Un descubrimiento alarmante

Había comenzado el nuevo curso. Daisy convocó su usual conferencia previa y todas nos reunimos en su estudio.

—Haremos todo lo posible —dijo— para olvidar los eventos del curso anterior. Las niñas deben estar bajo la más estricta supervisión cuando estén fuera de aquí… incluidas las clases de equitación. Fue una suerte que la alumna en cuestión fuese Fiona Verringer y que en realidad se escapara de su propia casa, y no de la escuela. De haber sido una de las otras, seguramente se habrían producido desagradables dificultades con los padres. Sin embargo, debemos precavernos contra semejantes eventualidades. Por lo que me dice sir Jason Verringer, no tiene idea del paradero de Fiona y su esposo, aunque recorrió el continente en busca de ellos. Bien, esperemos ahora un curso mucho más tranquilo. No nos interesa que las niñas se excedan en sus habladurías, y no se hará la menor referencia a este incidente. Las jovencitas tienden a admirar esas insensateces. Otra fuga representaría un desastre para el colegio. Por lo tanto…, este asunto queda archivado.

»Sería buena idea que empezaran ya a preparar algún tipo de espectáculo para las fiestas navideñas. Parece muy pronto para pensar en esto, pero mantendría ocupadas las mentes de las niñas. Digamos, por ejemplo, algunas escenas de Shakespeare… breves extractos que pudieran representar antes de las clases. Esto suscita interés y especulación y mantiene en actividad sus cabezas.

»Señorita Grant, voy a poner de nuevo a Charlotte Mackay en la habitación de Eugenie Verringer. Ya habían estado juntas y siempre han sido buenas amigas. Creo que esto puede ayudar a Eugenie. Debe de echar de menos a su hermana. Ha pasado sus vacaciones en casa de los Mackay, un lugar al norte, cerca de Berwick. No quiero que Eugenie piense demasiado en su hermana. Fue buena idea dejarla ir a casa de los Mackay en vez de quedarse en el Hall y recordar a cada momento que su hermana ya no estaba. El temperamento de Eugenie no es muy plácido, y las niñas con este carácter pueden presentar diversas dificultades.

»Hay una alumna nueva: Margaret Keyes. Parece ser una niña muy agradable. Puede ocupar el lugar de Charlotte con Patricia Cartwright.

Siguió comentando otros aspectos del curso y finalmente fuimos despedidas para que pudiéramos ir a nuestras habitaciones e «instalarnos», como decía ella.

Aquella noche hice mi ronda. Todas estaban debidamente acostadas y reinaba la paz, incluso en la habitación de Charlotte y Eugenie, si bien la primera me dirigió una mirada triunfal como para recordarme aquella primera noche en la escuela con la discusión sobre quién había de dormir en cada cuarto.

Los primeros días transcurrieron apaciblemente, hasta que una noche me despertó una figura de pie junto a mi cama y una voz que me llamaba con urgencia:

—Señorita Grant, señorita Grant…

Me incorporé. Junto a mi cama estaba Charlotte.

—¡Charlotte! —exclamé—. ¿Qué ocurre?

—Es Eugenie —me dijo—. Está enferma.

Me puse apresuradamente la bata y las zapatillas y seguí a la chica hasta su dormitorio. Eugenie yacía en la cama; estaba muy pálida y gotas de sudor perlaban su frente. Sus manos estaban húmedas y frías.

—Ve a buscar en seguida a la señorita Hetherington —ordené a Charlotte.

Ésta, que parecía realmente asustada, me obedeció en el acto.

Al poco rato, Daisy se encontraba junto a la cabecera de la cama, con sus hermosos cabellos blancos en dos trenzas atadas con cinta azul, pero con un aspecto más imperativo que nunca.

—¡Eugenie está enferma! —dijo, inclinándose sobre la chica.

—¿Cree que debemos avisar al médico? —pregunté.

Meneó la cabeza.

—Todavía no. Probablemente, tan sólo se trata de un ataque de bilis. No quiero que las demás se enteren. Siempre exageran las cosas. En mi habitación hay un frasco de sales volátiles, ¿quieres ir a buscarlo, Charlotte? Está sobre la cómoda, a la derecha.

Charlotte salió corriendo.

—Probablemente habrá comido algo que le ha sentado mal —dijo Daisy—. Son cosas que ocurren a menudo. ¿Qué cenó?

—Pescado, y antes de retirarse tomó su leche con galletas.

—Ha debido de ser el pescado. Démosle media hora. Si entonces no está mejor, llamaré al médico.

Charlotte regresó con las sales.

—Veamos —dijo Daisy—. Esto ha de aliviarla.

Eugenie abrió los ojos.

—¿Te encuentras mejor ahora, querida? —preguntó Daisy con aquella voz enérgica que exigía afirmación.

—Sí, señorita Hetherington.

—Te sentías enferma, ¿verdad?

—Sí, señorita Hetherington… mareada y con vahídos.

—Está bien, sigue acostada y bien quieta. La señorita Grant y yo nos quedaremos aquí hasta que te duermas, pero sabemos que estás ya repuesta.

—Gracias —dijo Eugenie.

—Charlotte, tú debes acostarte. Puedes vigilar a Eugenie, pero nosotras nos quedaremos un rato. Es tan sólo un vulgar ataque de bilis. El pescado le habrá sentado mal.

¡Qué espléndida era nuestra Daisy! Ningún general hubiera podido infundir mayor confianza a sus tropas. Sabíamos todas que, con Daisy al frente, todo debía funcionar de acuerdo con los planes previstos.

Y sin embargo… se había producido un rapto. Claro que ella no supo nada al respecto hasta encontrarse al frente del hecho consumado.

Eugenie había cerrado los ojos. Respiraba más acompasadamente y tenía mucho mejor aspecto.

—Creo que se ha dormido —dijo Daisy—. Ya vuelve a ser la de siempre. —Tocó la frente de Eugenie—. No hay fiebre —susurró.

Al cabo de cinco minutos de silencio se levantó y dijo:

—Creo que podemos volver a nuestros cuartos. Charlotte, si Eugenie necesita algo, despiertas a la señorita Grant. Y si es necesario, ven a buscarme.

—Sí, señorita Hetherington.

—Buenas noches, Charlotte. Confío en que echarás algún que otro vistazo a Eugenie.

—Sí, señorita Hetherington. Buenas noches. Buenas noches, señorita Grant.

Ante mi habitación, Daisy se detuvo unos momentos.

—Mañana por la mañana estará repuesta. Como yo creía, un poco de bilis. Charlotte se ha comportado bien. Creo que esta jovencita mejoraría considerablemente si tuviera algo que hacer. Si se sintiera útil… ¿Qué opinas?

—Estoy segura de ello.

—Bien, debemos vigilarlas a ambas —dijo Daisy—. No creo que esta noche vuelvan a despertarnos.

Me acosté. Estaba cansada y pronto me quedé dormida.

Por la mañana, Eugenie estaba mejor; casi normal, pero a pesar de todo juzgué que le convenía descansar un poco, a lo que ella se oponía pues la avergonzaba estar enferma.

—Es que ya estoy bien, de veras, señorita Grant. No sé lo que he tenido, pero tan sólo me encuentro un poco rara.

—Creo que deberías descansar esta tarde.

—¡Oh, no, señorita Grant!

—Sí, Eugenie. Estos ataques debilitan más de lo que parece. Insisto en que esta tarde descanses. Puedes leer, o tal vez Charlotte te hará compañía.

Accedió, aunque de mala gana.

Debían de ser casi las tres cuando fui a mi habitación y, al recordar que Eugenie estaba descansando, decidí comprobar si había obedecido mis órdenes.

La puerta estaba cerrada, pero oí risitas dentro del cuarto y supuse que Charlotte estaba con ella.

Titubeé, pero decidí echar un vistazo. Llamé a la puerta y hubo inmediato silencio, abrí y entré.

Eugenie estaba echada en la cama y Charlotte también en la suya. Elsa ocupaba la silla.

—¡Oh! —exclamé.

—Usted me dijo que descansara —alegó Eugenie.

—Hemos venido a distraerla un poco —explicó Elsa, sonriéndome.

—Parece que, efectivamente, lo estáis consiguiendo. ¿Cómo te encuentras, Eugenie?

—Muy bien.

—Me alegro. Está bien, puedes levantarte cuando quieras.

—Gracias, señorita Grant.

Al salir y cerrar la puerta, se reanudaron las risitas.

Pensé en Elsa. Desde luego, no se comportaba como una sirvienta y me pregunté, como ya había hecho en otras ocasiones, si debía reprenderla por intimar con las alumnas, como si fuera una de ellas en vez de una empleada. Pero ella siempre conseguía recordarme, con una sola mirada, aquellos tiempos en Schaffenbrucken en que se había comportado conmigo y con mis amigas tal como lo hacía ahora con Eugenie y con Charlotte. Era una de las desventajas de encontrarse en una posición como la mía, en la que estaba presente alguien que me había conocido como alumna. Difícilmente se podía regañar a otras por lo que una misma había hecho. Y tal vez el aspecto más extraordinario de la cuestión fuese el hecho de que Charlotte, a la que todas conocíamos como una esnob, se relacionara tan amistosamente con una sirvienta.

Sin embargo, este incidente no ocupó por mucho tiempo mis pensamientos.

Había una carta de John Markham para mí. Me preguntaba mis impresiones al regreso a la escuela después de las vacaciones.

Fue una semana inolvidable la que pasamos juntos —escribía—. Era como si nos hubiéramos conocido desde mucho tiempo, años incluso. ¿Por qué no la invitó nunca Lydia a pasar unas vacaciones con nosotros? Nos habríamos conocido antes. Me gustaría verla pronto. ¿Es tabú visitar la escuela? Supongo que no sería considerado muy comme il faut. ¿Hay algún breve periodo de vacaciones mediado el trimestre? ¿Va usted a su casa? Tal vez resulte un viaje demasiado largo si no dispone de mucho tiempo. Me gustaría que conociera a mi hermano Charles. ¿No podrían visitarnos usted y Teresa? Piense en esta posibilidad.

Pensé en ella y era bastante tentadora, pero no la comenté con Teresa porque temí darle esperanzas y yo no estaba segura de si iría.

Todavía me resentía del golpe que fue para mí el encuentro con Jason Verringer en la Madriguera del Diablo, en Colby Hall. Me había trastornado más de lo que pensé en aquel tiempo. No podía dejar de pensar en él y en mi mente surgían imágenes de lo que pudo haber ocurrido si yo no hubiera tenido el gesto dramático de romper el cristal con las manos. De todos modos había sido un gesto desesperado, ya que nunca habría podido eludirle de haber estado él decidido a apoderarse de mí. Y si hubiera conseguido atravesar la ventana, ¿habría saltado desde lo alto del edificio? Lo que yo había dado a entender era que prefería la muerte antes que someterme a él. Fue una temeridad, pero logró apaciguarlo. Quedó realmente impresionado al ver la sangre en mis manos.

Una y otra vez me decía que dejara de pensar en él, que le olvidase. Había sido tan sólo una experiencia desagradable de la que yo había salido sin mancilla. Incluso las cicatrices de mis manos estaban perfectamente curadas. Pero en Colby estaba rodeada por las ruinas del pasado, con todas sus siniestras leyendas y los terribles sufrimientos que hubo allí, y me abrumaba un ambiente que parecía augurar desastre y tragedias.

Ocurrían allí cosas extrañas. Parecía como si Jason Verringer nunca estuviera muy distanciado de ellas. ¿Qué le había pasado, en realidad, a su esposa? ¿Dónde estaba Marcia Martindale? Siempre surgían preguntas sobre el papel representado por Jason. Era un hombre de oscuros secretos. Casi resultaba creíble que el diablo hubiera sido uno de sus antepasados.

Cuán diferente había sido todo en Epping, con el sol, el aroma del heno, la simplicidad de todo, la modalidad de vida, la misma gente. Todo era limpio y puro, y fácil de entender. Paz… eso era lo que ofrecía, y la paz me parecía ahora algo muy tentador. Anhelaba estar allí y sin embargo… casi contra mi voluntad me sentía atraída por las negruzcas torres de Colby Hall y las ruinas de la abadía.

Lo que finalmente me decidió a aceptar la invitación de John fue otra carta que recibí. Había sido enviada por tía Patty y era de Monique Delorme, que me escribía en francés:

Querida Cordelia:

Ya no soy mademoiselle Delorme, sino madame de la Creseuse. Sí, me he casado con Henri. La vida es maravillosa. Vamos a ir a Londres. Unos amigos de Henri nos ceden una casa por dos semanas, y estaremos en tu capital a partir del día 3 del mes que viene. Sería estupendo verte. Escríbeme allí. Te adjunto las señas. Espero con impaciencia recibir noticias tuyas. ¡Ven!

Tu amiga que te quiere de veras,

MONIQUE

Le dije a Daisy que había recibido una invitación de unos amigos con los que habíamos pasado unos días en verano.

—Tienen la casa en Londres, pero estuvimos con ellos una semana en el campo. Podría ir en las vacaciones de medio trimestre. Sólo son cinco días, incluido el fin de semana, y pensé que podría aprovecharlos.

Daisy se quedó pensativa.

—Pocas serán las niñas que vayan a sus casas. Desde luego, no habrá clases, y no creo que ninguna otra profesora tenga pensado ausentarse. Sí, creo que podríamos arreglarlo.

—Teresa también está invitada.

—Esto será muy bueno para ella.

—Entonces, ¿puedo organizar mis planes?

—Sí, creo que sí. Adelante con ellos.

Así lo hice. John escribió para manifestar su alegría y, en cuanto a Teresa, estaba entusiasmada. También escribí a Monique, a las señas que me había incluido en su carta, y le dije que la visitaríamos aprovechando su estancia en Londres.

*****

John nos esperaba en la estación de Paddington y al poco tiempo nos dirigíamos en un cab a su casa de Kensington. Era un edificio alto en una plaza, custodiado por dos leones de piedra de aspecto feroz; los blancos escalones que conducían a una maciza puerta de roble relucían, y los adornos metálicos brillaban como el oro.

Cuando abrió la puerta con su llave, un joven muy alto avanzaba por el vestíbulo.

—Es Charles —explicó John—. Está ansiando conocerla, pues sabe que pasó unos días en la granja.

El mismo rostro franco y agradable. Charles me gustó desde el primer momento.

Hizo su aparición una doncella.

—Sí, Sarah —dijo John—. Querrán subir a sus habitaciones. Teresa, su habitación está al lado de la de Cordelia.

Subimos por una escalera cubierta por una alfombra de cálido color escarlata y llegamos a un rellano. La camarera abrió una puerta y me encontré en un dormitorio alegre y bien iluminado, con una cama de cuatro postes, en nada parecido a los que tenían en el Hall, con sus gruesos cortinajes de terciopelo. En éste había cortinas de encaje, recogidas en cada extremo y prendidas con cintas de satén malva pálido. Tenía barandas y pomos de bronce y todo él despedía frescor. El mobiliario era ligero y elegante, sugerente de la Francia del siglo XVIII. Resultaba encantador. Me acerqué a la ventana y contemplé un pequeño jardín semicubierto, con macetas que en primavera y verano debían llenarse de flores multicolores. Frente a un muro de piedras grises, había todavía crisantemos y margaritas.

Teresa entró, radiante. Tenía un dormitorio pequeño y encantador y entre él y el mío había una puerta de comunicación. Fui a verlo; evidentemente, antes había sido un cuarto vestidor.

—¿No es maravilloso? —exclamó.

Estaba entusiasmada, no sólo por haberse alejado de la escuela, sino también por el hecho de encontrarnos ahí, con John. Era una muchacha que fijaba sus afectos con firmeza cuando encontraba algo que suscitaba su admiración. Se había aferrado a mí en momentos de desesperación y de nuestra asociación habían surgido todas aquellas personas a las que más quería. Yo misma. Tía Patty. Violet. Y ahora había añadido a John al grupo. Resultaba abrumador para ella, que no había tenido a nadie y de repente se encontraba con tantos.

Yo temía que fuese un tanto propensa a los gestos dramáticos. Jamás olvidaría cómo había arrojado al estanque el pendiente de Marcia Martindale. Era muy joven y tenía escaso control sobre sus emociones, y en su inexperiencia veía a todas las personas como muy buenas o muy malas. Había demonios y ángeles… sin ninguna categoría intermedia. Habría de aprender, pero durante los próximos días estaría con aquellos a los que quería y admiraba, y esto la hacía feliz.

Aquella noche, la cena fue inolvidable. Había un gracioso comedor con ventanas que daban a la calle, y mientras comíamos oíamos el traqueteo de los carruajes de caballos, y de vez en cuando la voz de algún vendedor que pregonaba los periódicos de la noche.

Hablamos de la semana pasada en el campo, de la escuela, de Londres y de lo que haríamos durante nuestra estancia.

—Hay muchas cosas que enseñarles —dijo John—. ¿Cuál va a ser la primera?

—Yo tengo una cita con una antigua amiga de colegio —expliqué—. Me ha invitado a visitarla. Es pasado mañana.

—Pues bien, ¿qué hacemos mañana? ¿Alguna idea, Teresa? El zoo es divertido.

—¡Me gustan mucho los animales! —exclamó Teresa.

—Perfectamente, pues. Mañana por la mañana, al zoo. ¿Y un paseo a caballo por el Row, Teresa?

La muchacha se mostró algo menos entusiasta. Nunca se había recobrado del todo de su caída, aunque yo la hubiera persuadido de que volviera a montar.

—Sí —dijo por fin.

Y así quedó acordado todo.

Pasamos una mañana espléndida. No sólo era Teresa la que se entusiasmaba con los animales. Vimos cómo daban de comer a las focas, nos maravillamos ante los leones y los tigres, y nos reímos al presenciar las payasadas de los monos. Bebimos limonada en las terrazas y me sentí tan feliz que deseé que aquella visita no tuviera fin.

La cena fue una reunión deliciosa, ya que ellos se habían familiarizado con nosotras y todos tratábamos de hablar a la vez. Nos instalamos en el elegante salón, parecido al comedor, pero situado en la parte posterior de la casa en vez de la fachada, y con amplios ventanales que daban al pequeño patio ajardinado.

Hablamos hasta que no pudimos más y de mala gana nos retiramos a nuestras habitaciones para poner fin a otro día lleno de dicha.

*****

John tuvo que ir a un banco la mañana siguiente y, camino de él, me acompañó a la dirección que Monique me había dado.

Era una casa elegante de Albemarle Street, cerca de Piccadilly. Habíamos atravesado Hyde Park, que me pareció encantador, y desembocado después en Piccadilly, donde transitaban personas vestidas a la moda y cuya calzada principal era recorrida por pintorescos carruajes tirados por caballos.

John entró conmigo. Una doncella joven y agraciada nos dijo que madame me estaba esperando. Me hizo pasar a un salón, y allí estaba Monique, extraordinariamente atractiva en una bata de mañana azul turquesa con encajes.

Presenté a John y Monique le rogó que tomara un poco de café o de vino con nosotras, pero él dijo que tenía asuntos a los que atender en la City y que vendría a buscarme al cabo de dos horas.

—¿Tan pronto? —preguntó Monique en su atractivo inglés.

—Tendré que marcharme entonces —dije— porque hemos planeado una excursión por el río para esta tarde.

John nos dejó y ambas nos sentamos.

—¡Un hombre encantador! —exclamó Monique, cuando se hubo marchado—. También Henri ha salido para atender a negocios. Espera verte cuando regrese. ¡Le he hablado tanto de ti!

—El matrimonio te sienta bien, Monique —observé.

—Oh, es que Henri es tan bueno…

—Entonces todo ha salido perfectamente… Solías denominarlo tu marriage de convenance. ¿Te acuerdas?

—Ya lo creo, se decidió cuando los dos estábamos en nuestras cunas. Todo aquel papeleo y los abogados… el acuerdo… las discusiones.

—¡Y sin embargo ha dado un espléndido resultado!

—Y ese señor Markham… ¿te corteja?

—Oh, no. Sólo es un amigo. Debí decírtelo. Es el hermano de Lydia.

—Claro… Lydia Markham. ¿Y dónde está Lydia, pues?

—Oh… ¿no lo sabes? Lydia murió.

—¡No!

—Un accidente esquiando.

—¿Lydia… esquiando? Me sorprende. Pero qué cosa tan terrible… No sabía nada.

—Es que supongo que yo tampoco me hubiera enterado si no le hubiera escrito. Su hermano abrió mi carta y después vino a verme. Eso fue cuando yo estaba con mi tía.

—Oh, la tía, sí… ¡Cuántas veces nos hablaste de tu tía! ¿Cómo se llama?

—Tía Patty.

—La buena de tía Patty.

La doncella entró para servirnos café y, cuando se hubo retirado, Monique volvió al mismo tema.

—No puedo dejar de pensar en Lydia… ¡Morir de ese modo! Resulta difícil creerlo.

—Sí, fue un golpe terrible. Me quedé estupefacta cuando su hermano me contó que estaba casada.

—Oh, esto sí lo sabía. Lydia me escribió y me lo dijo. No podía ser más feliz.

—Pues a mí no me escribió.

Monique guardó silencio y yo la miré fijamente. Tenía los labios apretados y recordé que era un antiguo hábito suyo. Significaba que sabía algo acerca de lo cual no quería hablar.

—Me pregunté por qué no me escribía —proseguí—. Cuando te escribí a ti, también le mandé una carta a ella. Tuve respuesta de ti y de Frieda, pero de Lydia nada.

—Bien, ella no te escribió porque…

—¿Por qué?

—Oh… no creo que esto tenga ya importancia. Creía que tú pudieras disgustarte.

—¿Disgustarme? ¿Y por qué?

—Por ser ella la que se casara, ¿comprendes?

—¿Y por qué había de disgustarme yo?

—Pues… porque pensamos, ¿recuerdas?, que eras tú la que…

La miré sin entender nada, y ella continuó:

—Sé que ahora esto ya no tiene importancia. Pudiste ser tú quien tuviera el accidente esquiando. Pero supongo que a ti no te habría ocurrido. Tú lo hubieras hecho mejor.

—En realidad, no te sigo, Monique.

—Remontémonos a un tiempo atrás. ¿Recuerdas a Elsa?

—Sí, y hay un hecho curioso. Ahora está en mi escuela.

—¿Elsa… en tu escuela? Vaya, esto sí que es extraño. Es lo que se llama una coincidencia, claro.

—Dijo que se cansó de Schaffenbrucken y vino a Inglaterra. Tenía un empleo que no le gustaba y ha acabado en mi colegio.

—Es muy curioso. Pero la vida suele ser así.

—Me estabas hablando de Lydia.

—Te estaba preguntando si recuerdas que Elsa nos dijo que, si íbamos al bosque en la época del equinoccio de invierno, conoceríamos a nuestros futuros maridos.

—Sí. Éramos unas tontas y lo creímos.

—Pues bien, algo de verdad había en ello. ¿Recuerdas al hombre al que llamábamos el Desconocido?

—Sí, lo recuerdo.

—Pensamos que le gustabas tú. Daba esta impresión. Por esto Lydia no quería que tú supieras que ella se había casado. Pensaba que te disgustaría saber que, después de todo, no fuiste tú la que le gustaste. Fue Lydia.

La habitación giraba a mi alrededor. No podía creer que estuviera escuchando aquello.

—Se llamaba Edward Compton —dije.

—No, no se llamaba así. Era… déjame pensar… Mark no sé qué más. Mark Chessingham… o algo por el estilo.

—No puede ser.

—Sí, así era. Ella estaba excitadísima. Dijo que era verdad lo de encontrar a su futuro esposo. Elsa tenía toda la razón. Pero dijo que no quería contártelo porque pensaba que tal vez te doliera. ¿Qué te ocurre?

—Nada. Parece todo tan extraño…

—Veo que te importa, Cordelia. ¿Creíste pues que él…?

—Casi lo había olvidado. Me dije a mí misma que no existía.

—Oh, pues sí que existía. Fue el marido de Lydia. ¡Pobre Lydia! Él era muy guapo, ¿verdad? Sólo le vi una vez, pero desde luego era… fascinante. Toma un poco más de café.

Siguió hablando, pero yo no escuchaba lo que decía. Sólo podía pensar. De modo que fue y se casó con Lydia… Pero ¿por qué diría que su nombre era el de un hombre que llevaba veinte años muerto?

No creo que Monique encontrara mi visita tan agradable como debía haber supuesto. John vino a buscarme tal como habíamos convenido y me sentí muy aliviada al despedirme de Monique y de su esposo, que llegó poco antes de que nosotros nos marcháramos.

Mientras nos dirigíamos hacia Kensington, dije:

—He hecho un descubrimiento alarmante.

Y entonces le expliqué lo del hombre del bosque y cómo le había vuelto a ver en el barco y de nuevo en Grantley, cómo había desaparecido súbitamente, y cómo, al ir al pueblo de Suffolk donde él me dijo que se encontraba su casa, descubrí que la mansión solariega que él me había indicado como su hogar estaba destruida por un incendio y el nombre que él me había dado figuraba en la tumba de un niño que había muerto veinte años antes. Y, según Monique, éste fue el marido de Lydia.

John me escuchó atentamente. Comentó que era una historia increíble y de un significado más que misterioso.

—Ya sé lo que haremos —decidió—. Iremos a ese pueblecito de Suffolk donde había esa tumba y veremos allí qué podemos averiguar.

Había un tren para Bury St. Edmunds a las ocho y media de la mañana siguiente, y John y yo decidimos tomarlo. Charles acompañaría a Teresa en una excursión por el río desde Westminster Stairs hasta Hampton Court, de modo que los dos permanecerían ocupados.

Había representado un alivio poder hablar con John de tan extraño asunto, porque ahora yo pensaba que no sólo me afectaba a mí, sino también a Lydia.

John me pidió que describiera al hombre, cosa que no era fácil, ya que la descripción podía cuadrarles a muchos. Desde luego, no era ni mucho menos un individuo ordinario, pero eran muchos los que tenían cabellos rubios y rizados, ojos azules y facciones bien cinceladas, y no era fácil tampoco explicar aquella característica especial que le daba un aspecto ultraterreno.

Me dije que todo había de ser un error. Lydia pudo haber imaginado que su galán era el romántico desconocido al que había encontrado en el bosque, en los días de la luna del cazador.

—No puedo creer que ella hiciera tal cosa —dije—. Lydia no era una soñadora. En realidad, era una chica muy práctica.

—Cierto. ¿Por dónde empezamos la búsqueda?

—Bien, su nombre es Edward Compton o Mark Chessingham.

—¿Y por qué daría dos nombres?

—No lo sé. Esto es lo que tendremos que averiguar. Él mencionó ese lugar, Croston, en Suffolk, y el nombre de Edward Compton. Usted fue allí y vio el nombre en una lápida sepulcral. Debe de haber alguna relación.

—Sin embargo, en realidad era Mark Chessingham.

—Muy extraño. Ahora bien, ¿cómo vamos a comenzar nuestras pesquisas?

—Había unas cuantas casas. Tal vez preguntando en ellas.

—Lo intentaremos y veremos.

Nos apeamos del primer tren y tomamos la línea secundaria hacia Croston. Después me asaltaron recuerdos. Fuimos primero al cementerio y enseñé a John la losa con el nombre de Edward Compton.

—¿Y ahora qué hacemos? —pregunté.

—He visto una casa bastante grande en el terreno común. Podríamos decirles que estamos tratando de localizar a alguien. Tal vez puedan ayudarnos.

Fuimos a la casa, que era evidentemente la más importante del lugar. Una sirvienta nos hizo pasar y John le preguntó si podíamos ver al dueño o la dueña de la casa. Dado su aire de respetabilidad y su prestancia, no me extrañó que en seguida nos fuera otorgada una entrevista.

La señora Carstairs era una mujer de mediana edad y aspecto agradable que se mostró algo intrigada al descubrir que sus visitantes eran dos perfectos desconocidos. Cortésmente nos rogó que nos sentáramos y expusiéramos el motivo de nuestra visita. Estaba visiblemente impresionada por los exquisitos modales de John, que le entregó su tarjeta con el nombre de su banco en ella.

—Estamos investigando acerca de un hombre que, según creemos, pudo haber vivido aquí algún tiempo. Por desgracia, no tenemos una seguridad respecto a su nombre. Podría ser Mark Chessingham.

Hizo una pausa, pero ella no dio señales de haber oído tal nombre.

—O Edward Compton —añadió entonces.

—Oh, ésa debe de ser la familia que vivía en el Manor. Pero ahora ya no hay Manor. Hubo un incendio y apenas quedó nada. Se ha hablado mucho de reconstruirlo, pero al parecer nunca acaba de decidirse. Sin embargo, allí vivían los Compton. Fue una tragedia. Tengo entendido que varios miembros de la familia perecieron en el incendio. Ahora ya no queda ningún Compton.

—¡Vaya! —dijo John—. Parece como si aquí terminara la pista. Pero tal vez pueda existir alguna rama de esa familia…

—Nunca he oído hablar de ellos. No creo que pueda ayudarles. Tengo la impresión de que me habla de personas que llevan mucho tiempo muertas.

—Nos ha prestado usted una valiosa ayuda. Sabíamos que nos enfrentamos a una tarea difícil.

—Hay que vivir aquí durante siglos para que la gente del lugar te reconozca. A nosotros se nos considera casi como forasteros, aunque llegamos hace ya quince años. Oh, espere… Está la señora Clint. Es muy vieja y es una sabelotodo. Ha vivido aquí toda su vida y debe de tener unos noventa años. Ella recordará el incendio. Si quieren saber algo acerca de las personas que vivían allí, ella es la que puede informarles.

—Es usted muy amable al ayudarnos tanto. ¿Dónde podemos encontrarla?

—Les acompaño hasta la puerta y se lo enseñaré. Su casita está al otro lado del prado comunal. Probablemente la encontrarán en ella. Sale ya muy poco. Su hija se ocupa de todo.

—Pues bien, muchísimas gracias.

—Siento no haber podido ayudarles más.

Desde la puerta nos indicó el cottage al otro lado del prado.

—Llamen —dijo—. Ella les dirá que entren. Le gusta tener visitas. Lo malo es que cuando empieza a hablar no hay modo de pararla. Espero que tengan ustedes tiempo de sobra.

—Todo el día —contestó John.

Caminamos a través del prado.

—Bien —dijo él—, el resultado no ha sido totalmente negativo.

Ocurrió lo que la dueña de aquella casa nos había dicho. Llamamos y se nos invitó a entrar.

La señora Clint estaba en la cama. Era una anciana vivaracha, con un gorro blanco del que salían cabellos grises, y con mitones de lana en sus manos ya muy deformadas.

—Creía que era mi hija que venía a traerme la sopa de la cena —dijo—. ¿Quiénes son ustedes?

—Debemos disculparnos por venir a molestarla —respondió John—, pero la dueña de esa casa grande al otro lado del prado nos ha dicho que tal vez usted pueda ayudarnos.

—Es la señora Carstairs, de Londres. Ellos no pertenecen al lugar. ¿En qué pudo servirlos? Acerque el sillón para la señorita y usted tome esa silla de enea. Con cuidado, pues es un poco débil. El viejo Bob no ha pasado este año para arreglar mis cuatro cosas. No sé cómo se ha vuelto la gente últimamente. Antes venía tan puntual como un reloj. Reforzaba las sillas y afilaba las tijeras, se podía confiar en él. ¿Qué están buscando?

—A Mark Chessingham o Edward Compton.

—Mark no sé qué más… no. Y si es a Edward Compton a quien andan buscando, el cementerio es lo que deben visitar.

—Tal vez nos hayan dado un nombre equivocado —reconoció John—. El hombre al que estamos buscando es alto y rubio. Tiene un ligero acento… tal vez alemán. Muy débil… casi irreconocible.

—¡Oh, sí! —exclamé—. Lo recuerdo. Lo tenía y se le notaba un poco.

La señora Clint se rascó la cabeza a través del gorro.

—Hace veinte años, o más, toda la casa ardió. Los niños… Fue un golpe para el pueblo. Pero no son muchos los que lo recuerdan… sólo los más viejos. —Hizo una pausa—. Un ligero acento dicen y vivía aquí… Yo sólo he oído una vez un acento alemán. Mi hijo Jimmy tenía buen oído para esas cosas. Era albañil y fue al extranjero con su amo para trabajar en algo importante. Cuando volvió dijo que los Dowling tenían acento alemán. Su madre era alemana, ¿saben? Dowling no valía gran cosa. Trabajó una temporada en la casa grande. La bebida fue su perdición… Nunca volvió a tener trabajo después de desaparecer el Manor.

—¿Quién tenía acento alemán? —preguntó John.

—Ella. Bueno, ella hablaba poco el inglés. No siempre podía yo entender lo que trataba de decir. Mi Jimmy decía que se la podía comprender, pero sus hijos, nacidos aquí y criados aquí, ya parecían otra cosa.

—¿Y cómo ha dicho que se llamaban?

—Dowling.

—¿Podríamos verlos?

—Sí, siempre y cuando sepan adónde han ido a parar —lanzó una breve y ronca risotada—. Lo que pasa es que no deben saberlo. Se marcharon… todos ellos. Había un niño y una niña… muy majos los dos. Había quien decía que se habían marchado a Alemania. Para entonces, el viejo Dowling ya había muerto, y ella también. Bebía más de la cuenta y una noche se cayó en la escalera. Aún vivió unos meses, pero después… se acabó. Esto fue hace bastantes años. Siempre juntos los dos… hermano y hermana. Formaban lo que se llama una familia unida.

—Nos ha prestado una gran ayuda, señora Clint.

—¿De veras? Pues me alegro.

—Muchas gracias, y ahora tenemos que marcharnos. Muy buenos días.

Cuando atravesamos de nuevo el prado, John me dijo:

—Una mañana de trabajo provechoso.

—¿Cree que hemos descubierto algo?

—Sólo que los Dowling eran medio alemanes y, aunque el marido de Lydia nunca dijo que lo fuera, tengo la impresión de que debe serlo.

Fue una mañana interesante y, como siempre, me encantó estar junto a John. Habíamos descubierto muy poca cosa en Suffolk y ni siquiera sabíamos si lo averiguado era importante; el misterio permanecía tan oscuro como siempre, pero al menos sabía que el desconocido había pasado de mí a Lydia y constantemente me preguntaba por qué había venido primero a verme a mí y había dado entonces un nombre falso, y también por qué había de ser éste el de una persona que llevaba muerta largos años.

Resultaba desconcertante e incluso alarmante pensar que había ido directamente en busca de Lydia, y en lo tocante a mí había desaparecido sin decir siquiera que se marchaba.

Desde luego resultaba misterioso y yo tenía todavía la inquietante sensación de que tal vez ni siquiera fuese humano, de que fuese un espíritu de las tinieblas, tal vez el espectro de aquel niño —o aquel hombre— cuya vida había quedado truncada y que ahora yacía en el cementerio de Croston. Eran pensamientos fantasiosos, pero es que también lo era todo el asunto.

Daisy me dio la bienvenida y dejó entender, con sólo el más leve vestigio de reproche, que me habían echado de menos, pero al fin y al cabo habían sido unos días de asueto y, de no mediar inconveniente, yo tenía perfecto derecho a utilizarlos convenientemente.

—Eugenie volvió a estar muy indispuesta mientras estabas fuera —me explicó—. Charlotte vino a despertarme.

—Esto resulta bastante alarmante —afirmé—. Espero que no esté incubando alguna enfermedad seria.

—Fue como la primera vez: mareo y sensación de vértigo. Pero esta segunda vez fue un poco peor. Hice que la viera el médico.

—¿Y qué dijo?

—Lo que yo ya pensaba. Le había sentado mal algo que comió.

—Pero es que ya es la segunda vez que ocurre.

—Puede tener alguna debilidad interna. Es posible que haya algo que no logre digerir.

—¿Fue otra vez el pescado?

—No, y es raro. Había comido estofado y todas las demás estaban perfectamente. Yo misma comí un poco y estaba muy bueno.

—¿No será cosa de los nervios? Esto podría hacer su efecto.

—Es lo que yo le dije al doctor. Debe de echar de menos a su hermana.

—Aunque siempre ha sido más amiga de Charlotte que de Fiona.

—Sí, pero ya sabes que la sangre siempre tira. Creo que puede sentirse inquieta. Es una lástima que Fiona no lleve ese marido suyo al Hall y normalicen su estado. Creo que esto ayudarla y no poco.

—Yo creo que sí y tal vez lo haga a tiempo.

—De todos modos, vigilaremos a Eugenie y trataremos de averiguar qué es lo que la puede estar trastornando.

—Sí, será conveniente hacerlo.

Al dar mi paseo a caballo por la tarde, encontré a Jason Verringer. Evidentemente, había estado al acecho para salir a mi encuentro.

—Buenos días —dije y seguí al galope, pero él se colocó a mi lado.

—Modere la marcha —me ordenó—. Quiero hablar con usted.

—Pues yo no tengo ningún deseo de hacerlo —le dije por encima del hombro.

Maniobró de modo que situó su caballo frente al mío y me forzó a reducir mi andadura.

—¡Ya basta! —exclamó airado—. ¿Cuánto tiempo hace que no la veo?

Noté que la excitación se apoderaba de mí y comprendí una vez más cuánto disfrutaba en mis batallas con él. Podía dominarme gracias a su mayor fuerza física, pero nunca mentalmente. Yo era un buen antagonista para él y no podía evitar el manifestarlo.

—¿Esperaba acaso que le visitara? ¿Qué dejara mi tarjeta con unas palabras de agradecimiento?

—Mi queridísima Cordelia, es maravilloso volver a estar a su lado. He estado tan aburrido… me he sentido tan desdichado.

—Siempre he pensado que le agrada compadecerse de sí mismo. Pero ahora tengo que regresar a la escuela.

—Pero si acaba de salir de ella.

—Tengo muy poco tiempo libre.

—Me he enterado de que tiene unos nuevos amigos encantadores. Los Markham. Conozco el apellido. Banqueros de la City. Una familia muy respetable.

—¡Cuántas cosas sabe usted!

—Procuro saber todo lo que hace usted.

—Pues pierde el tiempo, ya que esto no puede tener ninguna importancia para usted.

—Basta ya. Ya sabe que es para mí de la más primordial importancia. Vayamos al bosque. Allí podremos atar los caballos y charlar cómodamente.

—Debe considerarme muy boba si cree que me pondré otra vez en una posición vulnerable con usted cerca de mí.

—¿Es que nunca va a olvidarlo?

—Nunca.

—Si no hubiera sido usted tan poco proclive a la aventura, aquello pudo haber sido el punto crucial. Yo habría podido enseñarle lo que se está perdiendo.

—Me lo enseñó con toda claridad, y por esto le pido que no vuelva a intentar verme de nuevo a solas. Ya sé que a causa de la escuela es necesario e inevitable un cierto contacto, pero no acepto nada más.

—Desde luego, pasó unas maravillosas vacaciones estivales, ¿no es verdad?

—Ciertamente.

—Se lo oí decir a Eugenie.

—Teresa ha estado hablando, ¿no es así?

—Sé que ese banquero posee todas las virtudes. Tengo entendido que es un dechado de ellas.

—Ésta debe ser la versión de Teresa. Ella tiende a glorificar a las personas que le agradan.

—Y a vilipendiar a las que le disgustan.

—Es un hábito de los jóvenes.

—Cordelia, vamos a dejar esto. Debemos hablar. De nada sirve que finja que yo le soy indiferente. ¿Cree que no sé cuáles son sus sentimientos? Si abandonara esta restricción y se mostrara natural, vendría a mí en seguida. Esto es lo que usted quiere. Pero está sometida a control… es tan maestra de escuela… Sin embargo, no estamos en un aula. Somos dos criaturas vivas… un hombre y una mujer, y lo más natural del mundo para nosotros es estar juntos.

—No me comprende ni en lo más mínimo.

—Ya lo creo que sí. Usted me quiere a mí… a . Yo soy quien le está destinado, y usted no para de luchar contra ello. ¿Por qué? Porque tiene a su lado la respetabilidad, que la insta a no comprometerse con un hombre que pudo haber ayudado a morir a su esposa y que mató a otra porque la consideró un engorro. Escucha las murmuraciones. Me acusa a mí… cuando en todo momento me quiere a mí. Yo podría demostrarle que usted me quiere tanto… o casi tanto, como yo a usted.

Me intimidaba cuando me hablaba así. ¿Por qué me quedaba allí con él? ¿Por qué me excitaba tanto? ¿Habría algo de cierto en lo que me estaba diciendo?

—Usted cree que yo maté a mi esposa —prosiguió—. Una sobredosis de láudano… de tan fácil administración. Y en cuanto a la otra… estrangulación o un golpe en la cabeza, y después enterré su cadáver en el bosque… no, lo arrojé en los estanques de pesca. Esta idea era mejor. Ya fue puesta en práctica por un miembro de mi familia. A pesar de esto… de los rumores, del escándalo y de su propia falta de fe, usted me quiere. ¿Qué indicación puede ser más sólida que ésta? Huye de mí, pero no puede ocultar la verdad. Usted me deseaba en la Madriguera del Diablo. Me estaba deseando. Quería que yo la forzara, y entonces podría haber llegado a un acuerdo con su conciencia. Pero la respetabilidad estaba como siempre a su lado. «Huye —le dijo—. Rompe la ventana. Salta por ella». Cualquier cosa, con tal de que la vieja respetabilidad quedara satisfecha. ¿Y cree que esto me hubiera detenido a mí?

—Sí. Lo hizo.

Reí porque no pude evitarlo y él se rió conmigo.

—Oh, Cordelia —prosiguió—, está desechando lo que más quiere. Si me repudia, lo lamentará toda su vida. Ese caballero de la armadura deslumbrante… ese Galahad, ese símbolo de pureza, ese miserable banquero que siempre hace sus sumas sin equivocarse, y que nunca ha tenido una sola amante y que carece de todo pecado o mancha… ¿cree que es lo que usted merece?

Volví a reírme y dije:

—Está diciendo ridiculeces. Estoy segura de que a él le divertiría oír esta descripción. Creo que no hay nada menospreciable en efectuar correctamente unas sumas, e imagino que ha de ser necesario en otras cosas, como administrar unas propiedades. Parece usted muy deseoso de verme casada. Puedo decirle que nada se ha sugerido al respecto y me sorprende que escuche habladurías de colegialas.

—Ya llegará la propuesta. Los banqueros siempre saben con exactitud cuánto han de esperar y cómo obtener la respuesta que desean.

—Gente admirable —observé.

—¡Oh, estoy cansado ya de su actitud de maestrilla ante la vida! Le da miedo vivir… le da miedo el escándalo.

—Cosa que nunca le ha ocurrido a usted. Ya ve cuán diferentes somos. Nunca nos avendríamos.

—Al revés de usted y su banquero. Exactos, convencionales, las cuentas del hogar siempre en orden, haciendo el amor cada miércoles por la noche, teniendo cuatro hijos, por ser éste el número exacto. Se está riendo. Usted siempre se ríe de mí. Es feliz conmigo, ¿no es así?

—Adiós —dije, y salí al galope en dirección de la escuela.

Era una verdad a medias. Si no me sentía feliz con él, sí me sentía regocijada como con nadie más. No, no era feliz con él, pero en cambio no me sentí feliz lejos de él.

Sería mejor que nunca más volviera a verle a solas. Lo expulsaría de mi mente y recordaría aquellos días apacibles de la granja.

Fui directamente a mi habitación para cambiarme antes de la clase.

Elsa estaba en la escalera, con un trapo en la mano y no lejos de mi habitación.

—Buenas tardes, señorita Grant —me dijo con su sonrisa de familiaridad.

—Buenas tardes, Elsa.

Iba a pasar de largo ante ella, cuando me dijo:

—Señorita Grant, ¿se encuentra bien Eugenie Verringer?

—¿Eugenie? ¿Por qué?

—Bueno, ha estado enferma, ¿no? Y además dos veces. Estaba preocupada por ella.

—Está perfectamente. Sólo fueron ataques de bilis.

—Oh, me alegro mucho. Una llega a tener afecto a algunas de esas chicas… como me ocurría en Schaffenbrucken. Allí se trataba de usted y la chica francesa, y la alemana y aquella otra inglesa.

—Lydia —dije—. Lydia Markham. Te entristecerá saber que se mató en un accidente de esquí.

Se agarró a la puerta y pareció profundamente impresionada.

—No sería aquella Lydia…

—Sí. Me enteré el otro día. Su hermano vino a verme y me lo contó. Estaba casada.

—Pero si era muy jovencita…

—Lo bastante mayor como para casarse. A propósito, Elsa, ¿recuerdas cuando fuimos al bosque? Tú nos hablaste de la luna del cazador y de todo aquello…

—Era toda una sarta de tonterías para divertirlas a ustedes.

—Pues bien, aquella vez tuviste razón. Encontramos un hombre y después él se relacionó con Lydia. Y se casó con ella.

—¡No me diga!

—Extraño, ¿verdad?

—Y después ella morir así… ¿Esquiando ha dicho? Nunca hubiera imaginado que se aficionara a estas cosas.

—No, su esposo debió de cambiarla.

—Oh, señorita Grant, esto me ha impresionado mucho. Claro que ha pasado mucho tiempo desde la última vez que la vi… Y es curioso que usted conociera a su hermano en estas circunstancias. También debió de ser un buen golpe para usted.

—Un golpe terrible. Vi a Monique… ¿la recuerdas? Ella me habló de Lydia. Lydia no me había escrito.

—Ay, todo ha ocurrido de una manera muy curiosa… Usted sin saber nada y luego todas esas cosas. Pero en realidad yo quería preguntarle por Eugenie. He oído decir que el médico la ha visto. ¿Qué ha dicho?

—Nada importante. Al parecer, es propensa a los ataques de bilis.

—Me alegro de que no sea nada. Lo que a mí me extrañaba era que ya lo hubiera tenido antes. De todos modos, estas cosas debilitan.

—Sí, pero Eugenie es joven. Seguramente, es que algo no le sienta bien. Averiguaremos qué es y pondremos fin a esos molestos ataques. Son cosa relativamente frecuente.

—Creo que sí. Me alegro de que no sea nada grave. Empezaba a preocuparme… Y lo de Lydia es un disgusto tremendo.

—Sí —dije, y entré en mi habitación.

*****

Había llegado noviembre, húmedo, oscuro y desapacible. Tía Patty escribió que los Markham nos habían pedido que pasáramos la Navidad con ellos. Ella lo consideraba una idea espléndida. «Una Navidad en gran familia, querida. ¿Puedes imaginarlo? Desde luego, Teresa está incluida en la invitación».

Reflexioné al respecto. Sería agradable. Cuando se lo dije a Teresa, juntó las manos como en estado de éxtasis.

—¡Oh, sí! ¡Vayamos!

Todavía me escocía mi encuentro con Jason y pensé en la paz que reinaría en la granja de Essex, e impulsivamente escribí a tía Patty y le dije que debíamos aceptar.

Sentía que cada vez me atraía más John Markham. Era cierto lo que Jason había dicho: él no sería impulsivo. Su vida sería ordenada, llevada a un nivel regular, y después de los acontecimientos de los últimos meses, ésta era una situación que me parecía muy tentadora.

En la escuela estábamos muy atareadas. Había lo que Eileen llamaba la fiebre navideña. Toda la ansiedad relativa a quién había de actuar en las obras que estábamos preparando: El mercader de Venecia y Romeo y Julieta. Eileen decía que ojalá la señorita Hetherington mostrara un poco de clemencia y, en vez de darnos dos extractos, se concentrara en uno solo.

El mercader hubiera sido lo bastante amplio —decía—. Y a mí me sorprende que nuestra querida Daisy crea que la visión de Julieta engullendo la droga que ha de sumirla en trance, sea apropiada para jovencitas impresionables.

Los ensayos se efectuaban al mismo tiempo, y aquello parecía más bien un teatro que una escuela.

—Agrada a los padres y lo representaremos el día antes de la partida —dijo Daisy—. De todos modos, haremos un ensayo general dos semanas antes, para asegurarnos de que todo sea lo apropiado para el Día de los Padres.

Eugenie tuvo otro ataque a medianoche. No le dimos gran importancia, pues ya nos habíamos acostumbrado a ellos. Se trataba tan sólo de algo que le sentaba mal.

—Debemos descubrir qué es —dijo Daisy—. Al parecer, la pobre niña tiene un estómago débil… nada grave. Cuando descubramos qué es lo que causa estos trastornos, podremos acabar con ellos.

Eugenie parecía tomarse estos ataques con estoicismo, ya que dos días después ya estaba haciendo el papel de Julieta con gran virtuosismo.

En el pueblo había ya una atmósfera navideña. Los escaparates de las tiendas exhibían sus artículos e invitaban a la gente a efectuar con antelación sus compras navideñas. La señora Baddicombe tenía una vitrina especial llena de postales y había dispuesto copos de algodón prendidos en hilos, como cuentas de rosario, para dar la impresión de una nevada.

Cuando entré, me dijo:

—¿Le gusta mi escaparate? Propio de las fiestas, ¿no cree? ¿Y cómo están todas en la escuela? Pensando ya en las vacaciones. Pero de todos modos todavía falta un mes.

Le contesté que estábamos todas bien y que esperaba que ella pudiera decir lo mismo.

Tenemos mucho trabajo —afirmó— y es muy probable que tengamos más. ¿Y cómo está la señorita Verringer? He oído decir que su salud dejaba mucho que desear. Aquella sirvienta de la escuela dijo que la pobre niña estaba muy enferma, y que no le sorprendería que estuviera incubando algo serio.

—Esto es absurdo. Sólo ocurre que padece una cierta debilidad del estómago.

—Los estómagos débiles pueden ser señal de algo peor… según esa sirvienta de ustedes…

—¿Qué sirvienta?

—La que tiene aspecto de extranjera. Oh, ya sé que en realidad no es extranjera, pero hay algo diferente en ella. Elsa… ¿no es así?

—Ah, ya sé. Habló de la señorita Verringer, ¿verdad?

La señora Baddicombe asintió.

—Si quiere saber mi opinión, la ha trastornado el que su hermana se marchara de aquella manera. Nadie ha sabido dónde está, ¿verdad que no?

—Yo diría que a su debido tiempo volverá a su casa con su esposo —contesté.

—Es de esperar que lo tenga.

—Señora Baddicombe, usted no debiera…

—Pero ya sabe lo que son los hombres. O tal vez no lo sepa. Sin embargo, ya lo averiguará. —Sus ojos centellearon—. No me extrañaría que fuese pronto.

Noté que toda mi indignación contra ella subía como una oleada. Pero no quería que le inventara enfermedades a Eugenie y, después de titubear unos momentos, dije:

—La señorita Verringer está bien. Su salud no nos inspira ninguna preocupación.

—Bueno, nadie puede alegrarse tanto como yo al oír esto. Y si me pregunta acerca de esa chica… ¿cómo se llama?, ¿Elsa?, le diré que es un poco chismosa.

No pude reprimir una sonrisa y la señora Baddicombe prosiguió:

—No es una muchacha mal parecida. Tengo la impresión de que tiene a alguien esperándola… en algún país extranjero, creo yo.

—¿A qué se refiere?

—Yo creo que se encuentra trabajando aquí y ahorrando para casarse. Siempre escribe a alguien… y se trata de un hombre. He visto el nombre en el sobre mientras ella pega el sello. Un tal señor Nosecuántos… No pude ver bien el nombre. Así al revés las letras no resulta fácil. Yo le dije así en tono de broma: «Otra carta amorosa, ¿eh?», y ella se limitó a sonreír sin decir palabra. Cuando una piensa que viene aquí y cómo llega a hablar… Pero algunas personas se cierran respecto a ellas, aunque siempre estén dispuestas a hablar de los demás. Sin embargo, yo sé que hay alguien. Ella siempre le está escribiendo. Y parece que él viaja lo suyo, pues unas veces está en un país y otras veces en otro. Yo tengo que buscar el precio del sello. Francia… Alemania… Austria… Suiza… todos esos lugares. La última vez estaba en Austria.

—Tal vez ella tenga pretendientes en todos estos lugares —observé.

—No, es el mismo… que yo sepa. A veces, ella coge los sellos y no los pega en el mostrador. Y entonces yo me quedo sin saber.

—No deja de ser una perversidad.

—Bueno, así es la vida, ¿no cree? Usted volverá pronto a su casa, espero. Siempre es agradable.

Compré mis sellos y salí.

Siempre había pensado que había algo de siniestro en aquella curiosidad anormal. ¡Vaya idea la de curiosear los sellos que la gente compraba y no sólo especular sobre los destinatarios de las cartas, sino además comentar el tema con cualquiera que entrara en la tienda!

A fines de noviembre empezó a nevar.

—En esta parte del mundo se jactan de que sólo ven nieve una vez cada diecisiete años —comentó Eileen—. Ahora ya van dos años seguidos. Debe de aproximarse otra era glacial.

Las chicas disfrutaron con la nevada. Para ellas era divertido quedar aisladas durante varios días. Desde nuestras ventanas las ruinas parecían pertenecer a otro mundo: etéreas y de una delicada belleza.

—Me gustaría que cesara el viento —dije—. Cuando sopla desde el norte hace unos ruidos que parecen gemidos de almas en pena.

—Deben de ser todos esos monjes que se alzan en protesta contra el viejo Enrique, que destruyó su abadía —contestó Eileen.

—Pero no hay motivo para que se quejen ante nosotras —señalé.

—Se quejan de las injusticias del mundo —explicó Eileen—. Y desde luego, todas nos sentimos así alguna que otra vez.

—Oh, Eileen, pero si tú estás siempre tan contenta…

—Lo estaré cuando empiecen las vacaciones de Navidad. Imagínate qué felicidad. No tener que tratar de convertir en Constables a personas incapaces de dibujar una línea recta. La única que tiene aquí un mínimo de talento es Eugenie Verringer, aunque Teresa Hurst está progresando mucho. No más amantes de Verona y dejar de hablar de aquella maldita libra de carne. Clare Simpson parece más bien un carnicero que un brillante y joven abogado. Fue un gran error confiarle el papel de Portia.

—Tiene dos hermanas jovencitas, candidatas para la academia —le indiqué—. No olvides que los padres vendrán a ver la representación perfeccionada.

—¿Quién sabe si bastará para ahuyentarlos para siempre? Debo decir que Charlotte hace un buen Romeo. Esa chica es buena actriz. No creo que Eugenie quede bien como Julieta, pero hay que recordar que la pobre chica se ha quedado sin hermana. No sé si sir Henry Irving se avendría a elegir sus actores obedeciendo a las razones de Daisy.

—Oh, Eileen, se trata tan sólo de la función del colegio…

Eileen adoptó una expresión de fingido desespero.

—¿Cómo puedo aspirar a producir una obra maestra cuando tú, compañera de conspiración en tan imposible tarea, sólo la consideras como una función de colegialas?

Y así seguimos bromeando. Las sesiones en el calefactorio constituían un agradable respiro y Eileen siempre se mostraba jocosa. No había nadie que no esperase con impaciencia las vacaciones navideñas.

Estábamos a principios de diciembre. El frío persistía, aunque podíamos salir. La señorita Hetherington autorizaba bajar por la suave pendiente como si fuese un tobogán, y las chicas disfrutaban inmensamente. Los jardineros habían hecho varios toboganes, para que varias alumnas pudieran bajar al mismo tiempo.

Y entonces, una noche fui despertada. Esta vez por Eugenie.

—Señorita Grant, señorita Grant —me estaba sacudiendo—. Despierte. Charlotte está enferma… igual que yo aquellas veces.

Rápidamente me puse la bata y las zapatillas y fui a su cuarto.

Era algo peor que los ataques de Eugenie. Charlotte se retorcía de dolor, estaba muy mareada y su cara estaba tan blanca como las sábanas.

—Avisa en seguida a la señorita Hetherington —dije a Eugenie.

Vino Daisy y pude ver que incluso ella estaba alarmada. Éste era un aspecto diferente del caso. Eugenie tal vez tuviera un punto flaco, pero que enfermara otra alumna agravaba considerablemente la cuestión.

—Llamaremos en seguida al médico —dijo—. Baja a los establos y trata de encontrar a Tom Rolt. Envíalo inmediatamente a buscar al doctor. Será mejor que antes te abrigues bien. No quiero que pilles una pulmonía.

Me puse apresuradamente las botas y una capa y salí, caminando con pasos que hacían crujir la nieve y contra un viento que me soplaba los cabellos hacia la cara. Encontré a Tom Rolt, que vivía sobre los establos. Refunfuñó por habérsele despertado y necesitó algún tiempo para preparar el calesín. Explicó que con él podría volver con el médico.

Así lo hizo, pero pasó una hora y media desde que Eugenie me despertó y entretanto Charlotte pareció mejorar un poco. El dolor había cedido y la joven yacía en la cama, muy pálida y quieta.

El médico se mostró un tanto enojado por habérsele sacado de la cama para visitar lo que él consideraba como otro ataque de bilis. Había pensado que iba a visitar a Eugenie y quedó sorprendido al descubrir que se trataba de otra chica.

—Es la misma afección —dijo—. Aquí debe de haber algo que les está sentando mal a esas jovencitas.

—Puedo asegurarle, doctor —dijo Daisy, con un tono de justa indignación—, que en esta escuela no hay nada que perjudique a mis alumnas.

—Es algo que ingieren. Ya lo ve, señorita Hetherington, los síntomas son los mismos. Hay algo que las está envenenando y, como es natural, lo rechazan.

—¿Envenenándolas? ¡Jamás oí tal cosa! Todo lo que comemos aquí es de lo mejor. Cultivamos nuestros propios alimentos. Puede preguntárselo a los jardineros.

—Ahora hay muchas ideas nuevas, señorita Hetherington. Hay cosas que envenenan a unas personas y a otras no. Parece ser que estas dos jovencitas están rechazando algo que antes han comido.

—El ataque de Charlotte ha sido más intenso que los de Eugenie.

—Puede ser que ella no tenga la misma resistencia. Esta muchacha está muy debilitada. Creo que tendrá que reposar durante toda una semana.

—Vaya inconveniente… Tendremos que buscar otro Romeo.

No pude evitar una sonrisa, aunque me preocupaba ver a Charlotte tan enferma. El cielo sabía que había sido una cruz para mí, pero ahora era una figura patética, mera sombra de aquella muchacha tan arrogante.

—Se la deberá alimentar con cuidado mientras se recupera —dijo el médico—. Un régimen ligero. Pescado hervido, budines de leche…

—Claro —asintió Daisy—. ¿Y dice también que debe guardar cama?

—Sí, hasta que se sienta lo bastante fuerte para levantarse. Esto la habrá debilitado considerablemente. Lo más importante es vigilar cuidadosamente lo que se le dé para comer. Debe de haber algo que estas chicas no toleran.

—Es extraño que les haya ocurrido a dos que comparten la misma habitación —comenté yo.

El médico miró a su alrededor, como si buscara algo maligno en aquellas cuatro paredes.

—Probablemente es una coincidencia —dijo. Miró a Eugenie, que estaba sentada en su cama con expresión angustiada—. Debe guardar un descanso absoluto. Esta noche dormirá, ya que voy a darle un sedante, y me gustaría que durmiese hasta mañana. Lo mejor sería que estuviera sola en una habitación.

Hubo una expresión de perplejidad en la cara de la señorita Hetherington.

—Todas las habitaciones están totalmente ocupadas en estos momentos…

—Puede trasladarse la cama de Eugenie a mi cuarto —sugerí.

—Excelente idea, señorita Grant. Lo haremos mañana. Durante unas cuantas noches, Eugenie, dormirás en la habitación de la señorita Grant. Mañana por la mañana sacarás lo que necesites procurando no hacer ruido. —Se volvió hacia mí—. Sólo será por unas pocas noches; después volveremos a la normalidad.

—Muy bien —dijo el médico—. Ahora ella está durmiendo. Mañana por la mañana estará mejor… pero sobre todo descanso y una dieta cuidadosa.

—No debemos temer nada —dijo Daisy—. La señorita Grant tiene a su cargo esta sección y verificará que se cumplan todas sus instrucciones.

—Desde luego, así lo haré, señorita Hetherington.

—Y lamento que le hayamos tenido que llamar, doctor —dijo Daisy.

—Estas cosas no se pueden evitar, señorita Hetherington.

—Creo que será mejor que tome un poco de coñac antes de que Rolt vuelva a llevarlo a su casa.

—Con mucho gusto, gracias.

Se marcharon y yo me quedé en la habitación con las dos chicas.

—Ahora yo procuraría dormir un poco, Eugenie —le aconsejé.

—Me he asustado, señorita Grant. Se la veía tan enferma que pensé que iba a morirse. ¿Yo también estaba tan mal?

—Sí, también se te veía enferma… y ya ves cómo te has recuperado. Ahora a dormir, y mañana llevarán tu cama a mi habitación.

—Sí, señorita Grant.

Estaba muy sumisa, muy diferente de la Eugenie que yo conocía.

Obedeciendo a un súbito impulso, la abracé y la besé como si fuera una niña. Apenas lo hube hecho me arrepentí, pero, curiosamente, Eugenie pareció complacida. Sonrió y me dijo afectuosamente:

—Buenas noches, señorita Grant.

*****

Por la mañana, Charlotte estaba todavía muy débil y fatigada. Daisy ordenó a dos hombres de los establos que trasladaran la cama, operación que fue efectuada con rapidez y en silencio. El médico volvió y pude ver que estaba más preocupado que la noche anterior. Supuse que entonces debía de estar irritado por habérsele llamado, e inclinado a considerar trivial la indisposición de Charlotte.

—Es un caso de envenenamiento bastante virulento por ingestión de algún alimento.

Daisy quedó horrorizada. Quería mucho a sus alumnas, aunque el carácter de Charlotte nunca hubiera sido agradable, pero su preocupación principal se centraba en la escuela. Un rapto en el curso anterior… y en éste una muerte por envenenamiento. Eso podía resultar fatal para la academia.

Durante aquel primer día Charlotte estuvo muy enferma y Eugenie profundamente trastornada. Me sorprendió que denotara tan profundo sentimiento, aunque se tratara de su gran amiga, porque nunca la había considerado como una chica capaz de especiales afectos.

En cierto modo, esto la hizo más vulnerable y dócil, y curiosamente parecía aferrarse a mí en busca de consuelo. Cuando estábamos acostadas —ella en su cama bajo el crucifijo tallado en la pared y yo en el otro lado de la habitación— yacía sin poder dormir y yo sabía que ansiaba hablar.

—Señorita Grant —dijo la primera noche—. ¿Va usted a casarse con mi tío?

Esta pregunta me pilló totalmente por sorpresa y contesté casi tartamudeando:

—Mi querida Eugenie, ¿qué te inspira semejante idea?

—Bueno, yo sé que él sí quiere. Y siempre estaba tratando de estar con usted… aunque últimamente ya no tanto. A mí no me importaría que lo hiciera. Sería usted una especie de tía, ¿no? Pero a lo mejor a usted no le agradaría. Él no es muy agradable. Y Teresa dice que va usted a casarse con ese otro hombre, John no sé qué más. Ella dice que él es encantador…

—Al parecer —dije, tratando de bromear—, vosotras habéis estado disponiendo mi futuro.

—Señorita Grant, ¿se morirá Charlotte?

—Claro que no. Dentro de pocos días estará mejor.

—Supongamos que muriese. Ella querría confesar… lo de aquella carta.

—¿Qué carta?

—Aquella sobre la señora Martindale.

—¿La enviasteis vosotras? ¿Tú y Charlotte?

—Sí. Estábamos muy enfadadas porque usted nos separó cuando llegó. Charlotte dijo que debíamos vengarnos. «Ya buscaremos el momento», dijo. Así lo hicimos y cuando creímos que aquello podía ser verdad, no nos parecía tan mal.

—Fue una acción muy fea.

—Lo sé. Por esto he de confesarlo… en caso de que Charlotte muera con eso en su conciencia. Ella no lo querría.

—Ante todo, deja de hablar de la muerte de Charlotte. Dentro de pocos días te reirás de ti misma. Y en cuanto a esa carta, fue una acción torpe y fea; sólo las personas malvadas envían cartas anónimas. Vuestras acusaciones son totalmente falsas. Tu tío dice que la señora Martindale se fue a Londres. Y si ella ha querido hacerlo, no le importa a nadie. No vuelvas a hacer nunca más una cosa como ésta.

—Pero ¿nos perdona?

—Sí, pero recordad que fue un gesto mezquino, cruel y malintencionado.

—Está bien. Se lo diré a Charlotte si llega a mejorar.

—Hazlo y dile que creo que os comportasteis como dos niñas tontas e inmaduras… y que con esto doy por terminada la cuestión.

—Muchas gracias, señorita Grant.

Después de esto pareció tenerme gran afecto y a mí también me cayó mejor. La había estado inquietando lo de aquella carta y eso denotaba unos sentimientos más estimables. Olvidé cuánto me había trastornado el anónimo y cómo habían cambiado en realidad mis sentimientos respecto a Jason, pero era un alivio saber que al menos ese desagradable asunto quedaba aclarado.

En el curso del día siguiente, Charlotte pareció mejorar un poco, pero seguía estando muy débil y apenas se dio cuenta de que Eugenie no estaba en su cuarto.

Fue durante la segunda noche de Eugenie en mi habitación cuando hice el desconcertante movimiento que había de abrirme los ojos y hacerme comprender que me encontraba en medio de una siniestra y peligrosa conspiración.

Eugenie estaba en su cama, dispuesta para lo que parecía estar convirtiéndose en una charla antes de dormir, un hito en nuestras nuevas relaciones.

—Charlotte estaba perfectamente el día antes de ponerse tan enferma, y reía y bromeaba. Decía que el día siguiente vería si podía alargar el tobogán en la pendiente y comprobar si podíamos patinar en los estanques. Estaban helados entonces.

—No creo que la señorita Hetherington lo hubiera permitido.

—Estábamos seguras de que no lo permitiría.

—Y no hubierais sido tan imprudentes como para intentar semejante cosa sin antes pedir permiso.

—Oh no, señorita Grant, no hubiéramos hecho tal cosa.

—Ya comprendes que podía ser muy peligroso.

—Creo que por esto le gustaba la idea a Charlotte. Se reía sólo con pensar en ello. ¡Se encontraba tan bien! Repitió con la sopa. Dijo que estaba demasiado salada y que le había dado sed, y después se bebió mi leche además de la suya. Yo no quería la mía, de modo que no me importó.

Yo había estado pensando en las chicas y su proyecto de patinar en los estanques de pesca, pero de pronto tuve un sobresalto.

—¿Qué has dicho? ¿Ella se bebió tu leche?

—Sí. Tenía tanta sed… La sopa estaba demasiado salada.

Sentí un escalofrío. Charlotte había bebido la leche destinada a Eugenie y había sufrido una indisposición como Eugenie anteriormente… cuando presumiblemente Eugenie había bebido su propia leche.

—¿Duerme usted, señorita Grant?

—No… no —murmuré.

Estaba pensando en la leche que se les servía a las chicas. Leche y dos galletas corrientes… lo último antes de retirarse a sus habitaciones. Vi las camareras yendo de una mesa a otra y la lata de las galletas. Las sirvientas se turnaban en esta tarea.

Me oí decir:

—¿O sea… que Charlotte se bebió tu leche?

—Sí. Y esto demuestra que estaba perfectamente, ya que también se bebió la suya.

—¿Quién os dio la leche? ¿Lo recuerdas?

—No… Fue una de las camareras. No me fijé porque Charlotte explicaba esa idea de patinar en los estanques.

—Desearía que trataras de recordarlo.

—Bueno, es que no siempre nos fijamos en las camareras. Todas son muy parecidas, con sus uniformes negros y sus cofias blancas.

Yo estaba pensando si soñaba todo aquello. Eugenie enferma tres veces… y cuando Charlotte bebía la leche destinada a Eugenie, enferma también. Deseaba que Eugenie dejara de charlar de una y otra cosa para poder concentrarme en este punto.

—Es simpática y es lista. Todo salió muy bien, aunque al principio creímos que se trataba de una broma.

—¿Qué? —pregunté distraídamente.

—Oh, conoce un montón de viejas leyendas. —Comprendí entonces que estaba hablando de Elsa—. ¿Usted cree en ellas, señorita Grant? Dijo que si íbamos al bosque en tiempo de luna llena, una de nosotras conocería a su futuro esposo… y eso le ocurrió a Fiona.

—¿Cómo? —exclamé, sentándome en la cama.

—¿Qué ocurre, señorita Grant? —preguntó Eugenie.

«Debo tener cuidado —pensé—. Esto está resultando atemorizador».

—Háblame más de todo eso —pedí.

—Era el primero de mayo. Es una noche especial para las religiones antiguas. Los druidas y todo eso, creo. Elsa decía que en ciertos días podía ocurrir toda clase de cosas y que si esperábamos hasta la luna llena e íbamos al bosque, aunque fuera en pleno día, y además sólo podíamos ir de día, encontraríamos un hombre… Nos reímos y no la creímos, y dijimos que iríamos al bosque y cuando volviéramos le diríamos que habíamos encontrado un hombre, pero cuando llegamos al bosque, allí estaba él…

Yo tenía la boca seca y me resultaba difícil hablar.

—O sea que encontrasteis a ese hombre y Fiona se escapó con él —pude decir por fin.

—Sí. ¡Fue tan romántico!

—Eugenie —dije—, ¿cómo se llamaba aquel hombre del bosque?

—Carl.

—¿Carl y qué más?

—Nunca oí su apellido. Fiona hablaba de él llamándole sólo Carl.

—Y tú y Charlotte la ayudasteis a escapar.

—Sí, lo hicimos. Aquella noche fuimos al Hall.

—¿Y buscasteis un hábito de monje para que él pudiera venir al festival?

—Fue tan emocionante… Él había de verla a ella aquella noche para decirle a qué hora había de reunirse con él. Iban primero a Londres. Creímos que era una idea fantástica.

—Eugenie —dije con voz tranquila—. La señorita Eccles dice que tienes verdadero talento para el dibujo.

—¿Sí? Me encanta dibujar. Es mi clase favorita. Ojalá pudiera dibujar todo el tiempo.

—¿Podrías dibujarme un retrato del esposo de Fiona?

—Podría intentarlo. Lo haré mañana por la mañana.

—Quiero que lo hagas ahora.

—¡Pero si ya estoy acostada, señorita Grant!

—Sí, ahora mismo —insistí—. Quiero verlo ahora.

Me levanté y busqué un lápiz y papel. Ella se sentó en la cama, utilizando un libro como mesa y empezó a dibujar, revelando su concentración en su rostro.

—Es muy guapo. Resulta difícil… Sin embargo, es más o menos así. Sí, es muy guapo. Su cabello es rubio. Un poco rizado… así. Su cara… bueno, es diferente de las caras de los demás. Hay una mirada en sus ojos… No consigo captarla.

—Adelante —dije—. Ya empieza a salirte.

Y así era. La cara que yo estaba mirando presentaba una notable semejanza con la del desconocido del bosque.

Cogí el papel y lo guardé cuidadosamente en un cajón. No estaba segura de lo que debía hacer ahora. Había realizado un descubrimiento tan asombroso que me sentía como atontada.

No podía pensar en lo que significaba.

—Es raro que lo haya querido ver ahora —comentó Eugenie.

—Se está haciendo tarde —dije—. Creo que deberíamos dormir.

Volvió a echarse y cerró los ojos.

—Buenas noches, señorita Grant.

—Buenas noches, Eugenie.

Me estaba diciendo a mí misma que el marido de Fiona era el marido de Lydia. Ésta murió esquiando y él estaba enseñando a Fiona a esquiar. Estaba segura ahora de que alguien trataba de envenenar a Eugenie, y que ese alguien había de ser Elsa, profundamente implicada en tan siniestro asunto.

Yo debía actuar con rapidez. Pero ¿cómo?