Cuando regresé a la escuela, me acostumbré rápidamente a la anterior rutina y fue como si regresara a mi casa. A los pocos días, incluso las chicas se amoldaron. Teresa mostraba un cambio considerable; había perdido casi del todo aquella expresión atemorizada que tenía antes y alternaba con más soltura con las demás alumnas.
Daisy Hetherington quiso saber cómo se había comportado durante las vacaciones y me encantó poder explicarle que todo había transcurrido del modo más satisfactorio posible.
—El problema de Teresa consistía en que se sentía sola y marginada —expliqué—. Apenas vio que nos encantaba tenerla con nosotras, cambió y se convirtió en una niña normal y alegre.
—Sería una suerte que todos nuestros problemas pudieran resolverse con tanta facilidad —dijo Daisy, pero sonrió complacida y yo pregunté si tenía inconveniente en que la invitáramos en Navidad.
—Me atrevo a decir que esos primos estarán dispuestos a prescindir de sus deberes en Navidad como en verano —fue el comentario de Daisy.
Después pasó a explicar el trabajo que nos esperaba aquel trimestre.
—Montamos un pequeño espectáculo para la época navideña. Ya sé ahora que parece muy lejana, pero te sorprenderá ver cuántos preparativos se necesitan, y además da a las niñas algo en que pensar, en vez de rememorar con nostalgia sus vacaciones del verano. Pensé que tú, con la señorita Eccles y la señorita Parker, podríais estudiar esta cuestión, y desde luego la señorita Barston se ocuparía del vestuario. Damos la función una noche, en el refectorio, y hemos sido invitadas a repetirla en el Hall, en cuya ocasión van personas del pueblo a verla. Este año tengo entendido que sir Jason estará ausente y, ya que nada ha dicho acerca de dejarnos el Hall, supongo que esta vez no la daremos allí. Me dijo que pensaba estar largo tiempo fuera.
Contesté que consultaría con la señorita Eccles y la señorita Parker y que someteríamos a su aprobación los resultados de nuestra conferencia.
Asintió amablemente y dijo que sin función en el Hall no sería lo mismo.
—Existe una diferencia en la comunidad cuando el squire no se encuentra en ella.
Tuve que estar de acuerdo con ella a medida que pasaron las semanas. De vez en cuando pasaba a caballo cerca del Hall y recordaba el día del accidente de Teresa y de aquel tête-à-tête a media luz en el patio. Me resultaba difícil dejar de pensar en él y me preguntaba por qué se había tomado la molestia de ir a Moldenbury para despedirse de mí.
Yo suponía que a su regreso Marcia Martindale esperaría que se casara con ella y llegué a pensar que tal vez hubiese querido marcharse para tomar una decisión al respecto. Había dicho algo acerca de hacer las paces con su conciencia. ¿Se refería a la muerte de su esposa o a sus obligaciones con Marcia Martindale? Podía ser cualquiera de las dos cosas… o ambas a la vez. Mi presencia le preocupaba… tal como me ocurría a mí con la suya.
Pero yo podía olvidarle ahora, cuando ya no estaba ahí. Me sentía libre. Disfrutaba muchísimo con mi trabajo, me avenía con Daisy y con mis colegas, y creía estar consiguiendo resultados con las alumnas.
Daisy me dijo que ese trimestre tenía una lista de espera.
—Más solicitantes de lo que permite mi espacio —me explicó complacida—. Creo que están empezando a darse cuenta de que aquí se aplica el tratamiento de Schaffenbrucken. Y, como es lógico, hay muchos padres que no son partidarios de mandar a sus hijas al extranjero… sobre todo cuando pueden obtener los resultados apetecidos en Inglaterra.
Daisy implicaba que mi presencia era un buen tanto para el colegio y yo no pude reprimir una cálida sensación de satisfacción.
El trimestre fue avanzando. Lecciones de inglés, conducta, gracias sociales, valses y cotillones, acompañar a las chicas en sus paseos a caballo… Cada día tenía su pequeño drama sobre quién había de ser elegida como Príncipe Encantador o Cenicienta; sobre qué dibujo sería seleccionado como el mejor del mes: sobre quién sería escogida por el señor Barthurst como pareja para el vals que él estaba enseñando. El señor Barthurst era un joven moreno y apuesto, con aspecto de italiano, gran favorito entre las muchachas, y los días en que iba a la escuela para dar la clase de danza siempre reinaba gran excitación, con no pocas especulaciones románticas. Sus visitas eran esperadas con vivo anhelo, era celosamente vigilado y las mayores se disputaban el favor de ser elegidas por él para demostrar los diferentes pasos.
Llegó el otoño. Era la época del equinoccio, de la luna del cazador. ¡Había pasado un año desde que fui al bosque y encontré al desconocido! Me parecía un período aún más largo, y supongo que era debido a haber sucedido tantas cosas. Estaba empezando a convencerme a mí misma de que todo habían sido imaginaciones mías, y me hubiera encantado ver de nuevo a Monique, Frieda y Lydia para poder convencerme de que realmente habíamos estado aquel día en el bosque.
Finalmente, Fiona Verringer fue elegida para hacer el papel de Cenicienta y Charlotte sería el Príncipe Encantador. Era la opción obligada, por ser Fiona tan hermosa y Charlotte tan alta. Esta última quedó encantada y se mostró mucho más manejable que antes, absorta como estaba en su papel.
Durante noviembre nos dedicamos a ensayar; el señor Crowe, el maestro de música, compuso varias canciones para las chicas, y reinó gran actividad en la clase de la señorita Barston al organizar y confeccionar el vestuario.
Una mañana fui a la ciudad y en la tiendecilla de tejidos me encontré cara a cara con Marcia Martindale. Parecía una persona totalmente diferente de la mujer desolada que había entrado en el patio. Se mostró serena y amable y me pidió que la visitara.
—Me encantará que venga —me dijo—. No veo a muchas personas y será un acontecimiento para mí. ¿No tiene nunca unas horas libres?
Contesté que el miércoles tenía la tarde libre si no surgía ningún inconveniente, como por ejemplo la indisposición de otra profesora, en cuyo caso yo debería dar su clase.
—¿Digamos el miércoles, pues? Me dará una gran alegría.
Acepté, debo decirlo, de buena gana, pues ansiaba descubrir algo más acerca de ella. Traté de justificarme diciéndome para mis adentros que su relación con Jason Verringer no tenía el menor interés para mí, pero que deseaba darle a entender que las circunstancias me habían obligado a cenar con él… tal como nos había encontrado aquella noche en la que ella se mostró tan visiblemente afectada.
Por consiguiente, fui a tomar el té con Marcia Martindale.
Fue una tarde muy poco corriente. Me abrió la puerta una mujercilla con una cara morena y vivaracha como la de un mono inteligente. Su pelo era casi negro, áspero e hirsuto, y se erizaba en brosse alrededor de su rostro; sus ojos eran pequeños y muy oscuros, y parecían mirar a todas partes sin pasar nada por alto.
—Entre. La estábamos esperando —dijo, y sonrió mostrando unos dientes grandes y blancos, como si mi visita fuese una broma de lo más divertido.
Me acompañó a un salón exquisitamente amueblado con piezas Reina Ana que hacían juego con la casa.
Marcia Martindale abandonó el sofá en el que estaba sentada y me tendió ambas manos. Llevaba un peinador de seda azul pavo real y la cabellera suelta, y lucía en la frente una tira de terciopelo con unas cuantas piedras que bien podían ser brillantes. Alrededor del cuello, llevaba otra tira similar. Tenía un aspecto dramático, como si se dispusiera a representar un papel trágico, como el de lady Macbeth o el de la duquesa de Malfi. Y una vez más era totalmente distinta de la mujer a la que había encontrado recientemente en aquella tienda del pueblo.
—Ha venido por fin —me dijo con voz grave, que seguidamente alzó un poco—: Siéntese. Tomaremos en seguida el té, Maisie. ¿Quieres decírselo a la señora Gittings?
—Está bien —respondió la mujer llamada Maisie, con más jovialidad que respeto.
En su voz de cockney había una clara sugerencia de igualdad, aunque ofreciera un contraste tan evidente con Marcia Martindale. Abandonó el salón como si le resultara difícil contener su hilaridad.
—Mis amistades estaban acostumbradas a Maisie —dijo Marcia—. Era mi ayudante de guardarropía. Son personas que en seguida se familiarizan con los demás.
—¿Su ayudante de guardarropía?
—Sí. Antes de venir aquí, yo estaba en el teatro, ¿sabe?
—Ya comprendo.
—Maisie recuerda los viejos tiempos. Ha sido usted muy amable al venir. Sobre todo teniendo en cuenta que dispone de tan poco tiempo libre.
—Ahora estamos muy atareadas. Preparamos una pantomima para Navidad.
—¿Una pantomima? —sus ojos se iluminaron pero seguidamente surgió una nota de desdén en ellos—. Yo empecé en ella —prosiguió—. No la lleva a una a parte alguna.
—Considero muy interesante el hecho de que fuera usted una actriz.
—Muy diferente de ser profesora en una escuela, si me permite decirlo.
—Son dos polos opuestos —asentí.
Me dirigió una sonrisa.
—Debe usted añorar el teatro —proseguí.
Asintió con la cabeza.
—En realidad, una nunca se acostumbra a no trabajar. En particular si…
Se encogió de hombros y en aquel momento se oyó un golpecito en la puerta y entró una mujer rechoncha y de mediana edad con un carrito en el que había bocadillos, pasteles y todo lo necesario para el té.
—Aquí, señora Gittings —dijo Marcia con voz resonante y, bajando el tono, añadió—: Eso es. Muchas gracias.
La señora Gittings me dirigió una mirada y una inclinación de cabeza y salió. Marcia examinaba el carrito del té como si se tratara de la cabeza de Juan Bautista sobra una bandeja. No sabía yo por qué se me ocurrían estas comparaciones, pero debía ser, simplemente, porque allí no parecía haber nada natural. Deseé que Eileen Eccles hubiera estado conmigo. Habríamos pasado después muy buenos ratos riéndonos de todo aquello, estaba segura de ello.
—Debe decirme cómo le gusta el té. ¡Pienso que ha sido tanta amabilidad por su parte el haber venido! No sabe usted lo que significa tener a alguien con quien hablar.
Dije que me gustaba flojo, con un poco de leche y sin azúcar. Me levanté y tomé la taza de sus manos. Después volví a sentarme. Había junto a mí una mesita y en ella deposité la taza.
—Tome uno de estos emparedados. —Parecía deslizarse hacia mí, sosteniendo la bandeja, dando un toque dramático incluso a esa maniobra tan ordinaria—. La señorita Gittings es muy valiosa. Tengo suerte. Pero añoro el teatro.
—Lo comprendo.
—Sabía que lo comprendería. Supongo que se preguntará por qué me entierro en el campo. Pues bien, está la pequeña. Debe ver a Miranda antes de marcharse.
—¿Su hijita? Sí, me encantará.
—En realidad, todo es por ella. —Echó atrás la cabeza con un gesto de resignación—. De lo contrario, yo no estaría aquí. Los hijos rompen una carrera, pero una ha de elegir.
Había numerosas preguntas que me hubiera gustado plantear, pero pensé que eran todas ellas demasiado personales. Me concentré en la operación de revolver mi té.
—Debe usted contarme todo lo que hace usted —me dijo.
Le expliqué brevemente que vivía con mi tía y que éste era mi primer puesto de trabajo, pero tuve la impresión de que en realidad no me escuchaba.
—Es usted muy joven —me dijo por fin—. No es que yo sea mucho mayor que usted… en años.
Suspiró y supuse que se estaba refiriendo a su superior experiencia en la vida. Pensé que, en este aspecto, probablemente estuviera en lo cierto.
—Y —dijo, llegando al punto que, estaba yo segura de ello, era la razón de que hubiera ansiado tanto que yo la visitara— ya ha hecho amistad con Jason Verringer.
—Bien, difícilmente cabe hablar de amistad. Hubo aquel accidente y yo tuve que quedarme en el Hall con la niña que se había caído de su caballo. Recuerdo que llegó usted cuando yo estaba allí.
Me miró fijamente.
—Oh, sí. Jason se esmeró en dar explicaciones. Se deshizo en excusas. Pero yo le dije que, dadas las circunstancias, él debía agasajarla a usted.
—No se trataba de agasajar. Me hubiera contentado perfectamente con una bandeja en la habitación de la enferma.
—Él dijo que ni cabía pensar en ello… Una huésped en su casa y todo esto…
—Al parecer, tocó este tema muy a fondo.
—Claro que él disfrutó con su compañía. Le gustan las mujeres inteligentes… si al mismo tiempo son hermosas, como indudablemente lo es usted, señorita Grant.
—Gracias.
—Yo comprendo muy bien a Jason. De hecho, cuando regrese… Bueno, hay un pacto, ya comprende. Hay la criatura, claro y su pobre esposa… esto ya ha terminado…
Comprendí que me estaba diciendo que no había de tomar en serio la atención que Jason Verringer me había prodigado. Yo tenía ganas de decirle que no se inquietara. Desde luego, no trataría de ser una amenaza para ella y, en realidad, me eran totalmente indiferentes los planes que ella hubiera trazado con aquel hombre odioso…
—Estoy absorta por mi carrera —repliqué fríamente—. En otro tiempo me disponía a trabajar con mi tía, pero esto quedó descartado. La abadía es un colegio muy interesante y la señorita Hetherington es una mujer maravillosa para trabajar a su lado.
—Me alegro de que esté tan contenta. Usted es diferente de las demás.
—¿Las demás?
—Las profesoras.
—Oh, ¿las conoce?
—Las he visto. Tienen el aspecto de profesoras, de maestras. Usted no, exactamente.
—Sin embargo lo soy. Hábleme de los papeles que representaba.
No se hizo rogar. Su mayor éxito había sido su interpretación de lady Isabel en East Lynne. Se levantó y, ocultando la cara entre las manos, declamó:
—«¡Muerto! ¡Muerto! Y nunca pudo llamarme madre». Ésta era la escena junto al lecho mortuorio —me explicó—. Cada vez entusiasmaba al público. No había un solo ojo sin lágrimas en toda la sala. Hice también Doscientas al año, de Pinero. Soberbia. Me gustaba más el género dramático. Pero nada pudo parangonarse con East Lynne. Fue un auténtico éxito.
Me ofreció a continuación breves extractos de otras obras que había representado. Parecía una mujer totalmente distinta de la que había visto ante su casa con la niña o la de la tienda de tejidos. De hecho, parecía cambiar de personalidad cada varios minutos. La madre tierna y apacible, la mujer solitaria que imploraba una visita, la amante desesperada de la escena del patio, la encantadora anfitriona y ahora la actriz versátil. Pasaba de un papel a otro con suma facilidad.
Hablamos de La Cenicienta que estábamos preparando en la escuela. En cierta ocasión había trabajado en esta obra.
—¡Mi primer papel! —gritó extáticamente, uniendo las manos sobre sus rodillas y convirtiéndose en una niña—. Yo era Botones. Deben tener una buena actriz en este papel. Es un papel breve pero efectivo. —Miró hacia el techo, contemplando con adoración una Cenicienta imaginaria—. Yo hice una Botones espléndida. Fue entonces cuando la gente empezó a comprender que yo tenía un futuro.
Se abrió la puerta y entró la señorita Gittings con una niña de la mano.
—Acércate y saluda a la señorita Grant, Miranda —dijo Marcia, adoptando fácilmente el papel de la madre afectuosa.
Saludé a la niña, que me contemplaba solemnemente. Era muy linda y se parecía a su madre.
Hablamos de la pequeña y Marcia trató de hacerle decir algo, pero ella se negó y, al cabo de un rato, miré mi reloj y dije que debía estar en la escuela media hora más tarde. Lamentaba tener que marcharme apresuradamente, pero ella lo comprendería.
Fue entonces la anfitriona toda amabilidad.
—Debe venir otra vez —me dijo, y yo le prometí hacerlo.
Cabalgando en mi camino de regreso a la abadía, pensé en cuán irreal había parecido todo. Marcia Martindale daba la impresión de estar representando un papel en todo momento.
Tal vez fuera lo que cabía esperar, puesto que era una actriz. Me pregunté por qué Jason Verringer había llegado a enamorarse de ella y qué papel podía desempeñar él en semejante hogar. Barrunté que había algo muy desagradable en todo aquel asunto y deseé ahuyentarlo de mi mente.
*****
El trimestre transcurrió con mayor rapidez que el curso anterior, tal vez porque yo me estaba familiarizando tanto con la escuela. Lecciones, ensayos, habladurías en el calefactorio, pequeñas charlas con Daisy… Todo me resultaba absorbente.
No cabía duda de que yo era una favorita para Daisy, que, según me constaba, se felicitaba por haber importado un producto de Schaffenbrucken en su establecimiento, y yo creía de veras que atribuía a mi presencia su creciente prosperidad.
Me invitaba a ir a su salita y a tomar el té mientras hablábamos de la escuela y de las alumnas. Estaba encantada con el cambio que se había operado en Teresa Hurst y aliviada al pensar que podía confiar en mí para que se la quitara de las manos cuando sus primos desertaran de sus obligaciones.
Mientras avanzaba el curso, el tema principal de conversación llegó a ser la inminente pantomima.
—Los padres vienen a verla, por lo que es muy importante que ofrezcamos el tipo más debido de espectáculo —decía Daisy—. Los padres no son muy perceptivos cuando se trata de sus hijas y tienden a creer que son otras tantas Sarah Bernhardt en potencia, pero pueden mostrarse sumamente críticos con las demás. Quiero que se fijen en lo bien que enuncian todas las niñas, con qué gracia particular se mueven, y en cómo entran en una habitación sin cometer jamás la menor torpeza. Ya sabes a qué me refiero. Estoy convencida de que buena cantidad de los padres vendrán a ver la pantomima. Tendrán que espabilarse para su alojamiento, claro. El hotel Colby estará lleno, pero algunos pueden instalarse en Bantable, a pocos kilómetros. Hay allí varios hoteles grandes. Después, pueden regresar a sus casas con sus hijas. Nunca hemos tenido tantos como en el Festival de la abadía, el año pasado. Lo repetiremos el año próximo. Será en junio, al comenzar el verano. Oscurece muy tarde y todo queda muy efectivo entre las ruinas. Un escenario maravilloso, que resultó de los más impresionantes… en realidad, casi fantasmagórico. Las mayores vestían hábitos blancos y era como para creer que los monjes habían resucitado. La parte de cantos y coros fue espléndida. Fue una gran fiesta. Creo que guardamos parte del vestuario en alguna parte. Debo preguntárselo a la señorita Barston.
—Un Festival de la abadía con las niñas disfrazadas de monjes… Debió de ser impresionante.
—Ya lo creo. Hábitos cistercienses… y recuerdo que llevaban antorchas. A mí me aterrorizaron aquellas antorchas…, aunque debo reconocer que añadieron su toque al escenario. Las niñas son a veces muy descuidadas y estuvimos a punto de tener un accidente. Sería mejor que pudiéramos hacerlo a la luz de la luna, pero esto aún pertenece al futuro. Concentrémonos ahora en La Cenicienta. Espero que Charlotte no se exceda en su papel. A los demás padres no les gustaría.
—Estoy segura de que lo hará muy bien. Y Fiona Verringer va a ser una Cenicienta encantadora.
Y así seguimos hablando.
El trimestre avanzaba y no volví a ver a Marcia Martindale durante el mismo, pero en dos ocasiones encontré a la señora Gittings que paseaba a la niña en su cochecillo por los caminos, y me detuve a charlar con ella. Parecía totalmente entregada a la pequeña y me caía simpática. Era una mujer hogareña, de mejillas rosadas y que respiraba honradez, en contraste con la exuberante actriz y su truculenta ayudante de guardarropía.
Hablé, pues, con ella y confieso mi curiosidad por saber cómo se encontraba en aquella casa. No era mujer inclinada a hablar extensamente de sus señores, pero se le escaparon un par de observaciones reveladoras.
—La señora Martindale es actriz durante las veinticuatro horas del día, y por tanto una nunca puede saber si dice de veras una cosa o está interpretando un papel, no sé si me comprende usted. Quiere a la niña pero a veces se olvida de ella… y ésta no es manera de tratar a los chiquillos. —Y acerca de Maisie—: Vaya otra. Ésa sabe hacerse notar, bajita como es. No sé… Es como trabajar en una especie de teatro… aunque no es que yo, señorita Grant, haya trabajado nunca en uno. Pero me digo a mí misma: «Jane Gittings, eso no es un teatro. Eso es una casa de verdad y esa niña también es de verdad. Y si ellas lo olvidan, tú no puedes hacerlo».
En otra ocasión en que la vi, próximas ya las vacaciones navideñas, me dijo que iba a pasar las fiestas con su hermana de los páramos.
—La señora se irá a Londres y se llevará a Maisie con ella. Esto me permite a mí quedarme estos días con la pequeña. A mi hermana le encantan los críos. Ha sido una verdadera lástima que nunca haya podido tenerlos.
Yo no podía imaginarme a Marcia Martindale como dueña y señora del Hall, pero era un asunto que a mí no me incumbía y en aquellos momentos me sobraban las actividades que me mantenían ocupada.
La Cenicienta era una fuente continua de pánico y satisfacciones. Fiona contaba con muy buena voz y habíamos encontrado una madrastra de exuberante cabellera y dos hermanas feas cuyo entusiasmo era difícil de restringir y que estaban decididas a añadir toques propios a la obra, con gran desespero de Eileen Eccles. Por otra parte, el traje de Charlotte no le sentaba como le hubiera gustado a la señorita Barston, y sobre este punto se había armado un verdadero pandemónium.
—¡Por todos los cielos! —gritaba Eileen—. ¡El ambiente no puede ser peor en Drury Lane!
Había la tarea de adornar la escuela y montar una estafeta de correos para que las alumnas pudieran enviarse tarjetas de felicitación navideñas unas a otras. El día antes de la representación de La Cenicienta, recibimos nuestras postales y dos de las alumnas más jóvenes, con gorras de cartero, abrieron solemnemente la caja que había quedado depositada en el refectorio, y las tarjetas fueron distribuidas en las diversas clases. Hubo exclamaciones de alegría y de admiración, abrazos e incontables expresiones de sincero agradecimiento.
Un número récord de padres fueron a ver La Cenicienta; aplaudieron entusiásticamente, aseguraron que había sido magnífica y mucho mejor que la representación de Dick Whittington del año pasado, y poco importó que una de las hermanas feas se cayera tan larga como era en pleno escenario y que uno de sus zapatos saliera despedido en dirección al público, y que la segunda hermana fea olvidara su papel y la voz de la apuntadora sonara tan alta que pudieran oírla desde toda la sala.
Todos dijeron que había sido un espectáculo delicioso y Daisy fue felicitada.
—Sus alumnas tienen unos modales exquisitos —dijo uno de los padres.
—Me satisface que lo haya notado —contestó Daisy, sonriendo—. Tenemos particular insistencia en la urbanidad. Más, creo yo, que en muchos de estos colegios de perfeccionamiento tan a la moda.
Fue, desde luego, un auténtico triunfo.
Las chicas se habían marchado ya y Teresa y yo partiríamos al día siguiente hacia Moldenbury. Otro trimestre terminado. Había resultado muy interesante y placentero, lo que se debía en parte a la ausencia de Jason Verringer. Este hecho confería una cierta paz a los alrededores.
La Navidad fue un éxito completo. Teresa la había estado esperando tan fervientemente que temí que sus esperanzas se hubieran elevado demasiado y sufriera una decepción.
Pero no fue así, y todo transcurrió perfectamente.
Llegamos una semana antes del gran día y me alegré de ello, porque dio a Teresa tiempo para disfrutar de los prolegómenos de la Navidad y de todos los preparativos que, como a menudo había pensado, resultaban más placenteros que la festividad en sí.
Pudo ayudar a Violet a hacer el pudín y el pastel navideño, todo lo cual, según Violet, hubiera debido estar hecho ya. Pero Teresa, sentada en una silla, se dedicó a sacar las pepitas de las uvas y a cascar nueces, vigilando a Violet, que, como una atareada sacerdotisa, revolvía la pasta del pudín y pedía a todos que echaran una mano en esta operación, incluso al hombre que venía tres veces por semana para ayudar en los trabajos de jardinería.
—Todo el mundo debe revolver un poco —decía Violet con aire misterioso—. De lo contrario…
No acababa la frase, pero su silencio resultaba más ominoso que cualquier palabra que hubiese podido pronunciar.
Hubo después un olor que pareció invadir la casa, mientras los pudines burbujeaban en recipientes colocados en el cuartito de la colada, y allí estaba también Teresa cuando Violet, con el largo palo que se utilizaba para sacar las prendas de la colada, enfiló expertamente el extremo a través de los lazos en los paños de los pudines y triunfalmente los extrajo mientras las demás mirábamos maravilladas. Y hubo la importantísima operación de catar una muestra de pudín, un pequeño cuenco con sólo cuatro raciones en él. Habíamos de probarlo después de cenar y expresar nuestro justo veredicto.
Era maravilloso ver el placer que experimentaba Teresa con estos pequeños eventos, y mostró una cara muy seria cuando se le puso delante su porción de la muestra de pudín. Lo saboreamos, fijos todos los ojos en Violet, la gran experta en pudines navideños.
—Un poco de exceso de canela —dijo—. Me lo temía.
—Tonterías —repuso tía Patty—. Está perfecto.
—Hubiera podido salir mejor.
—Es el mejor pudín que he probado en toda mi vida —declaró Teresa.
—Es que no probaste el del año pasado.
—Pues yo no le encuentro ningún defecto —insistió tía Patty—. Ojalá el del año próximo sea la mitad de bueno.
—Pienso lo mismo —afirmó Teresa.
Y reinaron unos instantes de silencio que tía Patty se apresuró a romper. Teresa se había creado un puesto en la casa y era bienvenida a ella. Creo que tanto mi tía como Violet se sentían complacidas y agradecidas por el hecho de que ella disfrutara tanto a nuestro lado. Sin embargo, debíamos admitir el hecho de que en cualquier momento la reclamaran sus parientes, o tal vez sus padres.
Hubo después la decoración. Tía Patty había dejado esta tarea para nosotras, a fin de que Teresa pudiera compartirla. Recogimos acebo y muérdago, que colgamos en las habitaciones y confeccionamos una corona que colocamos sobre la puerta. Fuimos a cantar villancicos con el coro parroquial y al servicio de medianoche la víspera de Navidad; al salir, comimos sopa caliente en la mesa de la cocina y, al terminar, tía Patty nos envió a la cama.
—Querréis dormir hasta tarde si no os acostáis temprano —dijo—, y esto acortaría el gran día.
A pesar de todo, la mañana de la Navidad nos levantamos temprano. Los regalos se encontraban debajo del árbol y serían distribuidos después del almuerzo, que habíamos de tomar a la una. Tía Patty, Teresa y yo fuimos a la iglesia, y Violet se quedó para cocinar el ganso. Después del servicio, muchos de los asistentes nos congregamos en el porche para desearnos una feliz Navidad, y después tía Patty, Teresa y yo regresamos a casa a través de los campos, tarareando Venid, todos los fieles.
Todas declaramos que el ganso estaba exactamente en su punto, excepto Violet, que insistió en que había pasado en el horno cinco minutos de más, y el pudín correspondió a todas las expectativas creadas por la muestra catada. Después empezamos a desenvolver los regalos. Tía Patty tenía unos guantes de lana para Teresa y el obsequio de Violet fue una bufanda que hacía juego con ellos. Yo le había comprado pinceles y pinturas porque, con gran sorpresa por nuestra parte, había empezado a demostrar notables adelantos en las clases de arte. Eileen había dicho que no era tan aventajada como Eugenie Verringer, pero que su progreso era sobresaliente. Nos emocionó el hecho de que hubiera pintado cuadros para todas y que los hubiera hecho enmarcar en Colby. Había un jarrón con violetas para Violet, cosa que todas juzgamos muy apropiada, y para tía Patty una escena en un jardín con una joven sentada en una silla y que llevaba un sombrero enorme que le cubría el rostro, lo cual no dejaba de ser una suerte, ya que estaba segura de que Teresa nunca hubiese logrado salir airosa de tan difícil prueba; y para mí un paisaje con una casa a lo lejos, que recordaba ligeramente Colby Hall.
Por la tarde, tía Patty y Violet dormitaron mientras Teresa y yo dábamos un paseo por los lindes del bosque, donde el pálido sol invernal brillaba entre las ramas desnudas de los árboles, y seguíamos el camino a través de los campos, disfrutando del aroma de la tierra húmeda observando el vuelo de grajos y cuervos que buscaban su alimento en la tierra agrietada.
No hablamos mucho, pero ambas estábamos llenas de contento.
A media tarde tuvimos visitas. Tía Patty había hecho muchas amistades en el pueblo y nos divertimos con juegos infantiles, como el de Animal, Planta o Mineral, merendando bocadillos y tomando los vinos de chirivía y jengibre elaborados por Violet.
A continuación llegó el día de San Esteban y el cartero y el barrendero vinieron a recoger sus aguinaldos de Navidad, solemnemente presentados en sobres lacrados con un «Feliz Navidad» escrito en ellos, y por la tarde visitamos la vicaría, donde tomamos bollos y té, y pastel navideño cubierto con un glaseado.
Violet, un tanto ufana porque el glaseado estaba un poco duro, se preguntó si debería decirle a la cocinera de la vicaría que pusiera en él una gota —no más de una gota, desde luego— la próxima Navidad, a fin de ablandarlo.
Este problema la tuvo ocupada durante todo el camino de regreso a casa. ¿Debía decirlo o no? Y las demás expusimos nuestro parecer sobre la cuestión, aunque supongo que, a excepción de Violet, poco nos importaba cuál fuera la opción definitiva.
Pero así transcurrieron las fiestas, con alegría y dicha en las cosas más sencillas. Yo veía la animación en el rostro de Teresa y me avergonzaba de mí misma. Yo había vivido muchas Navidades como ésta, pero en realidad nunca las había apreciado antes.
Terminaron las vacaciones y tía Patty nos dijo adiós desde el andén, balanceándose las cerezas en su sombrero, y Violet nos auguró que los bocadillos que nos había preparado para el viaje estarían resecos antes de que los comiéramos.
—¡Nos veremos en Pascua! —exclamó tía Patty.
—La época de las rosquillas calientes —añadió Violet.
Miré a Teresa. Estaba sonriente, ansiando evidentemente la llegada de la Pascua y de las rosquillas calientes.
*****
Aquel trimestre pareció monótono comparado con los demás. El primero había sido excitante porque yo me estaba amoldando a mi trabajo y por mis encuentros con Jason Verringer. Durante el trimestre que terminó en Navidad, había estado muy atareada con los ensayos y otras actividades. Ahora, todo esto era ya agua pasada y la nueva temporada me parecía un anticlímax. Por un lado, Jason Verringer seguía ausente. Naturalmente, Fiona y Eugenie habían pasado las vacaciones navideñas en el Hall, y una prima ya mayor y su esposo habían venido para ocuparse de ellas. Supe por Teresa que habían hecho prácticamente lo que les había dado la gana y que sus primos habían renunciado muy pronto a tratar de ejercer un control sobre ellas.
Cuando les pregunté cómo habían pasado las Navidades, Eugenie se echó a reír y contestó con un brillo malicioso en los ojos:
—¡Han sido unos días muy interesantes, señorita Grant!
Y Fiona replicó con una expresión gazmoña:
—Hemos disfrutado mucho, gracias.
Eugenie y yo nos encontrábamos en un estado al que cabría calificar como neutralidad armada, y desde luego Charlotte Mackay la secundaba en ello. Nunca me habían perdonado que les impidiera compartir la habitación y sabía que si se les presentaba una oportunidad se desquitarían conmigo, pero por ahora parecían respetar mi autoridad y, como es lógico, yo esgrimía ante ellas la amenaza de reducirles sus tiempos de montar a caballo si no se comportaban debidamente.
Con Fiona era diferente. Era una chica dócil, muy hermosa y que se dejaba llevar fácilmente, y estaba segura de que por sí sola nunca buscaría jaleo. Teresa era mi fiel aliada y las demás muchachas de mi sección eran de tipo corriente y con buen corazón, que tal vez se dejaran llevar por otras, pero siempre dispuestas a volver al buen camino, que en realidad preferían. Creo que todas ellas estaban algo impresionadas por el cambio que se reflejaba en Teresa y yo trataba de imaginar qué descripciones daría acerca de la casa de tía Patty. Sospechaba que, a través de ella, su visita allí debía parecer un viaje a la Tierra Prometida.
Sin embargo, me daba cuenta, cada vez más, de que yo tenía el don especial de ganarme el respeto de mis alumnas sin gran esfuerzo, cosa que es uno de los principales requisitos en toda persona que desee dedicarse a la docencia.
Así, pues, el trimestre transcurría apaciblemente, demasiado apaciblemente tal vez, y yo, al igual que Teresa, pensaba ya en mi regreso a Moldenbury.
A mediados de enero llegaron las nieves y resultó difícil mantener calientes las habitaciones, a pesar de los grandes fuegos en las chimeneas. El crudo viento del norte parecía penetrar incluso los gruesos muros de la abadía, y las ruinas, blanqueadas por la nieve, ofrecían una belleza fantástica y a la luz de la luna eran todavía más sobrecogedoras. Las chicas disfrutaban con la nieve; construyeron muñecos de nieve compitiendo en ello, libraron batallas de bolas y convirtieron en tobogán la leve pendiente en cuya cima se alzaba la abadía. Los caminos eran traicioneros y durante toda una semana no pudo llegar ningún vehículo hasta nosotras. Desde luego, Daisy estaba preparada para este tipo de emergencia y había abundancia de viandas, pero las chicas se regocijaron con la sensación de estar aisladas y eran muchas las que esperaban que continuaran aquellas condiciones meteorológicas. Algunas de las sirvientas comentaban que nunca se había visto semejante tiempo en Devon y que no se sabía adónde iba a parar el mundo.
—Un desastre —ironizaba Eileen Eccles—. Cuando la temperatura en Devonshire desciende por debajo de cero, se aproxima el fin del mundo… o al menos un retorno a la era glacial. Algunas de ellas deberían ser transportadas al norte de Escocia; entonces sabrían lo que es un invierno.
Antes de que terminara el mes se inició el deshielo y fui al pueblo. La señora Baddicombe, que regentaba la estafeta de correos, me retuvo para chismorrear un poco, ya que no había nadie más en la tienda, en la que además vendía comestibles y otras cosas.
Era una mujer alta y delgada, con ojos opacos y espesos cabellos grisáceos recogidos en un moño en lo alto de la cabeza. Hablaba incesantemente mientras pesaba paquetes, entregaba sellos o se ocupaba de las mercancías de la tienda.
—Oh, señorita Grant, es un placer verla de nuevo. ¿Cómo lo han pasado en la escuela durante esos días de tiempo tan terrible? Yo le decía a Jim que el tiempo no podía ser más temible. En varios días no vi ni un alma en la tienda.
Jim era su marido, que a veces ayudaba en la tienda y que era bien conocido por sus silencios taciturnos. «Su refugio contra la verborrea de su mujer», decía Eileen.
Contesté que nos las habíamos arreglado, pero que la señorita Hetherington deseaba que el género le fuese enviado lo antes posible y yo llevaba un pedido de su parte.
—Jim lo llevará apenas pueda. Ahora todo el mundo quiere cosas. Las despensas se han vaciado. ¿Quién podía pensar que tendríamos semejante tiempo en Devon? Dicen que es el peor invierno en los últimos cincuenta años. La de El Descanso de los Grajos ha encargado cosas esta mañana. No es que haya venido ella misma… oh, no, demasiado señorona. Ha enviado a esa mujer de Londres. Yo no la puedo tragar. Parece como si todo el tiempo se estuviera riendo de una. Cosas de Londres, supongo. Cree que es más lista que nosotros. Oh no, la señora apenas viene en persona. Parece como si fuera ya la señora del lugar.
—Ah… se refiere usted a la señora Martindale.
—Eso es. —La Baddicombe se inclinó hacia adelante y bajó la voz—. Creo que pronto la tendremos instalada en el Hall. Hmmm… cuanto menos se hable, tanto mejor. La señora de antes era una dama muy estimable. Yo la había visto poco últimamente… pero irse de ese modo…, y la otra en El Descanso de los Grajos, la casa de él… todo a disposición de esa señora, no faltaría más. Y va y tiene esa niña y todo lo demás. Creo que es vergonzoso de veras. Desde luego, usted sabe que llevan el demonio dentro de ellos.
Yo no debiera estar escuchando. Habría sido más digno excusarme de ello y sin embargo, a decir verdad, juzgué irresistible aquella oportunidad de descubrir algo.
—Bueno, usted no lleva aquí mucho tiempo, señorita Grant, y está usted en la escuela, y esa señorita Hetherington es toda una señora, hace regularmente sus encargos y no hay ningún problema con el pago… Eso es lo que a mí me gusta. No es que las facturas del Hall no se paguen. No diría yo tal cosa… pero cómo se demoran… Siempre han sido gente muy rara…, llevan el diablo en el cuerpo. Bueno, ahora se ha marchado lejos para dejar pasar un tiempo respetable. No podía casarse en seguida con ella, ¿no cree? Incluso él ha de esperar un año, para guardar las apariencias. Apuesto a que en Pascua oiremos cómo redoblan las campanas por ellos. Una boda, cuando la última vez tocaban a muertos.
—Está bien, señora Baddicombe. Debo marcharme…
Era un débil intento y no resultaba fácil refrenar a la señora Baddicombe.
Se inclinó todavía más sobre el mostrador y prosiguió:
—¿Y cómo murió la señora? Bueno, todo fue fácil y conveniente, ¿no cree? Esa individua tiene la pequeña bastarda y su señoría toma su dosis de láudano. Pero éstas son tierras de los Verringer y de nada sirve decir esto. Las cosas que ocurren… y esas dos señoritas en el colegio. La señorita Eugenie tiene mucho de los Verringer. Pero yo creo que habrá problemas cuando él se case con ella. Son muchos los que ya no podrán aguantar más. Yo creo que debieran echarle otro vistazo a su señoría.
Alguien había entrado en la tienda y la señora Baddicombe se incorporó.
Era la señorita Barston, que quería comprar sello e hilo de algodón para coser.
Esperé a que terminara su compra, me despedí de la señora Baddicombe, y la señorita Barston y yo salimos juntas de la tienda.
—Esta mujer es una chismosa de lo más pernicioso —dijo la señorita Barston—. Yo siempre la corto cuando empieza a darme la lata.
Me sentí algo avergonzada, ya que yo hubiera debido hacer lo mismo, pero ansiaba saber cuanto pudiera acerca de Jason Verringer y Marcia Martindale.
Después de las nevadas, el tiempo se hizo apacible, casi primaveral. Encontré a Marcia Martindale en el pueblo. Conversó un rato conmigo, me contó que había quedado aislada por la nieve y me reprochó no haber ido a verla. Quedamos en que iría el miércoles siguiente, si nadie me imponía imprevistas obligaciones.
Fui allí a caballo. Era un día húmedo, con un sol enfermizo que brillaba de vez en cuando entre las nubes. Contemplé los nidos en los olmos, pasé bajo el porche cubierto de jazmines y llamé al timbre.
Me abrió la puerta Maisie, que me dijo:
—Entre, señorita Grant. La estábamos esperando.
Marcia Martindale se levantó para saludarme. Vestía un traje negro, aterciopelado y ceñido; presentaba una magnífica figura, alrededor del cuello llevaba una gruesa cadena de oro, y exhibía tres brazaletes de oro en cada muñeca.
Parecía un personaje arrancado de una obra teatral, pero no acertaba a pensar cuál. Tomó mis dos manos entre las suyas.
—Señorita Grant, ¡cuán amable por su parte venir a verme!
—Yo diría que mi señora necesita un poco de distracción —dijo Maisie, sonriéndome—. Hoy está de luto.
—¿De luto? —exclamé y el miedo aceleró los latidos de mi corazón, pues creí que algo le había ocurrido a Jason Verringer—. Por su… el…
Maisie me dirigió un guiño y dijo:
—Por el pasado.
—Vamos, Maisie, estás loca —dijo Marcia—. Retírate y dile a la señora Gittings que nos sirva el té.
—Ya se dispone a hacerlo —replicó Maisie—. Ha oído llegar a la señorita Grant.
—Siéntese, señorita Grant. Lamento que me encuentre en tan penoso estado. Se trata de un aniversario.
—Oh, cuánto lo siento. ¿Quiere que vuelva en cualquier otro momento?
—Oh no, de ningún modo. Es tan reconfortante tenerla aquí… Odio encontrarme encerrada, como ha ocurrido con toda esa nieve. Estaba añorando Londres. Aquí todo está muy quieto, siempre esperando.
Contesté que la nieve había significado un impedimento, pero que las chicas del colegio habían disfrutado con ella.
—Sucedió hace cinco años —suspiró.
—¿Sí?
—Una gran tragedia. Se lo contaré todo… después de que traigan el té.
—¿Cómo está la niña?
Se mostró vaga al respecto.
—Oh… Miranda. Está bien. La señora Gittings es tan buena con ella…
—Ya lo sé. Las he visto un par de veces en el camino. En Navidad se la llevó consigo, ¿verdad?
—Sí. Yo estaba en Londres. Tuve que llevarme a Maisie conmigo. Una necesita una doncella, y pese a todos sus defectos Maisie es muy hábil con los peinados y las ropas. Me es muy devota, aunque a veces no lo parezca. Y a la señora Gittings le entusiasma tener consigo a Miranda. La lleva a casa de algún pariente en Dartmoor. Dice que el aire de los páramos es bueno para la niña.
—Estoy segura de que así es.
—Ah, ahí está el té.
La señora Gittings entró empujando el carrito como en la anterior ocasión, me saludó con la cabeza y yo le pregunté si estaba bien y había pasado una buena Navidad.
—Fue maravilloso —me contestó—. A Miranda le gustó mucho y hubiera tenido usted que ver a mi hermana. Le encantan los chiquillos. Siempre me está preguntando cuándo volveremos a ir.
—He prometido a la señora Gittings que pronto volverá a tener a Miranda —dijo Marcia.
La señora Gittings sonrió y se retiró.
—Es una excelente persona —comentó Marcia—. Puedo confiarle a Miranda con los ojos cerrados. —Sirvió el té y prosiguió—: Bien, me ha sorprendido usted en pleno duelo. Siento mostrarme un poco deprimida. ¡Fue tan trágico!
—¿Sí?
—Hace cinco años, cuando me despedí de Jack.
—¿Jack?
—Jack Martindale.
—¿Era su…?
—Mi marido. Éramos tan jóvenes, muy, pero que muy jóvenes… y los dos luchando entonces. Yo había tenido ya mis éxitos. Nos conocimos en East Lynne. Él era el Archibald para mi Isabel. El amor de los jóvenes es muy bello, ¿no cree, señorita Grant?
—No puedo hablar por experiencia, pero supongo que sí.
—Veo que ha decidido empezar algo tarde.
—Probablemente sí.
—Pues bien, querida, alégrese de ello. Cuando una es joven puede ser muy impulsiva. Pero entre Jack y yo todo fue bien desde el primer momento. Nos casamos. Yo acababa de cumplir los diecisiete. Fue algo idílico. Interpretamos juntos muchos papeles y aportamos algo especial a ellos. Todos lo decían. Pero después yo empecé a superarle. Jack me amaba apasionadamente, pero se sentía un tanto herido. Verá, el público venía a verme a mí, y sin mí él no atraía ninguna clase de público.
Se levantó y se quedó de pie dando la espalda a la ventana, con los brazos cruzados ante el pecho. Era una postura muy dramática.
—Y entonces se marchó. Yo no traté de detenerlo. Sabía que había de seguir su propio camino. Su oportunidad era irse a América, una oportunidad única para él. Algún empresario lo había visto actuar…
—¿Y no quería también que fuera usted?
Me miró fríamente.
—Lo que él estaba buscando era un galán para sus obras.
—Ya comprendo.
—No puede usted entender cómo es el teatro, señorita Grant. —Seguía mostrando frialdad—. Sea como fuere, Jack se marchó.
Marcó un tiempo de tensión. Era como el final de un acto, cuando el telón está a punto de caer y llega el momento de declamar la última frase.
—El barco chocó contra un iceberg… a tres días de Liverpool.
Bajó los brazos y se acercó al carrito del té.
—Es una historia muy triste —afirmé, removiendo mi taza.
—Señorita Grant, no puede usted hacerse idea. ¿Cómo podría hacérsela con esa vida tan apacible que lleva… dando clases…? No puede usted imaginar cómo siente una artista… encerrada aquí… después de semejante tragedia.
—Puedo imaginar muy bien cómo se siente cualquiera después de semejante tragedia. No es necesario ser un artista para sentir dolor.
—Jack había desaparecido. Yo seguí trabajando. Nada podía atajar esto. Y después… debió de ser dos años más tarde, hice amistad con Jason. Tiene una casa muy agradable en Londres, en Saint James…, y siempre se había mostrado interesado por el teatro. Solía venir a menudo a verme trabajar. Es un hombre muy interesante… cuando se le llega a conocer. Estaba loco por mí. Bien, ya puede imaginar qué ocurrió. Claro que yo nunca olvidaré a Jack, pero Jason está aquí y ese lugar suyo es muy atractivo. También él parecía algo trágico. Esa familia suya, siempre viviendo en esa mansión durante cientos de años, y sin herederos, y además aquel desastroso matrimonio suyo. Y hay sólo dos chicas. Ya sabe usted a qué me refiero. Claro está que fue un sacrificio para mí. Un crío resulta muy restrictivo. Hay todo el tiempo en que una espera su nacimiento, ello sin hablar de las incomodidades. Y después, cuando llega… Pero lo hice… por Jason… y creo que puedo ser feliz cuando todo quede arreglado.
—¿Se refiere a cuando se case con sir Jason?
Me dirigió una sonrisa.
—Todavía no puede ser, claro. Era necesario este intervalo. La gente, en un lugar como éste, ya sabe, tan pequeño…, dice toda clase de cosas crueles. Yo le dije a Jason: «¿Qué nos importa a nosotros?», pero él opinó que debíamos obrar con tiento. Había muchas murmuraciones, ¿sabe?, y de la índole más desagradable.
—Los chismes pueden ser peligrosos —dije, no sin un leve remordimiento de conciencia por haberme entregado a ellos tan recientemente con la señora Baddicombe.
—Devastadores —admitió—. Una vez interpreté una obra en la que salía un hombre cuya esposa moría… de modo parecido a como murió lady Verringer. Había otra mujer.
—Creo que es una situación bastante corriente.
—Los hombres siempre son hombres.
—Y las mujeres… mujeres —repliqué, tal vez con un punto de frialdad.
—De acuerdo. De acuerdo.
Se levantó de su asiento junto al carrito y se dirigió hacia la ventana. Permaneció allí de pie por unos momentos, y cuando se volvió interpretaba ya otro papel. Ya no estaba llorando a un esposo. Se había convertido en la novia de otro.
—Bueno, la rueda siempre gira —me dijo sonriente—. Ahora debo hacer feliz a Jason. Idolatra a la pequeña Miranda.
—¿Sí?
—Cuando está aquí. Claro, ahora lleva tanto tiempo fuera… Pero cuando regrese las campanas tocarán a boda. La espera es irritante. Pero tenía que marcharse. No es fácil la situación estando yo aquí… tan cerca… y con todas esas murmuraciones.
—No, supongo que no.
—Podría incluso reunirme con él antes de su regreso. Puede ser muy persistente y está tratando de persuadirme para que me vaya con él.
—No puedo menos que ofrecerle mis mejores deseos.
—Habrá murmuraciones terribles, pero una acaba por superar esas cosas, ¿no cree?
—Supongo que así es.
Se oyó un discreto golpe en la puerta y apareció la señora Gittings con Miranda.
—Entra, cariño —dijo Marcia, en su papel ahora de madre amantísima.
La niña se acercó, pero observé que lo hacía agarrando fuertemente la mano de la señora Gittings.
—Ven, pequeñina mía, y pregúntale a la señorita Grant cómo está.
—Hola, Miranda —dije yo.
Los ojos azules se volvieron hacia mí y la niña dijo:
—Tengo una muñeca de maíz.
—¿Una qué, preciosa?
La señora Gittings explicó:
—Está colgada en la pared, en casa de mi hermana. Miranda siempre dice que es suya.
—¿Cuántos años tiene? —pregunté.
—Casi dos —contestó la señora Gittings—. Ya es mayor, ¿verdad que sí, muñequita?
Miranda se rió y se apretó contra la falda de la señora Gittings.
Era evidente quién gozaba del afecto de Miranda en aquella casa.
Sentí un intenso deseo de marcharme. Estaba cansada de oír hablar de Jason Verringer y de sus devaneos. Resultaba todo bastante desagradable y había en aquella casa una atmósfera tan irreal que anhelaba no volver a ver nunca más a ninguno de sus moradores, excepto tal vez la señora Gittings y la niña.
Al poco rato se llevaron a Miranda y yo me despedí. Tenía la excusa de verme obligada a regresar al colegio. Cuando cabalgaba hacia él, pensé que era una lástima que estuviera tan cerca del Hall y que en realidad formara parte de él. Dificultaba todo escape. Pero, desde luego, no volvería a visitar en mucho tiempo El Descanso de los Grajos.
Debían de haber pasado unas dos semanas cuando encontré a la señora Gittings y a Miranda en el pueblo. El rostro sonrosado de la buena mujer se iluminó de alegría cuando me vio.
—¡Pero si es la señorita Grant! —exclamó—. Un día espléndido, ¿verdad? Se acerca la primavera. He venido con Miranda en el calesín. Eso le gusta mucho a ella, ¿verdad, Miranda? Tenemos que comprar un par de cosas antes de marcharnos.
—¿Es que piensa marcharse?
—Voy a llevarme a Miranda a casa de mi hermana.
—Estará usted contenta. Y Miranda también.
—Sí. Verá su muñeca de maíz, ¿verdad, preciosa? Y a tía Grace, que es mi hermana. Está muy encaprichada con Miranda, y Miranda también la quiere mucho. Allí en los páramos se estará ahora muy bien. Yo me crié allí. Dicen que toda persona siempre ansia volver a su lugar natal.
—Y ¿cómo se las arreglarán sin usted en El Descanso de los Grajos?
—No habrá nadie allí. La casa estará cerrada hasta que me digan cuando debo volver.
—O sea que la señora Martindale se va a Londres, ¿no es así?
—Más lejos todavía, dice ella. Se lo tiene bastante callado, pero a veces sale a relucir. Va a reunirse con él.
—¿Con él?
—Con sir Jason. En algún lugar del continente. Maisie irá con ella.
—¿Cree que se casarán allí…, en ese lugar, cualquiera que sea?
—Bueno, eso parece ser lo que ella está pensando.
—Ya comprendo.
—Y yo no veo llegar el momento de irme a los páramos. Me ha alegrado mucho verla, señorita Grant. Creo que Miranda le tiene mucho afecto.
Me despedí de ellas y me sentí levemente deprimida.
«Que asunto tan sórdido», pensé mientras volvía con mi caballo a la abadía.
*****
Teresa vino a verme con la desesperación pintada en su semblante.
—Son los primos —me dijo—. Quieren que vaya con ellos en Pascua. La señorita Hetherington me ha llamado a su estudio. Me ha dicho que acababa de saberlo. Yo le he dicho que no quiero ir, pero la señorita Hetherington dice que debo ir.
—¡Oh, Teresa! —exclamé—. Tía Patty y Violet tendrán una gran desilusión.
—Ya lo sé —había lágrimas en sus ojos—. Violet iba a enseñarme a hacer rosquillas calientes.
—Tal vez podamos arreglar algo —dije—. Iré a ver a la señorita Hetherington.
Pero Daisy movió la cabeza tristemente.
—Muchas veces me he preguntado si era prudente que te llevaras a Teresa a tu casa. Conozco a Patience y a Violet y sé el efecto que ejercen sobre una niña como Teresa. Pobre pequeña, se ha puesto fuera de sí cuando se lo he dicho.
—Pero tal vez se les podría explicar la situación —aventuré.
—No creo que cambiaran de opinión. No es que quieran tenerla con ellos; sé leer entre líneas. Piensan que quedarían mal ante los padres, puesto que se supone que ellos han de ocuparse de Teresa, y dos vacaciones lejos de su casa sería demasiado. Tendrá que ir por Pascua y después tal vez se pueda arreglar que tú te la quedes durante las vacaciones de verano, que son las más largas.
—Nos sentiremos todas muy entristecidas. Es que en poco tiempo ha pasado a formar parte de nuestro hogar.
—Eso es lo malo. Hay que andar con mucho cuidado cuando se trata de jovencitas como Teresa. Sus afectos son intensos. Quedó cautivada en demasiado poco tiempo.
—Pero sólo fueron unas vacaciones que pasó con nosotros en una casita de lo más corriente.
—Mi querida Cordelia, ninguna casa es corriente con Patience en ella.
—Lo sé. Es una persona maravillosa. Me alegró tanto que Teresa pudiera participar en toda nuestra vida…
—Eres demasiado sentimental. Deja que Teresa se vaya a pasar la Pascua con sus primos y estoy segura de que para el verano todo se arreglará.
—¿Y no podríamos explicárselo a ellos?
—Las explicaciones sólo empeorarían las cosas. Se sentirían más culpables. Hacen este gesto tan sólo para conservar su imagen bondadosa frente a los padres. Esta vez debemos dejar que obren según sus deseos. Y tal vez Teresa se las arreglará para que no quieran volver a verla durante mucho tiempo. —Daisy sonrió con picardía—. Vamos, Cordelia, no es tampoco tan trágico. Es sólo esta vez. Teresa ha de aprender que la vida no es un lecho de rosas. Será bueno para ella y hará que la próxima vez disfrute todavía más en Moldenbury.
—Ya disfruta a más no poder.
Daisy se encogió de hombros.
—Deberá ir —concluyó con firmeza.
La pobre Teresa quedó desconsolada y su dolor mantuvo un ambiente de tragedia durante el resto del trimestre.
Cuando me despedí de ella y de las demás chicas la víspera de mi partida, las dos estábamos al borde de las lágrimas.
*****
Reinaba la tristeza en la casa de Moldenbury. Teresa se hubiera sentido muy ufana al ver cómo la echábamos de menos.
—No importa —dijo tía Patty—. Vendrá en verano y ésas son las vacaciones largas.
—No volveremos a verla —profetizó Violet.
En el pueblo, todo el mundo preguntó dónde estaba. Yo no había comprendido del todo hasta qué punto se había convertido en una parte de nuestro hogar. Adornamos la iglesia con ramos de diente de león y me apenó el pensar cuánto hubiera disfrutado ella con esa tarea. Las rosquillas calientes no nos parecieron tan apetitosas como lo hubieran sido de haber estado ella allí.
—Le gustaba tanto todo esto —comenté—, y además nos hizo comprender cuánta suerte tenemos al estar juntas.
—Nunca lo he dudado, querida —respondió tía Patty, por una vez solemne.
Di largos paseos y pensé en Marcia Martindale en el continente, con Jason Verringer. Me los imaginaba en los canales de Venecia, paseando junto al Arno en Florencia, montando a caballo en los Champs Elysées, visitando el Coliseo en Roma…, en todos los lugares que yo anhelaba visitar.
Pensaba no sin cierta malicia: «Están hechos el uno para el otro, y estoy segura de que tendrán toda la felicidad que se merecen».
Fue el día después del lunes de Pascua, a media tarde, y estando yo entregada a la lectura en la sala de estar, cuando oí el chasquido de la puerta de la verja. Me levanté y miré por la ventana. Teresa se acercaba por el camino de la entrada, cargada con una maleta.
Salí como un rayo.
—¡Teresa! —grité.
Ella corrió hacia mí y nos abrazamos estrechamente.
—Pero ¿qué estás haciendo aquí? —pregunté.
—He venido —contestó—. He tomado un tren y he venido. Ya no podía aguantar más.
—Pero ¿y los primos?
—Les he dejado una nota. Se alegrarán. Yo era una molestia muy grande para ellos.
—¡Oh, Teresa! —grité, tratando de mostrarme severa, pero sin poder ocultar mi alegría.
Me dirigí hacia el pie de la escalera.
—¡Tía Patty, Violet! ¡Bajad en seguida!
Acudieron presurosas y durante unos segundos se quedaron mirando a Teresa. Entonces ella se lanzó entre sus brazos y las tres formaron una especie de piña, mientras yo miraba y me reía.
—En realidad, es un asunto bastante feo. Se ha marchado de casa de sus primos, dejando una nota.
Tía Patty trataba de reprimir la risa y hasta Violet estaba sonriendo.
—¡Jamás he visto cosa semejante! —exclamó tía Patty.
—Simplemente, se ha hecho la maleta y ha venido.
—Y todo ese viaje ella sola —comentó Violet, adoptando un aire escandalizado.
—Ya tiene casi diecisiete años —les recordé.
—Conocía el camino —dijo Teresa—. Primero tenía que ir a Londres. Ésta era la parte más difícil, pero el revisor fue muy amable y me explicó qué debía hacer.
—Pero ¿y esos primos? —preguntó Violet—. Estarán locos de ansiedad.
—De alegría —corrigió Teresa.
—Y sólo dejaste una nota… —dije yo.
Teresa asintió.
—Les escribiré inmediatamente —dije—, explicándoles que has llegado sana y salva, y les pediré permiso para que puedas quedarte durante el resto de las vacaciones.
—No volveré allí aunque digan que no —aseguró Teresa con firmeza—. No podía soportar el imaginaros a todas comiendo rosquillas calientes sin estar yo presente —se volvió hacia Violet—. ¿Cómo han salido este año?
—No tan buenas como el año pasado —respondió Violet, como era de esperar—. Algunas perdieron su forma durante la cocción.
Teresa pareció compungida y Violet siguió hablando:
—Podríamos hacer otra remesa. Que yo sepa, no hay ninguna ley que exija que sólo se puedan comer el Viernes Santo.
—¡Oh, sí, hagámoslas! —exclamó Teresa.
Había vuelto. Era algo maravilloso y todas estábamos entusiasmadas.
A su debido tiempo, recibí una carta de los primos, en la que me daban las gracias por el interés que demostraba por Teresa. Sabían cuánto había disfrutado durante las vacaciones que pasó en mi casa, pero deseaban ante todo no imponerme su presencia, y si yo descubría que me cansaba de su estancia conmigo, rogaban que la enviara inmediatamente de nuevo a su casa. Yo les había pedido permiso para que pudiera pasar las vacaciones de verano con nosotras, y este permiso me era otorgado graciosamente y, deduje, con cierta avidez.
Cuando enseñé la carta a Teresa, ésta tuvo un arrebato de alegría.
Fuimos al pueblo, en donde fue saludada cordialmente por casi todo el mundo, y más de uno le reprochó el haber estado ausente en los servicios de Pascua.
La joven estaba arrebolada de placer.
Por consiguiente, después de todo fueron unas vacaciones felices. Pero pronto llegó el momento de regresar a la escuela… y éste fue el fin de los días apacibles.