Los botes de pintura estaban alineados en el porche trasero igual que soldados preparados para una emboscada. Bajo la supervisión de mi madre, mi padre desplazó y colocó el andamio en la esquina nordeste de la casa para que yo pudiera pintar desde abajo hasta casi el nivel del tejado. Ya había doblado la primera esquina. Trot se habría sentido orgulloso.
Se abrió otro bote. Retiré la envoltura de una de las brochas nuevas y moví las cerdas hacia delante y hacia atrás. Tenía quince centímetros de anchura y pesaba mucho más que la que me había dado Trot.
—Vamos a trabajar un poco en el huerto —anunció mi madre—. No tardaremos.
Se marcharon. Mi padre llevaba tres de las canastas más grandes de la granja. Gran se encontraba en la cocina preparando confitura de fresas. Pappy se había largado a algún sitio para preocuparse a sus anchas.
La Inversión que habían hecho mis padres en aquel proyecto confería mayor importancia a mi misión. La casa se pintaría totalmente tanto si a Pappy le gustaba como si no. Y el mayor esfuerzo me correspondería a mí. Pero no corría prisa. Si había inundaciones, pintaría cuando no lloviera. Si termináramos de recolectar el algodón, dispondría de todo el invierno para completar mi obra maestra. En sus cincuenta años de vida, la casa jamás había sido pintada. ¿Para qué tanta prisa?
A la media hora, me cansé. Oía a mis padres conversar en el huerto. En el porche había dos brochas más, otra nueva y la que me había dado Trot, justo al lado de los botes de pintura. ¿Por qué no podían mis padres tomar las brochas y ponerse a trabajar? Seguro que tenían previsto echarme una mano.
La brocha pesaba una tonelada. Mis trazos eran cortos, lentos y muy pulcros. Mi madre me había advertido de que no aplicara demasiada pintura de una sola vez. «Que no gotee». «Que no se corra».
Al cabo de una hora, tuve que hacer una pausa. Perdido en mi propio mundo y enfrentado con un proyecto tan descomunal, empecé a maldecir a Trot por haber echado sobre mis hombros semejante tarea. Había pintado aproximadamente un tercio de uno de los lados de la casa y después se había largado. Estaba empezando a pensar que quizá Pappy tuviera razón, en el fondo. A la casa ni falta que le hacia que la pintaran.
Hank era el culpable de todo. Hank se había burlado de mí y había insultado a mi familia porque nuestra casa no estaba pintada. Trot había salido en mi defensa. Él y Tally habían conspirado para poner en marcha aquel proyecto, sin saber que debería hacerme cargo de la mayor parte del trabajo.
Oí unas voces a mi espalda. Miguel, Luis y Rico se habían acercado y estaban observándome con curiosidad. Los miré sonriendo y nos dimos las buenas tardes en español. Se acercaron un poco más, visiblemente asombrados ante el hecho de que al menor de los Chandler se le hubiera encomendado una tarea tan enorme. Durante unos minutos me concentré en mi trabajo y seguí pintando lentamente. Miguel estaba examinando los botes de pintura sin abrir y las otras brochas.
—¿Podemos echar una mano? —me preguntó.
¡Qué idea tan sensacional!
Abrimos otros dos botes de pintura. Le entregué mi brocha a Miguel y en cuestión de segundos Luis y Rico se sentaron en el andamio y se pusieron a pintar como si no hubieran hecho otra cosa en su vida. Miguel empezó por el porche de atrás. Al cabo de un rato otros seis mexicanos se sentaron a la sombra sobre la hierba para mirarnos.
Gran oyó el ruido y salió secándose las manos con un paño de cocina. Me miró, rió y regresó a sus confituras de fresa.
Los mexicanos estaban encantados de tener algo que hacer. Las lluvias los habían obligado a permanecer largas horas inactivos. No disponían de un camión para trasladarse a la ciudad, ni radio con que entretenerse ni libros que leer (de hecho, ni siquiera estábamos seguros de que supieran leer). De vez en cuando jugaban a los dados, pero lo dejaban en cuanto alguno de nosotros se acercaba.
Se lanzaron a pintar la casa con entusiasmo. Los seis que no pintaban daban consejos y expresaban sus opiniones a los que lo hacían. Algunas de sus sugerencias debían de ser absurdas, pues a veces los que pintaban interrumpían su tarea y se reían tanto que no podían trabajar. Los nueve se partían de risa, sus conversaciones en español eran cada vez más rápidas y el tono de su voz cada vez más alto. El reto consistía en convencer a uno de los que pintaban de que dejara un rato su tarea y permitiera que otro mejorara su actuación. Roberto se erigió en experto y, hablando en tono teatral, empezó a facilitar instrucciones a los novatos, sobre todo a Pablo y a Pepe, acerca de la técnica más apropiada. Situado detrás de los que estaban pintando, les daba consejos, gastaba alguna que otra broma o los reprendía por algo. Las brochas iban cambiando de mano y, entre burlas e improperios, se formó un conjuntado equipo de trabajo.
Yo me senté a la sombra del árbol con los demás mexicanos, contemplando la transformación que se operaba en el porche trasero. Pappy regresó con el tractor. Lo aparcó junto al cobertizo de las herramientas y, desde lejos, vi que se detenía un momento a mirar. Después dio un amplio rodeo para dirigirse a la parte delantera de la casa. No supe si lo aprobaba o no y ni siquiera sé muy bien si el asunto le seguía importando. Sus pasos carecían de fuerza y caminaba como sin rumbo. Pappy era, sencillamente, uno de los muchos agricultores derrotados y a punto de perder una nueva cosecha de algodón.
Mis padres regresaron del huerto con los cestos llenos a rebosar.
—Vaya, ni que fuera Tom Sawyer —me dijo mi madre.
—¿Quién es ése? —pregunté.
—Esta noche te contaré la historia.
Depositaron los cestos en el porche evitando cuidadosamente la zona en que se pintaba, y entraron en la casa. Todos los mayores estaban reunidos en la cocina, y me pregunté si estarían hablando de mí y de los mexicanos. Gran salió con una jarra de té helado y una bandeja con vasos. Era una buena señal. Los mexicanos hicieron una pausa y disfrutaron del té. Le dieron las gracias a Gran y de inmediato empezaron a discutir acerca de quiénes de ellos iban a seguir pintando.
Durante toda la tarde, el sol batalló con las nubes. Hubo momentos en que su luz era clara y uniforme y el aire casi tan tibio como en verano. Inevitablemente contemplábamos el cielo, en la esperanza de que las nubes abandonaran Arkansas para no regresar jamás, o por lo menos hasta la primavera. Después la tierra volvió a oscurecerse y el aire refresco.
Las nubes estaban ganando la partida, y todos lo sabíamos. Los mexicanos no tardarían en abandonar nuestra granja, tal como habían hecho los Spruill. No podíamos pretender que la gente se pasara varios días mano sobre mano, contemplando el cielo y procurando no mojarse, sin cobrar ni un centavo.
La pintura se nos acabó a última hora de la tarde. La parte trasera de la casa, incluido el porche, ya estaba terminada, y la diferencia era asombrosa. Las brillantes tablas recién pintadas contrastaban visiblemente con las de la esquina todavía sin pintar. Al día siguiente, empezaríamos a trabajar en el lado oeste, suponiendo que yo consiguiera convencer a alguien de que comprara más pintura.
Les di las gracias a los mexicanos y éstos regresaron entre risas al establo. Se comerían sus tortillas y se acostarían temprano en la esperanza de que al día siguiente pudieran recolectar algodón.
Me senté sobre la fría hierba admirando su trabajo y sin el menor deseo de entrar en la casa, pues los mayores no estaban de buen humor. Me mirarían con una sonrisa forzada e intentarían hacer un comentario gracioso, pero estaban muy preocupados.
Pensé que ojalá tuviera un hermano… más joven o mayor, me daba igual. Mis padres deseaban tener más hijos, pero había no sé qué problemas. Necesitaba un amigo, otro niño con quien hablar, jugar y conspirar. Estaba harto de ser el único pequeño de la granja.
Y echaba de menos a Tally. Hice un valeroso esfuerzo por odiarla, pero no dio resultado.
Pappy dobló la esquina de la casa y echó un vistazo a la nueva capa de pintura. No comprendí si estaba enfadado o no.
—Vamos a acercarnos al arroyo —me dijo, y sin más palabras, nos encaminamos hacia el tractor. Lo puso en marcha y seguimos las rodadas del camino que conducía a los campos. Había agua en la zona por la que tantas veces habían pasado el tractor y el remolque. Los neumáticos anteriores chapotearon en el barro mientras avanzábamos lentamente. Los neumáticos posteriores se hundieron en el lodo. Estábamos atravesando un campo que se convertía en un pantano por momentos.
El algodón daba pena de ver. Las cápsulas aparecían dobladas por el peso de la lluvia, y el viento había inclinado los tallos. Una semana de sol habría secado la tierra y el algodón y nos habría permitido terminar de recolectar, pero aquel tiempo había quedado atrás.
Giramos hacia el norte y avanzamos muy despacio por otro sendero más anegado que el anterior. Era el mismo que Tally y yo habíamos recorrido algunas veces; el arroyo se encontraba un poco más allá.
Yo permanecía de pie ligeramente detrás de Pappy, asiendo el soporte del «paraguas» y el tirante situado por encima del neumático trasero izquierdo mientras contemplaba el perfil de aquél. Mantenía las mandíbulas apretadas y los ojos entornados. Aparte de algún que otro estallido de cólera, Pappy no tenía por costumbre exteriorizar sus sentimientos. Jamás le había visto llorar, ni siquiera al borde de las lágrimas. Se preocupaba porque era propio de los agricultores, pero no se quejaba. Si las lluvias nos estropeaban las cosechas, algún motivo debía de haber. El Señor nos protegería y cuidaría de nosotros a lo largo de los años buenos y de los malos. En nuestra calidad de baptistas, creíamos que Dios lo tenía todo bajo su dominio.
Yo estaba seguro de que tenía que haber alguna razón para que los Cardinals no hubieran quedado campeones, pero no acertaba a comprender por qué tenía Dios que estar detrás de todo aquello. ¿Por qué permitía que dos equipos de Nueva York jugaran en las Series Mundiales? Era algo que me tenía absolutamente perplejo.
De pronto, el nivel del agua subió y los neumáticos se hundieron quince centímetros. El sendero estaba inundado y por un instante, dicha circunstancia me desconcertó. Ya nos encontrábamos muy cerca del arroyo. Pappy detuvo el tractor y señaló con el dedo.
—Ha rebasado las orillas —dijo, tratando de ocultar su abatimiento.
El agua atravesaba unos matorrales que antes crecían muy por encima del lecho del arroyo. Más o menos en aquel lugar Tally se había bañado en unas aguas frescas y claras que ahora habían desaparecido.
—Se está desbordando —anuncio.
Apagó el motor del tractor y prestamos atención a los sonidos de la corriente cuyo nivel estaba superando las orillas del arroyo Siler para anegar las tierras bajas de nuestras veinte hectáreas inferiores. El agua se perdió entre las hileras de algodón mientras bajaba poco a poco hacia el pequeño valle.
Se detendría en mitad del campo a medio camino de nuestra casa, en el lugar donde se iniciaba una suave cuesta. Allí se recogería y adquiriría profundidad, antes de extenderse hacia el este y el Oeste e inundar casi todas nuestras hectáreas.
Al final, tendría ocasión de ver una riada. Había habido otras, pero yo era demasiado pequeño para recordarlas. A lo largo de mi joven vida había oído contar historias acerca de ríos desbordados y cosechas sumergidas, y ahora lo estaba viendo con mis propios ojos como si fuera la primera vez. Era algo aterrador, pues cuando empezaba nadie sabía cuándo iba a terminar. Nada podía detener el avance del agua, que se derramaba por donde quería. ¿Llegaría hasta nuestra casa? ¿Se desbordaría el St. Francis y nos ahogaría a todos? ¿Llovería durante cuarenta días y cuarenta noches y nosotros pereceríamos como los que se habían burlado de Noé?
Probablemente, no. Algo de cierto tenía que haber en la historia del arco iris, símbolo de la promesa de Dios de no volver a inundar la tierra nunca más.
Sin embargo, yo estaba presenciando una inundación. Un arco iris era casi un acontecimiento sagrado en nuestras vidas, pero llevábamos varias semanas sin ver ninguno. Yo no acertaba a comprender cómo era posible que Dios permitiese que ocurrieran aquellas cosas.
Durante el día Pappy se había acercado al arroyo por lo menos tres veces, observando, esperando y, probablemente, rezando.
—¿Cuándo ha empezado? —pregunté.
—Calculo que hace una hora. No lo sé muy bien.
Deseé preguntar cuándo se detendría, pero ya conocía la respuesta.
—Es una rebalsa —añadió—. El St. Francis baja demasiado crecido y no hay sitio para el agua.
Nos quedamos un buen rato contemplando el agua, hasta que la vimos crecer y acercarse a nosotros y subir unos cuantos centímetros en los neumáticos delanteros. Pronto me asaltó el deseo de regresar, pero Pappy no tenía intención de hacerlo, sus temores y preocupaciones se estaban confirmando y él contemplaba hipnotizado lo que estaba ocurriendo.
A finales de marzo Pappy y mi padre habían empezado a arar los campos, removiendo la tierra y enterrando los tallos, las hojas y las raíces de la cosecha anterior. Entonces estaban contentos y se alegraban de permanecer al aire libre después de una prolongada hibernación. Vigilaban el tiempo, estudiaban el almanaque y acudían a menudo a la Cooperativa para escuchar los comentarios de los demás agricultores. Si el tiempo lo permitía, sembraban a principios de mayo. El 15 de mayo era la fecha límite para la siembra del algodón. Mi colaboración en la tarea empezaba a principios de junio, cuando terminaba la escuela y empezaban a crecer las malas hierbas. Me proporcionaban una azada, me indicaban la dirección a seguir y, a lo largo de muchas horas al día, me dedicaba a cortar algodón, una tarea casi tan dura y embrutecedora como la recolección. Nos pasábamos todo el verano cortando el algodón que iba creciendo y las malas hierbas que lo rodeaban. Si el algodón florecía el 4 de julio, significaba que la cosecha seria estupenda. A finales de agosto, ya podíamos empezar a recolectar, y a principios de septiembre comenzábamos a buscar a montañeses y a contratar a algunos mexicanos.
Y ahora, a mediados de octubre, estábamos contemplando cómo todo se perdía. Todo el esfuerzo, el sudor y el dolor de músculos, todo el dinero invertido en semillas, fertilizantes y combustible, todas las esperanzas y los proyectos, todo aquello se estaba perdiendo con el desbordamiento del St. Francis.
Esperamos un poco, pero la riada no se detuvo. De hecho, los neumáticos delanteros del tractor ya estaban medio hundidos en el agua cuando Pappy puso finalmente en marcha el motor. Apenas quedaba luz y no se veía casi nada. El sendero estaba inundado, y a ese paso para cuando amaneciese habríamos perdido las veinte hectáreas inferiores.
Jamás había sido testigo de tanto silencio durante la cena.
Ni siquiera a Gran se le ocurrió algún comentario gracioso que hacer. Yo jugueteé con mis judías y traté de imaginar qué estarían pensando mis padres. Mi padre debía de estar preocupado por el préstamo sobre la cosecha, una deuda que sería imposible saldar. Mi madre estaba preparando su huida de aquella granja y no parecía tan decepcionada como los demás adultos, ni mucho menos. Una cosecha desastrosa, seguida de una primavera y un verano tan poco prometedores le ofrecían argumentos más que suficientes contra mi padre.
Las inundaciones apartaron mí mente de otros asuntos más graves —Hank, Cowboy, Tally—, así que no resultaba tan desagradable pensar en ello. Pero mantuve la boca cerrada.
Pronto empezaría la escuela, por lo que mi madre decidió someterme a ejercicios nocturnos de lectura y escritura. Aunque jamás me habría atrevido a reconocerlo, estaba deseando ir a clase, por cuyo motivo los deberes me encantaban. Me comentó lo muy oxidada que tenía la escritura y sentenció que necesitaba mucha práctica. Mi lectura tampoco era demasiado buena, que digamos.
—¿Te das cuenta del modo en que te afecta dedicarte a la recolección del algodón?
Estábamos solos en la habitación de Ricky, leyéndonos mutuamente cosas antes de que yo me fuera a la cama.
—Tengo un secreto para ti —añadió en voz baja—. ¿Eres capaz de guardar un secreto?
«Si tú supieras», pensé.
—Pues claro.
—¿Me lo prometes?
—Desde luego.
—No debes decírselo a nadie, ni siquiera a Pappy y Gran.
—De acuerdo, ¿qué es?
Se inclinó todavía más hacia mí.
—Tú padre y yo estamos pensando en irnos al norte.
—¿Y yo?
—Tú también iras.
Solté un suspiro de alivio.
—¿Para trabajar como Jimmy Dale quieres decir?
—Exacto. Tu padre ha hablado con Jimmy Dale y éste le ha dicho que puede conseguir trabajo para él en la planta de la Buick en Michigan. Allá arriba se gana dinero. No vamos a quedarnos para siempre, pero tu padre tiene que encontrar algo estable.
—¿Y Pappy y Gran?
—Ellos jamás se irán de aquí.
—¿Seguirán cultivando la tierra?
Supongo que sí. No saben hacer otra cosa.
—¿Y cómo se las apañarán sin nosotros?
—Ya encontrarán la manera. Mira, Luke, no podemos permanecer aquí año tras año perdiendo dinero y pidiendo más préstamos. Tu padre y yo estamos decididos a probar suerte con otra cosa.
Yo tenía sentimientos contradictorios. Por una parte, deseaba que mis padres fueran felices y sabía que mi madre jamás se sentiría a gusto en una granja, mucho menos estando obligada a vivir con sus suegros. Yo no quería ser agricultor y tenía un futuro seguro con los Cardinals. Sin embargo, la idea de abandonar el único lugar donde siempre había vivido me inquietaba. Y no acertaba a imaginarme la vida sin Pappy y Gran.
—Será emocionante, Luke —prosiguió mi madre, en voz baja—. Confía en mí.
—Pues claro. ¿No hará mucho frío allá arriba?
—Por supuesto que sí —contestó—. En invierno nieva mucho, pero creo que será muy divertido. Haremos un muñeco de nieve, comeremos helado y tendremos unas Navidades blancas.
Recordé las historias que había contado Jimmy Dale sobre las veces que iba a ver jugar a los Tigers de Detroit y la gente que tenía buenos empleos, televisores y mejores escuelas para sus hijos. Después recordé a su mujer la muy imbécil de Stacy con su quejumbrosa voz nasal y el miedo que yo le había metido en el cuerpo cuando estaba en el retrete.
—¿No hablan muy raro allá arriba? —pregunté.
—Sí, pero ya nos acostumbraremos. Será una aventura, Luke, y si no nos gusta, siempre nos queda la Posibilidad de volver a casa. —¿Volveremos aquí?
—Volveremos a Arkansas o a algún lugar del sur.
—No quiero ver a Stacy.
—Ni yo. Mira, vete a la cama y piénsalo recuerda que es nuestro secreto.
—Sí, señora Me arrebujó en la cama y apagó la luz. Más noticias que archivar.