34

La primera helada mataría lo poco que quedaba en el huerto. Solía producirse a mediados de octubre, a pesar de que el almanaque que mi padre leía con la misma devoción que si fuera la Biblia ya había fallado un par de veces en sus previsiones. Pero él seguía estudiando impertérrito su almanaque cada mañana mientras se tomaba su primera taza de café.

Puesto que no podíamos recolectar algodón, centrábamos toda nuestra atención en el huerto. Los cinco nos encaminamos hacia allí inmediatamente después del desayuno. Mi madre estaba segura de que la primera helada se produciría aquella misma noche y, en caso contrario, que lo haría con toda certeza a la siguiente. O a la otra.

Durante una penosa hora me dediqué a arrancar judías. Pappy, que aborrecía los trabajos en el huerto todavía más que yo, arrancaba frijoles blancos con encomiable esfuerzo. Gran ayudaba a mi madre a recolectar los últimos tomates. Mi padre acarreaba cestos de acá para allá bajo la supervisión de mi madre. Cuando pasó por mi lado, le dije:

—Quiero ir a pintar un rato.

—Pregúntaselo a tu madre —repuso.

Así lo hice, y ella contestó que podría hacerlo en cuanto llenara otro cesto de guisantes. Los trabajos en el huerto se aceleraban al máximo. A mediodía ya no quedaba ni una sola judía.

Volví a mi solitario trabajo de pintor. Con la clara excepción del manejo de una niveladora de carreteras, era la tarea que más me gustaba. La diferencias entre ambas era que yo no estaba en condiciones de manejar una niveladora de carreteras y pasarían muchos años antes de que pudiera hacerlo. En cambio, sí podía pintar. Observando a los mexicanos había aprendido muchas cosas y mejorado mi técnica. Aplicaba la pintura en una capa muy delgada, en un intento de aprovechar al máximo los dos botes de cinco kilos.

A media mañana se me terminó uno. Mi madre y Gran se encontraban en la cocina, lavando y guardando las verduras en frascos.

No oí al hombre acercarse, pero cuando carraspeó para llamar mi atención, me volví bruscamente y solté la brocha.

Era el señor Latcher, mojado y cubierto de barro hasta la cintura. Iba descalzo y con la camisa desgarrada. Estaba claro que había recorrido a pie la distancia que separaba su casa de la nuestra.

—¿Dónde está el señor Chandler? —me pregunto.

No sabía muy bien a qué señor Chandler se refería. Recogí la brocha y corrí hacia el lado este de la casa. Llamé a mi padre y éste asomó la cabeza a través de unas enredaderas. Al ver al señor Latcher a mi lado, se incorporó de inmediato.

—¿Qué ocurre? —preguntó, acercándose a toda prisa.

Gran oyó las voces y salió al porche delantero, seguida de mi padre. Una sola mirada al señor Latcher nos bastó para saber que algo muy malo estaba ocurriendo.

—El agua ha llegado a nuestra casa —dijo el señor Latcher, sin atreverse a mirar a mi padre a los ojos—. Tenemos que irnos.

Mi padre me miró y después miró a Gran y a mi madre, que estaban en el porche y ya se habían puesto en movimiento.

—¿Pueden ayudarnos? —preguntó el señor Latcher—. No tenemos ningún sitio adonde ir.

Me pareció que estaba a punto de echarse a llorar, y pensé que yo también lo iba a hacer.

—Por supuesto que los ayudaremos —dijo Gran, asumiendo de inmediato el mando de la situación.

A partir de ese momento, mi padre haría exactamente lo que su madre le ordenara. Y los demás, también.

Me envió en busca de Pappy, a quien encontré en el cobertizo de las herramientas, entretenido intentando arreglar una vieja batería de tractor. Todos nos reunimos alrededor de éste para elaborar un plan.

—¿Podemos acercarnos a la casa con el camión? —pregunto Pappy.

—No, señor —contestó el señor Latcher—. En nuestro camino el agua llega hasta la cintura. Ya ha alcanzado el porche, y en la casa, el nivel es de unos quince centímetros.

No acertaba a imaginarme a todos los hijos de los Latcher en una casa donde el agua desbordada ya alcanzaba prácticamente un palmo de altura.

—¿Cómo están Libby y el bebé? —preguntó Gran, sin poder contenerse.

—Libby está bien. El bebé está enfermo.

—Necesitaremos una batea —dijo mi padre—. Jeter tiene una en el pantano Cockleburr.

—No le importará que la tomemos prestada —apuntó Pappy.

Los hombres se pasaron unos cuantos minutos estudiando la mejor manera de llevar a cabo el rescate: cómo conseguir la batea, hasta qué punto del camino podría llegar el camión, cuántos viajes tendrían que hacerse. Lo que no se comento fue exactamente adónde irían los Latcher en cuanto los rescatáramos.

Gran asumió una vez más el mando.

—Pueden quedarse aquí —le dijo al señor Latcher—. Nuestro henil está limpio, los mexicanos acaban de dejarlo. Tendrán cama caliente y comida en abundancia.

La miré. Pappy también la miró. Mi padre hizo lo propio, y después se estudió los pies. ¡Una horda de famélicos Latcher viviendo en nuestro establo! Un bebé enfermo llorando toda la noche. Nuestra comida, regalada. La idea me horrorizó, y me enfurecí con Gran por haber hecho semejante ofrecimiento sin discutirlo primero con nosotros.

Después miré al señor Latcher. Le temblaban los labios y tenía los ojos arrasados en lágrimas. Sujetaba su viejo sombrero con ambas manos a la altura de la cintura y estaba tan avergonzado que no podía levantar la mirada del suelo. Jamás había visto a un hombre más pobre, sucio y derrotado.

Miré a mi madre. Ella también hacía esfuerzos por contener las lágrimas. Miré a mi padre. Jamás lo había visto llorar y no pareció que estuviera a punto de hacerlo, pero se lo veía conmovido por el sufrimiento del señor Latcher. Mi duro corazón se ablandó en un santiamén.

—Vamos a poner manos a la obra —añadió Gran con autoridad—. Prepararemos el establo.

Nos pusimos en marcha, los hombres subieron al camión y las mujeres se encaminaron hacia el establo. Antes de alejarse, Gran asió a Pappy por el codo y le dijo en voz baja:

—Trae primero a Libby y al bebé.

Era una orden, y Pappy asintió con la cabeza.

Salté a la parte de atrás del camión con el señor Latcher, que se sentó con las delgadas piernas cruzadas, en silencio. Nos detuvimos al llegar al puente, donde mi padre bajó y empezó a recorrer la orilla del río. Su misión era encontrar el bote del señor Jeter y empujarlo corriente abajo hasta el lugar donde nosotros esperaríamos junto al puente. Cruzamos el puente, nos adentramos por el camino de los Latcher y, cuando sólo llevábamos recorridos unos treinta metros, tropezamos con un lodazal. Por delante de nosotros no había más que agua.

—Voy a avisarles que están ustedes aquí —dijo el señor Latcher, tras lo cual saltó y empezó a avanzar primero a través del barro y después por el agua, que no tardó en llegarle a las rodillas—. ¡Cuidado con las serpientes! —gritó, volviendo la cabeza—. Las hay por todas partes.

Avanzaba a través de un lago, con campos anegados a ambos lados.

Estuvimos observándolo hasta que desapareció de la vista, y entonces regresamos al río para esperar a mi padre.

Estábamos sentados en un tronco cerca del puente mientras el agua bajaba impetuosamente a nuestros pies. Puesto que no teníamos nada de qué hablar, llegué a la conclusión de que ya era hora de que le contara a Pappy una historia. Pero primero le hice jurar que guardaría el secreto.

Comencé con el principio mismo de la historia, con las voces que oí en nuestro patio principal bien entrada una noche. Los Spruill estaban discutiendo. Hank se iba. Avancé en medio de las sombras y, sin darme cuenta de lo que ocurría, me vi siguiendo no sólo a Hank sino también a Cowboy.

—Empezaron a pelear allí mismo —dije, señalando el centro del puente.

Los pensamientos de Pappy ya no estaban en las inundaciones ni en la granja y ni siquiera en el rescate de los Latcher. Me miró enfurecido, creyéndose todo lo que le estaba contando, pero absolutamente asombrado. Le describí la pelea con lujo de detalles.

—Hank cayó al río allí —dije, y volví a señalar con el dedo—, y no volvió a subir a la superficie.

Pappy soltó un gruñido pero permaneció en silencio. Yo estaba de pie delante de él, hablando rápidamente, muy nervioso. Cuando le describí mi encuentro con Cowboy minutos después en el camino, cerca ya de nuestra casa, Pappy soltó una maldición por lo bajo.

—Deberías habérmelo contado todo en aquel momento —dijo.

—Es que no podía. Estaba muy asustado.

Se levantó y rodeó varias veces el tronco.

—Les mató al hijo y les ha robado la hija —masculló para sus adentros—. Señor, Señor.

—¿Qué vamos a hacer, Pappy?

—Deja que lo piense.

—¿Crees que Hank aparecerá flotando en algún lugar?

—No. El mexicano lo destripó. Su cuerpo se hundió directamente hasta el fondo, probablemente se lo han comido los peces. No hay nada que encontrar.

Por muy repugnante que resultase la idea, solté un suspiro de alivio al pensarlo. No quería volver a ver a Hank jamás. Pensaba en él cada vez que cruzaba el puente. En mis sueños veía surgir su hinchado cadáver desde las profundidades del río y darme un susto de muerte.

—¿Hice algo malo? —pregunte.

—No.

—¿Vas a decírselo a alguien?

—No, no lo creo. Mantengámoslo en secreto. Ya hablaremos de ello más tarde.

Nos sentamos de nuevo en el tronco y contemplamos el agua. Pappy estaba enfrascado en sus pensamientos. Traté de convencerme de que me sentía mejor ahora que finalmente le había revelado a uno de los mayores las circunstancias de la muerte de Hank.

Al cabo de un rato, Pappy dijo:

—Hank se lo estaba buscando. No se lo vamos a decir a nadie. Tú eres el único testigo y es absurdo que te preocupes. Será nuestro secreto y nos lo llevaremos a la tumba.

—¿Y el señor y la señora Spruill?

—Lo que no saben no les hará sufrir.

—¿Vas a decírselo a Gran?

—No. A nadie. Sólo tú y yo.

Era una sociedad de la que podía fiarme. Ahora ya me sentía mejor. Había compartido mi secreto con un amigo que podría cargar con la parte que le correspondiera. Y ambos habíamos decidido dejar definitivamente a nuestras espaldas a Hank y Cowboy.

Mi padre apareció finalmente con la batea de fondo plano del señor Jeter. Faltaba el motor fuera borda, pero la navegación sería fácil gracias a la fuerte corriente. Mi padre utilizó un remo a modo de timón y se acercó a la orilla bajo el puente, justo a nuestros pies. Con ayuda de Pappy sacó la batea del río y juntos la arrastraron por la orilla hasta el camión. Después regresamos al camino de los Latcher, bajamos la batea y la empujamos hasta el borde de las aguas. Los tres saltamos al interior de la embarcación con los pies cubiertos de barro. Mi padre y Pappy remaron siguiendo el estrecho camino, pasando por delante de las hileras de algodón destrozado, a más de medio metro del suelo.

Cuanto más nos adentrábamos, tanto más crecía el nivel del agua. Se levantó un fuerte viento que nos empujó hacia el algodonal. Mi padre y Pappy levantaron los ojos al cielo y menearon la cabeza.

Todos los Latcher aguardaban muertos de miedo en el porche delantero, contemplando nuestros movimientos mientras surcábamos el lago que rodeaba su casa. Los escalones de la entrada principal estaban sumergidos. Nos acercamos a la fachada, donde el señor Latcher asió la batea y tiró de ella hacia la casa. El agua le llegaba hasta el pecho.

Contemplé los atemorizados y entristecidos rostros de quienes nos miraban desde el porche, cuya ropa todavía estaba más estropeada que la última vez que yo había estado allí. Todos estaban delgados y probablemente muertos de hambre. Vi un par de sonrisas entre los más pequeños, y de repente me sentí muy importante. Libby Latcher se separo del grupo con el niño en brazos, envuelto en una vieja manta. Jamás había visto a Libby, y de pronto me pareció increíble que fuera tan guapa. Llevaba el largo cabello castaño claro recogido hacia atrás en una cola de caballo. Sus ojos azul claro brillaban con un fulgor especial. Era alta y tan delgada como los demás. Cuando subió a la batea, tanto mi padre como Pappy se la quedaron mirando. Se sentó a mi lado con el bebé y, de repente, me vi cara a cara con mi nuevo primo.

—Soy Luke —dije, por más que no fuera el momento más indicado para hacer presentaciones.

—Yo soy Libby —dijo ella, esbozando una sonrisa que hizo que se me acelerase el corazón.

El bebé dormía. No había crecido mucho desde que lo había visto a través de la ventana la noche en que nació. Era pequeñito y arrugado, y probablemente también estuviese hambriento, pero Gran se ocuparía de esto.

Rayford Latcher subió a bordo y se sentó lo más lejos posible de mí. Era uno de los tres que me habían pegado la paliza la última vez que había estado en su granja; Percy, el mayor y el instigador de aquélla, se encontraba escondido en el porche. Otros dos niños fueron colocados en la embarcación, y después subió el señor Latcher.

—Volveremos dentro de unos minutos —le dijo éste a la señora Latcher y a los demás.

Por su aspecto y por la cara que ponían, cualquiera hubiera dicho que los estábamos abandonando a su suerte.

La lluvia caía con fuerza y el viento había cambiado de dirección. Pappy y mi padre remaban con toda la fuerza de que eran capaces, pero la batea apenas se movía. El señor Latcher saltó al agua y desapareció momentáneamente. Después hizo pie y volvió a emerger, con el agua hasta el pecho. Agarro la cuerda atada a la proa y empezó a tirar de nosotros camino abajo.

El viento nos empujaba hacia el algodonal, por lo que mi padre saltó de la batea y empezó a empujarla.

—Cuidado con las serpientes —le advirtió de nuevo el señor Latcher.

Ambos estaban totalmente empapados.

—A Percy por poco lo muerde una —me dijo Libby—. Apareció en el porche, flotando en el agua. —Estaba inclinada sobre el niño, procurando evitar que se mojara.

—¿Cómo se llama? —pregunte.

—Aún no tiene nombre.

En mi vida había oído semejante disparate. ¡Un niño sin nombre! Casi todos los hijos de los baptistas tenían dos o tres nombres antes de venir al mundo.

—¿Cuándo volverá Ricky? —me preguntó en voz baja.

—No lo sé.

—¿Está bien?

—Sí.

Su afán de saber algo de él hizo que me sintiera muy incómodo. Sin embargo, no resultaba precisamente desagradable estar sentado al lado de un chica tan guapa que quería hablarme en susurros. Sus hermanos pequeños estaban entusiasmados con la aventura. Ya cerca del camino, el nivel del agua bajó y la batea rozó finalmente el suelo. Todos bajamos deprisa, y los Latcher subieron al camión. Pappy se sentó al volante.

—Luke, tú te quedas conmigo —dijo mi padre.

Mientras el camión daba marcha atrás, el señor Latcher y mi padre hicieron girar la batea y empezaron a empujarla y tirar de ella para regresar de nuevo a la casa. El viento soplaba con tal fuerza que tuvieron que apoyarse en la embarcación. Yo era el único ocupante de ésta, y con la cabeza inclinada, procuraba mojarme lo menos posible. La lluvia era cada vez más fría y caía con creciente intensidad.

Las aguas que rodeaban la casa estaban muy agitadas cuando nos acercamos. El señor Latcher volvió a empujar la embarcación y empezó a gritarle instrucciones a su mujer. Uno de los hijos de los Latcher nos fue entregado desde el porche y estuvo a punto de caer al agua cuando una ráfaga de viento azotó la batea y la apartó de la casa. Percy alargó el mango de una escoba y yo lo agarré para acercar nuevamente la batea a la casa. Mi padre daba órdenes a gritos, y lo mismo hacía el señor Latcher. Quedaban cuatro niños y todos querían subir a bordo a la vez. Fui ayudándolos a hacerlo de uno en uno.

—¡Cuidado, Luke! —me advertía mi padre una y otra vez.

En cuanto los niños estuvieron a bordo, la señora Latcher arrojó un saco de arpillera lleno de algo que parecía ropa. Debía de tratarse de sus únicas pertenencias, pensé. Cayó a mis pies y lo agarré como si fuera un objeto de incalculable valor. A mi lado tenía a una niñita de los Latcher, descalza como todos los demás y vestida con una camisa sin mangas que no le cubría los brazos. Estaba aterida y se agarraba a mi pierna como si temiese que el viento se la llevara. Tenía los ojos arrasados en lágrimas, pero, cuando la miré, me dijo:

—Gracias.

La señora Latcher subió abriéndose paso entre sus hijos y pegándole gritos a su marido mientras éste se los pegaba a ella. Con la embarcación totalmente cargada y todos los Latcher a salvo, dimos media vuelta y regresamos hacia el camino. Los que estábamos a bordo, manteníamos la cabeza inclinada para protegernos el rostro de la lluvia.

Mi padre y el señor Latcher tenían que hacer un esfuerzo sobrehumano para empujar la batea contra el viento. En algunos lugares el agua sólo les llegaba a la altura de las rodillas, pero a los pocos pasos se hundían hasta el pecho y a duras penas podían avanzar. Luchaban denodadamente por mantener la embarcación en el centro del camino y lejos del algodonal. Nuestra pequeña travesía de regreso fue mucho más lenta que a la ida.

Pappy no estaba esperándonos. No había tenido tiempo de dejar el primer cargamento y regresar por el segundo. Cuando saltamos al barro, mi padre ató la batea del señor Jeter al poste de una valía y dijo:

—Es absurdo que esperemos aquí.

Avanzamos penosamente entre el lodo, de cara al viento y la lluvia, hasta llegar al río. Los hijos de los Latcher se aterrorizaron al ver el puente, y mientras lo cruzábamos se agarraron fuertemente a su padre y se pusieron a llorar y a gritar de una forma que yo jamás había oído. El señor Latcher cargaba ahora con el saco de arpillera. A medio cruzar el St. Francis, miré hacia las tablas del puente que tenía delante y observé que la señora Latcher iba descalza como sus hijos. Cuando alcanzamos sanos y salvos la otra orilla, vimos acercarse a Pappy para recogernos.

Gran y mi madre esperaban en el porche trasero, donde habían improvisado una especie de cadena de montaje. Saludaron a la segunda remesa de Latcher y los acompañaron al fondo del porche, donde habían amontonado gran cantidad de ropa. Los Latcher se desnudaron, algunos con pudor y otros no, y empezaron a ponerse ropa de segunda mano de los Chandler que llevaba varias décadas en nuestra casa. Una vez vestidos y abrigados con prendas secas, los llevaron a la cocina, donde los aguardaba comida en abundancia. Gran había preparado salchichas, jamón y bollos. La mesa estaba cubierta con grandes cuencos llenos de todas las hortalizas que mi madre había cultivado en los últimos seis meses.

Los diez Latcher se congregaron alrededor de la mesa. El bebé dormía en algún lugar de la casa. Casi todos ellos permanecían en silencio, no sé si porque estaban avergonzados, aliviados o simplemente hambrientos. Se pasaban los cuencos y, de vez en cuando, se daban mutuamente las gracias. Mi madre y Gran prepararon té y cuidaron de que se sintieran a gusto. Pappy y mi padre estaban en el porche delantero tomando café mientras contemplaban la lluvia, que amainaba poco a poco.

Cuando la comida ya estaba en marcha, nos dirigimos a la sala de estar, donde Gran había encendido la chimenea. Los cinco nos sentamos delante de ésta y nos pasamos un buen rato oyendo las voces de los Latcher en la cocina. Hablaban muy quedo, pero sus cuchillos y tenedores no paraban de moverse. Estaban abrigados y a salvo, y ya habían saciado el hambre. ¿Cómo era posible que hubiera gente tan pobre?

Ya no podía sentir antipatía hacia los Latcher. Eran unas personas como nosotros que habían tenido la desgracia de nacer aparceros. No era justo que los despreciase. Además, experimentaba una fuerte atracción hacia Libby.

Estaba deseando gustarle.

Mientras nosotros nos recreábamos en nuestra bondad, se oyó el llanto del bebé. Gran se puso en pie de un salto y se marchó a ver qué ocurría.

—Voy yo —dijo, ya en la cocina—. Ustedes terminen de comer.

No oí ni a un solo Latcher apartarse de la mesa. El bebé llevaba llorando desde la noche en que nació y ya estaban acostumbrados.

Pero nosotros los Chandler, no. No dejó de llorar mientras su familia comía. Gran lo acunó durante una hora en tanto mis padres y Pappy acompañaban a los Latcher a su nuevo alojamiento en el henil del establo. Libby regresó con ellos para echar un vistazo al bebé, que seguía berreando. Había parado de llover y mi madre decidió sacarlo a dar un paseo alrededor de la casa, pero eso no sirvió para calmarlo. Yo jamás había oído un llanto tan fuerte e incesante.

A media tarde, ya no podíamos aguantarlo. Gran le había administrado varios de sus remedios, pero al parecer sólo habían servido para agravar la situación. Libby lo acunó infructuosamente en el columpio. Gran le cantó bailando un vals con él en brazos, pero el llanto era cada vez más fuerte. Mi madre también intentó calmarlo. Pappy y mi padre ya se habían retirado hacía un buen rato. Yo deseé echar a correr y esconderme en el silo.

—Es el caso de cólico más grave que he visto en mi vida —le oí decir a Gran.

Más tarde, mientras Libby mecía de nuevo al bebé en el porche, oí otra conversación. Por lo visto, cuando yo era bebé había sufrido un cólico muy grave. Mi abuela, la madre de mi madre, que vivía en una casa pintada y ya había muerto, me dio unos cuantos bocados de helado de vainilla. Dejé de llorar de inmediato, y el cólico desapareció, en pocos días.

Más adelante, sufrí otro cólico. Gran no solía conservar helados en el frigorífico. Mis padres me subieron al camión para llevarme a la ciudad. Por el camino, dejé de llorar y me quedé dormido. Pensaron que el movimiento del vehículo en marcha me había curado.

Mi madre me envió en busca de mi padre y tomó al bebé de los brazos de Libby, que estaba deseando librarse de él, y nos encaminamos hacia el camión.

—¿Vamos a la ciudad? —pregunte.

—Sí —contestó mi madre.

—¿Y él? —preguntó mi padre, señalando al bebé—. Tiene que ser un secreto.

Mi madre lo había olvidado. Como nos vieran en la ciudad con un misterioso bebé, habría chismorreos para parar un tren.

—Ya nos preocuparemos por eso cuando lleguemos —contestó, cerrando la portezuela—. Vamos.

Mi padre arrancó y dio marcha atrás. Yo estaba sentado en medio, con el bebé a escasos centímetros de mi hombro. Tras una breve pausa, volvió a la carga. Cuando llegamos al río, yo estaba tan harto que hubiera sido capaz de arrojarlo por la ventanilla.

Sin embargo, tras cruzar el puente ocurrió algo muy curioso. El bebé empezó a calmarse y finalmente se calló. Cerró los ojos y la boca y se quedó profundamente dormido. Mi madre miró con una sonrisa a mi padre como diciendo: «¿Lo ves?, ya te lo decía yo».

Mientras nos dirigíamos a la ciudad, mis padres se pasaron el rato cuchicheando. Acordaron que mi madre bajaría del camión a la altura de nuestra iglesia y correría a la tienda de Pop y Pearl para comprar un helado. Temían que a Pearl le extrañara que sólo quisiera un helado, pues por el momento no necesitábamos nada más, y que hubiera ido a la ciudad un miércoles por la tarde. Por nada del mundo podrían satisfacer la curiosidad de Pearl, y les hizo gracia la idea de que sufriese por ser tan entrometida. Por muy lista que fuese Pearl jamás adivinaría que el helado era para un bebé ilegitimo que teníamos escondido en nuestro camión. Nos detuvimos delante del templo. Nadie miraba, y mi madre aprovechó para pasarme el bebé, dándome instrucciones muy precisas acerca de la mejor manera de acunarlo. En cuanto cerró la portezuela, el bebé abrió la boca y vi que le brillaban los ojos mientras sus pulmones se llenaban de cólera. Chilló un par de veces y estuve casi a punto de morirme del susto, por lo que mi padre accionó el embrague y volvimos a ponernos en marcha para dar un paseo por las calles de Black Oak. El bebé me miró y dejó de llorar.

—No te detengas —le dije a mi padre.

Pasamos de nuevo por delante de la desmotadora, cuya inactividad nos deprimió. Rodeamos la iglesia y la escuela metodistas y giramos hacia el sur para enfilar de nuevo Main Street. Mi madre salió de la tienda con una bolsita de papel y, como era de esperar, Pearl la siguió, hablando por los codos. Ambas estaban charlando cuando nosotros pasamos por su lado. Mi padre saludó con la mano como sí no ocurriera nada.

Yo comprendí que estaban a punto de sorprendernos con el bebé de los Latcher. Un solo grito de éste bastaría para que toda la ciudad se enterara de nuestro secreto.

Dimos otra vuelta alrededor de la desmotadora y, cuando nos dirigimos hacia la iglesia, vimos a mi madre esperando. En el momento de detenernos, el bebé abrió los ojos. Le temblaba el labio inferior y estaba a punto de soltar un grito cuando yo se lo pasé a mi madre diciendo:

—Aquí lo tienes.

Bajé a toda prisa del camión antes de que ella pudiera subir para acomodarse en el asiento. Mi rapidez los sorprendió.

—¿Adónde vas, Luke? —me preguntó mi padre.

—Daré una vuelta por ahí. Tengo que comprar un poco de pintura.

—¡Sube al camión! —me ordenó mi padre.

El bebé se puso a llorar y mi madre se apresuró a subir. Yo me agaché detrás del camión y eché a correr hacia la calle con la mayor rapidez de que fui capaz.

Detrás de mí oí otro grito no tan fuerte como el anterior, y el camión se puso inmediatamente en marcha.

Entré en la ferretería, me acerqué al mostrador de las pinturas y le pedí al dependiente tres botes de cinco kilos de Pittsburg Paint de color blanco.

—Sólo tengo dos —me dijo.

Me quedé tan sorprendido que no supe qué decir. ¿Cómo era posible que en una ferretería se les hubiera acabado la pintura?

—El lunes que viene me entregarán más —añadió.

—Pues deme los dos.

Estaba seguro que los dos botes de cinco kilos no me alcanzarían para terminar de pintar la fachada de la casa, pero le entregué seis billetes de un dólar y él me devolvió el cambio.

—Deja que te ayude —dijo.

—No, ya puedo yo solo —repuse tendiendo las manos hacia los botes. Tuve que hacer un esfuerzo para levantarlos, y después eché a andar con paso vacilante por el pasillo central y estuve casi a punto de caerme. Los arrastré hasta la acera. Miré arriba y abajo de la calle, temiendo oír el llanto de un bebé enfermo. Por suerte, la ciudad estaba tranquila.

Pearl salió de nuevo a la acera, mirando en todas direcciones. Yo me oculté detrás de un automóvil aparcado. Poco después vi aparecer nuestro camión. Mi padre me vio y se detuvo en mitad de la calle, Yo hice acopio de todas mis fuerzas para levantar los botes y eché a correr hacia él. Mi padre bajó para echarme una mano. Salté a la plataforma y él me entregó la pintura. Prefería viajar en la parte de atrás, lejos del menor de los Latcher. Justo en el momento en que mi padre volvía a sentarse al volante, el bebé soltó un grito agudo.

El camión dio una sacudida y el bebé volvió a callarse.

—¡Adiós, Pearl! —grité, mientras pasábamos por delante de ella a toda velocidad.

Libby nos esperaba sentada en los escalones del porche delantero en compañía de Gran. En cuanto el camión se detuvo, el bebé empezó a berrear. Las mujeres se lo llevaron corriendo a la cocina, donde empezaron a atiborrarlo de helado.

—No hay en todo el condado de Craighead suficiente gasolina para conseguir que se calle —sentenció mi padre.

Por suerte, el helado lo calmó. El pequeño Latcher se quedó dormido en brazos de su madre.

Puesto que el helado de vainilla había dado resultado cuando yo sufrí el cólico, el tratamiento se consideró una prueba irrefutable de que el bebé era, al menos en parte, un Chandler. Lo cual no supuso ningún consuelo para mí.