Nuestro nuevo ritual se repitió al día siguiente, después de un almuerzo tardío. Cruzamos la hierba empapada que había entre la casa y el establo, nos detuvimos al borde del algodonal y vimos agua, pero no agua de lluvia acumulada durante la noche, sino el agua desbordada del arroyo. Su nivel era de diez centímetros y parecía a punto de rebasar los limites del campo e iniciar su lento avance hacia el establo, el cobertizo de las herramientas, los gallineros y, finalmente, la casa.
Los tallos estaban inclinados hacia el este, doblados permanentemente por el viento que había asediado nuestra granja la víspera. Las cápsulas colgaban bajo el peso del agua.
—¿Crees que inundará la casa, Pappy? —pregunté.
Meneó la cabeza y me pasó un brazo por los hombros.
—No, Luke, jamás ha llegado hasta la casa. Se ha acercado a ella un par de veces, pero la casa se encuentra aproximadamente un metro por encima del lugar en el que ahora estamos nosotros. No te preocupes por la casa.
—Una vez llegó hasta el establo —intervino mi padre—. Un año después del nacimiento de Luke, ¿verdad?
—En el cuarenta y seis —dijo Gran, a quien jamás se le escapaba una fecha—. Pero fue en mayo —añadió—. Dos semanas después de la siembra.
La mañana era fría y ventosa, y en el cielo había unas nubes altas y tenues que no amenazaban tormenta. Un día estupendo para pintar suponiendo, claro, que alguien me echara una mano. Los mexicanos se acercaron un poco, pero no lo suficiente para poder hablar con ellos.
Se irían muy pronto, quizás en cuestión de horas. Los llevaríamos a la Cooperativa, donde los contrataría un agricultor cuyas tierras estuvieran más secas que las nuestras. Se lo oí comentar a los mayores poco antes del amanecer mientras se tomaban un café, y me pegué un susto tremendo. Nueve mexicanos podían pintar el lado oeste de la casa en menos de un día. Yo tardaría un mes. No podía permitirme el lujo de ser tímido.
Cuando regresamos, me desvié hacia los mexicanos.
—Buenos días —dije en español dirigiéndome al grupo—. ¿Cómo están?
Los nueve contestaron de la misma manera. Regresaban al establo después de otro día perdido. Me acerqué a ellos un poco más para que mis padres no pudieran oírme.
—¿Quieren pintar un poco más? —les pregunté.
Miguel tradujo rápidamente y me pareció que los demás sonreían.
Diez minutos después, tres de los seis botes de pintura estaban abiertos, y varios mexicanos se encaramaban al andamio del lado oeste de la casa y empezaban a pelearse por las tres brochas. Otro grupo levantó un andamio. Yo señalaba aquí y allá, impartiendo instrucciones a las que nadie parecía prestar atención. Por su parte, Miguel y Roberto estaban dando rápidas órdenes y opiniones en español. Ambos idiomas eran ignorados en igual medida. Mi madre y Gran nos miraron por la ventana de la cocina mientras lavaban los platos del desayuno. Pappy se dirigió al cobertizo de las herramientas para entretenerse un rato con el motor del tractor. Mi padre se había ido a dar un largo paseo, probablemente para echar un vistazo a los daños sufridos por la cosecha y pensar en lo que había que hacer a continuación.
La pintura de la casa era un asunto de la máxima urgencia.
Los mexicanos bromeaban, reían y se importunaban los unos a los otros, pero trabajaban dos veces más rápido que dos días atrás. No perdían ni un segundo. Las brochas cambiaban de mano aproximadamente cada media hora. Los relevos se mantenían descansados. A media mañana ya habían pintado la mitad del porche delantero. La casa no era muy grande.
Me alegré de retirarme y no molestar. Los mexicanos trabajaban a tal ritmo que me parecía inútil tomar una brocha y entorpecer su trabajo. Además, la mano de obra gratuita era de carácter provisional. Se acercaba la hora en que me vería obligado a terminar aquella tarea yo solo.
Mi madre nos sirvió té helado con galletas, pero la labor no se interrumpió. Los que se encontraban conmigo a la sombra del árbol comieron primero, tras lo cual tres de ellos reemplazaron a otros tantos pintores.
—¿Tenéis suficiente pintura? —me preguntó mi madre en voz baja.
—No, señora.
Regresó a la cocina.
Antes del almuerzo, el lado Oeste estaba concluido; la gruesa y reluciente capa de pintura resplandecía bajo un sol intermitente. Nos quedaban sólo cinco kilos. Llevé a Miguel al lado este, donde un mes atrás Trot había empezado la tarea, y le señalé una franja sin pintar que yo no había podido alcanzar. Él dio unas rápidas órdenes y el equipo de pintores se trasladó al otro lado de la casa.
Habían puesto en práctica un nuevo método: en lugar de utilizar andamios provisionales, Pepe y Luis, dos de los más bajitos, se encaramaron sobre los hombros de Pablo y Roberto, dos de los más fornidos, y empezaron a pintar justo por debajo del tejado. Aquello, como es lógico, dio lugar a una serie de comentarios y bromas por parte de los demás.
Cuando se nos terminó la pintura, ya era la hora de comer. Les estreché la mano a todos y les di efusivamente las gracias. Ellos rieron y se retiraron, charlando, hacia el establo. Era mediodía, el sol se había ocultado y la temperatura ascendía por momentos. Mientras los veía alejarse, contemplé el campo que se extendía más allá del establo. Las aguas desbordadas se distinguían con claridad. Parecía extraño que la inundación continuase su marcha bajo la luz del sol.
Me volví e inspeccioné la obra. La parte posterior y los lados de la casa parecían como nuevos. Sólo quedaba por pintar la fachada, y puesto que ya me había convertido en un veterano, comprendí que podría completar la tarea sin la ayuda de los mexicanos.
Mi madre salió y anuncio:
—Hora de comer Luke.
Me entretuve un segundo, admirando aquel portento, y entonces ella se acercó a mí y juntos contemplamos la casa.
—Es un trabajo muy bueno, Luke —me dijo.
—Gracias.
—¿Cuánta pintura queda?
—Nada. La hemos gastado toda.
—¿Cuánta pintura necesitas para pintar la fachada?
La fachada no era tan larga como los lados, pero el porche constituía un reto adicional, al igual que la parte de atrás.
—Calculo que unos cuatro o cinco kilos —contesté, como si llevara décadas pintando casas.
—No quiero que te gastes el dinero en pintura —me dijo.
—El dinero es mío. Tú me dijiste que podía gastármelo en lo que quisiera.
—Por supuesto, pero no es justo que te lo gastes en algo así me importa. Quiero ayudar.
—¿Y la chaqueta?
Me había pasado noches sin dormir pensando en mi chaqueta de los Cardinals, pero ya no me parecía importante. Además, ya se me había ocurrido otra manera de conseguirla.
—Quizá me la traiga Santa Claus.
—Quizá —repuso ella con una sonrisa—. Vamos a comer. Inmediatamente después de que Pappy diera gracias al Señor por la comida sin hacer la menor alusión a la cosecha o el tiempo, mi padre dijo con cara muy seria que las rebalsas habían empezado a desbordarse y el agua estaba atravesando poco a poco el camino que conducía a las veinte hectáreas altas. La noticia fue acogida sin apenas comentarios. Ya estábamos vacunados contra las malas noticias.
Los mexicanos se congregaron alrededor del camión y esperaron a Pappy. Cada uno de ellos llevaba una pequeña bolsa con sus pertenencias, las mismas con que habían llegado seis semanas atrás. Yo les estreché la mano a todos y les dije adiós. Como siempre, deseaba hacer otra visita a la ciudad, a pesar de que en esta ocasión no sería muy agradable.
—Luke, ve a ayudar a tu madre en el huerto —me dijo mi padre mientras los mexicanos subían al camión.
Pappy ya estaba poniendo en marcha el motor.
—Pensé que yo también iría a la ciudad —protesté.
—No me obligues a repetir las cosas —replicó en tono severo mi padre.
Los vi alejarse mientras los nueve mexicanos saludaban tristemente con la mano y contemplaban por última vez la casa y la granja. Según mi padre, se iban a una granja de gran tamaño situada al norte de Blytheville, a dos horas de camino, trabajarían de tres a cuatro semanas si el tiempo lo permitía y después regresarían a México. Mi madre se había interesado por la forma en que serían enviados a casa, si por medio de un camión de transporte de ganado o de un autocar, pero no había insistido en el tema. No teníamos modo de controlar esa clase de detalles, que en ese momento, con nuestras tierras anegadas, eran mucho menos importantes.
La comida, sin embargo, sí era importante: había que hacer provisiones para un largo invierno después de una mala cosecha, en el que todo lo que consumiéramos procedería del huerto, lo cual no habría tenido nada de malo si no hubiese sido porque no dispondríamos de un solo centavo para comprar harina, azúcar y café. Una buena cosecha significaba la posibilidad de guardar un poco de dinero bajo un colchón y, a veces, gastar unos cuantos billetes en lujos como una Coca-Cola, un helado, unas galletas saladas o pan blanco. Una mala cosecha significaba que nos quedábamos sin comer.
En otoño recogíamos verduras variadas, nabos y guisantes, las últimas hortalizas sembradas en mayo y junio. Quedaban unos cuantos tomates, pero no muchos.
El huerto cambiaba con cada estación, menos en invierno, cuando lo dejábamos descansar para que se recuperara con vistas a los meses venideros.
Gran estaba en la cocina hirviendo tirabeques y enlatándolos a toda velocidad. Mi madre me esperaba en el huerto.
—Quería ir a la ciudad —dije.
—Lo siento, Luke. Tenemos que darnos prisa. Se avecinan más lluvias y las hortalizas se pudrirán. ¿Sabes lo que ocurrirá si el agua llega hasta el huerto?
—¿Van a comprar un poco más de pintura?
—No lo sé.
—Yo quería comprar un poco más de pintura.
—Tal vez mañana. En este momento tenemos que arrancar estos nabos.
Se había recogido el vestido hasta las rodillas. Iba descalza y cubierta de lodo hasta los tobillos. Jamás había visto a mi madre tan sucia. Me agaché y empecé a recoger nabos. En pocos minutos estaba cubierto de barro de la cabeza a los pies.
Me pasé dos horas arrancando y recogiendo verduras, que después lavé en la bañera del porche trasero. Gran se las llevó a la cocina, donde las hirvió y envasó en tarros de un litro.
La granja estaba tranquila: no tronaba ni soplaba el viento, no había ningún Spruill en el patio delantero ni mexicanos en el establo. Los Chandler nos habíamos vuelto a quedar solos, luchando contra los elementos y procurando mantenernos por encima del nivel del agua. Yo me repetía una y otra vez que la vida sería mejor cuando Ricky regresara a casa, pues entonces tendría a alguien con quien jugar y hablar.
Mi madre llevó otro cesto de hortalizas al porche. Sudaba y estaba cansada, por lo que empezó a lavarse con un trapo y un cubo de agua. No soportaba la suciedad, un rasgo que siempre había tratado de inculcarme.
—Vamos al establo —dijo.
Llevaba seis semanas sin subir al henil, desde la llegada de los mexicanos.
—Muy bien —repuse, y nos fuimos hacia allá.
Le dirigimos unas palabras a Isabel, la vaca lechera, y después subimos al henil por la escala de mano. Mi madre se había esforzado para prepararles a los mexicanos un lugar limpio donde vivir. Se había pasado el invierno recogiendo mantas viejas y almohadas para que pudieran dormir cómodos. Había tomado el ventilador que llevábamos varios años utilizando en el porche delantero, lo había colocado en el establo y había convencido a mi padre de que instalara una línea eléctrica entre la casa y el establo. «Son seres humanos, a pesar de lo que piensen algunas personas de por aquí», le había oído decir más de una vez.
El henil se encontraba tan limpio y ordenado como el día en que los mexicanos habían llegado. Las mantas y las almohadas estaban cuidadosamente colocadas al lado del ventilador. No había el menor desperdicio ni resto de basura. Mi madre estaba muy orgullosa de los mexicanos. Los había tratado con respeto y ellos se lo habían retribuido del mismo modo.
Abrimos la puerta del henil, la misma a través de la cual Luis se había asomado cuando Hank había empezado a bombardear a los mexicanos con piedras y terrones, y nos sentamos en el antepecho, con las piernas colgando. A nueve metros de altura, disfrutábamos de una vista inmejorable de nuestra granja. La lejana línea de árboles del oeste señalaba el lugar por donde discurría el St. Francis, y directamente delante de nosotros, más allá de nuestro campo de atrás, se veía el arroyo Siler desbordado.
En algunas zonas, el nivel del agua casi cubría los tallos de algodón. Desde el lugar en que me encontraba, podía apreciar mucho mejor el avance de las aguas. Avanzaban directamente hacia el establo y, al otro lado del camino que conducía a los campos, penetraban poco a poco en las veinte hectáreas altas.
Si el St. Francis se salía de cause, nuestra casa correría peligro.
—Creo que ya hemos terminado de recolectar —dije.
—Eso parece —admitió mi madre con cierta tristeza en la voz.
—¿Por qué se inundan tan rápido nuestras tierras? —pregunte.
—Porque se encuentran en un terreno bajo y están muy cerca del río. Es uno de los motivos por los que nos vamos de aquí. Esto no tiene mucho futuro.
—¿Adónde vamos?
—Al norte. Es donde hay trabajo.
—¿Cuánto tiempo…?
—No mucho. Nos quedaremos hasta que consigamos ahorrar un poco de dinero. Tu padre trabajará en la factoría de la Buick con Jimmy Dale. Pagan tres dólares la hora. Nos las arreglaremos, pasaremos estrecheces, pero tú irás a la escuela, a una buena escuela.
—No quiero ir a una nueva escuela.
—Te divertirás, Luke. Allá en el norte tienen unas escuelas muy grandes y bonitas.
No me parecía divertido. Mis amigos estaban en Black Oak. Aparte de Jimmy Dale y Stacy, no conocía a nadie en el norte. Mi madre apoyó una mano en mí rodilla y me la frotó como sí con eso pudiera lograr que me sintiera mejor.
—Los cambios siempre son difíciles, Luke, pero también son emocionantes. Considéralo una aventura. Tú quieres jugar al béisbol en los Cardinals, ¿verdad?
—Sí, señora.
—Pues para eso tendrás que irte de casa y trasladarte al norte, vivir en una nueva casa, hacer nuevas amistades e ir a una nueva iglesia. Será divertido, ¿no te parece?
—Supongo que sí.
Balanceábamos lentamente los pies descalzos hacia delante y hacia atrás. El sol se había ocultado detrás de una nube y una suave brisa nos acariciaba el rostro. Los colores de los árboles que delimitaban nuestro campo estaban cambiando al amarillo y el carmesí y sus hojas estaban cayendo.
—No podemos quedarnos aquí, Luke —añadió en un susurro, como si su mente ya estuviera en el norte.
—Y; cuando regresemos, ¿qué vamos a hacer?
—No trabajaremos la tierra. Buscaremos trabajo en Memphis o Little Rock y nos compraremos una casa con televisor y teléfono. Tendremos un precioso automóvil en el camino de entrada de la casa y tú podrás jugar al béisbol en un equipo que tenga uniformes de verdad. ¿Qué tal te suena?
—Bastante bien.
—Siempre vendremos a ver a Pappy, a Gran y a Ricky. Será una nueva vida, Luke, muchísimo mejor que la de ahora.
Señaló con la cabeza el campo, donde el algodón perdido se estaba ahogando.
Pensé en mis primos de Memphis, los hijos de las hermanas de mi padre. Raras veces se trasladaban a Black Oak, como no fuera para algún entierro y quizá para el Día de Acción de Gracias, lo cual me parecía muy bien, pues eran chicos de la ciudad, vestían ropa más bonita y tenían la lengua más rápida. No me gustaban demasiado, pero a pesar de todo los envidiaba. No eran groseros ni esnob, pero las diferencias que había entre nosotros me hacían sentir incómodo. En aquel mismo instante, tomé la decisión de que, cuando viviera en Memphis o en Little Rock, bajo ninguna circunstancia me comportaría como si fuera mejor que los demás.
—Tengo un secreto, Luke —me dijo mi madre.
«Otro no, por favor», pensé. En mi trastornada mente ya no cabían más secretos.
—Voy a tener un bebé —agregó con una sonrisa.
No pude por menos de sonreír a mi vez. Me gustaba ser hijo único, pero la verdad era que también quería tener a alguien con quien jugar.
—¿De veras?
—Sí. El verano que viene.
—¿Podría ser un niño?
—Lo intentaré, pero no puedo prometerte nada.
—Puesto que vas a tenerlo, me gustaría que fuera un hermanito.
—¿Estás contento?
—Sí, señora. ¿Lo sabe papá?
—Pues claro, él también participa en el proyecto.
—¿Y él también está contento?
—Muchísimo.
—Pues me alegro.
Tardé un poco en asimilarlo, pero comprendí enseguida que era una cosa buena. Todos mis amigos tenían hermanos y hermanas.
De pronto se me ocurrió una idea. Puesto que estábamos tratando el tema de los bebés, sentí la apremiante necesidad de revelar uno de mis secretos. Ahora parecía inofensivo, y además ya era muy antiguo. Habían ocurrido tantas cosas desde que Tally y yo nos fuéramos a escondidas a la casa de los Latcher que ahora el episodio parecía un poco ridículo.
—Lo sé todo sobre cómo nacen los bebés —dije, un poco a la defensiva.
—Ah, ¿sí?
—Sí, señora.
—¿Tú también puedes guardar un secreto?
—Pues claro.
Empecé a contar la historia, echándole la culpa a Tally de todo lo que pudiera causarme problemas. Ella lo había planeado. Ella me había suplicado que la acompañara. Ella había hecho esto y aquello. En cuanto mi madre comprendió por dónde iba la historia, empezó a sacudir la cabeza y, de vez en cuando, me decía: «¿Eso hiciste, Luke?».
La tenía en el bote. Adorné el relato aquí y allá para facilitar su desarrollo y crear la necesaria tensión, pero en general me atuve a los hechos. Estaba totalmente entregada.
—¿Me viste en la ventana? —preguntó sin poder creerlo.
—Sí, señora. Y también a Gran y a la señora Latcher.
—¿Viste a Libby?
—No, señora, pero vaya si la oímos. ¿Siempre duele tanto?
—Bueno, no siempre. Sigue.
No ahorré ningún detalle: mi regreso corriendo a la granja en compañía de Tally, los faros delanteros que nos perseguían, mi madre agarrándome por el codo con tal fuerza que poco faltó para que me lo rompiera.
—¡No teníamos ni idea! —exclamó.
—Pues claro. Llegué a la granja antes que vosotros, pero por los pelos. Pappy aún estaba roncando, y temí que entrarais en mi habitación a echar un vistazo y me encontrarais cubierto de polvo y sudor.
—Estábamos demasiado cansados.
—Menos mal. Dormí un par de horas y después Pappy me despertó para ir al algodonal. Jamás en mi vida había tenido tanto sueño.
—Luke, no puedo creer que hicieras todo eso. Quería regañarme, pero la historia la tenía demasiado atrapada.
—Fue divertido —dije.
—No deberías haberlo hecho.
—Tally me obligó.
—No le eches la culpa a Tally.
—No lo hubiera hecho de no haber sido por ella.
—No puedo creer que los dos hicierais eso —dijo, pero comprendí que la historia le había causado una profunda impresión.
Sonrió y meneó la cabeza con asombro.
—¿Cuántas veces salisteis de noche a pasear por ahí?
—Creo que ésa fue la única.
—A ti te gustaba Tally, ¿verdad?
—Sí, señora. Era mi amiga.
—Espero que sea feliz.
—Yo también. —La echaba de menos, pero no quería reconocerlo ni siquiera en mi fuero interno—. Mamá, ¿tú crees que veremos a Tally en el norte?
—No, no creo —repuso sonriendo—. Aquellas ciudades de allá arriba, como San Luis, Chicago, Cleveland o Cincinnati, tienen millones de habitantes. Jamás la veremos.
Pensé en los Cardinals, los Cubs y los Reds. En Stan Musial recorriendo las bases a toda velocidad ante treinta mil hinchas que ocupaban el Sportsman’s Park. Puesto que los equipos estaban en el norte, allí era adonde yo tenía que ir de todos modos. ¿Por qué no hacerlo con unos cuantos años de adelanto?
—Creo que iré —dije.
—Será divertido —repitió ella.
Cuando Pappy y mi padre regresaron de la ciudad, parecía que hubieran recibido una paliza. Y creo que efectivamente la habían recibido. Sus temporeros se habían ido y el algodón estaba empapado. Aunque saliera el sol y el agua se retirara, no tenían manos suficientes para seguir recolectando. Y no estaban seguros de que el algodón se secara. Esta vez el sol no se veía por ninguna parte y el nivel del agua seguía subiendo.
Cuando Pappy entró en la casa, mi padre descargó dos botes de cinco kilos de pintura y los depositó en el porche delantero. Lo hizo sin decir una sola palabra, a pesar de que yo estaba observando todos sus movimientos. Cuando terminó, se dirigió al establo.
Dos botes de cinco kilos no bastarían para pintar la fachada de la casa. Me puse furioso hasta que comprendí por qué razón mi padre no había comprado más pintura. No tenía dinero. Él y Pappy habían pagado a los mexicanos y se habían quedado sin nada.
De repente, me sentí incómodo por haber seguido adelante con el proyecto de pintar la casa mucho después de la marcha de Trot, con ello obligaba a mi padre a gastarse el poco dinero que tenía.
Contemplé los dos botes colocados el uno al lado del otro, y las lágrimas asomaron a mis ojos. No me había dado cuenta de lo pobres que éramos.
Mi padre se había reventado en los campos durante seis meses, y su esfuerzo no había servido para nada. Cuando llegaron las lluvias, decidí, no sé por qué motivo, que la casa tenía que pintarse.
Mi intención había sido buena, pensé; por consiguiente, ¿por qué me sentía tan mal?
Tomé la brocha, abrí un bote y di comienzo a la fase final de la tarea. Mientras aplicaba muy despacio unos cortos brochazos con la mano derecha, me iba enjugando las lágrimas con la izquierda.