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Mi padre había resultado herido en Italia en 1944. Lo sometieron a tratamiento allí mismo, después lo trasladaron a un barco hospital y finalmente lo enviaron a Boston, donde tuvo que pasarse un tiempo haciendo recuperación física. Cuando llegó a la terminal de autocares de Memphis, llevaba dos bolsas de lona del Ejército de Estados Unidos llenas de ropa y algunos souvenirs. Dos meses después se casó con mi madre. Y a los diez meses aparecí en escena. Yo jamás había visto las bolsas de lona. Que yo supiera, nunca se habían usado desde el final de la guerra. Cuando a primera hora de la mañana siguiente entré en la sala de estar, las dos bolsas estaban medio llenas de ropa y mi madre se encontraba ordenando las otras cosas que teníamos que llevarnos. El sofá estaba cubierto de vestidos suyos, mantos y algunas camisas que había planchado la víspera. Le pregunté de dónde habían salido aquellas bolsas y me contestó que se habían pasado los últimos ocho años guardadas en una especie de buhardilla que había en el cobertizo de las herramientas.

—Y ahora date prisa y vete a desayunar —añadió, doblando una toalla.

Gran tiró la casa por la ventana en nuestro último desayuno. Huevos, salchichas, jamón, sémola, patatas fritas, tomates asados y bollos.

—El viaje en el autocar será muy largo —dijo.

—¿Cómo de largo? —pregunté. Estaba sentado junto a la mesa, esperando mi primera taza de café.

Los hombres se hallaban fuera, no sé exactamente dónde.

—Según tu padre, dieciocho horas. Sabe el cielo cuándo volveréis a comer como Dios manda.

Depositó cuidadosamente la taza de café delante de mí y después me dio un beso en la cabeza. Para Gran las únicas comidas en toda regla eran las que ella preparaba en su cocina con productos de nuestra granja.

Los hombres ya habían comido. Gran se sentó a mi lado con su taza de café y me observó mientras yo me abalanzaba sobre el festín. Volvimos a repasar las promesas: escribir cartas, obedecer a mis padres, leer la Biblia, rezar mis oraciones y vigilar para no acabar convirtiéndome en un yanqui. Era prácticamente una tabla de mandamientos. Me dediqué a masticar y asentir con la cabeza en los momentos apropiados.

Me explicó que mi madre necesitaría ayuda cuando llegara el nuevo bebé. Habría otras personas de Arkansas en Flint, buenos baptistas de los que uno podía fiarse, pero yo tendría que echar una mano en las tareas del hogar.

—¿Qué clase de tareas? —pregunté, con la boca llena.

Yo creía que lo de las tareas era algo propio de la granja y que cuando viviésemos lejos de ésta me libraría de ellas.

—Cosas de la casa —contestó sin concretar. Gran jamás había pasado una noche en una ciudad. No tenía ni idea de dónde viviríamos, y nosotros tampoco—. Tú procura ser útil cuando nazca el bebé —agregó.

—¿Y si se pasa el rato llorando como el bebé de los Latcher?

—No hará tal cosa. Jamás ha habido un bebé que llorara de esta manera.

Pasó mi madre cargada de ropa. Caminaba muy rápido. Llevaba años soñando con aquel día. Pappy y Gran, y puede que incluso mi padre, pensaban que nuestra partida era tan sólo una separación temporal. Para mi madre, se trataba de un hito. Aquel día marcaba un punto decisivo no sólo en su vida sino sobre todo en la mía. Me había convencido a muy temprana edad de que yo no sería agricultor y el que nos fuéramos significaba cortar todos los vínculos.

Pappy entró en la cocina y se sirvió una taza de café. Se sentó en su lugar habitual, al lado de Gran y me observó comer. Los saludos no se le daban muy bien y las despedidas mucho menos. A su juicio, cuanto menos se dijera, mejor.

Cuando me hube atiborrado de comida hasta casi indigestarme, Pappy y yo salimos al porche delantero. Mi padre estaba trasladando las bolsas de lona al camión. No vestía mono, sino unos almidonados pantalones caqui de trabajo y camisa blanca también almidonada. Mi madre lucía un bonito vestido de domingo. No queríamos parecer unos refugiados procedentes de las plantaciones de Arkansas.

Pappy bajó conmigo al patio y juntos nos dirigimos al punto donde solía estar la segunda base. Una vez allí, nos volvimos hacia la casa, que resplandecía bajo el claro sol matinal.

—Buen trabajo, Luke —me dijo—. Has hecho un buen trabajo.

—Me hubiera gustado terminarlo.

Al fondo a la derecha, en la esquina en la que Trot había empezado, quedaba una parte sin pintar. Habíamos procurado estirar al máximo los últimos cinco kilos que nos quedaban, pero nos habíamos quedado cortos.

—Creo que con otros dos kilos y medio habrá bastante.

—Sí, señor. Creo que sí.

—Me encargaré de que se haga este invierno —dijo.

—Gracias, Pappy.

—Cuando vuelvas a casa, estará terminado.

—Me gustaría mucho.

Todos nos encaminamos hacia el camión y abrazamos a Gran por última vez. Por un instante, temí que volviera a repasar la lista de promesas que le había hecho, pero se sentía demasiado emocionada. Subimos al vehículo —Pappy sentado al volante, yo en medio, mi madre junto a la ventanilla y mi padre en la parte de atrás, con las bolsas de lona— y echamos marcha atrás hacia el camino.

Cuando nos alejamos, Gran estaba sentada en los escalones de la entrada principal, enjugándose las lágrimas. Mi padre me había dicho que no llorara, pero no pude evitarlo. Agarré el brazo de mi madre y oculté el rostro.

Nos detuvimos en Black Oak. Mi padre tenía un pequeño asunto que resolver en la Cooperativa. Yo quería despedirme de Pearl. Mi madre llevó la carta que Libby le había escrito a Ricky a la oficina de Correos y la echó al buzón. Había discutido a fondo el asunto conmigo y habíamos llegado a la conclusión de que no era cosa nuestra. Si Libby quería escribirle una carta a Ricky comunicándole la noticia del bebé, nosotros no podíamos impedírselo.

Como es natural, Pearl ya estaba al corriente de nuestra partida. Me abrazó con tal fuerza que temí que me quebrara el cuello y después sacó una bolsita de papel llena de caramelos.

—Los necesitarás para el viaje —dijo.

Contemplé boquiabierto de asombro las enormes cantidades de caramelos de chocolate y menta y las peladillas que contenía la bolsa. El viaje ya estaba siendo un éxito. Apareció Pop, me estrechó la mano como sí fuera un adulto y me deseó mucha suerte.

Regresé corriendo al camión con mi bolsa de caramelos y se la enseñé a Pappy, sentado todavía en el asiento del conductor. Mis padres regresaron también a toda prisa. No estábamos de humor para una despedida espectacular. Nuestra partida era consecuencia de la frustración y de las malas cosechas. No nos hacia demasiada gracia que la gente supiera que huíamos al norte. Pero a media mañana la ciudad estaba todavía muy tranquila.

Contemplé los campos que se extendían a los lados de la carretera de Jonesboro. Estaban tan anegados como los nuestros. Las cunetas rebosaban de agua de color marrón. Los arroyos se habían desbordado.

Pasamos por delante del camino de grava donde Pappy y yo habíamos esperado la aparición de algún temporero de las montañas. Allí habíamos encontrado a los Spruill y yo había visto por primera vez a Hank, Tally y Trot. Si otro agricultor se nos hubiera adelantado, o si hubiéramos llegado más tarde, en ese momento todos los Spruill estarían de regreso en Eureka Springs.

Con Cowboy sentado al volante, Tally había efectuado una noche ese mismo recorrido en el mismo camión, en medio de una tormenta. Huyendo hacia el Norte en busca de una vida mejor, tal como estábamos haciendo nosotros. Todavía me parecía increíble que hubiera huido de esa manera.

No vi ni a una sola persona recolectando algodón hasta que llegamos a Nettleton, una pequeña ciudad muy próxima a Jonesboro. Allí las cunetas no aparecían tan llenas de agua y la tierra no parecía tan mojada. Algunos mexicanos estaban trabajando a buen ritmo.

Al llegar a las afueras de la ciudad el tráfico nos obligó a aminorar la marcha. Yo estiré el cuello para contemplar mejor el espectáculo: las tiendas, las preciosas casas, los relucientes automóviles y la gente que caminaba por las aceras. No recordaba mi última visita a Jonesboro. Cuando un niño de una granja iba a la ciudad, se pasaba una semana hablando del acontecimiento. En caso de que se tratara de Memphis, puede que el tema le diera para un mes.

Pappy se puso visiblemente nervioso con el tráfico. Agarraba con fuerza el volante, accionaba los frenos y soltaba maldiciones por lo bajo. Enfilamos una calle y llegamos a la terminal de los autocares Greyhound, un lugar muy bullicioso, con tres relucientes autocares aparcados en fila, a la izquierda. Nos detuvimos junto al bordillo a la altura del letrero que rezaba SALIDAS y bajamos rápidamente con nuestras pertenencias. Pappy no era muy partidario de los abrazos, por lo que no tardamos mucho en despedirnos. Sin embargo, cuando me pellizcó la mejilla, vi que las lágrimas empañaban sus ojos. Por este motivo, volvió a subir al camión y se alejó a toda prisa. Lo saludamos con la mano hasta que lo perdimos de vista. Se me partió el corazón de pena cuando el viejo camión dobló la esquina y desapareció. Regresaba a la granja, a las inundaciones, a los Latcher, a un largo invierno. Pero, al mismo tiempo, yo me alegraba de no tener que regresar con él.

Nos volvimos para entrar en la terminal. Nuestra aventura acababa de empezar. Mi padre colocó las bolsas de lona junto a unos asientos y después él y yo nos acercamos al mostrador donde vendían los billetes.

—Necesito tres billetes para San Luis —dijo.

Abrí la boca y me lo quedé mirando con asombro.

—¿San Luis? —pregunté.

Me miró con una sonrisa sin decir nada. Pagó los billetes y nos sentamos al lado de mi madre. ¡Mamá, vamos a San Luis! —exclamé.

—Es sólo una parada, Luke —me aclaró mi padre—. Allí tomaremos un autocar para Chicago y después nos iremos a Flint.

—¿Crees que veremos a Stan Musial?

—Lo dudo.

—¿Podremos ver el Sportsman’s Park?

—Esta vez, no. Tal vez la próxima.

A los pocos minutos, mis padres me dieron permiso para que recorriera la terminal a mi antojo y echara un vistazo alrededor. En una pequeña cafetería había dos chicos del Ejército tomando café. Pensé en Ricky y comprendí que no estaría presente cuando él regresara a casa. Vi también una familia de negros, algo insólito en la zona de Arkansas donde vivíamos. Asían sus maletas y parecían tan perdidos como nosotros. Vi otras dos familias de agricultores; también huían de las inundaciones.

Cuando me reuní de nuevo con mis padres, ambos estaban profundamente enfrascados en una conversación, tomados de la mano. La espera se me hizo interminable, pero al final nos llamaron para que subiéramos a bordo. Las bolsas de lona fueron colocadas en el portamaletas situado en la parte inferior del autocar y, a continuación, subimos a éste.

Mi madre y yo nos sentamos juntos, y mi padre ocupó el asiento de atrás. Me acomodé junto a la ventanilla y miré a través de la misma sin perderme ningún detalle mientras el vehículo atravesaba Jonesboro, salía a la carretera y aceleraba rumbo al norte, todavía rodeado por algodonales anegados.

Cuando conseguí apartar los ojos de la ventanilla, miré a mí madre. Tenía la cabeza apoyada contra el respaldo del asiento, los ojos cerrados y una leve sonrisa empezaba a formarse lentamente en las comisuras de su boca.