35

Tener a los Latcher en el establo no era algo que hubiéramos previsto, naturalmente. A pesar de que, al principio, nos sentimos muy satisfechos de nuestra caridad cristiana y de la muestra de buena vecindad que habíamos dado, muy pronto empezamos a preguntarnos cuánto se quedarían con nosotros. Yo planteé el tema por primera vez durante la cena, cuando, tras una prolongada discusión acerca de los acontecimientos de la jornada, pregunté:

—¿Sabéis cuánto tiempo van a quedarse?

Pappy opinaba que se irían en cuanto se retirara el agua. Vivir en el establo de otro agricultor sólo podía soportarse en caso de urgente necesidad, pero nadie que tuviera un mínimo de dignidad sería capaz de quedarse un día más de lo necesario.

—¿Y qué harán cuando regresen a su casa? —preguntó Gran—. No les queda una migaja que llevarse a la boca.

Por eso vaticinó que se quedarían con nosotros hasta la primavera.

Mi padre comentó que la destartalada casa de los Latcher no resistiría la inundación y que no tendrían ningún lugar al que regresar. Además, no disponían de camión ni de ningún otro medio de transporte. Se habían estado muriendo de hambre en sus tierras a lo largo de los diez años anteriores; ¿a qué otro lugar se podían ir?

El comentario deprimió un poco a Pappy.

Mi madre se limitaba a escuchar, pero en determinado momento dijo que los Latcher no eran la clase de gente capaz de avergonzarse por el hecho de vivir en el establo de otras personas. Y, además, manifestó su preocupación por los niños, no sólo por los obvios problemas de salud y alimentación sino también por su educación y su desarrollo espiritual.

La predicción de Pappy a propósito de una pronta partida se discutió en torno a la mesa, y al final fue rechazada. Tres contra uno. O cuatro, si se contaba mí voto.

—Lo superaremos —aseguró Gran—. Tenemos comida suficiente para alimentarnos y alimentarlos a ellos durante todo el invierno. Están aquí, no tienen ningún otro sitio adonde ir, y nosotros cuidaremos de ellos.

Nadie parecía dispuesto a discutir con ella.

—Por algo nos ha dado Dios un huerto tan fecundo —añadió, asintiendo con la cabeza en dirección a mi madre—. Jesús nos dice en el Evangelio de san Lucas: «Invitad a los pobres, los tullidos, los cojos y los ciegos y tendréis la dicha de que no puedan pagaros, porque así seréis recompensados».

—Mataremos dos cerdos en lugar de uno —dijo Pappy—. Y tendremos carne en abundancia para todo el invierno.

La matanza del cerdo tendría lugar a principios de diciembre, cuando el aire era frío y las bacterias morían. Cada año se mataba un cerdo de un disparo en la cabeza y después se hervía en agua, se colgaba de la rama de un árbol junto al cobertizo de las herramientas, se destripaba y se troceaba en mil piezas. De él procedían el beicon, el jamón, el lomo, los embutidos y las chuletas. Se aprovechaba todo, incluidos los sesos, los pies y la lengua. «Todos menos el chillido», era la frase que yo había oído decir toda la vida. El señor Jeter, que vivía al otro lado del camino, era un carnicero estupendo. Supervisaba la matanza y después se encargaba de retirar las partes más delicadas. A cambio de su trabajo, recibía una cuarta parte de las mejores piezas.

Mi primer recuerdo de la matanza de un cerdo era la de un niño corriendo hacia la parte de atrás de la casa para vomitar. Pero con el tiempo me acostumbré y la esperaba con ansía. Si querías comer jamón y beicon, tenias que matar un cerdo. Sin embargo, haría falta algo más que dos cerdos para alimentar a los Latcher hasta la primavera. Eran once, incluyendo al bebé, que en aquellos momentos estaba viviendo a base de helado de vainilla.

Mientras hablábamos de ellos, empecé a soñar con el día en que nos trasladáramos al norte.

El viaje me parecía cada vez más atractivo. Los Latcher me caían simpáticos y me enorgullecía de que los hubiéramos rescatado. Sabia que, en nuestra calidad de cristianos, teníamos que ayudar a los pobres. Lo comprendía muy bien, pero no acertaba a imaginar un invierno entero con todos aquellos niños correteando por nuestra granja. Pronto comenzarían las clases. ¿Irían los Latcher conmigo? Puesto que serían nuevos en la escuela, ¿estaría obligado a acompañarlos en un recorrido por el edificio para que lo conocieran? ¿Qué pensarían mis amigos? No veía en todo ello más que humillación.

Además, ahora que vivían con nosotros, el gran secreto no tardaría en divulgarse. Ricky sería señalado como el padre. Pearl acabaría adivinando adónde iba a parar todo aquel helado de vainilla. Algo se filtraría y estaríamos perdidos.

—Luke, ¿has terminado? —me preguntó mi padre, lo que hizo que diese un respingo que me apartó de mis pensamientos.

Mi plato estaba limpio. Todos lo miraron. Tenían asuntos de personas mayores que discutir. Eran las palabras con que solían insinuarme que me fuera a otra parte.

La cena ha sido muy buena. ¿Puedo retirarme? Pregunté, recitando la frase habitual en tales ocasiones.

Gran asintió con la cabeza y yo me fui al porche trasero y empujé la mosquitera de forma tal que hiciera ruido al cerrarse. Después me acerqué en medio de la oscuridad a un banco situado al lado de la puerta de la cocina. Desde allí podía escucharlo todo. Estaban preocupados por el dinero.

Tendrían que aplazar el pago del préstamo de la cosecha hasta la primavera. El pago de las demás facturas de la granja también se aplazaría, por mucho que a Pappy le molestara la idea de poner en dificultades a sus acreedores.

Lo más urgente era sobrevivir al invierno. La comida no nos preocupaba, pero necesitábamos dinero para cosas de primera necesidad como la electricidad, la gasolina y el aceite para el camión y también para café, harina y azúcar. ¿Y si alguien se ponía enfermo y necesitáramos a un médico o un medicamento? ¿Y si el camión se estropeaba y teníamos que cambiarle alguna pieza?

Este año no hemos dado nada a la iglesia señaló Gran. Pappy calculaba que nada menos que un treinta por ciento de la cosecha se encontraba todavía bajo el agua. Si el tiempo cambiaba y el algodón se secaba, quizá lograríamos salvar una pequeña parte. Ello nos reportaría algunos ingresos, pero la desmotadora se quedaría con casi todo. Ni él ni mi padre eran demasiado optimistas en cuanto a la posibilidad de recolectar algo más en 1952.

El problema era el dinero en efectivo. Se les había terminado casi todo y no había esperanza de que pudieran recibir algo más. Apenas les quedaba dinero para pagar la electricidad y la gasolina hasta Navidad.

—Jimmy Dale me está guardando un trabajo en la factoría de la Buick —dijo mi padre—, pero no podrá esperar mucho. Ahora ya no hay tanto empleo. Tendremos que ir pensando en trasladarnos allá arriba.

Según Jimmy Dale, el salario que se pagaba en aquellos momentos era de tres dólares la hora por cuarenta horas semanales, pero también se podían hacer horas extra.

—Dice que puedo ganar cerca de doscientos dólares a la semana —añadió mi padre.

—Enviaremos a casa todo lo que podamos —dijo mí madre.

Pappy y Gran protestaron para disimular, pero todos sabían que la decisión ya se había tomado. Oí en la distancia un sonido vagamente familiar. Cuando estuvo más cerca, me estremecí y pensé que ojalá me hubiera escondido en el porche delantero.

El bebé se encontraba nuevamente indispuesto y debía de querer más helado de vainilla. Abandoné el porche y di unos pasos en dirección al establo. En medio de las sombras, vi a Libby y a la señora Latcher acercarse a la casa. Me agaché detrás del gallinero y presté atención mientras ellas pasaban muy cerca de mí. El llanto de aquel niño resonaba por toda la granja.

Gran y mi madre salieron al porche trasero. Se encendió una luz y vi que se congregaban alrededor del pequeño monstruo y lo llevaban dentro. Al cabo de un instante mi padre y Pappy salieron precipitadamente al porche delantero.

Las mujeres se afanaron en torno al niño, y en pocos minutos consiguieron calmarlo. En cuanto el bebé se tranquilizó, Libby abandonó la cocina y salió al porche. Se sentó en el mismo lugar que Cowboy había ocupado la noche en que me había mostrado su navaja automática. Me aproximé a la casa y, cuando estuve más cerca, le dije:

—Hola, Libby.

Se sobresaltó, pero se recuperó enseguida. El cólico del bebé le afectaba los nervios.

—Hola, Luke —dijo—. ¿Qué estás haciendo?

—Nada.

—Ven a sentarte aquí. —Dio unas palmadas al lado del lugar donde estaba sentada.

Así lo hice.

—¿El bebé siempre llora? —pregunté.

—Más bien si, pero a mí no me importa.

—¿No?

—No. Me recuerda a Ricky.

—¿De veras?

—Pues sí. ¿Cuándo volverá a casa? ¿Lo sabes, Luke?

—No. En su última carta decía que a lo mejor regresaba para Navidad.

—Para eso todavía faltan dos meses.

—Sí, pero tampoco es seguro. Gran dice que todos los soldados aseguran que volverán a casa por Navidad.

—Estoy deseando que vuelva —musitó, visiblemente emocionada.

—¿Qué ocurrirá cuando lo haga? —pregunté sin estar muy seguro de que me interesara oír la respuesta.

—Vamos a casarnos —contestó esbozando una radiante sonrisa. Sus ojos se llenaron de asombro y esperanza.

—¿De veras?

—Sí, me lo prometió.

Yo no quería que Ricky se casara. Era mío. Iríamos a pescar y jugaríamos al béisbol, me contaría historias de la guerra. Sería mi hermano mayor, no el marido de una chica.

—Es un encanto —añadió Libby, mirando al cielo. Ricky era muchas cosas, pero yo jamás lo hubiera llamado «encanto». Sin embargo, cualquiera sabía lo que habría hecho para provocar en Libby esa impresión.

—Eso no tienes que decírselo a nadie, Luke. —De repente se puso muy seria—. Es nuestro secreto.

«Es mi especialidad», estuve a punto de decir.

—No te preocupes —dije—. Sé guardar secretos.

—¿Sabes leer y escribir, Luke?

—Pues claro. ¿Y tú?

—Bastante bien.

—Pero no vas a la escuela.

—Fui hasta cuarto grado, pero después mi madre empezó a tener hijos y tuve que dejarlo. Le he escrito una carta a Ricky contándole todo lo del bebé. ¿Tienes su dirección?

No sabía muy bien si Ricky quería recibir su carta, y por un instante pensé hacerme el tonto. Pero no podía evitar sentirme atraído hacia Libby. Estaba tan loca por Ricky que me parecía mal no darle su dirección.

—Si, la tengo.

—¿Tienes un sobre?

—Pues claro.

—¿Podrías echarla al correo por mí? Por favor, Luke. No creo que Ricky sepa nada de nuestro bebé.

Algo me dijo que no me metiera en aquel lío. Era un asunto entre ellos dos.

—Creo que podré echarla al correo —contesté.

—Oh, gracias, Luke —dijo casi a gritos, arrojándome con fuerza los brazos al cuello—. Mañana te daré la carta —añadió—. ¿Me prometes que me la echarás al correo?

—Te lo prometo.

Pensé en el señor Thornton, el de la oficina de Correos, y en la cara que pondría si veía una carta de Libby Latcher dirigida a Ricky en Corea. Ya se me ocurriría algo. A lo mejor, le pedía consejo a mi madre.

Las mujeres llevaron al bebé al porche de atrás donde Gran lo acunó hasta que empezó a quedarse dormido. Mi madre y la señora Latcher comentaron lo cansado que estaba el bebé: el llanto ininterrumpido lo había dejado exhausto y finalmente se quedó dormido como un tronco. No tardé en hartarme de tanto oír hablar del bebé.

Mi madre me despertó poco después del amanecer, pero en lugar de instarme a saltar de la cama para enfrentarme con un nuevo día de trabajo en la granja, se sentó junto a mi almohada para hablar conmigo.

—Nos vamos mañana, Luke. Hoy haré las maletas. Tu padre te ayudará a pintar la fachada de la casa, de modo que, será mejor que pongas manos a la obra.

—¿Está lloviendo? —pregunté, incorporándome.

—No. Está nublado, pero podrás pintar.

—¿Por qué nos vamos mañana?

—Es hora de que nos vayamos.

—¿Cuándo volveremos?

—No lo sé. Ve a desayunar. Nos aguarda un día muy ajetreado.

Me puse a pintar antes de las siete de la mañana, cuando el sol acababa de asomar por encima de las copas de los árboles del este. La hierba estaba mojada y la casa también, pero no me quedaba alternativa. Sin embargo, las tablas no tardaron en secarse, y conseguí trabajar sin problema. Mi padre se incorporó a la tarea y juntos cambiamos de sitio el andamio para que él pudiera alcanzar la parte de arriba. Más tarde se acercó el señor Latcher, y tras observarnos trabajar unos cuantos minutos, dijo:

—Me gustaría echarles una mano.

—No está obligado —repuso mi padre desde dos metros y medio más arriba.

—Me gusta ganarme el sustento —dijo él.

No tenía otra cosa que hacer.

—De acuerdo pues. Luke, ve por la otra brocha.

Corrí al cobertizo de las herramientas, alegrándome de haber conseguido una vez más una colaboración gratuita. El señor Latcher se puso a trabajar con entusiasmo, como si quisiera demostrar su valía.

Un numeroso grupo se congregó para observarnos. Conté a siete de los Latcher, todos los hijos menos Libby y el bebé, sentados en el suelo, detrás de nosotros, mirándonos con rostro inexpresivo.

Pensé que debían de estar esperando el desayuno. Hice caso omiso de ellos y seguí adelante con mi tarea.

El trabajo, sin embargo, iba a complicarse. Pappy fue el primero que me llamó. Dijo que quería acercarse al arroyo para echar un vistazo a las inundaciones. Le dije que tenía que pintar.

—Ve, Luke —me dijo mi padre, y así quedó zanjada mi protesta.

Subimos al tractor y nos alejamos de la casa cruzando los campos inundados hasta que el agua estuvo a punto de cubrir las ruedas delanteras. Cuando ya no pudimos seguir avanzando, Pappy apagó el motor. Permanecimos un buen rato sentados en el tractor, rodeados por el algodón mojado que tanto esfuerzo nos había costado cultivar.

—Mañana te vas —dijo al final.

—Sí, señor.

—Pero pronto regresaras.

—Sí, señor.

No sería Pappy sino mi madre quien decidiera cuándo íbamos a regresar, y si él pensaba que algún día volveríamos a los pequeños lugares que ocupábamos en la granja de la familia, se equivocaba de medio a medio. Me compadecí de Pappy y empecé a echarle de menos.

—He estado pensando un poco en el asunto de Hank y Cowboy —prosiguió sin apartar los ojos del agua que se extendía delante del tractor—. Vamos a dejarlo como está, tal como acordamos. De nada serviría decírselo a nadie. Es un secreto que nos llevaremos a la tumba. —Me ofreció la mano derecha para que se la estrechara—. ¿Trato hecho?

—Trato hecho —contesté, estrechando su fuerte y encallecida mano.

—No vayas a olvidarte de tu Pappy cuando estés allá arriba, ¿me oyes?

—No lo haré.

Puso en marcha el tractor y dio marcha atrás a través del agua.

Cuando regresé a la casa, Percy Latcher había tomado mí brocha y estaba trabajando con denuedo. Sin pronunciar palabra me la devolvió y fue a sentarse debajo de un árbol. Me pasé unos diez minutos pintando, hasta que Gran salió al porche y me dijo:

—Luke, ven aquí. Quiero enseñarte una cosa.

Rodeó conmigo la casa y nos encaminamos hacia el silo. Había charcos de barro por todas partes y el agua había llegado a unos nueve metros del establo. Quería dar un paseo y charlar un rato conmigo, pero todo estaba hecho un lodazal. Nos sentamos en el borde del remolque.

—¿Qué quieres enseñarme? —pregunté tras un largo silencio.

—Nada en particular. Quería pasar un rato a solas contigo. Te vas mañana. Estaba tratando de recordar si alguna vez habías pasado una noche lejos de aquí.

—Yo no recuerdo ninguna —repuse.

Sabía que había venido al mundo en la habitación donde ahora dormían mis padres. Sabia que las manos de Gran eran las primeras que me habían tocado, que ella me había ayudado a nacer y había atendido a mi madre. No, jamás había pasado una sola noche lejos de nuestra casa.

—Estarás muy bien en el Norte —añadió sin demasiado convencimiento—. Mucha gente de aquí se marcha para allá en busca de trabajo. Y siempre les va bien y siempre regresan a casa. Volverás a casa antes de lo que piensas.

Amaba a mi Gran tanto como cualquier niño podía amar a su abuela, pero por algún motivo sabia que jamás regresaría a su casa ni volvería a trabajar en sus campos.

Nos pasamos un rato hablando de Ricky y después de los Latcher. Me pasó un brazo por los hombros, me estrechó con fuerza y me hizo prometer varias veces que le escribiría. También tuve que prometerle que estudiaría de firme, obedecería a mis padres, iría a la iglesia y aprendería las Sagradas Escrituras y cuidaría mi lenguaje para no acabar hablando como un yanqui.

Para cuando terminó de arrancarme promesas, yo estaba agotado. Regresamos a la casa sorteando los charcos.

La mañana fue pasando muy lentamente. La horda de los Latcher se dispersó después del desayuno, pero regresó a tiempo para el almuerzo. Todos observaron a mi padre y el suyo competir entre sí para ver quién de ellos pintaba más rápido la fachada de la casa.

Les dimos de comer en el porche trasero. Después, Libby me llevó aparte y me entregó la carta que le había escrito a Ricky. Yo había conseguido birlar uno de los sobres blancos que guardábamos al fondo de la mesa de la cocina. Le había puesto la dirección de Ricky a través de la ruta postal del Ejército en San Diego y la había franqueado. Al verlo, Libby se mostró muy impresionada. Introdujo cuidadosamente la carta en su interior y pasó dos veces la lengua por la solapa del sobre para cerrarlo.

—Gracias, Luke —dijo, dándome un beso en la frente.

Me guardé el sobre bajo la camisa para que nadie lo viera. Había decidido comentárselo a mi madre, pero no había tenido ocasión.

Los acontecimientos se estaban desarrollando a velocidad de vértigo. Mi madre y Gran se pasaron la tarde lavando y planchando la ropa que íbamos a llevarnos. Mi padre y el señor Latcher estuvieron pintando hasta que se les acabó la pintura. Yo quería disponer de un poco de tiempo para ir un poco más despacio, pero no sé por qué razón el día pasó en un soplo.

La cena fue muy sosegada, pues cada uno de nosotros estaba preocupado por el viaje al norte, aunque por distintos motivos. Me sentía tan triste que había perdido el apetito.

—Ésta va a ser la última vez que cenes aquí durante algún tiempo, Luke —señaló Pappy.

No sé por qué lo dijo, pero sus palabras no contribuyeron precisamente a mejorar la situación.

—Dicen que en el Norte la comida es bastante mala —dijo Gran, tratando de aligerar un poco la atmósfera.

El comentario tampoco resultó muy afortunado.

Hacía demasiado frío para sentarse en el porche. Nos reunimos en la sala de estar y procuramos charlar como si todo siguiera igual que siempre. Pero ningún tema parecía apropiado. Los asuntos de la iglesia eran aburridos. La temporada de béisbol había terminado. Nadie quería hablar de Ricky. Ni siquiera el tiempo despertaba nuestro interés.

Al final, nos dimos por vencidos y nos fuimos a dormir. Mi madre me arrebujó en la cama y me dio un beso de buenas noches. Poco después, Gran hizo lo mismo. Pappy entró para decirme unas palabras, algo que jamás había hecho.

Cuando al final me quedé solo, recé mis oraciones. Después contemplé el techo de la habitación a oscuras e hice un esfuerzo por creer que aquella era mi última noche en la granja.