreso a casa no fue como de costumbre.

Yo seguía vacilando y él me miró con una leve expresión de reproche.

—Puede confiar en mí —me dijo—. Guardaré sus secretos. Vamos, cuénteme qué la preocupa.

—Todo fue muy diferente de lo que yo esperaba. Tía Patty no me había dado ningún indicio.

—¿Ningún indicio?

—De que no todo iba… como debía ir. Ha… ha vendido Grantley Manor.

—¿Ha vendido esa casa tan espléndida? ¿Y su floreciente colegio?

—Al parecer, no florecía. Esto me dejó asombrada. Supongo que hay cosas que se dan por sentadas. No había motivo para que yo creyera otra cosa. Tía Patty ni siquiera había insinuado jamás que nos estábamos empobreciendo.

Pareció como si de repente hiciera más frío en el bosque.

Él se había detenido y me miraba con ternura.

—Mi pobre niña —dijo.

—Oh, la situación no es tan grave. No vamos a morirnos de hambre. Tía Patty cree que todo será mejor. Pero esto es lo que piensa siempre con todo lo que le ocurre.

—Cuéntemelo todo… si lo desea.

—No sé por qué le estoy hablando así… pero parece usted interesado. Da la impresión de aparecerse, primero en aquel bosque, después en el barco, y ahora… Es usted bastante misterioso, ¿sabe?

Se echó a reír.

—Esto hace que le resulte más fácil hablar conmigo.

—Sí, creo que sí. Estaba pensando en no ir al pueblo, porque no quería hablar con gente de allí que nos conoce desde hace muchos años.

—Pues hable conmigo.

Y entonces le conté que tía Patty había tenido que vender el Manor porque su mantenimiento resultaba demasiado caro, y que íbamos a instalarnos en una casita en otra parte del país.

—¿Y qué hará usted?

—No lo sé… Tenemos esa casita en algún lugar de los Midlands, creo. En realidad, todavía no sé gran cosa de ella. Tía Patty logra que la situación no parezca… tan mala, pero observo que Violet, una gran amiga suya que vive con nosotras, está muy preocupada.

—Me lo imagino. ¡Un golpe terrible para usted! Me siento sinceramente compungido. Parecía usted tan feliz cuando la vi con sus amigas en el bosque, y me pareció observar que todas le tenían un poco de envidia.

Caminamos entre los arbustos, mientras el pálido sol enviaba sus rayos a través de las desnudas ramas de los árboles. En el aire flotaba el olor a tierra y hojas mojadas y no podía evitar el pensar que algo importante iba a suceder porque él estaba conmigo.

—Hemos hablado de mí —dije—. Hábleme ahora de usted.

—No va a considerarlo muy interesante.

—Pues sí. Tiene usted esa especialidad de… las apariciones. En realidad, resulta bastante intrigante. Su llegada ante nosotras en aquel bosque…

—Estaba dando un paseo.

—Pareció extraño que se encontrara allí, y después en el tren y en el barco… y ahora aquí.

—Estoy aquí porque vi que se encontraba en mi ruta y pensé que podía acercarme para verla.

—¿En su ruta hacia dónde?

—Hacia mi casa.

—Por consiguiente, vive en Inglaterra.

—Tengo un lugar en Suiza. Creo poder decir que mi hogar se encuentra en Inglaterra.

—Y ahora se dirige hacia él. Ni siquiera sé su nombre.

—¿Nunca ha sido mencionado?

—No. En el bosque…

—En aquel momento, yo no era más que un transeúnte, ¿no cree? No hubiera sido comme il faut cambiar tarjetas.

—Y después en el barco… apareció de pronto.

—Creo que usted estaba medio dormida.

—Basta de misterios. ¿Cómo se llama?

Titubeó y pensé que no quería decírmelo. Quizás habría alguna razón. Desde luego, aquel hombre era un enigma.

—Me llamo Edward Compton —dijo súbitamente.

—Oh… entonces ¿es usted inglés? Me preguntaba si lo era del todo. ¿Y dónde vive?

—En Compton Manor.

—Oh… ¿y está lejos de aquí?

—Sí. Está en Suffolk. En un pueblecito del que nunca ha oído hablar.

—¿Qué pueblecito?

—Croston.

—No, nunca he oído ese nombre. ¿Está lejos de Bury Saint Edmunds?

—Bien…, ésta es la ciudad más cercana.

—¿Y ahora se dirige hacia allí?

—Sí, cuando me marche de aquí.

—Entonces, ¿va a quedarse algún tiempo en Canterton?

—Pensé que sí…

—¿Cuánto tiempo?

Me miró con intensidad y contestó:

—Eso depende…

Noté que me ruborizaba un poco. Implicaba que dependía de mí. Las chicas habían dicho que yo le interesaba, y yo lo había sabido instintivamente desde nuestro primer encuentro en el bosque.

—Debe instalarse en la posada Las Tres Plumas. Es pequeña pero tiene reputación de muy confortable. Espero que así lo juzgue usted.

—Sé acomodarme —contestó.

—Debe venir a conocer a tía Patty.

—Será para mí un placer.

—Ahora debo regresar. Oscurece muy temprano.

—Iré con usted hasta el Manor.

Abandonamos el bosque y tomamos el camino. Teníamos delante el Manor, bellísimo bajo la luz ya declinante.

—Veo que usted lo admira —observé.

—Es una lástima que tenga que abandonarlo —contestó.

—En realidad, todavía no me he hecho a la idea, pero, como dice tía Patty, no son los ladrillos y el mortero lo que constituye un hogar. No seríamos felices aquí rodeadas de problemas a los que no podemos hacer frente, y ella dice que las reparaciones deben hacerse sin tardanza, pues de lo contrario se derrumbaría sobre nuestras cabezas.

—Es una pena.

Me detuve y le sonreí.

—Le dejo aquí, a menos que quiera entrar ahora conmigo.

—No. Creo que es mejor no entrar ahora. En la próxima ocasión, quizá.

—Mañana. Venga a tomar el té. A las cuatro. Tía Patty hace todo un ritual con el té, y lo mismo con todas las comidas. Venga un poco antes de las cuatro.

—Gracias —dijo.

Después me estrechó la mano y se inclinó sobre ella.

Corrí hacia la casa sin volver la vista. Estaba excitada. Había algo en él que resultaba de lo más intrigante. Por fin sabía su nombre. Edward Compton, de Compton Manor. Imaginaba la casa… ladrillos rojos, esencialmente Tudor como nuestro Manor. No era extraño que le interesara Grantley y que le disgustara sinceramente que nos viéramos obligadas a venderlo. Comprendía lo que significaba abandonar una casa antigua y bella que había sido el hogar durante largo tiempo.

Mañana volvería a verle. Escribiría a todas las muchachas y les explicaría ese encuentro apasionante. En el barco no había tenido tiempo para contar a Lydia que había vuelto a verle a bordo. Pero dudo de que me hubiera prestado gran atención; estaba demasiado deseosa de desembarcar y ver a los que habían ido a buscarnos.

Tal vez con el tiempo hubiera más que contarle. Me sentía muy fascinada por el misterioso desconocido.

*****

Cuando llegué a casa, tía Patty se encontraba en un estado de viva excitación.

—Daisy Hetherington acaba de confirmarme que vendrá a vernos. Llegará a fines de semana, camino de la casa de su hermano, donde ha de pasar la Navidad. Se quedará aquí un par de noches.

Yo le había oído mencionar a Daisy Hetherington muchas veces, y siempre con tono de gran respeto. Daisy Hetherington era la propietaria de uno de los colegios más exclusivos de Inglaterra. Tía Patty no dejaba de hablarme de ella.

—Tía Patty —la interrumpí—, me ha ocurrido algo extraordinario. Resulta que un hombre al que conocí en Schaffenbrucken se encuentra en Canterton. Le he pedido que mañana venga a tomar el té. Te parece bien, ¿verdad?

—Pues claro, querida. ¿Un hombre dices? —pero era evidente que su pensamiento estaba fijo en Daisy Hetherington—. Me parece muy bien —continuó distraídamente—. He dicho que preparen la habitación de los tapices para Daisy. Creo que en realidad es la mejor de toda la casa.

—Sin duda tiene muy buena vista…, pero la verdad es que todas la tienen.

—Querrá que le cuente todo lo de nuestra mudanza. Siempre le gusta estar enterada de todo lo que ocurre en el mundo de la docencia. Tal vez por eso le van tan bien las cosas.

—Tía Patty, noto en tus palabras una ligerísima envidia, lo que no es usual en ti.

—No se trata de eso, querida. No me cambiaría por Daisy Hetherington ni aunque me dieran la Academia Colby Abbey. No, yo estoy contenta. Me alegro de dejar mi actividad. Ya iba siendo hora. Sólo hay una cosa que me apena, y eres tú. Confieso que quería entregarte un negocio próspero, floreciente… —sus ojos empezaron a chispear—. Pero nunca se sabe lo que va a suceder. Cordelia, creo que aquel pueblecito en la campiña será un poco quieto para ti. Has estado en Schaffenbrucken y estás perfectamente cualificada. Has de saber que la Academia de Colby Abbey para señoritas, para darle todo su nombre, que regenta Daisy Hetherington, tiene una reputación que nosotros no tuvimos nunca. Colby es parangonable con Schaffenbrucken… o casi. Precisamente me estaba preguntado…

—Tía Patty, ¿pediste a Daisy Hetherington que viniera o preguntó ella si podía venir?

—Es que yo sé que le desagrada mucho parar en posadas. Yo le dije que apenas debía desviarse de su camino y que bien podía quedarse aquí un par de noches. Tengo algunos muebles que tal vez le interesen. Hay aquel escritorio tipo americano y también algunos pupitres y libros de las niñas. Se mostró muy interesada y le agradará conocerte. ¡Le he hablado tanto de ti!

Yo la conocía muy bien. Podía ver aquellas lucecillas traviesas en sus ojos cuando planeaba algo.

—¿Vas a pedirle que me busque un trabajo en su escuela?

—Bueno, exactamente pedírselo no. Y en todo caso, serías tú quien decidiera. Es algo que debes meditar cuidadosamente, Cordelia. ¿Te gustaría la vida en pleno campo? Me refiero a la vida de un pueblecito, centrada alrededor de la iglesia. Eso está muy bien para dos pajarracos como Violet y yo, mas para una jovencita que ha sido educada con miras a utilizar esta educación… Está bien, ya te he dicho que a ti te corresponde decidir. Si le gustas a Daisy… Ya sé que le agradarán tus cualificaciones. Daisy es una buena mujer…, un poco rígida…, algo altiva y muy, pero que muy envarada… de hecho, todo lo opuesto a tu vieja tía P., pero es una astuta mujer de negocios y sabe adónde va. Ya lo verás tú misma. Si te acepta, al poco tiempo quizá consigas allí una posición muy buena. Estaba pensando en una asociación. ¿Dinero? Bueno, no soy ninguna indigente y me bastará sobradamente con lo que tengo y lo que obtendré con Grantley. Es un precio muy bueno. En Navidad, las clases cesan en Colby Abbey una semana antes que las nuestras… y por tanto le pedí que viniera. No es mala idea que venga cuando las niñas se marchan para pasar la Navidad en sus casas. Así no podrá criticar nuestros métodos de enseñanza, cosa que haría con toda seguridad. La admirarás. Posee todas aquellas cualidades que me faltan a mí.

—Desde luego, no voy a admirarla por esto.

—Ya lo creo que sí. Yo no era la persona adecuada para dirigir con éxito una escuela, Cordelia. Debemos admitirlo. Ninguna de las niñas me teme, ni mucho menos.

—Todas te quieren.

—Hay veces en que el respeto es más importante. Puedo ver mis errores… mirando hacia atrás. Supongo que esto no tiene mucho mérito, pero al menos lo admito y en ello hay cierta sabiduría. Mi plan es éste, Cordelia. Tienes una opción…, es decir, si Daisy y nosotras nos entendemos, cosa que espero sea así. Si te ofrece un puesto en su escuela, y dentro de cinco o seis años tú te has abierto camino y la pobre Daisy va envejeciendo, y yo he arrinconado un pequeño capital… ¿ves lo que quiero decir? Por esto es tan importante la visita de Daisy. Y aquí estás tú, recién salida de Schaffenbrucken. Yo sé que no tiene a nadie con ese pulimento tan especial. Si le caes bien, y forzosamente ha de ser así, habrá una oportunidad. Y Cordelia, querida, deseo que pienses con la mayor atención en la posibilidad de aprovecharla. Fue la única cosa que me permitió aceptar todo lo demás y sé que, si las cosas van como las he planeado, todo lo que ha ocurrido no será más que una bendición disfrazada.

—Tía Patty, eres una conspiradora. Pero vamos a suponer que le gusto y me contrata… Yo dejaría de estar contigo.

—Pequeña, aquella casita te estará esperando. Las festividades escolares serán los días en rojo de nuestro calendario. Nuestra querida Vi abrillantará todos los metales, esta clase de limpieza es una de sus manías, y yo iré, excitada, de un lado para otro. Piensa en la alegría que habrá en la casa: «¡Cordelia viene!». Puedo ver con toda claridad lo que ocurrirá el año que viene por estas fechas. Iremos todas al servicio navideño de la iglesia. El párroco es un hombre excelente. En realidad, se trata de un lugar encantador.

—¡Oh, tía Patty —exclamé—, deseaba tanto estar contigo! Después de todo, en estos tres últimos años te he visto muy poco.

—Me verás más a menudo cuando estés en Devon. No sólo en Navidad y en el verano. Hay una estación a unos cinco kilómetros de la casa y tendremos el calesín. Yo vendré a buscarte. ¡Ya lo estoy deseando tanto! Y si estuvieras en un colegio como Colby Abbey, donde, puedes creerme, la nobleza envía a sus hijas, estarías entrando en el genre adecuado… si sabes a qué me refiero. Aquí teníamos una baronesita o dos, pero te aseguro que Daisy Hetherington tiene hijas de condes y de algún que otro duque.

Nos reímos, lo que siempre resultaba fácil de hacer con tía Patty. Tenía el don de dar a cada situación un cariz divertido y tolerable.

Mis pensamientos en desorden. Yo había querido dedicarme a la enseñanza, y de hecho había creído poseer una vocación especial para ello; era lo que se me había hecho esperar durante años, pero sentía que semejante situación era excesiva para asumirla de una sola vez: la partida de Grantley, la perspectiva de un nuevo hogar con tía Patty y Violet, y ahora la posibilidad de una carrera en la profesión elegida, ¡con la esperanza de tener mi propia escuela al final! Pero en segundo plano de mis pensamientos estaba Edward Compton, el hombre que tenía el hábito de aparecer misteriosamente en mi vida y que por fin estaba adquiriendo lo que yo consideraba como una imagen natural.

Antes había sido como una fantasía, carente de nombre, y yo no podía situarlo en un hogar. Ahora ya lo sabía. Era Edward Compton, de Compton Manor, y al día siguiente por la tarde vendría a tomar el té. Sentado con tía Patty y Violet desprendería un aura de realidad, y yo deseaba que lo hiciera.

Me intrigaba. Era tan apuesto, con aquellas facciones bellamente cinceladas y aquel aspecto excitante como de otra época, el cual había perdido levemente en el bosque; cuando había pronunciado su nombre —con una leve vacilación, como si lo diera de mala gana— se había convertido en un ser humano normal. Me pregunté por qué había titubeado al decírmelo. Tal vez supiera que al acercarse a nosotras en el bosque y después a mí en la cubierta del barco había creado una aureola de misterio, y quisiera mantenerla.

Me eché a reír. Estaba deseando verle más de lo que pudiera admitir ante tía Patty, y en mis pensamientos él predominaba incluso sobre la llegada de Daisy Hetherington y el efecto que esto pudiera tener sobre mi futuro.

*****

Al día siguiente, mi desilusión fue tan amarga cuando Edward Compton no apareció, que comprendí hasta qué punto había permitido implicar con él mis sentimientos.

Tía Patty y Violet estaban preparadas y lo esperaban. Yo creía que llegaría algo antes de las cuatro, ya que el té se servía a esa hora, pero cuando a las cuatro y media todavía no se había presentado tía Patty dijo que empezaríamos sin él. Y así lo hicimos.

Yo escuchaba todo el tiempo por si oía su llegada y dirigía miradas distraídas a tía Patty y Violet, que hablaban sin cesar de la visita de Daisy Hetherington.

—Tal vez lo han llamado y ha tenido que marcharse repentinamente —dijo tía Patty.

—Hubiera podido enviar un mensaje —repuso Violet.

—Quizá lo ha hecho y han equivocado la dirección.

—¿Quién podría confundirse, tratándose de Grantley Manor?

—Pueden ocurrir muchas cosas —dijo tía Patty—. Puede haber sufrido un accidente en el camino, al venir hacia aquí.

—¿Y no nos habríamos enterado? —aduje.

—No necesariamente —replicó tía Patty.

—Tal vez haya cambiado de parecer en cuanto a venir —sugirió Violet.

—Él solicitó la invitación —dije yo—. Y fue ayer.

—¡Hombres! —exclamó Violet, pese a su vasta ignorancia al respecto—. A veces se comportan de una manera muy rara. Puede haber sucedido cualquier cosa… Con los hombres nunca se sabe.

—Habrá alguna explicación —aseguró tía Patty, untando un merengue con mermelada de fresa y saboreándolo extáticamente—. Os diré lo que podemos hacer —dijo al terminar el dulce—: podemos enviar a Jim a Las Tres Plumas. Ellos sabrán si se ha producido algún accidente.

Jim era el mozo del establo, que cuidaba del carruaje y los caballos.

—¿No crees que con ello demostraremos un excesivo interés? —preguntó Violet.

—Mi querida Vi, estamos interesadas.

—Sí, pero siendo él un hombre…

—Los hombres pueden sufrir desgracias igual que las mujeres, Violet, y me parece extraño que no venga cuando dijo que lo haría.

Hablaron un poco de Edward Compton y yo expliqué cómo lo habíamos encontrado, con un grupo de chicas, en el bosque, y cómo después, por una extraña coincidencia, se encontraba también en el barco del canal. Y después se presentó allí.

—Pues supongo que lo habrán llamado de repente —dijo tía Patty—. Habrá dejado un mensaje para entregarnos, pero ya sabéis cómo son en Las Tres Plumas. Buena gente… pero muy olvidadizos. ¿Recuerdas, Vi, cuando una de las madres quiso quedarse a pasar la noche, le pedimos habitación y la señora White olvidó anotarlo? Tuvimos que instalarla en la escuela.

—Lo recuerdo perfectamente —respondió Violet—. Y le gustó tanto que se quedó un día más y otra noche, y quería volver otra vez.

—Pues ya ves —dijo tía Patty, y siguió hablando de los preparativos para la visita de Daisy Hetherington.

Una hora más tarde Jim regresó de Las Tres Plumas. Allí no paraba ningún señor Compton. Los únicos huéspedes que tenían en aquel momento eran dos señoras de avanzada edad.

Esto parecía muy extraño. ¿Había dicho que estaba en Las Tres Plumas… o yo había imaginado que así debía ser?

No estaba segura. Cuando me dijo su nombre, yo había empezado a ver cómo se disipaba aquel aire de misterio. Ahora volvía a estar presente.

Había algo muy extraño en aquel desconocido del bosque.

*****

No llegó ningún mensaje de Edward Compton y yo me acosté desorientada y decepcionada, puesto que, al fin y al cabo, él había expresado su deseo de visitarnos. Estaba segura de que había sucedido algo inesperado.

Pasé una noche inquieta con sueños agitados en los que él aparecía unas veces y Daisy Hetherington otras. En lo que fue casi una pesadilla me encontré en la Academia de Colby Abbey, que era un castillo gótico, enorme y ominoso, y busqué en él a Edward Compton. Cuando lo encontré era un monstruo —mitad hombre y mitad mujer, él y a la vez Daisy Hetherington— y entonces traté de escapar…

Me senté en la cama, sin aliento, y supuse que había estado gritando en sueños.

Volví a echarme y traté de calmar mis pensamientos.

Habían ocurrido tantas cosas en tan poco tiempo que no tenía nada de extraño que mis sueños fueran atemorizadores. En cuanto a Edward Compton, si había decidido que no quería visitarnos y no había tenido la cortesía de hacérnoslo saber, peor para él. Pero no creía que fuera éste el caso. Lo que más chocante había resultado en él era aquel aspecto caballeresco, como de otra época.

Era todo ello bastante misterioso. Probablemente no tardaría en hallar la solución. Tal vez en esos momentos hubiera un mensaje camino de llegar hasta mí.

Cuando bajé, el desayuno había terminado y las chicas se dirigían a sus diversas clases. Las lecciones eran siempre un tanto relajadas en esa época del año, con las vacaciones tan próximas ya y el espíritu navideño flotando por doquier.

Durante la mañana, fui al pueblo. La señorita Stoker, propietaria de la pequeña tienda de pañería y mercería, se encontraba en la calle inspeccionando su escaparate con paños de adorno y tapetes presentados con algunas ramas de acebo destinadas a atraer compradores navideños.

Me saludó con agrado y dijo cuánto la había entristecido la noticia de que nos marchábamos.

—Este lugar no será el mismo sin la escuela —aseguró—. Llevaba aquí tanto tiempo… Y le advierto que cuando supimos que iba a ser una escuela, de eso ya hace años, a más de uno no nos gustó demasiado. Pero después vino la señorita Grant, que cayó simpática a todo el mundo, y lo mismo digo de todas las niñas. Era agradable verlas venir al pueblo. Le aseguro que éste ya no será el mismo.

—Nosotras los echaremos de menos a todos ustedes —contesté.

—Yo siempre digo que los tiempos cambian. Nada permanece igual por mucho tiempo.

—No hay mucha gente en el pueblo en estos momentos —observé.

—No. Pero claro, ¿quién puede haber en esta época del año?

—Usted advierte la presencia de forasteros, ¿verdad?

La miré expectante. La señorita Stoker tenía la reputación de saber cuanto ocurría en el pueblo.

—Las señoritas Brewer vuelven a estar en las Plumas. Ya estuvieron aquí el año pasado. Les gusta hacer un alto en el viaje en su trayecto para visitar a sus primos, cosa que hacen cada año por Navidad. Saben que pueden confiar en las Plumas. Y allí se alegran de hospedarlas. No tienen muchos clientes en invierno. Tom Carew me decía que hay una cierta actividad en primavera, verano y otoño, pero que en invierno todo queda paralizado.

—Por consiguiente, en estos momentos las señoritas Brewer son los únicos huéspedes.

—Sí… y es una suerte que hayan decidido parar allí.

Esto era una doble confirmación. Si alguien más se hospedara en Las Tres Plumas, la señorita Stoker lo sabría.

De todos modos, cuando escapé de ella fui a ver a Las Tres Plumas y presenté a los Carew mis votos navideños. Me acogieron amablemente e insistieron en que bebiera un vaso de sidra.

—Nos quedamos de una pieza al enterarnos de que la señorita Grant había vendido el Manor —dijo la señora Carew—. Fue una sorpresa mayúscula, ¿no es verdad, Tom?

—Ya lo creo —aseveró éste—. Nos llevamos un disgusto, se lo aseguro.

—No había más remedio —dije, y los dos suspiraron.

Les pregunté entonces cómo les iba el negocio.

—Va tirando —contestó Tom—. Tenemos dos huéspedes… las señoritas Brewer. Ya habían estado aquí otra vez.

—Sí, me lo ha contado la señorita Stoker. ¿Y son los dos únicos huéspedes?

—Sí, sólo están ellas dos.

Ya no podía conseguir mayor corroboración.

—Jim, su mozo, parecía creer que hospedábamos a un amigo de ustedes…

—Pensamos que tal vez viniera aquí. Un caballero llamado Compton.

—Tal vez venga más adelante. En este caso, podríamos ofrecerle una habitación muy buena.

Salí de Las Tres Plumas muy desconsolada. Erré por el pueblo y después recordé La Cabeza del Caballo. No se lo podía llamar hotel, ya que se trataba más bien de una pequeña posada, pero disponían de un par de habitaciones que alquilaban de vez en cuando.

Fui a La Cabeza del Caballo y vi a Joe Brackett, al que conocía ligeramente. Me saludó y me dijo que sentía mucho que nos marcháramos. Yo fui directa al grano y le pregunté si un señor llamado Compton le había alquilado una habitación.

Movió negativamente la cabeza.

—Aquí no, señorita Grant. Tal vez en las Plumas…

—No —dije—, tampoco para allí.

—¿Y está segura de que se encuentra en este pueblo? No sé dónde más podría estar, como no sea en casa de la señora Shovell. A veces alquila una habitación…, sólo cama y desayuno. Pero esta semana está en cama, con uno de sus achaques.

Me despedí y emprendí el regreso hacia el Manor. Pensé que tal vez hubiera un mensaje.

Pero no había mensaje alguno.

Por la tarde, ayudé a las chicas a adornar la sala, y al anochecer llegó Daisy Hetherington.

*****

No fue pequeña la impresión que me causó Daisy Hetherington. Era una mujer enjuta, angulosa y muy alta. Descalza, debía medir su buen metro setenta y cinco. Yo no tenía nada de baja, pero a su lado me sentí empequeñecida. Tenía los ojos de un color azul muy claro y los cabellos blancos, e iba elegantemente vestida. Su palidez y sus facciones clásicas le daban el aspecto de haber sido tallada en piedra. Había algo pétreo en ella, pero también un aire de nobleza. Adiviné en seguida que debía de ser una directora modélica, ya que debía de inspirar inmediato temor y un gran respeto. Exigiría el máximo y quienes la rodearan lo ofrecerían, sabiendo que no se contentaría con menos. Impartiría perfección y querría lo mismo a cambio.

Lo único que no encajaba con su personalidad era su nombre. Daisy sugería una modesta florecilla oculta entre la hierba. Le hubiera sentado mejor un nombre regio: Elizabeth, Alexandra, Eleanor o Victoria.

Nadie podía parecérsele menos que tía Patty, que en su presencia daba la impresión de ser más obesa, más campechana y más frívolamente adorable que nunca.

Tía Patty había mandado a una de las doncellas a mi habitación para anunciarme la llegada de la señorita Hetherington y decirme que se encontraba en el salón antes de pasar al comedor para cenar. ¿Me reuniría con ellas allí?

Recuerdo que yo llevaba un vestido azul de terciopelo, con una chorrera blanca. Me había peinado mis lisos y espesos cabellos castaños muy altos por encima de la cabeza, para parecer más alta y, según esperaba, ofrecer un aspecto de mayor dignidad. Sabía que en presencia de la señorita Hetherington iba a necesitar todo el empaque que pudiera reunir. Me miré en el espejo. No era guapa, ni mucho menos. Mis ojos, de color marrón claro, tenían entre sí una separación levemente excesiva, mi boca era demasiado ancha, mi frente era excesivamente despejada para estar a la moda y mi nariz, como solía decir Monique, era «averiguadora», lo que significaba que tenía un ligero sesgo en la punta, que daba un toque de humor a un semblante por lo demás muy serio. Me había preguntado por qué Edward Compton había parecido interesarse más por mí cuando Monique era muy linda y Lydia bastante atractiva. Frieda era un tanto severa, pero tenía una franqueza cautivadora. Yo compartía con ellas la lozanía de la juventud pero, desde luego, no era la más llamativa de las cuatro. Resultaba extraño que Edward Compton me hubiera escogido a mí. A no ser, desde luego, que nuestros encuentros se hubieran debido al azar. El primero en el bosque y el del barco lo fueron, pero se había tomado la molestia de venir a Canterton y tuvo que ser para verme a mí. Pero entonces, ¿por qué se las había arreglado para venir a tomar el té y después no se había presentado?

Había una sola explicación. Nos habíamos conocido en el bosque y él había olvidado el encuentro hasta que me vio a bordo del barco. Pasaba por la región y había hecho un alto en Canterton. Recordó entonces que yo vivía allí. Nos encontramos por casualidad y tal vez yo le obligara a aceptar la invitación, planteándolo de tal modo que resultara descortés rehusar. Sin embargo, había optado por no acudir a la cita y se había esfumado de manera discreta.

Debía dejar de pensar en él. Era mucho más importante causar una buena impresión a Daisy Hetherington.

Bajé.

Tía Patty estaba radiante. Se levantó de un salto y, acercándose a mí, pasó un brazo por debajo del mío.

—¡Aquí está Cordelia! Daisy, te presento a mi sobrina, Cordelia Grant. Cordelia, la señorita Hetherington, propietaria de uno de los mejores establecimientos docentes del país.

La señorita Hetherington tomó mi mano entre las suyas, sorprendentemente cálidas. Yo había esperado que estuvieran frías… como la piedra.

—Encantada de conocerla —dije.

—Y yo de conocerte a ti —me respondió ella—. Tu tía me ha hablado muchísimo de ti.

—Venid a sentaros —invitó tía Patty—. Dentro de diez minutos servirán la cena. ¿No es divertido tener a la señorita Hetherington entre nosotras?

Me estaba sonriendo, casi guiñándome los ojos. «Divertido» parecía una palabra rara al emplearla en relación con la señorita Hetherington, pero, tratándose de tía Patty, toda la vida entraba en esta categoría.

Me senté, muy consciente de que aquellos penetrantes ojos azules estaban posados en mí, inquisitivamente, y noté que cada detalle de mi apariencia estaba siendo observado y que todo cuanto dijera iba a ser sopesado y utilizado como prueba en mi favor o en mi contra.

—Como sabes, Cordelia acaba de regresar de Schaffenbrucken —dijo tía Patty.

—Así lo tengo entendido.

—Ha pasado allí dos años. Pocas se quedan más tiempo.

—Dos o tres años es la estancia normal —dijo Daisy—. Debe haber sido una experiencia interesantísima.

Aseguré que así había sido.

—Debes contársela a la señorita Hetherington —me alentó tía Patty.

Estaba sentada en su butaca, sonriendo y asintiendo con la cabeza. El orgullo que yo le inspiraba era un tanto embarazoso, y pensé que debía hacer lo que pudiera para merecerlo.

Por consiguiente, hablé de Schaffenbrucken: de la programación cotidiana, de las clases, de las actividades sociales… de todo lo referente al colegio, hasta que Violet tosió tímidamente y anunció que podíamos cenar.

Mientras comíamos el pescado, Daisy Hetherington sacó a colación el tema que hasta entonces había estado orillando.

—Mi querida Patience —dijo—, espero que hagas lo más prudente al dejar esto.

—Sin ninguna duda —replicó jovialmente tía Patty—. Tanto mis abogados como el banco creen que es lo mejor… y ellos rara vez se equivocan.

—¿Tan mala es la situación?

—Tan buena —corrigió tía Patty—. Llega un momento en que una desea un cambio. Ahora me ha llegado a mí. Queremos una existencia tranquila… todas nosotras, y esto es lo que vamos a obtener. Violet ha estado trabajando demasiado, y ahora va a dedicarse a criar abejas, ¿no es así, Violet?

—Siempre me han cautivado las abejas —dijo Violet—, desde que mi primo Jeremy estuvo a punto de morir a causa de sus picaduras un día en que molestó a la abeja reina.

Tía Patty se echó a reír y aclaró:

—No podía tragar a su primo Jeremy.

—No se trata de esto, Patty, pero le estuvo bien empleado. Siempre estaba metiéndose con ellas. Mi madre solía decir: «Deja a las abejas en paz y ellas te dejarán en paz a ti».

—La cría de abejas puede ser un hobby interesante —opinó Daisy—, pero si estáis buscando obtener unos beneficios…

—Lo único que buscamos es un poco de miel de la mejor —dijo tía Patty—. Es deliciosa recién sacada del panal.

Yo conocía a tía Patty. Estaba dando adrede a la conversación un tono frívolamente ligero, pero lo que deseaba era que Daisy Hetherington no sospechara la seria finalidad que buscaba.

—Todas anhelamos una vida sencilla —continuó—. Violet, Cordelia y yo.

Daisy Hetherington había vuelto los ojos hacia mí. Casi los sentía hurgar en mi mente.

—¿Y no encontrará un tanto restrictiva esta situación, señorita Grant? A su edad, después de su educación y de su estancia en Schaffenbrucken… esto parece ser tiempo desperdiciado.

—Schaffenbrucken nunca es tiempo desperdiciado —intervino tía Patty—. La acompaña a una toda la vida. Siempre he lamentado no haber ido yo, ¿no crees, Daisy?

—Considero que es el complemento ideal para una educación —dijo Daisy—. Schaffenbrucken… y otros establecimientos parecidos.

—Por ejemplo la Academia Colby Abbey para señoritas —añadió tía Patty con malicia—. ¡Tiene una gran reputación! Pero en el fondo de nuestros corazones sabemos que nada… absolutamente nada… puede compararse con Schaffenbrucken.

—Mayor motivo, pues, para que tu sobrina no se enmohezca en el campo.

—A Cordelia le corresponde elegir lo que hará. En realidad, su formación la destinaba a la enseñanza, ¿no es así, Cordelia?

Dije que así era y Daisy se volvió hacia mí.

—Yo diría que tiene usted vocación.

—Me gusta la idea de estar entre gente joven. Siempre pensé que así sería en mi futuro.

—Claro, claro —dijo Daisy—. Me gustaría ver un poco todo esto mientras me encuentro aquí, Patience.

—No faltaría más. Pero ya sabes que ésta es la última semana y todo gira alrededor de las fiestas de Navidad. Menos actividad escolar y sí muchas diversiones navideñas, y puesto que va a ser la última Navidad…

—¿Y qué van a hacer tus alumnas cuando cierres? Será al finalizar el próximo trimestre, ¿verdad?

—Creo que varios padres tendrán en cuenta Colby Abbey si les explico que eres amiga mía. Les gustan las conexiones. Muchos padres se mostraron muy interesados al saber que Cordelia estaba en Schaffenbrucken. Claro, ellos pensaban que después enseñaría aquí.

—Sí, ya comprendo —dijo Daisy, y ni siquiera ella pudo ocultar una nota de especulación en sus ojos.

Se me estaba evaluando y, curiosamente, yo me sentía intrigada por ello. En cierto modo, me atraía Daisy Hetherington. Representaba un reto para mí y sabía que era una mujer a la que yo podría admirar. Sería dura y no podía imaginármela regida en ningún momento por los sentimientos, pero sería justa y apreciaría un buen trabajo; de hecho, no me era posible imaginármela tolerando lo que no fuera así.

Pensé en las largas jornadas en la campiña… sin hacer nada en particular, escuchando las charlas de Violet sobre la cría de abejas, tomando parte en fiestas del pueblo, presidiendo paradas en las ferias, compartiendo historietas jocosas con tía Patty… ¿y qué más? Siempre lo mismo hasta que me casara. ¿Y con quién me casaría? Con el hijo del vicario, si tenía uno. Aunque parecía como si los vicarios tuvieran casi siempre hijas. ¿El hijo del médico? No. A pesar de que con tía Patty tendría un hogar, yo deseaba algo más, y tía Patty era la primera en comprenderlo. No debíamos permitir que el aburrimiento estropeara nuestra excelente relación. Ella creía que yo debía asomarme al mundo y me había expuesto con toda claridad que veía en Daisy Hetherington un camino para empezar.

Daisy nos habló de la Academia Colby Abbey para señoritas y, mientras lo hacía, pareció perder su aspecto granítico, ya que sus mejillas cobraron un leve color y sus azules ojos se ablandaron. Era evidente que el verdadero centro de su vida era la escuela.

—Tenemos un escenario fuera de lo corriente. El colegio es parte de la antigua abadía, lo que nos proporciona un ambiente de lo más especial. Yo creo que los ambientes tienen la mayor importancia. Los padres quedan muy impresionados cuando ven el colegio por primera vez.

—Cuando yo lo vi me pareció un poco fantasmagórico —dijo tía Patty—. Violet tuvo pesadillas en aquella habitación en la que la instalaste.

—Fue por culpa del queso que comí en la cena —alegó Violet—. El queso siempre me produce ese efecto.

—Cada uno puede imaginar cualquier cosa en cualquier parte —dijo Daisy, cerrando aquel tema. Se volvió hacia mí—. Como decía, es un lugar de lo más interesante. Gran parte de la abadía fue destruida durante la Disolución, pero es mucho lo que todavía queda: los refectorios y la casa capitular. En el siglo XVI el edificio que ahora ocupamos fue restaurado por uno de los Verringer, y al mismo tiempo construyeron el Hall utilizando piedras de la abadía y de la mayor parte de las tierras en varias millas a la redonda. Son unos terratenientes muy ricos e influyentes. Tengo a dos de las chicas en el colegio… cosa muy conveniente para ellas y también para la escuela. No cabía esperar que Jason Verringer las mandara a otro lugar. Sí, se trata de un escenario poco corriente.

—Parece muy interesante —dije yo—. Supongo que están rodeadas por las ruinas de la abadía…

—Sí. Mucha gente viene a verlas, puesto que se habla de ellas, y esto da a conocer la escuela. A mí me gustaría comprar el lugar, pero Jason Verringer no lo permitiría. Y es natural, creo yo. Las tierras de la abadía pertenecen a la familia desde que Enrique VIII le hizo donación de ellas, cuando la abadía fue parcialmente destruida.

—A mí me gustó poder adquirir Grantley —dijo tía Patty.

—¡Qué suerte la tuya! —contestó Daisy rápidamente—. Esto te ha sido muy provechoso al quebrar la escuela.

—Oh, yo no diría quebrar —alegó tía Patty—. Es sólo que hemos decidido separarnos.

—Sí, ya lo sé… siguiendo el consejo de tu abogado y tu banquero. Una medida muy prudente, estoy segura. Pero penosa. Sin embargo, para ti tal vez la tranquila vida rural tenga su encanto.

—Intento que así sea —aseguró tía Patty—. Todas lo intentamos, ¿no es así Cordelia…, Violet? Vi, querida, estás soñando. Estoy segura de que ya oyes el zumbido de esas abejas. Ya te estoy viendo con una de aquellas cosas que se ponen en la cabeza para protegerse contra las picaduras, y contando a las abejas todos los chismes del lugar. ¿Sabías, Daisy, que hay que explicarles chismes a las abejas, pues de lo contrario trae mala suerte o cosas peores? No les gusta. Echan a volar muy enfadadas y puede que incluso piquen primero. ¿Sabías que dejan los aguijones clavados en la piel, cuando pican, y que esto las mata? ¡Qué lección para todos! Nunca hay que dejarse llevar por la cólera.

Daisy se dirigió a mí:

—Estoy segura de que después de sus estudios y su perfeccionamiento en Schaffenbrucken, deseará aprovechar sus cualificaciones.

—Sí —contesté—. Creo que así será.

Después siguió hablando, dirigiéndose casi exclusivamente a mí, sobre la Academia Colby Abbey, del número de profesoras que tenía, de las materias que allí se enseñaban y de que se concentraba en las chicas de más edad.

—En su mayoría, nuestras alumnas se marchan a los diecisiete años. Algunas van a Schaffenbrucken o a otros colegios del continente. ¿Por qué cree siempre la gente que es preciso ir al extranjero para aprender las gracias sociales? Sin duda, en este país somos nosotras las mejores exponentes de ellas en todo el mundo. Quiero que la gente comprenda esto y he estado pensando en añadir una enseñanza adicional para las mayores, digamos las chicas de dieciocho o diecinueve años: danza, conversación…, debates.

—Sí, esto era lo que nos enseñaban en Schaffenbrucken.

Asintió con la cabeza.

—Tenemos ya un maestro de danza y un maestro de canto. Algunas alumnas tienen excelentes voces. Mademoiselle Dupont y fräulein Kutcher enseñan francés y alemán, y son dos profesoras muy competentes. Hay que tener personas nativas de los respectivos países.

Yo escuchaba atentamente. Me había inspirado el deseo de ver el colegio Abbey.

Parecía desleal respecto a tía Patty querer alejarme del hogar, pero en realidad pensaba que no quería quedarme allí todo el tiempo, y regresar a casa para las vacaciones sería magnífico. Casi podía oír el zumbido de las abejas de Violet y ver a tía Patty tocada con un enorme sombrero y sentada debajo de uno de los árboles, ante una mesa blanca llena de pasteles, merengues y mermelada de fresa. Agradable… hogareño… confortable, pero no podía dejar de pensar en aquella escuela Abbey, con las ruinas fantasmagóricas muy cercanas y la mansión, la casa de los poderosos Verringer, a unos cinco kilómetros.

Todavía pensaba en ello cuando me retiré y no llevaba más de cinco minutos en el sillón, resoplando ligeramente a causa de la excitación y el regocijo.

—Creo que ha mordido el anzuelo —dijo—. Me parece que hará una oferta. Siempre toma decisiones rápidas. Incluso se enorgullece de ello. Supe que Schaffenbrucken iba a inclinar la balanza.

—Yo me he sentido muy intrigada.

—Ya he podido verlo. Te hará una oferta, y creo que deberías aceptarla. Si no te gusta aquello y ella trata de imponerse demasiado, puedes marcharte en el acto. Pero no será así. Tú ofrécele un buen trabajo cada día y ella cuidará de ti. La conozco bien. Pero, como te digo, si algo no va como es debido, Vi y yo te estaremos esperando. Tú ya lo sabes.

—¡Siempre me facilitas extraordinariamente las cosas! —exclamé, emocionada—. Nunca olvidaré mi llegada al muelle, cuando te vi con aquel sombrero de la pluma azul.

Tía Patty se secó los ojos. Eran lágrimas sentimentales, pero también lágrimas de hilaridad.

—Oh, aquel sombrero… Todavía lo tengo en alguna parte, pero creo que la pluma está un poco maltrecha. Podría ponerle una pluma nueva. ¿Por qué no?

—Tía Patty —le dije—, si Daisy Hetherington me ofrece un puesto… y yo lo acepto, no es porque no quiera estar contigo.

—Claro que no. Debes tener una vida propia y no corresponde a los jóvenes enterrarse con los viejos. Vi y yo tenemos nuestros intereses. Tu vida no hace más que empezar. Debes asomarte al mundo y, como te dije, jugar debidamente tus cartas, y cualquier día… ¿quién sabe? ya has visto que ella no es la propietaria de ese lugar. Supongo que sólo debe tenerlo arrendado. Debió de obtener el arriendo de esos Verringer de los que siempre está hablando. Está bien situada allí. Me gustaría que te avinieras con Daisy. En realidad, me inspira un gran respeto. En el mejor de los casos, este trabajo puede llevar a grandes logros, y como mínimo va a ser una valiosa experiencia.

Nos abrazamos y ella se marchó de puntillas, con aires de conspiradora satisfecha. Yo me acosté y dormí bien, después de los angustiosos sueños de la noche anterior. Al día siguiente sostuve una larga conversación con Daisy Hetherington, el resultado de la cual fue asegurarme que si yo decidía incorporarme a su colegio al comenzar el trimestre de primavera, ella estaría encantada de tenerme a su lado. Yo impartiría una enseñanza similar a la que había seguido en Schaffenbrucken y, además de dar clases de conversación y debate, instruiría a las alumnas en el comportamiento y les enseñaría inglés.

Parecía un proyecto interesante y, puesto que ya había alentado mi curiosidad con descripciones de aquella escuela que era parte de una abadía, me sentí muy inclinada a aceptar.

No obstante, puesto que me preocupaba tía Patty y sabía que ella me apremiaba más por mi propio bien que por su agrado, titubeé.

—Debo tener su respuesta inmediatamente después de Navidad —dijo Daisy, y así quedó la cosa.

Tía Patty se mostró encantada.

—Lo has enfocado muy bien —me aseguró—. No demasiado ávida. Bien, Daisy se marchará inmediatamente después del concierto de villancicos. Se queda sólo por el placer de decirnos que las cantoras de villancicos de la Academia Colby Abbey para señoritas están mucho mejor preparadas.

A su debido tiempo, Daisy se marchó agradeciendo gentilmente nuestra hospitalidad y subrayando que mi respuesta debía llegarle antes del uno de enero.

Y llegó entonces el momento de la partida de las chicas. Nos despedimos con tristeza y muchas de ellas se mostraron apenadas por ser aquélla la última Navidad en Grantley Manor.

Navidad fue lo que siempre había sido. Hubo el ganso tradicional y el pudín navideño, y durante los dos días se reunieron con nosotras muchos vecinos. Vino el violinista del pueblo y bailamos en el vestíbulo. Sin embargo, todos sabían que se trataba de la última vez, y ello significaba una cierta nota de tristeza.

Me alegré cuanto terminó todo y tuve que tomar mi decisión, cosa que como es de suponer ya había hecho. Escribí a Daisy Hetherington aceptando su oferta y diciéndole que estaría dispuesta a empezar cuando comenzara el curso de primavera.

Había equipajes que preparar y una nueva casa que visitar. Era un lugar agradable, de hecho encantador, pero, claro está, casi insignificante comparado con el Manor.

No había oído nada más acerca de Edward Compton, lo que me sorprendía y me dolía, ya que había esperado alguna explicación. Parecía un suceso tan extraordinario que a veces llegué a pensar si no habría sido todo ello imaginación mía. Al rememorar los hechos, comprendía que, aparte del encuentro con las otras tres chicas, yo había estado sola cuando le vi en el tren, en el barco y en el bosquecillo. En algunos momentos, llegaba a convencerme de que había imaginado aquellos encuentros. Después de todo, había algo en él que lo diferenciaba de las demás personas.

Comprendí entonces que sabía poco acerca de los hombres. Muchas chicas se habrían mostrado mucho más experimentadas que yo. Supongo que esto se debía a haber permanecido tanto tiempo en el colegio; los jóvenes, sencillamente, no habían entrado en mi vida. Monique había conocido a su Henri, sabiendo que se casaría con él. Frieda tal vez no hubiese conocido a más hombres que yo. Lydia tenía hermanos y éstos tenían amigos a los que a veces invitaban a su casa. Había hablado de ellos al regresar de sus vacaciones. Pero yo había vivido en una sociedad dominada por mujeres. Había, desde luego, el nuevo coadjutor del vicario. Tendría unos veinte años y era tímido, y también estaba el hijo del médico, que estudiaba en Cambridge, pero ninguno de los dos resultaba muy romántico. Era eso. Edward Compton era indiscutiblemente muy romántico. Había suscitado en mí un nuevo interés, tal vez porque había demostrado claramente que yo le gustaba… que me prefería. Cualquiera se siente ufana al verse preferida a otras tres muchachas no poco atractivas.

Y sin embargo me sentía amargamente decepcionada. Todo había comenzado tan románticamente… para terminar después de una forma tan desastrosa.

Tal vez fuera ésta una de las razones por las que andaba yo buscando la aventura. Quería aceptar el reto, empezar en un nuevo territorio.

Y así lo haría, desde luego, cuando fuera a la Academia Colby Abbey.

Cuando tía Patty me enseñó la nueva casa en Moldenbury, para complacerla expresé un entusiasmo mayor del que realmente sentí. Exploramos el jardín, bastante amplio, y decidimos dónde tendría tía Patty su invernadero y Violet sus abejas, cuál sería mi habitación y cómo la amueblaríamos.

Camino de casa, tuvimos que esperar en el terminal de Londres para tomar el tren de Canterton y, mientras estaba allí, vi un cartel que mencionaba trenes hacia Bury St. Edmunds. Creo que fue entonces cuando la idea germinó en mi mente.

*****

Supe que iba a hacerlo, aunque no estaba muy segura de cómo debía actuar una vez llegara allí.

Tal vez no quisiera buscarle. Tal vez sólo quisiera asegurarme de que realmente había existido y de que yo no había estado soñando ni había imaginado toda aquella aventura.

Cuanto más me distanciaba el tiempo de aquel suceso, más mítico me parecía. Él era diferente de cualquier persona a la que hubiera conocido antes. Era muy guapo, con aquellas facciones esculpidas, semejantes a las de Daisy Hetherington, pero no me cabía la menor duda de que ésta era una persona real. Verlo en aquel bosque con mis tres amigas había sido un hecho indiscutiblemente real, pero ¿no habría empezado a imaginar ciertas cosas respecto a él? Se debía probablemente a la charla de Elsa acerca de la mitología de las leyendas del bosque, el que a veces, en mis pensamientos, le convirtiera a él en parte de éstas. ¿Pude haber imaginado verlo en el tren, en el barco y aquí, en Canterton? ¿Habría sido todo imaginación por mi parte? No. Esto resultaba ridículo. Yo no tenía nada de soñadora; era una joven muy práctica. Resultaba un tanto alarmante pensar que se pudieran imaginar ciertos acontecimientos hasta el punto de no llegar a convencerse de si habían ocurrido o no en realidad.

Deseaba salir de dudas, y por eso, cuando vi aquel aviso que hablaba de Bury St. Edmunds, tuve la idea de emprender un viaje de exploración. Yo había mencionado Bury St. Edmunds como la única población que conocía en Suffolk, y él me había dicho que sí, que su casa se encontraba cerca de ella.

Croston. Éste era el nombre que él había mencionado. El pueblecito cerca de Bury St. Edmunds. Suponiendo que fuese allí y encontrara Compton Manor, no lo consideraría de una lógica aplastante. Difícilmente podía hacer tal cosa. Pero me convencería de que él era un joven de modales más que criticables y de que yo era una muchacha sensata que no se dejaba arrastrar por fantasías y después se preguntaba si éstas eran reales o no.

Y vino el momento en que la oportunidad se presentó por sí sola.

Era a mediados del trimestre. Las negociaciones sobre la casa habían quedado completadas. Tía Patty dejaría Grantley a principios de abril, y para entonces yo estaría ya camino de Colby Abbey.

Reinaba una gran actividad y tía Patty se regocijaba con ello. Había muchos muebles y objetos de los que disponer y encargué ciertas alteraciones en la nueva casa, de modo que había un continuo ir y venir. Violet estaba agotada y ya no sabía hacia dónde volverse, pero tía Patty exultaba.

Había de ir a Moldenbury para ver al arquitecto y decidió que, una vez en Londres, donde había que cambiar de tren, se quedaría unos días para hacer unas compras y ocuparse de la venta del material escolar que quedaba en Grantley. Después iría a Moldenbury y se decidió que yo la acompañaría.

Cuando estuvimos en Londres, dije que me gustaría quedarme un poco más para efectuar algunas compras personales y se dispuso que me hospedara en el Smith’s, el pequeño y confortable hotel familiar en el que tía Patty siempre se alojaba cuando se encontraba en la ciudad y donde la conocían bien, mientras ella se iba a Moldenbury. Cuando ella regresara a Londres, seguiríamos juntas el viaje hasta Grantley.

Por consiguiente, me encontré sola y comprendí que si estaba decidida a hacer aquella excursión investigadora tenía que ser entonces.

Salí por la mañana temprano y, al llevarme el tren hacia Bury St. Edmunds, me pregunté si no estaría comportándome de forma demasiado impulsiva. ¿Y si me encontraba cara a cara con él? ¿Cuál sería mi excusa por buscarle de ese modo? Él había ido a Canterton, claro, pero eso era diferente. Había demostrado con toda claridad que no deseaba continuar la relación… o amistad, o fuera lo que fuese. Por tanto, no resultaba muy correcto buscar su paradero.

No. Pero yo no tenía la menor intención de llamar a la puerta de Compton Manor si es que encontraba la casa. Iría a alguna posada cercana y haría preguntas discretas. Si los habitantes de Suffolk eran tan amantes de los chismes como los de Sussex, tal vez descubriera lo que quería saber, que era —me aseguraba a mí misma— simplemente averiguar si alguna vez había existido un hombre llamado Edward Compton, con la finalidad de librarme de aquella absurda noción de que había estado sufriendo una especie de alucinación.

Era una mañana radiante y fría, muy vigorizante, y mientras el tren hacía su camino me sentí cada vez más excitada. Llegamos puntualmente y me sentí animada cuando, al preguntar cómo podía llegar a Croston, me dijeron que había una línea secundaria con un tren cada tres horas, y que si me apresuraba todavía podría tomar el próximo.

Así lo hice y me felicité a mí misma cuando empezamos a atravesar lentamente aquel paisaje agradable aunque llano.

Croston era un simple apeadero. Vi a un hombre que podía ser un empleado del ferrocarril y me dirigí a él. Era de mediana edad, con barba gris y ojos lacrimosos. Me miró con curiosidad y pensé que no debía de ver a muchos forasteros.

—¿Está cerca de aquí Compton Manor? —pregunté.

Me miró con expresión de extrañeza y después asintió con la cabeza. De nuevo cobré ánimos.

—¿Qué desea del Manor? —me preguntó.

—Yo… quería seguir ese camino.

—Ah, ya comprendo —se rascó la cabeza—. Tome el sendero. La llevará hasta Croston. Siga la calle y después gire a la derecha.

Todo estaba marchando sin la menor dificultad.

Croston era una breve calle con unos cuantos cottages con techo de paja, una sola tienda, una iglesia y una posada. Giré a la derecha y seguí andando.

No había llegado muy lejos cuando vi un viejo rótulo, la mitad del cual había desaparecido. Lo examiné de cerca y pude leer: «Compton Manor».

Pero ¿en qué dirección? Debía ser hacia adelante, ya que el otro sentido, el único, era el trayecto que yo había seguido. Seguí caminando por la callejuela y al doblar un recodo vi una mansión. Solté un respingo, horrorizada. No podía ser ése el lugar. Y sin embargo había el rótulo…

Me acerqué. No era más que un cascarón vacío. Las paredes de piedra estaban ennegrecidas. Pasé a través de una abertura de aquellos chamuscados muros y observé que crecían hierbajos allí donde antes hubo habitaciones. Por tanto, el fuego no podía ser reciente.

Aquello no podía ser Compton Manor. Debía encontrarse más allá.

Dejé atrás las negras ruinas y encontré el camino. Ante mí sólo había campos, y a causa del carácter llano del terreno pude ver kilómetros más allá. Desde luego, no había ninguna casa allí.

Me senté en la cuneta. Estaba aturdida. Tratando de resolver el misterio, me había sumido todavía más en él.

No podía hacer otra cosa que volver sobre mis pasos hasta la estación, donde tendría que esperar un par de horas el próximo tren hacia Bury St. Edmunds.

Atravesé el pueblo caminando lentamente. Mi viaje había sido en vano. Llegué hasta la iglesia. Era muy antigua, normanda, supuse. Había muy pocas personas por allí. Había sido una tontería ir.

Entré en la iglesia. Tenía un hermoso ventanal con una vidriera de colores, impresionante por tratarse de una iglesia tan pequeña. Me acerqué al altar y contemplé una placa de bronce en la que se habían grabado las palabras: «En recuerdo de sir Gervaise Compton, baronet de Compton Manor». Miré a mi alrededor y vi que había otros recuerdos dedicados a la familia de Compton.

Mientras me encontraba allí, oí pasos detrás de mí. Un hombre entraba en la iglesia, cargado con una pila de casullas.

—Buenos días —me saludó—, o, mejor dicho, buenas tardes.

—Buenas tardes —contesté.

—¿Echando un vistazo a nuestra iglesia?

—Sí. Es muy interesante.

—No vienen muchos visitantes, a pesar de que es una de las más antiguas del país.

—Así lo he supuesto.

—¿Le interesa la arquitectura, señora?

—Poco sé de ella.

Pareció decepcionado y supuse que le hubiera gustado darme una conferencia sobre el estilo normando comparado con el gótico. Debía de ser el sacristán o guardián de la iglesia, o tener algún cargo relacionado con ella.

—He estado contemplando esa casa quemada junto al camino —le dije—. ¿Podía ser Compton Manor?

—Sí, señora, era Compton.

—¿Cuándo tuvo lugar el incendio?

—Pues debió de ocurrir hace cosa de veinte años.

—¡Veinte años!

—Una tragedia terrible. Empezó en las cocinas. Queda sólo la estructura exterior, pero me pregunto por qué no lo reconstruyeron. Las paredes todavía son recias. Fueron construidas para durar mil años. Se ha hablado de ello, pero nunca se hace nada.

—¿Y la familia Compton?

—Fue el fin de ellos…, murieron en el incendio. Un niño y una niña. Fue trágico. La gente todavía habla de ello. Estaban también sir Edward y lady Compton. También murieron. De hecho, pereció toda la familia. Fue un suceso trágico para este lugar, ya que en aquel entonces los Compton eran Croston. Desde entonces, el pueblo no ha vuelto a ser lo que era. No hay una gran familia para tomar las chicas a su servicio y ocuparse de los asuntos del pueblo…

Yo apenas le escuchaba. Me estaba preguntando cómo podía él haber sido Edward Compton, de Compton Manor. Estaban todos muertos.

—Pudieron recuperar casi todos los cadáveres. Están enterrados todos en ese cementerio… en el terreno especial de los Compton. Mi padre recuerda el entierro. Hablaba muy a menudo de él. «Un día de luto para Croston», decía. ¿Está usted interesada en esa familia, señora?

—Bien, vi la casa… y es una historia terrible y muy triste.

—Sí, ellos eran Croston. Mire alrededor de esta iglesia. Verá que dejaron trazas por doquier. Aquí delante tiene su banco. Nadie lo ha utilizado desde entonces. Si quiere salir, le enseñaré las tumbas.

Le seguí hasta las sepulturas, temblando ligeramente.

—Se está levantando un viento frío —comentó él—. Aquí, los vientos son a veces muy desapacibles. Cuando soplan desde el este, hielan hasta le médula.

Caminó entre las lápidas y llegamos a un rincón aparte. Nos encontrábamos ante un terreno bien cuidado, en el que se habían plantado varios rosales y laureles. Debía de ser muy hermoso en verano.

El hombre dijo entonces:

—Ésta es la tumba de sir Edward. Puede ver la fecha. Sí, ocurrió hace poco más de veinte años. Todas estas tumbas… son de las víctimas del incendio. Ésta es la de lady Compton y ésta la del pequeño Edward y su hermana Edwina. Pobres pequeños, apenas habían comenzado a vivir. Son cosas que hacen pensar, ¿no cree? Él tenía dos años y Edwina cinco. Llegaron al mundo y en seguida fueron arrebatados de él. Esto hace pensar… Si pudieran mirar hacia abajo y ver lo que pudo haber sido…

—Ha sido muy amable al enseñarme todo esto —le dije.

—Con mucho gusto. Pocas personas se interesan por esto, pero he podido ver que usted sí.

—Sí —dije—, y le doy las gracias.

Quería estar sola. Quería pensar. Eso era lo último que hubiera esperado encontrar.

Me alegré del largo viaje de regreso, durante el que pude ponderar cuanto había visto y tratar de captar lo que pudiera significar, pero cuando llegué a Londres no estaba más cerca de resolver el misterio.

¿Podía ser, realmente, que el hombre al que había visto fuese un espectro…, un fantasma del pasado?

Esta teoría podía explicar muchas cosas, y sin embargo me negaba a aceptarla. Una cosa era segura: no había ningún Edward Compton de Compton Manor. ¡No había habido ninguno desde hacía más de veinte años!

Pero entonces, ¿quién era el desconocido que tanta impresión había causado en mí, que me había mirado —sí, entonces yo lo confesaba— con admiración, y con algo que me indicaba que podíamos tener una relación más cercana y que esto era lo que él anhelaba?

¿Cómo podía yo haber imaginado todo aquel conjunto de hechos? Él había estado en el bosque. ¿Era posible que en aquel bosque que según decía Lydia era un poco fantasmagórico —la misma palabra que tía Patty había utilizado respecto al colegio Abbey— sucedieran cosas extrañas?

Debía olvidar el incidente. No podía permitir que siguiera ocupando mis pensamientos. Era una de aquellas extrañas experiencias de la vida. Cosas que sucedían de vez en cuando. Algo que había leído yo al respecto y no había explicación.

Tenía la seguridad de que lo más acertado era tratar de expulsar todo el asunto de mi mente.

Pero esto resultaba imposible. Cuando cerraba los ojos podía ver aquella lápida funeraria: sir Edward Compton… y la de aquel niño, otro Edward.

Era misterioso… y bastante atemorizador.

Sí, desde luego. Sin duda, tenía que intentar olvidarlo.