Era un adorable día primaveral cuando llegué a la estación de Colby Abbey. Me había encantado el paisaje rural que había atisbado a través de las ventanillas del tren: prados de un verde intenso, colinas boscosas y el rico suelo rojo del Devonshire, con alguna que otra breve visión del mar.
El sol era cálido, pero había un leve frescor en el aire, como para recordarme que todavía no había llegado el verano. Me había despedido de tía Patty y de Violet con grandes risas, unas pocas lágrimas y constantes recordatorios de que volveríamos a reunirnos las tres en las vacaciones estivales. Fue algo excitante, como siempre debe serlo el comienzo de una nueva vida, y pude considerarme muy afortunada al tener a mi lado a tía Patty. Su último consejo fue:
—Si la señorita Hetherington no te trata con el debido respeto, ya sabes lo que has de hacer. Pero creo que se comportará como es de esperar. Sabe que tú no eres como esas pobres chicas que han de seguir sus dictados o de lo contrario empezar a pensar de dónde van a sacar su próxima comida.
—Siempre has sido como un baluarte en mi vida —le contesté.
—Espero que esto no haya de ser tomado muy al pie de la letra, querida. Ya sé que me encanta comer bien, pero eso de baluarte… No, no me gusta cómo suena.
Fue así como nos separamos. Lo último que vi de ella a través de la ventanilla del vagón, pues ella y Violet habían ido a Londres para despedirme, fue una sonrisa, aunque yo sabía que las lágrimas no andaban muy lejanas.
Llegué por fin a mi destino y, al apearme del tren, un hombre con una vistosa librea se acercó a mí y me preguntó si era la señorita Grant, ya que en este caso él debía llevarme a la Academia Colby Abbey, donde se me estaba esperando.
—El trap está ante la entrada, señorita. ¿Es éste su equipaje? Son sólo dos o tres pasos.
Crucé con él la barrera y allí estaba lo que él llamaba el trap, un elegante vehículo de dos ruedas, del que tiraba un caballo tordo.
Tomó mis maletas y las colocó en el vehículo.
—Creo, señorita —dijo—, que estará cómoda aquí a mi lado.
Le di las gracias cuando me ayudó a subir.
—Un buen día para su llegada, señorita —prosiguió.
Era un hombre de mediana edad, con negra barba y oscuros y rizados cabellos, que hablaba marcando las erres, de un modo que con el tiempo llegaría a serme familiar. Se mostraba locuaz y, cuando el caballo se puso al trote, me dijo:
—Las señoritas alumnas vendrán el martes próximo. Esto le dará a usted tiempo para instalarse debidamente, señorita. Todo cambia bastante cuando ellas están aquí, ¿sabe? Sin embargo, algunas se quedan en la escuela en esta época del año. Sólo en Navidad y en el verano se marchan todas. A algunas les queda demasiado lejos su casa, ¿comprende?
—Sí —contesté.
—¿Ya conocía usted Devon, señorita?
—No, siento decir que no.
—Pues ya verá lo que le espera. Éste es el país de Dios. Un pedacito de cielo.
—Me alegra oírlo.
—Así es, señorita. Incluso hay canciones que hablan de él. ¿Ha oído hablar de sir Francis Drake?
Le contesté afirmativamente y él continuó:
—Era un hombre de Devon. Según dicen, salvó a Inglaterra de los españoles; pero de eso hace ya mucho tiempo. Le llaman el glorioso Devon. La mantequilla y la sidra de Devonshire… También les han dedicado canciones.
—Sí, he oído algunas de ellas.
—Dentro de poco verá la casa grande. La abadía dista todavía sus buenos cinco kilómetros.
—¿Es éste el hogar de los Verringer?
—Sí, es el Hall. Mire, allí está el cementerio, junto a la iglesia.
En aquel momento empezó a oírse el tañido de una campana.
—Hoy habrá entierro. Curioso momento para llegar, señorita, si me permite decirlo. La señora se va y usted llega.
Se estremeció su barba. Parecía como si juzgara bastante divertida la situación.
—¿Y a quién entierran?
—A lady Verringer.
—Oh… ¿Era una señora de avanzada edad?
—No. Era la esposa de sir Jason. Pobre señora, no ha tenido lo que se llama una vida. Ha estado inválida durante diez años, o más. Se cayó del caballo. No tienen mucha suerte… esos Verringer. Creo que debe pesar una maldición sobre ellos, como dice la gente.
—¿Sí?
—Bien, esto se remonta… a muchísimo tiempo. Y está la abadía y todo eso. Se cuentan cosas al respecto. Hay quien piensa que se trataba de la abadía o de los Verringer, y que tuvo que haber sido la abadía.
—Esto suena un poco misterioso.
—Oh, es que se remonta a mucho tiempo…
Habíamos enfilado un camino tan estrecho que los matorrales de los setos rozaban ambos lados del vehículo. De pronto, mi cochero frenó. Un carruaje venía hacia nosotros.
También su conductor se había detenido. No tenía otra alternativa y los dos hombres se miraron con fijeza.
—Tendrás que retroceder, Emmet —dijo el conductor del carruaje.
Mi cochero —Emmet, al parecer— se mantuvo obstinadamente inmóvil.
—Será mejor que retrocedas tú, Tom Graddock —replicó.
—Ni pensarlo —dijo Tom Graddock—. Vete con ojo, Nat Emmet, llevo aquí al squire.
Oí entonces que una voz gritaba:
—En nombre de Dios, ¿qué ocurre aquí?
Un rostro se asomó a la ventanilla y pude atisbar unos cabellos negros y unos ojos oscuros e iracundos.
—Es Nat Emmet, sir Jason. Lleva a la nueva señorita a la escuela y está bloqueando el camino.
—¡Retrocede en seguida, Emmet! —gritó aquella voz imperiosa, y el rostro desapareció.
—Sí, señor. Sí, sir Jason. Eso es lo que voy a hacer…
—¡Pues date prisa!
Emmet se apeó, empezamos a retroceder y finalmente llegamos a lo ancho del camino.
El carruaje salió del camino a buen paso y su conductor dedicó a Nat Emmet una mueca triunfal al pasar junto a él. Traté de echar un vistazo al pasajero, pero éste no se dejó ver.
Una vez más, volvió a sonar la campana con su toque de muertos.
—Regresa después de enterrar a su esposa —dijo Emmet.
—¿De modo que éste es sir Jason? Parecía estar algo encolerizado.
—¿Cómo dice, señorita?
—Que parece ser un hombre de carácter un poco vivo.
—Oh, al squire no le gusta que nada se tercie en su camino… como su pobre señora. Hay quien dice que se metía en sus cosas. Pero estoy hablando sin ton ni son. Sin embargo, hay cosas que la gente no quiere callarse. ¿Y por qué debieran hacerlo?
Avanzamos rápidamente por el estrecho camino.
—No quiero encontrarme con más gente —dijo Emmet—. Yo no retrocedería por segunda vez… excepto si se tratara del squire, y no es fácil que volvamos a encontrarnos con él, ¿no cree, señorita?
Seguimos avanzando mientras él hacía observaciones que no me interesaron demasiado, puesto que estaba pensando en el squire y en la dama que se había interferido en su camino y por la que tañía aquella lúgubre campana.
—Si mira cuando doblemos este recodo, señorita, tendrá su primera visión de la abadía —me previno Emmet.
Permanecí alerta…, esperando.
Se alzaba ante mí, grandiosa, imponente, trágica, una estructura que encerraba glorias pasadas. Pude ver brillar el sol a través de las grandes arcadas abiertas frente al cielo.
—Ahí la tiene —dijo Emmet, señalando con su látigo—. Una hermosa visión, ¿no cree? A pesar de no ser nada más que una vieja ruina… excepto la parte que no lo es. Bien, al parecer la gente da mucha importancia a nuestra abadía. No dejarían que nadie la tocara. Fue bueno que se construyera en tiempos ya tan lejanos.
Yo me había quedado maravillada, sin habla. Era, desde luego, una visión espléndida. A lo lejos, en las colinas, los árboles estaban en flor y el sol brillaba en un arroyo que serpenteaba a través de un prado.
—Mire hacia la derecha de la torre, señorita, y verá los estanques de los peces. Allí es donde los monjes conseguían su comida.
—Es espléndido. Yo no había imaginado una cosa tan… impresionante.
—Hay quien no se acercaría a este lugar después del anochecer. A la señorita Hetherington no le gusta que digamos esto, pero es la verdad. Piensa que puede asustar a las alumnas y éstas pedir que se las lleven de aquí. Pero le aseguro que hay quien dice haber oído campanas a ciertas horas de la noche… y cantos de monjes.
—No me cuesta mucho creerlo.
—Está usted viéndolo a la luz del sol, señorita. Debe verlo a la luz de la luna… o, mejor todavía, cuando hay sólo unas pocas estrellas para iluminar el camino.
—Estoy segura de ello —contesté.
Nos estábamos acercando cada vez más.
—La escuela es muy confortable, señorita. Apenas recordará usted dónde se encuentra. La señorita Hetherington ha hecho maravillas. Por dentro es igual que una escuela… y cuando oiga a todas aquellas jovencitas riéndose a la vez, olvidará todo lo referente a esos monjes que llevan tanto tiempo muertos.
El cochecillo se había detenido en un patio. Emmet se apeó de un salto y me ayudó a bajar.
—En seguida me ocupo de su equipaje, señorita —me dijo.
Me encontraba ante una puerta en un muro de piedra gris. Emmet hizo sonar la campana y una muchacha de uniforme abrió la puerta inmediatamente.
—Pase, señorita Grant. Es la señorita Grant, ¿verdad? La señorita Hetherington ha dicho que se presente a ella apenas llegue. En este momento está tomando el té.
Me encontraba en un amplio vestíbulo con techo abovedado. Parecía un monasterio y en el aire había una frialdad que noté en seguida después del calorcillo del sol del exterior.
—¿Ha tenido buen viaje, señorita? —me preguntó la joven—. Al parecer, el tren llegó puntual.
—Muy buen viaje, gracias.
—Las otras profesoras todavía no han llegado. Estarán aquí mañana, pero cuando cambia todo es al llegar las señoritas alumnas. —Se volvió hacia mí y, alzando los ojos hacia el techo, lo señaló con la barbilla—. Por aquí, señorita. Estas escaleras pueden ser peligrosas. Si una pisa la parte estrecha, sobre todo al bajar, puede caerse. Sujétese a esta cuerda. Hace las veces de balaustrada. Así lo tenían los monjes, y por tanto así hemos de conservarlo nosotras.
—Es un edificio antiguo.
—Construido a partir de una parte de las ruinas, señorita. Siempre nos están diciendo lo mismo… que debemos tenerlo en gran estima porque así lo tenían los monjes. Personalmente, yo preferiría una buena baranda de madera.
Habíamos llegado a un largo pasillo. Tenía un techo abovedado como el del vestíbulo y a él daban varias habitaciones.
—Por aquí, señorita.
La muchacha llamó a una puerta y una voz que reconocí como la de Daisy Hetherington ordenó que entrase.
—¡Ah, ya está usted aquí!
Se había levantado. Era más alta de lo que yo recordaba y allí, entre aquellas paredes, parecía más que nunca como si la hubieran tallado en piedra.
—Me alegra mucho volver a verla. Debe de estar cansada después de ese viaje. Grace, trae otra taza y un poco más de agua caliente. Primero tomará un poco de té, está recién hecho, y después verá sus habitaciones. Supongo que habrá tenido buen viaje. Ha llegado muy puntual.
—El tren ha llegado a la hora exacta.
—Quítese el abrigo. Eso es. Ahora, siéntese. Me agrada verte aquí, Cordelia. Sin embargo, te llamaré siempre señorita Grant, excepto cuando estemos a solas. No quiero que haya ninguna diferencia.
—Desde luego que no.
—Estoy segura de que te ha impresionado la abadía.
—Mucho. Aunque hasta el momento he visto muy poco, la primera impresión ha sido verdaderamente extraordinaria.
—Sé el efecto que causa. Me temo que quienes vivimos en medio de estas piedras antiguas tendemos a olvidar lo que significan.
—Es, sin duda, un escenario maravilloso.
—Así lo creo yo. Nos torna diferentes. Pienso que vivir en este lugar proporciona a las niñas una compresión del pasado. Siempre hemos logrado muy buenos resultados en las clases de historia. Ah, aquí está el agua caliente. Permíteme que te sirva. ¿Tomas crema de leche o azúcar?
—Ninguna de las dos cosas, gracias.
—Tú no eres como tu tía. Siempre me ha escandalizado la cantidad de azúcar que toma con su té.
—Le encantan las cosas dulces.
—Aunque le perjudiquen.
—Ella se siente feliz tal como es y logra contentar a todos los que la rodean.
—¡Ah, esa Patience! Bien, ya estás aquí. Yo misma te enseñaré el lugar después del té… antes de que oscurezca. Me encanta hacerlo por primera vez con quienes llegan aquí. Me enorgullezco de todo esto. Realmente, estoy segura de que es algo único. Es magnífico lo que esos constructores isabelinos lograron edificar a partir de las ruinas. Siempre digo que debiéramos llamarlo el Fénix.
—¿Qué parte del monasterio es ésta?
—Es la casa capitular y el dormitorio de los monjes, así como el dormitorio de los hermanos legos, junto con su biblioteca, su cocina y su enfermería. Esta parte quedó casi intacta cuando llegaron los despojadores. Fueron las torres y las capillas lo que padeció la peor destrucción.
—Entonces, ¿esto está casi igual que cuando fue construido?
—Sí, a mediados del siglo XII. Los monjes lo construyeron todo con sus propias manos. Piensa en la actividad que habría aquí. Ya sabes que tuvieron que traer la piedra hasta aquí… y después proceder a la construcción. Desde luego, fue un trabajo hecho con amor. Puedes observarlo… sobre todo en la nave principal y en las laterales… aunque ahora tengan el cielo como techo.
—¡Tengo tantas ganas de verlo todo!
—Sabía que así sería. Presentí que te enamorarías de esto. Ciertas personas lo hacen, otras no.
Me ofreció una bandeja con finas rebanadas de pan y mantequilla.
—Me alegro de que hayas llegado antes de que las otras lo hagan mañana, al menos la mayoría de ellas. Mademoiselle Dupont y fräulein Kutcher ya están aquí. Se quedan durante las vacaciones más cortas y van a sus casas dos veces al año. Resulta caro viajar al continente. Las dos son buenas profesoras. Jeannette Dupont encuentra difícil la disciplina, pero las alumnas la quieren, y, si bien su método de enseñanza no es de lo más ortodoxo, consigue resultados. Fräulein Kutcher es completamente diferente. Es una profesora excelente y posee una cierta dignidad, cosa que es necesaria cuando se enseña a jovencitas. Deben respetarte, ¿comprendes? Espero que descubras que también tú tienes esta cualidad. Pronto lo sabrás. He aceptado un cierto riesgo, ya me comprendes… puesto que nunca has dado clases.
—Si no se siente complacida conmigo, debe decírmelo inmediatamente. Sé que a tía Patty no le importaría, ya que a ella le encantaría que me quedara a su lado.
—Me disgustaría verte enmohecer en una aldea después de la educación que has recibido. No. Todavía no me he equivocado nunca en mis juicios, y no creo que vaya a hacerlo ahora. ¿Montas a caballo?
—Lo hice a menudo en Grantley.
—Muy bien. Tenemos un maestro de equitación que viene tres veces por semana para enseñar a las niñas. Salen a cabalgar en grupos, pero me gusta que las acompañe una profesora. Si quieres, puedes utilizar los caballos en tus ratos libres. Estamos bastante aisladas y, si no montaras, tendrías que ir caminando a todas partes. El pueblo se encuentra a cinco kilómetro de aquí… y el Hall está algo más allá.
—Pasé ante él cuando venía.
—Oh, claro. Hay un entierro hoy. Falleció la pobre lady Verringer. Fiona y Eugenie habrán asistido al funeral. Supongo que, durante unos meses, deberé permitirles que vistan de negro en vez de llevar sus uniformes del colegio. Es muy fastidioso y no se lo permitiría a nadie más… y tan cercanas de la escuela… no creo que pueda hacer otra cosa.
—Supongo que sería su madre la difunta. He visto a su padre.
—No, la madre no. Su tía. ¿Y has visto a sir Jason?
—Sí, en su carruaje. Nos lo encontramos en el camino.
—Debía de regresar del funeral. Es el tío de las niñas. Él y lady Verringer no tuvieron descendencia. Sé que esto fue para ellos una pena. Fiona y Eugenie son hijas de un hermano de sir Jason y están bajo la tutela de éste. Perdieron a sus padres cuando todavía eran muy pequeñas. Su hogar siempre ha sido el Hall… incluso cuando vivían sus padres. Su padre era un hermano menor de sir Jason. No es, claro está, como tener hijos propios, y no hay un heredero directo. Los Verringer han vivido en el Hall desde que fue construido a mediados del siglo XVI. Todas las tierras de la abadía pasaron a sus manos después de la disolución de los monasterios.
—Ya veo. Yo creía que las niñas eran de él.
—Llevan tres años conmigo. Vinieron cuando Fiona tenía catorce años. Es la mayor, pero no por mucho. Ella y Eugenie se llevan tan sólo unos dieciocho meses. Sí, debía de tener catorce porque ahora tiene diecisiete… pero pronto cumplirá los dieciocho, por lo que Eugenie tiene ya dieciséis.
—Todas las alumnas deben tener más o menos estas edades, ¿verdad?
—De catorce a dieciocho. Más o menos como en Schaffenbrucken, ¿no es así?
—Sí, prácticamente lo mismo.
—Lo que yo pretendo es que salgan de aquí preparadas para alternar en la alta sociedad. Creo que esto es importante. Y ahora, para ir a lo práctico, tú enseñarás inglés. Consistirá en literatura, claro. Las niñas estudiarán los clásicos contigo. Y quiero que te concentres en su educación social. Conversación…, debates sobre temas actuales… Tenemos un maestro de danza, bailes de salón. Viene tres veces por semana, pero habrá prácticas de danza cada día y tú, y tal vez otra profesora, os ocuparéis de ello. Hay también la música. El señor Maurice Crowe da lecciones a toda la escuela una vez por semana, pero también da clases de piano y violín a las que lo desean. Nos concentramos de modo general en la música y las artes. Eileen Eccles es la profesora de arte. Tal vez llegue esta noche y ya he hablado con ella. Tú y ella podéis organizar la representación de una obra teatral para la escuela. Lo hemos hecho antes y es un gran éxito. A los padres les gusta ver actuar a sus hijas. La última vez se nos permitió representarla en el Hall. Tienen un salón de baile que resulta ideal para este fin.
—Esto parece muy interesante.
—Estoy segura de que así lo considerarás. Hablemos ahora de los dormitorios. Las habitaciones son forzosamente pequeñas; fueron en otro tiempo los dormitorios de los hermanos legos y no se nos permite modificar ninguna estructura, aunque sir Jason ha hecho algunas concesiones para montar la escuela. Por ejemplo, hemos partido una sala que era dos veces mayor que las demás, y de ella hemos hecho dos dormitorios. No es fácil acomodar a tantas personas. Un dormitorio grande hubiera sido más normal. Ahora tenemos dos chicas en cada habitación y, puesto que están más o menos distribuidas en secciones, he puesto una profesora al cuidado de cuatro dormitorios, lo que representa ocho chicas. Tu habitación está contigua a las cuatro suyas. Debes asegurarte de que estén en sus habitaciones cada noche, que se levanten al sonar la campana y que se comporten debidamente.
—Una especie de encargada.
—Exactamente, excepto que nos encontramos todas bajo un mismo techo y las otras secciones no quedan lejos. Las chicas que estarán a tu cargo son, en conjunto, dóciles y amables. Gwendoline Grey comparte habitación con Jane Everton. Gwendoline es hija de un profesor y el padre de Jane es un fabricante de los Midlands. No pertenece a la misma clase que Gwendoline, pero nada en dinero. Mezclo a mis alumnas con mucho cuidado. Jane aprenderá de Gwendoline y tal vez Gwendoline aprenda un poco de Jane. En la habitación contigua duerme la honorable Charlotte Mackay, su padre es el conde de Blandore, y la otra chica es Patricia Cartwright, procedente de una familia de banqueros. El padre de Carolina Sangton es un importador de la ciudad, y ella comparte el cuarto con Teresa Hurst, que pasa la mayor parte de sus vacaciones en la escuela. Su padre es plantador de algo en Rhodesia… de tabaco, me parece. A veces, podemos mandarla a casa de unos primos de su madre, pero no siempre, y tengo la impresión de que evitan siempre que pueden, tener a esa niña con ellos.
—Pobre Teresa —dije.
—Sí, así es. También te voy a dar las chicas Verringer. Están en una de tus habitaciones. Y ésta es tu pequeña familia, como la llamo yo. Estoy segura de que comprobarás que todo funciona perfectamente. ¿Has terminado tu té? Entonces, yo misma te acompañaré a tu habitación. Tus maletas ya estarán allí y, si no estás demasiado cansada y deseas dar un vistazo al lugar, yo te lo enseñaré. Pero tal vez quieras refrescarte un poco después del viaje. Si quieres venir ahora, iremos a tu habitación y podrás lavarte y cambiarte si lo prefieres, y colgar tus ropas. Después haremos un recorrido por la abadía.
—Gracias. Será muy interesante.
—Vamos, pues.
La seguí caminando por suelos enlosados, subiendo por escaleras muy parecidas a la que ya había visto antes, traicioneramente estrechas junto al ojo y más anchas en el otro extremo, con su baranda de cuerda.
Finalmente llegamos a los dormitorios. El mío era pequeño, con gruesas paredes de piedra que le daban un aspecto frío, y una ventana alta y estrecha. Había en él una cama, un armario, una silla y una mesa.
—Piensas que es un tanto espartano —dijo Daisy—. El mío es igual. Recuerda que esto es una abadía y que yo subrayo a las chicas que es un privilegio encontrarse aquí. Ahora te enseñaré dónde nos lavamos. Se me ha permitido dividir esto en cubículos… y puedo asegurarte que ha sido una gran concesión. Los hermanos legos se lavaban en esta artesa, que discurría a lo largo de toda esta sección. Sin embargo, verás que esto se encuentra ahora más acorde con los tiempos modernos. También he puesto espejos. Ahora ya has visto tu cuarto y los de las chicas que estarán bajo tu cargo. ¿Te mando avisar dentro de media hora? Una de las camareras te acompañará a mi estudio y desde allí empezaremos nuestra gira de exploración.
Me lavé, me cambié las ropas que había llevado para el viaje y colgué mis cosas en el armario. No estaba muy segura de mis sentimientos. Me sentía excitada por todo lo que había visto y comprendía a Daisy Hetherington, la respetaba y deseaba avenirme moderadamente bien con ella. Por otra parte, aunque juzgaba de inmenso interés cuanto me rodeaba, había momentos en que me repelía. Tal vez fuese debido a que el pasado estaba demasiado cercano y hacía acto de presencia. ¿Qué más cabía esperar dentro de los muros todavía presentes de una abadía?
Ya estaba preparada y esperando cuando vinieron a avisarme. Me imaginaba cómo le contaría a tía Patty todo eso cuando nos reuniéramos en verano, y esto me animó considerablemente.
Fui llevada a presencia de mi superiora.
—¡Ah! —Sus fríos ojos azules me inspeccionaron y deduje que aprobaba mi blusa blanca y mi falda azul marino—. Ya estás aquí. Ante todo, te enseñaré nuestro colegio. Si queda tiempo, te daré una idea de los alrededores, pero éstos los descubrirás después con mayor detalle. Tengo aquí un dibujo de la abadía tal como era antes de la Disolución. Fue hecho a principios de este siglo, pero es un buen trabajo de reconstrucción, y no fue tan difícil con todo el perfil, podríamos decir, que hay aquí. Poca imaginación se necesitaba. Nuestros monjes eran cistercienses y por tanto la abadía está edificada en este estilo. Ya has visto que fue erigida a cada lado de un torrente que fluye hasta los estanques de pesca. A su vez, éstos desembocan en el río. Estamos a unos trece kilómetros del mar y hay tres estanques, cada uno de ellos en comunicación con el siguiente. Emmet y otros suelen pescar en ellos y gran parte de nuestro pescado de los viernes procede de allí. Yo creo que es una tradición muy importante. Aquí puedes ver la nave principal y el crucero. Ésta es la capilla de los seis altares. Aquí hay la casa capitular, el edificio de la entrada y la recepción… la casa del abad, el refectorio, el almacén y la despensa. Lo encontrarás todo en el plano. Y aquí estamos nosotras ahora. ¿Continuamos?
Salimos al exterior. El aire parecía cálido. Daisy seguía hablando mientras caminábamos. Era un recorrido fascinante y comprendí que no podía asimilar todo lo que habíamos de ver, pero era perfectamente consciente de la onerosa atmósfera de la abadía, y en particular de la parte que carecía de techumbre. Daba una extraña impresión caminar sobre aquellas losas, junto a grandes pilares que parecían inútiles, puesto que soportaban muros y arcos que ya eran una ruina y a través de los cuales yo podía ver el cielo. Comprendía que personas imaginativas creyeran oír el tañido de las campanas y cánticos de los monjes al caer la noche. Todavía había de ver el lugar sin el brillante resplandor del sol. No me cabía duda de que tendría un carácter fantasmagórico al anochecer y por primera vez me pregunté si Daisy Hetherington había estado acertada al tomar parte de la antigua abadía para su escuela. ¿No hubiera sido mejor tenerla en una campiña abierta y alegre, o frente al mar en algún lugar de la costa sur?
Pero, desde luego, aquello daba a la escuela un aspecto único, y esto era lo que Daisy pugnaba por conseguir.
—Estás muy callada, Cordelia —me dijo—, y lo comprendo. Estás impresionada. Es el efecto que esto causa a todas las personas sensibles.
—¿Y… qué piensan las alumnas acerca de toda esta antigüedad?
—En su mayoría son criaturas frívolas… que la ignoran.
—¿Y las profesoras?
—Pues creo que algunas de ellas se muestran sorprendidas al llegar. Pero el encanto llega a apoderarse de ellas. Comprenden que son personas privilegiadas.
Guardé silencio. Toqué el áspero muro de piedra y contemplé el cielo a través del arco normando. Daisy Hetherington me dio una palmadita en el brazo.
—Tenemos que regresar —me dijo—. Cenamos a las siete y media.
La cena era servida en el refectorio de los hermanos legos, que debía de conservarse más o menos igual que siete siglos antes, con su techo abovedado y sus ventanas parecidas a altas y estrechas rendijas.
Daisy presidía en la cabecera de la mesa, como si fuera la abadesa. La comida era excelente.
—Todo procedente de casa —me explicó—. Es una de las características del lugar. Tenemos tierra en abundancia, los antiguos huertos de la cocina, por ejemplo, y sabemos aprovecharlos. Tengo dos jardineros trabajando aquí todo el día, y Emmet también echa una mano, al igual que los otros mozos de los establos.
Comprendí que se trataba de un establecimiento muy vasto. A su lado, Grantley Manor parecía cosa de aficionados.
Al principiar la cena, fui presentada a mademoiselle Jeannette Dupont, a Fräulein Irma Kutcher y a Eileen Eccles, la profesora de arte, que ya había llegado. Pude hablar en francés y en alemán, lo que no sólo agradó a mis interlocutoras sino también a la propia Daisy, que, aunque ella se sirviera tan sólo del inglés, se mostró encantada al destacar el hecho de que yo hablara fluidamente aquellos dos idiomas.
Jeannette Dupont tendría unos veinticinco años, supuse, y era muy agraciada. Irma Kutcher no era mucho mayor, pero parecía serlo debido a su aspecto severo, y tuve la seguridad de que se tomaba muy en serio su cargo.
Eileen Eccles era la típica profesora de arte, con su cabello bastante descuidado y unos ojos oscuros y expresivos; llevaba un holgado vestido con diversas tonalidades pardas y un leve toque escarlata, y todo en ella delataba a la artista.
Hablamos de temas escolares y tuve la impresión de que no me costaría mucho amoldarme al colegio de Daisy. Ésta llevaba el peso de la conversación, la cual versó toda ella sobre el colegio y las idiosincrasias de ciertas alumnas. Noté que estaba captando ya todos los detalles.
Al concluir la cena fuimos al estudio de Daisy y allí prosiguió la conversación por los mismos derroteros hasta que ella dijo que yo debía de estar cansada y tener ganas de retirarme.
—Las demás profesoras llegarán mañana o pasado. Y el martes regresarán todas las alumnas que han estado en sus casas.
Mademoiselle preguntó si las hermanas Verringer volverían el martes.
—Claro —contestó Daisy—. ¿Por qué no?
—Pensaba —dijo mademoiselle Dupont— que, por haber tenido ese fallecimiento en la familia, se quedarían en casa guardando luto.
—Sir Jason no permitiría tal cosa. Estarán mucho mejor aquí, en la escuela. El martes se reunirán con nosotros, y Charlotte Mackay vendrá con ellas. Ha pasado estas vacaciones en el Hall. Hubiera sido impropio tenerla aquí en esta época. Además, creo que sus familias se conocen. Pero estoy segura de que la señorita Grant está muy cansada. Señorita Eccles, ¿querrá acompañar a la señorita Grant a su habitación? No dudo de que pronto sabrá orientarse aquí, pero al principio podría confundirse.
La señorita Eccles se levantó para precederme.
Cuando nos encontrábamos en la escalera, se volvió y me dijo:
—Daisy puede resultar a veces un poco dominante. No se nota tanto cuando hay más profesoras.
No contesté y me limité a sonreír, y ella prosiguió:
—Se necesita algún tiempo para acostumbrarse a este lugar. No sabría decirle cuántas veces estuve a punto de hacer mis maletas y volver a casa en mi primer curso. Pero aguanté, y curiosamente una acaba por encontrarse bien aquí. Creo que ahora me entristecería marcharme.
—Mademoiselle y fräulein parecen muy simpáticas.
—Son personas agradables. Y Daisy, a su manera, también lo es. Todo lo que usted debe hacer es procurar caerle bien y recordar que, como Dios, ella lo sabe todo, y lo ve todo y siempre tiene razón.
—Parece sencillo, pero al mismo tiempo algo alarmante.
—Téngalo todo en orden y ella estará contenta. ¿Ha enseñado antes? Oh no, ya recuerdo que acaba de llegar de Schaffenbrucken. No sé cómo lo había olvidado. Daisy nos lo ha explicado ya una docena de veces.
—Dan mucho bombo y platillo a ese lugar.
—Es que es el non plus ultra.
Me eché a reír.
—Al menos en opinión de Daisy —prosiguió ella—. Tengo entendido que va usted a enseñar gracias sociales.
—Sí, tengo que averiguar cómo voy a hacerlo.
—Limítese a seguir las normas de Schaffenbrucken y así no podrá errar.
—Debe de ser agradable enseñar arte cuando se encuentra talento.
—Mucho me temo que no tenemos aquí ningún Rubens o Leonardo. Al menos, si los hay por el momento todavía no los hemos descubierto. Me doy por satisfecha si pueden producir un paisaje identificable. Pero tal vez ahora no sea justa. En realidad, hay dos chicas que poseen algún talento. Ya hemos llegado. Aquí es donde duerme usted. Tiene a las importantísimas Verringer bajo su ala. Creo que ello se debe a que Daisy cree que pueden absorber un poco de Schaffenbrucken incluso mientras duerman. Ahí tiene. Hace un poco de frío, y siempre es así. Podrá imaginar fácilmente que es un monje. A Daisy le gusta que sigamos en lo posible las reglas monásticas, pero no se preocupe. No la harán dormir con un camisón de tela de saco. Olvide que se encuentra en una abadía y duerma apaciblemente. La veré mañana por la mañana. Buenas noches.
Le di las buenas noches. Me agradaba. Me divertía y era reconfortante saber que tenía unas compañeras tan agradables como las que había conocido durante la velada.
Me cepillé el pelo y me desvestí rápidamente. Había un espejo sobre la mesa y supuse que era una de las concesiones modernas que a Daisy le agradaba señalar. Palpé la cama. Era estrecha, tal como correspondía a aquella habitación semejante a una celda, pero parecía confortable.
Me acosté y arropé bien, pero resultaba difícil conciliar el sueño, ya que el día había sido excesivamente rico en emociones y mi entorno era de lo más inusual. Permanecí echada, con el cobertor hasta la barbilla, pensando en todo aquello y preguntándome —e incluso contemplándolo— sobre el futuro.
Lo que más deseaba era conocer a las alumnas.
A medida que pasaba el tiempo, tenía la impresión de sentirme más y más despierta. Siempre resulta difícil dormir en nuevos lugares y cuando una se encuentra en una vieja abadía, repleta de impresiones de otras épocas, es natural que se permanezca con los ojos abiertos. Me volví hacia la pared y la contemplé. A través de la angosta ventana penetraba luz suficiente para permitirme ver las señales en la piedra gris, y pensé en cuántos monjes habrían yacido allí, mirando las paredes, durante largas noches de meditación y plegaria.
De repente, mis sentidos se alertaron. Había oído un leve rumor y no muy lejos… una rápida inhalación de aire y un sollozo reprimido.
Me senté en la cama y escuché. Silencio y después… sí. Lo oí otra vez. Alguien, no muy lejos de mí, lloraba y trataba de sofocar todo sonido.
Abandoné la cama, busqué las zapatillas y me puse la bata. El sonido procedía de la habitación de mi derecha… una de las que habían sido puestas a mi cargo.
Salí al pasillo y mis zapatillas dejaron oír un leve roce sobre las losas de piedra.
—¿Quién anda ahí? —dije a media voz.
Oí una respiración rápidamente reprimida, pero no hubo respuesta.
—¿Ocurre algo malo? Contésteme.
—No… no —dijo una voz asustada.
Había localizado la habitación y abrí la puerta. En la penumbra, vi dos camas y en una de ellas estaba sentada una muchacha. Cuando mis ojos se acostumbraron a la semioscuridad, vi que tenía una larga cabellera rubia y los ojos abiertos de par en par; tendría unos dieciséis o diecisiete años.
—¿Qué ocurre? —pregunté—. Soy la nueva profesora.
Asintió con la cabeza y sus dientes empezaron a castañetear.
—No es nada… nada —balbució.
—Bien debe ser algo —repuse yo. Me acerqué a su cama y me senté en ella—. Algo te preocupa, ¿no es así? —Me miró solemnemente, con aquellos ojazos tan abiertos—. No debes tenerme miedo —proseguí—. Sé lo que es añorar la casa. Porque se trata de esto, ¿verdad? Fui a un colegio muy lejano, en Suiza precisamente, cuando tenía tu edad.
—¿De ve… veras? —tartamudeó.
—Sí. Ya ves que sé lo que es esto.
—Yo no siento añoranza… porque no se puede añorar lo que no existe, ¿no cree?
Empecé a recordar.
—Creo saber quién eres tú. Eres Teresa Hurst, y te has quedado en el colegio durante las vacaciones.
Pareció aliviada al comprobar que yo estaba tan bien informada.
—Sí —dijo—. Y usted es la señorita Grant. Sabía que iba a venir.
—Voy a hacerme cargo de esta sección.
—No será tan malo cuando vengan las otras. Pero por la noche esto es muy atemorizador, cuando todo está tan silencioso.
—En realidad, no hay nada que cause temor. Tus padres están en África, ¿no es así?
Ella asintió con la cabeza y contestó:
—En Rhodesia.
—Comprendo lo que sientes, porque curiosamente también mis padres estuvieron en África. Eran misioneros y no podían tenerme a su lado, por lo que me mandaron a casa de mi tía Patty.
—A mí me enviaron a la de unos primos de mi madre.
—¡Qué coincidencia! Hemos pasado las dos por la misma situación. Yo no quería ni pensar en venir a Inglaterra y abandonar a mis padres. Estaba atemorizada. Pero después me encontré junto a mi tía Patty y fue maravilloso.
—En realidad, mis primos no me quieren con ellos. Siempre ponen excusas cuando llegan las vacaciones. Los niños tienen el sarampión o ellos han de irse de viaje… y por tanto me quedo en el colegio. Creo que en realidad lo prefiero así. Sólo que por la noche…
—Yo estaré ahora aquí y las chicas llegarán el martes.
—Sí, esto ya está mejor. ¿Le gustó ir a vivir con su tía Patty?
—Me encantó. Es la mejor tía que nadie haya tenido nunca, y todavía la tengo.
—Debe de ser magnífico.
—Sí, lo es. Pero ahora estoy aquí. Duermo cerca de ti. Si estás asustada, ven y cuéntamelo todo. ¿Te parece bien?
—Sí, muy bien.
—Pues entonces te deseo buenas noches. ¿Te encuentras bien ahora?
—Sí. Sé que está usted aquí. Sólo que a veces las chicas se ríen de mí. Creen que soy todavía una cría.
—Estoy segura de que no es así.
—Es que ellas van a sus casas y nunca tienen ganas de regresar al colegio. Les encantan las vacaciones, y en cambio yo las odio. Es toda una diferencia.
—Sí, lo sé. Pero ahora te sentirás muy bien. Tú y yo seremos amigas, y ya sabes que estoy aquí para ayudarte.
—Creo que es muy curioso que también sus padres estuvieran en África.
—Sí, resulta extraordinario, ¿no crees? Es evidente que estábamos destinadas a ser amigas.
—Me alegro —dijo la jovencita.
—Voy a arroparte. ¿Crees que podrás dormir ahora?
—Sí, creo que sí, y no va a importarme si creo ver… sombras. Sé que puedo ir con usted. Lo ha dicho de veras, ¿verdad?
—Así es. Pero no creo que vengas, porque todo irá muy bien. Buenas noches, Teresa.
—Buenas noches, señorita Grant.
Regresé a mi cuarto. ¡Pobre niña solitaria! Me alegraba de haberla oído y de haber podido aportarle algún consuelo. En adelante me ocuparía de ella, y me aseguraría de que nadie la molestara.
Necesité algún tiempo para calentarme hasta el punto de poder dormir, pero creo que aquel breve encuentro me había apaciguado tanto como a Teresa Hurst, y finalmente me quedé dormida. Sin embargo, tuve sueños descabellados. Soñé que atravesaba la nave principal en un carruaje y veía los recios contrafuertes a cada lado del vehículo y el cielo azul sobre mi cabeza. De pronto, otro carruaje bloqueó el camino y vi que un hombre salía de él. Me miró a través de la ventanilla y gritó: «¡Atrás! ¡Se ha interpuesto en mi camino!». Era un rostro hosco y moreno, pero súbitamente cambió y fue el de Edward Compton.
Me desperté sobresaltada y por unos momentos me pregunté dónde me encontraba.
«Sólo se trataba de un sueño», me dije. Estaba soñando más de lo que era normal en mí. Y ello ocurría desde que encontré al desconocido en el bosque.
*****
Me desperté, me senté en la cama y contemplé los desnudos muros de piedra y el parco mobiliario. Entonces se apoderó de mí una sensación de excitación.
Me lavé y vestí. Eché un vistazo a la habitación de Teresa Hurst. Su cama estaba pulcramente hecha y ella no se encontraba allí. Me pregunté si me habría levantado tarde.
Hallé mi camino hasta la habitación en la que habíamos cenado la noche antes. Daisy estaba sentada a la mesa y la acompañaban mademoiselle Dupont y fräulein Kutcher.
—Buenos días —me dijo Daisy—. Supongo que habrá dormido bien.
Le di las gracias y le dije que así había sido.
Correspondí al saludo de las otras dos profesoras y Daisy, con un signo, me indicó que me sentara.
—Entre períodos lectivos, desayunamos entre las siete y media y las ocho y media —dijo—. En pleno curso es a las siete y media, y dos de las profesoras vigilan en el comedor principal, que es donde las alumnas toman su desayuno. Después hay la plegaria en la sala y generalmente una de nosotras da una breve charla, no más de cinco minutos. Algo que dé ánimo…, una especie de texto válido para la jornada. Lo hacemos por turnos. Las clases empiezan a las nueve. Tome lo que quiera en el aparador. A la hora del desayuno, no empleamos muchas ceremonias.
Mientras me estaba sirviendo jamón de York frío y café, llegó Eileen Eccles.
Me senté a la mesa y hablamos de la escuela…, lo hizo sobre todo Daisy y las demás la escuchamos. Muchas de sus observaciones iban dirigidas a mí, como recién llegada.
—Todas las profesoras deben estar aquí el lunes por la mañana. Entonces deberemos empezar a dedicarnos a las alumnas. Tendremos todas nosotras una reunión en mi estudio el lunes por la tarde y planearemos el trabajo del trimestre. Supongo que tendrán ustedes algo preparado para discutirlo… y que también querrán explorar el lugar. —Sonrió a su auditorio—. Estoy segura de que encontrarán a muchas personas dispuestas a contarles todo lo que deseen saber.
—Yo iré esta mañana al pueblo —dijo Eileen Eccles—. He de comprar un par de cosas. Ando escasa de papel y pinceles. ¿Le gustaría venir conmigo? Tendría una oportunidad para ver el pueblo.
—Gracias —dije—. Me encantará.
—Monta a caballo, ¿verdad? Es que sólo podemos ir a caballo.
—Sí, y muchas gracias —contesté.
Daisy sonrió para mostrar su aprobación.
Era una mañana espléndida. Eileen me acompañó a los establos y me indicó una pequeña yegua baya.
—Le gustará —me aseguró—. Tiene brío, pero es fácil montarla. —Ella se adjudicó un caballo tordo—. Somos viejos amigos —me dijo, dándole unas palmadas en el flanco mientras el animal piafaba como si le expresara su agradecimiento.
Pronto estuvimos camino de la población.
—No está lejos —dijo Eileen—, lo cual se agradece. Los caballos son una verdadera bendición. Nos permiten alejarnos de vez en cuando un buen trecho de la escuela. Doy gracias a Dios por el hecho de que la equitación sea uno de los requisitos necesarios para las señoritas debidamente educadas.
Cabalgamos junto a los estanques que centelleaban bajo el sol matinal. Y contemplé las ruinas y una vez más pensé que eran magníficas… y mucho menos fantasmagóricas bajo la luz de primera hora de la mañana.
—Se acostumbrará a ellas —comentó Eileen—. Yo apenas me fijo ya. Al principio, solía mirar por encima del hombro, temiendo que una figura envuelta en una capa negra se abalanzara sobre mí. Esto era antes de que descubriera que sus hábitos eran blancos… lo cual debía de darles un aspecto todavía más espectral, al menos a la luz de la luna, ¿no cree?
—Creo que cualquiera se llevaría un buen susto si se encontrara con ellos, fuera cual fuese su color.
—No tema. Están todos muertos y bien muertos, y en caso de que sus espíritus flotaran por ahí, estoy segura de que aprobarían a Daisy. Son las personas como los Verringer quienes deberían estar en guardia.
—Pero yo supongo que si los Verringer no se hubieran quedado con este lugar, lo habría hecho alguna otra familia.
—No es éste el caso, mi querida señorita Grant. Lo hicieron los Verringer.
Enfilamos una senda y quedé sobrecogida por la espléndida belleza de lo que me rodeaba. Hierba verde, tierra rojiza, castaños y cerezos silvestres en flor, con el súbito canto de una curruca de los pantanos cerca de los estanques.
—Ayer conocí a Teresa Hurst —expliqué—. ¡Pobre niña! Parece estar muy sola, y comprendí lo que sentía. También yo podría encontrarme en una situación parecida.
Y a continuación le hablé de tía Patty.
—De todos modos —dijo Eileen—, a Teresa le falta ánimo. Prefiere dejarse abatir por sus infortunios, en vez de luchar contra ellos.
—Quiero conocerla mejor. Tuve una breve charla con ella la noche pasada y creo que simpatizaremos.
Eileen asintió con la cabeza.
—Dibuja bastante bien y, al contrario de otras, distingue la diferencia entre el verde oliva y el azul de Prusia.
Se adentró en un prado, dio una palmada en el flanco de su montura y seguimos avanzando al trote.
—Un atajo —me dijo por encima del hombro.
Poco después puede contemplar el pueblo.
—Bonito a la luz del sol, ¿verdad? —comentó Eileen—. La típica pequeña ciudad de Devon. Pero algunas de las tiendas son muy adecuadas, y siempre es mejor esto que nada. Tienen una posada muy confortable. El Tambor de Drake. Creo que lo mejor será que nos encontremos en ella. Pasaré al menos una hora haciendo mis compras. Para usted sería muy aburrido seguirme en mis correrías y, cuando compro, prefiero estar sola. Puede explorar un poco los alrededores. La campiña es preciosa. También puede dejar el caballo en el patio de la posada Drake. Sea como sea, nos encontraremos allí dentro de una hora, ¿de acuerdo? Tomaremos un vaso de sidra. Tienen fama por ella.
Contesté que estaba perfectamente de acuerdo.
Pensaba cabalgar a través de la población, asomarme a la campiña para echar un vistazo y, a continuación, explorar el pueblo. Era muy pequeño y no creía necesitar más de media hora para ello.
Eileen me mostró la posada, con un rótulo de colores, en el que figuraban sir Francis y su tambor; entró a caballo en el patio y yo seguí mi camino.
Puesto que el pueblo era poco más que su calle principal, pronto me encontré en los senderos de la campiña. Era bellos, estrechos y sinuosos, y presentaban un elemento de interés que movía a preguntarse qué revelaría el próximo recodo.
Habría cabalgado unos veinte minutos cuando pensé que había llegado el momento de volver al pueblo. Había recorrido tantos caminos angostos y serpenteantes sin pensar en la dirección que seguía, que no se me ocurrió que tal vez me resultara difícil encontrar después mi camino de vuelta. Di media vuelta con mi pequeña yegua y al cabo de unos cinco minutos llegamos a una encrucijada. No recordaba haberla visto antes y no había en ella ningún poste indicador. Traté de decidir cuál de las cuatro direcciones debía tomar.
Mientras titubeaba, vi que se acercaba un jinete por uno de los cuatro caminos —un hombre con un caballo tordo— y decidí preguntarle la dirección cuando llegara junto a mí.
Me había visto y cabalgaba hacia mí. Al aproximarse observé algo familiar en su cara y supe en seguida quién era, pues aunque sólo lo había visto por unos instantes cuando asomó la cabeza fuera de la ventanilla de su carruaje, era uno de aquellos rostros que, una vez vistos, no se olvidan fácilmente.
«El gran sir Jason en persona», pensé con una mezcla de enojo y excitación.
Se quitó el sombrero al acercarse a mí.
—Se ha perdido usted —dijo con tono casi triunfal.
—Iba a preguntarle el camino de regreso a Colby.
—¿El pueblo, el Hall o la abadía?
—El pueblo. ¿Puede usted orientarme?
—Puedo hacer algo más. Yo voy hacia allí. La escoltaré.
—Muy amable por su parte.
—Nada de eso. La amabilidad es suya al permitírmelo.
Me estaba contemplando con cierto descaro, de una manera que me hizo sentir incómoda. Resultaba diferente del colérico pasajero del carruaje, pensé.
—Gracias. Estoy segura de que no queda muy lejos. No sé cómo he perdido el camino.
—Resulta fácil perderlo. Estos caminos serpentean hasta el punto de que uno da vueltas y más vueltas y acaba por no saber qué dirección sigue. ¿No cree que hace una mañana muy agradable?
—Mucho.
—Y ahora doblemente agradable.
No contesté a esto.
—Voy a presentarme —dijo—. Soy Jason Verringer, del Hall.
—Lo sé —contesté.
—Entonces nos conocemos los dos, puesto que también yo sé quién es usted. Nos encontramos en otra ocasión. En un camino. Usted iba acompañada por Emmet. ¿No es así?
—Sí, y usted nos ordenó airadamente que hiciéramos marcha atrás.
—Esto fue antes de verla.
Traté de adelantarme con mi caballo, lo cual no dejaba de ser una tontería, puesto que él me enseñaba el camino y, por otra parte, se encontraba a mi lado, pero es que su tono me irritaba.
—De haber sabido que Emmet acompañaba a la muy eficiente nueva profesora de la academia, habría ordenado a mi cochero que retrocediera él.
—No tiene importancia —dije.
—Pues es de la mayor importancia. Fue nuestro primer encuentro, y debo decirle que me encanta conocerla. ¡He oído hablar tanto de usted a la señorita Hetherington!
—¿Habla ella de su personal con usted?
—Mi querida jovencita, cuando cae entre sus manos semejante premio, habla de él con todos. Tengo entendido que posee usted todas las virtudes que le ha infundido cierto colegio extranjero.
—Estoy segura de que usted exagera.
—Ni mucho menos. Me encanta descubrir que una dama de cualificaciones casi divinas posee una pequeña debilidad humana. Pierde su camino.
—Puedo asegurarle que mis debilidades son muchas.
—Lo cual me agrada. Espero llegar a descubrirlas.
—No lo creo muy probable. Éste no es el camino por el que he venido.
—No, no creo que lo sea. ¿Qué opina acerca de esta campiña? Es buena tierra, muy rica… la más rica de Inglaterra dicen algunos. Nos ha servido muy bien a lo largo de los siglos.
—Y no dudo de que seguirá haciéndolo.
—Sin duda. Conocerá usted a mis pupilas… de hecho mis sobrinas. Están en la academia. Resulta agradable saber que aprenderán de alguien con semejante talento.
Me enojé porque sabía que se estaba burlando de mí con sus continuas referencias a mi educación.
—Creo que quedará usted satisfecho —repliqué—. Espero conocerlas pronto. La señorita Hetherington me ha dicho que el martes irán a la escuela.
—Esto es lo convenido.
—Debe de ser agradable para ellas estar en una escuela tan cerca de su casa.
Se encogió de hombros.
—Habrá usted oído decir que acabamos de tener un suceso luctuoso en la familia.
—Sí, y lo lamento. El entierro fue ayer… el día de mi llegada.
—Extraño, ¿verdad?
—¿Extraño?
—Que yo regresara del entierro de mi difunta esposa cuando nuestros carruajes se encontraron.
—Yo no lo calificaría de extraño. Tan sólo ocurrió que ambos nos encontramos en el mismo lugar al mismo tiempo. Estos caminos son muy estrechos y tales encuentros de vehículos deben de ser bastante corrientes.
—No ocurren con tanta frecuencia como piensa usted —dijo—. No tenemos aquí un tráfico muy intenso. Le presento mis excusas por haber ordenado retroceder a su carruaje.
—Por favor, olvídelo. No tiene importancia.
—¿Me juzgó usted un poco… arrogante?
—Me hago cargo de que en semejante ocasión debía de sentirse muy trastornado.
—¿Entonces somos amigos?
—Bien… tanto como esto… —miré hacia adelante—. Parece ser un largo camino para regresar al pueblo.
—Es que se extravió usted un buen trecho.
—Pero son ya casi las once menos cuarto. A las once debo encontrarme con la señorita Eccles en El Tambor de Drake.
—El Tambor de Drake es una excelente hostería. Hace buen negocio en los días de mercado.
—¿A qué distancia nos encontramos del pueblo?
—Estará usted en él a las once.
—¿Tan lejos está?
Enarcó las cejas como excusándose y asintió.
Había algo en su sonrisa que flotaba en sus labios que me desconcertaba. Deseé haber intentado hallar el camino por mi cuenta, pues estaba segura de que él me había hecho dar un largo rodeo.
—Espero volver a verla, señorita…
—Grant.
—Sí, señorita Grant. Espero que alguna vez visite el Hall. Damos algún que otro concierto al que acude la señorita Hetherington, y ella permite que asistan algunas de sus profesoras e incluso alumnas. Hay ocasiones en que se me invita a mí a la escuela, de modo que estoy seguro de que tendremos oportunidades para vernos.
Guardé silencio por unos momentos y después pregunté:
—¿Está seguro de que éste es el camino?
—Le aseguro que sí lo es.
Cabalgamos en silencio durante un rato y finalmente, con gran alivio por mi parte, vi el pueblo frente a nosotros.
Espoleé mi caballo y galopamos juntos hasta llegar a las primeras casas.
—Como puede ver —me dijo—, la he devuelto sana y salva. Tengo la impresión de que en cierto momento ha creído que trataba de desorientarla.
—Creí que el camino resultaba muy largo.
—Para mí el tiempo ha pasado volando.
—Ahora ya sé dónde estoy. Gracias por su ayuda.
—Ha sido un verdadero placer.
Permaneció a mi lado hasta que llegamos a El Tambor de Drake. Eileen Eccles ya estaba allí. Había salido al porche, desde el cual había estado esperándome con obvia ansiedad.
—Perdí mi camino —dije.
Jason Verringer se quitó el sombrero y nos saludó con una inclinación. Después se alejó el jinete en su caballo.
—Lo encontré cuando me estaba preguntando qué camino debía tomar y él me enseñó cómo regresar —le expliqué a Eileen—. ¿Dónde dejo mi caballo?
—Yo se lo indicaré.
Me acompañó hasta el patio y después entramos en la sala de la hostería.
—Pronto la ha descubierto a usted —observó.
—Me perdí. Él llegó casualmente y se ofreció para enseñarme el camino de vuelta. Me pareció un camino muy largo.
—Yo diría que él procuró que lo fuese. Entre en la sala. Pediré un poco de sidra. Empezaba a preocuparme un poco.
—Y yo también. Creí que no iba a llegar nunca. No estaba segura de mi camino, pero creo que hubiera podido encontrarlo con toda facilidad.
—¿De modo que la ha escoltado el desconsolado viudo?
—No me pareció muy desconsolado.
—Probablemente más bien regocijado, por lo que he oído decir.
Nos sirvieron la sidra. Estaba agradablemente fresca.
—Aquí son famosos por ella —observó Eileen—. ¿De modo que no ha visto nada del pueblo? De todos modos, hay poco que ver.
—¿Y usted ha encontrado lo que buscaba?
—No exactamente lo que quería, pero podré arreglármelas. Esto nos servirá de tentempié, pues ahora ya no tenemos tiempo para entretenernos. Debemos emprender el regreso apenas haya terminado su sidra.
—Ojalá me hubiera quedado en el pueblo.
—Él la habría descubierto más tarde o más temprano. Tiene la reputación de inspeccionar a las mujeres que se encuentran a su alcance.
—Pero… ahora está de luto. Ayer enterraron a su esposa.
—Dudo mucho de que se diera golpes en el pecho, se rasgara las vestiduras y se cubriera la cabeza con ceniza.
—También yo.
—Al menos es sincero. Probablemente se siente como si matara el cordero mejor cebado. No, esta analogía no es la apropiada. Pero de todos modos se alegra…
—¿Tan mala era la situación?
—Hay muchas habladurías acerca de él. Una cosa que siempre han hecho los Verringer es dar a los vecinos abundantes temas de los que hablar. Se dice que se casó con su esposa a base de un matrimonio convenido… porque ella aportaba grandes propiedades. Pero, poco después de la boda, ella sufrió un accidente de caza que la dejó inválida y sin poder dar un heredero Verringer… y puesto que desde mil quinientos y pico ha habido herederos Verringer, o sea desde que los Verringer se hicieron con las tierras de la abadía, esto forzosamente había de ser una desgracia para la familia. Con sir Jason terminaría la línea directa, ya que su hermano menor, el padre de las dos niñas, había muerto. ¿Irían a parar las propiedades a una mujer? ¡Qué horror! Y sin embargo, aparte del asesinato, ¿qué podía darle otra oportunidad a sir Jason?
—¡Asesinato!
—No es una palabra que pueda utilizarse a la ligera entre gente ordinaria, pero con los Verringer… ¿quién sabe? Sea como fuere, la señora murió a su debido tiempo y, cuando usted llegó, las campanas doblaban por ella.
—Hace que todo esto suene muy macabro.
—Tengo entendido que a los Verringer se les puede aplicar cualquier adjetivo, y así se hace a menudo. Pues bien, la señora murió y circulan rumores…
—Yo creía que había estado mucho tiempo enferma.
—Inválida. Inútil para los fines reproductivos. Pero no una enfermedad que llegara a ser fatal, ya me entiende. Y entonces hace su aparición Marcia Martindale, da a luz un bebé y lady Verringer muere.
—Todo esto me resulta muy intrincado.
—Va usted a vivir aquí y, por tanto, tendrá que aprender algo acerca de los habitantes de la localidad, y los más pintorescos, intrigantes y dramáticos, cabría decir melodramáticos, son los Verringer. Junto a Jason siempre ha habido… mujeres. Es un rasgo familiar y, con una esposa incapacitada, ¿qué cabe esperar de un caballero tan varonil? No lejos de la abadía hay una casa. La llaman El Descanso de los Grajos, probablemente porque está rodeada de olmos en los que los grajos hacen sus nidos. Es una casa pequeña y elegante, estilo Reina Ana. Una de las tías Verringer vivió allí durante años. Después murió y la casa quedó vacía varios meses. Hará unos dieciocho meses, Marcia Martindale se instaló en ella… una mujer extraordinariamente guapa e indudablemente embarazada. Sir Jason la acomodó allí, y allí se ha quedado. Resulta un tanto escandaloso, pero cuando se ocupa la posición de sir Jason, no preocupan mucho las reacciones locales. Después de todo, él es el señor todopoderoso, el amo de las propiedades y de las casas en las que vive la gente. Estas personas no pueden mostrarse demasiado severas al juzgar estos pecados de poca monta. Como máximo, pueden hacer sus comentarios, siempre a media voz, y poco más que un encogerse de hombros y un alzar los ojos al cielo les está permitido.
—Sin embargo, parece ser que ese hombre está rodeado por un aura de escándalo.
—Mi querida señorita Grant… ¿puedo llamarte Cordelia? Lo de señorita Grant resulta muy formal y vamos a tratarnos muy a menudo.
—Claro… Eileen.
—De acuerdo, pues. ¿Qué estaba diciendo? Ah sí…, la pequeña Miranda. Nadie duda acerca de la identidad de su progenitor. Todo resulta más que obvio, y sir Jason no se digna ocultar ninguna de sus acciones porque lo consideraría como una debilidad. Él es aquí la ley. El rumor consiste en que tiene un descendiente y que puede tener más. ¿Quién sabe?, el próximo podría ser el tan anhelado hijo varón. El escenario está preparado. ¿Y qué ocurre? Que lady Verringer fallece.
—Esto suena a diabólico. ¿Cómo murió?
—Creo que a causa de una dosis excesiva de láudano. Padecía dolores y solía tomarlo. Esto es lo que se dice. Y tú llegas al finalizar el acto, para oír cómo redobla la campana despidiendo a la señora. Y ahora el telón se levantará de nuevo… ¿ante qué?
—Haces que todo esto suene a melodrama.
—Puedes creerme, Cordelia. ¿Qué te he dicho antes? Donde esté ese hombre habrá un melodrama. Ahora, ya te he contado nuestro principal escándalo y, lo que todavía resulta más concreto, es que has terminado tu sidra. Es hora ya de que nos marchemos.
Pagamos la sidra, felicitamos al dueño de la posada por su calidad y salimos a la luz del sol.
*****
Terminado el fin de semana, las profesoras empezaron a llegar, tal como había dicho Daisy.
Vinieron la señorita Evans, que enseñaba geografía; la señorita Barston, especializada en labores de costura, sobre todo en bordado y gros point, y la señorita Parker, que instruía a las chicas en ejercicios físicos. Las matemáticas eran enseñadas por un hombre, James Fairley, que, al igual que los profesores de danza, equitación y música, no vivía en la escuela, ya que Daisy consideraba inadecuado que los hombres pudieran compartir el mismo techo con sus alumnas. Estaba segura de que a los padres no les gustaría.
Sobre este punto comentó Eileen:
—No es que no pudieran hacer determinadas jugarretas sin dormir necesariamente bajo ese tejado monástico, pero son las apariencias lo que cuenta.
Comprobé que mis colegas tendían todas ellas a mostrarse muy amables, y tuve la seguridad de que me avendría perfectamente con ellas.
Pero era la llegada de las alumnas lo que yo estaba esperando con impaciencia.
El lunes empezaron a llegar, muchas de ellas en el tren de la mañana, y otras por la tarde. El ambiente del lugar cambió inmediatamente. La abadía se convirtió en una escuela. Había voces excitadas, reuniones de amigas, charlas frenéticas acerca de lo que habían hecho durante las vacaciones.
El lunes a las siete de la tarde se reunieron todas en la sala que había sido la enfermería de los legos para celebrar lo que Daisy llamaba la asamblea. Estudié atentamente las filas de rostros. La mayor debía de tener dieciocho años, y las más joven catorce. Me sentí un tanto intranquila al pensar en mi propia juventud, más que en mi inexperiencia, y me pregunté qué sentirían muchas de aquellas muchachas al ser instruidas por alguien que tenía pocos años más que ellas.
Sin embargo, estaba decidida a mantener mi dignidad y conservar la disciplina a toda costa, pues por mi experiencia en Schaffenbrucken sabía que si esto fallaba podían surgir problemas.
En el extremo de la sala había un estrado y en él se sentaba la señorita Hetherington, con su plantilla docente rodeándola. Dirigió una breve alocución a las chicas, dándoles la bienvenida al que había de ser un curso fructífero.
—Debemos dar también la bienvenida a una recién llegada a nuestras filas, la señorita Grant. Nos agrada tenerla entre nosotras y estoy segura de que todas ustedes sacarán un gran beneficio de lo que ha de enseñarles. Ha regresado hace poco de Schaffenbrucken, en Suiza, lugar del que todas ustedes habrán oído hablar.
Vi que una chica murmuraba algo a su vecina, tapándose la boca con la mano, y que la otra contenía una risita. La que había hablado era una muchacha alta, de rubios cabellos que formaban una trenza alrededor de la cabeza. Noté una cierta agresividad en ella y pensé que si alguna vez entraba en mi órbita tal vez tuviera que presentarle batalla.
—Y ahora, niñas —continuó Daisy—, iremos todas a cenar y después se retirarán ordenadamente a sus habitaciones. Muchas ocuparán las mismas del último curso, pero hay cambios. Lo verán en la nota que hay en el tablero. Pueden retirarse.
Comimos juntas, las profesoras en una mesa y las alumnas en otra. La señorita Parker rezó la oración de gracias y supe que era la responsable de la instrucción religiosa.
Después de cenar fuimos a nuestras habitaciones, cosa de la que me alegré, ya que deseaba conocer a las muchachas que habían sido puestas bajo mi cuidado.
Observé que las chicas Verringer no estaban, y recordé entonces que se contaban entre las que regresaban el martes.
Al llegar a mi habitación, reinaba allí una especie de silencio reprimido. Sabía que las chicas estaban en sus habitaciones, escuchando, y pensé que sería buena idea visitarlas y tener una breve charla con cada una. Recordé lo que Daisy me había explicado sobre ellas. Conocía ya a Teresa Hurst y sabía que compartía el cuarto con Caroline Sangton. No esperaba que Teresa me causara problemas. Ella y yo nos habíamos hecho muy amigas en nuestro primer encuentro y me daba cuenta de que me estaba cobrando afecto. Teresa me había contado algo acerca de las alumnas de mi sección. Caroline Sangton, su compañera de habitación, era hija de un hombre de negocios de la ciudad, un tanto menospreciada por las otras, acaudilladas por Charlotte Mackay, porque habían oído decir que había algo de plebeyo en el «mundo del comercio». Caroline era una muchacha estólida, a la que, al parecer, no le preocupaba mucho lo que dijeran las demás, y ella y Teresa se avenían aunque sin llegar a ser grandes amigas.
En su mayoría, a las alumnas les entusiasmaban los caballos y esperaban con impaciencia las clases de equitación, en especial Charlotte Mackay, que era la mejor amazona de todas. Sin que ella lo dijera, yo sospechaba que el entusiasmo de Teresa era mucho menor y que, de hecho, los caballos la asustaban un poco.
Fui a ver primero a Teresa, que me presentó a Caroline con cierto orgullo por el hecho de que ella me conocía ya. Me agradó ver cuán relajada se mostraba en mi compañía. Si todas las chicas eran tan fáciles de tratar como Teresa, tendría pocas dificultades en mi tarea.
—Nos alegra que haya venido, señorita Grant —dijo Caroline—. Teresa me ha estado hablando de usted y mi padre está muy contento de que se nos dé una enseñanza social.
—Estoy segura de que te será provechosa, Caroline —respondí con mi mejor tono de maestra de escuela—. Tendrás aseada tu habitación y no debe haber conversaciones después de que se apaguen las luces. Ya se lo he explicado a Teresa.
—Desde luego, señorita Grant.
—Buenas noches, Caroline, y buenas noches, Teresa. Sé que te alegra que tu compañera de habitación haya regresado.
—Sí, gracias, señorita Grant —dijo Teresa, sonriéndome con timidez.
Estaba segura de tener una aliada en Teresa.
La siguiente visita no resultó ni mucho menos tan armoniosa y me sentí un tanto decepcionada al descubrir que la joven a la que había visto murmurar era una de mis chicas. De hecho, se trataba de la honorable Charlotte Mackay, alta y un tanto desgarbada, aunque bien pudiera tornarse más grácil con el tiempo, cabellos color de la arena, abundantes pecas y cejas y pestañas ralas. Su compañera era Patricia Cartwright, la hija del banquero. Patricia era bajita y morena, y pensé que tal vez no fuera alborotadora de por sí, pero que probablemente debía responder a la influencia de Charlotte Mackay.
Ninguna de las dos estaba acostada. Patricia Cartwright estaba sentada ante la cómoda, cepillándose el cabello, y Charlotte Mackay estaba tendida en la cama, totalmente vestida.
No se levantó cuando yo entré, pero Patricia sí lo hizo, con expresión avergonzada.
—Hola —dije—, Charlotte Mackay y Patricia Cartwright. Quiero veros a todas antes de retirarnos. Estoy segura de que todo irá satisfactoriamente entre nosotras si mantenéis ordenadas vuestras habitaciones y recordáis que no se debe hablar después de apagadas las luces.
—Mademoiselle nunca se quejó —dijo Charlotte Mackay, por lo que deduje que mademoiselle Dupont había ocupado mi habitación el último trimestre.
—Entonces, sé que tampoco yo tendré que hacerlo.
Charlotte y Patricia cambiaron miradas disimuladas, hábito que me irritó, ya que implicaba una nota de conspiración entre ellas y contra mí.
—Buenas noches —dije con firmeza.
—Oiga, señorita… —empezó a decir Charlotte.
Pensé que hubiera debido decirle que se levantara al dirigirse a mí, pero dudaba de si habría sido prudente insistir en ello en aquel momento. Lo último que yo debía mostrar era incertidumbre, pero no quería empezar declarando la guerra a aquella muchacha cuya actitud denotaba una cierta belicosidad respecto a la autoridad.
—¿Sí, Charlotte?
—El último trimestre compartí el cuarto con Eugenie Verringer.
—Ya veo. Este curso está con su hermana.
—Queríamos estar juntas este curso. Lo planeamos.
—Estoy segura de que estarás muy bien con Patricia.
—Patricia estaba con Fiona.
—Pues bien, esta vez será un poco diferente.
—Señorita Grant, quiero estar con Eugenie y Patricia quiere estar con Fiona.
Miré a las dos. Patricia rehuyó mi mirada y supe que era Charlotte Mackay quien la obligaba a seguirla.
—No veo ningún motivo por el que se nos deba cambiar —prosiguió Charlotte.
—Sin duda lo ve la señorita Hetherington.
—Usted nos tiene a su cargo, señorita Grant. Es usted quien puede decidirlo. Esto nada tiene que ver con la señorita Hetherington.
Me sentí enojada. Sabía que me estaba provocando, como suelen hacer algunos jóvenes cuando creen tratar con una persona de carácter débil. Comprendí por qué Teresa se mostraba tan inquieta cuando hablaba de Charlotte. No me cabía duda de que Charlotte era una alborotadora… y yo no permitiría alborotos mientras estuviera a cargo de ella.
—Haz el favor de levantarte o sentarte como es debido cuando te dirijas a mí. Es de mala educación estar echada así en la cama.
—No debían hacerlo en Schaffenbrucken —replicó Charlotte con una sonrisa burlona.
Me acerqué a ella, la cogí por el brazo y la obligué a sentarse. Quedó tan sorprendida que lo hizo.
—Y ahora quiero que comprendas bien —dije—. Todo irá bien entre nosotras mientras te comportes correctamente, tal como corresponde a una señorita. Ocuparéis las habitaciones que la señorita Hetherington os ha asignado, a menos que sea ella quien desee introducir cambios. ¿Entendido? Buenas noches, y recordad que no se debe hablar después de apagadas las luces.
Con la sensación de haber salido ganadora de la primera escaramuza, salí y me dirigí a la habitación ocupada por Gwendoline Grey y Jane Everton. Estaban sentadas en la cama y era evidente que habían estado escuchando. Había sorpresa en sus ojos muy abiertos.
—Gwendoline, Jane —dije—. Aclaradme cuál es cada una. Ya veo. Estoy tratando de conoceros a todas, ya que vamos a estar juntas este trimestre. Estoy segura de que no habrá el menor problema si recordáis las normas. Y ahora, buenas noches, chicas.
—Buenas noches, señorita Grant —contestaron.
«Dos muchachas agradables», pensé; pero todavía me sentía un tanto inquieta después de mi encuentro con la honorable Charlotte.
Fui a mi habitación y me acosté. Eran las nueve, la hora de las luces apagadas, según las órdenes de la señorita Hetherington.
Permanecí al acecho, ya que esperaba oír rumor de voces procedentes del cuarto de Charlotte, pero con sorpresa por mi parte reinó el silencio. Sin embargo, tenía la impresión de no haber ganado todavía la guerra.
*****
A la mañana siguiente llegaron las chicas Verringer. La señorita Hetherington me hizo ir a su estudio para recibirlas. Pensé que era una idea un tanto desafortunada y me sorprendió que Daisy obrara de este modo, ya que con ello haría creer a las muchachas que eran personas de especial importancia.
—Ah, señorita Grant —exclamó Daisy al entrar yo—, ahí están Fiona y Eugenie Verringer. Acaban de llegar.
Fiona se adelantó y tomó mi mano. Era una muchacha alta y muy bonita, con cabellos rubios y ojos castaños. Tenía una sonrisa agradable y en seguida me agradó, lo cual no dejó de sorprenderme, ya que esperaba lo peor de un parentesco con Jason Verringer.
—Buenos días, señorita Grant —dijo Fiona.
—Buenos días —contesté—. Me alegra conocerte por fin, Fiona.
—Y Eugenie —dijo Daisy.
Noté una llamada de alarma. ¡Era tan parecida a él! Tenía el pelo muy oscuro y ojos pardos, grandes y vivarachos. Su tez aceitunada tenía la suavidad de la juventud y su rostro era alargado; me recordó un pony joven y travieso. Había una nota de rebeldía en ella, tal vez en sus cabellos negros y rizados, y en sus grandes ojos o en su firme barbilla. Podía perfectamente haber sido su hija, en vez de su sobrina.
—¿Cómo estás, Eugenie? —dije.
—¿Cómo está usted, señorita Grant?
Las dos muchachas iban vestidas de negro, cosa que realzaba los rubios cabellos de Fiona, pero Eugenie necesitaba colores vivos.
—Llegan tarde —explicó Daisy— debido al luctuoso evento que tuvo lugar en el Hall.
—Sí, es verdad —dije yo, mirando a las dos jovencitas—. Lo lamento.
—No es necesario lamentarlo, señorita Grant —replicó Eugenie—. Fue lo que podríamos llamar una feliz liberación.
—La muerte siempre es triste —observé.
Daisy frunció el ceño. No le gustaba que la conversación se saliera de lo convencional.
—Está bien, niñas —dijo—, podéis ir a vuestras habitaciones. Este trimestre hay un pequeño cambio. Estáis las dos juntas.
—¡Juntas! —gritó Eugenie—. ¡La última vez yo estaba con Charlotte Mackay!
—Sí, ya lo sé, pero este trimestre estás con Fiona.
—Yo no quiero estar con Fiona, señorita Hetherington.
—Vamos, querida, no te muestras muy cortés, ¿no crees?
Fiona parecía un tanto desconcertada, pero Eugenie prosiguió:
—¡Por favor, señorita Hetherington! Charlotte y yo nos comprendemos muy bien.
—Ya está decidido, querida —dijo Daisy fríamente, pero había en sus ojos un destello que hubiera debido resultar obvio para Eugenie.
Sin embargo, ésta era temeraria y no se dejó intimidar.
—Bien, supongo que no se trata de la ley de los medas y los persas, ¿verdad?
Daisy le dirigió una helada sonrisa.
—Veo, querida, que has prestado atención a las lecciones de la señorita Parker. Ella se sentirá halagada. Sin embargo, debes estar con tu hermana durante este trimestre. Ahora, id a vuestras habitaciones; la señorita Grant se quedará a hablar conmigo.
Las dos muchachas se marcharon. «Ésa es la manera de tratar a Eugenie», pensé yo. Punto para Daisy.
Cuando la puerta se cerró, Daisy enarcó las cejas.
—Siempre hay jaleo con Eugenie —me dijo—. Fiona es una chica buenísima. Debes mostrarte firme con Eugenie y Charlotte. ¿Tuviste alguna dificultad ayer por la noche?
—Un poco. Charlotte se mostró algo truculenta.
—Así son los Mackay. Es un título que sólo tiene dos generaciones. En realidad, su familia aún no se ha acostumbrado a la nobleza y ha de recordarlo cada vez a los demás. Yo diría que deberían ya haberse familiarizado con ello. ¿Qué ocurrió?
—Se trataba de compartir el cuarto con Eugenie.
—Son dos alborotadoras. Lo compartieron el trimestre pasado. Mademoiselle fue incapaz de imponer orden, y por esto la he sacado de esa sección.
—Y me la ha dado a mí… una recién llegada.
—Pensé que podrías arreglártelas, Cordelia, después de todo tu adiestramiento en Schaffenbrucken.
—Es mucha responsabilidad.
—Cierto. Es el motivo de que estés aquí. Confío en que sabrás habértelas con esas jóvenes recalcitrantes. Mademoiselle no pudo hacer nada. Siempre le ocurre lo mismo en lo tocante a la disciplina. Sus clases suelen ofrecer un desorden total, pero es una criatura amable y simpática, y en realidad las niñas la quieren. Nunca permitirían que las alborotadoras se pasaran de la raya rotándose de mademoiselle. Será necesario mostrar una mano muy firme con estas dos señoritas Eugenie y Charlotte. Demuéstrales que tú eres quien lleva la batuta y las dominarás. En realidad, son como animalillos, y tú ya sabes cómo hay que domesticarlas. Por desgracia, Eugenie es una Verringer y, como te expliqué, todo esto pertenece a la propiedad Verringer. Y con esto y con el título del padre de Charlotte, tenemos aquí dos rebeldes de lo más obstinado. Pero tú sabrás tratarlas. Muestra firmeza y no cedas ante ellas en ningún momento.
—¿Tengo su permiso para actuar como juzgue necesario?
—Sí. Haz lo que se haría en Schaffenbrucken.
—No recuerdo que allí se produjera una situación como ésta. Allí, las alumnas no se mostraban tan excitadas por cuestiones de títulos y propiedades. En su mayoría, procedían de familias que habían poseído ambas cosas desde generaciones, y por tanto resultaba algo de lo más corriente.
Daisy hizo una leve mueca y después murmuró:
—Claro, claro. Haz lo que consideres mejor.
—Muy bien, pues. Seré firme y exigiré disciplina.
—Espléndido —aprobó Daisy.
*****
En la sala común, a la que Daisy insistía en llamar el calefactorio y donde el profesorado se reunía antes de la cena, todas me dieron la bienvenida y me explicaron cómo funcionaba todo.
Fue Eileen quien me habló de la decisión de Daisy en cuanto a no olvidar en ningún momento que nos encontrábamos en una abadía, y que por esto, en vez de tener una sala común, teníamos un calefactorio.
—Si quieres, puedes referirte a ella como calefactorio. Ambos términos están permitidos. Es el lugar que utilizaban los monjes cuando querían entrar un poco en calor. Pobrecillos, casi siempre debían de estar medio helados. Debajo estaban los tubos de las calderas, que les proporcionaban un poco de calor… y de ahí el nombre. Puedes imaginártelos corriendo todos hacia allí cuando disponían de unos momentos de descanso, como nosotras ahora. Ya ves que la historia siempre se repite.
—Lo recordaré —aseguré.
Las otras hablaban de clases y alumnas, y pude cambiar unas palabras con mademoiselle Dupont.
—¡Oh! —exclamó, levantando ambos brazos—. Cuánto me alegro de no tener ya a esa chica tan desagradable. Charlotte Mackay… Eugenie Verringer… hablan y se ríen… y creo que dan fiestas en sus dormitorios. Las otras se reúnen con ellas. Las oigo reír y murmurar… Y yo me tapo la cabeza con las ropas de la cama y así no las oigo.
—¿Quiere decir que les permitía hacer todo eso?
—Oh, señorita Grant, es la única manera. Charlotte… es la que da las órdenes… y Eugenie es la otra.
—Si se permite que esto siga así, acabarán por dominar toda la sección.
—Así es, por desgracia —asintió mademoiselle con pesar.
Su expresión era de condolencia, pero no podía ocultar su satisfacción por haber escapado.
Aquello resultaba muy inquietante, pero al mismo tiempo yo no podía reprimir una ligera sensación de excitación. Tal vez me gustara entrar en combate. Tía Patty siempre había dicho que yo era belicosa, pero nunca había tenido ocasión de enfrentarme a ella y a Violet. Sin embargo, un par de veces, a causa de algún conflicto doméstico, mi espíritu combativo había salido a relucir. «La determinación de ganar es una buena amiga, siempre y cuando la utilices sólo cuando es necesario —había dicho tía Patty—. Pero no olvides que los buenos amigos pueden convertirse en enemigos, como ocurre con el fuego, por ejemplo».
Yo lo recordaba y estaba dispuesta a dar a aquellas chicas una lección muy diferente de las que aprendían en las aulas.
La rutina no cambiaba: asamblea, plegarias, cena y después a acostarse.
Había un poco de jaleo en los cubículos de los lavabos y, seguidamente, todo el mundo a sus habitaciones y apagar las luces.
Yo había decidido adoptar la norma de visitar a las chicas como última cosa y darles las buenas noches para asegurarme de que estuvieran todas donde debían estar y dispuestas a conciliar el sueño.
Supe que ocurría algo cuando entré en la habitación de Teresa, ya que parecía inquieta… y sospeché que era por mí. Caroline estaba acostada y parecía muy sumisa, y deseé las buenas noches a ambas chicas.
Gwendoline Grey y Jane Everton estaban también en sus camas y, aunque muy tranquilas, casi demasiado, revelaban un cierto aire de expectativa.
Entré en la habitación de Charlotte, sabiendo que allí encontraría problemas, y en seguida supe que no me había equivocado. Charlotte ocupaba una cama y Eugenie la otra.
Dije con una voz que pudiera ser oída en todos los demás dormitorios:
—¡Eugenie, sal inmediatamente de esta cama y vuelve a la tuya!
Eugenie se sentó en la cama y me miró con ira en sus negros ojos.
—Ésta es mi cama, señorita Grant. Era mi cama el trimestre pasado.
—Pero no éste —repliqué—. Levántate inmediatamente.
Charlotte miraba a Eugenie, invitándola a la rebelión.
—¿Dónde está Patricia? —pregunté.
Miré en la habitación contigua. Estaba acostada en una cama, y Fiona en la otra. Las dos parecían alarmadas.
—Sal de esta cama, Patricia —ordené.
Obedeció en el acto.
—Ponte las zapatillas y la bata.
Cumplió mi orden sumisamente y fui con ella a la habitación contigua.
—Ahora, Eugenie, sal de la cama de Patricia y regresa a la tuya.
—Mademoiselle… —empezó a decir Charlotte.
—Mademoiselle no tiene nada que ver con esto. Ya no estáis a cargo de ella. Soy yo quien se ocupa de vosotras y me haré obedecer.
—En realidad, no es usted todavía una persona mayor.
—No seas insolente. ¿Me has oído, Eugenie?
Ésta miró a Charlotte y, evitando mis ojos, murmuró:
—No iré.
Sentí el impulso de sacarla de la cama por la fuerza, pero si Charlotte acudía en su ayuda, entre las dos podrían conmigo, aparte de que la violencia era indeseable.
Recordé entonces algo que me había dicho Teresa. Les entusiasmaba montar a caballo… en particular a Charlotte.
—Yo creo que irás —dije—. Voy a empezar a contar a partir de este momento y, cuanto más tiempo te quedes en la cama, más largo será tu castigo. Este trimestre estudiamos Macbeth y, según el número de minutos que te quedes en esa cama, deberás aprender ese número de versos de la obra. El castigo tendrá lugar durante las clases de equitación, para que toda alumna desobediente no pueda unirse a las demás.
Charlotte se incorporó rápidamente en la cama.
—¡No puede hacer esto! —exclamó.
—Te aseguro que sí.
—La señorita Hetherington…
—La señorita Hetherington me ha autorizado para tomar las medidas que yo crea necesarias. Vamos a empezar a partir de ahora. Si no sales inmediatamente, Eugenie, tú y Charlotte empezaréis vuestro castigo mañana, a la hora de la equitación.
Era un momento importante y pude notar la tensión. Debía mostrarme firme ahora o perder la batalla. Me pregunté qué diría Daisy sobre suprimir unas lecciones de equitación que los padres de las chicas pagaban a buen precio.
Seguí mirándolas fijamente.
La afición de Charlotte a los caballos se impuso. Miró malhumorada a Eugenie y dijo:
—Será mejor que te marches… por ahora…
Eugenie abandonó la cama. Quedarse sin montar a caballo era para ella una tragedia tan grande como para Charlotte.
Al pasar rauda por mi lado, le dije:
—Por ahora… y por el resto del curso… si quieres montar. Ahora, Patricia, acuéstate en tu cama, y no quiero oír más conversaciones. Buenas noches, niñas.
En la habitación contigua, Eugenie estaba acostada de cara a la pared y Fiona me dirigió una mirada suplicante cuando me dio a su vez las buenas noches.
Yo volví a mi cama. Victoria. Pero estaba temblando.