32

En cuanto hubo terminado de comer su último bocado de huevos revueltos, Pappy se limpió los labios y miró a través de la ventana situada por encima del fregadero. Había suficiente luz para ver lo que nos interesaba.

—Vamos a echar un vistazo —dijo, y todos los demás salimos con él de la cocina, bajamos por los escalones del porche trasero y cruzamos el patio en dirección al establo. Envuelto en un grueso jersey, yo trataba de seguir el ritmo de los pasos de mi padre. La hierba estaba mojada, y tras andar unos pocos metros, mis botas también se mojaron. Nos detuvimos en el campo más próximo y contemplamos la oscura hilera de árboles que bordeaba el arroyo Siler a un kilómetro y medio de distancia aproximadamente. Teníamos delante veinte hectáreas de algodón, la mitad de nuestras tierras. Estaban inundadas, pero no sabíamos hasta qué extremo.

Pappy echó a andar entre dos hileras de algodón y no tardamos en ver tan sólo sus hombros y su sombrero de paja. Se detenía cuando tropezaba con el avance de la inundación. Cuando se pasaba un buen rato caminando, comprendíamos que el arroyo no había causado todo el daño que temíamos. A lo mejor, el agua ya estaba retirándose y saldría el sol. Quizá lográsemos salvar algo. A poco menos de veinte metros, justo la distancia que mediaba entre la plataforma de lanzamiento y la base meta, se detuvo y miró hacia el suelo. No podíamos ver la tierra ni lo que la cubría, pero lo adivinamos. Las aguas del arroyo seguían avanzando hacia nosotros.

—Ya está aquí —dijo, volviendo la cabeza—. Más de cinco centímetros.

Las tierras estaban inundándose más rápido de lo que los hombres habían previsto, lo cual, dada la tendencia de éstos al pesimismo, no constituía una gran hazaña que digamos.

—Eso jamás había ocurrido en octubre —dijo Gran, retorciéndose las manos en su delantal.

Pappy observó el agua que le rodeaba los pies. Nosotros clavamos la vista en él. El sol estaba saliendo, pero era un día nublado y las sombras iban y venían. Oí una voz y miré hacia la derecha. Los mexicanos se habían reunido en un silencioso grupo y nos miraban. Un entierro no habría sido más lúgubre.

Todos sentíamos curiosidad por el agua. Yo había sido testigo la víspera, pero estaba deseando verla extenderse por nuestros campos centímetro a centímetro hacia nuestra casa igual que una serpiente gigantesca cuyo avance no pudiera impedirse. Mi padre se separó de nosotros y echó a andar entre dos hileras de algodón. Se detuvo cerca de Pappy y puso los brazos en jarras igual que éste. Gran y mi madre los siguieron. Yo imité su ejemplo y lo mismo hicieron los mexicanos mientras todos nos distribuíamos en abanico por el campo en busca de las aguas desbordadas. Nos detuvimos formando una línea recta muy bien definida y contemplamos las espesas y marrones aguas desbordadas del arroyo Siler.

Rompí un tallo y lo clavé en la tierra, marcando el avance del agua. En cuestión de un minuto, la corriente lo rebasó.

Nos retiramos poco a poco. Mi padre y Pappy hablaron con Miguel y los demás mexicanos. Estaban preparados para irse a casa o a otra granja en la que pudiera recolectarse algodón. ¿Quién hubiera podido reprochárselo? Yo me acerqué lo justo para escuchar.

Acordaron que Pappy los acompañaría a las veinte hectáreas de la parte de atrás donde el terreno era un poco más elevado, y allí intentarían recolectar durante un rato. El algodón estaba mojado, pero si salía el sol cabía la Posibilidad de que cada uno de ellos recolectara unos cincuenta kilos.

Mi padre iría a la ciudad por segundo día consecutivo y acudiría a la Cooperativa para averiguar si había alguna otra granja en la que nuestros mexicanos pudieran trabajar. Había plantaciones mucho mejores en el noreste del condado, ubicadas en terrenos más altos, lejos de los arroyos y del St. Francis, y corrían rumores según los cuales, en las inmediaciones de Monette no habían caído tantas lluvias como en el sur del condado.

Yo estaba en la cocina con las mujeres cuando mi padre nos comunicó los nuevos planes para el resto del día.

—Aquel algodón está empapado —dijo Gran en tono de reproche. No recolectarán ni veinticinco kilos. Es una pérdida de tiempo.

Pappy aún estaba fuera y no oyó aquellos comentarios. Mi padre si los oyó, pero no estaba de humor para discutir con su madre.

—Intentaremos trasladarlos a otra granja dijo.

—¿Puedo ir a la ciudad? —pregunte.

Estaba deseando largarme, porque la alternativa podía ser una marcha forzada con los mexicanos hasta las veinte hectáreas altas, donde me obligarían a arrastrar un saco por encima del lodo y el agua y arrancar cápsulas de algodón empapadas.

—Sí, necesitamos un poco de pintura —contestó mi madre con una sonrisa.

Gran le dirigió otra mirada de reproche. ¿Por qué gastábamos un dinero que no teníamos en comprar pintura para la casa cuando estábamos perdiendo otra cosecha? Sin embargo, la casa estaba a medio pintar y el contraste entre el nuevo color blanco y el antiguo marrón claro era muy acusado. Había que terminar lo que se había empezado.

Hasta mi padre se mostraba reacio a gastar más dinero, pero aun así me dijo:

—Puedes ir.

—Yo me quedaré aquí —anunció mi madre—. Tenemos que preparar un poco de quingombó.

Otra excursión a la ciudad. Estaba contento. No me obligarían a recolectar algodón, no tendría otra cosa que hacer más que ir en camión por la carretera e imaginar el modo de conseguir un caramelo o un helado cuando llegara a Black Oak. Pero tenía que andarme con cuidado, porque yo era el único Chandler que estaba contento.

Cuando llegamos al puente el St. Francis parecía a punto de reventar.

—¿Crees que es seguro? —le pregunté a mi padre.

—Así lo espero.

Cambió a primera y avanzamos muy despacio por el puente sin que ninguno de los dos se atreviera a mirar hacia abajo. Con el peso de nuestro camión y la fuerza del agua, cuando llegamos al centro del puente éste se estremeció. Aceleramos y no tardamos en alcanzar la otra orilla. Ambos soltamos un suspiro de alivio.

La desaparición del puente sería un desastre. Nos quedaríamos aislados. Las aguas subirían alrededor de nuestra casa y no tendríamos ningún lugar adonde ir. Hasta los Latcher estarían en mejor situación que nosotros. Vivían al otro lado del puente, muy cerca de Black Oak y de la civilización.

Contemplamos las tierras de los Latcher al pasar.

—Su terreno está inundado —dijo mi padre, a pesar de que desde allí no la veíamos.

Seguro que habían perdido la cosecha.

Al aproximarnos a la ciudad vimos grupos de mexicanos en los campos, aunque no tantos como antes. Aparcamos delante de la Cooperativa y entramos. Unos cuantos agricultores de sombrío semblante estaban sentados al fondo, tomando café y hablando de sus problemas. Mi padre me dio una moneda de cinco centavos para que me comprara una Coca cola y fue a reunirse con los agricultores.

—¿Estáis recolectando algo por allí? —le preguntó uno de ellos.

—Puede que un poco.

—¿Cómo está el arroyo?

—Anoche se desbordó. Antes del amanecer ya había avanzado un kilómetro. Hemos perdido las veinte hectáreas bajas.

Guardaron un minuto de silencio ante aquella terrible noticia y cada uno de ellos miró al suelo, compadeciéndose de los Chandler. Entonces aborrecí más que nunca dedicarse a trabajar la tierra.

—Pues yo creo que el río aguantará —apuntó otro.

—De momento no se acerca a nosotros —dijo mi padre—. Pero no tardará en hacerlo.

Todos asintieron con la cabeza como si compartieran aquel vaticinio.

—¿Alguien más ha sufrido inundaciones? —preguntó mi padre.

—Tengo entendido que los Tripplett tienen diez hectáreas anegadas por las aguas del arroyo pero yo no lo he visto —contestó un agricultor.

—Todos los arroyos están retrocediendo y formando rebalsas —intervino otro—. Ejercen demasiada presión sobre el St. Francis.

Tras una nueva pausa, durante la cual los presentes reflexionaron acerca de los arroyos y la presión del agua, mi padre inquirió:

—¿Alguien necesita unos cuantos mexicanos? Tengo nueve mano sobre mano. Piensan regresar a casa.

—¿Se sabe algo del décimo?

—No. Ya hace mucho que se fue y no hemos tenido tiempo de preocuparnos por él.

—Riggs conoce a unos agricultores del norte de Blytheville que aceptarán a los mexicanos.

—¿Dónde está Riggs? —preguntó mi padre.

—Vuelve enseguida.

Los montañeses se estaban yendo en tropel, y la conversación se centró en ellos y en los mexicanos. El éxodo de los temporeros constituía una prueba más de que la cosecha se había perdido. El ambiente sombrío que reinaba en la Cooperativa se intensificó, por lo que me fui a ver a Pearl en la esperanza de sacarle un Tootsie Roli con mis zalamerías.

La tienda de Pop y Pearl estaba cerrada, algo de lo que era testigo por primera vez en mi vida. Un pequeño letrero indicaba que el horario de atención al público era de nueve a seis de lunes a viernes, y de nueve a nueve el sábado. Los domingos, por supuesto, estaba cerrada. El señor Sparky Dillon, el mecánico de la Texaco de unas puertas más abajo, se acercó a mí por detrás y me dijo:

—No abren hasta las nueve, hijo.

—¿Qué hora es? —pregunté.

—Las ocho y veinte.

Jamás había estado en Black Oak a una hora tan temprana. Miré arriba y abajo de Main Street, sin saber dónde comprar. Opté por la droguería, con su mostrador en la parte de atrás. Me estaba dirigiendo hacia allí cuando oí el rumor del tráfico. Se acercaban dos camiones desde el sur, la zona del condado donde nosotros vivíamos. Se trataba sin duda de montañeses que regresaban a casa. La familia que iba en el primer camión habría podido pasar por los Spruill, con varios adolescentes tumbados sobre un viejo colchón contemplando tristemente los escaparates de las tiendas. El segundo camión estaba mucho más limpio y era más bonito. Como el anterior, iba cargado de cajas de madera y sacos de arpillera, pero cuidadosamente colocados los unos al lado de los otros. El marido conducía y la mujer, que ocupaba el asiento del acompañante, sostenía en su regazo a un niñito que me saludó con la mano al pasar. Yo le devolví el saludo.

Gran siempre decía que algunos montañeses tenían casas más bonitas que la nuestra. Yo jamás comprendía por qué razón bajaban de los Orzak para recolectar algodón.

Vi entrar a mi padre en la ferretería y lo seguí. Estaba en la parte de atrás, cerca de la sección de pinturas, hablando con el dependiente. Sobre el mostrador había cuatro botes de cinco kilos de Pittsburg Paint de color blanco. Pensé en los Pirates de Pittsburg. Habían vuelto a quedar en último lugar en la Liga Nacional. El único jugador bueno que tenían era Ralph Kiner, que se había apuntado treinta y siete home runs.

Algún día yo jugaría en Pittsburg. Luciría con orgullo el uniforme rojo de los Cardinals y machacaría a los miserables Pirates.

La víspera habíamos gastado toda la pintura que nos quedaba en terminar la parte de atrás de la casa. Los mexicanos estaban a punto de irse. Me parecía lógico que compráramos más pintura y aprovecháramos la mano de obra gratis de que disponíamos. De lo contrario, los mexicanos abandonarían la granja y yo tendría que terminar el trabajo sin ayuda de nadie.

—No hay bastante pintura —dije mientras el dependiente calculaba el importe.

—De momento, es suficiente —contestó mi padre, frunciendo el entrecejo.

Andaba escaso de dinero.

—Diez dólares más treinta y seis centavos de impuestos —dijo el dependiente.

Mi padre se introdujo la mano en el bolsillo y sacó un delgado fajo de billetes. Empezó a contarlos muy despacio, como si no quisiera desprenderse de ellos.

Se detuvo al llegar a diez, diez billetes de un dólar. Cuando vio que no tenía suficiente, fingió reír y dijo:

—Creo que sólo llevo diez dólares. Le pagaré el resto la próxima vez que pase por aquí.

—Pues claro, señor Chandler —dijo el dependiente.

Ambos acarrearon dos botes de pintura y los cargaron en la plataforma de nuestro camión. El señor Riggs ya había regresado a la Cooperativa y mi padre se dirigió hacia allí para seguir hablando del asunto de los mexicanos. Yo regresé a la ferretería y me fui directo hacia el dependiente.

—¿Cuánto son dos botes de cinco kilos? —pregunté.

—A dos cincuenta los cinco kilos, un total de cinco dólares.

Me metí la mano en el bolsillo y saqué mi dinero.

—Aquí tiene cinco —dije, entregándole los billetes.

Al principio, no quería aceptarlos.

—¿Te has ganado este dinero recolectando algodón?

—Sí, señor.

—¿Sabe tu papá que estás comprando pintura?

—Todavía no.

—¿Qué es lo que estáis pintando?

—Nuestra casa.

—¿Y por qué lo haces?

—Porque nunca se ha pintado.

Aceptó a regañadientes el dinero.

—Más dieciocho centavos de impuestos —dijo.

Le entregué un billete de dólar y le pregunté:

—¿Cuánto le debe mi padre de impuestos?

—Treinta y seis centavos.

—Cóbrelo de aquí.

—De acuerdo.

Me devolvió el cambio y después cargó otros dos botes de cinco kilos en el camión. Yo me quedé en la acera, vigilando la pintura, como si temiera que alguien intentara robarla.

Tras haber visto a Pop y Pearl abriendo su tienda, vi al señor Lynch Thornton hacer lo propio con la oficina de Correos y entrar. Me encaminé hacia allí sin apartar los ojos del camión. Por regla general, el señor Thornton era un poco raro y muchos creían que ello se debía a que su esposa tenía problemas con el whisky. En Black Oak casi todo el mundo censuraba cualquier forma de alcohol. El condado era abstemio. La licorería más cercana estaba en Blytheville, aunque en la zona había unos cuantos que vendían licor ilegalmente y se ganaban muy bien la vida. Lo sabía porque Ricky me lo había dicho No le gustaba el whisky, pero me confesó que de vez en cuando se bebía una cerveza. Yo había escuchado tantos sermones acerca de los males del alcohol que estaba preocupado por el alma de Ricky. Y, si era pecaminoso que los hombres bebieran whisky a escondidas, el que lo hicieran las mujeres constituía un auténtico escándalo.

Quería preguntarle al señor Thornton cómo podía enviar mi carta a Ricky sin que nadie lo supiera. La carta tenía tres páginas de extensión y yo estaba muy orgulloso de mí esfuerzo. Pero contenía todos los detalles acerca del bebé de los Latcher y todavía no estaba muy seguro de que fuese prudente enviarla a Corea.

—Hola —le dije al señor Thornton; estaba sentado detrás del mostrador colocándose la visera y preparándose para sus actividades de aquella mañana.

—¿Eres el chico de los Chandler? —me preguntó sin apenas levantar la vista.

—Sí, señor.

—Tengo algo para ti.

Se marchó, regresó un par de segundos después y me entregó dos cartas. Una era de Ricky.

—¿Eso es todo? —preguntó.

—Sí señor. Muchas gracias.

¿Qué tal le va?

—Creo que bien.

Salí corriendo de la oficina de Correos, estrechando las cartas contra mi pecho. La otra era del representante de la John Deere en Jonesboro Estudié la de Ricky. Estaba dirigida a todos nosotros: «Eli Chandler y familia, Camino 4, Black Oak, Arkansas». En el ángulo superior izquierdo figuraba la dirección del remitente, una confusa serie de letras y números que terminaba con una línea que rezaba: «San Diego, California».

Ricky estaba vivo y escribía cartas; eso era lo único que importaba. Mi padre se acercaba a mí. Corrí a su encuentro con la carta y ambos nos sentamos ante la puerta de la mercería y la leímos de cabo a rabo. Ricky tenía prisa, como de costumbre, y su carta sólo constaba de una página. Nos escribía que su unidad casi no había participado en ninguna acción, y aunque él parecía un poco decepcionado, a nosotros sus palabras nos supieron a gloria. También decía que por todas partes se hablaba de un alto el fuego, incluso que los hombres regresarían a casa por Navidad.

El último párrafo era triste y aterrador. Uno de sus compañeros, un chico de Tejas, había resultado muerto a causa de una mina. Ambos tenían la misma edad y habían estado juntos en el mismo campamento de entrenamiento de reclutas. Cuando regresara a casa, tenía intención de ir a ver a la madre de su amigo en Fort Worth.

Mi padre dobló la carta y se la guardó en el bolsillo del mono. Subimos al camión y abandonamos la ciudad.

A casa por Navidad. A mi no se me ocurría ningún regalo mejor.

Aparcamos bajo el roble americano y mi padre se dirigió a la parte de atrás del camión para recoger la pintura. Se detuvo, contó y me miro.

—¿Cómo es posible que ahora tengamos seis botes de cinco kilos?

—Yo he comprado dos —contesté—. Y he pagado los impuestos.

Me pareció que no sabía qué decir.

—¿Te has gastado el dinero de la recolección? —me preguntó al final.

—Sí, señor.

—Preferiría que no lo hubieras hecho.

—Quiero ayudar.

Se rascó la frente, se pasó un par de minutos reflexionando acerca de la cuestión y después me dijo:

—Supongo que no tiene nada de malo.

Acarreamos la pintura al porche trasero y después dijo que quería acercarse a las veinte hectáreas altas para ver qué estaban haciendo Pappy y los mexicanos. Si el algodón podía recolectarse, se quedaría allí. Me daba permiso para empezar a pintar el lado oeste de la casa. Yo deseaba trabajar solo. Quería dar la impresión de estar abrumado por la enormidad de la tarea que tenía por delante para que, cuando regresaran los mexicanos, éstos se compadecieran de mi.

Regresaron al mediodía, cubiertos de barro, cansados y sin haber sacado provecho de su esfuerzo.

—El algodón está demasiado mojado —le explicó Pappy a Gran.

Comimos quingombó frito y bollos, y después reanudé mi trabajo.

Mantenía un ojo en el establo, pero nadie acudió a echarme una mano. ¿Qué estarían haciendo allí dentro? El almuerzo había terminado, ya se habían zampado las tortillas y seguro que habían hecho la siesta. Sabían que la casa estaba a medio pintar. ¿Por qué no salían a ayudarme?

El cielo se oscureció por el oeste, pero yo no me di cuenta hasta que Pappy y Gran salieron al porche trasero.

—Puede que llueva, Luke —dijo Pappy—. Será mejor que dejes de pintar.

Limpié la brocha y guardé la pintura bajo un banco, por temor a que la tormenta lo estropease. Me senté en el banco entre Pappy y Gran y escuchamos una vez más los lentos retumbos hacia el suroeste. Esperábamos más lluvias.